Que Dios me perdone si estoy haciendo el ridículo, susurra don Julián mientras mete con dedos temblorosos un sobre blanco en el buzón del tercero A. La puerta del ascensor se abre. Lucía sale, teléfono en mano y tacones resonando sobre el mármol. Pasa tan cerca de él que casi rozan abrigos. Ni lo mira, ni una palabra. Solo él le ve perfume a Jazmín que deja atrás. Don Julián se queda quieto, la mano aún sobre el metal frío del buzón.

Mientras escucha sus pasos alejarse por el pasillo, se frota el pecho, nota una punzada y en sus ojos se amontona un brillo húmedo. Si supieras cuánto significas para mí, aunque no me hayas dicho ni buenos días en 5 años, ¿te imaginas que puede haber en ese sobre? El edificio de ladrillo visto en el barrio de la Florida de Madrid huele a café recién hecho y a humedad que se filtra por las rendijas.

Hojas secas se arremolinan en la entrada cada vez que alguien abre la puerta. El aire de octubre es templado con una brisa fresca que anuncia el otoño, pero sin el frío intenso del invierno. Don Julián, 80 años, avanza lentamente por el portal. Viste chaqueta de punto marrón y zapatos perfectamente ilustrados. costumbre de cuando era maestro y jamás permitía un solo día de descuido. Es delgado, un poco encorbado, con ojos azules donde se adivinan recuerdos y una tristeza callada.

Frente a los buzones metálicos, don Julián detiene sus pasos, saca del bolsillo un sobre blanco, lo sostiene un instante sintiendo cómo le tiemblan los dedos. Su mirada se posa en el buzón del tercero A. Si supieras cuánto deseo que alguna vez me digas buenos días con una sonrisa. En ese momento la puerta de cristal del portal se abre. Lucía Martín, de 32 años, entra a paso rápido, morena, de cabello largo y brillante, rostro anguloso, viste un traje oscuro perfectamente entallado.

Habla por el móvil con voz firme mientras deja tras ella un leve perfume a Jazmín. No, Antonio, no me sirve un informe incompleto. O lo mandas hoy o no firmo nada. Te lo repito. Cuelga. Sus tacones resuenan sobre el mármol. Al ver a don Julián, le lanza una mirada fugaz, apenas una inclinación mínima de la cabeza, sin sonrisa, sin palabras. Pasa a su lado, tan cerca que don Julián contiene la respiración. Su pulso late con fuerza bajo la lana de su chaqueta.

Durante un segundo espera que ella se detenga, que le pregunte algo, que lo mire de verdad. Pero Lucías sigue hacia el ascensor, pulsa el botón, mira la pantalla sin volver a prestarle atención. Don Julián observa su espalda erguida. Traga saliva. “Que Dios me perdone si estoy haciendo el ridículo”, susurra. Introduce el sobre en el buzón del tercero A. La trampilla metálica hace un leve chasquido al cerrarse. Retira la mano despacio como si estuviera soltando algo demasiado valioso.

Se queda quieto con la mirada fija en el buzón. Un leve temblor recorre sus labios. El ascensor se abre y Lucía desaparece en su interior marcando el número de su planta. Don Julián baja la vista, suspira hondo, junta las manos delante de sí intentando calmarse. Ella nunca me saluda, pero yo no puedo irme de este mundo sin intentar acercarme, aunque sea una sola vez. Se queda ahí unos segundos inmóvil mientras en el portal vuelve a entrar la brisa fresca de la calle y las hojas secas se arremolinan alrededor de sus zapatos.

Al volver del trabajo el día siguiente, Lucía abre el buzón mecánicamente tras tirar de la puertecita metálica. Entre sobres de facturas y publicidad, ve uno blanco doblado con cuidado, sin remitente. Frunce el ceño, lo gira entre sus dedos un instante como si temiera que ardiera en sus manos. Finalmente lo abre. Dentro encuentra varios billetes de 50 € cuidadosamente alineados y una carta escrita con letra pequeña ligeramente temblorosa. Lee despacio moviendo los labios sin darse cuenta. Señorita Lucía, sé que quizá piense que soy un viejo entrometido.

No quiero asustarla ni causarle problemas. Tengo 80 años. Aunque no estoy enfermo, a mi edad uno sabe que el final puede llegar cualquier día sin aviso. Vivo solo desde que murió mi esposa y cada día se me hace más largo el silencio. La he visto pasar muchas veces, siempre tan seria, tan elegante y tan sola. Aunque usted no me mire, yo la saludo por dentro. No quiero que me malinterprete, no es que esté enamorado ni que espere nada de usted.

Solo siento que antes de que me llegue la hora, me gustaría conversar con mi vecina, saber quién es o al menos que alguien recuerde que alguna vez existí. Sé que esto es raro y por eso he dejado algo de dinero. No quiero que sienta que le robo el tiempo, aunque sea para invitarla a un café en el bar de la esquina. Si no quiere, lo entenderé, pero necesitaba decírselo. Con respeto y con cariño de vecino, don Julián.

Tercero B. Lucía se queda helada, baja la carta y observa los billetes durante unos segundos. Su corazón golpea contra sus costillas como si hubiese corrido una maratón. Una punzada de culpa se enreda en su pecho junto a una sensación absurda de ternura. ¿Qué es esto?, murmura. Durante un instante se imagina a don Julián escribiendo esas palabras, quizás solo bajo la luz amarillenta de una lámpara. Aprieta los labios, se siente atrapada entre la incomodidad y algo que no logra nombrar.

“Mira de nuevo el sobre. Está loco”, susurra, pero la voz le tiembla. Cierra el buzón y sube al ascensor, más deprisa de lo habitual. Mientras asciende, sostiene el sobre entre sus dedos. Podría tirarlo, pero no puede. Algo en esas líneas la ha tocado. Al llegar a su planta, sigue de largo caminando hacia el piso de don Julián. Sus tacones repican sobre el mármol. Se detiene ante la puerta del tercero B con la respiración entrecortada. No voy a tomarme un café con él, se dice intentando convencerse.

Pero esto se lo tengo que devolver. No puedo aceptar su dinero. Levanta la mano y toca el timbre. La puerta se abre casi al instante, como si don Julián hubiese estado esperando justo al otro lado. Sus ojos azules se iluminan al verla. Bajo la luz amarillenta del pasillo, su piel luce aún más pálida, surcada de arrugas profundas que tiemblan levemente cuando sonríe. “Señorita Lucía”, exclama con una sonrisa tan grande que casi se le escapan las lágrimas. No esperaba que viniera tan pronto.

Bueno, sí lo esperaba, pero no me atreví a pensarlo. Lucía permanece de pie frente a él, firme, sujetando el sobre entre sus dedos como si fuera algo sucio. La brisa templada que entra desde la escalera agita suavemente su cabello, dejando escapar el perfume sutil de su champú. Sus mejillas están algo sonrojadas, aunque no sabe si por la rabia o por la incomodidad. Don Julián, esto no está bien. Su voz suena tensa con un leve temblor. No puede dejar dinero en mi buzón ni escribir cartas así.

Es una invasión. Don Julián parpadea varias veces como si las palabras lo hubiesen golpeado. Baja ligeramente la cabeza, sus hombros encogiéndose bajo la chaqueta de punto. Sus manos delgadas y huesudas se entrelazan frente a él. No era mi intención invadir nada, responde con voz baja, ni molestarla de verdad. Lucía aprieta los labios y entrecierra los ojos. En su pecho, un pulso irregular late con fuerza. Su respiración es algo rápida y una pequeña avena palpita en su sien.

Pues lo ha hecho. Me ha puesto en una situación incómoda. Hace un gesto con el sobre como si se quemara entre sus dedos. No puede pagarme para que pase tiempo con usted, don Julián levanta la mirada, sus ojos azules empañados de una súbita humedad. Sus labios tiemblan al intentar hablar. No, no, no es eso. Levanta las manos casi temblando. No quiero comprar su tiempo, ni que se sienta obligada. Solo no sabía cómo acercarme a usted sin parecer un viejo metiche.

Lucía inspira profundamente. Su pecho se eleva y desciende con fuerza. Aunque su postura sigue rígida, su mirada comienza a mostrar una grieta, como si algo dentro de ella se estuviera desmoronando. Habla más bajo, pero dinero. Don Julián, ¿de verdad pensó que eso era buena idea? Don Julián se pasa la mano por la frente con los dedos ligeramente manchados de tinta azul. Su voz se reduce a un susurro. Supongo que no. Lo pensé 1 veces y aún así lo hice, porque cada día que pasa siento que que el tiempo se me acaba.

No estoy enfermo, pero uno a mi edad sabe que el final está más cerca que nunca. Hace una pausa mirando fijamente el suelo y no quiero morirme sin conocer a la persona que vive justo al otro lado de mi pared, ni que nadie recuerde que alguna vez estuve aquí. Lucía observa en silencio. Sus ojos oscuros brillan como si retuvieran lágrimas, aunque no caen. Su garganta se aprieta haciéndole difícil tragar. Durante un instante vuelve la tentación de simplemente darse la vuelta y largarse, pero no puede.

Baja lentamente la vista hacia el sobre. Sus dedos aflojan ligeramente la presión, dejando escapar un leve suspiro. Yo no soy buena en estas cosas. No me gusta mezclare con la vida de nadie. Su voz es más suave ahora. Pero tampoco puedo quedarme con esto. Levanta el sobre devolviéndoselo. Don Juliana siente despacio. Su respiración también es irregular y en su mirada asoma un brillo casi infantil de esperanza y miedo mezclados. Entonces, devuélvame el dinero, pero al menos acepte un café solo para que pueda mirarla a los ojos y saber quién es.

Prometo que no la volveré a molestar si no quiere. Lucía traga saliva, mira hacia el suelo, después vuelve a mirarle. En su rostro ya no queda rastro de dureza, solo confusión y algo muy parecido a compasión. Cuando habla, su voz es apenas un hilo. Está bien, pero solo un café para dejar las cosas claras. Don Julián sonríe con una gratitud tan intensa que sus ojos se llenan de lágrimas que esta vez no logra contener. Inclina ligeramente la cabeza emocionado.

Eso es todo lo que le pido. Gracias, señorita Lucía. Es una cafetería diminuta a dos calles del edificio. Sus ventanales dejan pasar la luz suave de la tarde y el vapor de leche forma remolinos blanquecinos sobre la barra. Mesas de mármol, cucharillas cintineando, olor a churros recién hechos y café fuerte llenan el ambiente. Don Julián se sienta con cuidado colocando la chaqueta en el respaldo de la silla. Mira alrededor como quien se reencuentra con un viejo amigo.

Yo solía venir aquí con mi esposa antes de que se la llevara al cáncer. Lucía baja la mirada entre sus dedos juega nerviosa con el azucarillo. Una sensación extraña le sube por el pecho como un nudo demasiado grande para tragarlo. Lo siento. Don Julián sonríe apenas. Sus ojos tienen un brillo de nostalgia, pero no de amargura. No se preocupe, señorita. El dolor se vuelve parte de uno, como una cicatriz. Está ahí, pero te acostumbras a vivir con él.

Hace una pausa. Dígame de usted, ¿siempre está tan seria? Lucía levanta la vista algo sorprendida. No esperaba esa pregunta tan directa. Esboza una pequeña sonrisa, aunque breve y casi defensiva. Trabajo mucho, es todo. Él la mira fijamente con la misma intensidad que miraba a sus alumnos cuando intuía que le ocultaban algo. Pero, ¿es feliz? Lucía se queda callada. Mira su taza las burbujas diminutas del café rompiéndose en la superficie. Con la cucharilla traza círculos que no disuelven nada.

no responde. El silencio que se instala entre ambos no es incómodo, sino profundo, como si cada uno escuchara sus propios ecos. Don Julián, tras unos segundos, deja escapar un leve suspiro. Inclina un poco la cabeza hacia un lado con una media sonrisa llena de ternura. Bueno, tampoco hace falta responderlo todo en el primer café, ¿verdad?, dice con tono suave. Yo, por ejemplo, puedo contarle que detesto el café solo. Siempre le echo dos sobres de azúcar, aunque diga el médico que me va a dar algo.

Lucía deja escapar una leve risa, más un resoplido que una carcajada, pero suficiente para borrar algo de la tensión en su rostro. Él continúa animado. Y usted, ¿zarcar? Eso dice mucho de las personas, ¿sabes? Hay quien cree que los de café solo son valientes, pero yo digo que son gente que se castiga innecesariamente. Lucía levanta los ojos, pero esta vez con una chispa tímida de humor, con un sobre, pero no siempre, depende del día. Ah, entonces es de las que guardan secretos, dice Julián llevándose la mano al pecho con teatralidad.

Un día dulce, otro amargo. Eso es mucho más interesante que contestarme si es feliz o no. Lucía niega con la cabeza, pero sus labios esbozan una pequeña sonrisa que permanece unos segundos. Suspira, menos rígida que antes. Don Julián, mientras revuelve su café azucarado, añade con una mirada llena de calma. A veces basta con empezar por las cosas pequeñas. El resto ya vendrá solo. Durante los siguientes días no vuelven a citarse. Lucía piensa en él más de lo que admite, pero se convence a sí misma de que no volverá.

Sin embargo, cada vez que entra o sale del edificio, don Julián está ahí leyendo el periódico o limpiando con esmero el pomo de la puerta. Sus ojos se iluminan cada vez que la ve. Una tarde, harta de sus propios silencios, se detiene ante él. Sigue en piel del café. Él, sorprendido, tarda un segundo en reaccionar. Sonríe tan grande que casi parece rejuvenecer 10 años. Por supuesto, señorita Lucía, cuando usted quiera. ¿Te está gustando esta historia? Deja un like y suscríbete al canal Crisol de Relatos para que puedas seguir contando más historias llenas de emociones.

Vamos a ver cómo continúa. A partir de entonces empiezan a verse algunas tardes, no cada día, sino cuando Lucía, casi sin quererlo, busca su compañía. A veces toman café en la misma cafetería. Otras caminan hasta el parque cercano, donde las hojas secas cubren bancos de madera y el sol de otoño tiñe el aire de naranja. En esos paseos, don Julián le cuenta historias de sus años de maestro: los niños traviesos, las excursiones al Museo del Prado, los concursos de redacción.

Lucía se ríe por primera vez en mucho tiempo y cada carcajada la sorprende como si fuera un sonido que hubiera olvidado. Hace años que no me reí así. confiesa una tarde mientras se limpia una lágrima de risa. Él la siente con voz suave y yo hace años que no sentía que tenía alguien con quien hablar de verdad. Una tarde llueve, el bar está casi vacío. Don Julián la observa en silencio. Sus dedos están borileando sobre la taza.

¿Le puedo hacer una pregunta, señorita Lucía? Depende. ¿Por qué está tan triste? Ella parpadea como si la hubiera bofeteado. Durante un instante se debate entre contestar o levantarse y marcharse. Finalmente dice apenas en un murmullo, porque a veces creo que estoy sola en el mundo y prefiero no pensarlo. Él la mira con ternura, sus ojos llenos de una compasión. Yo también pensé eso hasta que la conocía usted. Lucía baja la mirada sin poder sostenerle los ojos. Su respiración se vuelve temblorosa.

Pasan un par de semanas, los vecinos empiezan a mirarlos con curiosidad. Lucía se da cuenta de que sonríe más incluso a desconocidos en el ascensor. Sin embargo, nota que en la mirada de don Julián hay algo más profundo, una especie de urgencia, como si hubiera algo que necesita decirle y sigue guardándose. Era viernes. Lucía salía tarde del trabajo bajo un cielo gris cargado de nubarrones. Mientras caminaba por la cera hacia el portal, oyó sirenas a lo lejos.

aceleró el paso. Al girar la esquina vio luces azules parpadeando, reflejadas sobre los charcos. Un pequeño grupo de vecinos se había formado junto a la entrada del edificio. Gente murmuraba, algunos con la mano en el pecho. Ha sido el viejito del tercero. Se ha desmayado. Lucía sintió un escalofrío subirle por la espalda. Se abrió paso entre el gentío, empujando a quien hiciera falta. Su corazón golpeaba tan fuerte que casi le dolía en las costillas. Allí, en mitad de la cera, don Julián yacía sobre una camilla.

Tenía el rostro grisáceo, los párpados entrecerrados, el pecho subiendo y bajando de forma irregular. Los paramédicos le ajustaban una mascarilla de oxígeno. “¡Julián, Julián, mírame”, gritó Lucía inclinándose sobre él. Él no reaccionó. Los paramédicos la apartaron suavemente. Señora, necesitamos espacio. Lucía retrocedió temblando. Se abrazó a sí misma mientras lo subían a la ambulancia. Uno de los vecinos intentó tranquilizarla, pero ella lo apartó casi sin mirarlo. “Voy con él”, dijo con voz quebrada. Subió a la ambulancia sin importarle las miradas curiosas.

El vehículo arrancó y el ulular de la sirena retumbó en su cabeza como un martillo. Horas después, Lucía estaba sentada en la sala de espera, las piernas cruzadas, las manos heladas. Su móvil vibraba sin cesar con mensajes del trabajo que no contestaba. Cada vez que se abría la puerta, levantaba la vista con la esperanza de ver a un médico trayendo noticias. Una enfermera salió con la chaqueta marrón de don Julián doblada entre los brazos. ¿Es usted familiar?

Ella se quedó bloqueada. Tartamudeó. Yo soy su vecina. Se ha puesto en su ficha que es su contacto más próximo. Aquí tiene sus cosas. Lucía recibió la chaqueta. Olía a colonia antigua y a Canela. La abrazó contra su pecho sintiendo un nudo en la garganta. Al inclinarla ligeramente para acomodarla sobre su regazo, algo se deslizó de uno de los bolsillos y cayó al suelo. Bajo la vista. Era una fotografía pequeña a color con los bordes algo desgastados.

En ella aparecía una niña de unos 3 años con un vestido rosa lleno de vuelo, grandes ojos oscuros y flequillo perfectamente cortado. Lucía sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. La giró y detrás, con la misma letra temblorosa que había visto en la carta, leyó, “Lucía, la hija de mi hija. Perdí a mi hija, pero quizás aún no a mi nieta.” Lucía se quedó clavada en la silla sin poder respirar. El murmullo lejano de enfermeras y timbres de monitor se volvió un zumbido sordo en sus oídos.

Sintió como si el suelo se desplazara bajo sus pies. “No”, murmuró sacudiendo la cabeza. “Esto, esto no puede ser.” Su mente empezó a trabajar a toda velocidad. Recordó los ojos azules de don Julián, idénticos a los de su madre. Recordó retazos de discusiones antiguas en casa, frases medio oídas de su madre hablando con alguien. al teléfono, siempre cortante, siempre furiosa. No quiero saber nada de ese hombre jamás. Las piezas se empezaban a encajar dolorosamente, pero no se atrevía aún a asumirlo.

Un médico salió por fin con el rostro serio pero tranquilo. Familia de don Julián. Lucía se puso de pie todavía con la foto en la mano. Sí, bueno, creo que sí. Está estable. Ha sido una bajada de tensión y algo de arritmia. Vamos a dejarlo ingresado en observación esta noche. Puede pasar a verlo un momento si quiere. Lucía entró en la habitación con pasos inseguros. Don Julián estaba tumbado, pálido, pero consciente, conectado a cables y máquinas que pitaban suavemente.

Al verla, sus ojos se llenaron de lágrimas. Ella se quedó junto a la cama, la fotografía apretada contra el pecho. No supo qué decir. Tenía mil preguntas en la punta de la lengua, pero ninguna salió. Él levantó la mano temblorosa y la dejó caer sobre la colcha blanca. “Lucía”, susurró con un hilillo de voz, pero ella, enmudecida, solo pudo quedarse ahí mirándole fijamente mientras sentía que su vida entera acababa de volverse del revés. Lucía, que hasta entonces había permanecido rígida, siente de pronto que las lágrimas le corren sin control.

Deja caer la fotografía sobre la mesilla y agarra la mano áspera y temblorosa de don Julián. Abuelo, dice entre soyozos, por favor, dime que esto es verdad. Él la observa con los ojos empañados. Su voz es apenas un murmullo. Señorita Lucía. Ella niega con la cabeza llorando con más fuerza. No, no me llames, señorita. Soy tu nieta. Él parpadea varias veces. Una lágrima le cae por la 100. Suspira con dificultad. Yo quise contarte, pero tu madre no me dejó.

Lucía lo mira fijamente, el ceño fruncido, la respiración entrecortada. ¿Por qué? Pregunta con la voz rota. ¿Por qué me ocultó que tenía un abuelo? Él aparta la mirada hacia el techo blanco. Su voz se quiebra. Tu madre siempre fue terca. Cuando era joven conoció a tu padre. Yo no estaba de acuerdo. No porque no lo quisiera, sino porque él la metía en muchos problemas de dinero, de peleas. Yo solo quería protegerla. Le supliqué que tuviera cuidado, que no se precipitara.

Se interrumpe un momento jadeando levemente. Ella aprieta su mano con fuerza para animarle a continuar. Cuando naciste, yo sí te conocí, Lucía. Viniste a mi casa varias veces. Tengo fotos como esa. Pero seguimos discutiendo y ella acabó pensando que la juzgaba, que la avergonzaba, hasta que un día me gritó que no quería volver a verme, que ya no tenía padre y desapareció de mi vida. Lucía baja la vista, las lágrimas cayendo sobre las sábanas. Al final tenía razón.

Apenas me acuerdo de él, pero mamá me dijo que papá acabó muerto por una pelea y nunca me habló de ti. Nunca. Con un nudo en la garganta y los dedos blancos por la tensión continúa. Toda mi vida pensé que no tenía familia además de mi madre, que estaba sola. Mi relación con ella no es demasiado buena. Su voz se quiebra. ¿Por qué no viniste a buscarme? Don Julián baja la mirada hacia sus manos huesudas sobre la colcha.

Su voz es apenas un susurro cargada de cansancio y emoción. Al principio no fui a buscarte porque era lo que tu madre me pidió. Me suplicó que os dejara en paz y yo respeté su decisión, aunque me dolía cada día. Y cuando por fin reuní el valor para buscaros, ya os habíais mudado. No supe a dónde. Perdí vuestra pista y me quedé con la idea de que quizá era lo mejor. Lucía lo observaba con lágrimas resbalándole por las mejillas.

Él continúa, su voz temblorosa. Y entonces, hace cinco años te vi entrar en el portal. Una chispa de asombro brilla en sus ojos. Al mirarte creí reconocerte. Pensé que eran cosas de viejo, fantasías, pero luego vi tu nombre en el buzón. Lucía Martín traga saliva. Ya eras mayor y llevaba toda la vida sin saber de ti. No sabía si me odiarías o si me rechazarías como tu madre. Sus ojos se llenan de lágrimas. Por eso me quedé callado.

Me conformaba con saludarte por dentro, aunque nunca me devolvieras el saludo. Pero no podía morirme sin intentar al menos que me miraras a los ojos y supieras quién soy. Lucía se lleva las manos al pecho intentando contener el sollozo. Vecinos todo este tiempo murmura casi sin voz. 5co años tan cerca y tan lejos. Sacude la cabeza entre el dolor y el asombro. No sé si estoy más enfadada o más triste, dice con un hilo de voz. Me abandonaste sin quererlo y sin embargo estabas ahí tan cerca.

Don Julián traga saliva a sus ojos anegados. Lucía, yo nunca quise hacerte daño, solo tenía miedo. Ella suelta un sollozo desgarrado, se inclina un poco hacia él, aunque sigue temblando. Me abandonaste a mí también, sin saberlo. Su voz se rompe. Y ahora casi te pierdo otra vez. Él respira hondo. Entonces, ¿me perdonas? Lucía lo observa largamente. En su mirada se mezclan dolor, furia contenida y un amor nuevo que la desarma. Finalmente se inclina sobre él y lo abraza con fuerza, hundiendo el rostro en su cuello.

Te perdono, abuelo. Don Julián cierra los ojos exhalando un suspiro tembloroso. Sobre su mejilla rueda una lágrima, pero en sus labios se dibuja una leve sonrisa cargada de alivio y paz. [Música] Un mes después es diciembre. Las luces navideñas parpadean en el portal reflejándose sobre el suelo húmedo de la entrada. El aire huele a castañas asadas y a frío limpio de invierno. Don Julián camina despacio, sin bastón esta vez, aunque Lucía lo sostiene del brazo con firmeza.

Él lleva un gorro de lana azul marino que Lucía le ha regalado. Sus mejillas están sonrojadas por el frío, pero sus ojos azules brillan con la misma chispa de siempre. Suben juntos hasta el tercero A. La puerta de Lucía está abierta decorada con una corona navideña roja y dorada. Desde dentro se escapan ráfagas de música suave y el tintinear de copas. En el salón huele a canela y a ralladura de limón. Sobre la mesa hay una bandeja de torrijas recién hechas y dos tazas de chocolate caliente que sueltan espirales de vapor.

Lucía coloca en el árbol de Navidad la vieja fotografía que encontró en el hospital. la cuelga con un lazo dorado justo en el centro del árbol para que siempre recordemos de dónde venimos y que nunca más estemos solos”, dice con la voz ligeramente emocionada. Don Julián la observa en silencio, con los ojos anegados de lágrimas, posa una mano sobre la suya. “Gracias por regalarme una segunda oportunidad.” Ella sonríe y le acaricia los nudillos con ternura. Gracias a ti por enseñarme que la familia a veces está justo al otro lado de la pared.

Él suelta una pequeña carcajada y pensar que antes no me saludabas ni en el ascensor. Lucía ríe también dándole un leve empujón en el hombro. Bueno, a veces los milagros también necesitan un empujoncito. Las risas de Lucía y don Julián llenan el aire mezclándose con los villancicos que se filtran desde el pasillo del edificio. Y por primera vez en muchos años ambos sienten que el hogar está completo. ¿Crees que siempre hay una oportunidad para sanar lo que quedó roto?