La sala estaba sumida en un silencio profundo, de esos que oprimen el pecho y hacen que respirar parezca una tarea ardua. Todos los asientos estaban ocupados, y todas las miradas estaban fijas en el hombre que era el centro de todo. El sargento Nathan Carter estaba sentado en su silla de ruedas, vestido con su uniforme militar, y las medallas en su pecho brillaban bajo las luces fluorescentes.

Su mano agarraba la correa del perro a su lado, Thor, un pastor alemán de porte tranquilo pero vigilante. Para todos, Thor parecía un perro de servicio militar cualquiera, pero para Nathan era mucho más. Era de la familia.

Nathan apretó la mandíbula cuando el juez se dirigió a él, recordándole que esta podría ser su última oportunidad de hablar. El ejército había decidido que Thor debía ser reasignado, considerado propiedad del gobierno, necesario para otra misión. Tras años de arriesgar sus vidas juntos, la idea de perder a Thor ahora le parecía una cruel traición.

Las manos de Nathan temblaban mientras ajustaba el agarre de la correa; su voz apenas se mantenía firme. «Su señoría», comenzó, con un tono desgarrado por la emoción. «Thor no es solo un recurso militar; me salvó la vida de maneras que nadie aquí podría entender jamás».

En el campo, me rescató del peligro, me protegió de los disparos e incluso me advirtió de las trampas antes de que pudiera verlas. Y cuando regresé a casa, cuando ni siquiera podía mirarme al espejo, Thor estaba allí. Me dio una razón para seguir adelante.

Por favor, no me lo quiten. La sala permaneció en completo silencio, el aire cargado de una compasión tácita. Algunos espectadores se secaron los ojos mientras otros intercambiaban miradas, con expresiones que mezclaban lástima e indignación.

El rostro del juez permaneció neutral, observando a Nathan durante un largo instante antes de inclinarse hacia adelante, preparándose para dictar sentencia. Pero antes de que pudiera decir nada, ocurrió algo inesperado. Thor se levantó bruscamente, arrancándole la correa de las manos temblorosas.

El perro se dirigió hacia el juez, ladrando con fuerza; su voz resonó por toda la sala. La multitud se quedó boquiabierta, y el alguacil se adelantó instintivamente, aunque Thor no mostró señales de agresión. Sus ladridos eran insistentes, decididos, como si intentara comunicar algo urgente.

—Thor —llamó Nathan, con la voz quebrada por el pánico. Pero en el fondo, lo sabía. Había visto ese comportamiento incontables veces en el campo de batalla.

Thor no solo ladraba, sino que alertaba. Los murmullos en la sala se hicieron más fuertes. ¿Qué le pasa al perro?, susurró alguien desde la última fila.

A Nathan se le encogió el pecho al avanzar en su silla de ruedas, con la voz temblorosa. No solo ladra, solo lo hace cuando hay peligro. Intenta advertirnos de algo.

El juez se quedó paralizado, con el mazo olvidado en la mano y la mirada fija en Thor. La sala volvió a quedar en silencio, salvo por los ladridos del perro, que resonaban como un latido. Lo que Thor percibiera, no se trataba solo de Nathan.

El perro sabía algo que nadie más sabía, y por primera vez ese día, Nathan sintió un destello de esperanza. Esto no era solo una despedida. Algo más grande estaba a punto de suceder, y Thor estaba decidido a hacérselo ver a todos.

La sala estaba en silencio, salvo por los incesantes ladridos de Thor. Cada sonido agudo resonaba en la vasta sala, rebotando en las oscuras paredes de madera y cortando la tensión como una cuchilla. Thor permanecía agachado, con el cuerpo tenso, las orejas gachas y la mirada fija en el estrado del juez.

Nathan se aferró con más fuerza a los reposabrazos de su silla de ruedas mientras observaba al perro. No se trataba de un ladrido cualquiera. El lenguaje corporal de Thor era inconfundible.

Había detectado algo. El corazón de Nathan latía con fuerza, una descarga de adrenalina le recordaba momentos en el campo de batalla. Pero esto no era la guerra.

Se suponía que esto era un tribunal, un lugar de orden. Thor, cúrate, gritó Nathan con voz firme pero temblorosa. Thor lo miró brevemente, con una mirada penetrante, como para asegurarle a su entrenador que él tenía el control.

Entonces, sin dudarlo, Thor volvió a concentrarse, caminando con pasos cortos y pausados ​​frente al estrado del juez. Sus ladridos se transformaron en gruñidos profundos y guturales que estremecieron a la sala. El público comenzó a murmurar nervioso; la anterior compasión por Nathan se transformó en una inquietud palpable.

—Señor Carter —dijo el juez con un tono de irritación—. Controle a su perro o tendré que… —Su Señoría —interrumpió Nathan, con la voz más alta y firme, aunque el miedo le oprimía el pecho—. Thor no se está portando mal.

Está entrenado para detectar amenazas, bombas, explosivos, peligro. No actuaría así a menos que sintiera que algo andaba mal. La sala volvió a quedar en silencio al oír las palabras de Nathan.

Su explicación cambió el ambiente, reemplazando el escepticismo por una creciente sensación de temor. Antes de que nadie pudiera responder, Thor dejó de ladrar de repente. El silencio abrupto fue estremecedor, casi ensordecedor.

El cuerpo de Thor se quedó completamente rígido mientras su cabeza se dirigía bruscamente hacia el otro extremo de la sala. Sus orejas se pusieron alerta y un gruñido bajo y amenazador retumbó en su pecho. El cambio fue tan repentino, tan intenso, que incluso el juez se quedó paralizado.

Todas las miradas se dirigieron a las pesadas puertas de madera que conducían a la sala. Una inquietud colectiva se apoderó de la sala, y los murmullos se convirtieron en susurros de pánico. La respiración de Nathan se aceleró mientras seguía la mirada de Thor.

El pulso le retumbaba en los oídos. Había visto ese mismo comportamiento antes, en el campo de batalla, momentos antes de que Thor descubriera un explosivo enterrado o anunciara una emboscada enemiga. Lo que Thor percibiera ahora no era bueno.

Thor —susurró Nathan, con la voz quebrada por la tensión—. ¿Qué ocurre? Pero Thor no se movió. Todo su cuerpo permaneció inmóvil, su gruñido cada vez más grave, vibrando en el aire como una advertencia.

Cualquier peligro que hubiera detectado, ya no era solo una amenaza para Nathan. Era algo que podía poner en peligro a todos en esa sala. El gruñido sordo de Thor resonó por la sala como un trueno lejano, paralizando a todos.

Todas las miradas estaban fijas en el perro, con el cuerpo tenso y la mirada fija en las pesadas puertas de madera al fondo de la sala. Incluso el juez, que momentos antes se había preparado para reprender a Nathan, parecía ahora nervioso. Olvidó su mazo en la mano mientras intercambiaba miradas inquietas con los alguaciles.

El aire se sentía eléctrico, cargado de una energía inexplicable. La respiración de Nathan se aceleró, sus manos aferradas a los reposabrazos de su silla de ruedas como preparándose para una explosión. Ya lo había visto antes, demasiadas veces para contarlas.

En el campo de batalla, los instintos de Thor habían marcado la diferencia entre la vida y la muerte. Su advertencia siempre había significado una cosa: el peligro estaba cerca, muy cerca.

«Tranquilo», murmuró Nathan para sí mismo, pero las palabras le resultaron huecas, incluso a él. Los alguaciles, inseguros de cómo proceder, dudaron junto al estrado del juez. Uno de ellos, un hombre corpulento y de expresión cautelosa, finalmente dio un paso al frente, con la mano apoyada en el arma que llevaba en la cadera.

Es solo un perro, ¿verdad? —murmuró, aunque su voz delataba su propia inquietud, probablemente debido al ruido o a la multitud. Pero incluso mientras hablaba, sus pasos eran cautelosos, sus movimientos pausados. Nathan negó con la cabeza, alzando la voz lo justo para sobresalir del murmullo de la multitud.

No, Thor no reacciona a ruidos ni a gente así. Está entrenado para percibir el peligro, cosas que no podemos ver. Créeme, si gruñe así, hay una razón.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire y, por un instante, nadie se movió. El juez, visiblemente inquieto, finalmente asintió a los alguaciles, indicándoles que investigaran la puerta. El gruñido de Thor se hizo más fuerte a medida que los alguaciles se acercaban a la puerta.

El hombre corpulento extendió la mano vacilante, agarrando la manija metálica. Por un instante, la habitación pareció contener la respiración. El corazón de Nathan latía con fuerza mientras observaba, con cada músculo de su cuerpo tenso por la anticipación.

El cuerpo de Thor permaneció rígido, y sus gruñidos se convirtieron en una serie de ladridos agudos y entrecortados cuando la manija empezó a girar. La puerta se abrió con un crujido, revelando el oscuro pasillo que se extendía más allá. Al principio, parecía vacío, pero los ladridos de Thor se intensificaron, con la mirada fija en algo invisible.

El alguacil, más corpulento, dio un paso hacia el pasillo, con la mano aún en el arma. Miró hacia la sala, pálido, y luego se giró de nuevo. Un segundo después, su voz rompió el silencio.

Hay algo aquí. El pulso de Nathan se aceleró mientras se inclinaba hacia adelante en su silla, con el pecho oprimido por el miedo. Fuera lo que fuese lo que el alguacil había visto, fue suficiente para despertar los instintos de Thor.

Y Nathan sabía mejor que nadie que Thor nunca se equivocaba. El aire en la sala parecía densificarse, como si la propia tensión le quitara el oxígeno. Los ladridos de Thor resonaban con fuerza, y cada sonido reverberaba en las paredes de madera.

Su cuerpo permaneció inmóvil en una postura de alerta absoluta, con los músculos tensos, la cabeza gacha y la mirada fija como un láser en el oscuro pasillo tras la puerta abierta. El alguacil, ahora visiblemente inquieto, dio otro paso vacilante hacia adelante; sus botas repiqueteaban suavemente contra el suelo de baldosas. Su mano flotaba cerca de su arma, con el cuerpo rígido por la cautela, como si esperara que algo saliera disparado de entre las sombras.

¿Qué pasa ahí fuera?, preguntó el juez, con la voz ligeramente quebrada a pesar de su intento de mantener la autoridad. Apretó el mazo con fuerza, con los nudillos pálidos, mientras su mirada se movía nerviosamente entre la puerta y Thor. Los gruñidos del perro se intensificaron, un rugido bajo y amenazante que recorrió la sala y estremeció a todos los presentes.

El alguacil, más corpulento, miró hacia la habitación, con el rostro pálido y tenso por la incertidumbre. «No veo nada», dijo vacilante. Sus palabras eran mesuradas, pero algo no cuadraba.

Su mirada volvió al pasillo, frunciendo el ceño, como si intentara disipar sus dudas. Todo estaba en silencio, demasiado silencioso. Su voz era apenas un susurro, pero resonó por la silenciosa habitación como un disparo.

Nathan se inclinó hacia delante en su silla de ruedas, con el estómago revuelto. Había oído esas palabras antes, demasiado silenciosas, innumerables veces en el campo de batalla, y siempre habían precedido al desastre. Su voz se alzó, abriéndose paso entre los murmullos crecientes de la multitud.

Thor no reacciona ante nada. Si actúa así, hay una razón. Tenemos que evacuar la habitación ya.

Su orden resonó con urgencia, pero los espectadores se quedaron paralizados, paralizados por el miedo y la confusión. El alguacil, más bajo, dio un paso al frente, sacó una linterna de su cinturón y apuntó al pasillo. La brillante luz atravesó las sombras, iluminando el suelo pulido a lo largo.

—No hay nada —murmuró con tono inquieto—. Es solo un pasillo vacío, pero mientras hablaba, su mano temblaba ligeramente, delatando su fachada de calma. Thor, sin embargo, estaba lejos de estar tranquilo.

El gruñido del perro se hizo más fuerte, sus ladridos más frenéticos a medida que su cuerpo se estiraba hacia adelante, casi arrancándole la correa a Nathan. De repente, un agudo ruido metálico resonó por el pasillo, un sonido inconfundible y discordante en el silencio sofocante. El alguacil, más pequeño, se estremeció, la luz de su linterna tembló mientras retrocedía instintivamente.

Thor se abalanzó hacia el sonido, ladrando ferozmente, arañando el suelo con sus garras mientras tiraba de la correa. Se oyeron jadeos en la sala y el pánico se apoderó de la multitud. El alguacil, corpulento, desenfundó su arma instintivamente, con la voz tensa por la alarma.

¿Qué demonios fue eso? El corazón de Nathan latía con fuerza en su pecho mientras alzaba la voz por encima del caos. «¡Recupera a Thor!», gritó, con la voz temblorosa, entre miedo y certeza. «Nunca se equivoca».

Algo se acerca. Pero antes de que nadie pudiera reaccionar, el sonido metálico resonó de nuevo, más fuerte esta vez, como si lo que lo había causado estuviera mucho más cerca. El aire se sentía denso, cargado de una energía invisible que envió una oleada de terror por la habitación.

Fuera lo que fuese lo que Thor había percibido, ya no era cuestión de si, sino de cuándo. El sonido metálico resonó de nuevo, más agudo, más cercano, como una alarma que sonara en lo profundo del pasillo. La tensión en la sala se intensificó, el peso de lo desconocido oprimiendo a todos los presentes.

Thor ladró ferozmente, con el cuerpo tensando la correa como si su pura voluntad pudiera atravesar la puerta y enfrentarse a lo que estuviera ahí fuera. Nathan agarró la correa con fuerza, con los nudillos blancos y el pulso acelerado en los oídos. Ahora él también lo sentía.

Algo andaba mal. Algo se avecinaba. El alguacil, corpulento, entró de lleno en el pasillo, con la pistola desenfundada y la mirada escudriñando el pasillo en penumbra.

Su compañero lo siguió con cautela, con la linterna temblando ligeramente en la mano. El haz de luz atravesó la oscuridad, pero el pasillo parecía vacío, silencioso y quieto. Sin embargo, los ladridos de Thor no flaquearon; sus gruñidos se hicieron más graves e insistentes.

El instinto de Nathan le gritaba que actuara, que gritara pidiendo la evacuación, pero ya veía el miedo paralizando la sala. Nadie se movía. “¿Ves algo?”, gritó el juez, con la voz entrecortada mientras se inclinaba hacia delante en su asiento.

El mazo tembló levemente en su mano y su habitual aire de autoridad dio paso a un inconfundible tono de miedo. El alguacil, más corpulento, miró por encima del hombro, con el rostro pálido y brillante de sudor. Nada todavía, dijo en voz baja pero tensa, como si temiera que hablar demasiado alto provocara lo que pudiera estar acechando.

Pero no se siente bien. Dio otro paso adelante, el peso de sus botas resonando por el pasillo. Los espectadores en la sala susurraban nerviosos, algunos agarrando sus pertenencias, otros avanzando lentamente hacia las salidas.

La energía inquietante en la habitación se extendía como un reguero de pólvora. Nathan se inclinó ligeramente hacia adelante, con la mirada fija en Thor, quien había vuelto a guardar silencio. Las orejas del perro estaban rígidas, su cuerpo inmóvil, con la mirada fija en la puerta abierta.

Thor ha fijado su atención en algo —dijo Nathan con voz temblorosa—. No sé qué es, pero está ahí. Y entonces, justo cuando el alguacil llegó a la mitad del pasillo, una sombra se movió.

Fue breve, apenas perceptible, pero suficiente para que el alguacil más pequeño se tambaleara hacia atrás, con la luz de su linterna oscilando violentamente. Allí, gritó, con la voz llena de pánico. El alguacil más grande se quedó paralizado, levantando su arma de golpe, apuntando a la oscuridad.

Thor estalló en ladridos de nuevo, arremetiendo con tanta fuerza contra su correa que Nathan casi se descontroló. «Atrás», gritó Nathan, y su voz resonó en la sala. «Sal de ahí».

El juez golpeó el mazo, intentando restablecer el orden, pero el sonido fue ahogado por el caos creciente. La gente se levantaba de sus asientos, y los murmullos se convertían en gritos a medida que el pánico se extendía. Y entonces, desde la oscuridad del pasillo, llegó otro sonido: unos pasos pesados ​​y deliberados.

No fue apresurado. No fue apresurado. Fue tranquilo.

Y se acercaba. El ladrido de Thor se convirtió en un gruñido. Mostró los dientes mientras su cuerpo avanzaba con fuerza implacable.

Nathan sintió una opresión en el pecho mientras el miedo lo inundaba. Lo que fuera que estuviera en ese pasillo no tenía prisa. No se escondía.

Venía directo hacia ellos. Y quería ser visto. El fuerte eco de los pasos resonó más fuerte de lo que la sala podía soportar, cortando el creciente caos como una espada.

Los gruñidos de Thor llenaban el aire, su cuerpo tiraba de la correa con tanta fuerza que Nathan tuvo que anclarse en su silla de ruedas para evitar ser arrastrado hacia adelante. La tensión era sofocante. Todas las miradas estaban fijas en el oscuro pasillo, la fuente del sonido que nadie quería afrontar.

¡Que todos mantengan la calma! El juez gritó, golpeando de nuevo el mazo, pero la orden cayó en oídos sordos. La gente se levantaba de sus asientos, agarrando sus bolsos, sus manos, cualquier cosa que encontraran, como si aferrarse a algo los salvara de la amenaza desconocida.

El alguacil más corpulento se quedó paralizado en el pasillo, con el arma en alto y apuntando a la oscuridad. Su compañero permaneció detrás de él, con la linterna recorriendo nerviosamente las paredes, captando cada sombra pero sin revelar nada concreto. La voz de Nathan irrumpió en el creciente ruido.

¡Sal de ahí!, gritó con tono agudo y urgente. Sea lo que sea, no es seguro. Sus palabras cortaron como un cuchillo, pero el alguacil, más corpulento, no se movió.

En cambio, entrecerró los ojos hacia el pasillo en penumbra, con la mandíbula apretada, y entonces la sombra se movió de nuevo. Esta vez fue inconfundible, lenta, deliberada, resuelta. El alguacil, más pequeño, jadeó audiblemente, con la linterna temblando en su mano.

Hay alguien ahí —balbuceó, su voz apenas por encima de un susurro. La luz iluminó algo por una fracción de segundo, una silueta alta e imponente. Desapareció casi tan rápido como había aparecido, retrocediendo hacia la oscuridad, pero fue suficiente para que una oleada de miedo recorriera la habitación.

El alguacil más corpulento apretó el arma con más fuerza, con voz firme pero baja. «Muéstrate», ladró con tono autoritario. «Sal donde pueda verte».

Pero la única respuesta fue el silencio, un silencio denso y opresivo que pareció extenderse una eternidad. Los ladridos de Thor alcanzaron un punto álgido. Mostró los dientes mientras su cuerpo se enroscaba como un resorte, listo para abalanzarse.

Y entonces sucedió. La figura salió a la luz, lenta y tranquilamente, casi de forma inquietante. Era un hombre, con el rostro oculto por una capucha y las manos metidas en los bolsillos de un abrigo grueso.

Sus movimientos eran pausados, su postura extrañamente relajada a pesar del caos que había causado. Se detuvo justo al borde del haz de luz de la linterna, con la cabeza ligeramente ladeada, como si la escena frente a él le divirtiera. El gruñido de Thor se volvió salvaje, sus garras arañando el suelo mientras Nathan se esforzaba por contenerlo.

¿Quién eres?, preguntó el alguacil más corpulento, apuntando con su arma a la figura. El hombre no respondió. En cambio, dio otro paso lento hacia adelante, con un leve atisbo de sonrisa burlona visible bajo la sombra de su capucha.

A Nathan se le cortó la respiración al sentir un pavor abrumador. Algo en aquel hombre le parecía extraño, no solo amenazante, sino profundamente erróneo. El hombre levantó las manos lentamente, y el movimiento hizo que ambos alguaciles se tensaran y apretaran sus armas con más fuerza.

Relájate, dijo el hombre en voz baja, tranquila y con una confianza escalofriante. No estoy aquí para lastimar a nadie. Pero su forma de hablar, la forma en que sus palabras flotaban en el aire, solo hicieron que la habitación se sintiera más fría.

Nathan supo al instante que este hombre mentía, y Thor también. La sala se sumió en un silencio atónito mientras el hombre permanecía de pie al final del pasillo, su figura parcialmente iluminada por el haz inestable de la linterna. Los gruñidos de Thor eran ahora constantes, bajos y guturales, vibrando en la tensa sala.

Los alguaciles empuñaban sus armas con firmeza, con las manos temblorosas a pesar de sus años de entrenamiento. El corazón de Nathan latía con fuerza mientras observaba al desconocido. La postura del hombre era demasiado tranquila, demasiado deliberada, como si se alimentara de la inquietud que creaba.

«Adelante, despacio», ordenó el alguacil, con voz firme y autoritaria, aunque un atisbo de miedo se filtraba en su tono. El hombre ladeó ligeramente la cabeza, con el rostro aún oculto por la capucha, y luego dio un paso más, sus botas repiqueteando suavemente contra el suelo. Se movía con una confianza inquietante, cada movimiento lento y calculado, como si saboreara cada segundo de la atención que ahora se centraba en él.

Thor ladró furioso, abalanzándose contra su correa, arañando el suelo con sus garras. Nathan forcejeó para contenerlo, con las palmas empapadas de sudor al apretarlo con más fuerza. Thor sabe que Nathan murmuró entre dientes, con la voz temblorosa.

Lo presentía, sabía que algo no andaba bien. Sus palabras no fueron lo suficientemente fuertes como para llegar a la multitud, pero el juez lo miró brevemente; su expresión era una mezcla de miedo y confusión. El alguacil, más pequeño, dio un paso al frente, con la linterna en una mano y la otra cerca de su pistolera.

—Señor —dijo con la voz ligeramente quebrada—, identifíquese. El hombre por fin levantó la cabeza; su rostro era parcialmente visible bajo la sombra de la capucha. Su mirada era aguda, fría y penetrante, con una intensidad que le provocó escalofríos en la espalda a Nathan.

No estoy aquí para hacerle daño a nadie, repitió el hombre con voz tranquila pero inquietantemente hueca. Metió la mano en el bolsillo lentamente, lo que hizo que ambos alguaciles se tensaran y alzaran aún más las armas. Se oyeron jadeos en la sala y alguien al fondo susurró: «Tiene algo».

La sala parecía a punto de estallar, la tensión era un hilo frágil que podía romperse en cualquier momento. El instinto de Nathan le gritaba que actuara, pero estaba paralizado, agarrando la correa de Thor como si fuera lo único que lo anclaba al momento. La mano del desconocido emergió de su bolsillo, sosteniendo algo pequeño y metálico.

Los alguaciles gritaron al unísono: «¡Suéltalo!». El hombre se quedó paralizado, con una leve sonrisa burlona en los labios. «Tranquilo», dijo con suavidad, sosteniendo el objeto en alto.

Brillaba en la penumbra, revelando ser una simple llave, pero la inquietud de Nathan solo aumentó. No había alivio en el aire, ninguna sensación de seguridad. Los ladridos de Thor no cesaron, su atención fija en el hombre como si la llave no fuera más que una distracción.

Nathan apretó la correa con más fuerza mientras se susurraba a sí mismo: «No es lo que parece, está ocultando algo, tiene que serlo». La sonrisa del hombre se ensanchó como si pudiera oír los pensamientos de Nathan y el miedo en la habitación se volvió sofocante. La habitación parecía estar a punto de estallar.

Todas las miradas estaban fijas en el hombre que sostenía la llave; su sonrisa burlona contrastaba marcadamente con el pánico que se extendía por la sala. Los ladridos de Thor eran incesantes, sus gruñidos profundos y guturales, como si intentara dar una alarma que nadie pudiera ignorar. Las manos de Nathan temblaban mientras apretaba la correa con más fuerza; su pecho subía y bajaba con el peso de sus instintos, que gritaban más fuerte que el caos que lo rodeaba.

Algo no andaba bien, este hombre no era solo una amenaza, era la punta de lanza de algo mucho más grande, mucho más oscuro. Suelta la llave y retrocede. El alguacil, más corpulento, volvió a ladrar, con el arma aún apuntando al hombre.

El alguacil más pequeño se acercó, con la linterna encendida, pero el rostro pálido de inquietud. El hombre, aparentemente imperturbable ante las armas que lo apuntaban, ladeó ligeramente la cabeza, su mirada se posó en Thor. Ese perro, dijo en voz baja y casi como si hablara, es especial, ¿verdad? Siempre sabe las cosas antes de que sucedan, eso es lo que lo hace tan valioso.

Su tono era tranquilo, pero el peso de sus palabras provocó una oleada de terror en la sala. A Nathan se le encogió el estómago. ¿Cómo sabía este hombre de Thor, de sus habilidades, de sus instintos? A Nathan se le erizaron los pelos de la nuca mientras se obligaba a hablar.

¿Cómo lo sabes? —preguntó con voz aguda y temblorosa a partes iguales. Thor ladró aún más fuerte, abalanzándose contra la correa como si intentara proteger a Nathan de algo que solo él podía ver. La sonrisa del hombre se amplió, y sus ojos brillaron con algo siniestro.

El desconocido levantó lentamente la llave, con movimientos pausados, casi provocativos. «Pronto lo sabrás», dijo, con una voz gélida de certeza. Y entonces, con un chasquido metálico, giró la llave en su mano.

El sonido fue sutil, pero su efecto fue inmediato. Thor estalló en un frenesí, ladrando más fuerte que nunca. Y antes de que nadie pudiera reaccionar, las luces de la sala parpadearon violentamente.

Un instante de oscuridad absoluta invadió la habitación, y en el vacío negro, Nathan oyó jadeos, gritos y el roce de sillas mientras la gente se arremolinaba aterrorizada. Cuando las luces volvieron a encenderse, el desconocido ya no estaba solo. Detrás de él, surgiendo del pasillo como sombras que cobran vida, había dos figuras más.

Sus rostros estaban ocultos, pero sus movimientos eran deliberados, su presencia irradiaba amenaza. Ambos empuñaban armas, afiladas formas metálicas que reflejaban la luz lo justo para aclarar su propósito. El corazón de Nathan se aceleró al mirar a Thor, quien ahora gruñía con tanta ferocidad que sonaba casi primitivo.

Fuera lo que fuese que estaba sucediendo, ya no se trataba solo de un hombre con una llave. Esto era algo mucho más grande, y apenas comenzaba. La sala del tribunal se sumió en el caos absoluto.

Los espectadores se abalanzaban hacia las salidas, con las voces alzadas por la confusión y el miedo, mientras las sillas raspaban ruidosamente contra el suelo. Las dos figuras detrás del desconocido se adentraron más en la sala; su sola presencia fue suficiente para provocar una oleada de terror en todos. Thor ladraba sin cesar, con el cuerpo agachado, con todos los músculos listos para saltar hacia adelante.

Nathan apretó la correa con más fuerza mientras la adrenalina lo inundaba. Sabía, sin lugar a dudas, que el desconocido no fanfarroneaba. Thor era la razón por la que estaban allí.

«¡Todos tranquilos!», gritó el juez, golpeando de nuevo el mazo, aunque su voz quedó ahogada por el pánico que invadía la sala. El alguacil, más corpulento, dio un paso al frente, manteniéndose firme. Su linterna enfocó al desconocido.

—Quédate donde estás —ordenó. Pero el desconocido no se detuvo. En cambio, dio otro paso lento hacia adelante, con movimientos pausados ​​y una expresión extrañamente tranquila.

Las figuras detrás de él imitaban su ritmo, aumentando la tensión sofocante. El desconocido finalmente habló, con una voz suave y mesurada, que interrumpía el ruido. «Nadie tiene por qué salir lastimado, solo quiero al perro».

Sus palabras eran tranquilas, pero el matiz de autoridad en su voz le provocó escalofríos en la espalda. Thor gruñó en voz baja, con la mirada fija en el desconocido, implacable en su postura. El corazón de Nathan latía con fuerza en su pecho.

—No te lo llevarás —dijo con voz fuerte, pero con un deje de emoción. Se acercó un poco a Thor, sujetando la correa con firmeza—. No es solo un perro, es mi compañero, mi familia.

No me importa quién seas ni a qué creas tener derecho, no te lo llevarás. Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, y por un instante, toda la sala pareció contener la respiración. La sonrisa del desconocido se desvaneció y entrecerró los ojos mientras observaba a Nathan.

—Estás complicando esto más de lo necesario —dijo con frialdad. Volvió a mirar a Thor, con un leve atisbo de frustración en el rostro—. Es especial, lo sabes, pero conservarlo solo te complicará las cosas.

Nathan apretó la mandíbula, agarrando con firmeza la correa de Thor. «Thor se queda conmigo», dijo con firmeza y voz firme. A su alrededor, los murmullos de la multitud volvieron a crecer; algunas voces pedían calma, mientras que otras susurraban temerosas de lo que sucedería a continuación.

La tensión en la habitación era insoportable; cada instante se prolongaba hasta la eternidad. Thor volvió a ladrar con fuerza, devolviendo la habitación al presente. Su concentración en el desconocido era absoluta, como si supiera exactamente lo que estaba en juego.

A Nathan se le encogió el pecho al inclinarse hacia adelante en su silla, dispuesto a hacer lo que fuera necesario para proteger al único ser que nunca lo había defraudado. Fueran cuales fueran las intenciones del desconocido, Nathan estaba seguro de una cosa: Thor no se iría a ninguna parte, y este impasse estaba lejos de terminar. La sala estaba llena de tensión, todos los presentes estaban paralizados por la inquietud mientras el desconocido permanecía inmóvil, con la mirada fija en Thor.

Los gruñidos bajos del perro retumbaban como un trueno lejano, con el cuerpo aún enroscado y listo para defenderse. Nathan, sujetando la correa con ambas manos, miró fijamente al desconocido; su determinación reflejaba la lealtad inquebrantable de su compañero a su lado. Las dos figuras detrás del desconocido permanecieron inmóviles; su presencia se cernía sobre él, pero ya no avanzaba.

Fue un impasse que pareció interminable. El juez, rompiendo el pesado silencio, se aclaró la garganta y habló con toda la autoridad que pudo reunir. «Han perturbado un tribunal de justicia, esto se acaba ahora».

Alguaciles, saquen a estos hombres de aquí. Su voz temblaba ligeramente, pero fue suficiente para reavivar la tensión. Los alguaciles, recobrando la compostura, avanzaron con cautela.

Thor soltó otro ladrido agudo, mostrando los dientes mientras seguía con la mirada cada movimiento de los desconocidos. El desconocido levantó una mano lentamente, indicando a sus compañeros que se detuvieran. Su expresión cambió; no era de ira, sino de resignación.

Esto no ha terminado, dijo con calma, con una voz ominosa. Crees que solo se trata del perro, pero es mucho más grande. Ya lo verás.

Retrocedió un paso, recuperando su sonrisa, pero no había calidez en ella, solo una confianza fría y calculadora. Por ahora, me iré, pero él nos pertenece, Nathan, y volveremos. El pecho de Nathan se encogió, su agarre en la correa de Thor no se aflojó en ningún momento.

—No me pertenece a nadie más que a mí —dijo con firmeza, con voz firme y clara—, y sea lo que sea que busques, tendrás que pasar por los dos. Sus palabras fueron como el acero, y por primera vez, el desconocido vaciló, entrecerrando los ojos como si evaluara a Nathan por última vez. Entonces, sin decir nada más, se giró, indicando a sus compañeros que lo siguieran.

La tensión en la sala no disminuyó hasta que desaparecieron por las mismas puertas por las que habían entrado. El silencio que siguió fue ensordecedor. Los espectadores regresaron lentamente a sus asientos, mientras los susurros se extendían entre la multitud mientras intentaban comprender lo que acababa de suceder.

El juez respiró hondo y dejó el mazo con mano temblorosa. «Se levanta la sesión», dijo con cansancio, su voz apenas audible entre los murmullos. Pero Nathan permaneció donde estaba, con la mirada fija en la puerta.

Thor finalmente se sentó; sus gruñidos se apagaron, aunque su cuerpo permaneció alerta. Nathan se agachó y rozó suavemente la cabeza del perro. «Lo hiciste bien, amigo», susurró, con la voz cargada de gratitud y cansancio.

Mientras la sala se vaciaba lentamente, Nathan se quedó atrás, con la mente a mil por hora. No sabía quién era ese hombre ni por qué querían a Thor, pero una cosa estaba clara: esto no había terminado. Pero por ahora, mientras Thor se apoyaba en su pierna, Nathan se permitió sentir el silencioso alivio del momento.

Pase lo que pase, lo afrontarían juntos. Porque, pasara lo que pasara, su vínculo era inquebrantable. Y eso era algo que nadie podía arrebatárselo.