El sol caía implacable sobre las calles de Los Ángeles, mientras Roberto Méndez observaba con desesperación el rostro exhausto de su esposa Elena y las mejillas hundidas de su hijo Carlos. Habían pasado 3 meses desde que perdieron su pequeño apartamento en Boil Heights después de que la fábrica donde Roberto trabajaba cerrara sin previo aviso, dejándolos sin ingresos y con deudas imposibles de pagar. La vida en las calles de la ciudad había sido brutal. dormir bajo puentes, en refugios temporales cuando había espacio o en el viejo Honda Civic 1998, que milagrosamente aún funcionaba, aunque el tanque de gasolina permanecía casi siempre vacío.
En sus 38 años, Roberto jamás había imaginado verse en esta situación. Como inmigrante mexicano que había llegado a los Estados Unidos dos décadas atrás, había construido lentamente una vida modesta, pero digna para su familia, enviando a Carlos a una escuela decente y ahorrando cada centavo posible para un futuro mejor. Ahora todo ese esfuerzo parecía haberse desvanecido, arrastrado por la corriente implacable de la desgracia económica que azotaba a tantas familias como la suya. Aquella tarde de julio, mientras caminaban por los lujosos suburbios de los Feliz buscando contenedores de reciclaje para recolectar latas y botellas, Carlos señaló
con asombro una enorme propiedad casi oculta tras una deteriorada muralla de piedra y una vegetación salvaje que había conquistado el que alguna vez fuera un jardín elegante. La llamaban Villa Aurora”, comentó un anciano que pasaba por allí notando el interés de la familia, ajustando su gorra desgastada mientras se apoyaba en su bastón. Perteneció a los Holloway, una de las familias más ricas de la industria cinematográfica, en los años 50. Después de la tragedia, nadie quiso comprarla y lleva abandonada más de 15 años.
Dicen que el banco ya ni siquiera intenta venderla. El hombre mayor, con arrugas profundas que evidenciaban una vida bajo el sol californiano, entrecerró los ojos mirando hacia la propiedad. Frederick Holloway produjo algunas de las películas más exitosas de la época dorada de Hollywood, pero su verdadera pasión eran los objetos raros y las antigüedades. Se rumoreaba que tenía una colección que valía millones piezas traídas de expediciones por todo el mundo, arqueología, historia antigua, ocultismo. tenía una obsesión particular por objetos con supuestas propiedades sobrenaturales.
El anciano soltó una risa seca que terminó en una tos áspera. Claro, eso fue antes de que toda la familia desapareciera sin dejar rastro. La policía investigó durante meses, pero nunca encontraron nada concluyente. Algunos dicen que huyeron por deudas, otros que tuvieron problemas con la mafia, pero los que vivíamos aquí en esa época sabemos que algo más extraño sucedió. Roberto intercambió miradas con Elena y, sin necesidad de palabras, ambos comprendieron lo que el otro pensaba. Esa noche, cuando la oscuridad envolvió la ciudad y las luces de las mansiones vecinas brillaban a lo lejos como estrellas
inalcanzables, la familia Méndez encontró una sección de la muralla derruida y se deslizó silenciosamente hacia el interior de la propiedad, cargando sus escasas pertenencias en dos mochilas raídas y una bolsa de plástico resistente donde guardaban documentos importantes. ALC. unas fotografías familiares y el oso de peluche desgastado que Carlos se negaba a abandonar. La mansión se alzaba ante ellos como un gigante dormido, una estructura de estilo mediterráneo con columnas elegantes, ventanales cubiertos de polvo y una majestuosidad decadente que hablaba de glorias pasadas.

La luna llena proyectaba sombras alargadas a través del jardín descuidado, donde estatuas parcialmente cubiertas por la vegetación parecían observarlos con ojos de piedra. El silencio era absoluto, interrumpido solo por el ocasional ulular de un búo en la distancia y el suave murmullo de las hojas mecidas por la brisa nocturna. Carlos se aferraba a la mano de Elena. sus ojos grandes y asustados recorriendo la fachada imponente de la que sería su nuevo hogar, al menos temporalmente. “¿Y si hay fantasmas, mamá?”, susurró el niño, su voz apenas audible.
Elena apretó su mano con firmeza. Los fantasmas no existen, cariño, solo son historias que la gente inventa. Pero incluso mientras pronunciaba esas palabras tranquilizadoras, no pudo evitar sentir un escalofrío recorriendo su espalda, una sensación inexplicable de ser observada desde alguna de las numerosas ventanas oscuras que se alineaban en la fachada. Roberto usó una pequeña linterna que guardaba celosamente y cuyas baterías economizaba con fervor para inspeccionar una entrada lateral, encontrando una puerta de servicio con la cerradura oxidada que cedió tras varios intentos con una tarjeta de plástico y técnicas que había aprendido durante su adolescencia difícil en East Los Ángeles.
El interior olía a humedad, a polvo acumulado y a soledad, pero para los Méndez era infinitamente mejor que las noches a la intemperie o el miedo constante a ser asaltados en los refugios masificados, donde las pertenencias desaparecían y las amenazas eran parte del pan diario. “Solo será temporal”, susurró Elena mientras extendía una manta en el suelo de lo que parecía haber sido una sala de estar secundaria. alejada de las ventanas principales por donde pudiera verse luz desde el exterior.
“Solo hasta que encuentre trabajo y podamos rentar algo pequeño”, respondió Roberto, aunque su voz carecía de la convicción que había tenido los primeros días de su desgracia. Carlos, por su parte, contemplaba el lugar con una mezcla de temor y fascinación infantil, sus ojos grandes adaptándose a la penumbra y descubriendo detalles que sus padres, preocupados por la supervivencia inmediata, no notaban. marcas extrañas en las paredes, símbolos descoloridos y lo que parecían ser manchas oscuras en algunas esquinas que la débil luz de la linterna no lograba identificar completamente.
La habitación que habían elegido para pasar la noche parecía haber sido en otro tiempo una especie de sala de lectura o estudio pequeño. Estanterías vacías cubrían dos de las paredes, mientras que un ventanal con cortinas rasgadas dominaba la tercera, ofreciendo lo que en días mejores debió ser una vista privilegiada del jardín trasero y las colinas de Hollywood en la distancia. Roberto inspeccionó cuidadosamente el lugar, asegurándose de que no hubiera insectos peligrosos, roedores o cualquier otra amenaza inmediata para su familia.
encontró algunos muebles cubiertos con sábanas polvorientas, un sofá que, aunque descolorido y algo húmedo, parecía mucho más cómodo que el suelo donde habían dormido las últimas semanas, una mesa baja con intrincados diseños tallados en la madera y una lámpara de pie que obviamente no funcionaba por la falta de electricidad. Mañana exploraremos mejor”, dijo Roberto mientras sacudía ligeramente el sofá, provocando una nube de polvo que hizo toser a los tres. “Por ahora, intentemos descansar.” Elena sacó de su mochila las pocas provisiones que les quedaban.
Medio paquete de galletas, una botella de agua a medio consumir y una manzana que dividieron en tres partes desiguales, asegurándose de que Carlos recibiera la porción más grande. El niño masticaba lentamente, sus ojos recorriendo la habitación con curiosidad. “Papá!”, dijo repentinamente, señalando hacia un rincón oscuro. ¿Qué es eso? Roberto dirigió la linterna hacia donde apuntaba su hijo, revelando lo que parecía ser una pequeña puerta casi del tamaño de una alacena, parcialmente oculta tras un panel de madera desprendido.
probablemente un armario o un espacio de almacenamiento, respondió, aunque algo en la forma de la puerta, en sus proporciones ligeramente irregulares, provocó en él una sensación de inquietud que no supo explicar. Aquella primera noche en Villaurora transcurrió en un silencio interrumpido solo por los sonidos característicos de una casa abandonada, el crujir de la madera antigua, el siseo del viento colándose por grietas invisibles y ocasionalmente el correteo de pequeñas patas que evidenciaban que no eran los únicos habitantes del lugar.
Roberto permaneció despierto la mayor parte del tiempo, sentado junto a su familia con una barra metálica que había encontrado en el jardín, atento a cualquier indicio de intrusos humanos o animales que pudieran representar una amenaza. Elena dormía inquieta, aferrándose a Carlos como si temiera que algo pudiera arrebatárselo en medio de la noche. El niño, sin embargo, dormía profundamente, su respiración tranquila contrastando con la tensión que emanaba de sus padres. En un momento de la madrugada, Roberto creyó escuchar algo diferente, un sonido que no encajaba con los ruidos normales de una casa vieja, algo así como un murmullo, un susurro casi imperceptible que parecía provenir de las profundidades de la mansión.
aguzó el oído, apretando con fuerza la barra de metal entre sus manos, pero el sonido no se repitió. Es solo el cansancio se dijo a sí mismo, frotándose los ojos enrojecidos por la falta de sueño, el cansancio y la imaginación. Pero en el fondo sabía que había escuchado algo, algo que le recordaba vagamente a las historias que su abuela le contaba de niño en su pueblo natal en Oaxaca. historias sobre espíritus y entidades que habitaban en lugares olvidados, atraídos por la soledad y el abandono.
Sacudió la cabeza intentando ahuyentar esos pensamientos supersticiosos. tenía problemas más urgentes de los que preocuparse. Encontrar comida para el día siguiente, buscar trabajo, asegurarse de que Carlos pudiera seguir su educación de alguna manera, proteger a Elena, cuya salud se había deteriorado notablemente en los últimos meses, mostrando una palidez y una fatiga que iban más allá del estrés y las privaciones. Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a filtrarse por las rendijas de las persianas rotas, iluminando partículas de polvo que danzaban en el aire estancado, Roberto finalmente permitió que sus párpados pesados se cerraran, convencido momentáneamente de que habían encontrado un refugio seguro.
No podía imaginar que en las profundidades de aquella mansión aparentemente vacía, algo ya había notado su presencia. algo que había esperado pacientemente durante años, algo que los observaba desde las sombras con un interés que nada tenía de humano ni de benevolente. Villa Aurora había abierto sus puertas a los Méndez, pero el precio de este refugio sería mucho más alto de lo que cualquiera de ellos podría haber imaginado. Elena fue la primera en despertar, sobresaltada por un ruido metálico que parecía provenir de algún lugar cercano a la cocina.
se incorporó lentamente intentando no despertar a Carlos, que dormía acurrucado contra ella, con el rostro sereno que solo los niños pueden mantener incluso en las circunstancias más difíciles. Roberto también dormía, finalmente vencido por el agotamiento, su cuerpo fornido, pero cada vez más delgado, extendido incómodamente en el suelo, junto al sofá donde ella y Carlos habían pasado la noche. Elena se levantó con cuidado, sus músculos protestando por la incomodidad de la improvisada cama. A través de la ventana, la luz matinal revelaba un jardín trasero mucho más extenso de lo que habían podido apreciar en la oscuridad.
una piscina vacía con grietas en el fondo, senderos serpenteantes cubiertos de maleza y lo que parecía haber sido un elegante senador, ahora parcialmente derrumbado. Sin embargo, lo que captó su atención fue un pequeño invernadero en el extremo más alejado del jardín, sus paredes de cristal brillando al sol a pesar de la suciedad y las plantas trepadoras que intentaban reclamarlo. Algo en esa estructura le produjo una extraña fascinación. En su vida anterior, antes de la desgracia, Elena había sido una apasionada de la jardinería, cultivando pequeños huertos de hierbas y vegetales en el balcón de su apartamento.
Quizás, pensó, ese invernadero podría contener herramientas útiles o incluso alguna planta que hubiera sobrevivido milagrosamente al abandono, algo que pudieran utilizar para alimentarse. El sonido metálico se repitió. sacándola de su ensimismamiento. Con cautela decidió investigar, no sin antes comprobar que tanto Carlos como Roberto seguían profundamente dormidos. Salió de la habitación que habían elegido como refugio, adentrándose en un pasillo amplio decorado con papel tapizor y marcos vacíos, donde alguna vez debieron colgar fotografías o pinturas. La mansión era mucho más grande de lo que habían imaginado, con habitaciones que se ramificaban en todas direcciones como un laberinto de lujo decadente.
Elena avanzó siguiendo su intuición sobre la ubicación de la cocina, pasando junto a lo que parecía ser un comedor formal con una mesa larga cubierta de polvo, sillas volteadas y una araña de cristal que colgaba precariamente del techo. Varios de sus componentes rotos esparcidos por el suelo. El sonido se repitió, más claro ahora, definitivamente proveniente de la dirección en la que se movía. Finalmente llegó a una cocina amplia que en su día debió ser el sueño de cualquier chef, en cimeras de mármol ahora manchadas y agrietadas, a las cenas de madera fina con puertas entreabiertas
o completamente caídas y electrodomésticos antiguos que hablaban de una época en la que el acero inoxidable aún no era la norma. El ruido metálico se produjo nuevamente, esta vez claramente identificable. Una ventana pequeña, probablemente destinada a la ventilación, se abría y cerraba empujada por la brisa matutina, su marco golpeando rítmicamente contra el Alfizar. Elena respiró aliviada, riéndose internamente de sus temores. Sin embargo, mientras examinaba la cocina en busca de algo útil, no pudo sacudirse la sensación de que alguien la observaba.
Se giró varias veces esperando encontrar a Roberto o a Carlos detrás de ella, pero siempre se encontraba sola. Aún así, la sensación persistía como un hormigueo en la nuca, una presión casi física en su espalda. Es solo el nerviosismo”, murmuró para sí misma, intentando concentrarse en su búsqueda. Abrió algunas alacenas encontrando platos polvorientos, utensilios oxidados y, sorprendentemente algunas latas de conserva que parecían estar intactas a pesar de los años. Examinó cuidadosamente las fechas, comprobando que algunas todavía podrían ser comestibles.
Judías, maíz, melocotones en almíbar. un pequeño tesoro para una familia que había estado subsistiendo con las obras y la caridad ocasional de transeútes compasivos. Mientras recogía las latas en los pliegues de su camiseta convertida improvisadamente en cesta, Elena no notó la pequeña figura que se deslizaba silenciosamente desde una puerta del fondo, observándola con ojos que brillaban con una curiosidad inhumana antes de desaparecer nuevamente en las sombras de Villa Aurora. Carlos despertó con un sobresalto, desorientado por unos segundos.
hasta que recordó dónde estaba la mansión abandonada que habían encontrado la noche anterior. La luz del sol entraba a raudales por las rendijas de las persianas rotas, dibujando patrones dorados sobre el polvoriento suelo. Se incorporó lentamente, notando que estaba solo en el sofá descolorido. “¡Mamá, papá!” y llamó con voz adormilada, sintiendo un primer pinchazo de pánico al no obtener respuesta inmediata, se levantó de un salto, con el corazón latiendo aceleradamente, cuando escuchó la voz tranquilizadora de su padre proveniente de algún lugar cercano.
Aquí, Carlitos, en la cocina. El niño siguió la voz atravesando pasillos que parecían mucho más amplios y menos amenazantes a la luz del día, aunque no por ello menos misteriosos. Encontró a sus padres sentados en lo que quedaba de una mesa de cocina. Su madre organizaba varias latas de comida mientras su padre examinaba un mapa improvisado que había dibujado en un pedazo de papel arrugado. Mira lo que encontró mamá. exclamó Roberto con un entusiasmo que Carlos no había visto en meses.
Comida, hijo, comida de verdad. Elena sonrió cálidamente, revolviendo el pelo del niño cuando este se acercó. Y hay un invernadero en el jardín, añadió, “Quizás podamos cultivar algo ahí.” Carlos observó las latas con asombro, pero su atención pronto se desvió hacia el dibujo que su padre había hecho. ¿Qué es eso, papá? Tin. Roberto extendió el papel para que su hijo pudiera verlo mejor. Es un mapa de la casa, o al menos lo que hemos explorado hasta ahora.
Tu madre y yo decidimos que deberíamos conocer bien el lugar, saber dónde estamos viviendo. Carlos estudió el mapa con interés. Había marcas que indicaban la cocina, el estudio donde habían dormido, un comedor, varios pasillos y habitaciones sin identificar y símbolos de advertencia en algunas áreas. ¿Qué significan esas X, papá? Roberto intercambió una mirada con Elena antes de responder. Son lugares donde el suelo no parece seguro o donde hay demasiados escombros. No queremos que te acerques a esas zonas.
¿Entendido? Carlos asintió solemnemente, aunque una parte de él, esa parte curiosa e indomable que caracteriza a los niños de su edad, ya estaba planeando explorar cada rincón de aquel fascinante lugar que temporalmente llamarían hogar. Después de un desayuno sorprendentemente satisfactorio de melocotones en almíbar y galletas que Roberto había conseguido el día anterior, la familia decidió continuar con la exploración sistemática de Villa Aurora. “Mantengámonos juntos”, insistió Elena. Un nerviosismo apenas disimulado en su voz. “Esta casa es enorme y no sabemos qué podríamos encontrar.” Roberto asintió empuñando su barra metálica que ahora funcionaba tanto como herramienta como arma improvisada.
Se dirigieron primero al segundo piso, subiendo por una majestuosa escalera de mármol que en sus días de gloria debió ser impresionante, pero que ahora mostraba grietas y manchas de humedad. Carlos caminaba entre sus padres, sus ojos grandes absorbiendo cada detalle, los pasamanos tallados con motivos florales, los restos de una alfombra que alguna vez debió cubrir los escalones, los ventanales emplomados que filtraban una luz multicolor cuando el sol incidía en los pocos fragmentos de cristal coloreado que aún permanecían intactos.
El segundo piso resultó ser un largo corredor con puertas a ambos lados, la mayoría entreabiertas, como si los últimos habitantes hubieran salido con prisa, sin molestarse en cerrarlas. “Parece un hotel”, susurró Carlos. Su voz, resonando ligeramente en el silencio del pasillo, comenzaron a inspeccionar las habitaciones una por una. La primera resultó ser un dormitorio que debió pertenecer a una niña, paredes de un rosa desbaído, una cama con dosel, ahora cubierta de polvo y telarañas, estanterías con algunos libros infantiles hinchados por la humedad y una casa de muñecas en un rincón que captó inmediatamente la atención de Carlos.
de se acercó a ella fascinado por la precisión con la que replicaba la estructura de Villa Aurora en miniatura. “Mira, papá, es esta casa”, exclamó señalando los detalles. La fachada mediterránea, las columnas, incluso el jardín trasero con su piscina y cenador. Roberto se acercó igualmente sorprendido por la exactitud de la reproducción. Es increíble”, murmuró agachándose para examinar más de cerca la casa de muñecas. Fue entonces cuando notó algo extraño. En la miniatura había estructuras que no habían visto en la mansión real, como una torre en un extremo y lo que parecía ser una construcción subterránea bajo el jardín.
“¡Qué raro”, comentó, “mas para sí mismo que para los demás. ¿Por qué alguien añadiría partes que no existen a una réplica tan exacta? Elena, mientras tanto, examinaba un joyero abandonado sobre un tocador, encontrando solo bisutería sin valor y un pequeño camafeo con el retrato de una mujer joven de expresión severa. En la base del camafeo había una inscripción. Elizabeth Holloway, 1954. Debe ser la hija del dueño”, comentó Elena mostrando el objeto a Roberto. Algo en la mirada fija de la joven del camafeo hizo que Elena sintiera un escalofrío, como si aquellos ojos pintados pudieran realmente verla.
La exploración continuó habitación tras habitación, descubriendo los vestigios de vidas interrumpidas abruptamente. Un dormitorio principal con un espejo roto y manchas oscuras. en la alfombra que ninguno quiso examinar demasiado de cerca. Un cuarto de baño lujoso con grifería dorada, ahora verdosa por el óxido, y una bañera con patas en forma de garras que Carlos declaró demasiado aterradora para usarse. Una habitación que parecía haber sido un estudio de pintura con lienzos rasgados y botes de pintura seca esparcidos por el suelo como si hubiera habido una pelea.
Pero fue la última habitación del pasillo la que provocó la reacción más intensa. Al abrir la puerta, Roberto se quedó paralizado en el umbral, su mano apretando con tanta fuerza la barra de metal que los nudillos se le pusieron blancos. No entren”, dijo con voz tensa, intentando cerrar la puerta antes de que Elena o Carlos pudieran ver el interior. Pero Carlos, con la rapidez propia de su edad, se escabulló bajo el brazo de su padre y echó un vistazo antes de que Roberto pudiera impedirlo.
Lo que vio quedó grabado en su memoria como una fotografía macabra, una habitación circular diferente a todas las demás, con las paredes cubiertas de símbolos extraños pintados con lo que parecía ser un líquido oscuro ya reseco. En el centro de la habitación había un círculo perfecto dibujado en el suelo y dentro del círculo lo que parecían ser restos de velas negras derretidas y huesos pequeños dispersos en un patrón que, aunque caótico a primera vista, sugería algún tipo de orden deliberado.
Pero lo más perturbador era lo que colgaba del techo. Docenas de muñecas antiguas suspendidas por cuerdas atadas a sus cuellos. sus cuerpos balanceándose ligeramente con la corriente de aire que entró cuando abrieron la puerta, sus ojos de cristal fijos en un punto invisible, sus sonrisas pintadas grotescamente distorsionadas por el tiempo y la decadencia. Carlos dejó escapar un grito ahogado y Roberto reaccionó rápidamente, sacando al niño de la habitación y cerrando la puerta con firmeza. No volveremos a entrar ahí.
declaró con un tono que no admitía discusión. De hecho, creo que ya hemos explorado suficiente por hoy. Elena, que apenas había vislumbrado el interior, abrazó a Carlos protectoramente. ¿Qué era eso, Roberto?, preguntó con voz temblorosa. Roberto negó con la cabeza, evitando la mirada de su esposa. No lo sé y no quiero saberlo. Probablemente algún tipo de colección extraña o una broma de mal gusto de alguien que entró aquí después de que la casa fuera abandonada. Pero sus explicaciones sonaban huecas incluso para él mismo.
Lo que había visto en esa habitación no parecía una broma ni una colección. Parecía un ritual, un espacio dedicado a algo oscuro y antiguo que despertaba en él miedos primarios que ni siquiera sabía que tenía. Ecos de supersticiones que su abuela le había susurrado en noches de tormenta en su infancia lejana en México. Decidieron regresar a la planta baja, el ánimo considerablemente apagado después del descubrimiento de la habitación circular. Roberto actualizó su mapa improvisado, marcando la ubicación de la habitación con un símbolo diferente a las X que había usado para los lugares estructuralmente peligrosos.
una estrella encerrando un círculo, un signo de advertencia que Elena entendió sin necesidad de explicaciones. “Necesito salir un rato”, dijo Roberto después de un largo silencio. “Intentaré buscar trabajo en los alrededores. Quizás alguien necesite un jardinero o un ayudante para alguna reparación.” Elena asintió, comprendiendo la necesidad de su esposo de alejarse temporalmente de la mansión y sus inquietantes secretos, pero también la urgencia práctica de encontrar alguna fuente de ingresos. “Ten cuidado”, le dijo besándole suavemente. “Y recuerda no mencionar dónde estamos quedándonos”.
Carlos observaba la interacción de sus padres con expresión preocupada, aún afectado por lo que había visto en la habitación prohibida. ¿Puedo ir contigo, papá?”, preguntó con esperanza. Roberto consideró la petición por un momento, pero finalmente negó con la cabeza, “No hoy, hijo, quédate con tu madre y ayúdala a organizar nuestro nuevo hogar. Prometo llevarte conmigo pronto.” La decepción en el rostro de Carlos fue evidente, pero no protestó. A sus 10 años ya había aprendido que la vida raramente se ajustaba a sus deseos, especialmente en los últimos meses de dificultades.
Después de que Roberto se marchara, Elena intentó distraer a Carlos proponiéndole explorar el invernadero que había visto desde la ventana. Podríamos ver si hay herramientas que tu papá pueda usar o semillas que podamos plantar, sugirió con un entusiasmo forzado que no engañó a Carlos, pero que el niño agradeció con una sonrisa. Salieron al jardín trasero, moviéndose cautelosamente entre la vegetación descontrolada. El invernadero resultó ser más grande de lo que parecía desde la ventana. una estructura elegante de hierro forjado y cristal que había resistido sorprendentemente bien el paso del tiempo.
Dentro encontraron estanterías vacías, macetas rotas, herramientas oxidadas y, para su sorpresa, algunas plantas que habían sobrevivido milagrosamente, un limonero enano en una maceta grande, varias hierbas aromáticas que crecían salvajes entre las grietas del suelo y un rosal cuyas flores rojas destacaban como gotas de sangre entre el verde dominante. Elena se movía por el invernadero con la seguridad de quién encuentra un espacio familiar examinando las plantas, tocando la tierra, evaluando qué podía salvarse y qué no. Carlos, inicialmente interesado, pronto se aburrió y comenzó a explorar los alrededores del invernadero.
Fue así como descubrió, oculta tras unos arbustos particularmente densos, una pequeña puerta de metal incrustada en el suelo. “Mamá, mira”, llamó excitado. “Parece la entrada a un tesoro. ” Elena dejó lo que estaba haciendo y se acercó frunciendo el ceño al ver lo que su hijo había encontrado. Efectivamente, era una puerta de acceso similar a las que suelen conducir a bodegas subterráneas o sistemas de mantenimiento. Un candado oxidado la mantenía cerrada, aunque el metal que lo sostenía parecía tan deteriorado que probablemente no resistiría un golpe fuerte.
Debe ser una bodega para herramientas o quizás un acceso al sistema de riego”, razonó Elena, aunque recordó inquieta la estructura subterránea que habían visto representada en la casa de muñecas. “Mejor no tocamos nada hasta que vuelva tu padre.” Carlos asintió, aunque sus ojos brillantes revelaban que el descubrimiento había despertado su imaginación. “¿Crees que podría ser un pasadizo secreto?”, preguntó incapaz de contener su entusiasmo. Como en las películas, Elena sonrió agradecida por ver a su hijo comportándose como un niño normal por primera vez en mucho tiempo.
¿Quién sabe? respondió siguiéndole el juego. Quizás los Holloway escondieron su tesoro ahí abajo. Se arrepintió inmediatamente de sus palabras al recordar lo que el anciano les había contado sobre la colección de objetos raros del productor de cine y la tragedia que había mencionado sin entrar en detalles. Carlos, sin embargo, no notó su repentina incomodidad, demasiado absorto en sus fantasías sobre tesoros escondidos y pasadizos secretos. Continuaron explorando el invernadero y sus alrededores hasta que el sol comenzó a descender, proyectando sombras alargadas a través del jardín y dando a la mansión un aspecto aún más siniestro con la luz del atardecer.
Elena notó que a medida que la oscuridad avanzaba, una ansiedad creciente se apoderaba de ella. “Volvamos dentro”, dijo finalmente tomando la mano de Carlos. “Tu papá regresará pronto y deberíamos preparar algo de comer.” El niño la siguió sin protestar, lanzando una última mirada a la misteriosa puerta en el suelo antes de adentrarse nuevamente en Villa Aurora. Dentro de la mansión, Elena utilizó algunas de las latas que había encontrado para preparar una cena sencilla. Roberto aún no había regresado y aunque intentaba no mostrar su preocupación frente a Carlos, el nerviosismo crecía en su interior con cada minuto que pasaba.
Habían acordado que no estaría fuera después del anochecer, precisamente para evitar los peligros que acechaban en las calles de Los Ángeles cuando caía la noche. Mientras calentaba los frijoles en una pequeña hornilla de camping que llevaban en el coche, Elena intentaba mantener una conversación animada con Carlos, preguntándole sobre lo que había aprendido en la escuela antes de que tuvieran que dejarla o sobre los libros que le gustaba leer. El niño respondía distraídamente, su atención dividida entre la charla con su madre y los sonidos de la casa, que parecían amplificarse con la oscuridad creciente, un crujido en el piso de arriba, un golpeteo rítmico que podría ser una rama contra una ventana o algo completamente diferente.
el susurro del viento colándose por las numerosas grietas en las paredes, a veces tan similar a una voz distante que Carlos tenía que esforzarse por convencerse de que era solo su imaginación. “Mamá”, dijo de repente, interrumpiendo la explicación de Elena sobre cómo plantar las semillas que habían encontrado en el invernadero. “¿Crees que hay alguien más en la casa?” Elena se detuvo, la cuchara suspendida sobre la pequeña olla. ¿Por qué preguntas eso, cariño? Carlos se encogió de hombros intentando parecer casual, pero el miedo era evidente en sus ojos.
A veces, a veces escucho cosas como si alguien caminara muy despacio o susurrara muy bajito. Y cuando estamos en una habitación, siento que hay alguien en la habitación de al lado, pero cuando vamos allí no hay nadie. Elena dejó la cuchara y se agachó frente a su hijo, tomando sus manos entre las suyas. Carlos, esta es una casa muy antigua y las casas antiguas hacen ruidos extraños. Es normal. Son la madera que se expande y contrae el viento, pequeños animales quizás, pero te prometo que no hay nadie más aquí, solo nosotros.
Las palabras sonaban convincentes, pero Elena no pudo evitar lanzar una mirada nerviosa hacia la puerta de la cocina mientras hablaba, como si esperara ver una figura acechando en las sombras del pasillo. En ese preciso momento, un golpe seco en la puerta principal lo sobresaltó a ambos. Carlos se aferró a su madre, el miedo transformando su rostro en una máscara pálida. Es papá”, dijo Elena con más convicción de la que sentía. “Debe haber perdido la llave.” Se obligó a soltar a su hijo y a dirigirse hacia la entrada, recogiendo la barra metálica que Roberto había dejado junto a la puerta de la cocina.
Con el corazón martilleando en su pecho, avanzó por el pasillo principal, las sombras danzando amenazadoramente en las paredes a la luz tenue de la pequeña linterna que llevaba. El golpe se repitió más fuerte esta vez. ¿Quién es?, preguntó Elena. Su voz apenas un hilo tembloroso. La respuesta llegó inmediatamente y la oleada de alivio que sintió al escuchar la voz de Roberto fue tan intensa que casi se mareó. “Soy yo. Ábreme rápido. ” Descorrió el cerrojo improvisado que habían instalado y abrió la puerta.
Roberto entró precipitadamente, su rostro una mezcla de excitación y nerviosismo. “No vas a creer lo que encontré”, dijo sin preámbulos, mostrándole una bolsa de papel que contenía comida, medicinas básicas y, lo más sorprendente, un fajo de billetes. “¿De dónde sacaste todo esto?”, preguntó Elena atónita. La sonrisa de Roberto se amplió mientras cerraba la puerta y aseguraba nuevamente el cerrojo. “Conseguí trabajo”, anunció triunfalmente con un anticuario en Silver Lake. El hombre necesitaba ayuda para mover algunas piezas pesadas y organizar su almacén.
Cuando le dije que tenía experiencia en carpintería, me ofreció trabajo permanente. La alegría en su voz era contagiosa y por un momento, los misterios inquietantes de Villa Aurora quedaron olvidados mientras la familia Méndez celebraba esta pequeña victoria contra la adversidad. Sin embargo, ninguno de ellos notó la pequeña figura que los observaba desde las sombras de la escalera. una silueta infantil que no correspondía a ninguno de los habitantes conocidos de la mansión y cuyos ojos brillaban con una luz propia en la oscuridad del pasillo.
Tres semanas habían transcurrido desde que la familia Méndez encontrara refugio en Villaurora y una rutina precaria, pero funcional se había establecido en sus vidas. Roberto salía cada mañana hacia la tienda de antigüedades en Silver Lake, donde el propietario, un hombre llamado Mortimer Cran, había resultado ser un empleador exigente, pero justo, fascinado por la habilidad natural de Roberto para restaurar muebles antiguos, un talento heredado de su abuelo carpintero en Oaxaca. Elena dedicaba sus días a transformar el invernadero en un pequeño huerto productivo, cultivando hierbas aromáticas y verduras resistentes que complementaban su dieta, mientras intentaba mantener cierta normalidad para Carlos mediante lecciones improvisadas de matemáticas, lectura y ciencias.
El niño, por su parte, alternaba entre ayudar a su madre, explorar los confines menos peligrosos de la mansión bajo estricta supervisión, y garabatear en un cuaderno que Roberto le había traído, llenándolo de dibujos inquietantes de la casa y sus supuestos habitantes invisibles. A pesar de la mejoría en sus circunstancias materiales, algo había cambiado en la dinámica familiar, un velo de tensión. que se espesaba con cada noche que pasaban en la mansión. Elena había comenzado a sufrir pesadillas recurrentes, donde figuras infantiles la rodeaban en la oscuridad, susurrando palabras en un idioma desconocido.
Roberto, aunque intentaba ocultarlo, saltaba ante el menor ruido y había tomado la costumbre de verificar repetidamente las puertas y ventanas antes de intentar dormir. Pero era Carlos quien mostraba los cambios más evidentes, ojeras profundas bajo sus ojos, sobresaltos frecuentes y largos periodos de silencio, durante los cuales parecía escuchar algo que solo él podía oír. solo habla con ellos cuando está seguro de que no lo vemos.” Había susurrado Elena a Roberto una noche después de sorprender a su hijo, conversando animadamente con el aire vacío en un rincón del invernadero.
Dice que son niños como él, que viven en las paredes y bajo el jardín y que quieren jugar con él. Roberto había descartado las preocupaciones con una seguridad que no sentía realmente. Es solo su imaginación. Elena ha pasado por mucho y esta casa, bueno, tiene una atmósfera que alimenta las fantasías infantiles. Pero en el fondo, cuando recorría los pasillos oscuros de regreso del baño en mitad de la noche y escuchaba lo que parecían ser risas ahogadas provenientes de habitaciones vacías, Roberto también se preguntaba si Villa Aurora albergaba más secretos de los que estaban dispuestos a admitir.
Aquella mañana de jueves, Roberto se preparaba para salir hacia su trabajo cuando Mortimer Crin lo llamó. No vengas hoy”, le dijo su jefe con tono extraño. “Tengo que salir de la ciudad por un asunto urgente. Te pagaré el día igualmente.” Roberto agradeció la inesperada jornada libre, ignorando la inquietud que le provocó el nerviosismo apenas disimulado en la voz del anticuario. Decidió aprovechar el tiempo para investigar más a fondo la misteriosa puerta que Carlos había encontrado en el jardín.
El niño lo había mencionado varias veces con una insistencia que rozaba la obsesión, asegurando que los otros niños vivían al otro lado. Con una palanca improvisada y una linterna de mayor potencia que había comprado con su primer sueldo, Roberto se dirigió al invernadero donde Elena trabajaba, tarareando suavemente mientras trasplantaba unos tomates cherry a macetas más grandes. H preguntó al no ver al niño junto a su madre como era habitual. Elena levantó la vista sorprendida por la presencia de su esposo a esa hora.
Está en la casa dibujando. Dijo que tenía frío aquí. Roberto frunció el ceño. La mañana era cálida, típica del verano angelino, y el invernadero funcionaba casi como un pequeño horno natural. Iré a buscarlo después de revisar esa puerta que encontraron”, dijo mostrándole la palanca a Elena, quien asintió con expresión preocupada. “Ten cuidado, Roberto, hay algo en esa puerta que no me gusta.” Él sonríó intentando aligerar el ambiente. “Probablemente sea solo un depósito para herramientas de jardinería o una cisterna antigua.
” Pero Carlos no dejará de insistir hasta que lo comprobemos. y prefiero hacerlo yo primero. Siguiendo las indicaciones de Elena, encontró la pequeña puerta metálica oculta entre la vegetación. Era más pesada de lo que había anticipado, y el candado oxidado resultó ser más resistente de lo que parecía. Después de varios intentos, aplicando toda su fuerza, finalmente logró que el metal se diera con un chirrido de protesta que pareció resonar más de lo normal en el silencio del jardín.
La puerta se abrió revelando un túnel vertical con una escalera metálica que descendía hacia la oscuridad. Un olor denso y antiguo emergió del agujero, una mezcla de humedad, tierra y algo más que Roberto no pudo identificar, pero que le provocó un escalofrío instintivo. Dirigió el az de la linterna hacia abajo, pero la luz apenas penetraba unos metros antes de ser devorada por la negrura absoluta. “¿Qué demonios es esto?”, murmuró para sí mismo, recordando repentinamente la estructura subterránea que habían visto representada en la casa de muñecas.
Su primer impulso fue cerrar la puerta y olvidarse del asunto, pero la curiosidad y la preocupación por la obsesión de Carlos pudieron más. asegurándose de que la linterna estaba firmemente sujeta a su cinturón y la palanca bien agarrada en su mano derecha, comenzó a descender por la escalera, cada peldaño metálico protestando bajo su peso con sonidos que le recordaban a los gemidos de un animal herido. El descenso pareció interminable, mucho más profundo de lo que correspondería a un simple sótano o cisterna.
Roberto calculó que había bajado el equivalente a dos o tres pisos cuando finalmente sus pies tocaron suelo firme. Se encontró en un túnel de hormigón, sorprendentemente amplio y bien construido, que se extendía en línea recta más allá del alcance de su linterna. Las paredes estaban cubiertas de símbolos similares a los que habían visto en la habitación circular del segundo piso, pero aquí parecían más antiguos. como si hubieran sido tallados directamente en el hormigón cuando este aún estaba fresco.
Roberto avanzó cautelosamente, notando que el túnel no parecía ser una construcción improvisada, sino una estructura planificada cuidadosamente, con sistemas de ventilación y lo que parecían ser instalaciones eléctricas obsoletas. Tras recorrer unos 30 metros, el túnel desembocó en una cámara circular mucho más amplia. Roberto dirigió el as de luz a su alrededor y lo que vio le heló la sangre en las venas. La cámara estaba dispuesta como un anfiteatro con gradas descendentes que conducían a un área central donde se alzaba lo que solo podía describirse como un altar de piedra negra.
Sobre el altar y rodeándolo había objetos que Roberto reconoció inmediatamente gracias a su trabajo con Mortimercin. Artefactos antiguos de diversas culturas, muchos de ellos relacionados con rituales mortuorios o sacrificiales. Máscaras ceremoniales mesoamericanas, estatuillas egipcias, instrumentos de hueso tallado, pergaminos con escrituras en lenguas olvidadas y en el centro del altar una caja de cristal que contenía lo que parecía ser un libro encuadernado en un material que Roberto, con horror creciente sospechó que era piel humana. Las paredes de la cámara estaban completamente cubiertas de fotografías en blanco y negro.
Cientos de ellas mostrando niños de diferentes épocas y orígenes, todos con la misma expresión vacía en sus rostros. Y esparcidos por el suelo de la cámara, semiocultos en las sombras, había pequeños bultos que Roberto inicialmente confundió con muñecos o estatuas hasta que el az de luz reveló la terrible verdad. Eran restos momificados, cuerpos pequeños en diferentes estados de preservación. Algunos tan antiguos que apenas eran reconocibles como humanos, otros inquietantemente recientes. Un grito ahogado escapó de su garganta mientras retrocedía instintivamente, su espalda chocando contra una de las paredes de la cámara.
Fue entonces cuando notó algo que había pasado por alto en su horror inicial. Algunas de las fotografías más recientes mostraban a Frederick Holloway, el antiguo propietario de Villa Aurora, de pie junto a Mortimer Crin, ambos vestidos con túnicas ceremoniales, rodeados de otros hombres y mujeres con expresiones solemnes, todos observando lo que parecía ser un ritual en curso y en otra fotografía, para su absoluto terror, reconoció la misma cámara en la que se encontraba. Pero décadas atrás, con el altar rodeado de figuras encapuchadas y un niño pequeño atado sobre la piedra negra.
“Dios mío”, murmuró Roberto, comprendiendo finalmente la magnitud del horror que habían descubierto. No fue una tragedia ni una desaparición, fue una huida. Alguien detuvo lo que estaba pasando aquí y ellos escaparon. El sonido de algo arrastrándose a sus espaldas lo sacó bruscamente de su ensimismamiento. Se giró con la palanca en alto, listo para defenderse, pero el túnel por el que había venido estaba vacío. Sin embargo, cuando volvió a dirigir la luz hacia el altar, su corazón se detuvo por un instante.
La caja de cristal estaba abierta y el libro había desaparecido. un sudor frío recorrió su espalda mientras barría frenéticamente la cámara con la linterna, buscando cualquier señal de movimiento. ¿Quién está ahí? Gritó, su voz resonando extrañamente en el espacio subterráneo, como si las propias paredes la absorbieran. No hubo respuesta, pero Roberto tuvo la certeza absoluta de no estar solo. Con el pánico creciendo en su interior, comenzó a retroceder hacia el túnel, manteniendo la palanca frente a él como un escudo improvisado.
Fue entonces cuando escuchó algo que le heló la sangre, la risa cristalina de un niño, seguida por otra y otra más, un coro de risas infantiles que parecía provenir de todas partes y de ninguna a la vez. Las luces parpadearon, un sistema eléctrico que no debería funcionar después de décadas de abandono, revelando por instantes las paredes cubiertas de fotografías y los pequeños cuerpos esparcidos por el suelo, que ahora parecían haberse movido adoptando posturas diferentes, algunos incluso pareciendo sentados o de pie en las sombras intermitentes.
Roberto echó a correr hacia el túnel, abandonando cualquier pretensión de valentía, impulsado únicamente por el terror primitivo que se había apoderado de él. Mientras corría, las luces continuaban parpadeando y en los breves momentos de claridad creyó ver figuras infantiles corriendo a su lado, no delante ni detrás, sino literalmente a través de las paredes, como si para ellas el hormigón sólido no fuera más que una fina cortina. alcanzó la escalera y comenzó a subir desesperadamente, resbalando varias veces en su prisa, sintiendo como si manos pequeñas tiraran de sus tobillos intentando arrastrarlo de vuelta a la cámara.
Cuando finalmente emergió al aire libre, la luz del sol lo segó momentáneamente, pero no se detuvo. Cerró de golpe la puerta metálica y corrió hacia el invernadero, gritando el nombre de Elena. La encontró exactamente donde la había dejado, pero su expresión tranquila cambió a una de alarma al ver el estado en que se encontraba su esposo, pálido, sudoroso, con los ojos desorbitados por el pánico. “¿Qué pasó? ¿Qué viste ahí abajo?”, preguntó, dejando caer las herramientas de jardinería y corriendo hacia él.
Roberto intentó explicar entre jadeos lo que había descubierto, pero se interrumpió bruscamente a mitad de frase. ¿Dónde está Carlos?, preguntó el miedo dando paso a un nuevo terror aún más inmediato. Te lo dije, está en la casa dibujando, respondió Elena, contagiada por el pánico de su esposo. Tenemos que encontrarlo ahora, dijo Roberto, agarrando firmemente el brazo de Elena y arrastrándola hacia la mansión. Los que vivían aquí, los Holloway Mortimer, son parte de algo horrible, Elena. un culto, sacrificios, niños.
Sus palabras incoherentes solo aumentaron el terror de Elena, quien ahora corría a su lado llamando desesperadamente a su hijo. Entraron en Villa Aurora gritando el nombre de Carlos, recorriendo habitación tras habitación, sin encontrar rastro del niño. Fue Elena quien sugirió buscar en la habitación circular del segundo piso, esa que habían acordado no volver a abrir después de su descubrimiento inicial. La puerta que Roberto recordaba haber cerrado firmemente ahora estaba entreabierta. Se miraron por un segundo, el miedo reflejándose en los ojos del otro antes de empujarla completamente.
La escena que encontraron desafió toda comprensión. La habitación estaba llena de niños o lo que parecían ser niños. Figuras translúcidas que se movían con una fluidez antinatural. Sus rostros cambiando constantemente entre expresiones de alegría infantil y muecas de dolor adulto. Y en el centro del círculo, sentado con las piernas cruzadas y una sonrisa serena que no pertenecía a un niño de su edad, estaba Carlos. Frente a él, abierto sobre el suelo, se encontraba el libro que Roberto había visto en la cámara subterránea.
“Carlos, llamó Elena, su voz quebrándose por el terror. El niño levantó la vista, pero sus ojos parecían mirar a través de sus padres, no reconociéndolos. Están contentos de que hayamos venido”, dijo con una voz que sonaba extrañamente adulta y a la vez infantil, como si voces hablaran simultáneamente a través de él. Han estado tan solos desde que los otros se fueron. Los adultos malos que los trajeron aquí, que los encerraron bajo tierra para que nadie los encontrara después de lo que les hicieron.
Las figuras translúcidas se movían alrededor de Carlos, algunas acariciando su cabello, otras susurrando en su oído, todas mirando a Roberto y Elena con una mezcla de curiosidad y algo más oscuro, más antiguo. “Carlos, cariño, aléjate del libro”, pidió Elena, avanzando lentamente hacia su hijo. “Sea lo que sea que te están diciendo, no son tus amigos. ” Una risa colectiva emergió de las figuras, un sonido que era a la vez hermoso y terriblemente inquietante. “Por supuesto que somos sus amigos”, dijo Carlos o lo que hablaba a través de Carlos.
“Solo queremos que se quede con nosotros”. Todos nosotros fuimos traídos aquí una vez como él. Los hombres con túnicas nos prometieron hogares, comida, seguridad y luego nos llevaron al altar. Pero algo salió mal con su ritual. Nuestros cuerpos murieron, pero nosotros quedamos atrapados aquí en las paredes, en los espacios, entre espacios. Y hemos estado esperando tanto tiempo a que viniera otro niño, uno vivo, uno con el don. Roberto dio un paso adelante, la palanca todavía en su mano.
No sé qué son ustedes, pero no se llevarán a mi hijo declaró con una firmeza que contrastaba con el terror que sentía. Las figuras se agitaron ante sus palabras, algunas desvaneciéndose parcialmente, otras adoptando formas más amenazantes, menos humanas. “¿No entiendes?”, dijo la voz a través de Carlos. “No queremos hacerle daño, queremos liberarlo como nos liberamos nosotros. ” Los hombres con túnicas intentaron atarnos a este mundo usando el libro para alimentarse de nuestra esencia, pero encontramos una manera de voltear el ritual contra ellos.
Y ahora con Carlos podemos completar lo que empezamos hace décadas. Antes de que Roberto o Elena pudieran reaccionar, el libro frente a Carlos comenzó a arder con un fuego verde antinatural que no consumía las páginas. sino que parecía emerger de los propios símbolos escritos en ellas. Las figuras translúcidas se volvieron más sólidas, más definidas, mientras Carlos comenzaba a recitar palabras en un idioma que ningún niño de 10 años debería conocer. Un lenguaje que sonaba antiguo y poderoso, haciendo que el aire mismo vibrara con cada sílaba pronunciada.
Las muñecas suspendidas del techo comenzaron a girar como impulsadas por un viento invisible, algunas estallando en llamas, mientras otras se desintegraban en polvo que flotaba en patrones imposibles. Roberto se lanzó hacia delante intentando llegar hasta su hijo, pero una fuerza invisible lo lanzó contra una pared con violencia, dejándolo momentáneamente aturdido. Elena, impulsada por el amor maternal que trascendía cualquier miedo, logró avanzar más, sus manos extendidas hacia Carlos. Carlos, soy mamá. Por favor, detente. Algo en su voz, en la desesperación pura de una madre luchando por su hijo, pareció penetrar la barrera que las entidades habían construido alrededor del niño.
Por un instante, los ojos de Carlos se aclararon, recuperando su brillo habitual. Mamá, preguntó con voz temblorosa, como despertando de un sueño. Están en mi cabeza, mamá. Dicen cosas sobre el señor Crain y otros hombres sobre lo que les hicieron. Las figuras se agitaron violentamente, algunas lanzándose hacia Elena para detenerla, pero descubriendo que no podían tocarla directamente como si algo la protegiera. Carlos llamó Roberto, recuperándose del golpe y uniéndose a Elena. Sea lo que sea que te están mostrando, sea lo que sea que te están diciendo, no dejes que te usen.
Eres más fuerte que ellos. El niño parpadeó confundido, su mirada alternando entre sus padres y las figuras cada vez más agitadas que lo rodeaban, pero ellos también eran niños. Dijo con lágrimas en los ojos, “Como yo, y los lastimaron tanto. ” Elena se arrodilló frente a su hijo, ignorando el fuego verde que ardía peligrosamente cerca. “Lo sé, cariño, y es horrible lo que les pasó. Pero vengarse no les devolverá lo que perdieron. y usarte a ti solo creará más dolor.
Una de las figuras, más definida que las demás, con el rostro de una niña que no podría tener más de 12 años, se adelantó. Cuando habló, ya no lo hizo a través de Carlos, sino con una voz propia, débil, pero clara. Ella tiene razón”, dijo, sorprendiendo tanto a los Méndez como a las otras entidades. “Hemos esperado tanto por la venganza que olvidamos lo que realmente queríamos: descansar. Finalmente descansar. ” Las otras figuras se agitaron con mayor violencia, algunas desvaneciéndose completamente, otras adoptando formas grotescas de pura rabia.
Pero la niña espectral permaneció firme, extendiendo una mano translúcida hacia el libro en llamas. Este libro no fue hecho para liberar almas, sino para atarlas. Destruirlo es la única forma de que seamos verdaderamente libres. En un movimiento que pareció desarrollarse a cámara lenta, la niña espectral empujó el libro ardiente hacia la ventana. El cristal estalló con el impacto y el tomo ancestral cayó hacia el jardín, las llamas verdes convirtiéndose en una columna de fuego antinatural que se elevó varios metros en el aire.
Un grito colectivo emergió de las figuras espectrales, no de dolor, sino de liberación, mientras una a una comenzaban a desvanecerse, no en la nada, sino hacia una luz que solo ellas parecían ver. La niña que había hablado fue la última en partir dedicando una última mirada a Carlos. Gracias, susurró, por recordarnos qué se siente tener una familia que te ama y con esas palabras desapareció también. Carlos colapsó en los brazos de su madre, exhausto pero consciente, sus ojos nuevamente los de un niño de 10 años asustado y confundido.
“Mamá, papá”, murmuró aferrándose a ellos con desesperación. “lo siento.” Ellos decían que podían ayudarnos, que podían hacer que tuviéramos una casa de verdad. Roberto abrazó a su hijo y a su esposa, formando un círculo protector con sus brazos. Ya tenemos una casa, hijo”, dijo con voz quebrada por la emoción. “Donde estemos juntos, esa es nuestra casa. ” Mientras la familia permanecía abrazada en medio de la habitación, ahora silenciosa, un ruido ensordecedor sacudió toda la mansión. Grietas comenzaron a aparecer en las paredes.
El suelo vibró violentamente y el techo empezó a desmoronarse en algunos puntos. Tenemos que salir de aquí”, gritó Roberto, levantando a Carlos en sus brazos y agarrando firmemente la mano de Elena. Corrieron por los pasillos mientras villa Aurora se desintegraba a su alrededor, como si la mansión misma hubiera estado sostenida por las almas atrapadas en su interior. Y ahora, liberadas estas, la estructura perdiera toda cohesión. Lograron salir por la puerta principal. segundos antes de que el techo del vestíbulo se derrumbara completamente, corriendo a través del jardín salvaje hasta alcanzar la calle.
Desde allí observaron como la mansión, que había sido su refugio temporal, colapsaba sobre sí misma, levantando una nube de polvo y escombros que oscureció momentáneamente el cielo de los ángeles. Cuando el polvo comenzó a asentarse, no quedaba prácticamente nada en pie de Villaurora, solo ruinas irreconocibles. Y curiosamente el invernadero, que había permanecido intacto como una isla de vida en medio de la destrucción. Tres meses después, la familia Méndez se estableció en un pequeño apartamento en Ecopark, modesto pero limpio y seguro, pagado con el salario que Roberto ganaba ahora no como asistente, sino como socio en un nuevo negocio de restauración de muebles que había abierto con la ayuda de un préstamo.
Mortimercin había desaparecido el mismo día del colapso de Villa Aurora y las investigaciones posteriores revelaron conexiones con desapariciones de niños que se remontaban a décadas atrás. El terreno donde una vez se alzó la mansión permaneció vacío, marcado como zona peligrosa e inestable por las autoridades, aunque los rumores en el vecindario hablaban de que nadie quería construir allí, no por razones estructurales, sino por las historias que comenzaron a circular sobre luces extrañas vistas entre los escombros en las noches sin luna.
Carlos había recuperado lentamente la normalidad, aunque ocasionalmente despertaba gritando de pesadillas, donde figuras infantiles lo llamaban desde detrás de paredes imposiblemente delgadas. Elena había plantado un pequeño jardín en el balcón de su nuevo hogar, cultivando algunas de las semillas que había rescatado del invernadero de Villa Aurora, creando un oasis verde que simbolizaba el nuevo comienzo de la familia. Una noche, mientras cenaban en su pequeña mesa de cocina, Carlos preguntó repentinamente, “¿Creen que están bien ahora los niños?
Quiero decir, Roberto y Elena intercambiaron miradas indecisos sobre cómo responder. Finalmente, Elena tomó la mano de su hijo. Creo que sí, cariño. Creo que finalmente encontraron paz. Carlos asintió pensativamente y luego sonró. una sonrisa genuina que iluminó su rostro de una manera que sus padres no habían visto en mucho tiempo. “Me alegro”, dijo simplemente. “Nadie debería estar atrapado y solo para siempre”. Esa noche, mientras la familia Méndez dormía pacíficamente en su nuevo hogar, una brisa suave meció las plantas del balcón, llevando consigo el eco distante de risas infantiles, no aterradoras, sino alegres.
libres finalmente de los horrores que las habían encadenado a un mundo que ya no era el suyo. Y en las ruinas de Villa Aurora, donde nadie se atrevía a entrar después del anochecer, pequeñas flores silvestres comenzaron a brotar entre los escombros, cubriendo lentamente la oscuridad con nueva vida, como si la tierra misma intentara sanar las heridas de un pasado demasiado terrible para ser recordado, pero demasiado importante para ser olvidado completamente.
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