¿Creen que a los 45 años una mujer ya no tiene derecho a decir que no, que después de 22 años de matrimonio tiene que aguantar todo lo que su marido quiera hacerle? Pues yo estoy aquí a mis 72 años para contarles que estaban muy equivocados. Mi nombre es Carmen Esperanza Morales. Nací y me crié aquí en Guadalajara, Jalisco. Y hoy quiero compartir con ustedes la historia más dolorosa, pero también más liberadora de mi vida. Una historia que comenzó con una noche en que mi esposo cruzó una línea que jamás debió cruzar.

Pasó por meses de silencio y humillación y terminó con una decisión que cambió todo para siempre. Si alguna vez te has sentido sin voz en tu propia casa, si has pensado que no tienes opciones, entonces quédate conmigo porque lo que me pasó esa noche del 15 de marzo de 1998 me enseñó que siempre, siempre tenemos el poder de decir basta, pero lo que no sabían es que esa noche no fue la primera vez y lo que pasó después me hizo entender que hay cosas que una mujer jamás debe permitir sin importar cuántos años lleve casada.

Esta abuela curiosa quiere saber hasta dónde puede llegar nuestra voz a través de esta bendita tecnología. Era marzo de 1998. Acababa de cumplir 45 años el 8 de febrero y mi vida parecía una película que ya había visto demasiadas veces.

La misma rutina día tras día, la misma sensación de vacío que me acompañaba desde hacía años. Me levantaba a las 5 de la mañana, preparaba el café de olla como le gustaba a Roberto. Mi esposo de 22 años tostaba las tortillas, freía los frijoles refritos que él siempre pedía para el desayuno. Roberto trabajaba como supervisor en una maquiladora de ropa aquí en la zona industrial de Guadalajara. Era un trabajo que le daba cierto estatus, pero que también lo había vuelto más rígido, más controlador con los años.

Él salía a las 6:30 de la mañana siempre con esa cara de hombre que carga el mundo en los hombros, siempre con ese humor de perros que había desarrollado especialmente en los últimos 5 años. Ya no era el hombre que me besaba en la frente con cariño antes de irse. Ahora apenas me daba un beso seco en la mejilla, como si fuera una obligación más de su rutina matutina. Nuestros hijos, Miguel Ángel y Paloma, ya no vivían en casa y la extrañaba terriblemente.

Miguel Ángel, mi hijo mayor, se había ido a estudiar ingeniería a Ciudad de México, en la Universidad Nacional. Era un muchacho inteligente, serio como su papá, pero con un corazón más noble. Tenía 23 años y cada vez que hablaba por teléfono conmigo, me preguntaba si estaba bien, si necesitaba algo. Paloma, mi niña hermosa, se había casado el año anterior con un muchacho de Tijuana y se había ido a vivir allá. Tenía apenas 20 años cuando se casó y aunque me daba miedo que fuera muy joven, la verdad es que entendía su prisa por salir de casa.

El ambiente se había vuelto muy pesado. La casa que antes estaba llena de risas, de voces, de vida, ahora solo tenía nuestros silencios incómodos. Roberto llegaba del trabajo y el único sonido era el de la televisión. sus pasos pesados por la casa, el ruido de los cubiertos contra el plato durante la cena, habíamos perdido la capacidad de conversar. Mejor dicho, él había perdido el interés en escucharme. Roberto y yo nos conocimos en una quermes de la parroquia de San José en 1975, cuando yo tenía apenas 20 años y él 25.

Era un hombre guapo, entonces, moreno, de ojos verdes que brillaban cuando sonreía, alto, bien plantado, siempre muy serio, pero que sabía hacerme reír cuando quería. Trabajaba entonces como mecánico en un taller del centro, pero tenía ambiciones. Carmen me decía con esa voz ronca que me enamoraba, yo no me voy a quedar de mecánico toda la vida. Voy a estudiar, voy a superarme, vamos a tener una familia bonita. Me enamoró con esas pláticas largas en el portal de la casa de mis papás, hablando de los sueños que teníamos para el futuro.

En esa época, Roberto era tierno conmigo. Me llevaba serenatas los viernes por la noche. Me regalaba flores que cortaba del jardín de su mamá. Me escribía cartitas que yo guardaba en una caja de zapatos. Carmen Esperanza me decía, “Tú vas a ser la mamá de mis hijos, la dueña de mi corazón para toda la vida. Nos casamos en junio de 1976 en la misma parroquia donde nos conocimos. Fue una boda bonita, sencilla, pero llena de amor. Roberto se veía guapísimo en su traje gris que había apartado en abonos durante 6 meses.

Yo usé el vestido de novia de mi mamá que había modificado para que me quedara a la medida. Esa noche de bodas, Roberto fue tierno conmigo, paciente, cariñoso. “Te amo, Carmen.” Me susurraba al oído. Vamos a ser muy felices. Y lo fuimos al principio. Los primeros años de matrimonio fueron hermosos. Roberto trabajó mucho para salir adelante. Se inscribió en la preparatoria abierta. Después estudió administración industrial en las noches. Yo también trabajé duro, además de cuidar la casa y después a los niños cuando llegaron.

Siempre tuve mis costuras. Mi mamá me había enseñado a coser desde niña y yo tenía buena mano para eso. Era conocida en todo el barrio de la Moderna por hacer los vestidos más bonitos para las quinceañeras, las bodas, los bautizos. Miguel Ángel nació en 1978 cuando yo tenía 23 años. Fue un embarazo difícil, pero Roberto estuvo conmigo en todo momento. Se desvivía por cuidarme, me llevaba el desayuno a la cama, me sobaba los pies cuando se me hinchaban.

Mi reina me decía, esto es lo más hermoso que nos ha pasado. Cuando nació Miguel Ángel, Roberto lloró de emoción. Es igualito a ti”, me dijo. Aunque la verdad es que el niño era su vivo retrato. Paloma llegó dos años después, en 1980. Otra vez, Roberto se portó como el mejor esposo del mundo durante el embarazo, pero ya para entonces había comenzado a cambiar. Su trabajo en la maquiladora lo estaba transformando. Como supervisor tenía que ser duro con los empleados y esa dureza la fue trayendo a la casa poco a poco, pero algo se había perdido en el camino con los años.

¿Cuándo fue que dejamos de platicar de verdad? ¿Cuándo fue que él dejó de verme como mujer y empezó a verme solo como la señora de la casa? No puedo precisar el momento exacto, pero sé que para 1995, cuando cumplimos 19 años de casados, ya éramos como dos extraños viviendo bajo el mismo techo. Para 1998, nuestra rutina era completamente mecánica. Roberto llegaba del trabajo a las 6 de la tarde, se sentaba en su sillón favorito, encendía la televisión y esperaba que le sirviera la cena.

Comía viendo las noticias sin dirigirme la palabra a menos que fuera para quejarse de algo. La sopa está muy salada. Este guisado ya lo hiciste la semana pasada. No hay tortillas calientes. Después de cenar se bañaba, se acostaba a ver televisión en el cuarto y se dormía. Los fines de semana eran para arreglar cosas de la casa, visitar a su mamá, ir a misa el domingo, siempre juntos en apariencia, pero cada uno en su mundo completamente separado.

Nuestra cama se había vuelto solo un lugar para dormir. Hacía más de año y medio que no teníamos intimidad real. Y cuando él lo intentaba, era algo tan frío, tan mecánico, tan sin amor, que yo prefería hacerme la dormida. Estoy muy cansada, Roberto, le decía. Y él gruñía, se volteaba hacia su lado y se dormía. No había caricias, no había besos, no había palabras tiernas. Era como si yo fuera solo un cuerpo ahí disponible para cuando él lo necesitara.

Cuando me veía en el espejo en esa época, me gustaba lo que veía. A los 45 años todavía me conservaba bien. Mi cabello seguía siendo mi orgullo, negro ache con apenas algunas canas que me daban distinción. Lo llevaba siempre bien peinado, a veces suelto, a veces recogido en un chongo elegante. Me cuidaba mucho. Hacía ejercicio tres veces por semana en el parque González Gallo. Caminaba una hora completa dando vueltas, platicando con otras señoras del barrio. Usaba las cremas que mi comadre Rosario me enseñaba a hacer con sábila, miel y aguacate.

Mi cuerpo, que había cargado dos hijos y trabajado duro durante décadas, todavía tenía sus curvas en el lugar correcto. Mi cintura seguía marcada, mis piernas firmes por tanto caminar. No era una vieja para nada, pero me sentía invisible. Roberto no era un hombre malo en el sentido tradicional. Eso siempre lo he aclarado cuando cuento esta historia. Nunca me pegó, nunca llegó borracho a la casa, nunca faltó al trabajo, siempre fue buen proveedor, responsable con los gastos de la casa, respetuoso con la familia, pero se había vuelto un extraño que compartía casa conmigo, un extraño frío demandante que me veía como parte del mobiliario.

Cuando yo intentaba platicar durante la cena, me respondía con monosílabos. Los ojos clavados en la televisión como si lo que pasara en las noticias fuera más importante que su esposa. ¿Cómo te fue en el trabajo, amor?, le preguntaba sirviendo el guisado. Bien, Miguel Ángel habló hoy, dice que ya va a terminar la carrera, que está muy contento. Ajá. Paloma también llamó. dice que ya tiene 2 meses de embarazo. Vamos a ser abuelos. Roberto. Hm. Roberto, podríamos salir el sábado, ir a cenar a algún lado.

Hace mucho que no salimos solos, que no platicamos de nosotros. ¿Para qué, Carmen? Aquí en la casa se come mejor y no gastamos dinero de a gratis. Además, ¿de qué vamos a platicar? Esa última pregunta me dolió como una apuñalada. ¿De qué íbamos a platicar? de todo, de nuestros hijos, de nuestros sueños, de cómo nos sentíamos, de los recuerdos bonitos, de los planes para el futuro, pero para él ya no había nada de que hablar conmigo. Me sentía como esas plantas que pones en un rincón oscuro de la casa que van sobreviviendo, pero nunca florecen

de verdad, que van perdiendo color, perdiendo vida hasta que un día te das cuenta de que ya no son las mismas. Eso era yo en mi matrimonio, una mujer que sobrevivía, pero que había dejado de vivir. Las amigas de la iglesia tampoco ayudaban mucho con sus consejos. Doña Socorro, casada desde hacía 30 años, siempre me decía, “Carmen, el matrimonio es así, hija. No es todo el tiempo luna de miel. Lo importante es tener respeto, tener compañía, que no te falte nada en la casa.

” Y doña Remedios completaba, “Ay, Carmen, los hombres después de los 50 ya no son la misma cosa. Se vuelven más serios, más concentrados en el trabajo. Hay que entenderlos.” Pero yo no quería conformarme. Sentía que todavía había vida en mí, bondad de sentir mariposas en el estómago, de ser deseada, de conversar hasta altas horas, de reírme hasta que me doliera la panza. Era un pensamiento que me daba hasta culpa en esa época, porque había sido educada para creer que una mujer casada, madre de familia, católica, practicante, no podía andar pensando en esas cosas.

Pero ahí estaba el pensamiento, creciendo dentro de mí como una semillita que había encontrado tierra fértil. ¿Sería posible que hubiera algo más para mí? Sería posible que mereciera más que esta vida gris rutinaria sin chispa. Fue la noche del 15 de marzo de 1998 cuando todo cambió para siempre. Habíamos cenado en silencio como siempre. Yo había hecho chiles rellenos, uno de los platillos que más le gustaban a Roberto, esperando tal vez provocar alguna conversación, algún elogio, alguna muestra de aprecio, pero él comió sin comentarios, viendo las noticias de Televisa, masticando mecánicamente mientras yo lavaba los trastes que íbamos usando.

Después de cenar, Roberto se fue a bañar como todas las noches. Yo terminé de limpiar la cocina, guardé los trastes, limpié la estufa, barrí el piso. Era mi rutina de siempre. Después me fui al cuarto a cambiarme el vestido por mi camisón, a desmaquillarme, a cepillarme el cabello. Roberto salió del baño envuelto en su toalla, se puso la pijama y se acostó a ver televisión. Yo estaba en el baño lavándome los dientes cuando lo sentí llegar por detrás.

Al principio pensé que tal vez quería platicar que había decidido ser cariñoso después de tanto tiempo de frialdad. Pero cuando puso las manos en mi cintura y empezó a besarme el cuello de esa forma brusca, áspera, sin delicadeza, me di cuenta de que tenía otras intenciones. Sus manos no acariciaban. apretaban. Su boca no besaba con cariño, mordisqueaba como si fuera un animal. “Roberto”, le dije volteándome y apartándolo un poco. Estoy cansada. Mañana tengo que entregar tres vestidos de quinceañera.

La señora Guadalupe viene temprano por el de su hija. Pero él no me estaba escuchando. Tenía esa mirada que ya conocía demasiado bien, la mirada de cuando decidía que era su derecho como esposo y punto. Una mirada fría, determinada, como la que ponía en la maquiladora cuando daba órdenes que no se podían discutir. me empezó a jalar hacia el cuarto, tomándome del brazo con más fuerza de la necesaria. Ándale, Carmen, hace mucho que no, gruñó Roberto. De verdad, estoy muy cansada, insistí tratando de soltarme, pero él ya me estaba arrastrando.

No seas ridícula, me dijo con esa voz que no admitía réplica. Soy tu marido. En el cuarto empezó a quitarme el camisón sin delicadeza. sin cariño, como si yo fuera un objeto que había que desvestir rápidamente para usar. Sus manos estaban ásperas, frías, ansiosas. No había caricias, no había besos tiernos, no había palabras de amor. Era pura necesidad física, como quien usa una herramienta para resolver un problema. Yo me dejé porque era mi marido, porque después de 22 años de matrimonio, una aprende que hay batallas que no vale la pena pelear, porque así me habían enseñado mis papás, mis tías, la sociedad entera, que una esposa no debe negarle nada a su marido.

Pero cuando me volteó boca abajo y vi pretendía hacer, algo dentro de mí se reveló completamente. le dije firmemente volteándome hacia él. Por atrás, no, Roberto, eso no me gusta, me lastimas. Él se ríó de una forma que me heló la sangre hasta los huesos. Era una risa cruel, burlona, como si mi negativa fuera un chiste infantil. ¿Desde cuándo tú decides, Carmen?, me dijo con esa voz fría que me daba miedo. Soy tu marido. Esto es lo que quiero.

Pero, Roberto, no me gusta así. Me duele. Me lastimas. Podemos hacer otra cosa. Insistí tratando de mantener la calma, tratando de negociar como si fuéramos dos adultos civilizados, pero él ya había tomado su decisión. Te vas a acostumbrar”, dijo. Y siguió con su plan como si yo no hubiera hablado. Fue entonces cuando pasó lo que me cambió la vida para siempre. Me agarró por detrás con fuerza, sujetándome las muñecas contra la cama para que no me moviera, sin importarle que yo le dijera que no, que me dolía, que no quería, que por favor parara.

Yo seguía diciéndole por atrás, “No, Roberto, por favor, me duele mucho.” Pero él no paró. Sus manos me lastimaban, su peso me aplastaba, su respiración agitada en mi oído me daba asco. Me forzó de una manera que nunca había hecho antes, como si fuera su derecho absoluto a hacer conmigo lo que se le ocurriera, como si mi dolor, mi negativa, mis lágrimas no significaran absolutamente nada. Cuando traté de moverme, me sujetó más fuerte. Cuando traté de hablar, me dijo, “Cállate ya.” Cuando lloré me ignoró completamente.

Cuando terminó, se levantó, se limpió con mi toalla como si nada hubiera pasado, se puso la pijama y se acostó a ver televisión. Buenas noches”, me dijo, “como si acabáramos de tener una noche normal de intimidad matrimonial, como si no hubiera pasado nada extraordinario, como si no me hubiera violado en mi propia cama.” Yo me quedé ahí dolida físicamente, sangrando un poco, destrozada emocionalmente, entendiendo que algo había cambiado para siempre en nuestra relación. Mi propio esposo, el hombre que se suponía me tenía que amar y proteger, me había forzado a hacer algo que yo no quería.

Había ignorado completamente mi negativa. Me había tratado como si yo no tuviera voz ni voto sobre mi propio cuerpo. Me fui al baño a limpiarme, a curar mis heridas, a tratar de entender qué había pasado. En el espejo vi a una mujer que no reconocía, despeinada, con los ojos rojos de llorar, con marcas en las muñecas donde Roberto me había sujetado. Era la imagen de una mujer que había sido abusada, pero había sido abusada por su propio marido, en su propia casa, en su propia cama.

Esa noche lloré en silencio hasta que amaneció acostada lo más lejos posible de Roberto, que roncaba tranquilamente como si tuviera la conciencia limpia. No era solo el dolor físico, aunque ese era terrible. Era la humillación, la rabia, la traición. La sensación de haber sido violada por el hombre que se suponía me tenía que amar y respetar más que nadie en el mundo. Los días siguientes fueron horribles. Roberto actuaba como si nada hubiera pasado. Se levantaba, desayunaba leyendo el periódico, se iba al trabajo, regresaba, cenaba viendo televisión, se bañaba, se dormía.

Rutina completamente normal. Pero yo no podía olvidar lo que había pasado. Cada vez que me veía en el espejo, veía a una mujer humillada, violentada. Cada vez que él me tocaba, aunque fuera por accidente, al pasarme la sal en la mesa, yo me estremecía completamente. Pensé en hablar con alguien, pero ¿con quién? Con mi mamá. Ella era de la generación que creía que los problemas del matrimonio se arreglan en casa, que una mujer casada no debe andar contando intimidades.

Lo que pasa entre marido y mujer es sagrado. Siempre decía con mis amigas de la iglesia, ellas me dirían que es mi deber como esposa, que hay que aguantar, que los hombres tienen necesidades diferentes con mis hijos. Jamás en la vida les contaría algo así a Miguel Ángel y Paloma. No quería que perdieran el respeto por su papá. No quería ser responsable de romper la imagen que tenían de su familia. Pasaron dos semanas y Roberto volvió a intentarlo.

Yo estaba doblando ropa en el cuarto cuando llegó por atrás otra vez. Esta vez cuando me empezó a voltear le dije claramente, “No, Roberto, te dije que no me gusta así. Me lastimas.” Carmen, “No seas ridícula.” me contestó con impaciencia, como si estuviera siendo caprichosa. Soy tu marido, tengo derecho. Esto es normal entre marido y mujer. Tener derecho no significa que puedas forzarme, le dije tratando de mantener la dignidad en la voz. Puedes tener derecho a mi cuerpo, pero no a lastimarme, no a ignorar lo que yo siento.

Pero él no me hizo caso. Otra vez me sostuvo con fuerza cuando traté de resistirme. Otra vez ignoró mis protestas. Otra vez hizo lo que quiso sin importarle lo que yo sentía. Esa segunda vez algo se rompió definitivamente dentro de mí. Entendí que Roberto no me veía como una persona con derechos, con sentimientos, con dignidad. Me veía como una propiedad, como algo que había comprado con el anillo de matrimonio y que podía usar como se le antojara.

Entendí que para él ser mi esposo le daba carta blanca para hacer conmigo lo que quisiera, sin mi consentimiento, sin importarle mi comodidad, sin respetar mi dignidad como mujer. La tercera vez que lo intentó tres semanas después fue diferente. Roberto llegó del trabajo más temprano de lo normal con esa mirada que ya yo conocía. Había bebido un poco, no estaba borracho, pero sí tenía esa confianza extra que le daba el alcohol. Yo estaba en la cocina preparando la cena cuando me agarró por detrás y empezó con lo mismo.

Esta vez no me dejé. Cuando me empezó a voltear, yo me zafé con fuerza. No le grité. Te dije que no. Él se enojó como nunca lo había visto. Su cara se puso roja. Las venas del cuello se le marcaron, los puños se le cerraron. ¿Qué te pasa, Carmen? ¿Desde cuándo te pones así conmigo? Desde que decidí que merezco respeto en mi propia casa. Le contesté con una valentía que no sabía que tenía. La discusión que siguió fue brutal.

La peor pelea de nuestros 22 años de matrimonio. Roberto me gritó que era su esposa, que era mi obligación como mujer casada, que él trabajaba todo el día para mantenerme y tenía derecho a lo que quisiera de mí. “Eres mi mujer”, me gritó. “Te casaste conmigo para esto también. Me casé contigo para ser tu compañera, no tu esclava”, le grité de vuelta. Le grité que ser esposa no me convertía en su propiedad, que mi cuerpo era mío y que si no respetaba mi negativa, si no podía hacer el amor conmigo de una forma que no me lastimara, entonces tendríamos problemas muy serios.

¿Me estás amenazando? me preguntó con esa voz fría que me daba miedo, acercándose a mí de una forma intimidante. “Te estoy avisando”, le respondí con una valentía que me sorprendió a mí misma. “Si me vuelves a forzar, si me vuelves a lastimar así, si me vuelves a ignorar cuando te digo que no, voy a tomar decisiones que tal vez no te gusten. ” ¿Como qué decisiones? Ya lo verás. si sigues faltándome al respeto. Esa noche Roberto durmió en el sillón de la sala por primera vez en nuestros 22 años de matrimonio y así se quedó durante una semana completa.

No hablábamos más que lo indispensable. ¿A qué hora vienes a comer? Necesito dinero para el mercado. Miguel Ángel habló. La tensión en la casa era tan densa que se podía cortar con cuchillo. Pero por primera vez en meses yo me sentía en paz en mi propia cama. Fue durante esa semana de silencio y distancia que tomé una decisión que cambiaría mi vida para siempre. Estaba sentada en mi máquina de coser, terminando un vestido de novia para la hija de la señora Esperanza.

Cuando me di cuenta de algo muy claro, no iba a seguir viviendo con un hombre que no me respetaba como persona. No iba a seguir fingiendo que todo estaba bien cuando en realidad estaba siendo abusada en mi propia casa por el hombre que se suponía me tenía que amar más que nadie. Esa noche, cuando Roberto regresó a dormir al cuarto, como si nada hubiera pasado, como si la semana de castigo hubiera sido suficiente para que yo entrara en razón, yo ya tenía mi plan.

No iba a permitir ni una vez más que me faltara al respeto de esa manera. Era hora de tomar el control de mi vida, aunque eso significara enfrentar el miedo, el qué dirán, la incertidumbre económica y la posibilidad de quedarme sola a los 45 años. El momento decisivo llegó un sábado por la mañana de abril. Roberto estaba desayunando, leyendo el periódico como todos los sábados, cuando me senté frente a él con una determinación que nunca había sentido antes.

Había pasado toda la noche despierta, pensando en lo que le iba a decir, preparándome mentalmente para la confrontación que sabía que venía. Roberto, le dije con voz firme, tenemos que hablar muy seriamente. Él levantó los ojos del periódico con fastidio, como si yo fuera una mosca molesta que estaba interrumpiendo su momento de paz. Ahora, ¿qué, Carmen? ¿Otra vez vas a estar con lo mismo. Voy a estar con lo mismo hasta que lo entiendas, le respondí. Y si no lo entiendes, vamos a tener que tomar decisiones muy difíciles.

¿A qué te refieres? Me preguntó. Pero ya había algo en su voz que me dijo que sabía perfectamente a qué me refería. Me refiero a que las cosas van a cambiar en esta casa. O aprendes a respetarme como tu esposa, como la madre de tus hijos, como una mujer que merece dignidad o vamos a tener que separarnos. Las palabras salieron de mi boca con una claridad que me sorprendió. Había estado practicándolas en mi mente, pero al decirlas en voz alta sonaban tan definitivas, tan reales.

La cara que puso Roberto fue de sorpresa total. Se quedó con el tenedor a medio camino hacia la boca, los ojos bien abiertos, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando. Separarnos. ¿Estás loca, Carmen? No estoy loca, Roberto. Estoy harta. Harta de qué? De tener casa, comida, un marido que trabaja para mantenerte. Harta de que me trates como si fuera tu propiedad. Harta de que hagas conmigo lo que se te antoje sin importarte si yo quiero o no.

Harta de vivir con un hombre que no me respeta. Roberto dejó el tenedor en el plato y me miró como si estuviera viendo a una extraña. Carmen, estás exagerando. Somos marido y mujer. Es normal lo que hacemos. No es normal forzar a tu esposa, Roberto. No es normal ignorar cuando te dice que no. No es normal lastimar a la persona que se supone amas. Ay, Carmen, no seas dramática. Todas las parejas pasan por esto. En serio, le pregunté.

¿Tú crees que todas las mujeres se van a acostar llorando porque sus maridos las forzaron? ¿Tú crees que todas las esposas tienen marcas en las muñecas porque sus maridos las sujetaron para que no se movieran? Roberto se quedó callado porque sabía que no tenía respuesta para eso. La conversación se alargó por horas. Roberto alternaba entre diferentes estrategias. Primero las disculpas. Perdóname, Carmen, no me di cuenta de que te lastimaba. Después las promesas de cambio, te juro que va a ser diferente.

Luego la minimización del problema. Estás haciendo una tormenta en un vaso de agua. Y finalmente las amenazas veladas. Los hijos van a estar muy decepcionados. contigo. ¿Qué va a decir la gente cuando sepan que dejaste a tu marido por eso? Una mujer de tu edad, ¿a dónde crees que vas a ir? Pero yo ya había tomado mi decisión y nada de lo que dijera me iba a hacer cambiar de opinión. Los hijos van a entender que su mamá merece respeto le dije con firmeza.

La gente puede pensar lo que quiera. Yo no vivo para darle gusto a los vecinos y a mi edad. Puedo ir a donde se me dé la gana porque soy una mujer libre y tengo derecho a vivir con dignidad. Le di un ultimátum claro. O iba a terapia conmigo para aprender a tratarme con respeto, para entender que en una relación de pareja los dos tienen que estar de acuerdo o nos separábamos. Roberto, le dije mirándolo a los ojos, si de verdad me amas, si de verdad quieres salvar este matrimonio, vamos juntos con un psicólogo que nos ayude a comunicarnos mejor.

Roberto, orgulloso como era, se negó rotundamente. No estoy loco para ir a que un desconocido me diga cómo tratar a mi esposa, me dijo con desprecio. Eso es cosa de ricos que no tienen problemas reales. Entonces, ya no soy tu esposa, le respondí con una tranquilidad que me sorprendió a mí misma. Esa misma tarde empecé a hacer las llamadas necesarias primero a mis hijos para explicarles la situación sin entrar en detalles demasiado íntimos, pero siendo honesta sobre el problema fundamental.

Fue la conversación más difícil de mi vida. Hijo, le dije a Miguel Ángel cuando contestó el teléfono, necesito platicar contigo sobre algo muy serio. ¿Qué pasa, mamá? ¿Estás bien? Su voz se escuchaba preocupada. “Tu papá y yo nos vamos a separar”, le dije sin rodeos. El silencio del otro lado de la línea duró una eternidad. ¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué pasó, hijo? Tu papá y yo ya no nos entendemos. Hemos tenido problemas serios de respeto y ya no podemos seguir juntos.

Pero mamá, ustedes llevan 22 años casados, no pueden arreglarlo. Ya lo intenté, Miguel Ángel. Le pedí que fuéramos a terapia, que conversáramos, que encontráramos una solución, pero él no quiere cambiar. Miguel Ángel me hizo 1000 preguntas tratando de entender, tratando de encontrar una solución. Es por otra mujer, mamá. No, hijo. Es porque tu papá no me respeta como mujer, como persona. ¿Te pegó? No me pega, pero hay otras formas de lastimar a una persona. Mamá, yo no entiendo.

¿No pueden intentarlo una vez más, hijo? Le dije con toda la paciencia del mundo, cuando una mujer dice no a algo, tiene que ser respetada. Y tu papá no me respeta cuando le digo que no. Eso no está bien en ninguna relación. Fue difícil explicarle sin entrar en detalles que lo hubieran traumatizado, pero Miguel Ángel es inteligente y entendió que había algo serio detrás de mis palabras. La conversación con Paloma fue aún más emotiva. Mi niña, que estaba embarazada de dos meses, lloró mucho.

“Mamá”, me dijo entre soyosos, “pero ustedes parecían estar bien. ” ¿Cómo es posible, hija? A veces las apariencias engañan. Tu papá y yo hemos estado distantes durante años y ahora las cosas se pusieron muy difíciles, pero no pueden arreglarlo por nosotros, por la familia. Paloma. Amor, si yo me quedo en una relación donde no me respetan, ¿qué ejemplo les estoy dando a ustedes? ¿Qué les estoy enseñando sobre lo que debe aguantar una mujer? Pero mamá, la familia es lo más importante.

Precisamente por eso, hija, porque la familia es importante. No puedo permitir que vean a su mamá siendo maltratada. Ambos me prometieron que vendrían a visitarme pronto para hablar más en persona. Aunque estaban confundidos y dolidos, pude sentir que en el fondo me apoyaban. Después llamé a mi hermana Rosa, que vivía en Morelia, para preguntarle si podía quedarme con ella unas semanas mientras decidía qué hacer. Rosa, que siempre había sido más rebelde que yo, me dijo sin dudarlo, “Carmen, ya era hora.

Ese hombre te tenía como sirvienta hace años. Ven acá cuando quieras. Aquí tienes tu casa. El proceso de separación fue más difícil de lo que esperaba. Roberto pasó por todas las etapas. Negación. Esto es una locura temporal. Se te va a pasar. Enojo. Eres una malagradecida después de todo lo que he trabajado por ti. Negociación. Bueno, tal vez sí podamos ir a terapia, más enojo. Te vas a arrepentir, no vas a encontrar quién te mantenga. Y una mezcla extraña de tristeza y alivio.

Hubo momentos en que pensé que iba a volverse violento físicamente. Una noche llegó a casa después de haber estado bebiendo y empezó a gritarme que era una loca, que estaba destruyendo la familia por puras tonterías. “Te estás volviendo loca, Carmen”, me gritó. “Nadie se va a separar por algo así.” Roberto, “noy loca, estoy defendiendo mi dignidad. Pero creo que en el fondo sabía que estaba mal lo que había hecho. Una noche, cuando ya habíamos decidido oficialmente que nos íbamos a separar, se sentó en la sala y lloró.

Era la primera vez que lo veía llorar desde el día que nació Miguel Ángel. Carmen me dijo, prometo que va a ser diferente. Nunca más voy a hacer eso. Roberto, ya es muy tarde, le respondí con tristeza, porque de verdad me dolía ver a ese hombre que había amado durante tantos años en esa situación. El daño ya está hecho. Y lo peor es que tardaste tres veces en entender que cuando una mujer dice no es no. Tardaste 22 años en darte cuenta de que tu esposa merece respeto.

Pero Carmen, podemos empezar de nuevo. No, Roberto, yo ya no puedo confiar en ti. Cada vez que me toques voy a recordar esas noches. Cada vez que me digas que me amas, voy a recordar cómo ignoraste mis lágrimas. No se puede construir una relación sobre esa base. La noticia de nuestra separación se extendió por el barrio como pólvora. En Guadalajara, en 1998, una mujer de 45 años que dejaba a su marido después de 22 años de matrimonio era un escándalo mayúsculo.

Las versiones fueron variando y multiplicándose como en el juego del teléfono descompuesto, que si yo me había vuelto loca, que si tenía otro hombre, que si estaba pasando por la menopausia y por eso estaba tan alterada que si Roberto me había pegado, que si había otra mujer de por medio. Las señoras de la iglesia fueron las más crueles con sus comentarios. Doña Esperanza, que había sido mi amiga por años, me abordó después de la misa del domingo.

Carmen me dijo con esa voz de quien va a dar un consejo muy sabio. Una mujer casada tiene que aguantar. El matrimonio no es solo miel sobre hojuelas. Hay que saber sufrir en silencio. Aguantar no significa ser abusada, esperanza. Le respondí tratando de mantener la compostura. Roberto es un buen hombre. No seas exagerada. Todos los hombres son así después de tantos años. Un buen hombre no fuerza a su esposa Esperanza. Un buen hombre respeta cuando su mujer le dice que no.

Doña Esperanza me miró como si estuviera hablando en chino. Ay, Carmen, esas son ideas modernas. Nosotras, las mujeres de antes sabíamos aguantar. Esperanza. Aguantar maltratos. No es una virtud, es una tragedia. Doña Remedios, otra de las señoras del grupo de oración, también me dio su opinión no solicitada. Carmen, mi hija, tú ya estás grande para andar de caprichosa. ¿A dónde vas a ir? ¿Quién te va a mantener? Remedios. Tengo manos para trabajar. Tengo cerebro para pensar. Tengo dignidad para no aceptar maltratos.

No necesito que nadie me mantenga. La presión social fue terrible durante esas primeras semanas. Había días en que dudaba de mi decisión. ¿Estaría exagerando? Era normal lo que Roberto me había hecho. Tenía derecho a separarme por eso. No sería mejor aguantar por el bien de la familia, por las apariencias, por la estabilidad. Pero cada vez que me hacía esas preguntas, recordaba esas noches de humillación y dolor. Recordaba la sensación de estar siendo violada por mi propio esposo.

Recordaba las marcas en mis muñecas. Recordaba mis lágrimas ignoradas y sabía que había hecho lo correcto. Me mudé temporalmente con mi hermana Rosa a Morelia en mayo de 1998. Fueron tres meses de mucha reflexión, de llorar, de sanar, pero también de redescubrir quién era yo sin Roberto. Rosa me ayudó a ver que había perdido mi identidad en el matrimonio, que me había vuelto solo la esposa de Roberto, en lugar de ser Carmen Esperanza Morales, una mujer completa por sí misma.

Hermana, me decía Rosa mientras tomábamos café en su cocina. Tienes 45 años, no 85. Tienes toda una vida por delante. Puedes empezar de nuevo, puedes ser feliz de verdad. Puedes encontrar a un hombre que te trate como mereces. Y tenía razón. Por primera vez en años me levantaba sin esa sensación de peso en el pecho, sin esa ansiedad de no saber qué humor iba a tener Roberto, sin la preocupación de tener que complacerlo para evitar conflictos. No tenía que caminar en puntas de pie en mi propia casa, no tenía que aguantar cosas que no quería hacer.

Era libre. En Morelia, Rosa me llevó a conocer su grupo de amigas, mujeres trabajadoras, independientes, algunas divorciadas, otras solteras, todas con historias interesantes. Por primera vez en décadas tuve conversaciones de adulto a adulto, donde mi opinión importaba, donde no tenía que pedir permiso para opinar. Una de las amigas de Rosa, la licenciada Patricia, que era abogada especializada en derechos de las mujeres, me ayudó a entender algo muy importante. Carmen me dijo una tarde, “Lo que te hizo Roberto tiene nombre.

Se llama violencia sexual dentro del matrimonio. No es normal, no es legal y definitivamente no es algo que tengas que aguantar. Pero somos casados”, le dije confundida. “El matrimonio no le da derecho a un hombre de forzar a su esposa”, me explicó Patricia. En México la violación dentro del matrimonio está penada por la ley desde 1991. Lo que te hizo Roberto es un delito. Esa información me cambió la perspectiva completamente. No era yo la que estaba exagerando.

No era yo la que estaba siendo caprichosa o difícil. Era Roberto el que había cometido un delito, el que había cruzado una línea que no se debe cruzar nunca. Cuando regresé a Guadalajara tres meses después, ya había tomado la decisión definitiva de no volver con Roberto. Tenía las ideas claras, el corazón sanado y un plan para mi nueva vida. Renté un departamento pequeño, pero bonito en la colonia americana, cerca del centro, donde podía caminar a la iglesia, al mercado, a los lugares que necesitaba.

Era la primera vez en mi vida que vivía sola y fue aterrador, pero también tremendamente liberador. Podía decorar como quisiera, comer lo que se me antojara, ver la televisión que me gustara, acostarme y levantarme a la hora que quisiera. Nadie me iba a criticar, nadie me iba a exigir, nadie me iba a forzar a hacer nada. Roberto intentó reconquistarme varias veces durante esos primeros meses. Aparecía en mi nuevo trabajo con flores, me mandaba cartas prometiendo cambiar. hasta llegó a la iglesia donde yo iba solo para hablar conmigo.

Llegó a buscarme a mi departamento llorando, suplicando, prometiendo que todo iba a ser diferente. Carmen me decía arrodillado en la puerta de mi departamento. Te juro por mis hijos que nunca más te voy a faltar al respeto. Te juro que voy a cambiar, Roberto. Es muy tarde”, le respondía con firmeza, pero sin crueldad. El daño ya está hecho y yo ya no puedo confiar en ti. “¿Fuiste a terapia como te pedí?”, le pregunté una vez que vino a buscarme a mi trabajo.

“Carmen, no necesito terapia. Puedo cambiar solo. Solo dame una oportunidad. Si pudieras cambiar solo, ya lo habrías hecho en 22 años de matrimonio. Dame una oportunidad, por favor. por todos los años que vivimos juntos. Ya tuviste 22 años de oportunidades, Roberto. Ya no hay más. Hubo un momento en que casi me convenció. Fue en diciembre de 1998 cuando estábamos tramitando el divorcio. Roberto llegó a mi departamento en Nochebuena con regalos, con lágrimas en los ojos, recordándome todas las Navidades que habíamos pasado juntos.

todos los momentos bonitos de nuestro matrimonio. Carmen me dijo sentado en mi sala, ¿te acuerdas de nuestra primera Navidad de casados? Teníamos tan poco dinero que el regalo que nos dimos fue una cena en casa con velas. Me acuerdo, Roberto. ¿Te acuerdas cuando nacieron los niños? ¿Te acuerdas de lo felices que éramos? También me acuerdo, Roberto. Entonces, ¿por qué no podemos volver a ser felices? ¿Por qué no podemos empezar de nuevo? Porque hay cosas que no se pueden borrar, Roberto.

Porque ya no puedo mirarte sin recordar esas noches. Porque ya no puedo confiar en que me vas a respetar cuando te diga que no. Fue una conversación muy triste, muy dolorosa para los dos. Porque había amor ahí todavía, cariño por todos esos años compartidos, pero ya no había respeto y sin respeto el amor no es suficiente. El divorcio seó en abril de 1999, casi un año después de que tomé la decisión de separarme. Fue un proceso doloroso, largo, lleno de abogados y papeles y discusiones sobre dinero y propiedades.

Roberto se quedó con la casa donde habíamos vivido tantos años, donde habían nacido nuestros hijos, donde habían pasado tantas cosas buenas y al final también las malas. Yo me quedé con mi libertad, con mi dignidad recuperada y con la certeza absoluta de que había hecho lo correcto, lo más importante. Me quedé con la certeza de que nunca más iba a permitir que nadie me faltara al respeto de esa manera. Nunca más iba a callarme cuando algo no me pareciera bien.

Nunca más iba a aguantar maltrato por mantener las apariencias o por miedo a quedarme sola. Los primeros años de vida independiente fueron difíciles económicamente. Tuve que trabajar extra duro con mis costuras para mantenerme aceptando encargos de vestidos de quinceañera, de novia, de primera comunión. También empecé a dar clases de costura en mi departamento para tener ingresos extra, pero cada peso que ganaba era mío, cada decisión que tomaba era mía. Cada noche que me acostaba era en paz.

Trabajé también como empleada en una tienda de telas del centro por las mañanas. La dueña, la señora Guadalupe, era una mujer mayor que había enviudado joven y había sacado adelante su negocio sola. Ella se convirtió en una especie de mentora para mí. Carmen me decía, una mujer que se respeta a sí misma puede lograr lo que se proponga. No necesitas marido para ser feliz, necesitas dignidad. En el 2001, 3 años después de la separación, algo maravilloso pasó en mi vida.

Conocí a Fernando en una clase de baile que había empezado a tomar los sábados en un centro comunitario cerca de mi casa. Rosa me había insistido mucho en que tomara esa clase. Hermana, me decía, tienes que salir, conocer gente, divertirte. La vida no se acaba a los 48 años. Fernando era viudo. Tenía 52 años. Había perdido a su esposa por cáncer 2 años antes. Era un hombre dulce, tranquilo, trabajaba como contador en una empresa de transportes. Lo que más me llamó la atención de él desde el primer día fue su caballerosidad, su forma respetuosa de tratarme.

En la clase de baile, cuando las parejas tenían que cambiar, Fernando siempre me preguntaba, “¿Le molesta si la saco a bailar, señora Carmen?” Cuando me tomaba de la mano para el bals, lo hacía con delicadeza, sin apretarme, sin lastimarme. Cuando conversábamos en los descansos, me escuchaba con atención real. Me hacía preguntas sobre mi vida, mis gustos, mis opiniones. Fue un cortejo lento, respetuoso, hermoso. Fernando me invitó a tomar café después de la clase, después a almorzar, después a caminar por el centro los domingos.

Siempre me trataba como a una dama, siempre me pedía mi opinión sobre todo. Siempre me hacía sentir valorada e importante. Lo más hermoso de Fernando era que me trataba como a una reina. Nunca en los 5 años que estuvimos juntos antes de que él falleciera de un infarto en 2006, me forzó a hacer algo que yo no quisiera. Siempre me preguntaba si estaba bien, si me gustaba, si me sentía cómoda. Carmen, me decía Fernando, una mujer que dice, no hay que respetarla.

No hay discusión. Con él aprendí que la intimidad puede ser hermosa cuando hay respeto mutuo, cuando los dos están de acuerdo, cuando nadie está siendo forzado, cuando hay amor verdadero y consideración por los sentimientos del otro. Fernando me acariciaba como si fuera de cristal, me besaba como si fuera la primera vez. Me hacía el amor como si fuera un regalo que yo le estaba dando, no algo que él tenía derecho a tomar. Mi amor, me decía Fernando después de hacer el amor.

Gracias por permitirme amarte así. Esas palabras me sanaron heridas que yo no sabía que todavía tenía. Me enseñaron que el sexo puede ser una expresión de amor, no una imposición de poder. Roberto se volvió a casar en el 2003 con una mujer más joven, una muchacha de 32 años que conoció en su trabajo. Según me contaron las vecinas que aún tenía en común con él, duró solo 2 años. Parece que ella tampoco aguantó sus actitudes controladoras. Después se juntó con otra señora, una viuda con hijos, pero tampoco funcionó.

Al final se quedó solo. Cuando Fernando murió en 2006, Roberto apareció en el velorio, se acercó a mí y me dijo, “Siento mucho tu pérdida, Carmen. Se veía que era un buen hombre. Gracias, Roberto. Era un hombre que me respetaba. Carmen, yo yo quiero que sepas que me arrepiento de todo. Ya entendí lo que me quisiste decir. Me da mucho gusto que lo hayas entendido, Roberto. Espero que ahora puedas ser feliz. Roberto murió solo en 2015 de cirrosis hepática.

Había empezado a beber mucho después de que su segunda relación fracasó. Fui a su funeral por respeto a mis hijos, que lo necesitaban en ese momento, pero no sentí tristeza. Sentí paz de saber que había tomado la decisión correcta años atrás de haber elegido mi dignidad por encima del miedo a quedarme sola. Después de la muerte de Fernando, volví a vivir sola, pero ya no con miedo, sino con la tranquilidad de saber que podía cuidarme sola. Seguí trabajando con mis costuras hasta los 65 años, cuando finalmente me jubilé.

Mis hijos, que al principio habían tenido dudas sobre mi decisión, con el tiempo entendieron que había hecho lo correcto. Miguel Ángel, ya siendo un hombre maduro, casado, con hijos propios, me dijo una vez, “Mamá, yo no sabía en ese momento lo que estaba pasando en tu matrimonio, pero ahora que soy adulto, entiendo que hiciste lo correcto. Ninguna mujer debe aguantar lo que tú aguantaste. Paloma, también ya madre de familia, me dijo algo parecido. Mamá, gracias por enseñarme que una mujer tiene derecho a ser respetada.

Eso me ha ayudado mucho en mi matrimonio. Ahora, a mis 72 años, viviendo aquí en mi departamento de la americana, que tanto amo, rodeada del amor de mis hijos, nietos y bisnietos, puedo decir sin dudas que aquella noche del 15 de marzo de 1998 fue el principio de mi verdadera vida. Fue la noche en que aprendí que nadie, ni siquiera tu esposo, tiene derecho a hacer contigo lo que tú no quieres. Fue la noche en que entendí que el respeto no se negocia, que la dignidad no tiene precio, que es mejor estar sola que mal acompañada.

Fue la noche en que dejé de ser una víctima y me convertí en una sobreviviente, en una mujer que se defiende, en una abuela que puede enseñarles a sus nietas que nunca, nunca tienen que aguantar que las falten al respeto. Si ustedes llegaron hasta aquí en mi historia, quiero dejarles algunas reflexiones muy importantes que me han tomado décadas aprender. Primero, y esto es lo más importante, cuando una mujer dice no es no. No importa si es tu novia, tu esposa, tu amante, la madre de tus hijos.

No significa sí, no significa convénceme, no significa insiste hasta que diga que sí, significa no y punto. Segundo, estar casada no significa que tu cuerpo le pertenece a tu marido. Tu cuerpo es tuyo, siempre es tuyo, sin importar el papel que hayas firmado, sin importar el anillo que traigas en el dedo, sin importar cuántos años lleves casada. Nadie tiene derecho a forzarte a hacer algo que no quieres, así sea tu esposo de 50 años. Tercero, nunca es tarde para poner límites.

Nunca es tarde para decir basta. A los 45 años yo pensé que ya era muy tarde para cambiar mi vida, que ya estaba muy vieja para empezar de nuevo, que quién me iba a querer a esa edad. Me equivoqué completamente. Si estás en una relación donde no te respetan, donde te fuerzan, donde ignoran tu negativa, nunca es tarde para decir basta y buscar algo mejor. Cuarto, no tengas miedo al qué dirán. La gente va a hablar de todas formas.

Esa es la naturaleza humana. Mejor que hablen de una mujer valiente que se respetó a sí misma que de una mujer que se quedó callada aguantando abusos por quedar bien con la sociedad. Quinto, busca ayuda si la necesitas. Si estás viviendo algo parecido a lo que yo viví, habla con alguien de confianza. Llama a las líneas de ayuda para mujeres. Busca refugios. Acércate a organizaciones que apoyan a mujeres en situación de violencia. En México tenemos el número nacional 911 para emergencias y muchas organizaciones que pueden ayudar.

Lo que me pasó a mí tiene nombre. Se llama violencia sexual dentro del matrimonio y es tan grave como cualquier otra forma de violencia. No es normal, no es algo que tengas que aguantar, no es tu culpa y definitivamente no es algo que se arregla callándose. Y por último, mereces ser feliz, mereces ser respetada, mereces estar con alguien que te valore, que te escuche cuando dices no, que te haga el amor en lugar de tomarte por la fuerza.

La edad no importa, las circunstancias no importan, lo que importa es tu dignidad como mujer y como ser humano. Hoy, a mis 72 años vivo en paz. Mis hijos me respetan por la decisión que tomé y me han dicho que les enseñé algo muy valioso sobre el respeto propio. Mis nietos tienen una abuela que les enseña que el respeto no se negocia, que nadie tiene derecho a lastimar a otro, que el amor verdadero incluye siempre el respeto.

Y yo tengo la tranquilidad de saber que nunca más permití que alguien me faltara al respeto de esa manera. Tengo la paz de saber que elegí mi dignidad por encima del miedo, mi autoestima por encima de las apariencias, mi bienestar por encima de las convenciones sociales.