Lucía se detuvo frente al portón oxidado tratando de recuperar el aliento. Los hombros le dolían por el peso de las maletas y todavía podía oír en su cabeza la voz de Javier. Llévate tus trapos y lárgate de aquí. Daniela, su nueva conquista, se reía mientras grababa todo con el teléfono. Esto es para nuestros amigos. Que vean lo patética que eres le soltó al final.

Lucía tardó 3 horas en llegar a la estación en autobús, otras dos en el tren suburbano y luego casi 2 km a pie por un camino rural cargando dos enormes bolsas deportivas y una mochila. En esas maletas iba toda su vida, ropa, documentos, algunos libros y un álbum de fotos. No tenía dinero para un taxi. Javier le había dejado solo $100. Con eso te alcanza para empezar, dijo con una sonrisa burlona. El camino se le hizo interminable.

Lucía se detenía cada 100 m para cambiar de mano las bolsas. Las correas le cortaban los hombros, la espalda le ardía. Intentaba no pensar en lo que había pasado 3 horas antes, pero la escena volvía una y otra vez, ella, de pie en medio de su dormitorio, no del dormitorio de él, mientras Daniela revisaba su closet. Esto déjalo, esto también y esto directo a la basura, ordenaba la mujer mientras Javier miraba su celular sin levantar la vista.

Cuando Lucía intentó llevarse al menos el juego de vajilla que les había regalado su abuela en la boda, él le arrebató la caja. Nos servirá a nosotros. No seas caña. Bajó por las escaleras. El elevador, para variar, no funcionaba y ellos vivían en el séptimo piso. En cada descanso tenía que parar. Las bolsas pesaban más de lo que imaginaba. Y abajo la esperaba Daniela con el teléfono en la mano. “Vamos, vamos, no te detengas”, la animaba grabando el video.

Javier estaba al lado con los brazos cruzados. Cuando Lucía por fin logró sacar toda la calle y se dio vuelta, ellos ya se besaban en la entrada sin esconderse. La parada del autobús quedaba a dos cuadras. Lucía arrastraba las bolsas, deteniéndose a tomar aire. Los transeútes la miraban con curiosidad, pero nadie ofreció ayuda. En el autobús se sentó al fondo mirando por la ventana. Las lágrimas le corrían solas sin sonido. La cobradora, una mujer mayor con chaleco desteñido, negó con la cabeza con compasión, pero no dijo nada.

El tren suburbano fue peor. El vagón estaba lleno. Era domingo por la tarde y todos regresaban de las quintas. Lucía viajaba de pie en el pasillo, pegada a la pared, mientras sus maletas estorbaban a los que pasaban. “¿Qué haces ocupando todo el lugar con tus porquerías?”, murmuró un hombre con chaqueta sucia al pasar. Quiso disculparse, pero un nudo en la garganta le impidió hablar. Se dio vuelta hacia la ventana y se quedó mirando los paisajes que pasaban sin verlos realmente.

De la estación al pueblo de Valle de Bravo había por lo menos 2,m5. Lucía sabía que algunos taxistas esperaban los trenes, pero le dolía gastar dinero. $100 era todo lo que tenía. Tenía que hacerlos rendir al menos un mes hasta encontrar trabajo, si es que encontraba. Se echó la mochila al hombro, tomó una bolsa en cada mano y empezó a caminar. El camino serpenteaba entre campos cubiertos de maleza. Alguna vez allí hubo granjas. Lucía recordaba vagamente esos campos florecidos y bien cuidados.

Ahora solo quedaban cardos y ortigas. El sol comenzaba a ocultarse, el aire se enfriaba. Lucía caminaba contando los pasos para distraerse del dolor en los hombros y de sus pensamientos. Había conocido a Javier en una fiesta de la empresa constructora donde trabajaba como contadora. Tenía 29 años y empezaba a temer quedarse sola. Sus amigas se casaban, tenían hijos y a ella nada le salía bien. Había tenido relaciones, pero breves, sin futuro. Y entonces apareció Javier, alto, de hombros anchos, voz segura y sonrisa fácil.

Se acercó, la invitó a bailar, le dijo que hacía tiempo quería conocerla, pero no se animaba. A los tr meses le propuso matrimonio. Lucía estaba en las nubes. Por fin tendría una familia, una casa, tal vez hijos. La boda fue sencilla. Javier dijo que era mejor ahorrar para el departamento que gastar en una fiesta. Lucía estuvo de acuerdo. En todo estaba de acuerdo con él. Le parecía tan maduro, tan seguro de la vida. Compraron el departamento medio año después de la boda, un pequeño apartamento en la periferia.

Javier insistió en ponerlo a su nombre, según él, por cuestiones de impuestos y beneficios de ciertos programas. Lucía firmó los papeles sin leer. Confiaba en su esposo. El primer año fue fácil pagar. Ambos trabajaban. Lucía incluso lograba ahorrar un poco. Soñaba con tener un hijo. Pero Javier siempre decía, “Esperemos a terminar con la hipoteca.” Al segundo año empezó a llegar tarde. Primero de vez en cuando, luego cada vez más. Volvía con olor a un perfume barato que Lucía nunca le había comprado.

Empezó a esconder el teléfono, le puso contraseña. Cuando ella preguntaba, él se encogía de hombros. Trabajo, horas extra, ya sabes cómo es en la construcción. Lucía evitaba discutir, cocinaba sus platos favoritos, se arreglaba más. Incluso se compró lencería nueva con sus últimos ahorros. Pero Javier se mostraba cada vez más distante hasta que una noche de jueves, mientras ella lavaba los platos, lo dijo sin rodeos, “Me voy. Estoy harto de vivir contigo. Eres aburrida, quejumbrosa y siempre estás insatisfecha.

Ahora estoy con Daniela. Es joven, divertida. Con ella todo es fácil.” Lucía se quedó con el plato mojado en la mano sin poder creer que era real. “Pero somos marido y mujer”, susurró. Yo te amo. Él frunció el seño. Justo eso, esposa. Un peso muerto. Empaca tus cosas. La próxima semana vienen sus parientes a ayudarnos con la mudanza. La casa de su madre quedaba en las afueras de Valle de Bravo, a una hora de la ciudad. Lucía no iba allí hacía al menos 5 años.

Su madre, Carmen, había dejado de visitar el lugar hacía tiempo. Prefería alquilar una habitación cerca de la clínica donde trabajaba de enfermera. ¿Para qué quiero esa ruina? Decía siempre, puro gasto. Pero cuando Lucía la llamó tres días atrás llorando al teléfono, su madre solo respondió, “Las llaves están con la vecina, Sofía. Quédate ahí hasta que te estabilices. No tengo dinero, ya sabes, nos atrasaron el sueldo, pero te mandaré algo para reparar la casa. No te vayas a morir de frío.

Y colgó. Sin palabras de consuelo, sin un ben hija, lo superaremos juntas. Lucía no se ofendió. Estaba acostumbrada a la frialdad de su madre. Desde niña. Empujó el portón, chirrió con un sonido desagradable al moverse en sus bisagras oxidadas. El terreno estaba cubierto de maleza hasta la cintura. Los manzanos se habían vuelto silvestres. El techo del porche se hundía de un lado, las tablas ennegrecidas por el tiempo. Era una imagen triste, pero a Lucía ya le daba igual.

Lo importante era tener techo. Avanzó unos pasos por el camino cubierto de hierba y se detuvo de golpe. Desde la esquina de la casa salió un hombre con un hacha en la mano. Junto al cobertizo había una pila de leña recién cortada que brillaba bajo el sol. El hombre se volvió al oír el chirrido del portón. Tendría unos 45 años, no más. Rostro curtido, arrugas junto a los ojos grises, canas en las cienes. Vestía simple, jeans gastados, camisa de cuadros con las mangas arremangadas, botas de goma.

Lucía se quedó inmóvil apretando las asas de las bolsas. ¿Quién es usted?, susurró dejando caer las maletas sobre la hierba. El corazón le latía con fuerza. Después de todo lo vivido, tenía cualquier sorpresa. Y si Javier había mandado a alguien o era un ladrón. El hombre dejó el hacha a un lado, se limpió las manos en los jeans y la miró tranquilo, sin curiosidad. Mateo, mi tía Sofía vive en la segunda casa de la esquina. Su mamá no la avisó.

Su voz era grave, serena, sin emociones de más. Lucía negó con la cabeza. Claro que no la había avisado. Su madre rara vez daba explicaciones, solo lo esencial. Estoy arreglando el techo. Llevo tr días. Su mamá me mandó $300 para dejar la casa en condiciones antes de que llegara. Dijo que su hija vendría. Pensé que llegaría mañana. Mi tía me dijo el lunes, pero bueno, ya casi termino. La miró de arriba a abajo, la chaqueta arrugada, los tenis sucios, los ojos hinchados y enrojecidos, el cabello despeinado.

No hizo ninguna pregunta, aunque era evidente que ella venía de un mal momento. ¿Quiere un té? Encendí el calentador. El agua ya está caliente. Lucía quiso negarse, decir que podía sola, que no necesitaba nada, pero las piernas le temblaban de cansancio. Asintió sin poder pronunciar palabra. Él fue hacia el porche. Lucía lo siguió lentamente, arrastrando las bolsas. Por dentro estaba más limpio de lo que esperaba, el piso barrido, las ventanas lavadas, una vieja estufa que aún despedía calor.

Sobre la mesa había una tetera, dos tazas y un frasco con galletas. “Siéntese”, le dijo Mateo señalando la única silla. Lucía se dejó caer sintiendo el cuerpo rendido por el cansancio. Él sirvió el té y empujó la taza hacia ella. “Hay azúcar si quiere.” Ella negó con la cabeza, sujetando la taza con ambas manos. El calor le recorría los dedos, tan agradable que casi vuelve a llorar, pero se contuvo. Ya había llorado bastante por un día. Mateo se sentó en el alfizar con su taza.

Arreglé el techo donde goteaba, limpié la estufa, corté leña. Tiene suficiente para un par de semanas. Revisé el pozo. El agua está bien, la electricidad funciona, el medidor está entero. En la casa principal clavé las ventanas. Ahí no se puede vivir ahora. Hace frío. Aquí en el porche estará más abrigada. Lucía sentía escuchando apenas. La cabeza le quedaba vacía como un desierto quemado por el sol. solo se quedaba sentada bebiendo el té caliente y eso era lo único que tenía sentido en ese momento.

Gracias, alcanzó a decir por fin. De nada, es mi trabajo. Él terminó el té, dejó la taza sobre la mesa. Me faltan un par de horas para acabar el techo del porche. Descanse, haré poco ruido. Y salió sin esperar respuesta. Lucía se quedó sola. Se sentó en el viejo sofá. Los resortes chirriaron, pero a ella no le importaba. Se quitó los tenis, se recostó, abrazó las rodillas y cerró los ojos. Arriba se oían los golpes rítmicos del martillo.

El sonido era tranquilo, monótono, casi hipnótico. Lucía se quedó dormida sin siquiera quitarse la ropa. Despertó de frío. Ya era de noche. La luna entraba por la ventana. La estufa se había apagado y en el porche hacía fresco. Lucía se incorporó frotándose el cuello entumecido. Ya no se escuchaban golpes. Todo estaba en silencio afuera. Se levantó, fue a la puerta y asomó la cabeza. El patio estaba vacío. Mateo se había ido. Sobre la mesa había una nota escrita con letras grandes sobre un trozo de periódico.

Terminé. Si necesita algo, estoy dos casas más allá. Pregunté por Sofía. No apague la estufa por la noche. Agregue leña en unas 3 horas. Dejé comida en la bolsa sobre la mesa. Lucía se acercó. En efecto, dentro de una bolsa de plástico había pan, mantequilla, una lata de carne, algunas manzanas, un paquete de pasta y un frasco de café instantáneo. Comida simple, pero para ella era un tesoro. Se preparó un sándwich y lo comió de pie junto a la ventana, mirando hacia la oscuridad.

Luego encendió de nuevo la estufa, echó más leña y volvió a sentarse en el sofá. Debería desempacar, sacar la ropa, pero no tenía fuerzas. Solo se quedó mirando el fuego, viendo como las llamas lamían los troncos. Los pensamientos giraban sin parar. ¿Qué haría ahora? ¿Dónde buscar trabajo? ¿De qué vivir? $100 no era nada. Tal vez alcanzaran para un par de semanas si se cuidaba. Y después Lucía intentó recordar si tenía algún conocido en el pueblo. Estudió en otro lugar y aquí solo venía de niña.

No conocía a nadie y trabajo poco probable. Valle de Bravo era un pueblo pequeño donde todos se conocían y no confiaban en los forasteros. Sacó el teléfono, miró la pantalla, tres llamadas perdidas de su madre. No quería devolver la llamada. ¿Qué diría? Gracias por la casa por no dejarla en la calle. guardó el teléfono en el bolsillo. Afuera uló una lechusa. Lucía se sobresaltó. Luego sonrió con tristeza. Asustarse por un pájaro. Hasta eso había llegado. Se levantó, fue hacia las maletas y empezó a desempacar.

Colgó la ropa en clavos de la pared, apiló los libros en el alfizar, guardó los documentos en la mochila, abrió el álbum de fotos y lo ojeó. La boda. Ella con vestido blanco, Javier al lado sonriendo a carcajadas. Qué feliz era entonces. Qué ingenua. Lucía cerró el álbum de golpe y lo metió bajo la almohada. No podía mirar más. Se acostó y se cubrió con una vieja manta que había encontrado en el armario. Olía naftalina y polvo, pero era cálida.

No se durmió de inmediato. Escuchaba el crepitar de la leña, el silvido del viento afuera, los ladridos lejanos de un perro. Sonidos extraños. En la ciudad siempre había ruido de autos, voces, música de los vecinos. Aquí había silencio, un silencio que casi zumbaba. Era raro, pero no daba miedo. A la mañana siguiente, Lucía despertó con el sol en la cara. La luz entraba directa por la ventana sin cortinas. Se sentó, se frotó los ojos, le dolía el cuerpo, la espalda, el sofá era duro, los resortes se clavaban, pero había dormido bien por primera vez en muchos días.

se levantó y fue a la ventana. El patio ya no parecía tan abandonado como la noche anterior. Tal vez era por la luz o tal vez porque ya había aceptado que ese sería su hogar temporal, pero hogar al fin. se lavó la cara con agua helada de lavamanos del patio. El agua le cortó la piel, pero la despertó por completo. Se cambió de ropa, se peinó, se miró en el pequeño espejo colgado en la pared, rostro pálido, ojeras, labios resecos, pero estaba de pie.

Todavía aguantaba. Se preparó un café y otro sándwich. Quedaba poca comida. Tenía que ir al pueblo a comprar algo. Contó el dinero. $100. Si gastaba 10 por día, alcanzaba solo para 10 días, muy poco. Tenía que encontrar trabajo. Ya se vistió, cerró la puerta con llave y caminó hacia el centro. Era el mismo camino de ayer, pero sin las maletas era más fácil. Valle de Bravo resultó ser diminuto. Una calle principal, algunos callejones, la iglesia, la escuela, una tiendita, el correo y un bar.

Nada más. Lucía entró al almacén. Adentro olía a pan y a algo agrio. Detrás del mostrador estaba una mujer robusta de unos 60 años con una bata floreada. La miró con abierta curiosidad. “Buenos días”, dijo Lucía. “Buenos días, mija. ¿Eres nueva? No te había visto antes. Soy hija de Carmen. Ahora vivo en su casa, en las afueras.” “Ah, Carmen. Sí, escuché que esperaba a su hija. Vas a quedarte mucho.” Lucía se encogió de hombros. No lo sé todavía.

Entiendo. Bueno, compra lo que necesites. Sin pena. Lucía tomó pan, un poco de embutido barato, un paquete de pasta, una docena de huevos, algunas verduras y una bolsa de leche. En la caja la cuenta fue de $2. Pagó, tomó la bolsa y se dirigía a la puerta cuando la mujer la llamó. Oye, muchacha. Lucía se volvió. ¿Buscas trabajo? Porque te veo la cara y sé que no anda sobrada de dinero. Lucía se quedó inmóvil. ¿Cómo lo sabía?

Se te nota en los ojos, sonrió la mujer. Soy Guadalupe. Esta tienda es mía. Necesito una ayudante dos veces por semana para descargar mercancía y limpiar los estantes. No puedo pagar mucho, $50 por día. Si te interesa, ven mañana a las 8. Lucía asintió sin poder creer su suerte. Acepto. Muchas gracias. De nada. Yo también necesito ayuda. La espalda ya no me da. Lucía salió de la tienda con el corazón liviano. $50 dos veces por semana, 100 a la semana, 400 al mes.

No era mucho, pero era algo. Podría sobrevivir mientras encontraba algo mejor. Iba de regreso cuando escuchó una voz conocida. Llegó bien. Se volvió. Mateo estaba junto a la cerca de su casa con unas tijeras de podar en la mano y un montón de ramas cortadas a su lado. Sí, gracias. Y gracias también por la comida. Él asintió. No hay de qué. ¿Cómo va todo? Ya se acomodó. Conseguí trabajo en la tienda. Voy a ayudar con Guadalupe. Es buena persona, estricta, pero justa.

Si necesita algo más, toque. Vivo aquí cerca. Gracias. Lucía siguió caminando, sintiendo su mirada en la espalda. Se volvió a mitad del camino. Él seguía allí, apoyado en la cerca, mirándola. Le hizo un gesto con la mano y volvió a su trabajo. En casa, Lucía guardó las compras y se preparó unos huevos revueltos. Comió despacio, saboreando cada bocado. Hacía mucho que algo no le sabía tan bien, o tal vez solo tenía hambre. Después lavó los platos y ordenó el porche.

No había mucho por hacer, pero lo hizo con cuidado, sin apuro. Tenía que ir haciendo suyo aquel lugar. Era su casa ahora, aunque fuera por un tiempo. Al atardecer, Lucía se sentó en el porche envuelta en una manta. El sol se escondía detrás del bosque y el cielo se pintaba de rosa y naranja. Hermoso. No recordaba la última vez que se había detenido a mirar un atardecer. En la ciudad siempre había prisa, trabajo, tareas, Javier y sus exigencias.

Lucía sonrió con ironía. Javier, ¿qué estaría haciendo ahora? ¿Celebrando su libertad con Daniela? ¿O ya se habría arrepentido? Lo dudaba. Los hombres como él no se arrepienten, solo siguen adelante buscando a su próxima víctima. Sacó el teléfono y abrió la galería. Quiso borrar todas las fotos con Javier, pero no pudo. Era parte de su vida, aunque fuera una parte dolorosa. Tal vez más adelante, cuando estuviera lista, el teléfono vibró. Un mensaje de su madre. ¿Cómo estás? ¿Ya te acomodaste?

Lucía escribió. Sí, encontré trabajo. Gracias por la casa. La respuesta llegó casi de inmediato. Bien, cuídate y nada más. Sin detalles, sin preguntas. muy típico de Carmen. Lucía guardó el teléfono, le dio tristeza, no por la frialdad de su madre, sino porque ya no tenía a nadie. Javier se fue. Sus amigas seguían en la ciudad. Ni siquiera sabían lo que había pasado. Y no quería contarlo. Le daba vergüenza. ¿Cómo pudo equivocarse tanto? ¿Cómo no vio que él la usaba?

Eh, está ahí. Lucía dio un respingo, se volteó. Mateo estaba en la verja con un balde en la mano. Traje manzanas. El árbol está lleno. No me las voy a comer todas. Llévelas antes de que se echen a perder. Le extendió el balde. Lucía se levantó, se acercó y lo tomó. Gracias. Es muy amable. Nada de eso. Los vecinos deben ayudarse. Aquí no es la ciudad. Aquí las cosas son distintas. Él se quedó un momento, luego asintió y se fue caminando de regreso.

Lucía lo siguió con la mirada, después bajó la vista al balde. Las manzanas eran grandes, rojas, olían a verano. Tomó una y le dio una mordida, jugosa, dulce, con un toque ácido. El sabor de la infancia. Lucía sonrió por primera vez en muchos días. Ya revisé, se puede tomar”, dijo Mateo. Lucía bebió un sorbo. El agua estaba helada, con un leve gusto a hierro, pero realmente limpia. En la ciudad solo bebía agua filtrada del grifo y ahora lo hacía desde un pozo.

“Hay que sacar todos los días, por lo menos 10 baldes,”, explicaba Mateo, “para beber, cocinar, lavarse. Hay un yugo en el cobertizo. Con eso es más fácil. La ducha, dos veces por semana, sábado y miércoles, así se ahorra más. Lucía sentía tratando de memorizarlo. Todo eso le parecía tan lejano de su vida anterior, donde bastaba abrir una llave, pero no tenía opción. Luego Mateo le mostró el huerto. El terreno era grande, unas 2 haáreas y media, y el huerto ocupaba casi la mitad.

Estaba cubierto de maleza, con restos de surcos del año pasado llenos de hierbas. Hay que harar en primavera. Ahora ya es tarde. Estamos en octubre, pero se puede hacer un cantero para ajo. Se siembra en invierno y si consigues bulvos de tulipanes, los plantas también. En primavera florecen. Se ve bonito. Caminaba por el terreno marcando los límites. Papas puede sembrar en primavera, unas 20 hileras. Con eso tienes para todo el año y sobra. Pepinos, tomates, zanahorias, remolacha, repollo, todo crece.

Solo hay que labrar la tierra. Lucía lo escuchaba horrorizada. Nunca en su vida había sembrado nada. De niña, su madre nunca la llevaba al campo. Decía que solo estorbaba. Luego, cuando estudió y trabajó, no había tiempo para eso. Y ahora tendría que sembrar papas ella misma. No sé hacerlo admitió en voz baja. Mateo se encogió de hombros. Aprenderá. No es difícil. En primavera le enseño. Por ahora piense cómo pasar el invierno. Esas palabras sonaron casi siniestras. ¿Cómo sobrevivir el invierno?

Con $100 sin trabajo en una casa abandonada. ¿A qué se dedica usted? Preguntó Mateo, sacando del bolsillo un paquete arrugado de cigarrillos. Contadora, trabajé 12 años en una empresa constructora. Me despidieron. Encendió un cigarrillo entrecerrando los ojos al sol. Contadora, eso está bien. Aquí en Valle de Bravo no hay nada, solo una tiendita y un club medio caído. Pero en San José del Rincón, el pueblo de al lado, tal vez haya algo. Tienen un supermercado, la oficina de correos y la alcaldía.

Siempre buscan gente, pero pagan una miseria. Y medio la hora. $ y medio por hora. Lucía calculó rápido. Comida, transporte, queroseno para la estufa, electricidad. Apenas alcanzaría, pero algo era algo. ¿Cómo se llega hasta allá?, preguntó. El autobús pasa dos veces al día, a las 7 de la mañana y a las 6 de la tarde. Son unos 40 minutos de viaje. O a dedo, si tiene suerte. Terminó el cigarrillo, lo apagó contra la suela de la bota y lo guardó en el bolsillo.

Costumbre de pueblo, no tirar basura. Mañana si quiere la llevo. Tengo que ir a San José del Rincón a entregar unos papeles en la oficina. Le enseño el lugar. Lucía sintió un nudo de gratitud en la garganta. Gracias. Me está ayudando mucho. No sé cómo agradecerle. Él sonrió apenas, mirando a lo lejos. No me agradezca todavía. La vida aquí no es fácil. El invierno es duro, acarrear leña cansa, el huerto es trabajo pesado y nadie tiene dinero.

Tal vez en un mes quiera volver a la ciudad. Lucía negó con la cabeza. No tengo a dónde volver. Esto es todo lo que tengo. Él la miró con atención y en su mirada volvió a aparecer ese entendimiento que ella había visto el día anterior. “Entonces habrá que sobrevivir”, dijo al fin. Luego se volvió hacia Miguel, que estaba junto a la pila de leña. ¿Crees que termines antes de la tarde? Quiero revisar la ducha. La compuerta está floja, hay que arreglarla.

Miguel asintió sin levantar la cabeza. Esa tarde, cuando Mateo y Miguel se fueron y el lugar quedó en silencio, Lucía se sentó en el porche y sacó el teléfono. Revisó si había señal. dos barras internet lento. Entró a las redes sociales. No tenía ganas, pero necesitaba mirar. Javier había subido una foto nueva. Él y Daniela en un café, abrazados, sonriendo a la cámara. El texto decía, “La felicidad existe.” Comentarios. Qué lindos. Felicidades. Eso sí es amor. Lucía siguió bajando.

Otra foto. Daniela en su dormitorio en el que había sido su dormitorio durante 3 años. Acostada en la cama de ellos, con lencería de encaje haciendo puchero, armando el nidito decía el pie de foto. Lucía apagó el teléfono con las manos temblorosas. Le costaba respirar. Se levantó, caminó por el terreno obligándose a inhalar y exhalar, no llorar, no pensar, no volver mentalmente a ese lugar. A la mañana siguiente, Mateo llegó a las 8. Lucía ya estaba despierta.

Se había lavado con agua fría de una palangana. vestía sus únicos jeans limpios y un suéter. Se recogió el cabello en una coleta. No se veía bien, pero al menos ya no como una mujer derrotada. Viajaron en silencio. Mateo no hacía preguntas y Lucía se lo agradeció. Por la ventana pasaban campos, arboledas, granjas abandonadas. Los pueblos parecían medio vacíos, casas con ventanas rotas, cercas torcidas. De algunas chimeneas salía humo. Antes esto estaba lleno de vida”, dijo Mateo señalando un caserío.

Había fábricas, ranchos, una avícola, trabajo para todos, pero llegó la recesión de los 80, la crisis. Los que pudieron se fueron a las ciudades, los demás se quedaron. Ahora solo quedan los viejos y unos pocos jóvenes sin salida. San José del Rincón resultó ser un pueblito de unas 3,000 personas, casas de un piso, un par de edificios antiguos de dos, un centro comunitario torcido con un cartel despintado, pero había algo, un supermercado, una oficina de correos y la alcaldía en un edificio descascarado.

Mateo se detuvo frente a la alcaldía. Vaya a contabilidad. Pregunte por Beatriz. Dígale que va de mi parte. Es la jefa de contaduría, quizá pueda orientarla. La paso a buscar en una hora. Lucía entró al edificio que olía a papeles viejos y humedad. Un pasillo largo, puertas con letreros. Contabilidad estaba al final. Tocó y entró. Detrás del escritorio había una mujer de unos 55 años, rellenita, con lentes colgados en una cadena y un peinado alto de cabello teñido de rojo.

Beatriz levantó la vista de los documentos y observó a Lucía de arriba a abajo. “¿La escucho?” Lucía se presentó. dijo que venía de parte de Mateo, que buscaba trabajo, que era contadora con experiencia. Hablaba atropellada, sintiendo cómo se le encendían las mejillas. Beatriz escuchaba sin interrumpir. Experiencia dónde Lucía contó lo de la empresa constructora, sus tareas. Beatriz asintió. Aquí no hay vacantes. El cupo está lleno, pero puedo recomendarle algo. Vaya al supermercado. Su contadora se fue de licencia por maternidad.

El director es Roberto. Buen tipo, pero tacaño. Paga $ y medio la hora. Trabajo hay de sobra porque ese local abastece tres zonas. $ y medio la hora. Lucía tragó saliva. Gracias. Iré. Beatriz se quitó los lentes, los limpió con un pañuelo. Señorita, ¿de verdad piensa quedarse aquí? La vida no es fácil. La gente joven se va. Solo quedan los mayores y los que no tuvieron suerte. No hay trabajo. Los sueldos dan risa y diversión. Cero. Lucía sostuvo su mirada.

No tengo a dóe ir. Al menos aquí tengo una casa. Beatriz suspiró y asintió. Entiendo. Bueno, entonces ánimo. Vaya al supermercado. Seguro Roberto la contrata. Le urgen empleados. Lucía salió al aire frío de la calle octubre y ya se sentía el invierno. Debería haberse abrigado más. Siguió caminando buscando el supermercado. Estaba a dos cuadras, un edificio de un piso con el letrero abarrotes. Por dentro olía embutido y detergente. Detrás del mostrador una mujer de unos 40 años con cara cansada y gesto agrio.

Lucía preguntó por Roberto. La mujer señaló la parte de atrás. Ahí está gritándole a alguien como siempre. En efecto, desde el fondo se oía una voz masculina, dura, impaciente. Lucía esperó. Pasaron 5 minutos y salió un hombre de unos 50 años, pelo corto, cara roja, la miró frunciendo el ceño. ¿Quién es usted? Lucía se presentó de nuevo. Explicó que buscaba trabajo. Roberto la observó. Se frotó la barbilla. Contadora, eh, ¿qué experiencia tiene? Ella explicó. Él escuchó asintiendo despacio.

250 la hora de 8 a 6 sin descanso. Solo libra los lunes. Informes, facturas, inventarios, trato con proveedores. Sistema viejo de contabilidad. Por si acaso puede con eso. Sistema viejo. Eso significaba programas desactualizados, nada de herramientas modernas. Pero Lucía había trabajado con sistemas antiguos y con peores. Puedo dijo Lucía con firmeza. ¿Cuándo puedes empezar? Mañana mismo. Él sonrió con ironía. Se nota que estás apretada. Bien, empiezas mañana. Los papeles después. Primero un periodo de prueba, tres meses.

Si no das el ancho, te vas sin vueltas. Trae tus documentos mañana. Lucía asintió, sintiendo como una ola de alivio la llenaba por dentro. Trabajo. Tenía trabajo. $2.50 a la hora. Una miseria. Pero dinero al fin. una oportunidad. Salió de la tienda y vio a Mateo apoyado en su camioneta fumando. Se acercó. Me contrataron. Empiezo mañana. Él asintió y apagó el cigarro. Bien hecho. Roberto es un tipo difícil, pero paga puntual. Eso es lo importante. En el camino de regreso, Lucía miraba por la ventana y pensaba que su vida empezaba a recomponerse lento, con dificultad, pero recomponerse al fin.

tenía una casa, tendría trabajo, solo debía resistir. El martes, en su primer día laboral, Lucía despertó sobresaltada. La alarma del teléfono no había sonado. Tal vez la batería se había descargado. Se le olvidó ponerlo a cargar. Salió corriendo. El sol ya estaba alto. No tenía reloj, pero seguro pasaban de las 8. El autobús de las 7 ya se había ido. El siguiente era hasta la tarde. Lucía iba de un lado a otro sin saber qué hacer. Llamar a Roberto, pero ni siquiera tenía su número.

Ir a pie. Eran por lo menos 15 km. Imposible. Las lágrimas se le agolparon en la garganta. Todo perdido el primer día. En ese momento, alguien golpeó la reja. Mateo estaba allí con su camisa de cuadros, las manos en los bolsillos. ¿Qué pasa? Tienes que ir al pueblo. Lucía asintió, incapaz de hablar. Súbete, te llevo. De todos modos, tengo que ir en esa dirección, al bosque, a entregar unos papeles. Agarró su bolso, se peinó como pudo y subió a la camioneta.

Mateo conducía en silencio, sin hacer comentarios sobre su retraso. Al acercarse a San José del Rincón, dijo, “Cómprate un reloj. En el mercado hay baratos de pared y un despertador. Si no, vas a quedarte dormida todos los días. La dejó justo frente al supermercado. Eran las 8:45. Lucía bajó, le murmuró un gracias y corrió adentro. Roberto estaba en el mostrador con la cara roja y gesto de fastidio. “Llegas tarde el primer día. Perdón, el autobús, no calculé bien la hora”, dijo Lucía jadeando.

Él frunció el ceño, pero hizo un gesto con la mano. Bueno, esta vez pasa, pero no habrá segunda. Ven, te enseño donde vas a trabajar. El área de contabilidad era un cuartito minúsculo detrás del almacén, una mesa, una computadora vieja, un estante con carpetas. La ventana daba al patio trasero lleno de cajas vacías y basura. Roberto sacó un montón de facturas del cajón. Todo esto es de la última semana. La contadora anterior se fue de licencia hace un mes.

Yo he estado manejando como puedo, pero no me da el tiempo. Hay que organizar, ingresar los datos, revisar con los proveedores. El programa es viejo, pero sencillo. Anota las contraseñas. ¿Alguna pregunta? Lucía miró las montañas de papeles. Había trabajo para una semana entera como mínimo, pero asintió. Me las arreglaré. La comida es de 12 a una. El café está en el almacén. Te lo haces tú. El pago es el 15. No doy adelantos. Por principio. Iba a salir, pero se volteó.

Y otra cosa, ni se te ocurra robar. Llevo el control al centavo. Si te pesco, no solo te despido, te denuncio. Lucía apretó los puños. Le dolió el tono, pero guardó silencio. No podía arruinarlo. Roberto se fue dando un portazo. Ella se sentó frente al computador. El monitor viejo tardó 5 minutos en encender. El CPU zumbaba como un tractor. El programa era anticuado, con una interfaz torpe, pero Lucía ya había trabajado con peores. Se puso a clasificar facturas.

Para la hora del almuerzo le ardían los ojos y le dolía la espalda, pero había logrado avanzar con la mitad de los documentos. Roberto se asomó, miró la pantalla y asintió con aprobación. Nada mal. A lo mejor si sirves. Anda, ve a comer. Lucía salió y compró un pan y una bolsa de leche en la misma tienda. No quería gastar más. Tenía que estirar el dinero hasta cobrar. Se sentó en una banca frente al local, comiendo despacio y observando a la gente.

Mujeres con bolsas, ancianos charlando, perros callejeros. Un pueblo tranquilo, dormido, donde nada parecía pasar. La jornada terminó a las 6. Lucía salió, se subió la chaqueta. Ya oscurecía y el aire era frío. El autobús a Valle de Bravo salía a las 6:20 desde la parada al otro lado de la calle. Caminó hacia allí y vio la camioneta azul conocida. Mateo estaba recargado fumando. Te llevo. Lucía quiso decir que tomaría el autobús, pero el cansancio era demasiado. Asintió agradecida y se dejó caer en el asiento.

¿Cómo te fue?, preguntó Mateo mientras encendía el motor. Bien, mucho trabajo, pero puedo con eso. Él asintió sin más preguntas. Viajaron en silencio. Ya cerca de Valle de Bravo, Mateo dijo, “Mañana paso por ti temprano y pasado también. hasta que te acostumbres al horario del autobús. Después ya irás sola. Lucía lo miró. ¿Por qué me ayuda tanto si ni me conoce? Él se encogió de hombros con la vista en la carretera. ¿Quién va a ayudar a quién si no es entre nosotros?

Aquí no es la ciudad donde todos son extraños. Aquí se vive distinto. Hoy te ayudo yo, mañana ayudas tú a otro. Así gira la vida. Lucía guardó silencio, pero algo cálido le nació en el pecho. Había olvidado lo que era un gesto sincero, sin interés ni beneficio. Al llegar a casa, la esperaba una sorpresa. En el porche había una caja con verduras, papas, zanahorias, remolachas, repollo y cebollas. Al lado una nota de parte de Sofía. Bienvenida al pueblo.

Lucía llevó la caja adentro y acomodó las verduras en la mesa. Ya tenía que comer, ya podía resistir hasta el pago. Hervió unas papas, doró cebolla con el último aceite que encontró en el armario. Comió sentada a la mesa escuchando el crujir de la leña en la estufa. Después de cenar fue a conocer a Sofía. La casa de la vecina estaba a tres terrenos, firme y bien cuidada, con marcos tallados en las ventanas. Lucía llamó a la puerta.

Salió una mujer de unos 60 años, robusta, con una bata colorida y rostro amable. Ah, tú eres la hija de Carmen. Pasa, pasa. ¿Qué haces allá afuera con este frío? Dentro la casa era cálida y acogedora. Olía a pasteles y a hogar. Sofía hizo que Lucía se sentara, puso té y sacó un frasco de mermelada. Cuéntame cómo va todo. Tu mamá me llamó, me pidió que te echara un ojo. Dijo que su hija está pasando un mal momento, que el marido la dejó.

Bueno, pasa. Mi sobrina también hace dos años igual. Ahora se volvió a casar y es feliz. Lucía escuchaba su charla rápida y cálida, sin preguntas incómodas, pero llena de empatía. Sofía hablaba del pueblo, de los vecinos, de quien vivía donde y que hacía cada uno. Ya quedamos pocos. 30 casas quizá y unas 50 personas, pura gente mayor y pocos jóvenes. Mateo, mi sobrino, vive aquí cerca en la Casa Roja, aunque viene seguido. Es buen hombre, aunque callado.

Su esposa murió, que en paz descanse, y quedó solo, pero ya se acostumbró. Lucía sentía, enterándose poco a poco de que Mateo trabajaba como capataz en el bosque, que tenía su casa, su terreno y que no tenía hijos. Vive solo, hace todo por sí mismo, cocina, lava, arregla. No le tengas pena si necesitas algo. Es un hombre de manos hábiles. Puede reparar techos, hornos, cercas y además no es tacaño. Si ve que hace falta, ayuda sin pensarlo.

Lucía regresó a su casa con un pañuelo lleno de empanadas y un frasco de leche fresca. Come, muchacha, estás flaquísima. No es vida vivir solo a punta de papas. Los días empezaron a pasar uno tras otro. Lucía se levantaba a las 6, se lavaba con agua helada de una palangana, desayunaba a la carrera y esperaba a Mateo. Él llegaba a las 6:45, le hacía un leve gesto y ella subía a la camioneta. Viajaban hasta San José del Rincón.

Trabajaba hasta las 6, a veces más y no alcanzaba a revisar todas las facturas. Roberto resultó ser un jefe meticuloso. Revisaba cada número, cada coma y se enojaba por cualquier error, pero prometía pagar puntual y eso era lo que importaba. Por las noches regresaba en autobús. Mateo no podía recogerla todos los días. Tenía su propio trabajo. El bus avanzaba traqueteando por la carretera destrozada mientras Lucía cabeceaba, apoyada contra la ventana fría. En casa encendía la estufa y cocinaba la cena.

Siempre lo mismo, papas, avena o pasta. No compraba carne, era demasiado cara. Sofía a veces le traía huevos, leche o requesón. Come, no me cuesta nada. Los lunes, su único día libre, Lucía se dedicaba a la casa. Barría, lavaba la ropa a mano en una tina, no tenía lavadora, colgaba todo en el patio para que secara. Intentaba limpiar el terreno, pero solo le alcanzaban las fuerzas para arrancar la maleza del porche. Un lunes, Mateo apareció temprano. Vamos, hay que arreglar el terreno.

Sola, no vas a poder. Trabajaron todo el día. Mateo cortaba la hierba con la guadaña y Lucía juntaba los montones con el rastrillo. Al caer la tarde, el terreno se veía transformado. Se distinguían los senderos, los canteros, unos viejos arbustos de grosellas. Mateo podó los manzanos quitando toda la maleza. En primavera van a florecer, ya verás. Y habrá manzanas ácidas, eso sí, pero sirven para mermelada. Lucía miraba el terreno sin creer que fuera el mismo matorral salvaje que había visto un mes atrás.

Ahora había orden, limpieza. Gracias, dijo secándose el sudor de la frente. Sola no habría podido. Él restó importancia con la mano. Va, no fue nada. En primavera haré los surcos y traeré semillas. Sembramos papas, zanahorias, pepinos. Vas a tener tu propia cosecha. Su propia cosecha. Sonaba tan extraño, tan de campo. Pero Lucía se sorprendió pensando que le gustaba la idea. Por la noche se sentaron en el porche tomándote del termo. El cielo estaba lleno de estrellas, más de las que Lucía había visto en su vida.

En la ciudad el cielo siempre era gris, tapado por la luz de los faroles. Allí, en cambio, se veía la Vía Láctea, las constelaciones y un silencio profundo. “¡Qué bonito”, susurró ella. Mateo asintió mirando hacia arriba. “Sí, por eso vivo aquí. En la ciudad me ahogo, de verdad. Aquí al menos se puede respirar.” Guardaron silencio. Luego Lucía preguntó, “¿Su esposa murió hace mucho?” No respondió enseguida. Terminó el cigarrillo y dijo, “6 años. Le encontraron cáncer cuando ya era tarde.

Sufrió medio año y se fue. Tenía 42. Aún joven. Escupió hacia un costado con la voz más dura. Los doctores decían que se hubiera ido antes, pero ella aguantaba. Decía que tenía trabajo. La casa que no era momento de ir al hospital. Aguantó demasiado. Lucía no supo qué decir. Y sus hijos, ¿cómo lo tomaron? Mi hija se fue a Chicago justo después del funeral. Dijo que no podía quedarse, que todo le recordaba a su madre. El hijo se metió al ejército, aunque podía haber esperado, tampoco aguantó.

Me quedé solo. Sonrió con amargura. Y así vivo. Trabajo, casa, huerto. A veces voy con mi tía, a veces pesco, nada más. Lucía entendió que eran parecidos. Ambos habían quedado solos después de un golpe del destino. Ambos sobrevivían llenando el vacío con trabajo. ¿Y nunca pensó en volver a casarse?, preguntó con cuidado. Mateo negó con la cabeza. No, amé una vez. No se repite y ni falta hace. Ya me acostumbré a estar solo. Es más cómodo así.

Se quedaron callados un rato más hasta que Mateo se levantó y tomó el termo. Bueno, me voy. Mañana madrugo. Tú también descansa. Se fue y Lucía se quedó largo rato sentada en el porche mirando las estrellas y pensando en su vida. Un mes atrás no era nadie, una esposa abandonada echada a la calle con dos bolsas. Ahora tenía casa, trabajo, un pedazo de tierra y alguien que le tendía la mano sin pedir nada a cambio. A mediados de noviembre llegó el frío de verdad.

Lucía se despertaba tiritando, ni la estufa alcanzaba. La casa era vieja y llena de rendijas. Las tapaba con trapos y periódicos, pero el viento igual se colaba. Por las mañanas el agua en la palangana amanecía congelada. Tenía que romper el hielo para lavarse. En el trabajo también hacía frío. Roberto ahorraba en calefacción, los radiadores apenas tibios. Lucía escribía con las manos entumecidas usando guantes sin dedos. Una noche, volviendo del trabajo, no se bajó a tiempo en su parada.

Se había quedado dormida. Despertó cuando el autobús ya había pasado Valle de Bravo. Se bajó en la siguiente, en Santa Cruz, y empezó a caminar de regreso. 4 km. No más, pero en la oscuridad y con el hielo del aire. Caminaba encogida en su chaqueta, maldiciéndose. Pasó un coche, luego otro. Nadie se detuvo. No le sorprendió. Por aquí nadie recogía desconocidos. La tercera camioneta sí se detuvo. La azul conocida. Mateo asomó la cabeza por la ventanilla. ¿Qué haces caminando?

Sube. Lucía subió temblando, los dientes castañando. Gracias. Me pasé de parada. Él encendió la calefacción al máximo. El aire caliente llenó el vehículo, la llevó hasta la casa y la ayudó con la bolsa. Enciende bien la estufa y pega las ventanas para el invierno o te vas a congelar. Compra cinta. Si quieres, mañana te traigo. Lucía asintió sin voz. Entró, encendió el fuego y se sentó frente a la estufa, calentándose las manos. Las lágrimas le corrían solas por las mejillas, no de frío ni de cansancio, sino porque alguien se preocupaba por ella sin pedir nada a cambio.

El 15 de noviembre le pagaron el sueldo. Roberto la llamó a su oficina y puso un sobre el escritorio. $200. Cuéntalos aquí. Lucía los contó. Todo correcto. $200. Sujetó el sobre con fuerza. Sentía el nudo en la garganta. su primer dinero en más de un mes. Ganado honestamente, con esfuerzo. Gracias. Roberto asintió. Trabajas bien. Vas pasando el periodo de prueba, pero no te confíes. Si te equivocas, te descuento. Soy estricto. Lucía salió de la oficina y guardó el sobre en el bolsillo interior del bolso.

Trabajó todo el día con una sonrisa imposible de borrar. Sus compañeras, las vendedoras Rosa y Amparo, se miraban entre sí y reían. La primera paga siempre alegra, luego te acostumbras. Por la noche, ya en casa, Lucía se sentó a la mesa y contó el dinero. $200. Tenía que hacerlos rendir hasta el 15 de diciembre. 100 para comida, $ al día. Alcanzaba 30 para transporte. El bus costaba por trayecto, dos diarios, 60 al mes. Pero por ahora bastaban 30.

A veces Mateo la llevaba. 30 para luz y queroseno por si se cortaba la electricidad. Quedaban 40 para imprevistos. Guardó los billetes en una vieja caja de galletas y la escondió en el cajón del ropero bajo la ropa. Sintió alivio. Lo estaba logrando despacio, con esfuerzo, pero salía adelante. Al día siguiente, sábado, Lucía fue al mercado de San José del Rincón. Compró un reloj de pared con cuco por $, un despertador mecánico por cinco, una cinta adhesiva para sellar las ventanas y velas por si se iba la luz.

En la parte de abarrotes compró granos, pasta, conservas, azúcar y té. Llevaba todo eso en el autobús, feliz por el peso de las bolsas. Significaba que había provisiones. En casa acomodó todo en los estantes, selló las rendijas de las ventanas con cinta. Se sentía un poco más cálido. Colgó el reloj en la pared. Su tc sonaba fuerte, tranquilizador. Dio cuerda al despertador y lo puso para las 6 de la mañana. Por la noche alguien tocó a la puerta.

Mateo estaba en el porche con un paquete grande. Esto es para ti de parte de mi tía y mía. Lucía lo abrió. Era una colcha gruesa y acolchada, casi nueva, que olía a detergente. También un chal de lana, calcetines tejidos y un par de toallas de felpa. Sofía dice que tiene de sobra y que tú lo necesitas más. No lo rechaces, la vas a ofender. Lucía abrazó la colcha contra el pecho, sintiendo un nudo en la garganta.

Gracias. Dígale que le agradezco muchísimo. Mateo asintió a punto de irse, pero Lucía lo detuvo. Espere, pase, voy a prepararte. Él dudó un momento y luego asintió. Está bien, paso un rato. Se sentaron a la mesa tomándote con galletas que Lucía había comprado en el mercado. Mateo hablaba de su trabajo en el bosque, como preparaban la madera para el invierno, como la vendían a otros municipios, como todos sabían que había robos, pero nadie decía nada. Aquí hay corrupción por todos lados, dijo.

Tranquilo, sin rabia ni sorpresa. Los jefes se quedan con lo grande, nosotros con lo que cae. Así funciona el sistema. Pagan una miseria, $400 al mes y hay que vivir de algo, no queda otra que ingeniárselas. Lucía escuchaba asintiendo, entendía. En la empresa constructora era igual. Todos robaban un poco, unos materiales, otros dinero. Ella, como contadora, veía todo, pero callaba. Así eran las reglas del juego. Nunca pensó en irse, preguntó, “¿A la ciudad donde pagan más?” Mateo negó con la cabeza.

Lo pensé, pero ¿a dónde iría? Ya tengo 47. ¿Quién va a contratar a un tipo así? Allá quieren jóvenes baratos. Aquí al menos tengo mi casa, mis cosas, la gente que conozco. Aquí soy alguien. Allá no sería nadie. Lucía entendía ese sentimiento. Ella también había sido nadie en la ciudad, sobre todo después del divorcio. La reemplazaron fácilmente por otra contadora. Aquí, en cambio, alguien la necesitaba. Roberto en el trabajo, Sofía como vecina y Mateo. No sabía si él la necesitaba, pero venía, la ayudaba, conversaba, algo significaba.

¿Y sus hijos? Preguntó sirviéndole más té. Mateo sacó el teléfono y le mostró una foto. Una chica de unos 25 años, bonita, con traje formal y un edificio alto detrás. Mi hija Valentina trabaja en una agencia de publicidad de gerente. Dice que gana bien. Vive con una amiga. Fui a verla una vez a Chicago. No me gustó. Ruido, multitudes, todos corriendo. No se puede respirar. Luego mostró otra foto, un muchacho con uniforme militar, cabeza rapada, rostro serio.

Mi hijo Diego lleva medio año en el ejército. Llama poco, dice que está bien, que no me preocupe. Sale en primavera, dice que luego quiere quedarse en la ciudad, buscar trabajo. Al pueblo no vuelvo ni amarrado, me dijo. ¿Y no volverán? Preguntó Lucía en voz baja. Mateo se encogió de hombros. No, y hacen bien. Aquí los jóvenes no tienen futuro, no hay trabajo, no hay vida, solo quedamos los viejos. Yo mismo les dije, “Váyanse, allá al menos hay algo de esperanza.

” Se quedaron callados afuera el viento silvaba. Las ramas golpeaban las ventanas. Dentro hacía calor, un ambiente acogedor. Lucía se dio cuenta de que se sentía bien, simplemente bien. Por primera vez en muchos meses, sin miedo, sin soledad. Bien. ¿Y tu esposo no llama nunca?, preguntó Mateo mirando su taza. Lucía negó con la cabeza. No, ya no le importo. Tiene otra vida, otra mujer para él soy como si no existiera, como si nunca hubiera estado. Mateo la miró con comprensión.

Duele. Lucía asintió sin ocultarlo mucho. No por su partida, sino por como lo hizo. Me humilló, me echó, se burló como si fuera basura. Mateo guardó silencio. Luego dijo despacio, cuando mi esposa murió, creí que no lo soportaría. Quise irme con ella. De verdad lo pensé, pero entendí que ella no me lo habría perdonado. Siempre decía, “La vida es una sola, hay que vivirla.” Así que viví tras día trabajando, cuidando la casa, ayudando a los hijos y sabes, se vuelve más fácil, no al principio, pero con el tiempo, un año, dos y duele menos, tú también vas a salir adelante.

El tiempo cura. Suena trillado, pero es verdad. Lucía lo miró y le creyó. Le creyó que sobreviviría, que volvería a vivir, que algún día dejaría de doler. A finales de noviembre llegó una carta de su madre, no una llamada, una carta en papel enviada por correo. Lucía se sorprendió. Su madre nunca escribía. La abrió. Dentro había $70 y una nota. Lucía, esto es para arreglar la casa si te falta algo. Trabajo mucho, me enfermo seguido y el dinero no me alcanza, pero te mando lo que puedo.

Cuídate, mamá. Lucía leyó la nota varias veces, seca, sin ternura, pero aún así su madre se acordaba, le mandaba dinero. No se lo esperaba. Su relación siempre había sido distante. Desde que su padre se fue, cuando Lucía tenía 5 años, Carmen trabajaba como enfermera, mantenía la casa, nunca se quejaba, pero tampoco mostraba afecto. “La vida es dura, no hay tiempo para lloriqueos”, solía decir. Lucía creció procurando no ser una carga. Sin pedir nada, se fue a estudiar, luego a trabajar.

Se veían poco. Se hablaban una vez al mes, se felicitaban en fiestas. Eso era todo. Guardó el dinero en su caja metálica. Ahora tenía $130 de reserva. Le daba una sensación de seguridad. Le respondió también con una carta. Mamá, gracias. Tengo trabajo. Me las arreglo. Cuídate. Lucía. Corta, sin palabras de más, como era entre ellas. Diciembre trajo nieve, espesa, blanca, crujiente. Lucía se levantó una mañana y miró por la ventana. Todo era blanco, los montones de nieve llegaban a las rodillas, las calles cubiertas, el autobús segamente no pasaría.

Se abrigó bien y salió a limpiar el camino desde la puerta hasta el porche. En el cobertizo había dos palas, tomó una, trabajó jadeando con la espalda adolorida y las manos heladas. Cuando terminó, miró el terreno, todo cubierto de nieve, solo se veían las puntas de los arbustos. Entonces apareció el viejo pecap de Mateo, abriéndose paso entre los montones. Los autobuses no pasan. Te llevo. Prepárate. Lucía corrió adentro, tomó su bolso y salió. Subió al vehículo sacudiéndose la nieve del abrigo.

Gracias. Pensé que tendría que ir caminando. Mateo sonrió. Con esta nevada no llegarías. ¿Te congelas antes, no? Ahora te llevo yo todos los días mientras dure el invierno. Esos autobuses no son de fiar. Lucía quiso protestar, decir que no podía pedirle tanto tiempo ni gasolina, pero él no la dejó. No discutas, es lo correcto. De todos modos, paso por ahí, te llevo y ya. En el camino a San José del Rincón se toparon con un coche atascado.

Un hombre de 150 intentaba sacar su sedán del montón de nieve sin éxito. Mateo detuvo la camioneta, bajó y ayudó. Lucía también bajó, empujando con fuerza desde atrás. Después de 10 minutos lo lograron. El hombre agradeció y se fue. Así vivimos aquí, dijo Mateo al volver al asiento. Nos ayudamos unos a otros. Si no, nadie sobrevive. Lucía asintió. empezaba a entender esa lógica. En la ciudad todos son extraños, cada quien va a lo suyo. Aquí, en cambio, son comunidad y hay que ayudarse.

Roberto anunció que antes de Año Nuevo habría inventario. Había que contar toda la mercancía, revisar los documentos y cerrar el año. Sería mucho trabajo, pero pagaría las horas extra, $ por hora. ¿Aceptas? Lucía aceptó. El dinero extra venía bien. Durante las siguientes dos semanas trabajó hasta las 9 de la noche contando, verificando, ordenando. Los ojos le ardían, la espalda dolía, pero cumplía con todo. Roberto, aunque era gruñón, era justo. Realmente pagó las horas extra. Mateo la recogía cada noche.

Esperaba en la camioneta leyendo el periódico o escuchando la radio. Cuando ella salía, él abría la puerta sin decir nada y la llevaba a casa. A veces pasaban por donde Sofía, que les mandaba pasteles, leche o un frasco de mermelada. Toma, muchacha, come. Necesitas fuerzas. Antes de Año Nuevo, Lucía recibió un bono, $. Roberto se lo entregó sin palabras, pero ella vio el reconocimiento en su mirada. Trabajas bien, pocos errores. Sigue así. Fue el mejor cumplido que había recibido de él.

El 31 de diciembre, la tienda cerró a las 3. Lucía salió a la calle. Nevaba copiosamente las luces, la música, la gente con bolsas llenas de comida. El aire olía a fiesta. Ella no tendría fiesta. Recibiría el año nuevo sola en una casa fría. con una taza de té y los restos de unas galletas. Pero Mateo la estaba esperando frente a la tienda y no estaba solo. A su lado estaban Sofía, envuelta en un abrigo enorme y un pañuelo en la cabeza, Miguel con una chaqueta de camuflaje y dos mujeres más que Lucía había visto alguna vez en el pueblo.

Prepárate, dijo Mateo. Vamos a mi casa a celebrar el año nuevo. No puedes negarte. Nos ofenderías, añadió Sofía. Lucía se quedó desconcertada. Pero no preparé nada, no compré nada. Sofía agitó la mano. Ay, no digas tonterías, hay de todo. Vamos, que aquí te vas a congelar. La casa de Mateo estaba en Santa Cruz, en el centro del pueblo, grande, sólida, de dos pisos y con una veranda. Por dentro estaba cálida y limpia. Olía a pastel y a carne al horno.

En la mesa había ensaladas, embutidos, platos calientes, pasteles y fruta. Sofía y las vecinas iban y venían por la cocina sirviendo los platillos. Mateo le mostró la casa a Lucía. En el primer piso, la cocina, una sala grande con televisor y el baño. En el segundo, tres dormitorios. Los muebles eran sencillos, pero de buena madera, todo ordenado y cuidado. Se notaba que el dueño mantenía la casa con esmero. “A mi esposa le gustaba el orden”, dijo Mateo mirando una foto en la pared.

Una mujer de unos 40 años de rostro amable y sonriente. Yo sigo igual por costumbre. Recibieron el año nuevo con alegría. Comieron, brindaron. Sofía contaba anécdotas del pueblo. Miguel sonreía con timidez y las vecinas exclamaban con sorpresa ante cada historia. Lucía los observaba y sentía que esa era su nueva familia. No de sangre, pero familia al fin, gente que la aceptó sin preguntar, que la ayudó sin exigir nada a cambio. Cuando el reloj dio las 12, todos chocaron las copas.

Mateo levantó la suya por una nueva vida. Que todo lo malo quede atrás. Lucía bebió sintiendo como una calidez la envolvía por dentro, no por el vino, sino por la certeza de que no estaba sola. Tenía gente y la vida seguía. Durmió en la habitación de huéspedes del segundo piso. Mateo le puso sábanas limpias y una manta gruesa. Duerme tranquila. En la mañana habrá té. Lucía se acostó arropándose hasta el cuello. Afuera hullaba la ventisca. El viento golpeaba los cristales, pero dentro había calor y silencio.

Cerró los ojos y pensó, “Este año todo saldrá bien. Tiene que salir bien.” Enero llegó helado. Las temperaturas bajaban a 25 o 30º bajo cero. Lucía se despertaba en una casa gélida. El agua en la palangana se congelaba por completo. Tenía que encender la estufa antes del amanecer para calentar un poco la habitación. Las manos se le agrietaron por el frío y el agua helada. Se ponía crema barata, pero no servía de mucho. En el trabajo, los radiadores apenas templaban.

Lucía se sentaba con dos suéteres, envuelta en el viejo chal de su madre. Los dedos se le entumecían y teclear era un esfuerzo. Roberto andaba de mal humor discutiendo con los proveedores que retrasaban los pedidos por culpa del mal tiempo. Pero había algo bueno. Cada día Mateo la llevaba por la mañana y la recogía al atardecer. Iban callados escuchando la radio, pero ese silencio era cómodo. Lucía se había acostumbrado a su presencia, a saber que él siempre aparecería, que nunca fallaba.

Era una sensación extraña volver a confiar en alguien después de la traición de Javier. Una tarde de enero, mientras Mateo la llevaba de regreso, la camioneta se apagó en medio del camino. Él bajó, abrió el capó y revisó. Volvió negando con la cabeza. algo del motor, habrá que llevarla al taller. El pueblo está a unos 3 km. Caminemos. Lucía asintió, se abrigó mejor y salió. El aire helado le quemaba la cara. La nieve crujía bajo los pies.

Caminaban rápido para no enfriarse. Mateo iba a su lado, sosteniéndola del brazo cuando el suelo se volvía resbaladizo. “Perdona el contratiempo”, dijo él. La camioneta ya está vieja, se rinde. Debería comprar otra, pero no hay dinero. Lucía negó con la cabeza. ¿Qué dice? Si ya ha hecho demasiado por mí, no sé cómo agradecerle. Él sonrió. Vive bien. Eso es agradecimiento suficiente. Caminaron un rato en silencio. Luego Mateo preguntó, “¿Piensas en él?” “¿En tu marido?” Lucía lo pensó y asintió con honestidad.

A veces, cada vez menos, pero sí me duele que después de tantos años juntos, él tirara todo así como si yo no hubiera existido. Mateo asintió despacio. ¿Sabes? Yo también pienso en mi esposa todos los días, pero ya no duele igual, solo la recuerdo. Lo bueno se queda, lo malo se borra. A ti también te pasará. Con el tiempo solo quedarán los recuerdos sin dolor. Llegaron a la bifurcación donde el camino se dividía, uno hacia Valle de Bravo, otro hacia Santa Cruz.

¿Quieres seguir sola o pasas a tomar un té y calentarte?, preguntó Mateo. Lucía quiso decir que no, pero tenía tanto frío que asintió. Tomaron rumbo a Santa Cruz. En la casa hacía calor. La estufa estaba encendida desde la mañana. Mateo puso agua a hervir, sacó un frasco de mermelada. Lucía se sentó junto al fuego quitándose el gorro y los guantes. Su cabello cayó sobre los hombros. Las mejillas le ardían por el frío. Mateo le sirvió el té y se sentó frente a ella mirándola pensativo.

Dime, ¿no te da miedo vivir sola en ese frío, en una casa vacía? Lucía se encogió de hombros. Sí, da miedo, pero no tengo otra opción. Él guardó silencio un momento y luego dijo, “¿Podrías venirte aquí? Tengo habitaciones de sobra, están vacías. Y la verdad, estar solo en una casa así es triste. Vivirías aparte en tu cuarto, sin que nadie te moleste. Estarías más abrigada y más segura. Lucía se quedó inmóvil mirándolo. No se lo esperaba. Irse a vivir con él.

¿Qué diría la gente? Como si leyera sus pensamientos, Mateo agregó, no vayas a pensar mal, solo como vecinos. A ti te vendría bien y yo estaría más tranquilo. Si te pasa algo, te enfermas, te congelas, nadie se enteraría. Aquí al menos estaría cerca. Lucía guardó silencio pensativa. Por un lado, le parecía extraño irse a vivir con un hombre ajeno. Por otro, él tenía razón. Sentía miedo en las noches, frío, soledad. Allí había calor, una casa sólida y Mateo Mateo se había vuelto casi parte de su familia en estos meses.

Lo pensaré, dijo en voz baja. Gracias por la propuesta. Él asintió sin insistir. No volvieron a tocar el tema, pero una semana después pasó algo que hizo que Lucía tomara una decisión. Se despertó en la noche por un olor raro, humo. Se levantó de un salto. De la estufa salía una densa nube gris. La habitación se llenaba de humo. Tal vez la compuerta se había cerrado sola. Lucía tosía, ahogándose, abrió la ventana. El aire helado entró, pero el humo seguía.

Agarró un balde de agua y lo arrojó dentro de la estufa. Siceo. El vapor se mezcló con el humo. Como pudo, salió afuera, respirando con desesperación el aire frío. Toscía hasta llorar. Cuando el humo se disipó un poco, regresó adentro. Todo olía a quemado, las paredes ennegrecidas, la estufa apagada, encenderla otra vez le daba miedo. Se envolvió con todas las mantas que tenía, se sentó en el sofá y tembló de frío y de susto. Podría haberse asfixiado dormida.

A la mañana siguiente llegó Mateo. La vio pálida, con los ojos rojos. miró las paredes llenas de ollín y entendió todo. Basta, prepara tus cosas, te vas conmigo. Sin discutir, Lucía no protestó. Sabía que ya no podía sola. La casa era vieja, peligrosa, y no sabía cuidarla. Necesitaba ayuda. Empacó sus cosas. No tenía muchas, las mismas dos bolsas con las que había llegado, una caja con comida, algo de vajilla y la ropa de cama. Cargaron todo en la camioneta.

Mateo pasó por casa de Sofía y le explicó. Sofía asintió. Bien hecho, muchacha. Sola en esa casa no aguantas el invierno. En primavera la arreglaremos, pero por ahora vive con Mateo. Es un hombre de fiar. La habitación del segundo piso resultó luminosa, con una gran ventana que daba al jardín. Había una cama, un armario, una mesa y una silla, todo limpio y ordenado. Lucía acomodó sus cosas, colgó la ropa, se sentía rara, agradecida y al mismo tiempo avergonzada.

Mateo volvió a mostrarle la casa. Le enseñó dónde estaba todo, como usar el baño, la lavadora. Lava cuando quieras, el agua no falta. Puedes cocinar tú o como prefieras. No te cobro por el cuarto, pero podemos compartir los gastos de comida y servicios. Lucía asintió. Era justo. Vivir juntos resultó más fácil de lo que pensaba. Mateo salía a trabajar a las 7 y volvía a las 6. Ella se iba a las 8 y regresaba también al caer la tarde.

Se turnaban para cocinar. Un día él, otro ella. Mateo hacía platos simples pero sabrosos. carne con papas, sopas, papas al horno. Lucía preparaba ensaladas, guisos y pasteles con las recetas de Sofía. Por las noches se sentaban en la cocina, tomában, té y conversaban. Lucía contaba del trabajo, como Roberto la regañaba, las chismes de las vendedoras, los clientes que se quejaban por los precios. Mateo hablaba del bosque, de los robos de madera, de los jefes borrachos, de los obreros que sobrevivían con sueldos miserables.

A veces veían televisión, noticias, series, conciertos. A Mateo le gustaban los programas de naturaleza. A Lucía las películas clásicas. Una noche pusieron Casa Blanca. Lucía rompió a llorar al ver el destino de la protagonista. Mateo, sin decir palabra, le pasó un pañuelo, sin comentarios, sin preguntas, solo con comprensión. Los fines de semana, Lucía limpiaba la casa, lavaba la ropa, cocinaba para varios días. Mateo se entretenía en el garaje, reparando la camioneta o cortando leña. A veces trabajaban juntos.

Ella sostenía las tablas, él las clavaba, ella alcanzaba las herramientas, él arreglaba. Les resultaba fácil estar uno con el otro, sin tensión, sin silencios incómodos. En febrero llamó su madre. Era raro. Solía hacerlo una vez cada dos meses. ¿Cómo estás? ¿Sigues viva? Lucía contó brevemente que trabajaba, que ahora vivía en casa de Mateo, que era más seguro así. Su madre guardó silencio. ¿Vives con un hombre? Sí, pero no como piensas. Solo rento una habitación. Su madre resopló.

No te justifiques, ya eres adulta, sabrás lo que haces. Solo cuídate de no tropezar otra vez. Una vez basta. Lucía apretó los dientes. No pienso tropezar con nadie, solo vivo. Sobrevivo. Bueno, pues eso, cuídate. Y colgó. Lucía dejó el teléfono sobre la mesa, sintiendo la misma punzada de siempre. Su madre era así, fría, distante, sin una palabra de apoyo. Como sí. Esa noche Mateo notó su estado de ánimo. ¿Qué pasa? Lucía le contó la conversación. Mateo escuchó en silencio y asintió.

No te lo tomes tan a pecho. Ella tuvo una vida dura. Tal vez nunca aprendió a mostrar cariño. Pasa. Pero soy su hija susurró Lucía. y que no todas las madres saben amar bien. La mía era igual, seria, fría, pero yo sabía que me quería, solo que no sabía demostrarlo. Lucía se quedó pensando, quizá tenía razón. Su madre, si la ayudaba con dinero, le había dejado la casa, la vigilaba a distancia. Tal vez simplemente no sabía decir palabras cálidas.

A finales de febrero ocurrió lo que Lucía más temía. Javier la encontró. llamó una noche. Cuando vio su número en la pantalla, las manos le temblaron. Hola. Hola, Lucía. Soy yo. Su voz sonaba despreocupada, como si se hubieran visto ayer. Silencio. Lucía no sabía que responder. Oye, verás, continuó Javier. Necesito unos papeles. El acta de matrimonio y otros documentos del departamento. No los tendrás tú por casualidad. Lucía apretó el teléfono. Los tengo aquí conmigo. Perfecto. ¿Podrías traerlos?

Los necesito urgente. Estamos arreglando algo con Daniela. La sangre le golpeó las cienes. Arreglando qué? El departamento. Lo estamos poniendo a nombre de ella. Es más fácil así. Entonces los traes. Lucía se quedó muda. Así que el apartamento donde vivió 3 años ahora sería de Daniela. Así sin más. Manda un mensajero. Yo no voy logró decir. Javier soltó una risa ligera. Ay, no te pongas así. Todo terminó bien. Tú allá en tu casita, yo aquí arreglado. Todos contentos.

No vuelvas a llamarme, dijo Lucía y colgó. Se quedó sentada mirando la pared, sintiendo como algo se retorcía dentro de ella. Mateo entró en la cocina, vio su rostro. ¿Qué pasó? Ella le contó todo. Él la escuchó en silencio, el gesto endurecido. Un desgraciado dijo con calma contenida, “No pienses más en él. No vale tus lágrimas. ¿Cómo puede ser tan cruel?” La voz de Lucía temblaba. Estuvimos juntos años y ni siquiera preguntó cómo estoy. Como si fuera basura.

Mateo se sentó a su lado y le tomó la mano por primera vez en todos esos meses. Su palma era cálida, áspera del trabajo. Escúchame, hay gente que no sabe valorar. Les das todo y nunca basta. Se acostumbran a recibir y cuando ya no les sirves, te tiran. No tiene nada que ver contigo. Tiene que ver con él. Tú eres buena. Solo te tocó la persona equivocada. Lucía lo miró. Su rostro serio, maduro, confiable. Y en ese momento entendió que lo quería, no como había querido a Javier, con pasión y ceguera, sino de otra manera, tranquila, profunda, serena.

Lo quería por estar ahí, por no abandonarla, por ayudar sin pedir nada, pero no se atrevió a decirlo. Era demasiado pronto, demasiado arriesgado. Y si él no sentía lo mismo y si perdía al único hombre en quien podía confiar. Marso trajo los primeros signos de primavera. La nieve comenzó a derretirse. El agua goteaba de los techos, corrían arroyos por los caminos. Lucía se sentaba junto a la ventana y observaba el regreso de los pájaros, grajos, estorninos, chillando alegres.

Mateo empezó a prepararse para la temporada del huerto. Encargó semillas, trajo cajas para los brotes, revisó las herramientas. Por las noches dibujaba el plano del terreno, que sembrar, ¿cuántos surcos haría? Tú también tienes que decidir que vas a sembrar en tu terreno, le dijo. Hay que arreglar tu casa, reparar la estufa, revisar el techo. En verano volverás allá. Lucía no sabía. Estaba bien allí en su casa, pero no podía quedarse para siempre. La gente empezaría a hablar si no lo hacía ya.

Y quizás molestaba a Mateo. No lo sé, admitió. ¿Qué cree usted? Él se encogió de hombros. Como quieras, puedes quedarte, no me molestas. Al contrario, se siente más acompañado. La casa no está tan vacía. Lucía lo miró sintiendo el corazón acelerarse. Quiso preguntarle qué quería decir, que se quedara un tiempo o para siempre, pero no se atrevió. A finales de marzo llegó una notificación del juzgado. El divorcio estaba finalizado. El matrimonio disuelto. Lucía sostuvo el papel en las manos y sintió alivio.

No tristeza, no dolor. Alivio todo había terminado. Su vida anterior quedaba atrás. Podía empezar de nuevo. Se lo mostró a Mateo. Él leyó y asintió. Felicidades. Eres libre. Sí, dijo Lucía, libre. Se miraron y algo quedó flotando en el aire, pero ninguno habló. Abril estalló en verde. Lucía no recordaba una primavera tan viva, tan sonora, con olor a agua derretida y a brotes nuevos. En la ciudad, la primavera pasaba desapercibida un día nieve al siguiente barro. Aquí, en cambio, cada día traía un cambio visible.

Primero los copos de nieve se convirtieron en campanillas, luego florecieron los auces y después los manzanos se llenaron de capullos rosados. Mateo pasaba todo su tiempo libre en el huerto. Haró la tierra con el motocultor, trazó los surcos, empezó a sembrar los cultivos tempranos, rábanos, lechuga, eno. Lucía lo ayudaba, llevaba agua, trasplantaba las plántulas que habían cultivado juntos en el Alfizar. El trabajo era pesado, la espalda se entumecía, las manos dolían, pero era un cansancio agradable, lleno de sentido.

Trabajaban la tierra y veían los resultados. “Mira como brota rápido”, decía Mateo, señalando los hilos verdes de los rábanos que asomaban del suelo. “En tres semanas estaremos comiendo.” Lucía lo observaba asombrada. Nunca imaginó que fuera tan emocionante ver crecer rábanos. Ahora salía cada día a revisar si habían germinado más. Un sábado, Mateo dijo, “Vamos a tu terreno. Hay que ver cómo está, si necesita reparaciones. Si piensas volver, hay que prepararlo.” Lucía aceptó, aunque por dentro algo se le encogió.

Volver. No quería. Estaba bien allí con Mateo, pero sabía que no podía quedarse eternamente. Cuando llegaron, la casa se veía gris y triste tras el invierno. Por dentro hacía frío y olía a humedad. La estufa estaba ennegrecida desde aquella noche, las paredes sucias, los vidrios opacos. “Hay que limpiar la estufa”, dijo Mateo revisando el tubo. Se acumuló Ollin, por eso se tapó el tiro. Yo me encargo. También hay que encalar las paredes, lavar las ventanas y reparar el techo en dos partes.

Si trabajamos los fines de semana, en un mes queda lista. Lucía asintió en silencio. Se pusieron manos a la obra. Mateo limpiaba la estufa, Lucía lavaba los vidrios, quitaba el ollín de las paredes. Trabajaban sin hablar, cada uno sumido en sus pensamientos. Al atardecer se sentaron en el porche a descansar. El terreno ya no se veía tan mal. El pasto viejo se había secado. Se marcaban los caminos y los canteros. Los manzanos florecían cubriendo el suelo con pétalos blancos.

“¡Qué bonito tienes aquí”, dijo Mateo mirando el jardín. Buen terreno. Sería un pecado no aprovecharlo. Lucía guardó silencio. Luego preguntó, “¿No le resulta pesado todo esto conmigo?” Él la miró sorprendido. Pesado. Para nada. La verdad me resulta más fácil. Tengo con quien hablar. La casa ya no está tan vacía y cocinar es más alegre cuando hay alguien al lado. Pero yo apenas pago algo solo por la comida y parece que nunca me iré de su casa. Mateo sonrió.

¿Hablas de dinero? No necesito tu dinero. Tengo suficiente. Y la casa que sea nuestra, no solo mía, suena mejor así, ¿no? Lucía lo miró con el corazón encogido. Nuestra casa sonaba tan familiar, tan cálido. Mateo, no entiendo dijo en voz baja. ¿Qué somos? ¿Solo vecinos o algo más? Él guardó silencio un momento mirando a lo lejos. Luego dijo, “No sé cómo llamarlo. No somos amantes, pero tampoco simples vecinos. Me siento bien contigo. En paz. Pensé que después de mi esposa ya no podría estar con nadie, pero contigo vi que sí se puede.

De otra forma, distinta, pero se puede.” Lucía escuchaba conteniendo el aliento. Yo también me siento bien con usted, admitió. Ya no me imagino viviendo sola. Él se volvió hacia ella, la miró con atención. Entonces, no vivas sola. Quédate para siempre si quieres. Para siempre. Mateo se rascó la nuca avergonzado. Era la primera vez que Lucía lo veía así. Sí, como vive la gente juntos compartiendo la casa, las cosas, la vida. No hablo de papeles si no quieres, pero de verdad no como vecinos.

Lucía sintió que todo dentro de ella se revolvía. Era una declaración torpe, sin palabras bonitas, pero sincera. ¿Usted me quiere?, preguntó directamente. Él lo pensó. No sé cómo se llama eso, pero si amar es pensar en alguien, sentir calma cuando estás cerca y desear que esté bien, entonces sí, te amo. No como los jóvenes, con mariposas en el estómago, sino a la manera de antes. Tranquila, segura. Lucía sonrió entre lágrimas. Esa es la verdadera, la que queda cuando las mariposas se van.

Se quedaron de la mano mirando el atardecer. El cielo se teñía de rosa y naranja. Las aves se acomodaban para dormir, gritando alegres. “Entonces, ¿te quedas?”, preguntó Mateo. “Me quedo”, dijo Lucía. Si de verdad me quiere aquí, quiero. Se besaron torpemente, con timidez, como adolescentes. Lucía sintió el calor de sus labios, el aroma de tabaco y colonia masculina. Era correcto, era real. Al día siguiente fueron a ver a Sofía. Había que decirlo oficialmente para que el pueblo supiera que ahora estaban juntos.

Sofía recibió la noticia con alegría. Ay, si ya lo sabía. Ciega no soy. Los veía como se miraban. Por fin, Mateo, ya era hora, otros 10 años más y te ibas a amargar del todo. Sacó la botella de licor casero, pasteles y puso la mesa. Brindaron por la nueva vida. Sofía contó cómo conoció a su esposo. Él vino al pueblo como estudiante en prácticas. Yo trabajaba en la tienda. Se enamoró enseguida y me dijo, “Cásate conmigo. ” Yo pensé, “¿Esta de ciudad para qué quiere a una de campo?

Pero insistió, “Vivimos 40 años juntos, alma con alma, hasta que se fue.” Lucía escuchaba y pensaba, “Así debe ser, 40 años alma con alma, eso es la felicidad.” A finales de abril, Lucía descubrió que estaba embarazada. El retraso ya era de tres semanas. Compró una prueba y la hizo. Dos rayitas. Se sentó en la cama sosteniendo el test, sin saber si reír o llorar. Tenía 33 años y creía que su tiempo había pasado, pero no. Esa noche se lo dijo a Mateo.

Él estaba en la cocina leyendo el periódico. Al oír la noticia se quedó inmóvil, dejó el papel y la miró serio. Seguro, seguro. La prueba lo confirmó. Se levantó, la abrazó fuerte. Estoy feliz, muy feliz. Pensé que no tendría más hijos. Ya soy viejo. Lucía rió entre lágrimas. tiene 47. Eso no es vejez, pero tampoco juventud. Bueno, entonces lo criaremos. Podremos hacerlo. Y pudieron. Lucía siguió trabajando. Roberto gruñó cuando se enteró, pero no la despidió. Trabaja mientras puedas, luego tomas tu licencia.

Buscaré un reemplazo temporal. La barriga crecía despacio. No tuvo casi náuseas. Se sentía bien, con más energía que antes. Mateo la cuidaba, no le dejaba cargar peso, se aseguraba de que comiera bien. Compraba frutas, carne, leche. “El niño necesita buena comida”, decía. Lucía no discutía, comía y ganaba peso. A comienzos del otoño, su vientre era ya evidente. Los jeans viejos no le cerraban. Sofía le llevó ropa y cosas de bebé, mamelucos, camisetitas, mantitas. Son de mis nietos, ya no las usan.

Tómalas, no las voy a tirar. Lucía lavaba esas pequeñas prendas, las tendía al sol, las planchaba y todavía no creía que pronto tendría un hijo. Su hijo. En junio llamó su madre. Lucía le contó la noticia. Estaba embarazada. Vivía con Mateo. Todo iba bien. Su madre guardó silencio largo rato. ¿Pensaste bien? Sí, mamá. No te dejará. No me dejará. La madre suspiró. Bueno, eres adulta, sabes lo que haces, pero si pasa algo, aquí tienes tu casa. Si vienes con el niño, habrá lugar.

Lucía entendió. Era lo máximo que su madre sabía ofrecer. un techo. Para ella eso era una forma de amor. Gracias, mamá, pero estaremos bien. Como quieras, cuídate. En verano trabajaron en el huerto. La cosecha fue abundante. Papas, pepinos, tomates, calabacines. Lucía preparaba conservas, mermeladas, pepinillos. Sofía le enseñaba cómo hacerlo todo. Mateo bajaba los cajones al sótano, ordenándolos con cuidado. Tenemos provisiones de sobra para el invierno. El vientre seguía creciendo. A finales del verano, Lucía caminaba con lentitud, se cansaba rápido.

Mateo no la dejaba ir al huerto. Descansa. Ella se quedaba en la veranda tejiendo botitas, como le enseñó Sofía. pequeñas botitas azules. En la ecografía dijeron que era un niño. Lo llamaremos Sebastián, dijo Mateo. Es un buen nombre. Lucía asintió. Sebastián Sebas, su hijo. A finales de agosto comenzaron los falsos dolores. Lucía se asustó, pero la doctora del hospital la tranquilizó. Es normal, aún falta un mes o poco más. Descanse todo lo que pueda. Y descansaban. Por las noches se sentaban en el porche, bebían té, miraban las estrellas.

Mateo le acariciaba el vientre sintiendo las pataditas del bebé. Va a ser fuerte todo un hombrecito. Una tarde, mientras estaban así, Mateo dijo, “Casémonos antes del parto, que el niño tenga su padre oficial.” Lucía lo miró. De verdad quiere. Quiero, no por el papel, sino porque es lo correcto. Eres mi esposa, no mi conviviente. Ella asintió sonriendo. Entonces, hagámoslo. Se casaron a principios de septiembre en el registro civil del distrito, sin invitados, sin vestido blanco, sin flores.

Solo fueron, firmaron y listo. Lucía llevaba un sencillo vestido azul de embarazo que había comprado para la ocasión. Mateo, un traje que olía a Naftalina. Los testigos fueron Sofía y Miguel, la empleada del registro civil, una mujer rellenita con un peinado alto, preguntó, “¿Van a intercambiar anillos?” Se miraron. No lo habían pensado. “No hace falta”, dijo Mateo. “Podemos hacerlo sin anillos.” Pero esa noche sacó una pequeña cajita del cajón. “Dentro había un anillo de plata sencillo. Era de mi madre”, dijo.

“me lo dejó antes de morir.” Me dijo, “Dáselo a tu esposa cuando la encuentres. Y aquí estoy cumpliendo. Lucía se puso el anillo. Le quedaba un poco grande, pero no importaba. Rodeó el cuello de Mateo con los brazos y lo besó. Gracias. Gracias por todo. El parto comenzó a principios de octubre, temprano por la mañana. Lucía se despertó con un dolor en el vientre. despertó a Mateo. Él saltó de la cama, se vistió rápido, encendió la camioneta y la llevó al hospital del distrito.

Fueron en silencio. Lucía respiraba hondo, como le habían enseñado. El parto fue largo y difícil. 14 horas. Mateo esperaba en el pasillo, fumando, caminando de un lado a otro. Sofía llegó y se sentó junto a él rezando en voz baja. Finalmente la puerta se abrió y salió la enfermera. Felicidades, es un niño. 3,800. Sanito. Mateo entró a la habitación. Lucía estaba pálida, agotada, pero feliz. En sus brazos, un pequeño bulto envuelto en mantas, una carita roja y arrugada, con un poco de cabello oscuro.

Aquí está Sebas. Mateo tomó al bebé con torpeza y cuidado. Lo miró largo rato y Lucía vio que tenía lágrimas en los ojos. No las escondió. “Mi hijo”, dijo con voz ronca. “Mi hijo.” Lucía sonreía y lloraba al mismo tiempo. No podía detenerse. Era feliz, completamente, absolutamente feliz. Tenía un esposo que la amaba. Tenía un hijo. Tenía una casa, tenía vida, una nueva de verdad. La dieron de alta cinco días después. Regresaron a casa donde Sofía ya había preparado todo.

Había lavado, ordenado, cocinado. Descansen, yo me encargo de todo. Dijo Lucía. Descansaba en la habitación con Sebastián. Lo amamantaba, lo mecía, le cantaba. Mateo caminaba de puntillas, temeroso de despertarlos. En las noches se levantaba con ella, calentaba agua, cambiaba pañales. Aprendían juntos a ser padres. Pasó un mes, luego otro. Lucía se acostumbró al nuevo ritmo, alimentar, cambiar, no dormir. Pero no se quejaba. Era su vida la que había elegido, la que se había ganado después de todo lo vivido.

Un día Mateo le dijo, “¿Sabes? Pensé que la vida se había acabado cuando murió mi esposa. Creí que ya solo me quedaba esperar el final.” Y luego apareciste tú. Y me di cuenta de que la vida no se había acabado, solo había vuelto a empezar. Lucía apoyó la cabeza en su hombro. A mí me pasó igual. Pensé que todo se había terminado cuando Javier me echó. Creí que no sobreviviría, pero sobreviví. Y no solo eso, estoy viva, de verdad.

Se quedaron callados, tomados de la mano. Afuera caía la lluvia. El viento movía las ramas de los manzanos. En la habitación brillaba una lámpara cálida. Y desde el cuarto contiguo se oía la respiración suave de Sebastián. Era su casa, su familia, su vida. Pasó un año. Sebastián cumplió un año a comienzos de octubre. Lo celebraron en pequeño. Sofía, Miguel y algunos vecinos. Pusieron una mesa en el patio aprovechando el clima templado. Sebastián tambaleaba entre los adultos con sus piernitas torcidas, tocando todo lo que encontraba y llevándoselo a la boca.

Mateo lo seguía de cerca, listo para levantarlo cada vez que caía. Lucía los miraba y no podía creer que esa fuera su vida. Un año atrás cargaba bolsas pesadas bajo las burlas de Javier y Daniela. Lloraba en una casa helada, convencida de que todo había terminado. Y ahora tenía esposo, hijo, hogar, familia, que rápido cambiaba todo. Después de la fiesta, cuando los invitados se fueron y Sebastián dormía, Lucía y Mateo se sentaron en el porche. La noche de octubre era fresca, pero no fría.

El cielo cubierto de nubes olía a lluvia. ¿Piensas a veces en aquella vida?, preguntó Mateo, mirando la oscuridad. Lucía lo pensó un momento. Ya casi no. A veces recuerdo cómo fue todo, pero sin dolor. Como si fuera la historia de otra persona, como si no me hubiera pasado a mí. Él asintió. A mí me pasa igual con mi esposa. La recuerdo, la quiero en mi memoria, pero ya no duele. El tiempo sí cura. Lucía tomó su mano.

¿Sabes? Le doy gracias al destino por cómo se dio todo. Si Javier no me hubiera echado, nunca habría venido aquí. No te habría conocido. No habría tenido a Sebastián, así que en cierto modo me hizo un favor. Mateo sonrió. un favor raro, pero sí, a veces lo malo termina trayendo lo bueno. En noviembre, Lucía volvió al trabajo. Dejaba a Sebastián con Sofía, que era feliz cuidando a su nieto, como lo llamaba. Los míos están lejos y a este lo tengo cerquita.

Lo voy a criar. Roberto refunfuñaba diciendo que estaba más flaca y distraída, pero hacía bien su trabajo. Le subieron el sueldo a $300. Lucía guardaba el dinero en la alcancía familiar. Ella y Mateo habían decidido ahorrar para comprar una camioneta nueva. La vieja ya no daba más. El invierno pasó rápido. Sebastián crecía, aprendía a hablar, caminaba firme. Su primera palabra fue papá. Mateo brilló de orgullo todo el día. La segunda, mamá. Lucía lloró de emoción. En primavera llegó su madre sin avisar.

Apareció un sábado por la mañana. bajó de un taxi con una maleta pequeña y miró todo con gesto severo. Bueno, enséñame dónde vives. Lucía la guió por la casa. Su madre observaba todo con mirada crítica, pero no decía nada. Luego vio a Sebastián, que jugaba en el suelo con bloques. Se agachó, lo tomó en brazos. Sebastián no se asustó, le tocó las gafas. Se parece a ti, dijo la madre. Tiene tus ojos. Lucía estaba nerviosa. Su madre nunca había sido cariñosa, pero ahora sostenía al nieto con cuidado, incluso sonriendo un poco.

Mateo llegó del trabajo, se conocieron, se dieron la mano y se midieron con la mirada. La madre asintió. Un hombre serio. Eso está bien. Durante la cena contó que se había jubilado y que pensaba quedarse un par de meses si no les molestaba. Lucía miró a Mateo. Él se encogió de hombros. Decide tú. Lucía asintió. Claro, mamá, quédate. La madre se quedó dos meses. Ayudaba con Sebastián, cocinaba, limpiaba, no daba consejos. Pero si Lucía preguntaba, respondía. Poco a poco algo empezó a cambiar entre ellas.

No una cercanía total, pero sí una comprensión. Una noche, mientras Mateo paseaba con Sebastián y ellas estaban solas, su madre dijo, “Fui una mala madre. Lo sé.” Lucía se sorprendió. ¿Por qué dices eso? La madre se encogió de hombros. Fui fría. No te abrazaba, no te acariciaba. Cuando tu padre se fue, me endurecí. Decidí no ser débil, no mostrar sentimientos. Creí que así estaba bien, pero no. Lucía no sabía qué decir. “Pero te quise”, continuó su madre.

solo que no supe demostrarlo. Trabajaba en tres lugares para que estudiaras, para que tuviera Shoppa. Te cuidaba a mi manera, pero Amar no sabía cómo. Lucía se acercó y la abrazó por primera vez en muchos años. Lo sé, mamá, te entiendo. Su madre no se apartó. La abrazó también, torpe, pero fuerte. Cuando se fue a finales de mayo, dejó un sobre con dinero, $00 para la camioneta o lo que necesiten. Lucía quiso negarse, pero ella insistió. Tómalo, tengo mi pensión, me alcanza.

Ustedes lo necesitan más. La acompañaron hasta el autobús. La madre saludó con la mano desde la ventana. Lucía con Sebastián en brazos. Lloraba, no de tristeza. Lloraba porque todo al fin estaba en paz. incluso con su madre. Ese verano ocurrió algo inesperado. Javier apareció en el pueblo. Lucía trabajaba en el huerto cuando oyó el ruido de un auto. Se giró. Un sedán negro se detuvo frente a la cerca. Bajó Javier, más viejo, con sobrepeso y entradas en el cabello.

A su lado, Daniela, ya no la belleza de antes, demacrada con ropa barata. Lucía se quedó inmóvil, la asada en la mano. El corazón le latía con fuerza. Javier se acercó a la reja y la miró con una sonrisa evaluadora. Hola, Lucía, ¿me reconoces? Puedo pasar. Quería ver cómo estás. Escuché que te casaste, que tuviste un hijo. Lucía encontró la voz. ¿A qué viniste? Javier se encogió de hombros. Nada más quería hablar. Ya sabes lo de antes.

Perdón si te hice daño. Me pasé un poco. No debía hacerlo así. Ella lo miraba y no sentía nada. Ni dolor, ni rabia. ni rencor, nada. Aquel hombre le era ajeno, completamente ajeno. Vete, dijo con calma. No necesito tus disculpas. Vive como quieras. Yo ya construí mi vida sin ti. Javier abrió la boca para decir algo, pero en ese momento salió Mateo con Sebastián en brazos. Alto, fuerte, seguro. Miró a Javier con frialdad. ¿Algún problema? Lucía negó con la cabeza.

No, el visitante ya se va. Javier los observó a Mateo, al niño, a Lucía. Entendió que allí no era bienvenido. Se dio la vuelta, subió al auto. Daniela también entró en silencio. Se fueron. Lucía se quedó mirando como el coche desaparecía en el camino. Mateo se acercó y la abrazó con un brazo. ¿Quién era el pasado? Respondió Lucía, que ya no significa nada. Volvieron a la casa. Lucía alimentó a Sebastián, lo acostó y se sentó en la cocina con un vaso de agua.

Le temblaban las manos. No por miedo, sino por la emoción. se había enfrentado a su pasado y entendió que ya no lo necesitaba en absoluto. Esa noche, cuando Sebastián dormía y ellos estaban en la veranda, Lucía le contó todo a Mateo, como Javier la había echado, como se habían burlado ella y Daniela, como arrastró sus maletas llorando y creyendo que su vida había terminado. Mateo escuchó sin interrumpirla con el rostro duro. Un miserable, dijo al final, mejor que se fue.

Si no, yo mismo lo habría echado. Lucía rió. No hace falta. Ahora me da igual. De verdad, de verdad es raro, pero cierto. Lo miraba y pensaba, “¿Cómo pude amarlo alguna vez?” Mateo la abrazó. Porque eras otra joven, ingenua. Ahora creciste. Aprendiste. Aprendí. Asintió Lucía a través del dolor. Pero aprendí. Para el otoño ya habían ahorrado lo suficiente para comprar un auto. Compraron una camioneta usada por $4,000. No era nueva, pero sí resistente. Mateo estaba encantado. Ahora podían salir los tres juntos.

Al pueblo, al mercado, al médico o simplemente a pasear. Sebastián cumplió 2 años. Ya hablaba con frases completas, corría veloz, se metía en todo. Mateo jugaba con él, le enseñaba a sostener el martillo, a plantar papas. “Estamos criando a un hombrecito”, decía con orgullo. Lucía los observaba y pensaba, “Esto es la felicidad. No está en las cosas caras ni en las palabras bonitas, sino en los días sencillos compartidos, en el café de la mañana juntos, en el trabajo del huerto, en ver a su esposo mecer al niño para dormir, en las noches tranquilas donde basta con mirarse para entenderse.

Un día de noviembre, con la primera nevada, Lucía fue a su antiguo terreno. No iba desde la primavera. La casa estaba vacía y fría. Entró, miró alrededor, la estufa arreglada, las paredes encaladas, las ventanas intactas, todo en orden. Podía alquilarla en verano, ganar algo de dinero, pero no quiso. Aquella era la casa donde llegó derrotada, humillada, donde lloró, tembló y tuvo miedo. No quería volver allí, ni siquiera en verano. Cerró la puerta con llave y regresó con Mateo.

esa noche le dijo, “Vendamos el terreno, compremos algo o ahorremos el dinero.” Mateo la miró. “¿Segura que quieres vender?” “Segura.” Él asintió. “Bien, lo venderemos en primavera. Los terrenos se están vendiendo bien. La gente huye de las ciudades. Podremos sacar 10,000, quizás más.” Y así fue. En mayo lo vendieron por 12,000. Los compradores eran una pareja joven de la ciudad. Buscaban un lugar tranquilo para descansar. Lucía firmó los papeles, recibió el dinero y sintió alivio. Todo, la última cuerda con el pasado se había roto.

Con ese dinero ampliaron la casa, construyeron una nueva habitación para Sebastián para que tuviera su propio espacio al crecer. Trabajaron todo el verano y en septiembre la terminaron. Era luminosa con una ventana grande. Mateo hizo un armario empotrado y estantes para juguetes. Lucía pegó papel tapiz con dibujitos de autos y colgó cortinas alegres. Sebastián estaba encantado. Corría por su cuarto gritando, “¡Mí! Mía!”, en otoño llegó una carta de Valentina. La hija de Mateo escribía que se iba a casar y los invitaba a la boda.

Quería presentar a su prometido. Mateo leyó la carta sonriendo. Estaba contento. Si es feliz, está bien. Fueron los tres a Chicago, Mateo, Lucía y Sebastián. Valentina los recibió con afecto, abrazó a su padre y conoció a Lucía. Al principio estaba algo distante, era su madrastra, después de todo. Pero Lucía no se impuso, solo acompañó. Al final de la boda, Valentina se acercó y le preguntó, “¿Mi papá está bien contigo?” Lucía respondió con sinceridad, “Espero que sí.” Regresaron a casa cansados, pero felices.

La vida se acomodaba poco a poco. Pasaron dos años más. Sebastián cumplió cuatro. Mateo tenía 52, Lucía 37. Llevaban una vida tranquila, trabajo, casa, huerto, su hijo. Una noche de otoño, mientras Sebastián dormía y ellos tomábante en la cocina, Mateo dijo, “Hoy pensaba, ¿cuánto llevamos juntos?” “Casi 4 años.” “Casi,” repitió Lucía, “En octubre se cumplen. El tiempo vuela.” “Sí, mucho.” Él tomó su mano. “¿Eres feliz?” Lucía lo miró. Su rostro ya no era joven. Tenía arrugas, canas en las cienes, ojos buenos y cansados.

Su esposo, el padre de su hijo, el hombre que la había salvado cuando estaba en el fondo. “Soy feliz”, dijo simplemente. “Muy feliz.” Él asintió. “Yo también.” Terminaron el té en silencio. Afuera llovía. El viento movía los manzanos. Dentro. La casa estaba cálida y tranquila. Desde la habitación se oía la respiración suave de Sebastián. Esa era su vida, simple, común, sin grandes sucesos, pero real, la que habían construido juntos sobre las ruinas del pasado. Lucía se levantó, fue hacia la ventana, miró la oscuridad tras el cristal y pensó en el camino recorrido.

De la humillación y la desesperanza había llegado a la paz y la felicidad. Del final, al comienzo de una nueva vida. No fue fácil. Hubo lágrimas, dolor y miedo, pero lo logró. Sobrevivió y más que eso se encontró a sí misma. Encontró su familia, su lugar. Mateo se acercó por detrás y la abrazó. Se quedaron de pie junto a la ventana, mirando la noche otoñal. No hacían falta palabras. Todo ya estaba dicho, todo estaba claro. La vida continuaba simple, honesta, verdadera y eso bastaba.