Hermanos, ya he transportado retorno en esta vida. Ya llevéos. Ya transporté carga peligrosa. Hasta dinero de bancos he cargado. 22 años en la carretera te dan para ver cosas que mucha gente ni se imagina. Pero nada, absolutamente nada me preparó para lo que había dentro de ese ataúd. Quiero que se imaginen la escena. Carretera de la Sierra Madre, 2 de la madrugada, llovisna cayendo sobre ese asfalto negro que refleja los faros del tráiler. Yo solito en la cabina, manejando despacio por la mala visibilidad.
Radio fuera de rango, puro chirrido, ningún otro vehículo a la vista. Fue cuando comencé a escuchar ese ruido. Al principio pensé que era algo suelto en la caja. ¿Saben cómo es, verdad? El tráiler en carretera siempre tiene vibraciones y a veces alguna pieza de la caja, una bisagra, un seguro flojo se queda golpeando. Normal. Pero oigan, antes de seguir me da curiosidad saber cómo te llamas y desde dónde me estás escuchando. Comenta ahí abajo, porque esta historia que les voy a contar los va a dejar helados, carnal.
Solo que no era normal este ruido, no tenía patrón, no era ese golpeteo regular de pieza suelta, era, ¿cómo les explico? Era como si alguien estuviera tratando de llamar la atención. Tres golpes, después silencio. Otros tres golpes, silencio. Otra vez. Te estás volviendo loco, Celestino. Me dije. Subí el volumen del radio aunque chirriara para tapar eso. Debía ser cosa de mi cabeza, pensé. Cansancio del camino, noche sin dormir bien, pero el ruido no paró. Al contrario, se fue poniendo más fuerte, más urgente.
Reduje velocidad, me orillé al acotamiento, apagué el radio, me quedé en silencio total, solo el ruido de la lluvia en el techo de la cabina y el motor encendido en neutral. Lo volví a escuchar claro como el agua. Tres golpes. Pausa. Tres golpes. Mi corazón ya andaba acelerado. Bajé de la cabina, agarré la lámpara del compartimento y rodeé el tráiler. La lluvia me mojaba la cara mientras alumbraba la caja cerrada. Puse la mano en la puerta sintiendo la vibración.
Pegué la oreja al metal frío. Fue cuando escuché un grito ahogado, distante, pero inconfundible. Un grito humano que venía de ahí adentro. Brinqué hacia atrás como si me hubiera dado toques. Casi me caigo en el asfalto mojado. La lámpara se me resbaló de la mano. Rodó por el suelo. “Dios santo”, murmuré temblando. “¿Hay alguien vivo ahí adentro? Necesito explicarles algo. Esa caja estaba sellada. El tipo que me contrató le puso un candado grande de esos de seguridad máxima y se llevó la llave.
Yo no tenía cómo abrir y según el contrato ni debía. Si el sello está violado, no recibe el resto del pago”, me había dicho con esa mirada fría. Entregue cerrado exactamente como lo recibió. ¿Qué iba a hacer? Estaba en plena sierra, lloviendo, sin señal de celular, con un tráiler cargando un ataúd y algo vivo dentro de él. Regresé a la cabina empapado y temblando, no de frío, sino de miedo. Me senté en el asiento, respiré profundo tratando de pensar.
Fue cuando volví a escuchar el grito más fuerte esta vez, como si la persona supiera que yo estaba ahí y que yo había escuchado, que yo era su única esperanza. Socorro. Era una voz femenina, joven, desesperada. Se me heló la sangre, sudé frío, sentí que el estómago se me revolvía. Me acordé del hombre que me contrató de su forma extraña, del dinero en efectivo, mucho dinero, de su insistencia en que no parara en ningún lado, que entregara directamente en el panteón.

“Panteón, ataú! Grito. ¡Dios mío! Susurré mientras la ficha caía. Estoy transportando a alguien que van a enterrar viva. En ese momento tuve que tomar una decisión, seguir viaje, fingir que no escuché nada, entregar el paquete como quedamos y recibir el resto del pago o arriesgar todo, incluso mi vida, para descubrir qué estaba pasando y tal vez salvar a alguien. Miré el reloj. 2:17 de la madrugada. Miré el retrovisor viendo mi propia cara asustada. Miré hacia la caja del tráiler donde algo alguien pedía auxilio.
Agarré la palanca de hierro que siempre cargo debajo del asiento para emergencias. Bajé otra vez bajo la lluvia. Decidido. El sello de esa caja se iba a romper esa noche y mi vida nunca más sería la misma. Pero antes de contarles lo que encontré cuando abrí esa caja, necesito regresar un poco en el tiempo. Necesito explicarles cómo acabé en esa situación. Como un traulero común de esos que se cruzan todos los días en la carretera, aceptó transportar un ataúd en una madrugada lluviosa.
La historia comienza tres días antes, un martes soleado, cuando un hombre de traje tocó a la puerta de mi casa. Oigan, déjenme hacer una pausa aquí. Si eres traulero o admiras esta vida de carretera, dale like a este video porque esta historia te va a impactar. Porque nosotros que rodamos por estas carreteras mexicanas ya hemos visto de todo un poco. Pero lo que me pasó esa noche, compadre, para eso nadie está preparado. Y si están viendo esto ahora, preparándose para agarrar carretera, pongan atención a lo que les voy a contar, porque a veces la carga más peligrosa no es la que tiene símbolo de inflamable o tóxico.
A veces el peligro viene disfrazado en un sobre con dinero, en una caja sellada, en un pedido aparentemente sencillo. Todo lo que les voy a contar aquí es real. Cambié algunos nombres, algunos detalles por razones obvias, pero lo que pasó pasó de verdad y todavía me da escalofríos, no más de recordar. Entonces, regresemos a ese martes cuando todo empezó. Era un martes normal. Acababa de regresar de un viaje largo, tres días en carretera entregando carga de electrodomésticos al norte.
Estaba cansado, solo quería bañarme, comer comida casera y dormir en mi cama. Vivo en una casa sencilla en las afueras de Nesaalcoyotle, cerca de la capital. Nada lujoso, pero es mi rinconcito. Paiecito chico enfrente donde estaciono el tráiler cuando ando de descanso. Una sala, dos recámaras, cocina y baño. Suficiente para mí que vivo más en la carretera. De todas formas, acababa de salir del baño. Estaba en la cocina preparando una sopa instantánea, comida de traulero soltero, ¿verdad?
Cuando sonó el timbre. Se me hizo raro. Eran casi las 8 de la noche y no esperaba visita. Fui a abrir todavía secándome el cabelo con la toalla. Cuando abrí la puerta, me topé con un tipo que desentonaba completamente con el barrio. Hombre alto, unos 40 y tantos años, cabello bien cortado, traje oscuro que se veía caro. No era el tipo de persona que normalmente aparece en mi colonia. Detrás de él estacionado en la calle un Mercedes negro reluciente.
“Buenas noches. ¿Usted es Celestino Barragán?”, preguntó todo formal. “Soy yo, respondí ya desconfiado. Mi nombre es Casimiro Valenzuela”, dijo extendiendo la mano. Me di cuenta de que usaba un reloj caro, de esos que uno solo ve en vitrinas de centros comerciales. “¿Puedo pasar?” Tengo una propuesta de trabajo para usted”, dudé. “No acostumbro dejar entrar a extraños en casa, especialmente un tipo con esa apariencia de ejecutivo apareciendo de la nada un martes por la noche. ¿Qué tipo de propuesta?”, pregunté sin abrir más la puerta.
“Un flete muy sencillo y muy bien pagado,” sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos. “¿Puedo explicarle mejor adentro? No es asunto para tratar en la puerta. Algo me decía que mandara al tipo a volar, pero la curiosidad pudo más. Y también, lo confieso, la mención a muy bien pagado me llamó la atención. Tenía unas cuentas atrasadas, la mensualidad del financiamiento del tráiler venciendo. “Pase”, le dije abriendo más la puerta. “Disculpe el desorden, acabo de llegar de viaje.” Entró mirando alrededor con expresión neutra.
Le ofrecía el sofá gastado de la sala mientras yo me sentaba en la silla de enfrente. Usted fue recomendado por un conocido en común, empezó ajustándose el saco. Dicen que es discreto, puntual y no hace preguntas de más. Fruncí el seño. No tenía idea de quién me podría haber recomendado a un tipo así. ¿De qué tipo de flete estamos hablando?, pregunté directo. Transporte de un solo artículo desde la Ciudad de México hasta el interior de Hidalgo, aproximadamente 400 km.
¿Qué tipo de carga? Hizo una pausa estudiándome. Un ataúd. Sentí un escalofrío en la espalda. Ya había transportado muchas cosas raras en la vida, pero ataúd la primera vez. Un ataúd tipo funerario con difunto y todo. Exactamente. Respondió con calma. Un asunto familiar. Mi tío falleció aquí en la capital, pero quería ser enterrado en su pueblo natal en Hidalgo. Podríamos contratar una funeraria, claro, pero hay complicaciones. Sasí que complicaciones. Digamos que no toda la familia está de acuerdo con el último deseo de él.
Algunos parientes quieren enterrarlo aquí mismo para ahorrar. Estamos respetando su voluntad, pero preferimos hacerlo discretamente. La historia no tenía mucho sentido, pero ¿quién soy yo para juzgar pleitos de familia rica? Si el tipo quería pagar para llevar a su tío muerto a Hidalgo, su problema. ¿Y cuánto está ofreciendo por el flete?, pregunté yendo directo al grano. Sonríó otra vez, abrió el portafolio de piel que cargaba y sacó un sobre. Lo puso en la mesita de centro entre nosotros.
40,000 pesos. La mitad ahora la mitad en la entrega. Se me salieron los ojos. 40,000 por un flete de 400 km. Era demasiado dinero. Algo estaba mal. ¿Por qué tanto? Pregunté sin agarrar el sobre. Como dije, es una situación delicada. Necesitamos alguien confiable y que entienda la importancia de la discreción. Además está el factor tiempo. Necesito que salga mañana temprano y entregue hasta la madrugada del jueves. Todavía estaba desconfiado, pero el dinero era mucho dinero. Resolvería varios problemas míos.
¿Qué exactamente necesito hacer? Sencillo. Mañana a las 8 va con su tráiler a esta dirección. Deslizó una tarjeta hacia mí. Es una casa en Polanco. El ataúdá listo, sellado conforme a las normas. Usted lo carga, cierra la caja y va directo a esta otra dirección. Me entregó otra tarjeta. Es el panteón La Esperanza en Hidalgo. Llegando ahí, me llama a este número y yo me encuentro con usted en la entrada del panteón para la entrega. Miré las dos tarjetas.
La primera era de una casa en un barrio elegante de la capital. La segunda de un panteón que nunca había escuchado nombrar en un pueblito del interior de Hidalgo. ¿Solo eso? pregunté sintiendo todavía que había algo raro. Solo eso. Ah, y una condición importante, la caja del tráiler debe permanecer sellada durante todo el viaje. Voy a poner un candado especial después de la carga. Solo abre cuando lleguemos al panteón. ¿Por qué? Es solo un ataúd. No tiene problema transportar eso.
Me miró fijamente. Es una cuestión de respeto al difunto y también digamos que algunos parientes podrían tratar de interferir. Mientras menos gente sepa lo que está transportando, mejor. Aquello no tenía sentido ninguno, pero 40,000 eran 40.000. Y si me para la policía, tengo que tener documentación de la carga. Ya probé y todo”, dijo sacando más papeles del portafolios. Aquí está la documentación completa. Acta de defunción. Autorización para transporte funerario. Todo legal. Si lo paran, solo muestre esto.
Examiné los documentos. Se veían auténticos. Nombre del difunto. Anselmo Valenzuela, 67 años. Causa de muerte, insuficiencia cardíaca. Todo sellado, firmado, oficial. Y los otros gastos, combustible, casetas. Los 40,000 son líquidos para usted, respondió. Respiré profundo. Parte de mí seguía sospechando que había algo malo en toda esa historia, pero la otra parte ya estaba contando el dinero, pensando en saldar deudas, hacer una reparación al tráiler, tal vez hasta dar enganche para un departamento mejor. Está bien”, dije. “Finalmente, acepto el flete.
” Sonrió satisfecho y empujó el sobre en mi dirección. “Aquí están los 20,000. El resto lo recibe en la entrega.” Abrí el sobre. Dinero en efectivo. Billetes de 500, todos nuevecitos. Conté rápidamente. 20,000 exactos. Una cosa más, agregó ahora con tono más serio. Nadie puede saber lo que está transportando. Nadie. Si alguien pregunta, diga que es una carga de muebles antiguos. ¿Entendido? ¿Entendido? Acepté. Y más importante, no se detenga en ningún lugar, además de lo necesario. Cargue combustible antes de salir de la capital.
Lleve comida y agua para el viaje. Mientras menos paradas, mejor. ¿Por qué tanta prisa y tanto secreto? Es solo un difunto. Por primera vez vi un destello de irritación en sus ojos. Como dije, es un asunto familiar complicado. Mientras menos sepa usted, mejor para usted. Solo haga lo que acordamos y todos salimos ganando. Se levantó, se acomodó el traje y extendió la mano. Entonces, mañana a las 8 en esta dirección. No se atrase. Estreché su mano todavía con esa sensación rara en la boca del estómago.
Estaré ahí. Lo acompañé hasta la puerta. Antes de salir se volteó. Recuerde cajas selladas sin paradas directo al panteón. Es muy importante. Puede dejarlo? Respondí. Lo vi subirse al Mercedes y alejarse. Cerré la puerta y regresé a la sala viendo el sobre con 20,000 pesos en mi mano. ¿Qué diablos acaba de pasar? Murmuré para mí mismo. Esa noche no pude dormir bien. Algo en toda esa historia no cuadraba. ¿Por qué pagar tanto por un flete sencillo? ¿Por qué tanto secreto?
¿Por qué la prisa? Pero el dinero, el dinero hablaba más fuerte. 20,000 ya en la mano, más 20 en la entrega. Sería el flete más lucrativo de mi carrera. En la mañana siguiente desperté temprano, revisé el tráiler, cargué el tanque completamente y compré comida y agua suficientes para todo el viaje, como él había orientado. A las 7:45 ya estaba en la dirección indicada en Polanco. Era una casona inmensa de esas mansiones con muro alto y cámaras por todos lados.
Toqué el interfón, me identifiqué y el portón se abrió automáticamente dentro de la propiedad. Además del Mercedes que ya conocía, había una van blanca sin identificación. Cuatro hombres cargaban un ataú de madera oscura hacia afuera de la casa. Casimiro vino a recibirme. “Puntual. Me gusta eso”, dijo sin sonreír. “¿Puede abrir la caja del tráiler?” Vamos a cargar ahora mismo. Abrí la caja y observé mientras los hombres ponían el ataúd ahí adentro con cuidado. Era un ataúd sencillo, sin muchos adornos, pero se veía pesado.
Los hombres sudaban con el esfuerzo. Después de que el ataúd estaba acomodado, Casimiro subió a la caja, verificó que todo estuviera bien y entonces bajó con un candado grande en la mano. Como acordamos, voy a sellar la caja ahora. Solo se abrirá cuando lleguemos al panteón. Puso el candado, lo probó para asegurarse de que estuviera bien cerrado y guardó la llave en el bolsillo. Aquí está el resto de la documentación. Me entregó una carpeta y recuerde, sin paradas innecesarias, sin contarle a nadie lo que está transportando, directo al panteón La Esperanza.
Entendido, respondí guardando la carpeta en la guantera. Buen viaje, señor Celestino. Espero su llamada cuando llegue. Subí a la cabina, encendí el motor y salí de esa mansión con una sensación rara en el pecho. Algo me decía que ese no sería un flete como los otros y no tenía idea de qué tan cierto estaba. Salí de la capital alrededor de las 9 de la mañana. El tráfico estaba pesado como siempre, pero después de agarrar la carretera libre, la cosa fluyó mejor.
Mi tráiler es un Kenworth T800, no es 0 km, pero está siempre bien cuidado. Motor fuerte, cabina cómoda. Mi compañero de carretera hace casi 5 años. El inicio del viaje fue tranquilo. El día estaba bonito, cielo azul, temperatura agradable. Prendí el radio, sintonicé una estación que tocaba música norteña, subí el volumen y seguí viaje. El plan era tomar la carretera federal hasta Hidalgo, después entrar por unas carreteras más chicas hasta llegar al tal pueblo del panteón. JPS marcaba unas 6 horas de viaje, pero yo calculaba unas 8o, contando paradas para cargar combustible e ir al baño.
Me daría tiempo de llegar antes de medianoche tranquilamente. En las primeras dos horas todo normal, solo yo, la carretera y el ronroneo del motor. De vez en cuando me acordaba de la carga rara que llevaba y me daba un escalofrío por la espalda. Nunca había transportado un difunto antes, pero trataba de no pensar en eso. Fue cuando entré a la sierra, ya en territorio hidalguense, que las cosas empezaron a ponerse raras. Primero fue el motor. De la nada empezó a hacer un ruido diferente, una especie de chirrido, como si tuviera alguna pieza suelta, pero era imposible.
Había hecho revisión completa la semana anterior. Todo estaba perfecto. Reduje velocidad, puse atención. El ruido continuó por algunos minutos. Después paró solito. Debe ser el viento, pensé. La sierra tiene estas corrientes de aire que a veces hacen ruidos raros en el tráiler. Seguí viaje, pero ahora un poco más alerta. Cualquier ruidito diferente me llamaba la atención. Fue cuando el radio empezó a actuar raro. Estaba tocando el rey de José Alfredo Jiménez cuando de repente la música se cortó sustituida por un chirrido fuerte.
Traté de cambiar de estación, pero era pura estática en todas. Apagué el radio silencio y entonces, sin que yo hubiera tocado nada, el radio se encendió otra vez, solito, más estática. Después silencio. Después un chirrido débil que casi parecía una voz humana muy distante. “¿Qué demonios?”, murmuré apagando el radio otra vez y verificando que estuviera realmente apagado. Seguí manejando ahora con una sensación rara en la boca del estómago. Ese tipo de presentimiento malo que uno a veces tiene en la carretera.
Traté de distraerme. Pensé en el dinero que iba a ganar, en lo que haría con él. Tal vez dar enganche para un tráiler más nuevo o arreglar la casa. Tal vez hasta tomar unas vacaciones, cosa que no hacía hace años. El cielo se fue nublando conforme la tarde avanzaba, nubes juntándose, amenazando lluvia. Prendí el limpiaparabrisas cuando las primeras gotas empezaron a caer. Fue ahí que me di cuenta de otro ruido. No venía del motor ni del radio, venía de atrás, de la caja.
Al principio era casi imperceptible, podía ser solo la carga moviéndose un poco con las curvas de la carretera. Normal, toda carga se mueve un poquito durante el transporte hasta un ataúd. Pero entonces el ruido se puso más claro, no era continuo, como sería si fuera apenas el movimiento natural de la carga. Era intermitente, casi como si algo se estuviera moviendo ahí adentro a propósito. “Para con eso, Celestino,” me dije en voz alta. “Es solo tu imaginación.” Aceleré queriendo llegar pronto al destino y deshacerme de esa carga rara.
La lluvia se puso más gruesa, reduciendo la visibilidad. Prendí las luces en tiniebla y reduje un poco por seguridad. El ruido paró por un rato. Respiré aliviado, convenciéndome de que había sido solo fruto de mi imaginación. Paré en una gasolinera para cargar combustible e ir al baño. El reloj marcaba 4:37 de la tarde. Estaba haciendo buen tiempo a pesar de la lluvia. Si seguía así, llegaría antes de lo previsto. Mientras el despachador cargaba combustible, di una vuelta alrededor del tráiler, checando las llantas, las luces, todo parecía normal.
Miré la caja sellada, me acordé del ataú ahí adentro. ¿Qué tipo de pleito familiar hace que alguien contrate a un traulero desconocido para transportar un difunto? Pensé siguiendo con esa historia muy mal contada. Regresé a la carretera después de tomar un café y comprar un sándwich para comer durante el camino. La lluvia había disminuido un poco, pero el cielo seguía oscuro, amenazador. Fue cuando ya había rodado unos 50 km más que el ruido regresó. Más fuerte, esta vez inconfundible.
Tres golpes. Pausa. Tres golpes. Otra vez. Se me heló la sangre. Aquello no era imaginación. No era el movimiento normal de la carga. Era como si alguien estuviera golpeando desde dentro de la caja. “No es posible”, susurré el corazón acelerándose. No es posible, traté de ignorar. Aceleré otra vez, queriendo terminar ese flete lo más rápido posible. El tráiler cortaba la llovisna, los limpiaparabrisas trabajando al ritmo máximo. Los golpes pararon otra vez. Respiré profundo tratando de calmarme. Es solo el ataúdose con las curvas, repetí mentalmente como un mantra, nada más que eso.
Pero entonces por primera vez sentí miedo de verdad porque me di cuenta de que el espejo lateral derecho estaba vibrando, vibrando en el mismo ritmo de los golpes que había escuchado antes, como si algo en la caja estuviera golpeando con fuerza suficiente para hacer temblar el tráiler entero. Tragué seco. Mis manos apretaron el volante con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. Va a ser un viaje largo, pensé. tratando de convencerme de que era toda impresión mía.
La lluvia empeoró. Ahora caía con fuerza, formando una cortina de agua enfrente del tráiler. La visibilidad estaba pésima. Reduje a 60 por hora con cuidado. No se podía ver mucho más allá de los faros alumbrando la carretera mojada. Fue cuando el radio se encendió solito otra vez, esta vez en un volumen tan alto que casi me hizo brincar del asiento. Estática. chirrido fuerte y después silencio absoluto, como si hubiera muerto de una vez. Y entonces, justo en el momento en que el radio se silenció, lo escuché alto y claro, un gemido viniendo de la caja, un gemido humano ahogado por la distancia y las paredes metálicas, pero inconfundible.
“Dios santo”, murmuré sintiendo un escalofrío recorrer mi espalda. No era un difunto lo que estaba cargando, o si lo era, acababa de resucitar. Los golpes volvieron a empezar. Ahora eran más rápidos, más desesperados. No venían en grupos de tres. Eran continuos, urgentes. El espejo vibraba tanto que era difícil ver algo en él. Mi cabeza andaba a mil. ¿Qué estaba pasando? ¿Había alguien vivo en ese ataúd? Casimiro me había engañado. Estaba transportando. ¿Qué? La carretera adelante parecía interminable.
La lluvia no daba tregua. Miré el GPS. Todavía faltaban casi 2 horas hasta el destino. Dos horas con ese ruido, con esa duda terrible. Agarré el celular. Pensé en llamar a la policía, pero qué diría. Oiga, creo que hay alguien vivo en el ataúd que estoy transportando. Iban a pensar que estaba loco o peor, que yo era parte de algún esquema criminal. Además, apenas tenía señal ahí. La sierra, la lluvia, la región apartada. El celular mostraba apenas una rayita de señal, oscilando acero de vez en cuando.
Los golpes pararon otra vez, pero ahora, en vez de alivio, sentí más miedo todavía. ¿Por qué habían parado? ¿La persona ahí adentro se había dado por vencida o había? No, no quería ni pensar en eso. Decidí que necesitaba parar. verificar qué estaba pasando. Si había alguien vivo en ese ataúd, necesitaba ayudar. No podía simplemente ignorar y seguir viaje. Pero la caja estaba sellada. Casimiro se había llevado la llave del candado. ¿Cómo iba a abrir? Me acordé de que tenía una palanca y otras herramientas debajo del asiento.
Tal vez lograra quebrar el candado o forzar la puerta de alguna forma. Miré el mapa en el GPS buscando un lugar para parar. La carretera estaba desierta por la lluvia fuerte, pero no podía simplemente orillame en el acotamiento. Necesitaba un lugar más apartado donde nadie me viera quebrando el sello de una caja que supuestamente debería permanecer cerrada. Vi que había una gasolinera abandonada algunos kilómetros adelante de esas viejas que cerraron cuando las grandes cadenas se adueñaron de las carreteras.
Sería perfecto, pero antes de que pudiera llegar ahí, escuché algo que me heló la sangre. Un grito ahogado, distante, pero claramente un grito de desesperación viniendo de la caja. Y entonces, más golpes, ahora completamente frenéticos, como si la persona estuviera en pánico total. El espejo vibraba tanto que parecía que se iba a quebrar. El propio tráiler parecía estremecerse con la fuerza de los golpes. Pisé a fondo el acelerador, ignorando la lluvia y la pista resbaladiza. Necesitaba llegar a esa gasolinera abandonada lo más rápido posible.
Necesitaba abrir esa caja, descubrir qué estaba pasando. La adrenalina corría suelta por mis venas. El miedo ahora daba lugar a la determinación. Si había alguien vivo en ese ataúd, yo lo iba a sacar de ahí, costara lo que costara. Los 5 km hasta la gasolinera abandonada me parecieron una eternidad. Los golpes continuaban ritmados, desesperados. El grito no se repitió, pero ese primero había sido suficiente para convencerme. No era imaginación. Había alguien vivo ahí adentro. Finalmente divisé la gasolinera abandonada, un esqueleto de concreto y metal oxidado a la orilla de la carretera con una techumbre parcialmente derrumbada y bombas de combustible hace mucho secas.
Entré despacio, las llantas del tráiler salpicando agua de los charcos que se formaban en el concreto agrietado. Me detuve lo más lejos posible de la carretera, donde el tráiler no sería fácilmente visto por quién pasara. Apagué el motor, agarré la lámpara y la palanca. La lluvia caía fuerte. Quedaría empapado en segundos, pero no importaba. Respiré profundo, agarré las llaves, abrí la puerta de la cabina. Era hora de descubrir la verdad sobre ese ataúd. Bajé del tráiler con la lluvia cayendo fuerte.
En segundos estaba empapado hasta los huesos. El agua me escurría por la cara, dificultando la visión. Sostuve la lámpara con una mano y la palanca con la otra, caminando decidido hasta la parte trasera del tráiler. Esa gasolinera abandonada era un lugar siniestro. Las bombas de combustible oxidadas parecían esqueletos en la oscuridad. El techo, parcialmente derrumbado, dejaba que la lluvia formara cascadas en algunos puntos. No tenía iluminación ninguna, además de los faros de mi tráiler y de la lámpara en mi mano.
Llegué a la parte trasera de la caja y me detuve dudando. Lo que estaba a punto de hacer iba contra todo lo que había acordado con Casimiro. Romper el sello significaba perder los 20,000 restantes del pago. Y si era solo imaginación mía y si no había nada malo con ese ataúd. Pero entonces volví a escuchar tres golpes fuertes y claros, aún con el ruido de la lluvia, tan fuertes que pude ver la puerta de la caja vibrar levemente.
¿Hay alguien ahí? Grité sintiéndome medio idiota por estar hablando con una caja cerrada. Silencio. Solo el sonido de la lluvia. Y entonces los tres golpes, otra vez aún más fuertes, como si la persona hubiera reunido todas las fuerzas que tenía. Pegué la oreja en la puerta fría y mojada de la caja, el metal helado contra mi cara, la lluvia escurriendo por mi cuello. Cerré los ojos tratando de concentrarme solo en el sonido. Fue cuando escuché un gemido débil, ahogado, pero inconfundible, un sonido humano de desesperación.
“¡Dios mío!”, murmuré alejando la cabeza y mirando el candado grande que mantenía la caja cerrada. Ya no tenía dudas. Había alguien vivo ahí adentro, alguien que necesitaba ayuda urgente. Posicioné la palanca en la argolla del candado e hice fuerza. El primer intento falló. El metal era fuerte y mis manos estaban resbaladizas por la lluvia. Intenté otra vez, usando más fuerza, apoyando el pie contra la puerta de la caja para tener más palanca. El candado resistió. Cambié de estrategia.
En vez de tratar de romper el candado en sí, apunté a la argolla de metal donde estaba puesto. Eso se veía más frágil. “Aguanta ahí!”, grité, esperando que la persona adentro pudiera oírme. “Te voy a sacar de ahí.” Golpeé la argolla con toda la fuerza que pude reunir. Una vez, dos veces, tres veces. En el cuarto intento escuché un chasquido alentador. El metal empezó a ceder. Dos golpes más fuertes y la argolla se rompió. El candado cayó al suelo con un golpe ahogado por la lluvia.
Mis manos temblaban mientras abría la puerta de la caja. Parte por el esfuerzo físico, parte por los nervios, parte por el frío de la lluvia. La puerta pesada chirrió al abrirse. Apunté la lámpara hacia adentro. El ataúd estaba ahí acostado en el centro de la caja, exactamente como había sido puesto esa mañana. Se veía perfectamente normal, de madera oscura, cerrado, inmóvil. Por un segundo dudé de mí mismo. Habría imaginado todo, los ruidos, los gemidos, pero entonces el ataúd se movió levemente, casi imperceptible, pero se movió.
Y escuché los golpes otra vez, ahora claramente viniendo de adentro de él. Subí a la caja, el corazón martilleando en el pecho. Me acerqué despacio al ataúd, la lámpara iluminando la tapa cerrada. ¿Hay alguien ahí?, pregunté con voz temblorosa. Tres golpes fuertes fueron la respuesta. Tragué seco. Estaba frente a un momento que cambiaría mi vida para siempre. Lo sabía instintivamente. Miré la tapa del ataúd. No tenía tornillos ni cerradura visible. Parecía ser de esas que se cierran por presión.
Respiré profundo y puse mis manos en el borde de la tapa. “Voy a abrir”, avisé hablando más para darme valor que para la persona ahí adentro. Con un movimiento firme levanté la tapa. Lo que vi me hizo retroceder instantáneamente, casi cayéndome para atrás. No era un difunto ni de lejos. Era una joven viva, amordazada con cinta canela en la boca, las manos y pies amarrados también con cinta. Los ojos muy abiertos de miedo y desesperación me miraban con una súplica silenciosa.
El cabello oscuro pegado en la frente sudada, la cara roja del esfuerzo de tratar de liberarse. Jesucristo exclamé recuperando el equilibrio y acercándome a ella. Ella trató de hablar, pero la cinta se lo impedía. Solo salían sonidos ahogados y desesperados. Lágrimas corrían de las comisuras de los ojos, mezclándose con el sudor. “Calma, te voy a ayudar”, dije tratando de mantener la voz firme a pesar del shock. La muchacha parecía tener unos 20 y tantos años. Vestía una playera clara y jeans, ambos sucios y arrugados.
No había heridas visibles, pero se veía exhausta, deshidratada. Con cuidado, sostuve la esquina de la cinta que cubría su boca. “Va a doler un poquito.” Avisé antes de jalar la cinta de un movimiento rápido. Ella soltó un gemido de dolor cuando la cinta salió dejando la piel alrededor de la boca roja e irritada. “¡Agua, fue lo primero que logró decir.” La voz ronca, casi inaudible. Voy a buscar. Ya regreso. Bajé de la caja corriendo, regresé a la cabina del tráiler y agarré una botella de agua que tenía en la guantera.
También agarré mi navaja para cortar las cintas que amarraban sus brazos y piernas. Cuando regresé a la caja, ella seguía exactamente en la misma posición, como si temiera que cualquier movimiento pudiera hacer que yo la abandonara. Acerqué la botella a sus labios, inclinándola despacio. Tomó con avidez, ahogándose un poco en la prisa. Despacio aconsejé quitando la botella por un momento. Toma despacio si no te vas a sentir mal. Ella asintió, los ojos todavía muy abiertos de miedo.
Dejé que tomara un poco más antes de empezar a cortar las cintas que amarraban sus muñecas. ¿Cómo te llamas?, pregunté tratando de tranquilizarla mientras trabajaba en las amarras. Ella dudó como si estuviera decidiendo si podía confiar en mí. “Itzel”, respondió finalmente, la voz todavía débil. “Me sacaron de la universidad hace tres días. Logré liberar sus manos. ” Inmediatamente empezó a frotarse las muñecas donde la cinta había dejado marcas rojas y dolorosas. “¿Quién te hizo esto?”, pregunté. empezando a cortar las cintas que amarraban sus tobillos.
“No sé bien”, respondió, la voz ganando un poco más de fuerza. Usaban máscaras, eran tres o cuatro hombres. Me agarraron en el estacionamiento de la universidad, me drogaron, desperté en una casa, después me pusieron aquí. Liberé sus pies y guardé la navaja en el bolsillo. Ella trató de sentarse, pero estaba muy débil. La ayudé sosteniéndole los hombros mientras se acomodaba en el ataúd. ¿Por qué te estaban llevando al panteón?, pregunté, aunque ya temía la respuesta. Ella me miró a los ojos, el terror reflejado en su cara.
“Para enterrarme viva”, dijo la voz quebrándose. Los escuché hablando. Era un aviso para mi papá. Un escalofrío recorrió mi espalda. Estuve a punto de ser cómplice de un asesinato horrible. Si no hubiera parado, si no hubiera escuchado los golpes. ¿Quién es tu papá?, pregunté tratando de armar las piezas de ese rompecabezas macabro. Hermenildo Gamboa, respondió, dueño de Transportes Gamboa. El nombre me sonaba vagamente familiar. Ya había visto en noticias. Tal vez un empresario importante por lo visto.
“Necesitamos llamar a la policía”, dije ayudándola a salir del ataúd. “¿Puedes caminar? Ella asintió con la cabeza, pero cuando trató de pararse, las piernas le cedieron. La agarré en brazos antes de que se cayera. Te voy a llevar a la cabina. Ahí es más seguro y seco. Cargándola con cuidado, bajé de la caja. La lluvia seguía fuerte e Itzel se encogió contra mi pecho, temblando de frío y miedo. La llevé hasta la cabina del tráiler y la ayudé a subir.
La senté en el asiento del pasajero. Encendí el motor para que funcionara la calefacción. Estaba pálida, los labios morados de frío. “Ten”, dije entregándole una chamarra que guardaba atrás del asiento. “Te va a calentar”. Ella se puso la chamarra grande de más para su cuerpo flaquito, todavía temblando. “Gracias”, murmuró. “Me salvaste la vida.” Agarré el celular tratando de llamar a la policía, pero como había previsto, no había señal en esa gasolinera abandonada en plena sierra con una tormenta cayendo.
“Vamos a tener que ir hasta el próximo pueblo”, expliqué. “Ahí podremos llamar a la policía.” Ella asintió abrazándose a sí misma dentro de la chamarra. Pero antes dudé, sabiendo que necesitábamos ser cuidadosos. Ese hombre, Casimiro, que me contrató para este flete, debe estar esperando en el panteón. Si no llegamos, puede sospechar que algo salió mal y huir. ¿Lo conoces?, preguntó, los ojos abriéndose otra vez de miedo. No, él apareció en mi casa anoche ofreciendo mucho dinero para transportar un supuesto ataúdo.
Itzel tragó seco. Era uno de los que me secuestró. Usaba máscara, pero reconocí la voz cuando hablaron esta mañana. Sentí un nudo en el estómago. Había sido usado como pieza en un plan terrible. Necesitamos avisar a la policía lo antes posible, dije decidido. Pero primero vamos a salir de aquí. No es seguro quedarnos parados. Miré hacia la carretera por la ventana del tráiler. La lluvia formaba una cortina casi impenetrable. La visibilidad estaba pésima, pero no podíamos quedarnos ahí.
¿Qué vas a hacer con el ataúd?, preguntó mirando hacia atrás, hacia la caja abierta donde había estado su tumba temporal. Déjalo ahí, ya no importa. Lo importante es llevarte a un lugar seguro. Cerré la puerta de la caja sin asegurarla. No tenía cómo, ya que el candado estaba roto. Regresé a la cabina. Itzel todavía temblaba, pero se veía un poco más tranquila. Agárrate fuerte”, avisé metiendo velocidad. “La carretera está resbaladiza. Va a hacer un viaje tenso. ” Ella se abrochó el cinturón de seguridad con manos temblorosas.
Salí de la gasolinera abandonada, los faros cortando la oscuridad lluviosa de la noche. El GPS indicaba a un pueblo pequeño a unos 40 km de ahí. Con la lluvia y la carretera en las condiciones que estaba, tardaría por lo menos una hora en llegar, una hora en que cualquier cosa podría pasar, una hora en que estaríamos vulnerables, transportando una prueba viva de un crimen horrible. Mientras manejaba con cuidado redoblado en la pista mojada, miré a Itzel de reojo.
Ella estaba viva de milagro por una coincidencia de que yo hubiera escuchado sus golpes desesperados y ahora su vida, y tal vez la mía también, dependía de que llegáramos en seguridad hasta el pueblo más cercano. La noche apenas comenzaba y yo sabía que todavía tendríamos muchos desafíos por delante. La carretera mojada reflejaba los faros del tráiler como un espejo negro. Manejaba despacio, con todo cuidado, tratando de mantener el vehículo estable en esa pista resbaladiza. De vez en cuando miraba de lado para confirmar que Itzel todavía estaba ahí, que no era todo una alucinación de mi cabeza cansada.
Ella seguía encogida en el asiento del pasajero, abrazada en mi chamarra grande de más para su cuerpo, temblando de frío y miedo. Los ojos rojos de tanto llorar miraban fijamente hacia adelante, como si tuviera miedo de mirar hacia atrás y ver ese ataúd otra vez. ¿Estás mejor?, pregunté tratando de romper el silencio pesado que se había instalado en la cabina. Ella asintió levemente con la cabeza, pero no dijo nada. parecía seguir en shock. “Trata de dormir un poco, sugerí.
Todavía tenemos unos 40 minutos hasta el próximo pueblo. ” “No puedo,”, respondió. La voz apenas un susurro. “Cada vez que cierro los ojos, me veo otra vez en esa en esa cosa.” Tragué seco. Ni siquiera podía imaginar el terror que había pasado. Estar presa en un ataúdo, transportada para su propio entierro. Era cosa de película de horror. ¿Quieres contarme qué pasó?, pregunté. A veces ayuda a hablar. Ella dudó, los dedos apretando nerviosamente la orilla de la chamarra.
Estaba saliendo de la universidad. Era de noche, unas 10. El estacionamiento estaba casi vacío. Empezó la voz baja. Fui hasta mi carro y cuando iba a abrir la puerta sentí que alguien me agarró por atrás. Antes de que pudiera gritar me pusieron un trapo en la cara. Creo que tenía cloroformo o algo así. Asentí con la cabeza, escuchando atentamente mientras mantenía los ojos en la carretera. Cuando desperté, estaba en un cuarto oscuro, amarrada en una silla. Había tres hombres ahí, todos enmascarados.
Uno de ellos, el que parecía ser el jefe, usaba traje. Era el mismo que habló contigo esta mañana. Casimiro, dije, sintiendo crecer un odio dentro de mí. Ellos no hablaban mucho acerca de mí, pero los escuché mencionando a mi papá y dinero, mucho dinero. Pensé que era un secuestro normal, ¿sabes? Que iban a pedir rescate, pero no era eso lo que querían. Ella se detuvo y vi una lágrima rodar por su cara pálida. Anoche los escuché discutiendo.
El de traje Casimiro dijo que no se trataba de dinero, que se trataba de venganza, que mi papá lo había arruinado y ahora él iba a arruinar a mi papá, que no había rescate que me pudiera traer de vuelta. Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Qué tipo de odio hace que un hombre entierre a alguien viva? Esta mañana me drogaron otra vez, continuó. Cuando desperté, ya estaba en el ataúd. Traté de gritar, pero me habían puesto cinta en la boca.
Traté de moverme, pero mis manos y pies estaban amarrados. Sentí el movimiento. Me di cuenta de que estaba en un vehículo. Escuché voces, pero todo muy ahogado. Se detuvo respirando profundo, como si revivir esas memorias fuera muy doloroso. Debe haber sido cuando pusieron el ataúd en mi tráiler, comenté recordando la escena en esa mansión en Polanco. Yo no tenía idea, Itzel, juro por Dios. Pensé que estaba transportando un difunto de verdad. Lo sé”, respondió mirándome por primera vez desde que comenzamos a conversar.
“Si hubieras sabido, no me habrías ayudado. ” Estuvimos en silencio por algunos minutos, solo el ruido de la lluvia en el techo de la cabina y el ronroneo del motor llenando el vacío. “¿Cómo lograste hacer ese ruido?”, pregunté finalmente. Los golpes que yo escuchaba, mis manos estaban amarradas enfente del cuerpo. “No atrás”, explicó. lograba golpear con los puños en la tapa del ataúd. Al principio golpeaba todo el tiempo desesperada, pero me di cuenta de que nadie escuchaba o nadie le importaba.
Entonces empecé a ahorrar energía golpeando solo de vez en cuando. “Gracias a Dios no te diste por vencida”, dije. Realmente impresionado con la fuerza de esa muchacha. Mucha gente habría entrado en pánico total, se habría dado por vencida. Ella sonríó tristemente. Casi me doy por vencida varias veces, pero entonces pensaba en mi familia, en mi papá y seguía intentando. La miré con admiración. Qué valor increíble. Cuando empecé a escuchar los golpes, pensé que me estaba volviendo loco confesé.
Después de todo, supuestamente estaba transportando un difunto, pero el ruido se fue poniendo más fuerte, más claro, hasta que ya no se podía ignorar. Y paraste, dijo con gratitud en la voz. Podrías haber seguido viaje fingir que no escuchaste nada, pero paraste. Cualquier persona decente habría hecho lo mismo. Respondí, aunque sabía que no era muy así. Mucha gente habría ignorado con miedo de meterse en problemas, especialmente con tanto dinero de por medio. Unos minutos más de silencio.
La lluvia empezó a disminuir un poco, mejorando la visibilidad. ¿Qué sentiste?, pregunté sin poder contener la curiosidad. Cuando abriste los ojos y te viste dentro de un ataúd. Ella se quedó callada por tanto tiempo que pensé que no iba a responder. Cuando finalmente habló, su voz tenía un tono distante, casi desconectado. Es difícil explicar. Fue como si el mundo entero se hubiera acabado. Primero vino el pánico puro. Grité hasta que me dolió la garganta, aún sabiendo que nadie iba a escuchar por la cinta en la boca.
Traté de moverme, de debatirme, pero no había espacio. Se detuvo respirando profundo, como si necesitara asegurarse de que todavía podía respirar libremente. Después vino una claridad extraña. Me di cuenta de que necesitaba ahorrar oxígeno, que necesitaba mantener la calma si quería tener alguna oportunidad. Empecé a controlar la respiración, a pensar en cómo llamar la atención de alguien. Y fue cuando empezaste a golpear en la tapa. Sí, decidí que iba a golpear en intervalos regulares. Tres golpes. Pausa.
Tres golpes otra vez. Es una señal universal de socorro, ¿sabías? So es en código Morse. Moví la cabeza impresionado. Ni en una situación de vida o muerte habría pensado en eso. Al principio pensé que era inútil. Nadie respondía. El ataúd seguía moviéndose, pero seguí porque era lo único que podía hacer, la única manera de no volverme completamente loca. Su mirada se perdió en la oscuridad más allá del parabrisas. Lo peor fue cuando el movimiento paró por un rato.
Pensé que habíamos llegado, que me iban a enterrar. Empecé a golpear con toda la fuerza que tenía, gritando por atrás de la cinta. Fue cuando escuché tu voz por primera vez preguntando si había alguien ahí. En la gasolinera abandonada, confirmé. Sí, fue como si hubiera pasado un milagro. Alguien me había escuchado. Alguien sabía que yo estaba ahí. Aunque no lograras abrir el ataúd, por lo menos sabrías que había una persona viva siendo enterrada. Nunca pensé que fuera a abrir un ataúd alguien vivo.
Confesé. Esa imagen, tus ojos muy abiertos mirándome, nunca lo voy a olvidar. Ella se estremeció jalando la chamarra más cerca del cuerpo. Yo tampoco voy a olvidar tu cara, dijo la expresión de shock cuando abriste la tapa y después la determinación de ayudarme. Sonreí levemente, avergonzado por el elogio implícito. ¿Qué iban a hacer cuando llegáramos al panteón?, pregunté, aunque ya me imaginaba la respuesta. Me iban a enterrar”, respondió simplemente. Los escuché hablando sobre una fosa ya preparada en una esquina aislada del panteón.
El sepulturero había sido sobornado para no hacer preguntas. Sentí un nudo en el estómago. Era aún peor de lo que pensaba. “Y mi papá recibiría un mensaje”, continuó la voz embargándose. Un video del entierro. Le iban a decir dónde encontrarme, pero cuando llegara ahí no necesitó completar la frase. Cuando el papá llegara, ya sería demasiado tarde. Ella ya habría asfixiado horas antes. Tu papá debe estar desesperado comenté. Tres días sin noticias tuyas. Ella asintió, más lágrimas escurriendo.
Debe haber accionado a la policía, puesto gente a buscarme, pero ellos fueron cuidadosos. Me agarraron en un lugar sin cámaras, usaron un carro sin placas, me mantuvieron en una casa aislada y ahora estaban usando a un traulero independiente, sin conexión ninguna con ellos, para hacer el trabajo sucio. “Si algo saliera mal, yo sería el único en caer,” completé sintiendo una ola de rabia. “¿Sería el chivo expiatorio perfecto?” Ella asintió. Un desconocido transportando a una persona para ser enterrada viva.
¿Quién creería que no eras parte del plan? Tragué seco, dándome cuenta de qué tan cerca estuve de convertirme en cómplice involuntario de un asesinato. “Tenemos que tener cuidado cuando lleguemos al pueblo”, dije más serio. “Necesitamos ir directo a la policía, pero también necesitamos dejar claro que yo no tengo nada que ver con el secuestro. Voy a contar exactamente lo que pasó, prometió. ¿Cómo me salvaste? ¿Cómo no sabías lo que estabas transportando? Miré el GPS. Nos estábamos acercando al pueblo.
Unos 15 minutos más y llegaríamos. Hay algo que no entiendo dije pensativo. ¿Por qué Casimiro arriesgó todo contratando a un desconocido? ¿Por qué no transportarte él mismo? Ella reflexionó por un momento. Creo que quería una capa extra de protección. Si algo saliera mal como salió, la policía perdería tiempo investigándote mientras él huía. Y también creo que quería un testigo inocente. ¿Cómo? Alguien que viera el ataúdo, puesto en el tráiler, que transportara sin saber lo que había adentro, que entregara en el panteón pensando que era solo un difunto normal, alguien que pudiera testificar, si fuera necesario, que todo parecía perfectamente legal.
tenía sentido, un plan cruel y calculado. Pero no contaba con una cosa, dije tratando de aliviar un poco la atención. ¿Qué? Que serías fuerte suficiente para hacer ruido hasta ser escuchada y que yo sería curioso suficiente para parar y verificar. Ella sonrió levemente. La primera sonrisa genuina desde que la saqué de ese ataúd. Gracias, dijo simplemente, por parar, por escuchar, por abrir. No me agradezcas, respondí sintiendo el peso de la responsabilidad. Solo hice lo que cualquiera haría.
Pero mientras decía eso, sabía que no era verdad. No todo mundo habría parado. No todo mundo habría arriesgado perder un pago enorme para verificar un ruido extraño. Las luces del pueblo empezaron a aparecer en el horizonte. Pronto estaríamos en seguridad, pronto esa pesadilla acabaría. Por lo menos para Itsel, para mí, la memoria de lo que encontré en ese ataúd se quedaría para siempre. Oigan, ¿y ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿Habrían parado a verificar esos ruidos extraños arriesgando perder 20,000 pesos?
¿O habrían seguido directo al panteón para completar el trabajo? Comenten ahí abajo porque me da curiosidad saber si hay más gente dispuesta a arriesgar todo por hacer lo correcto, porque esa decisión de parar cambió mi vida para siempre y cambió la vida de Itsel también. A veces un momento de duda, un instinto que no sabemos explicar, puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Las luces del pequeño pueblo empezaron a aparecer en el horizonte. Era un alivio después de tanto tiempo en la carretera oscura y lluviosa.
Itsel seguía callada a mi lado, ocasionalmente mirando por el retrovisor, como si temiera que alguien nos estuviera siguiendo. “Llegando”, dije tratando de sonar confiado. “Pronto vamos a estar seguros.” Ella solo asintió, todavía abrazada a mi chamarra grande de más. En los últimos minutos había dejado de temblar, pero la mirada seguía distante, perdida, trauma profundo. Seguramente el pueblo era pequeño, de esos del interior, con una calle principal y poco movimiento, especialmente a esa hora de la noche. El reloj del tablero marcaba 11:47, casi medianoche.
Las calles estaban prácticamente desiertas. Vamos a buscar una comandancia”, dije reduciendo velocidad mientras entraba a la avenida principal o un puesto policial, lo que sea. “¿Estás seguro de que es seguro?”, preguntó la voz todavía débil. “¿Y si tienen contactos en la policía local?” No había pensado en eso. Era una posibilidad considerando el nivel de organización de ese secuestro. “¿Qué sugieres entonces, hospital?”, ella respondió después de algunos segundos. Sí, necesito atención médica de todas formas y desde ahí podemos llamar a mi papá.
Él sabrá qué hacer. Tenía sentido. Además, ella realmente necesitaba ser examinada. Estaba deshidratada, débil y quién sabe qué tipo de drogas le habían dado durante el secuestro. Seguí las señales hasta encontrar el hospital del pueblo. Era un edificio pequeño de dos pisos con un letrero iluminado de emergencias en la entrada. Estacioné el tráiler lo más cerca posible de la puerta. ¿Puedes caminar?, pregunté apagando el motor. Creo que sí, respondió tratando de enderezarse en el asiento, pero cuando trató de levantarse, las piernas le flaquearon otra vez.
“Déjame ayudarte”, dije rodeando el tráiler y abriendo la puerta del pasajero. Con cuidado pasé mi brazo alrededor de su cintura y la ayudé a bajar. Caminamos despacio hasta la entrada de emergencias. Una enfermera estaba en la recepción haciendo anotaciones. Cuando nos vio, oyó, un traulero barbón y sucio de lluvia, Eitel, pálida y tambaleándose, abrió los ojos enormes. “Dios mío, ¿qué pasó?”, preguntó levantándose inmediatamente. Ella necesita ayuda. Respondí sin saber exactamente cuánto debería contar. Fue secuestrada. La palabra tuvo efecto inmediato.
La enfermera llamó a un doctor por el interfón y en segundos apareció un señor de bata acompañado de un auxiliar con una silla de ruedas. “¿Puede sentarla aquí?”, dijo el doctor señalando la silla. Vamos a llevarla a exámenes inmediatamente. Ayudé a Itsel a sentarse. Ella agarró mi mano con fuerza. “No te vayas”, pidió el miedo visible en sus ojos. “Quédate conmigo, por favor. No voy a ningún lado, prometí. Voy a estar aquí todo el tiempo. El doctor la llevó adentro y fui siguiendo al lado de la silla de ruedas.
La enfermera trató de pararme diciendo que solo familiares podían entrar, pero Itzel insistió. Él me salvó. Necesito que se quede. Eso fue suficiente para que me dejaran pasar. Fuimos a un cuarto de exámenes donde el doctor empezó a verificar los signos vitales de Itsel. ¿Qué pasó exactamente? Preguntó mientras le medía la presión. Itzel me miró como pidiendo ayuda para explicar. Resolví tomar la iniciativa. Doctor, es una situación complicada. Ella fue secuestrada hace tres días y yo la encontré.
Bueno, la encontré dentro de un ataúd que estaba transportando. El doctor paró lo que estaba haciendo y me miró con asombro. Dentro de un ataúd. ¿Está hablando en serio? Desafortunadamente sí. confirmé. Los secuestradores me contrataron para transportar lo que yo creía que era un difunto, pero durante el viaje escuché ruidos viniendo de dentro de la caja. Cuando abrí encontré a ella viva, amordazada y amarrada dentro del ataúd. El doctor movió la cabeza visiblemente choqueado. “En 30 años de medicina, nunca escuché algo así”, murmuró volviendo a examinar a Itzel.
Voy a necesitar hacer algunos exámenes, verificar si hay deshidratación, contusiones y qué tipo de sustancias pueden haber sido administradas. Mientras el doctor continuaba el examen, la enfermera me llamó para llenar una ficha. Nombre completo de ella, preguntó. Me di cuenta de que a pesar de todo lo que habíamos pasado, no sabía el apellido de Itsel. Es Itzel, respondí sin gracia. El resto voy a necesitar preguntárselo. La enfermera me miró desconfiada, pero antes de que pudiera decir algo, Itzell llamó del otro lado del cuarto.
Celestino, ¿puedes venir acá? Me acerqué a la camilla donde estaba acostada. El doctor había salido a buscar algo. Necesitamos avisar a mi papá, dijo, la voz un poco más firme. ¿Hay un teléfono que pueda usar? La enfermera que nos había seguido, ofreció el teléfono de la recepción. Itsell trató de levantarse, pero el doctor que regresaba en ese momento la impidió. La señorita necesita quedarse acostada. Estamos preparando una solución para rehidratarla y necesitamos hacer más exámenes. ¿Puedo hacer la llamada por ti?
Ofrecí. Solo dime el número. Ella asintió agradecida y me pasó el número del celular del papá. Fui hasta la recepción con la enfermera acompañándome de cerca. Claramente todavía no confiaba totalmente en mí. Marqué el número con el corazón latiendo fuerte. ¿Cómo explicar a un papá desesperado que su hija secuestrada estaba ahora en un hospital pequeño del interior después de ser encontrada dentro de un ataúd? El teléfono sonó tres veces antes de que alguien contestara. Bueno, una voz masculina, tensa y cansada respondió, “Señor Gamboa, Hermen Gildildo Gamboa, pregunté tratando de mantener la calma.” “Sí, ¿quién habla?”, respiré profundo.
“Mi nombre es Celestino Barragán, soy traulero. Estoy llamando por su hija, Itzell.” Hubo un silencio del otro lado, seguido por una explosión de preguntas. ¿Qué sabe de mi hija? ¿Dónde está? Si le hizo algo, le juro que señor Gamboa, cálmese. Interrumpí. Su hija está bien. Está conmigo en un hospital en Tulancingo, Hidalgo. Yo la encontré. Otro silencio. Y entonces encontró. ¿Cómo? Realmente está bien. Déjeme hablar con ella. Está siendo examinada por los doctores ahora. Está deshidratada y débil, pero fuera de peligro.
En cuanto a cómo la encontré, es una historia complicada. Fui contratado para un flete que espere, me interrumpió. No diga más nada por teléfono. No sabemos quién puede estar escuchando. Voy a conseguir un helicóptero ahora mismo y estaré ahí en menos de dos horas. ¿Cuál es el nombre del hospital? Le di la información del hospital y él colgó rápidamente después de hacerme prometer que no saldría del lado de Itzel hasta que él llegara. Regresé al cuarto de exámenes, donde el doctor ya había instalado suero en el brazo de Itzel.
Ella me miró ansiosa. ¿Hablaste con mi papá? Hablé. Está viniendo en helicóptero. Dice que llega en menos de dos horas. El alivio en su cara fue visible. Por primera vez desde que la encontré vi una expresión de verdadera esperanza en sus ojos. El doctor terminó los primeros exámenes y nos informó que, además de la deshidratación y cansancio, Itzel parecía estar bien físicamente. Voy a pedir algunos exámenes de sangre para verificar qué sustancias pueden haber sido usadas”, explicó.
Pero por ahora lo más importante es descansar y rehidratarse. Él salió dejando solo a la enfermera con nosotros. Ella acomodó la almohada de Itzel y verificó el suero. “¿Necesitan algo? preguntó su tono ahora más suave, la desconfianza inicial disminuyendo. “Papel y pluma, por favor”, pidió Itzel. La enfermera trajo lo que pidió y salió otra vez, diciendo que estaría ahí afuera si necesitábamos algo. Itzel empezó a escribir con dificultad, las manos todavía temblorosas de los efectos del secuestro.
Cuando terminó, me extendió el papel. Quiero que leas esto. Es importante que sepas exactamente quién soy y en qué te metiste. Agarré el papel con curiosidad. En él, con una caligrafía inestable, pero legible, estaba escrito, me llamo Itzel Gamboa Villareal, tengo 23 años, soy hija de Hermenildo Gamboa, dueño de Transportes Gamboa, una de las mayores empresas de transporte del país. Me secuestraron el lunes por la noche en el estacionamiento de la universidad donde estudio administración. El hombre que te contrató, Casimiro, es exempleado de mi papá.
Fue despedido hace un año por desvío de cargas. Juró venganza. La miré sorprendido. El nombre Transportes Gamboa era conocido por cualquier traulero en México. Era una de las gigantes del sector con cientos de tráileres y chóeres. “¿Tu papá es dueño de Transportes Gamboa?”, pregunté todavía procesando la información. Ella asintió. Ahora entiendes por qué me secuestraron y por qué no era por dinero. Tenía sentido. Un exempleado despedido buscando venganza contra el jefe. No quería dinero. Quería destruir al hombre quitándole lo que tenía más preciado, la hija.
“Entonces el plan era realmente enterrarte viva y mandar un video a tu papá”, murmuré sintiendo un escalofrío. “Para que supiera que fue por venganza, no por rescate.” Exacto. Confirmó Casimiro. Decía que mi papá había destruido su vida, que ahora iba a destruirla de él también. Me senté en la silla al lado de la camilla tratando de asimilar todo. De repente me di cuenta de la gravedad de la situación en que me encontraba. Esos tipos no son delincuentes comunes.
Dije más para mí mismo que para ella. Son peligrosos, organizados y ahora saben que yo arruiné su plan. Itzel extendió la mano y agarró la mía. Mi papá te va a proteger, garantizó. Después de lo que hiciste por mí, vaya a hacer cualquier cosa para garantizar tu seguridad. Asentí sin mucha convicción. No era solo mi seguridad lo que me preocupaba. Y si iban tras mi familia, yo vivía solo, pero tenía a mi mamá y una hermana en Nesa.
Como si leyera mis pensamientos, Itzel apretó mi mano. Todos los que amas van a estar seguros. Mi papá tiene recursos, tiene contactos, va a cuidar todo. Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió y el doctor regresó acompañado por dos policías. Se me disparó el corazón. Estos señores quisieran hacer algunas preguntas”, explicó el doctor. La enfermera pensó que debía avisar a las autoridades sobre el secuestro. Los policías se acercaron. Blocks de notas en las manos. “Somos de la policía local”, dijo uno de ellos, un hombre corpulento de mediana edad.
“Recibimos una denuncia sobre secuestro. ¿Pueden contarnos qué pasó?” Miré a Itzel, que asintió levemente. Era hora de contar la historia completa y esperar que me creyeran. Todo empezó el martes por la noche. Comencé cuando un hombre llamado Casimiro apareció en mi casa ofreciendo mucho dinero para transportar un ataúd. Mientras hablaba, vi las caras de los policías pasar de la desconfianza al shock. La historia era increíble, pero Itzell confirmaba cada palabra con movimientos de cabeza. Cuando terminé, el policía más joven soltó un silvido bajo.
Parece cosa de película, comentó. Vamos a necesitar declaraciones formales de ambos dijo el más viejo. Y vamos a necesitar verificar ese tráiler, la caja, el ataúd. Está todo ahí afuera, respondí. Pueden verificar lo que quieran. Mi papá está de camino, agregó Itsel. Él tiene recursos para ayudar en la investigación. Los policías intercambiaron miradas. Claramente el nombre Gamboa había causado impacto. Vamos a esperar la llegada de él entonces, decidió el mayor. Mientras tanto, vamos a echar un vistazo a ese tráiler.
Les entregué las llaves del tráiler, sintiendo un peso salir de mis hombros. Ahora ya no éramos solo Itzel y yo contra esos criminales. Teníamos a la policía. El papá de ella venía de camino y pronto toda la verdad saldría a la luz. Lo que no sabía era que esa noche todavía estaba lejos de acabar y que lo peor todavía estaba por venir. Los policías regresaron de la inspección del tráiler como media hora después. Estaban con expresiones serias, casi incrédulas.
“Encontramos el ataúd”, dijo el mayor, un tal sargento Morales. Y las marcas de cinta adhesiva todavía están ahí adentro. También encontramos restos de cabello y tela que coinciden con la ropa de la señorita. El policía más joven sostenía una bolsa de plástico con las cintas que yo había cortado para liberar a Itzel. Vamos a mandar todo esto a pericias, explicó. Y necesitamos testimonios formales de ustedes dos. Itzell, todavía acostada con el suero en el brazo, se veía más fuerte.
Ahora el color había regresado un poco a su cara. “Mi papá está llegando”, repitió. Él va a conseguir los mejores abogados para garantizar que esa gente sea arrestada. El sargento asintió respetuoso. Entendemos, señorita Gamboa, pero necesitamos seguir el protocolo. Este es un caso de tentativa de homicidio, además de secuestro. Necesitamos toda la información posible. Se volteó hacia mí y sentí un frío en la panza. A pesar de saber que no había hecho nada malo, al contrario, había salvado una vida.
Todavía estaba nervioso. Después de todo, había sido yo quien aceptó transportar ese ataúd. Señor Barragán, vamos a necesitar que venga a la comandancia para un testimonio completo. También vamos a decomizar su tráiler temporalmente como evidencia. Tragué seco. El tráiler era mi gan. ¿Por cuánto tiempo? No sabemos todavía. Depende del avance de la investigación. Antes de que pudiera protestar, el teléfono de la recepción sonó. La enfermera atendió y después de una breve conversación vino a nuestro cuarto. “Hay un helicóptero aterrizando en la cancha de fútbol al lado del hospital”, informó pareciendo impresionada.
“Dijeron que es el señor Hermenildo Gamboa. ” Aitel sonríó, lágrimas de alivio brotando en los ojos. “Mi papá llegó”, dijo la voz embargada. Los policías intercambiaron miradas. Claramente la llegada de un empresario poderoso cambiaba la dinámica de la situación. “Vamos a recibirlo aquí mismo”, decidió el sargento Morales. “Él va a querer ver a la hija inmediatamente.” Menos de 10 minutos después, escuchamos pasos apurados en el corredor. La puerta se abrió y un hombre de mediana edad entró casi corriendo.
Alto cabello canoso en las cienes, traje arrugado. Parecía haberse vestido a las prisas. Sus ojos recorrieron el cuarto hasta encontrar a Itzel. “Hija”, exclamó corriendo a abrazarla. Fue una escena emocionante. Itzel se deshizo en lágrimas en los brazos del papá, soyando como una niña. Él la abrazaba con fuerza, como si temiera que pudiera desaparecer otra vez. “Pensé que te había perdido”, murmuró la voz embargada. “Tres días sin noticias. Pensé que nunca más te iba a ver. se quedaron abrazados por un largo tiempo, mientras todos nosotros, doctor, enfermera, policías y yo, observábamos en silencio, respetando ese momento.
Finalmente, Hermenildo Gamboa se alejó un poco, sosteniendo la cara de la hija entre las manos. ¿Qué te hicieron? ¿Estás lastimada? Estoy bien, papá”, respondió todavía llorando. “Gracias a él”, señaló hacia mí y sentí todas las miradas del cuarto voltearse en mi dirección. Hermenejildo Gamboa me miró como si me viera por primera vez. “¿Usted es Celestino? El traulero que me llamó.” “Sí, señor”, respondí nervioso. Él se levantó y caminó hacia mí. Por un momento no supe qué esperar, pero entonces, para mi sorpresa, me abrazó fuerte.
“Gracias”, dijo la voz embargada. “Gracias por salvar a mi hija.” Incómodo le di unas palmadas en la espalda. Hice lo que cualquiera haría, señor. Él se alejó moviendo la cabeza. No, no hizo. Cualquiera habría seguido viaje, ignorado los ruidos, entregado el ataúd como acordado y recibido el dinero. Usted arriesgó todo para salvar a alguien que ni conocía. No supe qué responder. Tenía razón. Mucha gente habría ignorado, especialmente con tanto dinero de por medio. El sargento Morales carraspeó llamando nuestra atención.
Señor Gamboa, necesitamos el testimonio de su hija para una declaración formal y también del señor Barragán. Hermenej Gildildo asintió regresando al lado de Itzel. Vamos a hacer eso aquí mismo. Dijo en un tono que no admitía discusión. Mi hija no sale de este hospital hasta estar completamente recuperada y con seguridad adecuada. El policía empezó a argumentar, pero Gamboa lo cortó. Ya tengo un equipo de abogados en camino y también seguridad privada. Si quieren la colaboración de mi familia será en nuestros términos.
El sargento se veía incómodo, pero acabó aceptando. Bueno, vamos a empezar los testimonios aquí mismo, pero necesitamos que sean por separado. Fue decidido que Itzel daría su testimonio primero mientras yo esperaba afuera con Hermenildo Gamboa y uno de los guardaespaldas que ya había llegado. Un hombre enorme, de traje oscuro y audífono en la oreja parecía salido de una película de acción. En el pasillo, Gamboa me ofreció un café de la máquina automática. Mientras tomábamos ese líquido que solo remotamente recordaba café, él empezó a hacer preguntas.
Cuénteme todo desde el principio, ¿cómo ese tal Casimiro lo contrató? ¿Qué dijo exactamente? Relaté cada detalle. la visita nocturna a mi casa, la oferta de dinero, las instrucciones específicas sobre mantener la caja sellada, la historia sobre el supuesto tío fallecido. Dijo que su nombre era Casimiro Valenzuela. Concluí, pero imagino que sea falso. Gamboa apretó los labios pensativo. Casimiro Valenzuela. No conozco a nadie con ese nombre, pero Itsel mencionó un exempleado. Voy a verificar en los registros de la empresa.
Su hija dijo que fue despedido por desvío de cargas. Tuvimos algunos casos así en los últimos años. La logística es un sector que desafortunadamente atrae ese tipo de crimen, pero no recuerdo ningún caso que justificara tanta sed de venganza. Uno de los abogados llegó en ese momento, un hombre joven de traje impecable cargando un portafolios de piel. Gamboa lo puso al tanto de la situación rápidamente. “Necesitamos garantizar la seguridad del señor Barragán”, instruyó. “Él es testigo clave y también puede ser blanco de represalias”.
El abogado asintió haciendo anotaciones. Vamos a conseguir protección policial inmediata y tal vez sea prudente transferirlo temporalmente a un lugar seguro. Un escalofrío recorrió mi espalda. La situación se estaba poniendo cada vez más seria. ¿Y mi familia? pregunté preocupado. Tengo a mi mamá y una hermana en Nesa. Vamos a cuidar de ellos también, garantizó Gamboa. Nadie asociado con usted corre peligro. Se lo prometo. En ese momento, mi celular sonó. Era un número desconocido. Dudé mirando a Gamboa.
Conteste, dijo. Póngalo en altavoz. Contesté con el corazón acelerado. Bueno, señor Celestino Barragán, una voz masculina que no reconocí, preguntó, “Sí, ¿quién habla aquí? Es de la empresa de rastreo de su tráiler. Estamos detectando que el vehículo está parado hace más de dos horas en un lugar no previsto. ¿Está todo bien?”, Respiré aliviado. Era solo el servicio de rastreo. Sí, tuve un problema mecánico. Mentí siguiendo la mirada de Gamboa, que parecía orientarme a no revelar nada. Estoy resolviendo.
Entendido. Y nos gustaría confirmar. El señor está transportando un ataúd funerario. ¿Correcto? Tenemos aquí una notificación de carga especial. Se me eló la sangre. Aquello no era normal. El servicio de rastreo no acostumbraba preguntar sobre la carga. Gamboa hizo una seña para que colgara. Terminé la llamada rápidamente. Eso no era el servicio de rastreo, dijo la cara seria. Es alguien tratando de confirmar si usted todavía está con el tráiler y la carga. ¿Cómo? Casimiro. Y quien quiera que esté involucrado en esto debe estar esperando en el panteón.
Cuando usted no apareció, empezaron a buscar. Esa llamada fue un intento de descubrir dónde está y si todavía tiene a Itsel. El guardaespaldas grandote se acercó. Señor, necesitamos salir de aquí si descubren que estamos en el hospital. Gamboa asintió grave. Voy a hablar con el doctor. Necesitamos transferir a Itzel a un lugar más seguro inmediatamente. Él se alejó con el guardaespaldas, dejándome solo con el abogado, que continuaba haciendo anotaciones furiosamente. “Esto es más serio de lo que parece, ¿verdad?”, pregunté sintiendo un nudo en el estómago.
Él me miró por encima de los lentes. Señor Barragán, usted frustró un plan de secuestro y asesinato extremadamente elaborado. Las personas detrás de esto invirtieron tiempo, dinero y asumieron grandes riesgos. No van a simplemente desistir. En ese momento entendí completamente la gravedad de la situación. No era apenas Itzel quien corría peligro. Ahora yo también me había convertido en un blanco. Gamboa regresó apurado, acompañado por el doctor. Vamos a transferir a Itzel a la Ciudad de México inmediatamente.
El helicóptero está esperando. Usted viene con nosotros, Celestino. Y mi tráiler? Olvídese del tráiler por ahora, su vida vale más. Le compraré 10 tráileres nuevos después si quiere. No tuve tiempo de argumentar. En minutos estábamos todos en movimiento. Itzel fue puesta en una camilla, todavía con el suero y llevada hacia afuera del hospital por una salida secundaria. Me orientaron a quedarme siempre cerca de los guardaespaldas. Cuando llegamos a la cancha de fútbol donde el helicóptero aguardaba, un carro oscuro entró derrapando por el portón del otro lado.
“Cuidado!”, gritó uno de los guardaespaldas sacando un arma. Todo pasó muy rápido. Los guardaespaldas formaron un círculo protector alrededor de Itzel y Gamboa, empujándome hacia junto con ellos. El carro se detuvo a unos 50 m y dos hombres saltaron, también armados. Policía federal”, gritó uno de ellos mostrando una credencial alto. Por un momento pensé que fueran impostores, pero el jefe de seguridad de Gamboa, después de una rápida verificación por radio, hizo señal para que bajáramos las armas.
“Son legítimos,”, confirmó los agentes de la policía federal. Se acercaron. “Señor Gamboa, necesitamos que todos ustedes vengan con nosotros. Tenemos información de que los secuestradores están de camino hacia aquí. ¿Cómo saben eso? preguntó Gamboa desconfiado. Interceptamos comunicaciones. El grupo descubrió que su hija fue encontrada y está en este hospital. Tenemos un equipo preparado para interceptarlos, pero ustedes necesitan salir de aquí ahora. Miré al cielo nocturno, al helicóptero listo para despegar y después al carro de la policía federal.
Una decisión tenía que ser tomada rápidamente. Vamos con la policía federal. decidió Gamboa después de intercambiar miradas con su jefe de seguridad. El helicóptero es muy visible. Rápidamente fuimos transferidos al carro blindado de la PF. Itzel fue puesta con cuidado en el asiento trasero. Yo me senté a su lado mientras Gamboa fue adelante con uno de los agentes. El otro manejaba. Cuando el carro arrancó, miré por la ventana trasera y vi tres camionetas negras entrando por el mismo portón que el carro de la PF había usado.
“Son ellos”, grité. El conductor pisó a fondo el acelerador, aventándonos contra los asientos. El carro disparó por la calle lateral del hospital mientras las camionetas iniciaban la persecución. “Agárrense fuerte!”, gritó el agente que manejaba haciendo una curva cerrada. Abracé a Itsel para protegerla durante la maniobra brusca. Ella agarró mi camisa con fuerza, el miedo evidente en sus ojos. “Va a estar todo bien”, prometí sin tener certeza de si era verdad. El carro de la PF aceleró por la carretera que salía del pequeño pueblo con los faros de los perseguidores todavía visibles en el retrovisor.
La noche larga y llena de peligros apenas estaba comenzando. Las siguientes 48 horas fueron las más intensas de mi vida. Después de esa fuga alucinante del hospital, fuimos llevados a una base de la policía federal en algún lugar que no puedo revelar hasta hoy. Ahí, Itzel recibió atención médica adecuada. y todos nosotros quedamos bajo protección pesada. La persecución duró apenas algunos kilómetros. Los agentes de la PF habían preparado una emboscada y las camionetas que nos siguieron cayeron derechito en la trampa.
Fueron seis arrestos ahí mismo, incluyendo dos de los hombres que habían participado en el secuestro de Itsel. Pero Casimiro, el hombre de traje que me había contratado, no estaba entre ellos. En el segundo día, cuando las cosas ya se habían calmado un poco, me di cuenta del tamaño de la repercusión que el caso había ganado. Ahí, en la base de la PF, no teníamos mucho contacto con el mundo exterior, pero logré echar un vistazo a la TV de la sala donde estábamos alojados y, compadre, fue un shock.
Traulero héroe salva, hija de empresario de secuestro cinematográfico decía el encabezado que corría en la parte de abajo de la pantalla de Televisa. Una foto mía tomada hace algunos años para la renovación de la licencia de manejar aparecía al lado de una foto de Itzel, mucho más bonita y arreglada que cuando la encontré en ese ataúd. “Lograron su foto”, comentó Hermenegildo Gamboa, que entró al cuarto en ese momento. “Siento mucho la invasión de privacidad. ¿Cómo se filtró tan rápido?”, pregunté todavía asimilando la idea de que mi cara estaba en televisión nacional.
El hospital probablemente, respondió con un suspiro. Mucha gente lo vio llegar conmigo y una historia así era imposible mantener en secreto. Volví a poner atención en la TV, donde una reportera hablaba enfrente de un edificio que reconocí como la sede de transportes Gamboa en la Ciudad de México. La joven Itzel Gamboa, de 23 años, hija del empresario Hermenegildo Gamboa, fue encontrada con vida después de tr días de secuestro. Según fuentes de la policía, estaba siendo transportada dentro de un ataúd funerario con la intención de ser enterrada viva como venganza contra su padre.
El plan macabro solo no se concretó gracias a la acción valiente de un traulero, Celestino Barragán, que se dio cuenta de que había algo malo con la carga que transportaba. La reportera continuó mientras imágenes de mi tráiler de comisado aparecían en la pantalla. El traulero habría sido contratado para transportar lo que creía ser un ataú común, pero durante el viaje escuchó sonidos viniendo de dentro de la caja. Al parar y verificar, encontró a la joven amordazada y amarrada dentro del ataú.
Apagué la TV sintiendo una mezcla de vergüenza y incomodidad. Nunca fui degustar aparecer, de llamar la atención y ahora estaba siendo tratado como un héroe nacional. Esto va a pasar”, dijo Gamboa, como si leyera mis pensamientos. “En una semana algún escándalo político va a tomar el lugar en los encabezados, pero yo nunca voy a olvidar lo que hizo por mi hija.” Todavía me sentía incómodo. ¿Cómo está ella? Mejor, los doctores dicen que físicamente se está recuperando bien, emocionalmente va a tomar tiempo.
No era difícil imaginar pasar tres días secuestrada, ser drogada, despertar dentro de un ataúd sabiendo que sería enterrada viva. El trauma sería inmenso. Y la investigación. Descubrieron quién es Casimiro Gamboa se sentó el semblante poniéndose más serio. Sí, la policía federal ya lo identificó. Casimiro Valenzuela es en realidad Anselmo Torrealba, exgerente de operaciones de transportes Gamboa. Fue despedido hace cerca de un año por involucramiento en un esquema de desvío de cargas. Itsel mencionó eso. Sí, pero lo que ella no sabía, lo que nadie sabía, es que él no actuó solo.
Era parte de una organización criminal mayor especializada en robo de cargas. Cuando el esquema fue descubierto, hice cuestión de entregar todas las pruebas a la policía, por eso quería venganza. Gamboa suspiró pasándose la mano por los cabellos canosos en un gesto de cansancio. Él perdió todo, fue preso, cumplió algunos meses, salió en libertad condicional. Su esposa lo dejó, perdió la casa, la reputación y en vez de asumir la culpa por sus propios crímenes, decidió que yo era el responsable de su desgracia.
Era una historia triste, pero no justificaba lo que habían tratado de hacer con Itzel. ¿Y dónde está ahora? huyó. La policía federal está en su búsqueda. Todas las fronteras están monitoreadas, pero él tiene recursos, contactos. Dejó la frase en el aire y entendí la implicación. Anselmo Torrealba, el falso Casimiro, podría nunca ser encontrado. Eso significa que todavía estamos en peligro, pregunté la preocupación regresando. Por eso todavía estamos aquí bajo protección, confirmó. Pero no se preocupe, en dos días seremos transferidos a un lugar aún más seguro, fuera del país, si es necesario.
La idea de salir de México, aunque fuera temporalmente, me dejó incómodo. Tenía mi vida aquí, mi familia, mi trabajo, mi tráiler, mi casa. Todo será cuidado, Celestino, lo prometo. Usted no tendrá ningún perjuicio financiero por haber salvado a mi hija. En ese momento, un agente de la PF entró al cuarto. Señor Gamboa, señor Barragán, tenemos novedades. Ambos nos enderezamos, atentos. El equipo de búsqueda encontró el escondite donde Itzel fue mantenida durante el secuestro. Una casa aislada en las afueras de la ciudad de México.
Estamos recolectando evidencias y ya tenemos dos sospechosos más bajo custodia. Y Anselmo Torrealba, preguntó Gamboa, todavía fugitivo, pero encontramos documentos que pueden indicar hacia dónde fue. El agente salió dejándonos nuevamente solos. Esto es bueno, comentó Gamboa. Mientras más de ellos arresten, más seguros estaremos. Asentí, aunque todavía me sentía incómodo con toda esa situación. Nunca imaginé que un simple flete me colocaría en el centro de un caso policial tan complejo. Al tercer día, todavía en la base de la PF, recibí la primera llamada de mi familia.
Mi mamá y mi hermana habían sido llevadas a un lugar seguro también, como Gamboa había prometido. Hijo, ¿estás bien? La voz preocupada de mi mamá sonó en el teléfono. Estoy sí, mamá, no se preocupe. Todo mundo está hablando de ti. Salió hasta en el noticiario. Mi hijo, un héroe nacional. No pude evitar sonreír con el orgullo evidente en su voz. No es para tanto, mamá. Solo hice lo que tenía que hacer. Siempre supe que tenías buen corazón.
Tu papá estaría tan orgulloso. La mención a mi papá fallecido hace 6 años me tocó profundo. Él había sido traulero también por más de 30 años. Fue con él que aprendí la profesión, el respeto por la carretera, el valor de la honestidad. ¿Cuándo regresas a casa? Preguntó mi mamá. Todavía no sé. Hay muchas cosas pasando, pero pronto, lo prometo. Después de hablar con mi mamá y mi hermana, me sentí un poco mejor. Por lo menos ellas estaban seguras.
Esa misma tarde, Itzel pidió verme. Estaba en el cuarto donde el equipo médico la acompañaba, sentada en la cama, ya con apariencia mucho mejor. vestía ropa normal en vez de la bata del hospital y el cabello estaba limpio y peinado. “Hola”, dijo con una pequeña sonrisa cuando entré. “Quería agradecerte como se debe. No tuve oportunidad antes con toda esa confusión.” “No necesitas agradecer”, respondí un poco sin gracia. “Cualquiera habría hecho lo mismo.” Ella movió la cabeza. “No, no habrían.
La mayoría de las personas habrían ignorado los ruidos. habrían seguido viaje. Tú arriesgaste tu trabajo o tu tráiler, tal vez hasta tu vida para ayudarme. No supe que responder. Ella extendió la mano y yo la tomé en un apretón firme. Nunca voy a olvidar lo que hiciste por mí, Celestino. Nunca. En ese momento, un agente de la PF entró apurado al cuarto. Señorita Gamboa, señor Barragán, necesitamos que vengan conmigo ahora. Tenemos una emergencia. Intercambiamos miradas preocupadas y seguimos a la gente hasta una sala donde varios policías estaban reunidos alrededor de monitores y radios.
Hermenildo Gamboa ya estaba ahí, la cara tensa. ¿Qué pasó?, pregunté. Anselmo Torrealba. respondió el agente que nos trajo. Fue localizado. Una mezcla de alivio y tensión recorrió la sala. ¿Dónde?, preguntó Gamboa tratando de abordar un vuelo privado en Toluca con destino a Guatemala. Pero hay un problema. ¿Cuál? Está armado y tiene rehenes. Exige hablar con usted, señor Gamboa, y también con el traulero que arruinó sus planes. En sus palabras sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Anselmo Torrealba, el hombre que había tratado de enterrar a Itzel Viva, ahora quería hablar con nosotros.
Es una trampa dijo Gamboa inmediatamente. Él quiere atraernos para vengarse. Estamos de acuerdo dijo el agente. Por eso no vamos a atender esa exigencia. Tenemos francotiradores posicionados y un equipo de negociación en el lugar, pero ustedes necesitan saber de la situación porque si él no logra hablar con ustedes, puede ejecutar a los rehenes. La tensión en la sala era palpable. Itzel se acercó al papá buscando protección. ¿Qué podemos hacer?, pregunté sintiéndome impotente. Por ahora, nada más que esperar, respondió el agente.
Estamos haciendo todo lo posible para resolver la situación sin bajas. Pasamos las siguientes horas en esa sala acompañando el desarrollo de la crisis de rehenes a través de las comunicaciones de la policía. Anselmo tenía capturados a tres empleados del aeropuerto y los mantenía en una sala privada de la terminal. Estaba rodeado sin posibilidad de fuga, pero eso solo lo hacía más peligroso. Finalmente, después de casi 5 horas de tensión, escuchamos la noticia por el radio. Objetivo neutralizado, rehenes seguros.
Repito, objetivo neutralizado, rehenes seguros. Un suspiro colectivo de alivio recorrió la sala. Itsel abrazó al papá llorando. Yo me permití cerrar los ojos por un momento, sintiendo el peso de los últimos días, finalmente comenzando a disminuir. ¿Acabó? Pregunté a la gente más cercano. ¿Realmente acabó? Él asintió, una sonrisa rara apareciendo en su cara seria. Acabó. Anselmo Torrealba fue baleado cuando trató de dispararle a uno de los rehenes. Está vivo, pero gravemente herido. Ya no representa amenaza. Esa noche, por primera vez desde que encontré a Itzel en el ataúd, dormí profundamente, sin pesadillas, sin sobresaltos.
En la mañana siguiente, cuando prendí la TV en el cuarto donde estaba hospedado, vi nuevamente mi cara en el noticiero. Pero ahora, al lado del encabezado que anunciaba la captura de Anselmo Torrealba, había una nueva historia desarrollándose, la de un traulero común que por casualidad y valor salvó una vida y desmanteló una red criminal. Pasó un mes desde ese flete que cambió mi vida para siempre. El caso Itzel Gamboa, como quedó conocido en los medios, tuvo una repercusión que jamás podría imaginar.
De repente, yo, un simple traulero de Nesa, me había vuelto una especie de celebridad nacional. En los primeros días después de la captura de Anselmo Torrealba, fui bombardeado por pedidos de entrevista. Periodistas aparecían en la puerta de mi casa, llamaban a mi celular. ¿Cómo consiguieron mi número hasta hoy? No lo sé. Me mandaban mensajes en redes sociales que apenas usaba. Celestino, cuenta cómo fue encontrar a Itsel en el ataúd. ¿Tuviste miedo? ¿Pensaste en desistir? ¿Cómo se siente ser un héroe nacional?
No me sentía cómodo con nada de eso. Nunca fui de aparecer, de llamar la atención. Siempre fui un tipo simple, reservado, que solo quería hacer su trabajo y regresar a casa al final del día. Rechacé todas las entrevistas al principio. El propio Hermenildo Gamboa me ayudó con eso, contratando un asesor de prensa para lidiar con toda esa locura. El tipo se quedaba en mi casa atendiendo llamadas, mandando comunicados oficiales, manteniendo a los reporteros a distancia. No necesita hablar con nadie si no quiere, me garantizó Gamboa.
Su privacidad será respetada, pero la verdad es que después de algunas semanas me di cuenta de que la historia necesitaba ser contada correctamente. Muchos detalles estaban siendo distorsionados en los medios, historias inventadas, especulaciones absurdas. Decidí dar una sola entrevista para un programa de TV respetado para aclarar todo de una vez. Fue extraño estar ahí sentado en un sofá de estudio con luces, cámaras y un presentador famoso haciéndome preguntas. Sudaba frío, tartamudeaba a veces, pero logré contar la historia como pasó.
Sin exageros, sin drama innecesario, solo la verdad. ¿Qué sintió cuando abrió el ataúd y vio a Itsel ahí adentro?, preguntó el presentador en determinado momento. Respiré profundo antes de responder. Fue el mayor susto de mi vida. Nunca voy a olvidar esos ojos muy abiertos mirándome. Pero junto con el susto vino una determinación que nunca había sentido antes. En ese momento solo podía pensar en cómo sacarla de ahí y llevarla a un lugar seguro. La entrevista duró casi una hora.
Hablé sobre cómo fui contratado, las sospechas que tuve desde el principio, los ruidos extraños durante el viaje, la decisión de parar y verificar, el rescate de Itzel, la fuga hasta el hospital, todo. Cuando terminó, me sentía aliviado, como si un peso hubiera salido de mis espaldas. La historia estaba contada del modo correcto y ahora podía seguir mi vida, pero la vida después de un evento así nunca vuelve a ser exactamente como era antes. Mi tráiler, que había sido decomizado como evidencia, fue finalmente liberado por la policía.
Pero cuando fui a buscarlo, me di cuenta de que ya no podía mirar esa caja sin recordar lo que había encontrado ahí adentro. Cada vez que abría las puertas traseras era como si esperara ver ese ataúd otra vez, escuchar esos golpes desesperados. Traté de volver a trabajar normalmente. Agarré algunos fletes pequeños, rutas que conocía bien, pero no era lo mismo. Algo había cambiado dentro de mí. Fue cuando recibí una llamada de Hermenildo Gamboa, invitándome a almorzar en la sede de transportes Gamboa.
“Tengo una propuesta que hacerte”, dijo sin entrar en detalles. “La sede de la empresa era un edificio imponente en Polanco. Me sentí fuera de lugar llegando ahí en camión, vistiendo jeans y camisa simple, mientras ejecutivos de traje pasaban apurados por la recepción. Pero fui tratado como una celebridad tan pronto como me identifiqué. La recepcionista sonrió, llamó a un guardia de seguridad que me acompañó hasta el elevador exclusivo que subía a la azotea donde quedaba la oficina de Gamboa.
Él me recibió con un abrazo caluroso, como si fuéramos amigos de mucho tiempo. Celestino, qué bueno verte recuperado. Nos sentamos en una mesa puesta para el almuerzo con una vista impresionante de la ciudad. Mientras comíamos, habló sobre cómo Itzell se estaba recuperando bien, haciendo terapia, regresando poco a poco a las actividades normales. Pregunta por ti, comentó. ¿Quieres saber cómo estás? Dile que estoy bien, respondí, aunque no fuera totalmente verdad. Gamboa me estudió por un momento, como si pudiera ver a través de mi fachada.
No está siendo fácil regresar a la rutina, ¿verdad?, Suspiré bajando el tenedor. No, cada vez que subo al tráiler, recuerdo esa noche. Cuando escucho cualquier ruido extraño en la caja, se me dispara el corazón. Ya agarré algunos fletes, pero no es lo mismo. Él asintió comprensivo. Es por eso que te llamé aquí hoy. Tengo una propuesta. Gamboa explicó que después de todo lo que pasó estaba reformulando el departamento de seguridad de la empresa. Quería crear una nueva división enfocada específicamente en la seguridad de los chóeres y de las cargas.
Y me gustaría que formaras parte de eso, concluyó como consultor de seguridad. Me quedé sin palabras por un momento, pero yo no entiendo nada de seguridad corporativa. Argumenté. Soy solo un traulero. Exactamente por eso, respondió. Necesito alguien que conozca la carretera de verdad, que sepa los peligros reales que enfrentan los chóeres, que pueda entrenar a nuestro equipo a partir de la experiencia práctica, no de teorías de manual. La propuesta era tentadora, sueldo mucho mayor de lo que jamás ganaría como traulero independiente, beneficios completos, incluyendo seguro médico para mí.
y mi familia. Horarios regulares, sin las largas jornadas en carretera. ¿Puedo pensarlo un poco? Pedí. Claro. Respondió sin parecer ofendido. Tómate el tiempo que necesites. En los días siguientes pensé mucho sobre la propuesta. Conversé con mi mamá y mi hermana, que me animaron a aceptar. “Hijo, ya rodaste mucho en esta vida”, dijo mi mamá. “Tal vez sea hora de quedarte más cerca de casa. Acabe aceptando y así, casi dos meses después de ese flete fatídico, empecé mi nueva carrera en Transportes Gamboa.
El primer día recibí una credencial, una computadora, un escritorio en una oficina amplia y clara, muy diferente de la cabina apretada de mi tráiler. Me sentía fuera de lugar, como pez fuera del agua, pero poco a poco me fui adaptando. Mi trabajo consistía en desarrollar protocolos de seguridad para los chóeres, entrenar a los equipos, analizar rutas de riesgo, implementar sistemas de monitoreo más eficientes. Usaba toda mi experiencia de años en carretera para identificar fallas que alguien de dentro de la oficina jamás notaría.
Salvaste muchas vidas sin saber, me dijo un colega cierto día. Desde que implementamos tus protocolos, los incidentes con chóeres cayeron más del 60%. Eso me daba una satisfacción enorme, saber que mi experiencia, aunque traumática, estaba sirviendo para proteger a otros trauleros. En cuanto a mi tráiler, acabé vendiéndolo. No podía manejarlo más sin revivir el trauma. Compré un carro común de esos de paseo para ir y venir del trabajo. Itsel regresó a la universidad después de 6 meses.
Nos encontramos algunas veces en eventos de la empresa o cenas en casa de los Gamboa. Ella estaba diferente, más seria, más madura, con una mirada que cargaba las marcas de lo que había vivido, pero estaba siguiendo adelante, reconstruyendo su vida. Todavía tengo pesadillas”, me confesó durante uno de esos encuentros. “Sueño que estoy en ese ataúdo otra vez, golpeando, gritando y nadie me escucha. Yo también tengo pesadillas”, admití. “Sueño que llego demasiado tarde, que no escucho los golpes, que voy directo al panteón.” Compartir esas experiencias creó un vínculo entre nosotros.
No era amistad exactamente, pero una comprensión mutua que nadie más podría tener. Un año después del incidente, Anselmo Torrealba fue juzgado y condenado a 30 años de prisión por tentativa de homicidio, secuestro y formación de banda. Seguí el juicio por el noticiario sin ganas de estar presente físicamente. Quería voltear esa página, pero algunas cosas nunca nos dejan completamente. Hasta hoy, cuando paso enfrente de una funeraria, cuando veo un ataúd en una película, siento un apretón en el pecho, un flash de esa noche lluviosa, de ese grito ahogado viniendo de la caja de mi tráiler.
Es un trauma que cargo conmigo como una cicatriz invisible, pero aprendí a vivir con él. a usarlo hasta como motivación para mi trabajo actual. Proteger a otros chóeres de situaciones peligrosas. En una tarde cualquiera, casi dos años después de todo lo que pasó, estaba en la oficina analizando rutas cuando recibí una visita inesperada. Itzel entró a mi sala sonriendo. Estaba bronceada, el cabello más corto, pareciendo saludable y feliz. “Vengo a despedirme”, anunció. Me voy a estudiar afuera, una maestría en Londres.
Eso está padrísimo. Respondí genuinamente feliz por ella. Un nuevo comienzo. Sí, concordó sentándose en la silla frente a mí. Pero antes de irme quería agradecerte otra vez. No estaría aquí si no fuera por ti. Ya me agradeciste suficiente, dije un poco sin gracia. Nunca será suficiente, dijo seria. No solo salvaste mi vida esa noche, me diste la oportunidad de reconstruirla, de no dejar que ese evento me definiera para siempre. Sus palabras me tocaron profundamente porque era exactamente eso lo que yo también estaba tratando de hacer, no dejar que esa noche me definiera para siempre.
Buena suerte en Londres, deseé sinceramente. Te mereces esa nueva oportunidad. Ella sonrió, se levantó y antes de salir dejó un pequeño paquete sobre mi escritorio. Un regalo, ábrelo solo después de que me vaya. Cuando abrí el paquete, encontré un llavero, un pequeño tráiler rojo hecho de metal con un mensaje grabado en la base. Gracias por parar y escuchar. Simple así. Pero esas palabras cargaban el peso de toda nuestra historia. colgué el llavero junto con las llaves de mi carro y cada vez que lo veo recuerdo que a veces parar y escuchar puede hacer toda la diferencia en la vida de alguien.
La vida siguió. Ya no soy traulero, por lo menos no en el sentido tradicional. Ya no paso días y noches en la cabina cortando México de norte a sur, pero sigo conectado a las carreteras, a las cargas, a los chóeres que enfrentan peligros diariamente. Y todas las mañanas cuando agarro mis llaves y veo ese pequeño tráiler rojo, siento una mezcla de orgullo y humildad. Orgullo por haber hecho la diferencia. Humildad por saber que fue apenas el destino que puso ese flete en mi camino.
Cada vez que paso cerca de un ataúd, sea en película, en foto o en la vida real, se me aprieta el pecho. Un recordatorio físico visceral de esa noche que cambió todo. Un recordatorio de que dentro de cada uno de nosotros existe la capacidad de hacer la diferencia entre la vida y la muerte de alguien. Es un recordatorio que, por más doloroso que sea, no quiero olvidar. Estoy aquí hoy, casi 3 años después de esa noche lluviosa, grabando este relato para ustedes.
Mucha gente ya escuchó pedazos de la historia por el periódico, por la TV, por las redes sociales, pero pocos saben cómo fue realmente, cómo me sentí, qué pasó por mi cabeza en esos momentos decisivos. Todavía trabajo en Transportes Gamboa. Mi oficina ya no es esa primera, pequeña y apretada. Ahora soy director del departamento de seguridad con un equipo de 30 personas bajo mi supervisión. ¿Quién lo diría, verdad? Un traulero simple de Nesa, ahora usando traje y corbata, participando en juntas ejecutivas, presentando resultados en PowerPoint.
Pero en el fondo sigo siendo el mismo celestino, el mismo tipo que creció en la cabina, que conoce cada curva, cada subida, cada gasolinera de orilla de carretera de este México. Es ese conocimiento lo que hace la diferencia en mi trabajo actual, porque seguridad no se aprende solo en libros o universidad, se aprende en la práctica, en el día a día, enfrentando los peligros reales. Itel regresó de Londres hace 6 meses, terminó la maestría y ahora trabaja en la empresa del papá también en el departamento de relaciones internacionales.
Nos cruzamos por los pasillos, a veces intercambiamos sonrisas, conversamos sobre cosas sin importancia. Ella parece feliz, realizada. Las pesadillas disminuyeron”, me contó recientemente. Las mías también, aunque nunca hayan desaparecido completamente. Anselmo Torrealba sigue preso cumpliendo su condena. Supe que escribe un libro sobre su versión de los hechos. No tengo interés en leer. Algunos capítulos de la vida uno necesita cerrar definitivamente. Mi mamá vive conmigo ahora en una casa cómoda que compré en un barrio tranquilo de la capital.
Mi hermana se casó, tiene una niñita de 2 años que es la alegría de la familia. La vida siguió como siempre sigue, independiente de los traumas, de las cicatrices, de las marcas que cargamos. Pero hoy sentado aquí, mirando por la ventana de mi oficina, viendo los tráileres de la empresa entrando y saliendo del patio allá abajo, pienso mucho en esa noche, en los ¿Qué hubiera pasado sí? ¿Y si no hubiera aceptado ese flete? ¿Y si hubiera ignorado los ruidos extraños?
¿Y si hubiera seguido viaje, entregado el ataúd como acordé, recibido mi dinero y regresado a casa? Itsel estaría muerta, enterrada viva en ese panteón aislado, su familia destruida por el dolor. Y yo yo estaría viviendo con el peso de una culpa que ni sabría que cargaba, una complicidad inconsciente en un crimen horrible. La carretera me enseñó muchas cosas a lo largo de los años. Me enseñó paciencia cuando me quedaba horas parado en embotellamientos. me enseñó resistencia cuando enfrentaba días y noches sin dormir bien, sin comer bien, lejos de casa.
Me enseñó humildad cuando veía la inmensidad de este país por la ventana de la cabina. Pero ese flete, ese flete me enseñó el valor del valor, del valor de seguir mis instintos, aún cuando sería más fácil, más conveniente, más lucrativo ignorarlos, del valor de parar y verificar, aún sabiendo que podía perder dinero, tiempo, oportunidades, del valor de hacer lo correcto, aun cuando todo el contexto me empujaba hacia el camino equivocado. Recibo muchos mensajes de otros trauleros. gente que leyó mi historia y empezó a prestar más atención a fletes sospechosos, a clientes extraños, a situaciones fuera de lo normal.
Algunos hasta cuentan que ya denunciaron intentos de usar sus tráileres para tráfico, contrabando o cosa peor. Eso me da un sentido de propósito, saber que mi experiencia no sirvió apenas para salvar a Itzel, sino potencialmente a muchas otras personas. La semana pasada fui invitado a dar una plática en un encuentro nacional de trauleros. Me puse nervioso, claro, nunca fui bueno con multitudes, pero acepté porque sentía que necesitaba compartir algunas reflexiones con mis colegas de carretera. En el escenario, mirando asientos de caras atentas, conté mi historia una vez más.
No la versión sensacionalista de los medios, sino la real. con todos los miedos, las dudas, las dudas que sentí esa noche. “Ustedes son los ojos de las carreteras”, les dije. “Ven cosas que nadie más ve, situaciones extrañas, comportamientos sospechosos, cargas que no tienen sentido. No ignoren esas señales. No pongan el dinero, el plazo, la conveniencia por encima de su intuición. Porque a veces, como en mi caso, una simple parada puede significar la diferencia entre la vida y la muerte de alguien.
Terminé mi plática con una frase que se volvió una especie de mantra para mí. En la duda, para y verifica. Mejor perder un flete que cargar un remordimiento por el resto de la vida. Recibí una ovación de pie. Hombres rudos curtidos por el sol y el viento, con lágrimas en los ojos. mujeres trauleras asintiendo, entendiendo exactamente lo que quería decir. Fue un momento emocionante. Después de la plática, un señor de unos 60 años, traulero, visiblemente experimentado, vino a hablar conmigo.
“Mi hijo, tu historia me recuerda una situación que viví hace muchos años”, me dijo. “También sentí que algo estaba mal con una carga, pero a diferencia de ti seguí viaje. era joven, necesitaba el dinero, tenía miedo de perder el flete. Solo después descubrí que estaba transportando personas en situación de trabajo esclavo escondidas en un compartimento falso de la caja. Cargo ese peso hasta hoy. Sus palabras me pegaron fuerte. Cuántos trauleros por ahí cargan pesos parecidos. Cuántos ignoraron señales, siguieron viaje y hoy viven con arrepentimientos.
La carretera no es solo asfalto, curvas y paisajes, es también elecciones, dilemas, encrucijadas morales. Cada flete puede ser apenas un trabajo más o puede ser algo que cambia vidas para mejor o para peor. Hoy, cuando miro por la ventana de mi oficina y veo la carretera a lo lejos cortando el horizonte, siento una mezcla de nostalgia y gratitud. Nostalgia de la libertad de la cabina, del viento en la cara, de la sensación de logro al entregar una carga a tiempo.
Gratitud por todo lo que la carretera me dio, incluyendo la oportunidad de hacer la diferencia en la vida de Itzel. Sigo cargando el pequeño llavero que ella me dio, el tráilercito rojo con el mensaje gracias por parar y escuchar está aquí en mi escritorio como un recordatorio constante de que a veces los gestos más simples, parar, escuchar, verificar, pueden tener consecuencias enormes. No me considero un héroe. Nunca me consideré. Solo hice lo que mi papá me enseñó desde pequeño cuando empecé a acompañarlo en los viajes.
Hijo, en la carretera tenemos que cuidarnos unos a otros porque allá afuera muchas veces solo nos tenemos a nosotros mismos. Y eso es lo que quiero dejarles hoy, hermanos. Si eres traulero, recuerda que tu profesión va mucho más allá de transportar cargas. Transportas responsabilidades, confianza, vidas. A veces nunca dejes que la prisa, el cansancio o el dinero silencie tu intuición. Si no eres traulero, pero te cruzas con ellos en las carreteras todos los días, recuerda que detrás de cada volante hay una persona, alguien con familia, sueños, miedos, alguien que, como puede estar enfrentando decisiones difíciles en algún momento.
En cuanto a mí, sigo adelante día tras día. Trabajo para hacer las carreteras más seguras, los fletes más confiables, los trauleros más protegidos. Es mi forma de agradecer por haber tenido una segunda oportunidad, por haber tomado la decisión correcta esa noche lluviosa. El sol se está metiendo allá afuera. Es hora de cerrar por hoy. Mañana será otro día con nuevos desafíos, nuevas decisiones que tomar. La vida es así, una carretera continua, llena de sorpresas. Algunas buenas, otras no tanto.
Pero si hay algo que aprendí con todo esto es que no importa qué tan oscura esté la noche, qué tan fuerte sea la lluvia, qué tan difícil parezca el viaje, siempre vale la pena parar y escuchar. Siempre vale la pena hacer lo correcto, aún cuando nadie esté viendo. Porque al final de cuentas esa parada en la carretera no salvó apenas a Itel, salvó también una parte de mí que ni sabía que necesitaba ser salvada. Soy Celestino Barragán Ontiveros y esta es la historia de mi vida.
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