Mi nombre es Óscar, y trabajo como embalsamador en la Funeraria del Ángel Custodio, un lugar apartado, tranquilo, en las afueras de un pueblo olvidado, en un rincón perdido de Tamaulipas. Aquí, la sierra guarda secretos antiguos, y la niebla cubre los misterios que se esconden entre las montañas.

 

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La línea entre la vida y la muerte es borrosa en este lugar, se difumina constantemente. Mi trabajo me ha otorgado una perspectiva única, un palco privilegiado para presenciar fenómenos que escapan a la lógica humana: voces inexplicables, sombras fugaces que hielan la sangre, y presencias que, aunque fugaces, te congelan el alma.

A lo largo de los años, he presenciado fenómenos extraños, algunos de ellos explicables, otros, simplemente inexplicables. Las voces, los ruidos extraños en la morgue, las sombras que se desvanecen cuando las miras directamente, todo parece formar parte de este trabajo.

Pero hay algo en este oficio que te cambia. Algunos días parecen una eterna pesadilla. Las sombras de los muertos siguen rondando tus pensamientos y tus noches se alargan.

Sin embargo, la historia que voy a relatar hoy traspasa todo lo imaginable. Una experiencia tan visceral y perturbadora que se me grabó a fuego en la memoria. Y creo que es necesario compartirla.

Era un caluroso agosto del año pasado. Me encontraba en la sala de preparación, realizando la laboriosa tarea de embalsamar el cuerpo de Don Ramiro López, un viejo campesino cuya vida había sido agotada por años de trabajo en tierras áridas.

Su corazón, cansado y desgastado por el trabajo, finalmente había dejado de latir. Estaba concentrado en mi trabajo, como siempre.

Mi oficio no se limitaba a un simple proceso físico de arreglo; para mí, era un acto de respeto, un ritual de despedida para ayudar a las familias a sobrellevar su dolor. Así que siempre que podía, les pedía a las familias una fotografía del difunto, algo que los representara en vida, un recuerdo de felicidad.

Me encontraba meticulosamente terminando mi trabajo cuando de repente, la puerta se abrió con un golpe fuerte. Fue Marcos, un joven recién llegado al pueblo, con el rostro aún más pálido de lo habitual, empujando una camilla cubierta con una tela negra.

“¿Qué pasa, Marcos?” le pregunté extrañado.

“¿Qué es eso? ¿Por qué tanta secretividad?”

Marcos no me respondió de inmediato. Sus ojos evitaban los míos, su cuerpo tenso y rígido. Algo no estaba bien.

“Es… una señora mayor,” murmuró, su voz apenas audible mientras maniobraba la camilla torpemente hacia uno de los nichos refrigerados. Metió la camilla rápidamente, con prisa, casi desesperación.

“¿Qué estás haciendo, Marcos? ¿Por qué tanta prisa?” le pregunté, observando su comportamiento nervioso. Él no me miraba, y la tensión en su cuerpo era tan evidente que se podía cortar con un cuchillo.

Cuando cerró la puerta del nicho, se sacudió las manos y el cuerpo, como si hubiera tocado algo impuro. Su nerviosismo me empezó a preocupar. No era normal.

“¿Marcos, qué te sucede? ¿Qué está pasando?”

“No… no es asco, Óscar,” dijo, finalmente mirando al suelo,

“es miedo.”

“¿Miedo? ¿Miedo de qué? ¿Qué está pasando con ese cuerpo?”

“Esa señora… era una nagual,”

dijo Marcos con un susurro, sus palabras se colaron en la quietud de la morgue, dejando un peso en el aire.

“No sé si tú crees en esas cosas, Óscar, pero esa mujer era una nagual.”

La palabra nagual resonó en mi cabeza como un eco distante. Era un término de mi tierra natal, Veracruz, pero yo siempre lo había considerado una leyenda, un cuento supersticioso que los viejos contaban a los niños para asustarlos.

La idea de que alguien pudiera transformarse en un animal me parecía absurda. Sin embargo, la expresión de Marcos, su rostro pálido y su cuerpo tembloroso, me hicieron dudar. Este no era el Marcos que había llegado al pueblo hace unas semanas.

“¿Qué quieres decir con eso, Marcos?”

le pregunté, pero antes de que pudiera responder, él se apresuró a salir de la sala, dejando una sensación incómoda en el aire. Me quedé ahí, en silencio, sin saber qué pensar. Un escalofrío recorrió mi espalda. Algo no encajaba.

Decidí ir a la recepción, buscando respuestas. Allí encontré a una mujer madura, vestida completamente de luto, con el rostro inexpresivo. Me acerqué a ella y le pregunté si era familiar de la señora que acababan de ingresar.

“¿Usted es familia de la difunta?” le pregunté cortésmente.

Ella levantó la mirada lentamente, sus ojos oscuros y penetrantes recorriéndome de arriba a abajo. Sentí una presión extraña, como si intentara leer mi alma.

Su mirada inquisitiva me incomodó.

“Sí,” murmuró, finalmente. “Soy su nuera.”

“¿La familia desea que la preparemos para la despedida? Puedo organizar todo antes de la cremación, si lo desean.”

La mujer se encogió de hombros con una indiferencia que me heló la sangre.

“Hágalo si quiere, pero la verdad, no nos importa mucho. Quémela tal como está.”

Su frialdad, su actitud autoritaria, me dejó sin palabras. Algo en su tono no era normal. Algo estaba mal.

“¿Tiene una fotografía, o la ropa que le gustaba más? Podría vestirla con eso.” le sugerí, pero ella me interrumpió con un tono seco, casi rudo.

“Ya tiene la ropa puesta,” dijo, “queremos que se quede tal como está. Quémela así.”

Su voz, tan firme y cortante, hizo que una sensación de inquietud se apoderara de mí. Algo en su actitud me decía que no se trataba de una despedida común. Algo no estaba bien.

La mujer se fue rápidamente, dejándome con una sensación extraña, como si algo estuviera fuera de lugar. Volví a la morgue, mi mente llena de preguntas sin respuesta, y una sensación de terror que comenzaba a crecer en mi pecho.

Entré de nuevo en la morgue y me acerqué al nicho donde yacía el cuerpo de la señora.

El aire parecía denso, cargado de electricidad. Mis manos temblaban mientras abría lentamente el nicho. La oscuridad en su interior era más profunda de lo normal. Al tirar de la tela negra que cubría el cuerpo, un escalofrío recorrió mi espina dorsal.

Lo que vi me paralizó. La mujer tenía el rostro demacrado, arrugado, pero lo que realmente captó mi atención fue la tela que la cubría.

No era una simple mortaja. Estaba intrincadamente bordada con símbolos extraños: espirales que parecían moverse, figuras animales estilizadas, glifos que no pertenecían a ningún alfabeto conocido. Sentí que algo estaba mal, pero no podía apartar la mirada.

Sus manos estaban cruzadas sobre su pecho, aferrándose con fuerza a algo peculiar: una muñeca de madera. Estaba tallada toscamente, pero los detalles eran inquietantemente realistas. Sus ojos de canica negra parecían observarme fijamente, y su pequeña boca estaba curvada en una sonrisa maléfica.

En ese momento, un golpe seco resonó en la sala contigua, y me giré rápidamente, pero no vi nada.

Atribuí el ruido al frío, a la expansión del material, pero algo en mi interior comenzaba a dudar. Volví a mirar la muñeca, sus ojos seguían fijos en mí, y una sensación de terror comenzó a apoderarse de mí.

De repente, un susurro, apenas audible, emergió de la tela. Un murmullo indistinto que me hizo tensar todos los músculos de mi cuerpo. Algo no estaba bien, algo mucho más allá de la muerte. La atmósfera en la sala se volvió irrespirable.

De repente, las luces fluorescentes comenzaron a parpadear. El aire se volvió helado, y la tela que cubría mis pies se levantó ligeramente, como si una mano invisible la hubiera tocado.

Fue entonces cuando vi lo imposible: la muñeca comenzó a moverse. Primero un ligero temblor en sus dedos, luego su mano entera. La muñeca se movía, como si estuviera viva.

El terror me paralizó. La puerta que había cerrado con llave se abrió lentamente, y la oscuridad dentro del nicho pareció tragarse toda la luz. Algo en mi interior me dijo que debía salir de allí, pero algo más me mantenía atrapado.

El cuerpo de la mujer comenzó a moverse. No era un truco de luz. Su mano se crispó sobre la muñeca, y un gemido bajo salió de su garganta, un sonido que no pertenecía a este mundo. Algo estaba muy mal.

No pude soportarlo más. Salí corriendo de la morgue y grité por Marcos. Cuando llegó, su rostro era tan pálido como el mío. Lo miré y le supliqué:

“¡Ayúdame, por favor!”

Juntos, empujamos la camilla hacia el horno crematorio. Cada paso que dábamos, el aire se volvía más pesado. Era como si algo nos estuviera persiguiendo. Finalmente, logramos meter el cuerpo en el horno y cerrar la puerta. El calor abrasador llenó la sala, y las llamas rugieron como bestias hambrientas.

Pero entonces, lo escuchamos. Los gritos. Los golpes. La mujer, la nagual, estaba viva dentro de las llamas. El sonido era insoportable, un tormento que seguía resonando en nuestros oídos. No sabíamos qué hacer, pero Marcos me detuvo.

“Es mejor así. Déjala que se queme, Óscar. Créeme, es lo mejor.”

Y aunque mi cuerpo temblaba de miedo, algo en su mirada me hizo entender. Dejamos que las llamas consumieran todo. Pero el terror de esa noche, las voces, los gritos, seguirán persiguiéndome por siempre.