Ella patrullaba la frontera y desapareció en 1997 — 12 años después, encontraron su camioneta en…

Ella salió sola con la camioneta de la patrulla en una mañana de abril de 1997. La última comunicación registrada fue a la 07:18. Después de eso, todo el desierto quedó en silencio por 12 años. Su nombre era Leticia Armendaris Garza, hija única de una costurera de Ciudad Obregón. A los 29 años, Leticia era una de las pocas mujeres asignadas a la policía fronteriza de México en aquel tramo remoto entre Sonora y Arizona, donde el calor parece gritar por encima de las piedras y el viento levanta secretos en la arena.

Era un martes común. Leticia había salido del puesto de vigilancia en el Naranjo de Aguilar, una comunidad minúscula con menos de 300 habitantes, conocida por ser ruta de paso de caminantes ilegales, coyotes y, según algunos informes, también de grupos armados que cruzaban del norte al sur. Ella iba en una Chevrolet Silverado verde olivo con placa oficial BCE882Z, adaptada con radio y luces de patrulla. Su misión esa mañana era realizar un reconocimiento de rutina por una franja de 17 km entre dos antiguos puestos abandonados: el puesto Coyote Seco y el paso Roca Blanca.

Leticia conocía bien ese tramo; lo había recorrido al menos 30 veces en dos años. Pero ese martes no respondió más por el radio. A las 08:41 un operador de la central intentó contactarla, sin respuesta. A las 09:15 lo intentaron de nuevo. A las 10:00 de Cruer activaron un protocolo de localización estándar en casos de falla de comunicación en áreas de riesgo. Una patrulla terrestre y un helicóptero de la fuerza estatal sobrevolaron la ruta estimada de Leticia. No había nada: ni rastro, ni señal de colisión, ataque o volcadura.

Solo desierto y silencio. Al principio pensaron en una falla mecánica. Después, en un accidente. Pero lo que dejó a todos desconcertados fue la ausencia total de pistas: ni marcas de llantas fuera del camino, ni pedazos de tela, ni vestigios de excavación o intento de fuga. A las 14:40 de ese mismo día, Leticia fue oficialmente considerada desaparecida en misión. Durante tres semanas realizaron búsquedas extensas con drones, caballería, helicópteros y soldados, pero el desierto no entregó nada. La madre de Leticia, Clara Garza, fue llevada al puesto del Naranjo cuatro veces.

Cada vez que regresaba, salía más abatida. En la última visita, sosteniendo la gorra de su hija, le dijo a un sargento: “Yo la crié con fuerza, pero no para esto. Lety nunca se habría ido sin despedirse”. El caso, a lo largo de los años, se fue convirtiendo en una especie de leyenda silenciosa entre los oficiales de la frontera. Muchos novatos escuchaban la historia de Leticia como advertencia: el desierto puede borrar una vida sin dejar sombra. Otros, los más veteranos, evitaban hablar de resultado.

Hablar sobre ello había quienes decían que ella había huido, otros que fue secuestrada por un grupo armado y llevada al norte. Ninguna hipótesis encontraba pruebas. En 2003, el gobierno mexicano archivó el caso por falta de evidencia. Leticia fue declarada ausente definitiva. Su nombre permaneció grabado en una pequeña placa de bronce en la base policial de El Naranjo, junto a otros tres desaparecidos de la década de los 90. Pero, a diferencia de los demás, ella era la única mujer, la única cuya camioneta oficial también nunca fue encontrada.

Hasta 2009. En la mañana del 17 de septiembre de 2009, un grupo de geólogos de la Universidad de Sonora sobrevolaba una zona remota del desierto de Altar, cerca del límite con Baja California, cuando identificaron una silueta inusual entre las dunas. Al principio pensaron que era el resto de un accidente aéreo antiguo o equipo militar abandonado. Solicitaron apoyo de la Guardia Nacional. Tres días después, un helicóptero aterrizó en el punto exacto. Allí, parcialmente enterrada y con la carrocería cubierta de arena y óxido, estaba una camioneta verde olivo.

En el cofre, aún legible bajo el sol, la pintura blanca decía: “Patrulla fronteriza”. Era la misma Silverado en la que Leticia fue vista por última vez 12 años antes. El hallazgo de la camioneta de la patrulla fronteriza reabrió heridas que para muchos nunca habían sanado. El vehículo fue encontrado a 193 km en línea recta de donde Leticia había desaparecido y, más impactante, estaba ubicado en una franja de desierto que según los registros oficiales no formaba parte de la ruta operacional de ningún agente de la policía fronteriza.

La primera constatación del equipo forense fue que el vehículo no presentaba señales de violencia externa: ningún impacto visible, ninguna marca de bala. Las puertas estaban abiertas, el radio dañado y el asiento del conductor intacto. Dentro de la camioneta aún estaba el chaleco de patrulla, un par de lentes oscuros con el nombre L. Armendaris grabado en la patilla, una pluma azul con logotipo gubernamental y una libreta de notas. En la contraportada de la libreta había una única frase escrita a mano, ya desvaída por el tiempo: “No sigas esta ruta”.

El análisis caligráfico no fue concluyente: no había suficientes muestras de la letra de Leticia para comparar. Pero eso bastó para sembrar la duda. ¿Por qué estaba la camioneta en ese punto aislado, sin ningún signo de lucha o falla mecánica? ¿Cómo había llegado tan lejos sin comunicación? El teniente Esteban Gutiérrez, quien participó en la nueva investigación, afirmó en una rueda de prensa que el lugar era prácticamente inaccesible por vías comunes: “No hay camino alguno ni huellas. Ese vehículo no debería haber llegado ahí, y sin embargo llegó”.

Leticia no conocía esa zona. Ninguno de sus mapas mostraba rutas que pasaran por ahí. Y, para completar el misterio, el sistema de rastreo por radio —muy rudimentario en la época— nunca detectó una señal en esa dirección. En los meses siguientes al hallazgo se realizaron cuatro expediciones terrestres en los alrededores. Buscaban restos mortales, objetos personales, rastros de campamento. No se encontró nada. Sin embargo, un detalle llamó la atención: la vegetación cercana a la camioneta mostraba marcas de pisoteo humano reciente, es decir, alguien había estado allí no más de tres semanas antes de la llegada de los geólogos.

La noticia llegó rápidamente a los medios locales. Durante algunos días, los periódicos de Hermosillo, Nogales y Mexicali publicaron titulares con el rostro de Leticia y el título: “12 años después, la patrullera aparece… pero sin ella”. Clara Garza, ahora con el rostro profundamente marcado por la edad, apareció frente a las cámaras con la misma fuerza contenida de 12 años antes. Dijo únicamente: “Mi hija no se desvaneció. Alguien la quiso borrar. Pero el desierto nunca olvida”. El caso fue reabierto en carácter extraordinario.

El nuevo encargado de la investigación fue el comandante Adrián Becerril, un exagente de inteligencia que había trabajado con desapariciones de migrantes. Fue él quien decidió revisar las cintas de radio de la mañana de la desaparición. La mayoría ya habían sido grabadas encima o estaban corruptas, pero una grabación de la central de radio, hecha por un operador particular como respaldo, reveló un detalle inquietante: A las 07:22, cuatro minutos después de la última transmisión oficial de Leticia, una voz femenina fue registrada en un canal adyacente, susurrando algo ininteligible.

La voz nunca había sido analizada con atención y, cuando lo hicieron, notaron que la frecuencia usada no estaba autorizada para esa unidad. Era como si Leticia —o alguien muy cercano a ella— hubiera intentado transmitir algo en una frecuencia clandestina, fuera del protocolo. Adrián Becerril solicitó ayuda de la inteligencia estadounidense para analizar la voz. Un software de reconocimiento concluyó, con un 67% de probabilidad, que la voz era de Leticia. Pero el margen de error aún era demasiado alto para usarlo como prueba concluyente.

Mientras tanto, la camioneta fue llevada a Hermosillo, donde quedó guardada en un almacén aislado de la Procuraduría General. Fue allí, en un examen detallado de su parte inferior, que descubrieron un segundo detalle ignorado por los equipos anteriores: un fragmento de tela cosido bajo el piso trasero, atrapado entre el tanque y la estructura de hierro. Era un pedazo de tela con hilos de sangre seca. El ADN fue analizado en silencio y, tras dos semanas de pruebas, llegó la confirmación: pertenecía a Leticia Armendaris.

La confirmación del ADN eliminó la última duda que aún rondaba sobre el caso: Leticia había, de hecho, llegado a ese punto en el desierto. Y, más importante, estaba herida. La presencia de sangre en la tela, escondida bajo el piso, indicaba dos cosas: Primero, que ella aún estaba viva cuando la camioneta se detuvo. Segundo, que intentó ocultar alguna evidencia. La tela analizada parecía ser parte de un uniforme, posiblemente el suyo propio. Pero, ¿por qué esconderlo? ¿Y por qué coser el fragmento en un lugar tan difícil de alcanzar?

El comandante Adrián Becerril comenzó a considerar una nueva hipótesis: Leticia podría haber sido mantenida como rehén dentro de su propia camioneta o forzada a conducir hasta ese punto remoto. La ausencia de señales de violencia externa no descartaba un secuestro planeado; por el contrario, reforzaba la idea de que fue llevada con vida, bajo control. Adrián revisó antiguos registros de la base de El Naranjo. Entre los documentos olvidados encontró una hoja de ronda firmada por Leticia dos días antes de desaparecer.

En la hoja, una anotación en letra pequeña, casi ilegible: “Detecté movimiento irregular entre Coyote Seco y Cerro San Juan. No eran migrantes”. Nadie había notado esa frase antes. El tramo entre Coyote Seco y el Cerro San Juan correspondía exactamente al punto donde Leticia haría su ronda en la mañana en que desapareció. Esto cambió el rumbo de la investigación. En lugar de concentrar las búsquedas alrededor de la camioneta, Adrián decidió investigar qué podría haber pasado 12 años antes en esa zona entre los dos puestos.

Buscó información con antiguos habitantes de la región, dueños de tierras, guías locales e incluso coyotes retirados. Una versión comenzó a formarse, fragmentada pero insistente: En la segunda mitad de los años 90, un grupo paramilitar no oficial había comenzado a operar al norte de Sonora. Sin nombre, sin bandera, sin registro. Actuaban como intermediarios entre traficantes, exmilitares expulsados y desertores de facciones del norte. No buscaban notoriedad; operaban en el silencio y la neutralidad violenta. Leticia pudo haber cruzado con ellos y tal vez vio algo que no debía ver.

Fue en ese momento que el nombre de un hombre volvió a la superficie: Julián Varela Elisondo, expolicía estatal expulsado de la corporación en 1994 por involucramiento con transporte clandestino de armas. Varela había sido visto varias veces, en esa época, entre Agua Prieta y Caborca, justamente en las rutas que Leticia patrullaba. Pero, ¿por qué importaba su nombre? Porque, según informes de inteligencia de la época, Varela era sospechoso de liderar una célula violenta especializada en “limpiar” rutas para grupos de poder, tanto en el tráfico humano como de armamento.

Y un antiguo informante de la época, ahora bajo identidad protegida, afirmó que una patrullera desaparecida en 1997 había sido mencionada en una conversación entre miembros del grupo. La pista reavivó la investigación con fuerza. Adrián Becerril localizó a uno de los nombres asociados con Varela: Reinaldo “El Güero” Chapa, un ejecutor del grupo arrestado en 2004 por posesión ilegal de armas, pero liberado por falta de pruebas, ahora viviendo en un pueblo en el interior de Durango, aceptó hablar con una condición: sin registro oficial.

Durante la conversación, Reinaldo no mencionó a Leticia directamente, pero dijo algo que quedó grabado en la memoria del comandante: “Hubo una mujer que no supo que ya la habían marcado. Cruzó el punto equivocado. La hicieron manejar hasta que ya no hubo más camino”. Fue la primera vez que alguien de dentro dio a entender que Leticia no se perdió: fue conducida. Y que ese destino remoto donde la camioneta fue encontrada no era casualidad: era el fin de una ruta delimitada.

Con este nuevo hilo, Adrián solicitó los archivos de inteligencia del lado estadounidense. Tras un mes de espera, recibió un expediente confidencial. En él, imágenes satelitales de la región tomadas entre abril y mayo de 1997. La resolución era baja, pero en una de las imágenes, fechada 11 días después de la desaparición, se podía ver algo que parecía una camioneta parada en el mismo punto exacto donde fue encontrada en 2009. Lo más perturbador: en la sombra proyectada al lado del vehículo había dos figuras humanas.

La imagen satelital, con dos figuras junto a la camioneta, fechada en 1997, fue la pieza que faltaba para convertir la investigación en un caso federal. Por primera vez había evidencia concreta de que Leticia no estaba sola en el desierto, y que alguien la mantuvo allí al menos por más de una semana tras su desaparición oficial. Adrián Becerril, ahora bajo presión de dos ministerios y la atención de los medios nacionales, solicitó un análisis más profundo de esa imagen a la Agencia Espacial Mexicana, en colaboración con el equipo forense de la UNAM.

El resultado fue técnico pero directo: la primera figura era compatible con la estatura y proporción de Leticia Armendaris. La segunda, mucho más grande, con postura inclinada y algo similar a un objeto en la cintura, permanecía sin identificar. Lo más aterrador: la imagen indicaba que las dos personas estaban paradas sin sombra de movimiento, como si esperaran algo o alguien. Con esta nueva evidencia, Becerril inició la reconstrucción inversa de los últimos pasos de Leticia, recreando lo que podría haber sido una ruta forzada.

Reconstruyó el trayecto posible con base en el combustible de la camioneta, las condiciones del terreno y la posición del sol en el día de la desaparición. Sin embargo, esa ruta pasaba por una región fuera de los mapas de uso oficial: un tramo de desierto plano conocido entre los camioneros como La Lengua, donde durante años circularon rumores de operaciones ilegales, túneles improvisados y ejecuciones silenciosas. Fue allí que, en septiembre de 2010 —casi un año después del hallazgo de la camioneta— Adrián Becerril realizó la mayor expedición de su carrera.

Llevó a 14 hombres, dos guías experimentados y un dron con infrarrojos. La misión duraría 72 horas. Acamparon al norte del Cerro del Gabilán y avanzaron en círculos progresivos. En el segundo día, cerca del atardecer, encontraron algo inusual: una serie de piedras organizadas en semicírculo, con tres pedazos de madera en el centro, formando una especie de fogata. En el centro del círculo, enterrada con un paño alrededor, estaba una cajita metálica oxidada del tamaño de un libro. Dentro de ella, envuelto en tela plástica, un objeto: una placa de la Policía Fronteriza de México con el número de serie parcialmente visible, corroído por el óxido.

Era el mismo número de la credencial de Leticia registrada en 1995. Pero, ¿por qué ella enterraría su propia placa? En el paño que la envolvía había una pequeña etiqueta de costura, una de esas que vienen en la parte interna de la ropa. En letras minúsculas se leía: “Te lo advertí. Nunca regreses”. El impacto del hallazgo fue inmediato. No solo confirmaba que Leticia había estado en esa área, sino que también sugería que ella misma intentó ocultar su identidad, que sabía que necesitaba desaparecer o sería silenciada.

Los siguientes pasos de la investigación tomaron un rumbo aún más tenso. Becerril volvió a buscar a Reinaldo “El Güero” Chapa. Pero, al llegar a la comunidad donde vivía, fue informado por los habitantes que, una semana antes, Reinaldo había sido encontrado muerto dentro de su camioneta, a orillas de un arroyo seco. La causa: un paro cardíaco. Pero el informe médico indicaba hematomas en los brazos y costillas rotas. Para Adrián no era coincidencia, y el mensaje era claro: alguien aún se aseguraba de que ciertas historias permanecieran enterradas.

Mientras tanto, Clara Garza —ahora viuda y cada vez más frágil— comenzó a recibir llamadas anónimas. Voz de mujer, siempre en tono bajo, que solo decía: “Ella está bien”. Clara nunca estuvo segura si era real o si era su mente intentando darle forma a la esperanza. Pero cada llamada hacía que su corazón se acelerara… y luego se desplomara. Pidió a la policía técnica que rastreara el número, pero siempre eran de teléfonos públicos en ciudades diferentes: Mexicali, Ensenada, Hermosillo, hasta Tijuana.

La hipótesis de que Leticia estuviera viva, por más improbable que pareciera, ganó nuevo impulso. Y entonces, en abril de 2011, surgió una pista inesperada. No en México, sino en Estados Unidos. Un conductor de autobús interestatal en Tucson, Arizona, le informó a una agente de inmigración que había reconocido a una pasajera que, según él, parecía idéntica a una mujer que vio en un cartel de desaparecida en México años atrás. Dijo que ella usaba documentos con un nombre estadounidense, hablaba español con acento del norte y parecía nerviosa al pasar por la inspección de rutina.

Cuando le mostraron la imagen de Leticia, él respondió: “Sí, esa era ella… solo que más delgada y con otro nombre”. La declaración del conductor en Tucson fue la primera pista concreta de que Leticia Armendaris podría estar viva en territorio estadounidense, 12 años después de desaparecer en misión. El nombre que aparecía en el boleto de la pasajera era Laura Méndez Rivera, supuestamente nacida en El Paso, Texas. El documento presentado en la inspección de inmigración era una licencia de conducir del estado de Nuevo México.

La agente que hizo la verificación sospechó, pero el documento pasó por los lectores electrónicos sin activar alertas. La mujer continuó su viaje. Al cruzar los datos en el sistema, las autoridades descubrieron que ese nombre —Laura Méndez Rivera— no tenía historial escolar, registros médicos anteriores a 2005, ni acta de nacimiento oficial. La dirección era falsa y el número de seguridad social, obtenido apenas en 2007, estaba ligado a un lote de identidades expedidas durante una brecha migratoria de regularización en Las Cruces.

Todo indicaba que esa identidad había sido construida de forma meticulosa a partir de 2005, coincidentemente 4 años antes de que la camioneta de Leticia fuera encontrada en el desierto. Adrián Becerril fue informado de inmediato. Con apoyo de la policía fronteriza estadounidense, inició una búsqueda silenciosa de la mujer que podría ser Leticia. La prioridad era la discreción: cualquier movimiento brusco podría hacerla desaparecer nuevamente… si aún estaba viva. Durante semanas revisaron registros de hospitales, clínicas de rehabilitación, albergues y cooperativas de trabajo femenino entre Tucson, Albuquerque y El Paso.

Hasta que, en una cooperativa de costura en Las Cruces, encontraron algo inesperado: una empleada llamada Laura Méndez había trabajado allí entre 2008 y 2010. No tenía familiares conocidos, siempre usaba lentes oscuros y evitaba ser fotografiada. La única imagen existente era una foto de credencial de perfil. Cuando Adrián la vio, se quedó en silencio por casi un minuto: la barbilla, el contorno de los ojos, la curva de la nariz… Era ella. O al menos, era alguien que había sido Leticia.

El hallazgo fue llevado a la madre, Clara Garza. Le mostraron la imagen en silencio. Clara solo miró y dijo en un susurro: “Esa es mi hija… pero ya no se ve como ella”. La cooperativa había cerrado meses antes, pero en los registros internos había una ficha de contacto llenada a mano por la empleada. En ella, un número de teléfono ahora desactivado y una dirección: un pequeño condominio en el barrio Bellavista, en las afueras de Las Cruces. El equipo verificó los datos de la inmobiliaria y descubrió que el departamento había sido alquilado por una mujer llamada Laura Méndez, con los mismos documentos, entre 2009 y 2011.

Según los vecinos, ella era extremadamente reservada, evitaba cualquier tipo de interacción y salía siempre en el mismo horario. Una vecina, doña Yolanda, dijo algo que perturbó a todos: “Una vez la vi llorando en la puerta… no como quien extraña, sino como quien ya no tiene a dónde regresar”. Adrián ordenó una revisión completa del departamento. No se encontró nada extraordinario, excepto por una caja de cartón en el armario superior de la cocina. Dentro de ella había cinco cuadernos escolares antiguos, todos escritos a mano.

Ninguno estaba firmado, pero uno, el más viejo, comenzaba con una frase que heló la sangre de quien lo leyó: “Mi nombre no es Laura. No puedo decir quién soy, pero recuerdo todo. Cada día duele menos… y eso me da miedo”. El contenido de los cuadernos aún estaba siendo analizado cuando ocurrió algo inesperado. Dos días después de la revisión en el departamento, una mujer entró sola al consulado mexicano en Albuquerque. Vestía ropa sencilla, el cabello recogido, y llevaba solo una bolsa con documentos.

Le dijo al guardia de la entrada: “Necesito hablar con alguien. Soy mexicana y estuve desaparecida”. Cuando le pidieron el nombre, dudó por dos segundos y luego, por primera vez en más de una década, pronunció: “Leticia Armendaris Garza”. El consulado mexicano en Albuquerque fue cerrado de inmediato al público. En menos de 30 minutos, agentes de la Interpol, de la policía consular y de la inteligencia diplomática ya estaban al tanto de la situación. Leticia Armendaris Garza, dada como desaparecida hacía casi 14 años, estaba sentada en una silla de plástico sosteniendo una bolsa con documentos falsos, tres cuadernos y una foto antigua de su madre.

Estaba más delgada, con el rostro surcado por el tiempo y los ojos siempre en movimiento. Los agentes la describirían después como alguien cuya mente aún vivía en el desierto, incluso estando bajo un tejado. Durante las primeras 24 horas, Leticia no fue interrogada. Fue llevada a un psicólogo del consulado, quien estuvo con ella en silencio durante casi una hora antes de que dijera algo. Sus primeras palabras fueron: “¿Todavía vive mi mamá?”. Cuando le confirmaron que sí, solo bajó la cabeza y lloró en silencio.

Las entrevistas posteriores se realizaron con mucho cuidado, …siempre acompañadas por un psicólogo y un representante del Ministerio de Relaciones Exteriores. Leticia fue autorizada a relatar los acontecimientos a su ritmo, y lo que contó en los días siguientes fue algo para lo que nadie estaba preparado. No porque fuera extraordinario, sino porque era terriblemente humano. Según su relato, todo comenzó dos días antes de su desaparición oficial. Leticia había notado movimientos extraños entre el puesto de Coyote Seco y el Cerro San Juan: autos sin placas, hombres armados observándola de lejos y un ruido constante de generadores en un área donde no había luz ni estructuras fijas.

El día de la desaparición fue convocada para cubrir la patrulla de un colega que faltó. La orden llegó por radio, algo inusual pero no imposible. Aceptó sin sospechar. A la mitad de la ruta vio una camioneta blanca parada en medio del camino. Cuando se acercó para verificar, fue interceptada por dos hombres armados y encapuchados. No hubo intercambio de disparos, no hubo gritos. Uno de ellos solo dijo: “Ya te habíamos marcado. No hagas tonterías”. Leticia fue obligada a conducir durante horas con los ojos vendados, con uno de los hombres a su lado y otro en el asiento trasero.

Cuando le quitaron la venda, estaba en medio de una planicie que nunca había visto, con el cielo completamente despejado y ningún sonido más que el viento. En los días siguientes fue mantenida bajo vigilancia. Le dijeron que, si cooperaba, sería liberada pronto… pero nunca decían cuándo. Los hombres la trataban con distancia, pero no la lastimaban. El objetivo, según entendió, era usarla como ejemplo para otros agentes que cruzaran información indebida: “Querían que supiera que el desierto también tiene dueño”, dijo en una de las entrevistas.

Fue entonces que Leticia tomó la primera decisión que cambiaría su vida. Fingió cooperar. Escribió una nota en la libreta de la camioneta —”No sigas esta ruta”— y la dejó visible a propósito. Escondió un pedazo de su propia blusa bajo el piso, con sangre de una herida en el hombro causada por una caída. Días después, cuando los hombres se distrajeron, escapó sin comida y sin agua. Caminó durante casi dos días, hasta que fue encontrada por una pareja de migrantes que cruzaba hacia Estados Unidos.

No le preguntaron su nombre, solo la ayudaron a llegar hasta Yuma, donde permaneció escondida durante semanas. Fue allí, en una casa compartida por mujeres indocumentadas, que conoció a una mujer llamada Rosa Méndez, quien la ayudó a forjar los primeros documentos como “Laura”. Leticia nunca contó la verdad a nadie, ni siquiera a Rosa. Durante más de una década vivió como Laura Méndez: trabajó como empleada doméstica, luego como costurera, nunca permaneció más de dos años en el mismo lugar, siempre evitaba los espejos, siempre miraba por encima del hombro.

“Yo no escapé del desierto. Me lo llevé conmigo”, dijo. Afirmó que nunca buscó a su madre porque creía que, al ser dada por muerta, cualquier reaparición pondría a Clara en riesgo: “Si supieran que estoy viva, irían por ella”. Pero cuando vio en un sitio de noticias la reapertura del caso y leyó que su madre aún la esperaba, decidió arriesgarse. Esa misma noche fue al consulado. Leticia Armendaris estaba viva. Pero la mujer que regresaba a México con cuadernos escritos a mano y un nombre que ya no quería usar… ya no era la misma.

La noticia de la reaparición de Leticia no fue divulgada de inmediato. Por órdenes directas del Ministerio del Interior Mexicano, el caso se mantuvo bajo total secreto mientras ella era protegida en una instalación federal en Hermosillo, en una casa segura de la Secretaría de Gobernación. Clara Garza, entonces con 71 años, fue llevada al lugar sin ser informada del motivo exacto. Le dijeron solo que era una audiencia especial sobre su hija. Cuando entró al pequeño jardín de la casa, el tiempo pareció detenerse.

Leticia estaba sentada bajo un árbol, con la cabeza baja, sosteniendo un cuaderno en el regazo. Al escuchar los pasos, levantó los ojos y, por un instante, ninguna de las dos pudo hablar. Clara llevó la mano a la boca y dijo, casi sin voz: “Mi hijita”. Leticia se levantó lentamente. No se abrazaron de inmediato. Primero se miraron, como quien intenta recordar el contorno del otro después de un largo invierno. Solo entonces, Clara la abrazó con fuerza, como quien sostiene algo que el mundo intentó llevarse para siempre.

Lloraron sin sonido por más de 5 minutos. No hubo más preguntas ese día. En los días siguientes, Leticia fue evaluada por médicos, psicólogos y agentes federales. Todos coincidieron: no representaba ningún riesgo ni guardaba información que pudiera ser usada contra estructuras estatales. Lo que sabía había sido enterrado hacía mucho tiempo, y los nombres involucrados, dispersados o muertos. Pero Leticia hizo un único pedido: que nunca más la obligaran a dar entrevistas públicas ni a retomar su identidad como agente.

“Ya no soy ella”, dijo. El gobierno mexicano aceptó. Emitió un nuevo registro de identidad con su nombre original, pero sin función policial asociada. Le ofrecieron protección especial por tiempo indefinido, lo que ella rechazó. Dijo que solo quería vivir cerca de su madre, en paz. Aceptó, sin embargo, un programa de reinserción silenciosa que incluía apoyo financiero, asistencia psicológica y una nueva vivienda en un lugar no revelado. El comandante Adrián Becerril fue autorizado a visitarla una sola vez, ya al final del proceso.

Relató que Leticia estaba diferente, pero lúcida. Conversaron durante horas. Ella contó detalles que no había incluido en los informes: cómo los secuestradores sabían su nombre completo, el número de la placa de la camioneta y hasta el nombre de su madre. Dijo que, durante el tiempo que estuvo retenida, nunca la llamaron por otro nombre: siempre por agente Armendaris. Eso indicaba que no se trataba de criminales comunes: eran hombres entrenados, probablemente con experiencia en las fuerzas armadas o aún ligados, de alguna forma, a estructuras paralelas dentro del propio sistema.

“No los odiaba… pero ellos me miraban como si hubiera cruzado una línea que no debía”, dijo. Adrián intentó descubrir más, pero Leticia, con gentileza, señaló que ya había dicho suficiente. Y entonces, sin previo aviso, hizo una pregunta inesperada: “¿Crees que hice mal en quedarme callada todo este tiempo?”. Adrián tardó en responder. Luego dijo únicamente: “Creo que sobreviviste… y eso nunca está mal”. Al mes siguiente, Leticia y Clara se mudaron a un pequeño pueblo en el interior de Sinaloa, donde el gobierno les proporcionó una casa sencilla con jardín y vista a las sierras.

Ningún vecino sabía quiénes eran; solo que venían del norte y eran discretas. Leticia comenzó a trabajar con bordados. Poco a poco, volvía a hablar con los vecinos. Nunca mencionó su pasado, nunca dijo su verdadero nombre. En septiembre de 2012, un año después de su reaparición, se elaboró un informe final sellado como confidencial de nivel 3. En ese documento, el gobierno reconocía formalmente que Leticia Armendaris Garza había sido víctima de un secuestro con motivación estratégica y que su supervivencia dependió de permanecer invisible durante más de una década.

Pero el fragmento más impactante del informe fue escrito por Adrián Becerril en la conclusión: “Durante 14 años, su silencio fue su forma de seguir viva. Su reaparición no es un final, es una forma de resistir al olvido”. El caso fue cerrado oficialmente. Leticia, no. A pesar del cierre oficial, la historia de Leticia Armendaris Garza continuó desenvolviéndose, no en los archivos del gobierno, sino en los detalles de la vida silenciosa que comenzó a construir junto a su madre en Sinaloa.

El pueblo donde vivían se llamaba San Marcos de Lumaya, a 60 km de la ciudad de Guamúchil. Era un lugar pequeño, con menos de 100 habitantes, conocido por la producción de chile seco y los veranos implacables. La casa que recibieron del gobierno era sencilla pero bien cuidada: piso de cemento pulido, tejado de teja roja, un pequeño jardín con bugambilias plantadas por Clara. Allí nadie hacía preguntas, y eso era exactamente lo que Leticia necesitaba. Ella comenzó a coser para fuera, haciendo bordados para mantas y colchas vendidas en la feria de la ciudad.

Ya no usaba el nombre Leticia: todos la conocían como “señorita Méndez” y pronto empezó a ser vista con respeto y hasta cariño. Los niños de la calle tocaban a su puerta para pedir ayuda con las tareas escolares, las señoras del mercado le preguntaban por sus recetas de café con canela. Pero incluso en medio de la tranquilidad, Leticia cargaba con los hábitos de supervivencia que el desierto le había enseñado: siempre dormía con las ventanas cerradas, siempre evitaba estar de espaldas a puertas abiertas, y cuando caminaba hasta la panadería de la esquina hacía el trayecto observando retrovisores, reflejos y sonidos a su alrededor.

En enero de 2014 ocurrió algo inesperado: Clara enfermó. Diagnóstico: insuficiencia cardíaca avanzada. Los médicos dijeron que la condición era grave pero controlable, siempre y cuando hubiera seguimiento regular y medicación. Leticia, desesperada ante la posibilidad de perder a la única persona que aún conectaba su presente con el pasado, contactó al programa federal que había garantizado su protección. Pidió ayuda con exámenes, transporte y apoyo médico. Pero del otro lado de la línea encontró silencio. La funcionaria que la atendió ya no reconocía el protocolo de su identidad protegida.

Dijo que, según el sistema, Leticia Armendaris Garza estaba muerta y que Laura Méndez Rivera no figuraba en ningún programa de protección activo. Fue la primera vez, desde su reaparición, que Leticia sintió el pánico antiguo regresar. Esa misma semana decidió ir personalmente a Culiacán, la capital del estado, para intentar resolver el problema. Llevó documentos, cartas, copias de informes… pero nada sirvió. “Ese expediente está… cerrado, señorita. Si usted dice que es ella, tendría que iniciar un proceso judicial”. Pero Leticia sabía lo que eso significaba: al declararse viva ante la justicia, expondría su historia nuevamente y posiblemente atraería la atención de aquellos que, durante años, se aseguraron de que su nombre desapareciera del mapa.

Regresó a San Marcos con los ojos bajos y el corazón oprimido. En los meses siguientes hizo lo que pudo: llevaba a Clara a consultas con el dinero ahorrado de los bordados, compraba medicamentos con descuentos, pedía aventones a ciudades vecinas. La comunidad ayudaba como podía, pero Leticia sentía que el tiempo se le escapaba de las manos y con él, la fragilidad de la nueva vida que había construido. En julio de 2014, Clara sufrió un agravamiento. Fue internada en el hospital de Guamúchil en estado grave.

Leticia pasó cuatro noches en el pasillo del hospital, durmiendo sentada. En la madrugada del quinto día, Clara tomó su mano y dijo con la voz ya entrecortada: “Yo supe siempre que volverías… y lo hiciste, Milti. Pero prométeme algo: cuando yo me vaya, tú vas a seguir viva”. Leticia lloró, pero no respondió. Clara falleció esa mañana, a las 06:23. La pérdida fue un golpe devastador. Por primera vez desde que regresó del desierto, Leticia se vio completamente sola: sin nombre, sin país, sin documento válido, sin nadie que la conociera por entero.

Durante semanas, apenas salió de casa. Solo después de mucho tiempo volvió a aceptar pedidos de costura, volvió a caminar lentamente hasta la feria… pero algo había cambiado: la mujer que antes vigilaba las sombras ahora parecía parte de ellas. Y entonces, en una noche de noviembre de ese mismo año, algo volvió a estremecer las estructuras de su pasado. Una carta sin remitente fue dejada bajo su puerta. Papel amarillento, sobre sin sello. Dentro, un billete escrito a mano: “Hay cosas que aún no contaste.

Tu silencio no es suficiente. J.B.” Las iniciales, aunque enigmáticas, dejaron a Leticia en estado de shock. Porque solo una persona en toda su vida firmaba de esa manera: Julián Varela Elisondo, el hombre que ella creía muerto. La presencia del nombre Julián Varela Elisondo, o incluso de sus iniciales, trajo de vuelta el pavor más antiguo de Leticia. Durante años, se convencía de que el pasado estaba enterrado. Ahora, con solo una hoja de papel, todo se reabría como una herida mal sanada.

Dejó de dormir bien. Las pesadillas regresaron. Los ojos atentos en la oscuridad. Los ruidos del viento golpeando las ventanas se amplificaban con cada paso en la calle, con cada figura parada en la esquina. Su cuerpo se ponía en alerta por instinto. En el fondo, Leticia sabía: si Varela aún estaba vivo, nunca había dejado de vigilarla. Durante los interrogatorios en 2011, ella había dicho solo parte de la verdad. Lo que quedó fuera de los informes, y que nunca le contó ni a su madre, fue lo que realmente escuchó en los días que estuvo secuestrada.

Uno de los hombres —el que siempre usaba lentes oscuros— hablaba con acento del norte y gestos contenidos. Nunca se identificaba, pero los demás lo llamaban licenciado. Fue él quien le mostró la lista: una hoja arrugada con nombres y fechas. Leticia reconoció tres: dos compañeros de la patrulla y un comandante retirado. Todos muertos en circunstancias supuestamente accidentales entre 1995 y 1997. El mensaje era claro: quien sabía demasiado, desaparecía; quien veía demasiado, moría. Y ella había visto. La noche antes de su fuga, escuchó por casualidad una conversación entre el licenciado y un interlocutor por radio.

Solo fragmentos… pero un nombre fue mencionado: Varela. Según ella, era quien proveía cobertura para las rutas del lado mexicano. En ese momento Leticia no sabía qué significaba eso. Pero ahora, al ver las iniciales en el billete, lo entendió: él nunca había abandonado la estructura. El billete, aunque sin contenido directo, cargaba una amenaza. Al decir “Tu silencio no es suficiente”, dejaba claro que Leticia estaba siendo probada, o intimidada, o ambas cosas. Entonces decidió hacer algo que había jurado nunca repetir: escribir.

Tomó uno de los cuadernos antiguos, arrancó varias páginas en blanco y comenzó a relatar con gran detalle todo lo que recordaba de los días en que estuvo bajo custodia de los hombres en el desierto. Escribió rostros, voces, olores, diálogos incompletos. Y al final del relato escribió una única frase: “Si desaparezco otra vez, esto no debe quedar enterrado”. A la mañana siguiente viajó a Guamúchil y envió el cuaderno completo, en un sobre sellado, a la única dirección de confianza que aún tenía: la de Adrián Becerril, ahora retirado, viviendo discretamente en Saltillo.

Dos días después, una llamada. Era él. —Leticia, lo recibí. ¿Estás bien? —”No… pero estoy lista”, respondió ella. Adrián entendió. Viajar hasta ella sería arriesgado, pero comenzó a preparar un plan de respuesta. Pasó el contenido del cuaderno a una periodista investigativa de Monterrey, bajo anonimato, con instrucciones precisas: si Leticia desapareciera nuevamente, la historia sería publicada íntegramente. Leticia, por su parte, reforzó la seguridad de su casa: cambió cerraduras, instaló un sistema rudimentario de alarma y comenzó a dormir con un cuchillo bajo la almohada.

¿Paranoia? Tal vez. Pero justificada. Pasaron dos semanas sin novedades, hasta que en una tarde de diciembre vio algo al otro lado de la calle que casi la hizo desmayarse: un hombre de gorra y lentes oscuros, parado junto a la gasolinera abandonada. No se movía. Solo la observaba. Leticia entró a la casa sin mirar atrás. Llamó a Adrián y describió al hombre. Él se quedó en silencio por varios segundos y luego dijo: “Ese hombre fue visto en Juárez en el ‘97… siempre cerca de Varela”.

La hipótesis de que Julián Varela Elisondo nunca murió y que aún mantenía una red de vigilancia activa parecía ahora más real que nunca. En los días siguientes, Leticia dejó de salir. Se volvió reclusa… hasta que, en una madrugada de lluvia, fue despertada por un ruido seco en la puerta principal. Se levantó en silencio, armada. Cuando abrió la puerta, no había nadie. Solo una pequeña caja de cartón. Dentro de ella, un objeto metálico envuelto en trapos. Al desenvolverlo, sintió un escalofrío subir por la espalda: era la placa de la Policía Fronteriza de Leticia Armendaris Garza.

La misma que había enterrado en el desierto años atrás, en una fogata improvisada. Ahora estaba en sus manos: limpia, intacta, con su nombre aún visible en la placa metálica oxidada. Era más que un objeto: era un mensaje. Y no uno cualquiera. Alguien había desenterrado el pasado con precisión quirúrgica, no para recordarle quién era, sino para advertirle que todo lo que intentó esconder… ya había sido recuperado. Leticia llamó nuevamente a Adrián Becerril. Él contestó de inmediato, como si ya lo supiera: “Encontraron el lugar.

Están reactivando algo”. La teoría de Adrián era simple, pero aterradora: en los bastidores de la criminalidad organizada —especialmente en las estructuras híbridas entre agentes corruptos, exmilitares y paramilitares— la memoria tiene un precio. Y Leticia, incluso callada, representaba un riesgo… simplemente por seguir viva. Era cuestión de tiempo antes de que intentaran silenciarla de forma definitiva. A la mañana siguiente, Adrián viajó a Sinaloa. Pidió autorización… ya no representaba ninguna institución, pero sentía que, tras tantos años de silencio, le debía a Leticia más que protección: le debía una oportunidad de seguir viviendo.

Llegó a San Marcos en silencio, sin uniforme, sin auto oficial, solo con una mochila y un nombre falso. Se encontraron en el jardín de la pequeña casa. Ella lo abrazó sin ceremonias. —”Tardaste… no pensé que me recibirías”. Esa noche hablaron como viejos cómplices. Leticia le mostró la placa, le contó sobre el hombre en la calle y sobre el billete con las iniciales de Varela. Adrián, por su parte, reveló algo que había guardado en los últimos años: tres antiguos agentes, ligados a la misma base de Leticia, habían muerto de forma sospechosa.

Dos en accidentes aislados, uno supuestamente por suicidio. Ninguno de ellos había tenido contacto directo con Leticia después del desaparecimiento, pero todos habían servido en la misma ruta. Esto confirmaba lo que Leticia ya intuía: había alguien reactivando un ciclo de silenciamiento… y ella era la siguiente pieza. En los días siguientes, planearon todo: ruta de escape, contactos seguros, posibilidad de un nuevo exilio. Leticia dudaba. No quería abandonar lo que había construido, por pequeño que fuera. “Ya viví como muerta… no quiero volver a esconderme”, dijo.

Pero Adrián fue directo: “Entonces hablemos una vez, y fuerte… para que, si te hacen callar, ya no puedan borrar la historia”. Fue así que decidieron grabar un testimonio completo, en un cuarto improvisado, con la cámara de un celular. Leticia contó todo en detalle: desde el momento en que fue interceptada hasta la fuga, pasando por nombres, conversaciones, voces y mapas. Confirmó el involucramiento indirecto de Varela, describió al hombre de lentes oscuros que lideraba el cautiverio e incluso mencionó la lista de nombres amenazados, cuya copia visual permanecía en su mente como una cicatriz.

El video fue guardado en múltiples copias: una fue enviada por Adriana, la periodista de Monterrey; otra quedó en un pen drive escondido; y una tercera entregada personalmente a un abogado de confianza con una sola instrucción: “Publicar si desaparezco”. Durante semanas no pasó nada. El hombre de la calle no volvió a ser visto. Ninguna carta. Ningún nuevo mensaje. Hasta que, el 12 de febrero de 2015, Leticia salió por la mañana para comprar harina… y nunca regresó. La bicicleta quedó apoyada en el muro de la tienda, la bolsa de compras intacta.

Ningún signo de lucha. Ningún testigo. Solo el rastro de una mujer que, por tanto tiempo, luchó por seguir viviendo… y que, una vez más, desaparecía sin dejar huellas. Esta vez, sin embargo, había un plan. Adrián esperó tres días, tiempo suficiente para confirmar que no se había ido por voluntad propia. Al cuarto día, envió el video a la periodista. Al quinto, el video estaba en el aire, titulado: “La agente que volvió del desierto… y sabía demasiado”. El video se volvió viral: más de 700,000 vistas en las primeras 48 horas.

Comentarios de todos los estados mexicanos, de la diáspora en Estados Unidos, de antiguos agentes, madres de desaparecidos, activistas, juristas. La pregunta era unánime: ¿Dónde está Leticia Armendaris Garza? La publicación del video lo cambió todo. Por primera vez desde 1997, el nombre de Leticia Armendaris Garza dejó de ser un código entre agentes olvidados y pasó a circular como símbolo de algo mayor: lo que pasa cuando una verdad incómoda resiste al borrado. La repercusión fue inmediata. Programas de radio, podcasts, columnistas de política y seguridad comenzaron a debatir el caso.

Especialistas en desapariciones forzadas apuntaban a la posibilidad de que Leticia hubiera sido víctima de un doble desaparecimiento, un término raro y brutal que describe a quien desaparece, sobrevive… y luego es silenciado nuevamente. Adrián Becerril, ya identificado como responsable de la grabación, fue llamado a declarar. No retrocedió. Presentó los registros, los cuadernos, las copias de cartas y una copia del informe final de 2012, hasta entonces confidencial. Ante la presión pública, el Ministerio del Interior reabrió el caso oficialmente por segunda vez en casi 20 años.

El nombre de Leticia volvió a ocupar los registros de personas desaparecidas en misión oficial. Pero Leticia seguía desaparecida. Fueron meses de búsquedas, investigaciones discretas y denuncias cruzadas. Surgieron teorías de todos lados: que había huido de nuevo, que estaba bajo protección estadounidense, que fue llevada por grupos ligados a estructuras paralelas dentro del propio Estado… Hasta que, en junio de 2015, surgió una nueva pista completamente por casualidad. Durante una inspección de rutina en una casa abandonada en San Luis Río Colorado, en el límite entre Sonora y Arizona, dos policías encontraron rastros de presencia reciente: un colchón improvisado, ollas aún con residuos, y un cuaderno de notas dejado sobre una mesa de madera.

En el cuaderno, varias páginas garabateadas: dibujos del desierto, listas de palabras, secuencias numéricas. Pero una página destacaba. En la parte superior, escrita con una letra conocida, una frase: “Si alguien encuentra esto, no busquen mi cuerpo. Busquen mi verdad”. La pericia confirmó: la caligrafía era de Leticia Armendaris Garza. Era la primera evidencia de que ella había estado viva al menos hasta mayo de 2015, es decir, tres meses después de su nuevo desaparecimiento. La página fue publicada en la prensa, generando una nueva ola de conmoción.

En esa misma época, un periodista independiente de Nogales publicó un artículo audaz: afirmaba que una fuente anónima había confirmado la existencia de una red de retención estratégica de testigos operando en el norte del país. Una estructura clandestina, no oficial, creada en los años 90 para ocultar o eliminar a personas que sabían demasiado sobre articulaciones entre fuerzas de seguridad y grupos criminales. El artículo no mencionaba a Leticia directamente, pero las entrelíneas eran claras. Adrián Becerril leyó todo en silencio.

Luego escribió un texto personal, publicado en un periódico local. En él decía: “Leticia me dijo una vez que ya no quería seguir huyendo. Que si tuviera que desaparecer de nuevo, lo haría como ella misma, no como Laura ni como una sombra. Solo espero que, donde esté, lo haya logrado”. Y entonces, a finales de 2015, ocurrió algo discreto pero que cambiaría la perspectiva del caso. Durante la construcción de una escuela rural en un pueblo del desierto de Baja California, los obreros encontraron una estructura de concreto semienterrada.

Parecía un antiguo refugio. Cuando abrieron la entrada, encontraron restos de muebles, ropa femenina antigua y, en un rincón, una caja metálica cerrada. Dentro había documentos a nombre de Laura Méndez Rivera, cuadernos, fotografías de paisajes, y un pequeño grabador de cinta cassette. La mayoría del contenido estaba deteriorado por el tiempo y la humedad, excepto por una cinta. Cuando los peritos lograron restaurarla, escucharon lo que parecía ser la voz de una mujer, hablando lentamente, con pausas largas y una respiración cansada.

La grabación duraba casi 3 minutos. En un fragmento, ella decía: “Si están escuchando esto, es porque el ciclo se cerró. Yo fui Leticia y también fui Laura. No tengo miedo, pero si me buscan, no me encuentren en lo que me quitaron; encuéntrenme en lo que decidí dejar”. La cinta fue entregada a la Procuraduría. La voz, confirmada por peritos forenses como perteneciente a Leticia. Pero no había nada más: ni rastros, ni ubicación, ni cuerpo. La historia aparecía, una vez más, a punto de caer en el vacío… cuando ocurrió algo sorprendente.

En la víspera del Día de los Muertos, en noviembre de 2016, alguien dejó discretamente en la puerta del periódico donde trabajaba la periodista que había divulgado el video de Leticia un sobre sencillo, sin remitente. Dentro, había una sola hoja: un mapa dibujado a mano de una senda en el desierto, un punto marcado en rojo y una frase: “¿Dónde empezó todo?”. El mapa indicaba un punto específico: una senda olvidada al norte del Cerro San Juan, entre los dos antiguos puestos de patrulla donde Leticia había desaparecido en 1997.

Exactamente el tramo que ella debería haber recorrido esa mañana de abril, 20 años antes. La periodista, acompañada por Adrián Becerril y un equipo de filmación, viajó al lugar con permiso federal. La expedición fue discreta, financiada por una red de apoyo a las familias de desaparecidos. Llegaron al punto exacto en tres días, guiados por mapas, registros antiguos e imágenes satelitales. Era una franja de tierra plana, rodeada de piedras negras y un silencio opresivo. En el lugar marcado en rojo, había algo parcialmente cubierto por arena y vegetación rastrera: una cruz hecha con madera antigua, clavada en el suelo, sin nombre, sin fecha.

Enterrada a pocos centímetros de la cruz, encontraron una caja metálica, similar a la anterior, pero en mejores condiciones. Dentro, envuelto en un paño bordado con flores, había un nuevo grabador de voz, con una sola cinta cassette intacta. Esta vez, la grabación duraba casi 20 minutos. La voz era de Leticia. El mensaje, claro: “Si están aquí, es porque decidí contarles lo que me negaron por años. No soy un expediente. No soy un símbolo. Soy una mujer que vio lo que no debía ver, que sobrevivió no por fuerza, sino por decisión.

Pero ya no quiero ser una sombra. Esto termina donde comenzó”. En los minutos siguientes, relataba con precisión todo lo que vivió. Nombró a tres agentes de la patrulla que colaboraron con la red de desapariciones en los años 90. Dijo que había sido amenazada por integrantes de una célula comandada por Julián Varela Elisondo. Que su regreso en 2011 había sido vigilado desde el inicio y que, en 2014, tras la muerte de su madre, supo que había un nuevo plan para eliminarla.

“No corrí. Elegí quedarme. Quise vivir en paz, pero ellos no perdonan que alguien los recuerde”. Al final de la cinta dejó una última instrucción: “Ya no estoy. Pero si algo queda de mí, que sea esto: no olviden a los que no regresan. Y cuando regresen, no les pidan explicaciones. Abrácenlos, como lo hizo mi madre”. El hallazgo de la cinta provocó un nuevo escándalo nacional. Los nombres mencionados por Leticia llevaron a la apertura de tres investigaciones criminales. Dos de los citados ya estaban muertos.

El tercero, un excomandante retirado, fue arrestado y permanece bajo custodia. El gobierno, presionado por la opinión pública, se vio obligado a reconocer fallas graves en las estructuras de control interno de la policía fronteriza en los años 90 y principios de los 2000. A partir del caso de Leticia, se creó un nuevo protocolo para denuncias de desapariciones en servicio: con garantías de anonimato, apoyo psicológico y auditoría externa. Pero Leticia nunca más fue vista. Su cuerpo no fue encontrado.

No surgieron nuevas imágenes ni pistas de vida. Y eso, para muchos, es la confirmación de que ella eligió desaparecer por última vez… en sus propios términos. Adrián Becerril, en su última entrevista pública, lo resumió con pocas palabras: “Leticia no fue un misterio. Fue una advertencia”. Hoy, en San Marcos de Lumaya, la casa donde vivió con su madre permanece en pie. Una señora del pueblo cuida del jardín y de las bugambilias. Dice que Leticia, a veces, aparece en los sueños de los niños: sentada a la sombra del árbol, cosiendo en silencio.

Pero eso no está en ningún informe. La verdad final la acompañó hasta aquí: está en lo que quedó grabado. Una mujer. Un desierto. Y la elección de no seguir corriendo… pero dejar su huella a la vista de quien quisiera entender. Leticia Armendaris Garza sobrevivió. Y aunque nunca más sea encontrada, la historia que intentaron enterrar… ahora vive para siempre.