Gané 3 millones de dólares en la lotería y mis padres dijeron, “¿Le darás la mitad a tu hermano o te largas de la casa?” Me negué. Y al día siguiente, antes de irme, los encontré rompiendo mi billete de lotería por envidioso, pero reía carcajadas porque ese billete era. “Mi nombre es Peter y desde que tengo memoria he vivido a la sombra de mi hermano Nicolás. No es algo que me guste admitir, pero es la verdad. Mis padres, Andrea y Mauricio, siempre han tenido un favorito y ese favorito nunca he sido yo.

No me malinterpretes, no estoy buscando compasión. Solo quiero contar mi historia, porque lo que me pasó hace poco cambió todo y necesito sacarlo de mi pecho. Crecí en una casa modesta en un barrio tranquilo. Éramos una familia de clase media con un techo sobre nuestras cabezas y comida en la mesa, pero siempre hubo una diferencia clara en cómo mis padres trataban a Nicolás y a mí. Desde pequeños, Nicolás era el niño prodigio, el que siempre recibía los elogios.

Si sacaba una buena nota, mi madre colgaba su boleta en la nevera como si fuera una obra de arte. Si yo sacaba una nota igual o mejor, apenas recibía un bien hecho y un cambio de tema. Si Nicolás quería un juguete nuevo, mis padres se desvivían por conseguírselo. Si yo pedía algo, me decían que no había presupuesto o que debía aprender a ganármelo. No era solo cuestión de cosas materiales. La preferencia por Nicolás se notaba en todo.

Cuando llegó el momento de pensar en la universidad, mis padres no dudaron en pagar la matrícula de Nicolás en una universidad privada, una de las mejores del país. Es una inversión en su futuro”, decía mi papá Mauricio mientras mi mamá Andrea sentía con orgullo. Nicolás quería estudiar administración de empresas y mis padres veían en el al próximo gran empresario de la familia. Yo, en cambio, tuve que rascarme con mis propias uñas. Quería estudiar ingeniería, pero cuando les pedí ayuda me miraron como si hubiera pedido la luna.

No podemos pagarlo, Peter. Tienes que buscar una beca”, me dijo mi mamá con un tono que no admitía discusión. Así que trabajé. Durante el día atendía mesas en un restaurante y por las noches estudiaba como loco para mantener mis notas altas y no perder la beca parcial que conseguí. Aún así, no era suficiente. Terminé sacando préstamos estudiantiles que me dejaron con una deuda que aún hoy, años después, me pesa como una losa. Mientras tanto, Nicolás vivía sin preocupaciones, con sus gastos cubiertos y tiempo de sobra para salir con sus amigos o viajar en vacaciones.

Yo apenas tenía tiempo para dormir. No quiero sonar como si estuviera resentido desde siempre, pero es difícil no sentir un nudo en el estómago cuando ves que tus propios padres te tratan como si fueras menos. Intenté hablar con ellos un par de veces, preguntarles por qué había tanta diferencia. No es que te queramos menos, Peter, me decía mi mamá, es que Nicolás necesita más apoyo. Tú eres fuerte, tú puedes solo. Pero esas palabras, en lugar de consolarme me hacían sentir más solo.

¿Por qué tenía que ser fuerte? ¿Por qué no podía recibir el mismo amor, el mismo apoyo? A pesar de todo, seguí adelante. Me gradué de ingeniería con buenas notas, aunque con una deuda que me perseguiría por años. Conseguí un trabajo decente como ingeniero junior en una empresa de construcción, pero el sueldo apenas me alcanzaba para pagar las cuotas del préstamo, el alquiler de mi cuarto en casa de mis padres y mis gastos básicos. Sí, seguía viviendo con ellos, no porque quisiera, sino porque no podía permitirme un lugar propio.

Mis padres me cobraban una ancota por vivir en casa, algo que Nicolás nunca tuvo que pagar. “Tú trabajas, Peter. Es justo que contribuyas”, me decían. Mientras tanto, Nicolás, que ya se había graduado, seguía viviendo en casa sin pagar un centavo. Entonces llegó el momento en que Nicolás decidió montar su propio negocio. Quería abrir una tienda de ropa urbana, algo moderno y cool, según él. Mis padres no dudaron en apoyarlo. Sacaron todos sus ahorros, los que supuestamente no existían cuando yo pedí ayuda para mi universidad, y se los dieron a Nicolás para que alquilara un local, comprara mercancía y contratara personal.

Es una gran oportunidad para él, decía mi papá. Nicolás tiene visión. Va a llegar lejos. Yo los miraba en silencio, preguntándome cómo podían ser tan ciegos. Nicolás no tenía experiencia, no había hecho un plan de negocio sólido y su idea parecía más un capricho que un proyecto serio. Un año antes, yo también había intentado emprender. Tenía una idea para una pequeña empresa de consultoría en ingeniería, algo que podía crecer con el tiempo. Les pedí a mis padres un pequeño préstamo para empezar, no más de lo que gastaban en un mes en las salidas de Nicolás.

Su respuesta fue un rotundo no. No le vemos futuro, Peter, me dijo mi mamá. Eso suena muy arriesgado. Mejor quédate con tu trabajo. Me dolió, no solo por la negativa, sino porque ni siquiera se molestaron en escuchar mi plan. Para ellos, mis sueños no valían la pena. Mientras tanto, yo tenía un hábito que, lo admito, no era el más sensato. Compraba billetes de lotería. Empezó como una tontería, una forma de soñar con algo mejor. Cada semana gastaba unos pocos pesos en un billete, imaginando que quizás, solo quizás la suerte me sonreiría.

Era mi pequeño escape, mi manera de aferrarme a la esperanza de que algún día podría salir del agujero en el que estaba. Mis padres y Nicolás se burlaban de mí por eso. “Estás tirando tu dinero, Peter”, me decía Nicolás con una risita. La lotería es para perdedores. Yo no respondía, solo guardaba mis billetes en un cajón y seguía con mi vida. Pasaron los meses y el negocio de Nicolás empezó a tambalearse. No me sorprendía. Había visto como manejaba las cosas, gastaba más de lo que ingresaba, contrataba amigos que no sabían nada de negocios y tomaba decisiones impulsivas.

Pronto, las deudas se acumularon y mis padres, que habían invertido todo en él, empezaron a preocuparse. Yo, mientras tanto, seguía trabajando, pagando mi deuda estudiantil y la cuota de la casa, sin que nadie me preguntara cómo estaba o si necesitaba algo. Hasta que un día todo cambió. Era un viernes por la noche. Como siempre, pasé por la tienda de la esquina y compré un billete de lotería. No tenía muchas expectativas, pero me gustaba revisar los números, imaginar que tal vez por una vez la vida me daría una oportunidad.

Esa noche, sentado en mi cuarto, encendí la televisión y vi el sorteo en vivo. Los números empezaron a salir uno por uno y algo dentro de mí se detuvo. 7 14 23 42. los mismos números que tenía en mi billete. Al principio pensé que estaba soñando. Revisé el billete una y otra vez, comparando cada número con cuidado. No había error. Había ganado 3 millones de dólares. No grité, no salté, no hice nada. Me quedé sentado en mi cama mirando el billete, sintiendo una mezcla de incredulidad y euforia.

Por primera vez en mi vida sentí que tenía el control, pero también sabía que no podía contárselo a nadie. No todavía. Mis padres y Nicolás no eran de fiar y no quería que se enteraran hasta que el dinero estuviera seguro en mi cuenta. Al día siguiente fui a la oficina de la lotería para validar mi billete. Todo era real. Los empleados me felicitaron. Me explicaron que el pago tardaría entre 15 y 30 días en llegar a mi cuenta bancaria y me dieron un cheque simbólico gigante de esos que usan para las fotos.

Era enorme, con mi nombre y la cantidad de 3,000000es dólares escrita en letras grandes. Hicimos una sesión de fotos, sonreí para las cámaras y me fui a casa con el cheque bajo el brazo, todavía procesando lo que estaba pasando. Cuando llegué a casa, mis padres y Nicolás estaban en la sala. Al verme con el cheque gigante, sus ojos se abrieron como platos. ¿Qué es eso, Peter? Preguntó mi mamá con una mezcla de curiosidad y sospecha. Me tomé un segundo antes de responder, sabiendo que lo que diría cambiaría todo.

Gané la lotería dije tratando de mantener la calma. 3 millones de dólares. El silencio que siguió fue ensordecedor. Luego, Nicolás soltó una risa nerviosa. Tú, en serio, Peter. Mis padres no se rieron. Me miraron como si acabara de confesar un crimen. Es verdad, dije levantando el cheque simbólico. Y entonces todo se desató. Mi mamá fue la primera en hablar. Peter, esto es una bendición para la familia. Tienes que compartirlo con nosotros. Nicolás necesita ese dinero. Su negocio está en problemas.

Tiene deudas que pagar. Si le das la mitad, puede salvarlo y salir adelante. Me quedé mirándola, incrédulo. La mitad. Después de todo lo que habían hecho, o más bien no habían hecho por mí, Nicolás asintió como si fuera lo más lógico del mundo. Sí, Peter, es lo justo. Somos familia. No puedes quedarte con todo eso para ti solo. Sentí una risa subir por mi garganta, pero me contuve. Lo justo, dije mirándolos a los tres. ¿Desde cuándo les importa lo justo?

Nunca me apoyaron en nada. No me pagaron la universidad, me dejaron endeudarme hasta el cuello. No me dieron un centavo para mi emprendimiento, pero a Nicolás le dieron todo lo que pidiera. Y ahora que gano algo por mi cuenta, ¿quieren la mitad? No, no voy a darles nada. El ambiente se puso tenso. Mi papá, que hasta ese momento había estado callado, dio un paso adelante. Peter, no seas egoísta. Si no le das la mitad a tu hermano, te largas de esta casa.

No queremos desagradecidos aquí. No sé de dónde saqué la calma, pero la saqué. Perfecto, dije. Me voy. Y no se preocupen, no pienso volver a hablarles. Nunca me apoyaron, nunca creyeron en mí. Ahora que tengo algo, de repente soy parte de la familia. No, gracias. La discusión que siguió fue un torbellino. Les eché en cara todo. Como pagaron la Universidad de Nicolás mientras yo trabajaba turnos interminables, como le dieron todos sus ahorros para un negocio que ahora estaba en quiebra, como me cobraban alquiler mientras Nicolás vivía gratis.

Siempre fue él, ¿verdad?, les grité. Siempre fue Nicolás el importante, el que valía la pena. Yo solo era el que debía, ser fuerte, el que tenía que arreglárselas solo, pues ahora lo hice y no pienso compartirlo con ustedes. Mi mamá intentó interrumpirme diciendo que exageraba, que ellos solo querían lo mejor para todos. Nicolás, por su parte, me llamó envidioso. Dijo que siempre había estado celoso de él. No le respondí. No valía la pena. Subí a mi cuarto, dejé el cheque simbólico en mi escritorio y me encerré a planear mi salida.

No iba a quedarme ni un día más en esa casa. Me levanté temprano, decidido a empezar a buscar un lugar. Antes de bajar a la cocina, me di cuenta de que el cheque no estaba en mi escritorio. Bajé las escaleras, pero cuando llegué a la sala me detuve en seco. Allí estaban mis padres y Nicolás sentados alrededor de la mesa del comedor con el cheque simbólico en el centro. No estaba entero, estaba destrozado. Los pedazos de cartón estaban esparcidos por la mesa, algunos rotos en tiras, otros arrugados.

Mi mamá sostenía un trozo en la mano y Nicolás tenía unas tijeras. Mi papá, con una expresión dura, me miró como si quisiera desafiarme. Por un segundo sentí una punzada de pánico. ¿Qué habían hecho? Mis padres y Nicolás me miraron y dijeron, “Te lo advertimos, Peter. Como no quisiste compartir, decidimos romper tu cheque. Ahora no tienes nada. ¿Qué vas a hacer sin tu dinerito?” Por envidioso, soltó Nicolás blandiendo las tijeras como si fuera un trofeo. Y entonces, no sé cómo, una risa empezó a formarse en mi pecho.

Intenté contenerla, pero no pude. Empecé a reírme a carcajadas, tan fuerte que casi me quedé sin aire. Mis padres y Nicolás me miraron como si me hubiera vuelto loco. ¿De qué te ríes? Gruñó mi papá claramente molesto. ¿Crees que esto es gracioso? Mi risa se hizo más fuerte. No podía parar. Lágrimas me corrían por los ojos y me tuve que apoyar en la pared para no caerme. La cara de Nicolás pasó de la arrogancia a la confusión y mis padres se miraron entre sí como si no entendieran qué estaba pasando.

¿Por qué te ríes? Gritó mi mamá tirando el pedazo de cartón que tenía en la mano. Acabamos de destruir tu premio. ¿No lo entiendes? No vas a cobrar nada. Me limpié las lágrimas y traté de calmarme, aunque todavía me temblaba el cuerpo de la risa. Ese cheque, dije señalando los pedazos en la mesa. Ese cheque no vale nada. Es un cheque simbólico, un pedazo de cartón que me dieron para las fotos. El dinero real está en proceso y estará en mi cuenta en menos de 15 días.

De verdad pensaron que podían arruinarme rompiendo un pedazo de papel. El silencio que siguió fue glorioso. Los tres se quedaron pálidos como si les hubieran drenado la sangre del cuerpo. Nicolás dejó caer las tijeras y mi papá abrió la boca, pero no salió ninguna palabra. Mi mamá fue la primera en reaccionar, aunque su voz temblaba. Peter, eso, eso fue una broma. No lo hicimos en serio. Solo queríamos darte una lección. Una lección. Después de todo lo que me habían hecho, la risa se me cortó y sentí una oleada de rabia subir por mi pecho.

Una lección, dije dando un paso hacia ellos. ¿Qué clase de lección? Que nunca he sido nada para ustedes. ¿Que todo lo que importa es Nicolás y su maldito negocio que no sirve para nada? No, mamá, no fue una broma. Esto fue puro veneno, puro rencor. Pero, ¿saben qué? No me importa, me voy de esta casa y no pienso mirar atrás. Nicolás se levantó de la silla con una expresión que era una mezcla de pánico y desesperación. Peter, espera, no te lo tomes así.

Somos familia. Tú sabes que mi negocio está en problemas. Si me das algo de ese dinero, puedo salvarlo. No seas egoísta, hombre. Egoísta. Le espeté sintiendo que la rabia me quemaba por dentro. Egoísta yo, después de que me dejaron solo con mis deudas de la universidad, después de que me cobraron renta por vivir en esta casa mientras tú vivías gratis, después de que mamá y papá te dieron todo lo que pediste y a mí me dieron migajas.

No, Nicolás, no te debo nada. Ni a ti ni a ellos. Mi papá intentó intervenir con ese tono autoritario que usaba cuando quería imponerse. Peter, cálmate. Somos tus padres y Nicolás es tu hermano. No puedes darles la espalda a tu familia. Ese dinero es una bendición y tienes que compartirlo. No es una bendición para ustedes dije cortándolo. Es mi bendición. Yo compré ese billete de lotería. Yo lo gané. Ustedes se burlaban de mí por comprar billetes, ¿recuerdan?

Decían que era un perdedor, que estaba tirando mi dinero. Bueno, miren quién está riendo ahora. No les di tiempo de responder. Subí a mi cuarto, agarré mi mochila y empecé a empacar lo esencial, ropa, mi laptop, algunos documentos importantes. No necesitaba mucho. Había vivido con lo mínimo toda mi vida, así que no me costó decidir qué llevarme. Mientras metía mis cosas en la mochila, escuché pasos en las escaleras. Era mi mamá, con los ojos rojos, como si estuviera a punto de llorar.

Peter, por favor”, dijo entrando al cuarto sin pedir permiso. “No hagas esto. Somos tu familia. No puedes irte así sin más. Hablemos, podemos arreglar esto.” No hay nada que arreglar, respondí sin mirarla. Ustedes dejaron claro quiénes son. Siempre fue Nicolás, siempre. Cuando necesitaba ayuda para la universidad, me dieron la espalda. Cuando quise emprender, me dijeron que no valía la pena, pero ahora que tengo dinero, de repente soy importante. No, mamá, se acabó. Salí del cuarto, bajé las escaleras y pasé por la sala sin mirar a Nicolás ni a mi papá.

Escuché a mi mamá gritándome desde arriba, diciendo que era un desagradecido, que no podía tratarlos así. Nicolás también gritó algo, pero no me detuve a escuchar. Abrí la puerta de la casa y salí sintiendo el aire fresco en la cara. Por primera vez en mucho tiempo sentí que podía respirar. Pasaron los días y la espera por el dinero de la lotería se sentía eterna. Cada mañana revisaba mi cuenta bancaria esperando ver el depósito. Mientras tanto, me instalé en mi nuevo hogar.

Compré un colchón, una mesa pequeña y algunas cosas básicas. No necesitaba más. Por primera vez sentía que tenía un espacio que era mío donde nadie podía decirme qué hacer o cómo vivir. Y entonces un día llegó un correo electrónico de la lotería, confirmando que el depósito había sido procesado. Revisé mi cuenta y allí estaba. Un número con más ceros de los que jamás había visto. Me quedé mirando la pantalla sintiendo una mezcla de alivio y emoción. Lo había logrado.

Era libre. Lo primero que hice fue pagar mi deuda estudiantil. Ver ese saldo en cero fue como quitarme una montaña de encima. Luego compré algunas cosas que siempre había querido. Un buen televisor, un sofá cómodo, una laptop nueva. Nada extravagante, solo cosas que me hacían la vida más fácil. No quería llamar la atención. No quería que nadie supiera que era millonario. Había oído historias de ganadores de lotería que terminaban perdiéndolo todo por gastar sin control y no iba a ser uno de ellos.

Pero mis padres y Nicolás no se rendían. Unos días después de mudarme, recibí una llamada de mi mamá. No contesté, pero dejó un mensaje de voz. Peter, por favor, necesitamos hablar. El negocio de Nicolás está a punto de cerrar. Si no conseguimos dinero, va a quebrar. Tú tienes los medios para ayudarlo. No nos des la espalda. Escuché el mensaje y lo borré. Luego llegó un mensaje de Nicolás. Hermano, no seas así. Sé que estás molesto, pero soy tu familia.

Ayúdame. Te lo pido. Lo ignoré también. Una semana después, mi papá me llamó. Esta vez, contesté, más por curiosidad que por ganas de hablar. Peter dijo con un tono que intentaba sonar conciliador. Sé que las cosas se salieron de control, pero no puedes dejar a tu hermano en la calle. Su negocio es todo lo que tiene. Si no lo ayudas, va a perderlo todo. ¿Y qué hay de mí, papá?, respondí. ¿Qué hay de todo lo que perdí por ustedes?

Los años que trabajé hasta el cansancio, las veces que me humillaron, que me hicieron sentir menos. No, papá. Nicolás tuvo su oportunidad y la desperdició. Ahora le toca asumir las consecuencias. Eres un desagradecido gritó antes de colgar. No me sorprendió. Era lo mismo de siempre. Si no hacía lo que querían, era el malo de la película. Pero esta vez no me importó. Había terminado de buscar su aprobación. Decidí cortar contacto con ellos. Bloqueé sus números y borré sus mensajes.

No fue fácil. Una parte de mí aún sentía el peso de la culpa que intentaron ponerme, pero recordé sus palabras, sus actos y supe que estaba haciendo lo correcto. No les debía nada. Hoy camino por mi departamento, miro por la ventana y siento algo nuevo. Libertad. No es solo el dinero, es saber que no necesito su aprobación, que soy suficiente. La rabia que sentía se ha convertido en paz. Ellos apostaron por Nicolás y perdieron. Yo aposté por mí y gané. No hay vuelta atrás.