Un pequeño habitante de la calle irrumpe en la habitación del hospital de la hija de un millonario que estaba en coma irreversible y grita, “Apaga los aparatos ahora. Apágalos que tu hija va a despertar y caminar”. Lo que sucede a continuación hace que el millonario caiga de rodillas llorando y que todos a su alrededor entren en completa conmoción.
Apaguen los aparatos. Apáguenlos ahora que su hija va a salir del coma y se va a levantar. gritó un niño raquítico vestido con ropas arapientas y sucias al irrumpir bruscamente en una de las habitaciones de uno de los hospitales privados más prestigiosos de la ciudad, justamente aquel en el que el millonario Oswaldo mantenía internada a su hija. El impacto de aquellas palabras fue inmediato.
Osaldo, un hombre deporte firme, acostumbrado a comandar negocios millonarios y enfrentar rivales de peso, se vio vulnerable como nunca. Estaba sentado al lado de la cama sosteniendo la mano de la pequeña Ana Clara, su hija, que permanecía en coma desde hacía más de un mes. Al oír aquel grito, sus ojos se abrieron de manera casi automática, fijándose en la puerta donde el niño permanecía de pie.
“¿Qué? ¿Qué dijiste, chico?”, cuestionó el millonario con la voz entrecortada, incapaz de creer lo que había escuchado. El pequeño invasor, un niño enclenque que claramente vivía en las calles, levantó la mirada con una seriedad impresionante. No había vacilación en su voz, solo una convicción perturbadora para alguien tan joven. Es exactamente lo que oyó, señor.
Apague los aparatos que su hija se va a levantar de esa cama y va a caminar. Apáguelos. Ahora el silencio que siguió fue sofocante. El aire en la habitación pareció volverse más pesado. Osaldo no lograba entender cómo un simple niño de la calle, sin estudios, sin conocimiento alguno, podía hablar con tanta certeza, justamente cuando los mayores especialistas, médicos de renombre de todo el país, ya habían decretado que las posibilidades de que su hija despertara eran prácticamente inexistentes.
Peor aún, decían que si se apagaban los aparatos, la pequeña seguramente moriría. Antes de que el millonario pudiera reaccionar, Fernanda, su esposa, avanzó irritada con el rostro tomado por la furia y la indignación. Pero, ¿quién dejó entrar a este mocoso inmundo aquí? Ese mendigo va a traer enfermedades, va a llenar la habitación de nuestra pequeña de bacterias. Esto es un riesgo para la vida de Anita.
Alguien, llamen a los guardias inmediatamente. La madrastra parecía a punto de explotar. Sus ojos fulminaban al niño y su postura protectora frente al millonario escondía algo casi teatral. En ese momento, Ramón, el médico responsable del caso de Ana Clara, dio un paso al frente.
La neutralidad en su rostro parecía calculada, pero había un rastro de irritación en su expresión. Su voz sonó firme con cierto desprecio. Muchacho, aquí es un ambiente hospitalario. No se puede entrar de ninguna manera sin permiso”, dijo recorriendo al niño con los ojos de arriba a abajo, como si observara algo repulsivo. Y menos vestido de esa forma, sucio como está. Te pido que te retires inmediatamente.
Pero para asombro de todos, el pequeño habitante de la calle permaneció inmóvil como si hubiese echado raíces en el suelo. Sus ojos ardían en determinación. No me voy a ir. No me voy a ir hasta que no apaguen los aparatos de Ana Clara. Osvalw sintió el corazón acelerarse. La mención directa al nombre de su hija hizo que su cuerpo se estremeciera.
se inclinó hacia delante con la voz baja, casi sofocada por la conmoción. ¿Cómo sabes el nombre de mi hija? El niño sostuvo la mirada firme. Porque ella es mi amiga. Señor, escúcheme. Si su hija sigue conectada a esos aparatos, va a morir. Usted necesita apagarlos antes de que sea demasiado tarde. Solo así, Anita van a abrir los ojos y volver a sonreír.
Las palabras resonaron en la mente del millonario. Algo en él quería creer, pero la razón gritaba que todo aquello era imposible. Se sintió atrapado entre dos mundos. el de la lógica médica que venía escuchando incansablemente por semanas y aquella extraña pero poderosa, verdad que el niño transmitía solo con la mirada.
Antes de que pudiera responder, Ramón tomó la delantera nuevamente con la voz cargada de autoridad. Oswaldo, disculpe por el inconveniente. No tengo idea de cómo este chico entró aquí, pero voy a hacer que lo saquen de inmediato. Lo que dice no tiene fundamento alguno. Son justamente esos aparatos los que mantienen viva a su hija. Si los apagamos, muere.
Enseguida el médico alzó la voz llamando a los guardias. Fernanda, aún más exaltada, gritó junto, casi en histeria, pidiendo refuerzos. El millonario, atónito, giró la cabeza de un lado a otro, observando a su hija acostada, frágil y pálida, y luego encaró al niño. Lo que lo perturbaba era que en medio de aquel rostro sucio y cansado de un niño de la calle, había una expresión que transmitía algo que no podía ignorar, ¿verdad? Los pasos pesados resonaron en el pasillo y pronto dos guardias aparecieron acercándose rápidamente.
Agarraron al pequeño por las piernas y los brazos. intentando inmovilizarlo. Fernanda gritó con desprecio, “Saquen a este mocoso de aquí inmediatamente y presten más atención. ¿Cómo un hospital de prestigio como este permite que un mendigo entre así en un área protegida?” Ramón reforzó la orden y los guardias comenzaron a arrastrar al niño.
Pero él no se rendía, se debatía y gritaba con toda la fuerza que tenía en los pulmones. “¡No! Ustedes están cometiendo un error. No, yo solo quiero ayudar a Ana Clara. Suéltenme, suéltenme. Esos aparatos la están matando. Suéltenme. La desesperación se marcaba en cada sílaba. Osvaldo se levantó de repente con el corazón en tumulto.
El pequeño, aún siendo arrastrado, encontró fuerzas para levantar la cabeza y gritar en dirección al millonario. La voz cargada de súplica. No dejes que Ana Clara muera. Sálvala, apaga los aparatos, ellos te están engañando. Aquellas palabras golpearon a Oswaldo como un puñetazo invisible. Sintió que el aire desaparecía por un instante y su mente giraba en confusión. Su voz salió temblorosa.
Engañándome, ¿quién me está engañando? Pero el niño no tuvo la oportunidad de responder. Los guardias lo sujetaron con más brutalidad, arrastrándolo por el pasillo. El sonido de los gritos resonó hasta desvanecerse en la distancia. Enseguida lo arrojaron fuera del hospital sin piedad.
Uno de los hombres, con la furia marcada en el rostro le señaló con el dedo y bramó. Si vuelves a aparecer aquí, va a ser peor. Desaparece de una vez, basura. Anda. El muchacho cayó en el suelo frío de la calle, respirando con dificultad, mientras la imponente puerta del hospital se cerraba detrás de él.
De vuelta en la habitación, el poderoso empresario seguía paralizado como si hubiera recibido una descarga. Su corazón latía descompasado y el eco de aquellas últimas palabras del niño reverberaba en su mente. “Engañándome.” Dijo que alguien me estaba engañando, murmuró casi sin percatarse de que lo había dicho en voz alta. Pero antes de que pudiera hundirse de lleno en ese pensamiento, Fernanda, su esposa, se acercó rápidamente.
Con un gesto calculado, enlazó su brazo forzando un abrazo de lado. Su voz sonó dulce, pero había algo casi forzado en su tono. Mi amor, ese niño no sabe nada. Es un pobrecito que probablemente no está bien de la cabeza. Olvídalo, por favor, y vamos a concentrarnos ahora en nuestra Ana Clara.
Enseguida, como si ya tuviera algo planeado, giró el rostro hacia Ramón y pidió de inmediato, “Doctor, traiga un vaso de agua para mi esposo. Él necesita calmarse.” El médico no dudó, dio algunos pasos firmes hasta la mesa cercana y en pocos instantes regresó con el vaso en la mano. “Aquí, Oswaldo, tome! Esto le va a ayudar a calmarse.
Y quédese tranquilo, ese chico no tendrá nunca más la mínima oportunidad de acercarse a usted o a su hija. El millonario aceptó el vaso. Sus manos temblaban levemente. Se sentó en una de las sillas al lado de la cama de hospital. Mientras el agua descendía por su garganta, su mente permanecía en turbulencia. Pero, ¿cómo sabía el nombre de mi hija? ¿Por qué ese niño entraría aquí diciendo todo eso? Pensaba inquieto. Ramón comenzó a hablar como si leyera sus pensamientos.
Osvaldo, el nombre de su hija está en las fichas, en los prontuarios, está en todos lados. Esos niños de la calle no tienen nada que hacer. Es muy probable que se haya infiltrado en el hospital para hacer alguna travesura. robó la ficha de Ana Clara y decidió armar ese escándalo para llamar la atención. Le pido disculpas en nombre del hospital.
Prometo reforzar la seguridad y como dijo Fernanda, es mejor olvidar este episodio y enfocarse solamente en el tratamiento de la niña. Fernanda soltó un suspiro como si estuviera aliviada por la explicación y completó. Yo estaba hablando con el doctor antes de que llegaras, amor. Él dijo que todavía hay esperanzas. Dijo que sí existe una posibilidad de que Ana Clara despierte del coma.
Ramón la interrumpió con una voz serena, pero firme, casi ensayada. Pero por ahora lo único que podemos hacer es esperar. Necesitamos mantenerla conectada a los aparatos y rezar. No hay otra alternativa. Las palabras cayeron sobre Oswaldo como un peso insoportable. Su cabeza se inclinó lentamente, como si cada músculo estuviera cargado de derrota.
La esperanza que sostenía con tanta fuerza parecía disolverse frente a sus ojos. En el fondo de su corazón, deseaba arrancar a su hija de ese lugar, llevarla lejos, protegerla de todo sufrimiento. Pero en su mente, la imagen de la sonrisa de la pequeña, corriendo hacia él como lo hacía antes, ya parecía imposible. Sin poder contenerse, el millonario comenzó a temblar.
El pecho se agitaba con fuerza y, sin decir una sola palabra, se derrumbó en lágrimas. Lloraba como un niño indefenso. Soyosos escapaban en medio del silencio de la habitación. Fernanda, siempre atenta al momento, lo envolvió en un abrazo aparentemente cariñoso. Mi amor, todo va a estar bien. Ella va a salir de esto. Nuestra Anita es fuerte. Ella va a sobrevivir.
Susurró como si quisiera coser en el corazón del millonario una esperanza frágil pero necesaria. Ramón, que siempre mantenía el tono clínico y técnico, también se acercó. El médico, que además era considerado un amigo cercano de Oswaldo, colocó una de sus manos en su hombro y declaró, “Amigo mío, necesitamos mantener la fe. Aún hay posibilidades y yo lo garantizo. No pierda la confianza.” Respiró hondo y completo.
Ahora creo que sería mejor que se fuera, al menos por unas horas. Descanse. También es importante traer buenas energías para Ana Clara. Ella no querría verlo así llorando. Fernanda reforzó la idea con una voz tierna. Eso mismo, amor. Vamos, vamos a casa. Allí los dos vamos a rezar juntos por nuestra niña. Osdo se levantó lentamente.
Sus pasos eran pesados, como si cada movimiento exigiera toda la energía que le quedaba. El médico caminó a su lado, Fernanda, sosteniendo su mano con delicadeza, y juntos se dirigieron hacia la salida del hospital. El silencio entre ellos era casi sepulcral. Fue en ese instante que algo inesperado rompió la calma forzada del pasillo. Un sonido agudo, estruendoso, retumbó contra las paredes.
Vidrio quebrándose. “Pero qué fue eso?”, exclamó Fernanda, asustada llevándose las manos al pecho. Ramón giró la cabeza hacia el ruido y Oswaldo, que había dejado de llorar por un breve momento, sintió que la sangre se le helaba. Ese ruido vino de la habitación de Ana Clara.
Anita, mi hija! Gritó ya preparándose para correr a toda prisa. Sin pensarlo dos veces, los tres se lanzaron por el pasillo, los pasos resonando en el suelo liso y frío. El corazón de Osaldo parecía a punto de de estallar en el pecho cuando estaban casi llegando a la habitación. La escena que vislumbraron por la rendija de la puerta entreabierta los dejó en completa conmoción.
El pequeño niño de la calle había vuelto. El mismo chico de antes, con los ojos ardiendo en determinación, estaba saltando hacia adentro de la habitación por la ventana recién rota. El vidrio hecho añicos brillaba en el suelo, delatando el camino por donde había entrado. Rápido, como un rayo, el muchacho corrió hasta la puerta y con todas sus fuerzas la cerró con llave desde dentro.
Fernanda gritó desesperada. ¿Qué está haciendo ese mocoso? Ramón corrió hacia la puerta y comenzó a golpearla con fuerza. Abre inmediatamente. Abre esa puerta ahora mismo, niño. Ordenó con la voz llena de rabia. Osaldo, tomado por el pánico, también se lanzó contra la puerta y con las manos temblando imploró.
Por el amor de Dios, chico, no le hagas nada a mi hija. Abre esa puerta, por favor. Te doy lo que quieras. dinero, comida, refugio, lo que quieras. Solo abre esa puerta, por favor. Desde dentro de la habitación, la voz firme del niño resonó con convicción. Yo solo quiero el bien de ella, señor. Estoy haciendo esto por el bien de Ana Clara. Voy a apagar los aparatos y usted va a ver. Ella se va a levantar.
La desesperación se adueñó del pasillo. Ramón gritó con el tono de autoridad mezclado con pavor. No, no hagas eso, chico. Si los apagas, vas a matar a la niña. No lo hagas. Fernanda también comenzó a gritar casi en histeria. Guardias, ayuda alguien rápido. Él va a matar a mi gijastra. Derriben esa puerta ahora.
El millonario, completamente dominado por la desesperación, golpeó con los puños contra la puerta, haciendo crujir la madera bajo la fuerza de su angustia. No lo hagas. No, no le hagas eso a mi hija, por el amor de Dios. No lo hagas”, bramó con la voz desgarrada por el dolor.
Todo el pasillo se llenó de gritos, golpes y el sonido ahogado de la respiración de un padre desesperado. Mientras del otro lado de la puerta, un niño de la calle juraba que solo quería salvar la vida de la pequeña Ana Clara. Entonces dio algunos pasos alejándose de la puerta. Su mirada estaba fija en los aparatos que deberían mantener a la niña con vida.
Su voz salió alta, clara y firme. Todo va a estar bien. Usted va a ver. Todo va a estar bien. Acto seguido, corrió hasta el rincón donde los equipos médicos palpitaban conectados al frágil cuerpo de Ana Clara. Sin dudar comenzó a jalar cables, desconectar conexiones y retirar cada uno de los tubos, además de quitar la medicación del brazo de la muchacha.
El sonido de ventosas soltándose y aparatos desconectándose llenó la habitación. De repente, un único sonido cortó el ambiente. Un pitido continuo y prolongado escapó por la rendija de la puerta. Afuera, Ramón cayó de rodillas. No, mi hija, no. Pero para comprender lo que realmente sucedía en aquella habitación de hospital y por qué aquel niño había hecho tal acto, era necesario volver en el tiempo.
Unas semanas antes, Oswaldo, el poderoso millonario y mayor accionista de una gran empresa de repuestos automotrices, estaba sentado cómodamente en la habitación de su hija. Una amplia sonrisa se dibujaba en su rostro mientras leía en voz alta un clásico de la literatura infantil. Las hadas solo existen para quien cree en ellas”, declamó citando un pasaje de Peter Pan y miró a Ana Clara esperando su reacción.
La niña, a quien llamaba cariñosamente Anita, escuchaba cada palabra con atención. Sentada en su cama, con una manta clara sobre las piernas, parecía perderse en el mundo de las historias que su padre narraba. Su mirada, sin embargo, cargaba algo más allá de la atención. una melancolía silenciosa.
De repente, unos golpes leves sonaron en la puerta. Enseguida la figura de Fernanda apareció trayendo un vaso de jugo de uva y un enorme trozo de pastel de chocolate. Su voz sonó dulce. Permiso. Miren lo que traje para la niña más linda de esta casa. Con cuidado, la madrastra se acercó y entregó el plato y el vaso en las manos de la niña. Ana Clara agradeció educadamente, pero sin gran entusiasmo.
Gracias, Fernanda. Osvaldo percibió de inmediato el desánimo en el tono de su hija. Inclinó la cabeza curioso y preocupado. ¿Qué pasa, hija mía? Pareces triste. ¿No te gustó el pastel? Fernanda lo preparó con tanto cariño. O será que la historia está aburrida.
Anita suspiró hondo y respondió con sinceridad con la voz dulce y al mismo tiempo cansada. No es ni una cosa ni la otra, papá. A mí me encanta el pastel de chocolate y también adoro cuando usted me lee cuentos. Pero es que hizo una pausa. Sus ojos se dirigieron hacia la ventana, desde donde se podía ver el inmenso jardín de la mansión cubierto por un césped verde impecable. Es que yo quería salir a jugar afuera.
Estoy cansada de quedarme solo en la habitación, leyendo o viendo televisión. Quería correr, jugar. El corazón de Osvaldo se apretó. Tragó en seco, intentando disimular las lágrimas que amenazaban brotar. Mi amor, yo sé que quieres salir a correr, pero ahora necesitas descansar. Eso hace parte del tratamiento.
Muy pronto vas a estar saltando y corriendo otra vez. Te prometo que te voy a llevar a un parque de diversiones increíble. ¿De acuerdo? Fernanda entró en la conversación sonriendo de manera alentadora. Eso mismo, Anita, tú eres fuerte y ya vas a estar otra vez llena de energía.
Solo necesitas seguir el tratamiento al pie de la letra. Pero la niña no parecía convencida. Su mirada, profunda y perspicaz para su edad, encaró al padre con seriedad. Pero, ¿por qué esta enfermedad me tenía que tocar a mí, papá? Yo siempre comí verduras, frijoles, siempre hice lo que usted mandaba. Yo estaba tan bien. La madurez de la pequeña sorprendía.
Osdo respiró hondo y respondió con ternura. Mi amor, infelizmente nadie elige cuándo se va a enfermar. Lo que importa es que estamos cuidando de ti. Vas a estar bien, te lo prometo. El tío Ramón es el mejor médico que conocemos. En sus manos te vas a recuperar rápido.
Como si hubiera sido llamado en ese momento, golpearon de nuevo a la puerta. La voz grave se anunció. Con permiso. La empleada dijo que ustedes estaban aquí. Vine a ver cómo está nuestra princesa. Era Ramón, el médico responsable del caso. Entró con una sonrisa controlada. Ana Clara levantó la mirada hacia él y respondió sin rodeos. Estoy desanimada. No aguanto más. estar en la cama.
Tío, ¿usted podría decirle a mi papá que me deje jugar un poco en el jardín? El médico suspiró acercándose a ella con expresión amable. Lamentablemente no puedo, Anita, pero tranquila, te vas a poner bien. Lo dijo mientras acomodaba algunos equipos midiendo la presión de la niña, verificando sus latidos. Cuando terminó, se volvió hacia Oswaldo y Fernanda.
Quisiera hablar con ustedes en privado. La pareja lo siguió hacia el pasillo. Tan pronto estuvieron alejados. Fuera del alcance de los oídos de Anita, el millonario tomó la delantera. La ansiedad en su voz era clara. Y entonces, Ramón, los exámenes de ayer mostraron alguna mejoría. ¿Cómo está mi hija? ¿Va a poder caminar pronto? Ramón respiró hondo.
Su rostro fue asumiendo una expresión pesada, como si cada palabra fuera una carga. Lamentablemente, Oswaldo, la anemia aplásica se mostró más agresiva de lo que esperábamos en Anita. El médico explicó que los últimos exámenes indicaban un agravamiento. Dijo que la enfermedad atacaba directamente la médula ósea, impidiendo la producción adecuada de células sanguíneas.
El reposo absoluto era fundamental. Cualquier esfuerzo, incluso un simple juego en el jardín, podría ser extremadamente peligroso. Ella está débil, muy débil. La fatiga extrema forma parte del cuadro. Si fuerza su cuerpo ahora, puede descomponerse de repente. Necesitamos tener cuidado. Osdo sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
El dolor se estampó en su rostro. Fernanda, siempre a su lado, lanzó la pregunta que pesaba en el aire. Pero, doctor, ¿usted cree que las posibilidades de mejoría aún son altas? ¿Cuál es de verdad el estado de nuestra Anita? Antes de que Ramón pudiera responder, Oswualdo con la voz entrecortada complementó la pregunta.
Dime, Ramón, somos amigos desde hace tantos años. Por favor, dime la verdad. Mi hija va a estar bien. Ramón suspiró profundamente antes de hablar. Su mirada parecía pesarosa y su voz era firme y llena de seriedad. Necesito ser sincero. Realmente el caso de Anita es grave. Si continúa progresando, puede causar una baja oxigenación en el cerebro y llevarla a un coma o incluso ser fatal.
Pero voy a hacer todo, absolutamente todo, para que tu hija se recupere, amigo mío. Las palabras cayeron sobre Oswaldo como una carga insoportable. Hasta hacía poco su vida parecía perfecta. Tras la muerte de su esposa años atrás, había criado a Ana Clara solo con todo el amor y dedicación posibles, pero siempre creyó que la niña necesitaba una figura materna, alguien que pudiera llenar aquel vacío.
Fue en ese momento de fragilidad que conoció a Fernanda, una mujer encantadora que parecía haber nacido para tratar con niños. conquistó no solo su corazón, sino también el de su hija. Por un tiempo, todo parecía finalmente en su lugar. Sin embargo, ese breve periodo de paz fue interrumpido cuando Anita empezó a enfermarse, quedando cada vez más débil. La noticia cayó como un rayo.
La niña tenía anemia aplásica y ahora escuchar de su mejor amigo, el médico en quien más confiaba que su hija podría entrar en coma o incluso morir, era simplemente demasiado para soportar. Fernanda, percibiendo el dolor que consumía a su marido, lo abrazó de inmediato. Sus palabras se repetían como un mantra. Todo va a salir bien, Oswaldo. Ella va a estar bien.
Ya lo verás. Nuestra niña es fuerte. Pero por más que intentara aferrarse a aquellas promesas, el millonario no conseguía apartar el pensamiento sombrío que insistía en atormentarlo. ¿Y si no salía todo bien? Ramón, con su postura de médico experimentado, continuó intentando traer un poco de orden a aquel caos emocional. Amigo mío, Anita no puede verte abatido.
Te aconsejo que vayas a trabajar, que sigas tu vida con normalidad. Si te entregas a la desesperación, eso puede reflejarse en ella y agravar aún más su estado. Ella necesita creer que todo está bien, necesita sentir confianza. Eso ayuda en el tratamiento. Mantiene el ánimo.
Las palabras resonaron dentro de él y aunque su corazón gritaba por permanecer al lado de su hija, Oswaldo terminó cediendo. Aquella tarde, aunque contrariado, se arregló para ir a trabajar. Fernanda lo acompañó hasta la empresa, ya que venía ayudando en algunas cuestiones administrativas. Al fin y al cabo, el millonario no tenía cabeza para lidiar con todo solo ante la enfermedad de Ana Clara.
Antes de salir, Oswaldo volvió a la habitación de su hija, se acercó a la cama e inclinándose la besó en la frente. Mi amor, papá necesita ir a trabajar, pero si necesitas cualquier cosa, solo llama o pídeselo a doña Goretti. Y recuerda lo que combinamos, quédate quietecita en la cama para recuperarte, ¿de acuerdo? La niña asintió concordando con una leve sonrisa cansada. Fernanda también se acercó acariciando el cabello de su hijastra.
Te amamos mucho, Anita. Todo va a estar bien. La pareja dejó la habitación y Osvaldo todavía pidió a la gobernanta doña Goretti que estuviera atenta a la niña. Solo después de eso, los dos salieron de la mansión. De vuelta en la habitación, Anita permaneció sentada en la cama, mirando fijamente por la ventana.
El inmenso jardín que tantas veces había sido escenario de sus juegos parecía llamarla. Recuerdos de carreras sobre la hierba verde y risas resonando en el jardín venían a su mente. Se quedó algunos minutos solo observando cuando algo inusual ocurrió. Una pelota vieja apareció de repente cayendo con fuerza en el césped. La niña abrió los ojos de par en par, sorprendida.
Alguien debe estar jugando en la calle y la dejó caer”, murmuró para sí misma. Instintivamente apoyó las manos en el colchón inclinándose para intentar levantarse. Las ganas de correr hasta el jardín y devolver la pelota y quizás hasta jugar un poco eran enormes. Pero en medio del impulso, el recuerdo de las palabras de su padre, de la madrastra y del médico resonó dentro de ella.
“No, mejor me quedo aquí. No puedo hacer esfuerzo. Mientras tanto, afuera de la imponente mansión, junto al muro que rodeaba la propiedad, un pequeño niño observaba ansioso. Era Esteban, un muchacho huérfano que sobrevivía en las calles. Su mayor tesoro, prácticamente su única compañía, era aquella pelota vieja que había encontrado en un basural.
Miraba fijamente el jardín con desesperación. Ah, no, la paté demasiado fuerte. ¿Cómo voy a recuperar mi pelota ahora?”, se lamentó. Esteban había visto pocos minutos antes dos autos saliendo de la residencia. Uno pertenecía a Ramón y el otro a Oswaldo. El chico dedujo que quizás la casa estaba vacía.
Sus ojos se posaron en un enorme árbol en la vereda cuyas ramas casi tocaban el muro. Con la astucia típica de las calles, el niño hizo rápidamente un cálculo en su mente. Si trepaba aquel árbol, podría saltar el muro y recuperar su pelota. No había escuchado ladridos de perros y eso era un alivio. No quería ser sorprendido por animales.
Aún así, sabía que no estaba bien meterse en la casa de alguien. Pero esa pelota era todo para él, su refugio contra la soledad. Solo voy a agarrarla rápido y ya me voy. Solo voy a buscar lo que es mío, pensó decidido. Dentro de la habitación de Ana Clara, la gobernanta entró con un hermoso plato de comida, equilibrándolo con cuidado en las manos.
Come todo para ponerte fuerte, Anita. Y si necesitas cualquier cosa, solo toca la campanita al lado de tu cama y yo vengo corriendo. La niña sonrió con gentileza, pero rehusó en ese momento. Gracias, doña Goretti. No tengo hambre ahora, pero después, ¿como? ¿Puedejarlo al lado? Enseguida se volvió hacia la gobernanta recordando la escena reciente en el jardín.
Cayó una pelota afuera. Nadie vino a pedirla de vuelta. La mujer miró por la ventana con desdén y murmuró, “M, no, nadie vino, pero es una pelota vieja, solo basura. Esa gente cada vez es más maleducada. Seguro la tiraron aquí a propósito. Más tarde, el señor Wilson pasa a cuidar del jardín y se la lleva junto con las hojas secas.
” Anita apenas asintió con la cabeza sin discutir. Su curiosidad, sin embargo, permanecía viva. Observaba aquella pelota. abandonada en el césped, sin saber que del otro lado del muro, Esteban hacía planes para cruzar y recuperar aquello que consideraba parte de sí mismo.
La gobernanta salió de la habitación enseguida, cerrando la puerta suavemente detrás de sí, sin imaginar que aquel simple objeto olvidado en el jardín estaba a punto de unir dos vidas de manera inesperada. Ana Clara se quedó algunos instantes solo mirando el plato de comida que doña Goretti había dejado. Sabía que necesitaba comer, que eso era parte del tratamiento. Pero la verdad es que el desánimo pesaba en cada músculo de su cuerpo.
La pequeña suspiró sin fuerzas ni siquiera para llevar el tenedor a la boca. Fue en ese instante que escuchó un ruido diferente, un sonido que no venía del pasillo ni del piso de abajo. Parecía provenir de afuera, algo moviéndose en las ramas de un árbol. frunció el ceño y desvió la mirada hacia la ventana una vez más. Su corazón se aceleró cuando se llevó un susto.
Allí estaba un niño, un chico delgado, con ropa vieja y sucia, equilibrándose en una de las ramas gruesas del árbol que quedaba afuera. Se movía con la agilidad de quien ya estaba acostumbrado a trepar. Sujetó con firmeza la rama y con un salto rápido cayó dentro del jardín de la mansión. Ana Clara seguía cada movimiento sorprendida y asustada. El chico caminó con rapidez hasta la pelota vieja que había caído en el césped.
Se agachó, la tomó con cuidado como si fuera un tesoro y fue en ese momento que levantó la cabeza. Su mirada se encontró con la de ella. Los dos quedaron inmóviles por un instante, como si el tiempo se hubiera detenido. El niño parpadeó rápido, tomado por el susto. “Perdón, por favor, no llame a nadie. Ya me voy”, dijo Esteban nervioso con la voz temblorosa al darse cuenta de que la casa no estaba tan vacía como pensaba.
Pero para su sorpresa, lo que recibió no fue un reto ni un grito. Fue apenas una sonrisa sincera de la pequeña Ana Clara. “Puedes estar tranquilo, pero es mejor salir por la puerta. Ese muro es alto, te puedes lastimar.” [Música] El niño tragó saliva sintiendo el rostro arder de vergüenza. Perdón. Es que pensé pensé que no había nadie, pero yo yo ya me voy. Estaba a punto de salir cuando algo llamó su atención.
Sus fosas nasales se abrieron de repente, captando un olor irresistible. Comida fresca. Comida de verdad, hecha en el momento con condimento. Esteban quedó paralizado, el estómago retorciéndose de deseo. Sus ojos fueron guiados involuntariamente hasta la mesita al lado de la cama de Ana Clara.
Allí estaba el plato, todavía caliente, exhalando un aroma que parecía el paraíso. Sin darse cuenta, Esteban pasó la lengua por sus labios como si pudiera saborear solo con la imaginación. Cuánto tiempo hacía que no comía algo así. Su vida en las calles lo había acostumbrado a restos sacados de la basura, pedazos endurecidos, migajas, pero allí, frente a él, estaba una comida completa, intacta.
Ana Clara notó la manera en que el chico miraba fijamente la comida. Ella, que hasta entonces no tenía ganas de comer, sintió el corazón llenarse de compasión. Extendió el plato hacia él con una sonrisa leve. Lo quieres, puedes comer. Yo no tengo ganas. Esteban dio un paso atrás sorprendido por la oferta.
Quiso rechazar, quiso solo agradecer e irse, pero como si lo traicionara, su barriga rugió fuerte. El sonido retumbó en la habitación, rompiendo cualquier resistencia. Avergonzado, dio un paso adelante, acercándose a la ventana. Su voz salió vacilante. En serio, ¿de verdad puedo comer? La niña asintió con la cabeza todavía sonriendo. Claro, puedes comer todo. Yo no tengo hambre.
Si me da ganas, después llamo a doña Goretti. Ella es nuestra gobernanta. Ella hace lo que yo le pida. Anda, come. Otro rugido, aún más fuerte salió del estómago del muchacho. Respiró hondo, dejó la pelota al lado de la ventana y extendió las manos temblorosas para recibir el plato.
Se quedó de pie allí mismo y comenzó a devorar cada cucharada como si fuera la última comida de su vida. Está riquísimo, Dios mío! exclamó entre cucharada y cucharada con los ojos humedecidos de placer. Ana Clara observaba la escena con alegría. animada por finalmente tener compañía, se sentía feliz de poder ayudar, aunque de una forma tan simple. Cuando Esteban terminó, se limpió la boca con el dorso de la mano y volvió los ojos hacia ella.
Solo entonces reparó mejor en la niña. Seguía sentada en la cama, inmóvil, en el mismo lugar. Frunció el ceño confundido y preguntó ingenuamente, “El día está tan lindo, ¿por qué no sales de esa cama y vas a jugar?” El semblante de la niña cambió al instante. La alegría dio lugar a la tristeza.
Respiró hondo antes de responder. Lo que más quisiera es correr, salir a jugar, pero últimamente estoy débil, estoy enferma. Necesito guardar reposo hasta mejorar. Esteban abrió los ojos de par en par, sintiendo un nudo en la garganta. ¿Tú tú no puedes caminar? preguntó incómodo. Ella negó con la cabeza evitando mirarlo a los ojos.
En realidad puedo, o sea, ahora no estoy pudiendo. Estoy muy desanimada. Esa es la verdad. Tengo que quedarme en esta cama sin hacer nada, solo esperando a que esta enfermedad se vaya, pero parece que nunca se va. El chico guardó silencio por unos instantes reflexionando. Entonces, como si hubiera tenido una idea repentina, dio dos pasos atrás, tomó la pelota que había dejado a un lado y la lanzó hacia la niña.
Ana Clara se sobresaltó, pero reaccionó rápido, levantando las manos y atrapando la pelota con firmeza. lo miró sin entender. Fue entonces que él sonríó y declaró con entusiasmo, “No es porque estés en la cama que no puedas divertirte.” Sin perder tiempo, corrió por el jardín y comenzó a recoger hojas secas que estaban esparcidas.
Las amontonó en un círculo en el suelo improvisando una especie de blanco. Mientras lo hacía, reía y explicaba: “Dudo que logres acertar la pelota aquí adentro.” La niña lo miró sorprendida con la idea, apretó la pelota contra el pecho, respiró hondo y con determinación la lanzó. El objeto hizo una curva y cayó exactamente en el centro del círculo de hojas.
Ella soltó una carcajada deliciosa, olvidándose por un momento de la enfermedad y de la tristeza. Esteban celebró como si fuera una victoria de campeonato. Rápidamente tomó la pelota de nuevo y anunció, “Ahora es mi turno.” Se alejó unos pasos y pateó, acertando también en el blanco improvisado. En cuestión de pocos minutos, los dos estaban riendo juntos como si fueran viejos amigos.
Fue en ese momento que pasos pesados resonaron por el pasillo. Doña Goretti, intrigada por el ruido de risas, se acercaba a la puerta. Ana Clara lo percibió de inmediato y su corazón se aceleró. Miró a Esteban alarmada. “Escóndete, rápido, escóndete”, susurró con la voz urgente. Sin pensarlo dos veces, el pequeño Esteban saltó por la ventana y entró en la habitación de Ana Clara.
Con la rapidez de quien ya estaba acostumbrado a esconderse, se deslizó debajo de la cama de la niña. Apenas tuvo tiempo de respirar cuando la puerta del cuarto se abrió con fuerza. Doña Goretti entró apurada con los ojos recorriendo el ambiente de punta a punta, pero lo único que encontró fue a Ana Clara sola, sentada en la cama y el plato vacío reposando en la mesa al lado.
La gobernanta frunció el ceño desconfiada. Vaya, pensé haber escuchado otra voz aquí dentro. Ana Clara mantuvo la calma, aunque con el corazón acelerado, forzó una sonrisa serena y respondió, “Debe ser su imaginación, doña Goretti.” La gobernanta todavía pareció intrigada, pero no insistió.
Simplemente recogió el plato vacío, miró una vez más alrededor y salió del cuarto cerrando la puerta atrás de sí. Fue solo en ese momento que Esteban emergió de debajo de la cama. El niño jadeante comenzó a reír bajito, contagiando a Ana Clara, que también cayó en risitas. La pequeña habló primero en un tono cariñoso, pero preocupado. Bueno, creo que es mejor que te vayas ahora. Si no, pueden desconfiar.
Mi papá no quiere que yo esté jugando ni haciendo esfuerzo. Esteban sonrió acomodando la pelota que sostenía contra el pecho. Está bien, pero si quieres, mañana vuelvo. El semblante de Ana Clara se iluminó de inmediato. Asintió animada, sin ocultar la felicidad y así comenzó una rutina secreta. A partir de ese día, Esteban empezó a entrar sigilosamente en la mansión por la parte trasera.
Nadie notaba su presencia. Siempre tenía cuidado de no ser visto y las visitas se volvieron constantes. La amistad creció como una llama escondida pero intensa. Todos los días, cuando el padre salía a trabajar y Fernanda estaba ocupada con sus compromisos, Esteban aparecía en el jardín, saltaba a la ventana y corría a la habitación de la niña.
Allí los dos se divertían en secreto, jugaban a las cartas, inventaban historias, creaban competencias con la pelota vieja e incluso improvisaban juegos simples que no exigían esfuerzo físico de la pequeña. Ana Clara, que había perdido la alegría de vivir, encontraba en las tardes con Esteban de nuevo el brillo en los ojos y la risa fácil.
La habitación, antes silenciosa y triste, ahora se llenaba de risas y voces alegres. Doña Goretti, que al principio se extrañaba con los ruidos que venían del cuarto, pronto dejó de buscar explicaciones. Cansada y ya convencida de que eran solo ecos o imaginación, incluso empezó a usar auriculares durante el trabajo.
Eso les dio aún más libertad a los dos pequeños. En una tarde cualquiera, Ana Clara estaba visiblemente más débil, pero aún animada. Sus manos temblaban un poco, pero la sonrisa no se borraba de su rostro. Estaba jugando al uno con Esteban, riendo a cada carta que él colocaba en la cama con exageración. Tras innumerables partidas, el niño se levantó, acomodó la pelota bajo el brazo y anunció que necesitaba irse.
“Mañana vuelvo, nos divertimos más”, dijo él con una sonrisa amplia. Ana Clara solo asintió, intentando disimular el cansancio que sentía ese día, mayor que en los demás. Aún así, no quería que él lo notara. Lo último que deseaba era que Esteban dejara de venir. El niño volvió a saltar el muro de la mansión como hacía siempre, pero en ese instante la suerte no estaba de su lado.
Apenas aterrizó del otro lado, terminó chocando con alguien que pasaba por la cera. Era Fernanda. Sus ojos se abrieron de par en par, el rostro tomado por la indignación. Su voz salió áspera, cargada de repulsión y rabia. Estabas intentando saltar el muro de mi casa, mocoso, inmundo. Esteban se quedó congelado sin reacción.
Antes de que pudiera pensar en alguna excusa, la mujer avanzó un paso más y gritó aún más fuerte. ¡Lárgate de aquí ahora, antes de que llame a la policía! Anda, lárgate. El pequeño no lo pensó dos veces tomó la pelota con prisa y salió corriendo por la calle con el corazón desbocado y los ojos llenos de lágrimas de miedo. Cuando Oswaldo llegó a casa, horas más tarde, encontró a Fernanda esperándolo, ansiosa por contar lo sucedido.
Apenas él entró, ella se lanzó hacia él dramatizando cada palabra. Mi amor, no vas a creer lo que vi. Había un delincuente intentando saltar el muro de nuestra casa. Este barrio ya no es tan seguro como antes. Necesitamos poner una cerca eléctrica urgente.
¿Te imaginas si un sinvergüenza de esos entra aquí e intenta hacerle algún daño a Ana Clara? El millonario llevó las manos a la cabeza, aturdido. Con la mente consumida por el estado de su hija. No tenía fuerzas para lidiar con otro problema más. respiró hondo y solo pidió que su esposa resolviera el asunto como creyera mejor. Fernanda no perdió tiempo, tomó el teléfono y llamó de inmediato a una empresa de seguridad.
Su voz era autoritaria, impaciente. Necesito una cerca eléctrica para ayer. Pago el doble si es necesario. Quiero el servicio hecho con urgencia. Y ese mismo día, la cerca eléctrica fue instalada alrededor de toda la mansión. Desde la ventana de su habitación, Ana Clara observaba todo con los ojos muy abiertos.
A cada chasquido de los técnicos manipulando los cables, su corazón se apretaba. Finalmente, cuando la cerca fue encendida, la niña no pudo contenerse. Miró a su padre con desesperación. Papá, no quiero eso. Por favor, no pongas esa cerca. Dijo intentando encontrar palabras que no revelaran su secreto. Pero Oswaldo, convencido de que estaba protegiendo a su hija, respondió con firmeza.
Es por tu seguridad, hija. No te preocupes. Ana Clara tragó saliva. Quería decir la verdad. Quería contar que estaba recibiendo visitas, pero no podía. Solo consiguió callarse y mirarla cerca. angustiada, pensando en cómo Esteban lograría entrar otra vez. Mientras tanto, en otra sala de la mansión, Fernanda hablaba en voz baja con Ramón, que había aparecido bajo el pretexto de evaluar el estado de la niña.
La expresión de ella estaba cargada de impaciencia. Esto está tardando demasiado. Necesitamos derribar a Oswaldo. Ya só caminando de un lado a otro. El médico, por su parte, sonrió de manera maliciosa. Sus ojos brillaban con una confianza peligrosa. Tranquila, mi amor, todo va a salir bien.
Ya estoy aumentando la dosis de los medicamentos de Ana Clara. Creo que mañana mismo ni siquiera podrá abrir los ojos. Fernanda bufó revirando los ojos sin ocultar la aversión que sentía. No soporto más lidiar con esa mocosa. Si ya era fastidiosa antes, ahora enferma empeoró todavía más.
No veo la hora de que esa chiquilla caiga en coma y muera de una vez. Quiero librarme de ella. Las palabras flotaron en el aire como veneno, revelando de una vez por todas el verdadero rostro de la madrastra y la perversidad del médico, que en lugar de salvar estaba conduciendo a la pequeña hacia la muerte.
Ramón apoyó la mano sobre el hombro de Fernanda y habló en un tono calculado como quien da una orden velada. Una cosa a la vez. No podemos echarlo todo a perder, Fernanda. Necesitamos tener calma. Ya te infiltraste en la empresa de Osvaldo. Pronto tendrás acceso a todas sus acciones. El secreto es hacer que Osvaldo pierda la alegría de vivir poco a poco. La niña no puede morir de golpe.
Solo así lo tendremos debilitado y entonces sí tendremos acceso a toda la fortuna. El plan era sórdido, perverso, de una crueldad inimaginable. La verdad es que Ramón nunca había sido el amigo leal que Oswaldo creía. Todo lo contrario, detrás de su máscara de bondad siempre se había escondido un oportunista frío. El médico, a pesar de su carrera respetada, siempre envidió cada detalle de la vida de Oswaldo.
El dinero, la empresa, la familia, incluso el cariño que todos sentían por él. Esa envidia corroía su corazón. Y cuando Camila, la exesposa de Oswaldo, falleció, él vio la oportunidad perfecta para poner en práctica un plan diabólico. La muerte de Camila sería el primer paso para la destrucción lenta del millonario.
En aquella época, Ramón se presentó como el consejero, el amigo fiel. Lanzaba palabras aparentemente llenas de cuidado, pero que escondían una intención sombría. Debes salir más, Oswaldo. No puedes quedarte en este luto para siempre. Camila querría que fueras feliz. Con esa excusa atrajo al amigo a la trampa.
Aquella noche llevó al millonario a una fiesta, un evento lleno de gente, música y bebida, pero que ya estaba marcado para un encuentro específico. Allí estaba Fernanda, preparada para entrar en escena. El plan era simple, chocar con Oswaldo a propósito, como si fuera una casualidad, iniciando así la aproximación. Perdón, fue sin querer.
Qué torpe soy”, dijo ella en el instante en que derramó parte de su bebida sobre la impecable camisa del millonario. Fingiendo estar avergonzada, completó, “Yo lo limpio.” Y con una servilleta comenzó a secar la ropa de él, sonriendo de forma encantadora. Poco a poco, Fernanda conquistó espacio. Seducía con simpatía y encanto, mientras Ramón observaba de lejos, satisfecho, viendo el plan desarrollarse exactamente como lo había diseñado.
La mujer no tardó en ganarse el corazón de Oswaldo y, para sorpresa de muchos, también conquistó a la pequeña Ana Clara. Ni el padre ni la hija podían imaginar que estaban frente a dos depredadores enmascarados. El plan inicial era simple. Fernanda debía casarse con el millonario y con eso obtener acceso a su fortuna. Pero pronto ambos se dieron cuenta de que solo el matrimonio y el juego de seducción no serían suficientes.
Fue Fernanda quien dejó escapar la idea cruel. Vamos a tener que usar a la mocosa. Solo así Oswaldo bajará la guardia. Y entonces decidieron el acto más monstruoso, inventar una enfermedad para la niña. Falsificarían informes médicos, crearían diagnósticos falsos.
y con la autoridad de Ramón administrarían medicamentos que en realidad eran venenos disfrazados. El objetivo era simple y diabólico, debilitar cada vez más a Ana Clara hasta llevarla a un estado de coma y como consecuencia desequilibrar mentalmente al millonario para así tener acceso a toda su fortuna. Aquella noche con la mansión ya rodeada por la nueva cerca eléctrica, Ramón entregó a Fernanda un frasco de medicamento. Su voz era fría, sin la menor vacilación.
Aquí está. Después de esta dosis, la niña se apagará de una vez. Entonces la llevaremos al hospital, donde yo la vigilaré. Será un golpe para el idiota de Oswaldo y así podremos quedarnos con toda su fortuna. En cuanto transfieras todas las acciones a tu nombre, desapareces rumbo a Suiza. Después nos encontramos. Los dos intercambiaron un beso cómplice, sellando el pacto maligno.
Luego caminaron hasta la sala donde Oswaldo los esperaba, angustiado por el estado de su hija. El millonario tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar. La noté más débil hoy, Ramón. Tengo tanto miedo de que le pase algo a mi princesa”, confesó con la voz entrecortada.
Ramón una vez más vistió su máscara de amigo fiel. Amigo mío, lamentablemente el estado de Anita realmente se ha agravado, pero tengamos fe. Dejé los medicamentos con Fernanda. Ahora necesito irme, pero cualquier cosa llámame y regreso de inmediato. Tu hija va a salir de esta, amigo. La estoy cuidando como si fuera mi propia hija.
Vamos a salvar a Ana Clara. Fernanda, siempre al lado, confirmó con dulzura fingida. Eso mismo, amor. Ella va a estar bien. Necesitamos tener fe. Oswaldo solo asintió cabizajo, cargado de dolor. Poco sabía que en las manos de aquella que eligió como sustituta de Camila estaba el veneno que podría borrar para siempre la sonrisa de su hija. Poco después, Ramón se despidió alegando compromisos de trabajo.
Fernanda lo acompañó hasta la puerta intercambiando miradas cómplices y maliciosas. Luego regresó hasta el marido. Ve a darle las buenas noches a Ana Clara. Después entro yo y le doy su medicina. Sugirió con voz suave. El millonario siguió el consejo. Entró en la habitación de su hija, que ya aparentaba estar más débil que nunca.
Los ojos de Ana Clara, cansados, todavía encontraron fuerzas para brillar al ver a su padre acercarse. Se inclinó sobre ella, besó su frente y murmuró con ternura. Te amo, mi amor. Vas a estar bien. Aún débil, la niña logró responder con la voz casi apagada. Yo también te amo, papá. El corazón de Oswaldo se apretó aún más.
Sostuvo su mano por algunos segundos hasta que, sin poder soportarlo, se retiró. En el pasillo Fernanda lo esperaba. le extendió un vaso con un líquido amarillo. Toma, amor, un juguito de maracuyá te va a ayudar a descansar. Necesitas dormir un poco. Yo le daré las medicinas a nuestra princesa y luego me acuesto a tu lado. Él bebió sin sospechar que el jugo contenía somnífero para que se desplomara en la cama y no impidiera la barbaridad que ella estaba a punto de cometer. Luego siguió hacia el dormitorio exhausto.
Mientras tanto, Fernanda entró en la habitación de la niña. Ana Clara, acostada levantó los ojos hacia la madrastra. sintió un escalofrío extraño. Había algo diferente en aquella mirada. No era la misma de antes. La madrastra caminó hasta la cama sosteniendo el frasco de medicina.
Su voz sonó dulce, pero había una maldad escondida en su tono. Traje tus medicinas, Ana Clara, tómalas todas. Fernanda colocó los comprimidos en las manos de Ana Clara junto con un vaso de agua. La niña por un instante sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sus ojos vacilaron, su cuerpo quedó inmóvil. Entonces la voz de la madrastra cortó el aire áspera. Tómalas ya, Ana Clara.
Asustada y confundida, la niña obedeció. Llevó los comprimidos a la boca, tomó el agua y los tragó de una sola vez. En cuanto terminó, notó algo diferente en el rostro de Fernanda. Una sonrisa terrible, sombría, se dibujó en los labios de la madrastra. Ana Clara no entendió.
Su corazón se aceleró y un miedo extraño tomó su cuerpo. Antes de que pudiera decir cualquier cosa, escuchó la sentencia cruel. Finalmente estoy libre de ti, mocosa. Pero antes de continuar y saber el desenlace de esta historia, ya dale al botón de me gusta, suscríbete al canal y activa la campanita de notificaciones. Solo así YouTube te avisa siempre que salga un video nuevo en nuestro canal.
En tu opinión, cuando alguien está en coma por mucho tiempo y ya no tiene posibilidades de despertar, ¿los aparatos deberían apagarse? ¿Sí o no? Cuéntame tu opinión en los comentarios. Aprovecha y dime desde qué ciudad nos estás mirando, que voy a marcar tu comentario con un lindo corazón. Volviendo a nuestra historia, los ojos de la niña se abrieron de par en par.
¿Qué? ¿Qué estás diciendo, Fernanda? Preguntó aún creyendo que podía ser un error. Pero la mujer, sin el menor rastro de piedad, reveló su crueldad. Estoy diciendo que no estás enferma en absoluto, Anita. Son los medicamentos los que te están dejando así. Y ahora con estos últimos te vas a poner tan débil, pero tan débil, que vas a entrar en coma.
Nunca más vas a despertar y el idiota de tu padre hará todo lo que yo quiera. Pobrecito, quedará destrozado sin su hijita. Por un momento, Ana Clara creyó que estaba soñando, que solo era una pesadilla. Quiso también pensar que era una broma de mal gusto, pero al mirar la sonrisa perversa, los ojos llenos de crueldad y el tono helado de la madrastra, comprendió que todo era real. El pánico la dominó.
Intentó gritar, llamar a su padre, pero su voz, antes firme comenzó a fallar. Papá, ayúdame, murmuró. Pero nada resonaba por el pasillo. Su garganta ardía. La voz se volvía cada vez más débil. El sueño pesaba sobre sus párpados. Fernanda, triunfante se acercó aún más. Querida, nadie va a escucharte. Nadie va a ayudarte. Finalmente estoy libre de ti.
Duerme, Anita, pero duerme para siempre. Una lágrima corrió por el rostro de la niña. Segundos después, la somnolencia la venció. Su visión se oscureció y simplemente se apagó. A la mañana siguiente, Oswaldo abrió los ojos lentamente. Parpadeó dos veces, intentando apartar la extraña somnolencia que aún lo dominaba.
Todavía aturdido, distinguió la figura de Fernanda frente a él. Mi amor, qué bueno que despertaste”, dijo la arpía, fingiendo emoción con los ojos llorosos. El millonario miró el reloj de la mesa de noche y se asustó. Ya pasaba del mediodía. “¿Qué? ¿Cómo? ¿Cómo dormí tanto?”, preguntó atónito. Fernanda suspiró actuando cansancio. Tú tú te desplomaste ayer.
Ramón dijo que era acumulación de sueño, noche sin dormir. Intenté despertarte, pero no había manera. Anita, amor. Anita. El corazón del millonario se disparó. Se sentó de inmediato, tomado por el pánico. ¿Qué le pasó a mi hija? ¿Qué le pasó a mi hija, Fernanda? En pocos minutos, Oswaldo ya estaba en el hospital privado donde Ramón trabajaba. La desesperación guiaba cada paso.
Al entrar en la habitación, sintió que el suelo desaparecía. Ana Clara estaba allí conectada a aparatos, inmóvil, con la respiración controlada por máquinas. Ramón se acercó con falsa compasión, apoyando la mano en el hombro del amigo. Entró en coma, Oswaldo. Lo siento mucho. La suerte fue que Fernanda lo notó a tiempo y la trajo aquí. Si no fuera por los aparatos, tu hija ya estaría muerta desde hace horas.
Osdo llevó las manos al rostro entre soyosos. Su voz salió rota, desesperada. Pero ella ella va a despertar, ¿verdad? El médico frío respondió con la misma calma ensayada de siempre. Lamentablemente, amigo mío, solo el tiempo lo dirá. No puedo garantizar nada, pero aquí estará bien cuidada. Recemos, recemos para que Anita salga de esta.
El corazón del millonario se rompió en pedazos. Cayó de rodillas junto a la cama, sosteniendo la mano de su hija inconsciente. Sus lágrimas caían sobre la sábana blanca. El llanto profundo resonó en la habitación y en todo el hospital. Fernanda se acercó fingiendo consuelo.
Abrazó al marido con falsa ternura mientras por encima de su hombro cruzaba una mirada cómplice con Ramón. La sonrisa cruel en el rostro del médico revelaba que para ellos el plan seguía exactamente como lo habían deseado. Lejos de allí, en la reja de la mansión, el pequeño Esteban miraba hacia Amariba. El muro alto ahora estaba reforzado con la cerca eléctrica. Sus ojos tristes reflejaban frustración.
Y ahora, ¿cómo voy a entrar para jugar con Anita? Murmuró para sí mismo. El chico comenzó a rodear la casa buscando una brecha. Cualquier forma de entrar. Llamó por el nombre de su amiga varias veces. Anita, Anita. Pero nada, ninguna respuesta, ninguna señal. Ni siquiera doña Goretti apareció. El silencio solo aumentaba la angustia.
Ella no debe escuchar desde la habitación y aunque escuche, no puede hacer nada. Pero, ¿y ahora qué hago? lamentó pateando una piedrita en el suelo. Durante días, Esteban volvió a la mansión insistiendo. Llamaba, aplaudía, rondaba por la parte trasera, pero nunca encontraba una manera de entrar.
No imaginaba que su amiga ya no estaba allí, sino internada en un hospital, conectada a cables, tubos y aparatos. Mientras Oswaldo lloraba todos los días al lado de su hija inconsciente, Esteban seguía afuera intentando reencontrar a la niña que le había dado comida, cariño y amistad. Pasó un mes. Los intentos del pequeño habitante de la calle ya rozaban la desesperación.
El niño estaba a punto de rendirse, no solo de la esperanza de ver otra vez a Ana Clara, sino también de poder comer algo decente. Al fin y al cabo, era en los platos que ella compartía, donde encontraba el único alivio a su hambre. Ese día, Esteban volvió a subir al árbol cercano al muro.
Desde allí observaba la ventana de la habitación de su amiga que permanecía cerrada desde hacía semanas. Su corazón se apretaba más con cada día que pasaba sin verla. Mientras pensaba en una forma de entrar sin ser electrocutado, algo llamó su atención. Un coche se estacionó justo frente al árbol. La ventanilla estaba bajada y desde el asiento del conductor vio a un hombre. Sus facciones le parecieron familiares. Recordó la descripción que Ana Clara le había hecho de su médico.
Debe ser su médico, el Dr. Ramón. ¿Será que bajo? ¿Será que le pregunto algo?”, pensó con el corazón disparado, sin imaginar que estaba a punto de acercarse aún más a la peligrosa verdad. Esteban estaba por bajar del árbol cuando escuchó pasos que se acercaban. Al principio pensó que era solo alguien pasando por la calle, pero pronto reconoció la silueta.
Sus ojos se abrieron de par en par. Su corazón se aceleró. Era alguien que conocía bien, alguien que le causaba miedo. Fernanda. La mujer caminaba con prisa, sosteniendo una carpeta llena de papeles. Miró alrededor y, sin notar al niño escondido entre las ramas, entró rápidamente en el coche estacionado.
Esteban permaneció inmóvil intentando controlar la respiración. El niño casi perdió el equilibrio en la rama cuando vio el gesto siguiente. Fernanda se inclinó y le dio un beso a Ramón. Su voz emocionada resonó dentro del coche, pero el chico logró escuchar desde dónde estaba. Lo logré, amor. Aquí están todas las acciones del idiota de Oswaldo.
Ya están a mi nombre. Esteban se tapó la boca con las manos. Incrédulo. El médico abrió una sonrisa satisfecha. Sabía que lo conseguirías. Ahora podemos desaparecer del mapa de una vez. Pero Fernanda no parecía dispuesta a detenerse allí. Sus ojos brillaban con ambición. Y dejar todo lo que tiene Oswualdo atrás.
Ahora que tengo el control de todo, con él tan sensible, destrozado por la mocosa. Descubrí que el idiota tiene varias propiedades. Hasta haciendas, Ramón. Haciendas que nunca me contó. Yo lo quiero todo, todo para nosotros. Ramón, curioso, se inclinó hacia ella. ¿Y qué sugieres? La mirada de Fernanda era fría, cortante. Que terminemos de una vez con esto.
Vamos a aumentar la dosis del medicamento que mantiene a Ana Clara en coma hasta que se apague por completo. Quiero a esa mocosa muerta. Estoy segura de que cuando ella muera, Oswaldo se hundirá aún más en la tristeza y yo tendré el control total de todo. Después será solo cuestión de meses hasta librarnos de él también.
Quien esperó hasta ahora puede esperar unos meses más. No podemos dejar ni un centavo atrás. El pequeño habitante de la calle sintió el estómago revolverse. El sudor corría por su frente y sin imaginar que estaban siendo observados, los dos siguieron hablando sin parar, revelando cada detalle del plan perverso. El chico, aferrado al tronco del árbol, temblaba. Sus ojos abiertos de par en par denunciaban el espanto. Ramón completó.
Entonces, está decidido. Vamos ahora al hospital. Aumentaré aún más la dosis del medicamento que induce el coma. Lo inyectaré en el suero de ella y mantendré los aparatos de manera que Ana esté cada vez más debilitada hasta morir rápidamente. Fernanda aplaudió vibrando como una villana en plena victoria.
Es el fin de esa mocosa infeliz y después de eso todo lo que tiene Oswaldo será nuestro. Esteban sintió que sus piernas flaqueaban. Apenas consiguió mantenerse en el árbol cuando vio el coche arrancar, llevándose a los dos monstruos. Se quedó allí parado por algunos segundos con el corazón desbocado. Esos monstruos van a matar a Anita.
Yo yo no puedo dejar que eso pase. Tengo que hacer algo. Murmuró casi sin voz. con el cuerpo tembloroso, comenzó a bajar del árbol lo más rápido que pudo. Al tocar el suelo, corrió hasta la reja de la mansión y empezó a golpear con todas sus fuerzas. Sus manos flacas golpeaban. Golpeaban, pero nadie escuchaba.
Gritaba hasta que la garganta le ardía. “Abran, alguien, abran. Anita está en peligro. Abran, por favor.” Pero la casa estaba vacía. Su padre no estaba allí. Nadie respondía. El sonido del silencio fue ensordecedor. Respirando con dificultad, lágrimas comenzaron a descender por su rostro. El papá de ella no debe estar aquí.
Yo mismo, yo mismo tengo que apagar esos aparatos. Anita no puede morir. El pequeño habitante de la calle no perdió tiempo. Con el corazón acelerado y las piernas débiles, salió disparado hacia el hospital. Corría como nunca lo había hecho en su vida. Su cuerpo estaba debilitado por el hambre. Días sin comer bien. El pecho ardía, los pulmones quemaban, pero no se detenía.
tropezaba con personas en las aceras, se resbalaba, caía, pero se levantaba de inmediato. La respiración era pesada, el sudor corría y aún así no reducía el ritmo. El destino estaba claro en su mente, el hospital más prestigioso de la ciudad, el mismo hospital que atendía a las familias más ricas, donde seguramente Ana Clara estaría internada. Había visto la mansión por fuera y por dentro, observado el lujo y no tenía dudas de que su padre había elegido ese hospital. En cada esquina, en cada paso, la imagen de Ana Clara lo impulsaba.
Su sonrisa, la amistad que había nacido, la promesa de volver a jugar juntos. Todo eso era combustible para sus pies. Tras casi una hora corriendo sin parar, exhausto y jadeante, finalmente divisó el enorme edificio blanco frente a él. Las letras destacadas anunciaban hospital central de la ciudad. Esteban no perdió tiempo.
Con la destreza que la vida en las calles le había enseñado, se aproximó por los laterales del edificio, observando cada detalle. Y entonces lo vio. Una ventana en el tercer piso, semiabierta escaló las estructuras con habilidad, usando cada rendija como apoyo. Su corazón parecía saltar por la boca. Cuando alcanzó la altura necesaria, miró hacia adentro y allí estaba ella.
Ana Clara yacía acostada en una camilla rodeada de aparatos. Su rostro parecía más abatido que nunca, la piel pálida, los párpados pesados, mangueras y cables salían de su cuerpo conectados a máquinas que pitaban a intervalos regulares. Un suero descendía lentamente por la avena, pero Esteban sabía en el fondo de su alma que aquello no era medicina, era veneno.
Al lado de la cama, sentado en un sillón, estaba un hombre de traje, el rostro cansado, abatido, devastado. Aunque nunca lo hubiera visto antes, Esteban lo dedujo al instante. Era el padre de Ana Clara, el señor Oswaldo. Más adelante, de pie, con una expresión de falsa compasión y la mano en su hombro, estaba Fernanda.
Su mirada brillaba de falsedad y junto a los aparatos, manipulando jeringas y frascos, estaba Ramón manejando el medicamento que inducía el coma. El corazón de Esteban casi se detuvo. “Tengo que entrar ahí. Tengo que salvarla”, susurró para sí mismo. Miró alrededor hasta que sus ojos se fijaron en la puerta del cuarto. Había un número escrito en grande, 3C.
Sin pensarlo dos veces, bajó de nuevo por el edificio, ignorando el cansancio y el dolor en brazos y piernas. Corrió hacia dentro del hospital. Pasó desapercibido entre médicos y pacientes, esquivando miradas hasta encontrar el pasillo indicado. Sus ojos recorrieron las puertas hasta hallar el número que había visto. 3C.
Su corazón parecía a punto de explotar. Y así, desesperado, volvemos al inicio de nuestra historia. Esteban había logrado entrar en la habitación de Ana e intentó advertir a Oswaldo, pero fue expulsado del hospital y arrojado a la calle por los guardias. Incluso en la cera el niño no se dio por vencido.
Su corazón latía descompasado, pero su determinación era mayor que el miedo. Alzó los ojos hacia la ventana de vidrio de la habitación y enseguida hacia la piedra que brillaba en el suelo, iluminada por la luz del hospital. La sostuvo con fuerza. respiró hondo y murmuró con todo el valor que tenía dentro. “Voy a salvarte, Anita. Voy a salvarte cueste lo que cueste.
” Con un salto ágil, escaló de nuevo la fachada del edificio hasta alcanzar la ventana. Sin dudar, lanzó la piedra contra el vidrio, que se hizo añicos en un estruendo ensordecedor. El ruido resonó por los pasillos, llamando de inmediato la atención de Oswaldo, Ramón y Fernanda, que corrieron hacia la habitación.
Pero Esteban no perdió tiempo. En cuanto entró por la abertura, empujó la puerta con toda la fuerza que tenía, encerrándose allí dentro con Ana Clara. Dentro de la habitación, Esteban había tomado la decisión más arriesgada de su vida. Después de arrancar los aparatos que mantenían a Ana Clara atrapada entre la vida y la muerte, el pequeño mantuvo la calma, incluso con los gritos y golpes que llegaban del otro lado.
Se acercó a su amiga, pasó la mano por su rostro pálido y dijo en voz baja, pero llena de convicción. Vas a estar bien, Anita. Yo estoy aquí. Ellos no van a hacerte nada más. Del otro lado de la puerta, Ramón y Fernanda gritaban desesperados, llamando a los guardias. Los pasos apresurados resonaban en el pasillo. Entre ellos, Oswaldo Soyosaba desconsolado, convencido de que había perdido a su única hija.
“Mi hija, mi amada hija, mi Anita”, repetía con la voz rota por el dolor. No tardó en llegar la seguridad. El mismo hombre que había arrojado a Esteban a la cera apareció con la furia estampada en el rostro. Apártense que voy a tirar la puerta abajo”, gritó con dos patadas potentes. Derribó la puerta al suelo. El estruendo hizo que el silencio se instalara de repente.
Los gritos cesaron hasta el llanto de Oswaldo se detuvo. La escena que se dibujó delante de ellos fue tan sorprendente que paralizó a todos. Ramón, que se consideraba un maestro en manipular cualquier situación, dejó escapar. Incrédulo. No, no puede ser. Fernanda, con el rostro desencajado, solo logró murmurar entre dientes.
Ya Oswaldo, tembloroso, con las piernas flojas, alzó la mirada con lágrimas corriendo por su rostro. Hija, mi hija. En la cama, Ana Clara ya no estaba recostada e inmóvil. Con esfuerzo, apoyada en las almohadas, estaba sentada con los ojos entreabiertos, aún somnolienta, abrazada a Esteban, que la sostenía con cuidado.
La niña estaba débil, pero viva. El pequeño sonrió emocionado y habló con el corazón. Estás viva, Anita. Sabía que iba a conseguir salvarte. En ese instante, Fernanda no se contuvo. Entró furiosa en la habitación, arrancando a Esteban de los brazos de la niña. Mocoso inmundo, vas a contaminar a mi Jastra con toda esa suciedad.
El médico canaya avanzó enseguida con la voz alterada y el semblante de desesperación apenas disimulado. Necesitamos volver a conectarla a los aparatos ahora, antes de que sea demasiado tarde. Los guardias corrieron hacia Esteban agarrándolo por los brazos. Uno de ellos gritó, “Ahora sí te pasaste de los límites, mocoso.
” Pero antes de que pudieran llevárselo, una voz resonó más fuerte que todas las demás. No era la de Esteban, era la de Oswaldo. Nadie toca a mi hija y suelten al niño ahora mismo. El tono autoritario del millonario hizo que los guardias se congelaran. Sin entender del todo, pero obedeciendo al patrón, soltaron a Esteban de inmediato. Osaldo corrió hasta la cama, cayó de rodillas y abrazó a su hija, que aún aturdida murmuró con voz débil.
Papá. Ramón intentó retomar el control de la situación acercándose con una expresión de falsa preocupación. Osvaldo, necesitamos ponerla de nuevo en los aparatos. Ana Clara puede descompensarse. Ella necesita el suero o puede morir. Fernanda apoyó la farsa sin dudar. Eso mismo, amor. Nuestra princesa necesita la medicación inmediatamente.
Pero Esteban, con los ojos llenos de furia y coraje, gritó con todas sus fuerzas. No les haga caso, don Oswaldo. Ellos están intentando matar a Anita, esos remedios, esos aparatos, todo es para matarla poco a poco. Ella no está enferma. Ellos son los que la están dejando así, el doctor y su esposa. Las palabras golpearon a Oswaldo como un puñetazo invisible.
abrió los ojos en shock, alternando la mirada entre el médico y su esposa. Fernanda se convirtió en una fiera. Sus ojos ardieron de rabia. Pero qué mocoso del demonio. ¿Cómo tienes el valor de decir semejante barbaridad, “Yo amo a mi hijastra, amo a Anita. Jamás le haría eso. ¿Qué motivo tendría?” Ramón también explotó con la voz alta y áspera. Soy un médico respetado, chico. No sabes de qué hablas.
Sal de aquí ahora antes de que te arrepientas. No admito un segundo más de esta insolencia tuya. Pero Esteban no se intimidó, firmó los pies en el suelo y respondió con firmeza, no me voy de aquí hasta que Don Oswaldo escuche todo lo que tengo que decir. Solo me voy cuando esté seguro de que Anita está bien. Fernanda intentó cambiar de estrategia suavizando el tono y mirando a su marido.
Mi amor, no podemos creer en este mocoso. Manda que se vaya. pide a los guardias que lo saquen ya mismo. Pero antes de que Oswaldo pudiera reaccionar, Ana Clara, recuperando poco a poco la conciencia encontró fuerzas para hablar. Su voz salió débil, pero llena de verdad. Ella Ella intentó matarme. Papá quería que yo quedara en coma para siempre.
Ramón intentó retomar el control, pero la máscara ya empezaba a caer. Tu hija no sabe lo que dice Oswaldo. Está confundida, está enferma. Déjame que yo la atienda, es lo mejor. Pero el millonario gritó con la fuerza de todo el dolor acumulado. Dije que nadie más toca a mi niña. Abrazó a su hija con firmeza y luego miró seriamente a Esteban. Cuéntame todo, chico.
Ahora Esteban respiró hondo y reveló cada detalle. Contó lo que había escuchado desde lo alto del árbol. El beso entre Ramón y Fernanda, el plan de envenenamiento, la ambición por todas las propiedades de Oswaldo. El millonario temblando tomó el celular y comenzó a verificar. Con pocos toques, descubrió que sus acciones realmente habían sido transferidas al nombre de Fernanda.
La sangre le hervía en las venas. Al darse cuenta de que habían sido desenmascarados, Fernanda y Ramón intentaron huir, pero los guardias, que ahora obedecían al poderoso millonario, los sujetaron con firmeza. Ambos se debatían, insultaban, pero ya no tenían salida. Poco después, la policía fue llamada. En cuestión de minutos, los dos estaban esposados, siendo llevados entre protestas.
Fernanda gritaba intentando escapar. Esto es un absurdo. Yo no hice nada. Voy a acabar contigo, Oswaldo. Ramón, con el rostro rojo de odio, bramaba. Te vas a arrepentir, idiota. Te vas a arrepentir de haber confiado en ese mocoso de la calle. Pero nada de eso servía ya. En el silencio que siguió, Oswaldo miró a Esteban, se acercó con lágrimas en los ojos y se arrodilló ante él.
Ni siquiera sé qué decir”, confesó. Pero el pequeño sonrió levemente a un jadeante. “No hace falta decir nada, señor, para eso están los amigos”, dijo recordando la amistad con Anita. Días después la verdad salió a la luz. Ramón, tras las rejas acabó confesando todo. Admitió que siempre envidió a Osvaldo, que lo odiaba en secreto y quería su ruina.
Fernanda, aunque intentó librarse, no escapó de su destino. Lo perdió todo, incluso el dinero que había intentado robar y también fue condenada. Os decidido, declaró ante la justicia, “Voy a hacer lo que sea necesario para que ustedes dos se pudran en la cárcel por el resto de sus vidas.” Y así fue.
Mientras tanto, la vida comenzaba a renacer. Sin los venenos aplicados por el médico malvado, el cuerpo de Ana Clara se fue recuperando poco a poco. La niña volvió a sonreír, volvió a jugar. El jardín, antes silencioso, otra vez se llenaba de risas, pero esta vez no corría sola, corría de la mano de un amigo que ahora también era un hermano, Esteban.
Oswaldo acogió al pequeño habitante de la calle como parte de la familia. Protegiste a mi hija, Esteban. Ahora yo voy a protegerte a ti. Es lo mínimo que puedo hacer. Poco tiempo después, los papeles fueron firmados. Esteban dejó de ser solo un niño huérfano. Ganó un hogar, un padre y una hermana. Nunca más tuvo que escalar muros ni esconderse debajo de camas.
Ahora entraba por la puerta principal con la cabeza en alto y una sonrisa en el rostro. Ana Clara y Esteban, lado a lado, descubrieron que la vida, a pesar de cruel, también podía ser sorprendentemente generosa cuando dos almas se encuentran para protegerse mutuamente. Y así, entre lágrimas y nuevos comienzos, aquella familia renació de las cenizas.
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