No tiene abogado, ni apellido, ni nadie que hable por ella”, gritó el juez, mientras la joven permanecía con las muñecas atadas bajo la mirada cruel del pueblo entero.

Todos la juzgaban hasta que desde la entrada del salón una voz grave rompió el silencio.

“Sí tiene a alguien, tiene un padre.

Bienvenidos a cuentos de época.

¿Desde qué rincón del mundo nos ves hoy? El sol aún no había alcanzado el centro del cielo cuando una figura solitaria apareció en la colina polvorienta que marcaba la entrada al pueblo de San Encino.

Era una mujer de rostro cubierto por un sombrero de ala ancha, la chaqueta de cuero ajustada al cuerpo y una bolsa de lona al hombro.

caminaba despacio, con pasos firmes, como quien conoce bien los caminos, pero no se apresura en llegar a ningún lugar.

En el pueblo la vida seguía su ritmo lento.

Los niños jugaban con aros de madera, los hombres bebían cerveza tibia en la cantina y las mujeres barrían los umbrales sin esperar que nada cambiara.

Pero cuando ella cruzó la calle principal, muchos dejaron lo que hacían.

No era común ver mujeres viajando solas y menos con ese aire silencioso, tan propio de los forasteros, que traen historias que no se pueden contar.

se dirigió al campo de tiro, un espacio improvisado en el lado norte del pueblo, detrás de la estación de tren.

Allí, hombres armados practicaban con revólveres viejos, escopetas heredadas y rifles que más bien parecían piezas de museo.

Entre carcajadas y apuestas, la llegada de la mujer provocó un silencio incómodo.

“¿Y es a quién se cree?”, murmuró un tal Ramiro con un diente de oro que relucía más que su cerebro.

La mujer no respondió, solo caminó hasta la mesa de inscripción, dejó una moneda de plata opaca y dijo con voz firme, “Una ronda larga, 100 pasos.

El encargado, un viejo con parche en el ojo y sombrero sucio, la miró de arriba a abajo.

¿Con qué vas a disparar?” Con palabras.

Ella soltó la bolsa.

y la abrió con calma.

Dentro había un rifle envuelto en una manta de lana.

Lo sacó pieza por pieza como quien realiza un rito aprendido desde niña.

Lo ensambló con precisión quirúrgica.

Cada tornillo ajustado, cada parte en su lugar.

Los hombres empezaron a acercarse.

Curiosidad, burla, desconfianza.

Oye, muchacha, aquí no estamos para jugar a las muñecas”, dijo otro con las botas llenas de barro.

Ella terminó de preparar el arma, caminó hasta la línea de disparo y se colocó en posición.

Nadie le ofreció ayuda, nadie la detuvo.

Tal vez porque en sus movimientos había una seguridad que intimidaba más que una pistola desenfundada.

Apuntó, disparó.

El primer disparo atravesó el centro exacto del blanco.

Un silencio denso cubrió el campo, disparó otra vez otro centro y luego, sin cambiar de postura, giró levemente el cuerpo y apuntó a un blanco colocado a más de 120 pasos, oculto parcialmente por unos arbustos secos.

Disparó.

El blanco se estremeció.

Imposible, exclamó uno de los presentes.

Ese rifle no tiene mira telescópica.

¿Cómo lo hizo? Ella no respondió, solo volvió a cargar.

Su respiración era pausada, casi meditativa.

Inhalaba, retenía, exhalaba y disparaba como si cada tiro fuera un poema, como si cada blanco representara un pasado que debía derribar.

Después de 10 disparos perfectos, guardó el arma en silencio.

No pidió su premio, no aceptó aplausos, no buscaba fama, solo recogió su bolsa, dio media vuelta y comenzó a caminar, pero no llegó muy lejos.

Alto ahí, gritó una voz desde la entrada del campo de tiro.

Tres hombres uniformados con las insignias del sherifff Morales se acercaron con las manos en las fundas.

Señorita, necesitamos ver sus documentos, permiso de armas, nombre completo.

Ella se detuvo, giró lentamente.

No los tengo.

¿Y qué hace usted portando un arma en un pueblo donde ni siquiera la conocemos? Disparar.

El más joven del grupo, nervioso, sacó las esposas.

Va a tener que acompañarnos al destacamento.

Ella no opuso resistencia.

entregó su arma envuelta, bajó la cabeza y permitió que le colocaran las esposas.

Los espectadores murmuraban entre sí, seguro es una espía, tal vez una bandida disfrazada o una asesina que escapó del norte.

Clara no decía una sola palabra, pero mientras la llevaban por las calles esposada y silenciosa, su mente estaba en otro lugar.

Recordaba el colgante que llevaba oculto entre las ropas, un pequeño medallón de plata con las letras SM grabadas y una frase que nunca comprendió del todo.

Protege, aunque no te vean.

No sabía quién se lo deishó, no sabía por qué, pero algo dentro de ella le decía que por primera vez ascoisas estaban prestes a mudar y que la verdad por fin se acercaba.

El sonido de las espuelas rebotando contra la madera marcaba cada paso que daban los guardias.

Clara mantenía la cabeza baja mientras la escoltaban por la calle principal de San Enensino, aún con las manos esposadas, el polvo del camino pegándose a sus botas y el peso de muchas miradas siguiéndola como cuchillos silenciosos.

Era como si todo el pueblo hubiera salido a mirar.

Algunos con curiosidad, otros con miedo y otros con desprecio puro.

Dicen que mató a dos hombres en el norte y escapó con sus armas.

Susurró una mujer a otra, cubriéndose la boca con un rebozo desilachado.

“Dicen que es hija del diablo”, añadió un viejo con voz cascada, mirando desde una mecedora frente a la herrería.

Clara, no respondía, no se defendía.

Su silencio no era debilidad, era estrategia.

Había aprendido desde joven que las palabras podían ser armas o trampas y que a veces el silencio dolía más que cualquier grito.

Cuando llegaron al juzgado, las puertas se abrieron con un chirrido largo y áspero.

El interior era simple, pero imponente.

largos de madera, un estrado elevado donde se sentaba el juez y ventanas altas por donde la luz del mediodía entraba oblicua, dibujando líneas de oro sobre el polvo suspendido en el aire.

El juez Beltrán, hombre grueso, con bigote encerado y voz áspera, observó a Clara con los ojos entrecerrados.

“Nombre completo, señorita”, dijo sin saludar.

Clara levantó la vista.

Su rostro estaba parcialmente cubierto por la sombra del sombrero, pero sus ojos eran dos brasas encendidas.

No tengo nombre que les importe.

El murmullo fue inmediato.

Las personas que llenaban las bancas del juzgado, granjero, comerciantes, esposas de soldados, comenzaron a hablar entre dientes.

El juez golpeó con fuerza el mazo de madera sobre la mesa.

“Silencio, rugió.

Aquí no toleramos insolencias.

Si no coopera, será juzgada como bandida.

” Clara mantuvo la postura.

Ni un músculo de su rostro se movió, solo sus dedos, atados por las esposas, temblaban levemente, no por miedo, sino por contener todo lo que quería decir.

“¿Qué hacía usted portando un rifle de largo alcance sin registro?”, continuó el juez.

Disparaba.

Algunos rieron, otros se incomodaron por la osadía de su tono.

“¿Sabe usted que es ilegal llevar armas sin documento? y menos usarlas sin autorización del alguacil local.

Clara asintió con la cabeza.

Entonces, ¿por qué lo hizo? Ella levantó la mirada otra vez firme, inquebrantable.

Porque puedo.

El juez se puso de pie indignado.

El alguacil Raimundo Ortega, un hombre corpulento con sombrero ladeado y mirada seca, dio un paso al frente.

Con el permiso de su señoría, intervino.

La encontramos en el campo de tiro del pueblo.

Nadie la conocía, nadie sabía de su presencia.

No portaba identificación, no hablaba con nadie y sus disparos no eran normales, eran precisos, casi imposibles.

Parecía entrenada, profesional.

Militar, preguntó el juez entornando los ojos.

No lleva insignias, pero dispara como si lo fuera.

Respondió Ortega.

Una anciana entre la multitud se levantó con voz temblorosa.

Ese tipo de mujeres solo traen desgracia, brujas con armas.

Tal vez espía de los tejanos, gritó otro hombre al fondo.

La sala explotó en gritos, opiniones, insultos.

Algunos pedían cárcel, otros pedían fusilamiento, algunos pocos.

Solo observaban en silencio, como si supieran algo que los demás ignoraban.

El juez golpeó el mazo varias veces más.

Orden.

Esto no es un circo, es un tribunal.

Miró a Clara, luego al alguacil.

Hasta que sepamos quién es, qué busca y si representa un peligro para este pueblo, quedará detenida, será trasladada al calabozo bajo custodia del alguacil Ortega.

Protesto, dijo una voz al fondo.

Era un en joven abogado local, tímido y torpe, con más libros que coraje.

No hay pruebas de delito, solo sospechas y miedo, y una mujer armada sin papeles interrumpió Ortega.

El juez no respondió, solo bajó la mirada hacia los documentos frente a él.

Clara respiró hondo, miró de reojo a la puerta cerrada.

Afuera el viento soplaba con fuerza.

Sabía que o ficaba calada o alguien morrería.

Pero justo cuando el juez estaba por dar el veredicto, un sonido rompió la tensión.

Clac, clac, clac.

Botas golpeando la madera.

Las puertas del juzgado se abrieron de golpe.

El sol entró primero.

Luego la silueta de un hombre alto, de barba gris, sombrero de ala ancha y abrigo largo de cuero desgastado.

El silencio fue absoluto.

Los murmullos murieron en las bocas.

El alguacil Ortega llevó la mano al revólver.

El juez frunció el ceño y Clara Clara giró lentamente el rostro hacia él.

El hombre caminó con calma.

firme, como si el tiempo no tuviera apuro.

Su mirada estaba fija en ella, como si la conociera, como si la hubiera buscado durante años.

Cuando estuvo a mitad del pasillo, entre las dos filas de espectadores inmóviles, levantó la voz, “Suéltenla.

” Todos voltearon hacia él incrédulos y entonces dijo lo que nadie esperaba.

“Es mi hija.

” Durante unos segundos nadie se movió.

El eco de aquellas palabras es mi hija flotó en el aire como un disparo que aún no ha tocado el suelo.

El juez Beltrán parpadeó desconcertado.

El Alguacil Ortega bajó lentamente la mano de su revólver y los presentes en la sala, que hasta hace poco exigían castigo, ahora se miraban entre sí con una mezcla de sorpresa, confusión y miedo.

El hombre caminó hasta el centro
de la sala con pasos pesados, cada pisada resonando en el suelo de madera del tribunal, como si la propia tierra reconociera su presencia.

Llevaba el rostro endurecido por el sol, la barba gris espesa, la mirada firme como la de un halcón que no ha fallado una sola presa en años.

Su abrigo largo, cubierto de polvo del camino, se movía levemente con la brisa que aún entraba por la puerta abierta detrás de él.

Clara lo miraba sin entender.

Había enfrentado muchas cosas en su vida, bandidos, traiciones, soledad, pero nunca una revelación como esa.

Su respiración se aceleró, pero su rostro permanecía sereno, casi inexpresivo.

Solo sus ojos delataban el huracán que se formaba dentro de ella.

El juez fue el primero en romper el silencio.

¿Quién? ¿Quién demonios es usted? El hombre se detuvo frente al estrado.

Sin quitarse el sombrero, miró directamente al juez y dijo con voz firme, “Mi nombre es Santiago Mistral.

Un murmullo recorrió el tribunal como un incendio entre ramas secas.

Ese nombre no era desconocido.

Muchos lo habían escuchado en cantinas, leyendas o advertencias de camino.

No te metas con Mistrral si quieres vivir.

Dicen que una vez enfrentó a siete hombres solo y ninguno volvió a casa.

Fue soldado, caza recompensas, guía de caravanas y luego desapareció.

No puede ser”, susurró alguien al fondo.

“Santo, Mistral está vivo.

” El juez tragó saliva.

“¿Puede probar lo que dice?” Santiago sacó un pequeño estuche de cuero del interior de su abrigo y lo lanzó sobre la mesa del juez.

Este lo abrió con manos temblorosas.

Dentro había un pergamino doblado con el sello antiguo de la guardia de la frontera del norte y un segundo papel con la firma del general Alonso Tobar, comandante retirado del ejército federal.

Hace 29 años serví bajo las órdenes del general Tobar.

Cuando mi esposa fue asesinada por un grupo de forajidos, dejé a mi hija bajo la custodia de una familia de comerciantes, temiendo que la persiguieran a ella también.

Nunca volví a verla, pero jamás dejé de seguirla”, explicó Santiago con voz que no temblaba.

Esta mujer es mi hija.

¿Tiene pruebas más allá de papeles y palabras? Inquirió Ortega cruzado de brazos.

Santiago lo miró de reojo, sin simpatía.

Ella lleva al cuello un medallón de plata con las iniciales SM y una frase que solo yo diría clara, sorprendida, llevó una mano a su pecho.

A través de la camisa podía sentir el contorno frío del medallón que siempre había tenido.

Lo sacó despacio, lo abrió, ahí estaban las letras y la frase protege aunque no te vean.

la misma que escuchó de niña, dicha por una voz que no recordaba con nitidez.

El juez se reclinó en su asiento aturdido, pero aún así eso no explica por qué estaba armada, ni por qué disparaba con tal precisión, ni por qué no se identificó antes.

Clara dio un paso al frente.

Por primera vez su voz fue clara y profunda.

Ya no respondía con evasivas.

Porque he vivido toda mi vida sin saber quién era ni de dónde venía, porque aprendí a sobrevivir sola, a defenderme, a proteger lo poco que me quedaba.

Y porque cuando uno no tiene un nombre, lo único que le queda es la puntería.

El silencio volvió a caer, pero ya no era de juicio, era de respeto.

Santiago se acercó a Clara.

Sus ojos antes de acero ahora temblaban.

No sabía si debía buscarte.

Pensé que era tarde, que no me perdonarías.

No puedo perdonar lo que no conocí, dijo ella con la voz quebrándose apenas.

Pero tal vez quiera conocerlo ahora.

Él asintió.

No con palabras, sino con un gesto de humildad que ningún forastero mostraría jamás.

El juez se puso de pie lentamente en vista de la documentación presentada y considerando que no se han comprobado delitos, esta corte no tiene razones para mantenerla detenida.

La multitud reaccionó en susurros, algunos con alivio, otros con vergüenza por lo que habían dicho minutos antes.

El alguacil Ortega apretó los dientes, pero obedeció.

Sacó las llaves, se acercó a Clara y liberó sus muñecas.

El sonido metálico de las esposas, cayendo al suelo resonó como un acto simbólico.

No solo era libre, estaba completa por primera vez.

Clara miró a Santiago.

Él ofreció su brazo.

Vamos.

Ella dudó un instante, luego asintió y juntos caminaron hacia la salida del tribunal.

Pero antes de cruzar la puerta, Clara se detuvo.

Giró hacia todos los que la habían juzgado, insultado, señalado.

Sus palabras fueron pocas, pero dejaron huella.

Recuerden bien este día, porque no siempre tendrán la suerte de que el Padre llegue antes de que sea tarde.

Y salió bajo el sol del desierto con un nuevo nombre, una nueva historia y una segunda oportunidad al lado del hombre que sin saberlo, siempre la protegió, aunque nadie lo viera.

El aire del desierto era seco, pero esa tarde soplaba con una dulzura extraña.

El sol descendía lentamente por detrás de las colinas, tiñiendo de dorado el polvo que se elevaba con cada paso que daban.

Santiago Mistrral y Clara caminaban en silencio por la calle principal de San Enino, uno al lado del otro, pero aún con años de distancia entre ellos.

El pueblo los observaba desde puertas entreabiertas y ventanas con cortinas corridas.

Algunos murmuraban, otros simplemente bajaban la mirada, como si de pronto se dieran cuenta de que habían presenciado algo que los avergonzaba más de lo que querían admitir.

¿A dónde vamos?, preguntó Clara sin mirarlo.

A donde tú decidas, respondió él con voz grave.

Ella asintió, pero en sus ojos había más preguntas que respuestas.

Sus manos, aún adoloridas por las esposas, buscaban calor dentro de los bolsillos del pantalón.

El medallón descansaba sobre su pecho, colgando como una llave recién descubierta, pero aún sin cerradura, donde encajar, caminaron hasta las afueras del pueblo, donde un corral abandonado ofrecía sombra bajo una higuera vieja.

Santiago soltó un leve suspiro y se sentó sobre una piedra.

Antes de seguir, creo que debo decirte algunas cosas.

Clara no se sentó.

Permaneció de pie con los brazos cruzados esperando, desconfiada aún.

No era fácil derribar muros construidos con años de abandono.

Santiago bajó la mirada.

Tu madre se llamaba Teresa.

Era la mujer más valiente que conocí.

Nos conocimos en 19 medio de una revuelta en Torreón y desde entonces no nos separamos.

te tuvo en silencio lejos del pueblo, por miedo.

Ya para entonces yo había hecho enemigos que no perdonan.

Cuando tú tenías 2 años, ella fue emboscada por un grupo de hombres que me buscaban a mí.

Clara apretó los dientes.

¿Y qué hiciste? Los maté a todos, pero no a tiempo.

Silencio.

Santiago continuó con voz quebrada.

tenía dos opciones.

Seguir contigo y arriesgar tu vida cada día, o alejarme y mantenerte fuera del mapa.

Elegí lo segundo.

Puse una moneda de plata en tu pañal, la misma con la que pagaste la ronda en el campo de tiro.

Lo sabías.

Y te dejé en manos de una pareja que no podía tener hijos.

Clara lo miró con los ojos entrecerrados.

Me criaron bien, pero murieron cuando yo tenía 12.

Desde entonces anduve de un lado al otro.

Aprendí a usar armas para sobrevivir.

Robé, me escondí y disparé.

Y todo este tiempo pensé que no era de nadie.

Siempre fuiste mía, dijo él con firmeza.

Levantando la mirada, Clara sintió un nudo en el pecho.

¿Y por qué apareces ahora después de todo este tiempo? Santiago sacó un sobre arrugado de su abrigo, se lo extendió, porque alguien te denunció.

En cuanto supe que habían arrestado a una mujer sin nombre, que disparaba como un soldado y no decía una sola palabra, supe que eras tú.

El resto lo confirmé cuando vi el medallón.

Clara tomó el sobre.

Dentro había una carta firmada por un tal capitán Ordóñez, un viejo aliado de Santiago que trabajaba como informante en el norte.

El mensaje era claro.

Tu hija ha sido localizada, Sanencino, arrestada.

Muévete.

Ella cerró el sobre con las manos temblorosas.

Lo devolvió.

No sé si esto cambia las cosas.

No intento que las cambie, dijo Santiago poniéndose de pie.

Solo quiero darte algo que yo no tuve la posibilidad de elegir.

Elegir que si quieres conocerme o si prefieres seguir tu camino, ya eres mayor.

No vengo a darte órdenes.

Vengo a darte la verdad.

Acláralo.

Observó unos segundos, luego se dio la vuelta.

Caminó unos pasos como si fuera a irse, pero no lo hizo.

Se detuvo mirando el horizonte.

No te perdono, no aún, pero no quiero volver a estar sola.

Santiago asintió con respeto.

Yo tampoco.

Ambos montaron los caballos que Santiago había dejado en la estación.

Eran animales fuertes, de paso firme, con marcas de haber recorrido muchos kilómetros.

Antes de partir, Santiago miró a Clara.

Hay algo más.

Desde hace semanas se corre el rumor de que alguien paga bien por mi cabeza, pero ahora también por la tuya.

La mía.

¿Por qué? Porque no se trata solo de lo que sabes hacer con un rifle.

Se trata de lo que representas.

Una mujer libre, sin dueño, sin miedo, que se hizo a sí misma.

Clara levantó una ceja.

Eso asusta a muchos, ¿no? Más de lo que crees, dijo él.

y sonró apenas.

Cabalgaron juntos hacia el sur.

Las sombras se alargaban, el desierto los envolvía.

El silencio no era incómodo, sino necesario.

Era el idioma de quienes han perdido tanto, que las palabras ya no bastan.

Pero en el aire había algo nuevo, no esperanza, no aún, pero sí una tregua.

Y a veces eso es suficiente para comenzar.

La noche había caído por completo cuando Clara y Santiago llegaron a la vieja posada abandonada en las afueras del cañón de piedra larga.

Era un lugar que solo los forasteros verdaderos conocían.

un refugio polvoriento entre colinas rocosas oculto por los cactus altos y el eco de los coyotes.

No había techo completo ni ventanas con cristales, pero era suficiente para pasar desapercibidos y dormir sin mirar sobre el hombro cada 5 minutos.

Clara bajó del caballo y ató las riendas con la soltura de quien lleva años haciendo eso.

Santiago, en cambio, se tomó un segundo más.

Se quedó en silencio con la mirada fija en las huellas del camino.

“¿Pasa algo?”, preguntó ella mientras abría la puerta chirriante del establo improvisado.

“Sí”, respondió él sin moverse.

“No somos los únicos que han pasado por aquí hoy.

” Clara frunció el ceño, se acercó, observó las marcas en la tierra, dos juegos de huellas recientes, botas pesadas, no de vaqueros, de soldados o cazarrecompensas y algo más, ceniza negra, aún caliente, fogata apagada hace unas horas, murmuró ella.

Santiago asintió.

Nos siguen desde antes del juicio.

Seguro estaban esperando ver si salías viva.

¿Quién? Podrían ser hombres del clan del sur los que buscaban a tu madre cuando murió.

Nunca dejaron de moverse por las en fronteras.

Se vendieron a quien pagara más.

O tal vez, tal vez, ¿qué? Santiago bajó la voz.

Tal vez alguien que me conoce bien, alguien que sabe que haría cualquier cosa por protegerte si descubría que estás viva.

Clara lo miró fijamente.

¿Harías cualquier cosa? Santiago la miró a los ojos por varios segundos.

Sí.

El momento se quebró con un crujido de ramas.

Ambos se giraron de inmediato, desenfundando.

Clara con su revólver escondido en la espalda.

Santiago con un cuchillo en la bota, silencio y luego una voz.

Tranquilos, no vengo a disparar aún no.

De entre las sombras apareció un hombre encapuchado, delgado, con rostro anguloso, piel curtida y una sonrisa que no alcanzaba los ojos.

Llevaba un poncho oscuro, sucio y un rifle viejo colgado al hombro.

Detrás de él dos más, más jóvenes, más nerviosos, pero armados.

Mi nombre es Jacinto Veraza y tengo una oferta.

No estamos vendiendo nada, respondió Santiago.

No he venido por eso.

Vine por ella.

Los ojos de Clara se entrecerraron.

Por mí alguien muy arriba está ofreciendo una recompensa por ti.

No es pública, no está en papel, pero es real.

Me ofrecieron más oro del que he visto en mi vida y créeme, he visto mucho.

Santiago dio un paso al frente.

Si ya sabes quién soy, deberías saber lo que pasa con los hombres que amenazan a mi familia.

Jacinto sonríó.

Claro que lo sé.

Por eso vine a hablar y no a disparar.

Todavía se sacó un papel del cinturón, lo arrojó al suelo entre ellos.

Clara lo recogió, lo desenrolló.

Era un retrato suyo pintado a mano con su rostro, su sombrero y una sola palabra debajo, viva o muerta.

¿Quién te pagó esto?, preguntó Clara, la voz ahora más fría que el acero.

No dan nombres, solo instrucciones, pero yo escucho cosas.

Y lo que se dice es que tu puntería ya le costó la vida a alguien importante.

Dicen que disparaste en Monterrey a un hombre que nunca fallaba, que le diste entre ceja y ceja antes de que pudiera sacar el arma.

Clara guardó silencio.

Santiago no la miró, solo tragó en seco.

Era un reclutador.

Vendía niñas a soldados desertores.

Disparé porque el pueblo entero callaba.

Jacinto alzó las manos.

No me interesa si fue justo o no.

Yo solo sigo el oro.

Pero si ustedes tienen algo mejor, tal vez me calle.

¿Qué quieres?, dijo Santiago.

Un trato.

Tú te quedas conmigo, Mistrral, por una noche.

Si en la mañana mi caballo sigue donde lo dejé, me iré y no la seguiré.

No por ahora.

Clara dio un paso al frente.

Ni lo sueñes.

Pero Santiago levantó la mano, la detuvo.

Está bien.

¿Qué? Si es mi presencia lo que pone precio a tu cabeza, entonces lo arreglaremos a mi modo.

Jacinto asintió.

En la loma al amanecer y desapareció entre las sombras.

Clara lo miró furiosa.

¿Vas a dejar que te maten? Voy a evitar que te maten a ti.

No soy una niña.

No me conoces, Santiago, y tú no sabes cuántas veces he tenido que elegir entre mi vida y la de otros.

Clara apretó los puños.

El silencio entre ellos ya no era tregua, era tensión.

Pero al fondo del pecho de ambos había otra cosa, un miedo que no conocían.

Porque esta vez, si uno caía, el otro quedaría solo y ya sabían lo que era vivir así.

El amanecer se deslizaba por el cielo como una herida de fuego.

Las primeras luces teñían las piedras del cañón de piedra larga, con tonos rojizos y ocres, mientras el aire fresco cortaba como cuchilla las mejillas de los que aún no hablaban.

Santiago Mistral ya estaba allí.

Solo de pie en la cima de la loma.

Su silueta se recortaba contra el horizonte como una estatua de otro tiempo.

Llevaba su abrigo de cuero cerrado hasta el cuello, el sombrero echado hacia abajo, ocultando los ojos.

En su cintura, las dos pistolas que no usaba desde hacía años.

A sus pies una línea trazada en la tierra.

Del otro lado, nada todavía, solo el eco, pero no estaba solo.

Clara lo observaba desde lejos, agazapada entre las piedras.

No había dormido, no podía.

Durante la noche revisó su arma tres veces, afiló su cuchillo dos veces más y pensó en cómo detener aquello de mil formas distintas.

Ninguna le parecía suficiente.

Santiago había decidido enfrentar a Jacinto Veraza a solas, pero ella no era alguien que aceptaba perder sin luchar.

No, ahora, no con él.

A lo lejos se escuchó el trote de caballos.

Jacinto llegó primero con su sonrisa torcida y su poncho oscuro ondeando con el viento.

Bajó del caballo con una lentitud provocadora, como quien sabe que la vida vale poco si se cobra.

Bien.

puntual mistral, dijo con voz rasposa.

No esperaba menos.

Detrás de él, dos hombres armados tomaron posición en las sombras.

No era un duelo justo.

Nunca lo fue.

Santiago no respondió, solo desabrochó el botón superior de su abrigo y respiró hondo.

Esto termina aquí, dijo con voz firme.

Eso depende, sonrió Jacinto.

¿Estás seguro de que no quieres dejarla? Puedo hacer que viva unos años más.

Habla mucho para alguien que ya acabó su tumba, replicó Santiago.

Jacinto Río.

Entonces, empecemos.

Ambos se pusieron frente a frente, 10 pasos de distancia, las manos cerca de las armas, el aire suspendido, los segundos alargados, un soplo de viento levantó polvo entre ellos.

Y justo cuando Jacinto iba a desenfundar, bang, un solo disparo.

Jacinto cayó de rodillas, luego de bruces.

El tiro no vino de Santiago, vino desde las piedras, desde Clara.

Ella bajó el rifle con precisión militar, los ojos firmes sin temblor.

La bala le había entrado por el hombro a Jacinto, apenas un palmo del corazón, pero suficiente para derribarlo, no para matarlo.

Los otros dos hombres salieron de sus escondites confundidos.

“No disparen”, gritó Clara ya apuntando al primero.

“El próximo tiro no será en el hombro.

” Santiago se giró sorprendido.

“Te dije que no vinieras.

Y yo te dije que no soy una niña.

Los dos hombres de Jacinto, al ver a su jefe herido y a clara lista para matarlos, soltaron lentamente sus armas.

Uno de ellos habló.

No nos pagan tanto por morir.

Y se fueron cabalgando sin mirar atrás.

Clara se acercó a Jacinto aún en el suelo.

Lo miró con frialdad.

¿Quién te dio la orden? Jacinto escupió sangre y tierra.

No hablas como una hija, hablas como una mistral.

Ella se agachó a su lado.

Responde.

Jacinto la miró a los ojos y murmuró, no es uno.

Son varios.

Hay lista con nombres.

Mi nombre está primero Jacinto sonríó.

Su diente de oro brilló entre la sangre.

Está el tuyo y el de él.

Y perdió el conocimiento.

Santiago llegó junto a Clara.

Sé.

Miraron en silencio.

¿Estás bien?, preguntó él.

Estoy cansada.

Yo también, miraron el cuerpo de Jacinto.

¿Lo matamos?, preguntó ella.

Santiago negó con la cabeza.

Que viva, que les diga que falló, que hay alguien más rápido, más lista y que no estamos huyendo.

Clara asintió.

Ambos montaron a caballo.

Mientras el sol subía por completo, cabalgaron juntos hacia el sur.

Sin decirlo en voz alta, sabían que algo había cambiado.

Ya no eran solo padre e hija, ahora eran aliados.

Una fuerza que nadie esperaba y que nadie debería haber provocado.

El día siguiente amaneció sin gloria.

El cielo estaba cubierto por una neblina pálida que opacaba incluso los rayos del sol.

Clara y Santiago avanzaban al paso lento de los caballos por un sendero olvidado entre los cerros rumbo a Santa Aranza, una aldea de paso donde, según Santiago, podrían conseguir información sin levantar sospechas.

Desde la colina se veía el pueblo como un montón de casas viejas agachadas bajo la bruma.

Un campanario torcido, un molino detenido y humo gris saliendo de las chimeneas.

Era un lugar tan insignificante en el mapa que precisamente por eso era perfecto para desaparecer o para encontrar lo que nadie decía en voz alta.

Clara cabalgaba en silencio con la mirada al frente.

Santiago, a su lado, mantenía una distancia prudente.

La tensión entre ellos no era enemistad, era duda.

El nombre lista aún flotaba en sus cabezas.

Jacinto dijo que había más, dijo Clara rompiendo el silencio.

Sí, ¿y tú lo sabías? Santiago tardó un segundo en responder.

Sabía que había rumores, pero no sabía que tú estabas dentro.

Clara lo miró de reojo.

¿Y tú? Santiago asintió.

Yo también.

¿Por qué? Él bajó la mirada.

tocó instintivamente la empuñadura del cuchillo que llevaba en la cintura.

Porque hice muchas cosas por el bien de este país, pero no todas fueron limpias.

Hay nombres que borré para salvar pueblos y hay otros que aún me buscan con odio.

Clara tragó saliva.

¿Y tú crees que yo, que por matar a un traficante de niñas merezco estar en esa lista? No, pero la justicia de estos hombres no es justicia, es precio.

Y tú vales mucho, Clara, porque no le temes a nadie y eso para ellos es peligroso.

Llegaron al pueblo al caer la tarde, dejaron los caballos en un establo sin hacer preguntas y caminaron hasta la cantina local, un lugar oscuro y estrecho, donde el suelo estaba pegajoso y las mesas maltratadas.

Pero allí se sabía todo.

Santiago pidió café, clara, agua.

En una mesa del fondo, un hombre jugaba solitario en con cartas marcadas.

Era flaco, de manos huesudas y mirada errática.

Santiago lo reconoció al instante.

Tomás Rendón, murmuró.

¿Quién es?, preguntó Clara.

Era escribano del ejército.

Y luego se volvió informante del norte.

Se acercaron.

Mistrral, dijo Tomás con una risa sin dientes.

Pensé que estabas muerto.

Casi, respondió Santiago.

Necesito información.

¿Y yo qué gano? Santiago arrojó un pequeño saco con monedas sobre la mesa.

El tintineo llamó la atención de todos en la cantina.

Clara se giró instintivamente vigilando la puerta.

Tomás recogió el saco y sonrió con los pocos dientes que le quedaban.

Sí, hay una lista.

La empezaron hace años, pero se ha actualizado últimamente.

Ya no se trata solo de viejos enemigos.

Buscan a los que representan amenaza.

Incluso si no han hecho nada ilegal, ¿quién la dirige? No lo sé con certeza, pero las órdenes bajan desde un grupo llamado la junta, exmilitares, explíticos, hombres ricos que controlan rutas, tierras, minas y el miedo.

Clara frunció el ceño.

¿Y cuántos nombres hay? Tomás la miró.

Dudó.

Luego sacó un papel arrugado del bolsillo interno de su abrigo, lo extendió sobre la mesa.

Había 12 nombres escritos a mano, algunos tachados, otros marcados con una cruz roja.

¿Qué significa la cruz? Que ya fueron eliminados.

Clara buscó con la mirada.

Su nombre estaba ahí y el de Santiago también, pero había otro nombre que le hizo arder el pecho.

Ema Valdivia.

¿La conoces? preguntó Tomás.

Clara apretó el puño.

Era mi madre.

Tomás abrió los ojos.

Entonces, no es coincidencia.

Santiago se giró hacia Clara.

Ella estaba pálida.

Esto es más grande de lo que pensé, murmuró ella.

Sí, y más sucio, dijo Santiago.

Tenemos que hacer algo dijo Clara con voz firme.

Pero Santiago negó con la cabeza.

No, no, ahora.

¿Por qué no? Porque si atacamos de frente nos matarán a los dos y nadie contará la historia.

Lo mejor es escondernos, alejarnos, sobrevivir.

Eso es lo que quieres, huir.

Santiago la miró con tristeza.

Quiero que vivas.

¿Y tú crees que se vive así? Con miedo.

El silencio fue brutal.

Clara tomó el papel y se lo guardó en el bolsillo.

Se puso de pie.

Si tú no vas a hacer nada.

Yo sí.

Santiago también se levantó, pero más lento, como quien sabe que no puede detener a un río que ya rompió el dique.

Clara, no me detengas.

Ya perdí demasiados años sin saber quién soy.

No voy a perder más sabiendo quién me quiere muerta.

y se fue sin mirar atrás.

Esa noche Santiago se quedó solo en la cantina y mientras el humo del café se disolvía en el aire, supo que el precio por reencontrarse con su hija tal vez sería volver a perderla.

La noche en Santa Aranza estaba viva, pero tensa.

Las farolas colgaban como ojos cansados sobre las calles polvorientas y cada sombra parecía más larga de lo normal.

Los pocos que caminaban a esa hora lo hacían rápido, con la cabeza gacha, como si supieran que algo estaba por pasar.

Clara avanzaba con decisión por una calle lateral, la chaqueta de cuero ajustada, el sombrero bajo y el revólver oculto bajo su brazo derecho.

Llevaba en el bolsillo interior el trozo de papel con los 12 nombres, el suyo marcado en tinta roja y otro que quemaba más que el sol del desierto.

Emma Valdivia, su madre, su nombre tachado con una cruz, había escuchado muchas versiones sobre su muerte, que fue una bandida, que murió de fiebre, que la encontraron sola en un río.

Ninguna de esas historias llevaba verdad.

Ahora lo sabía.

la habían matado y alguien había dado la orden.

Y esa orden, según Tomás Rendón, había salido de un hombre que se escondía bajo telas y cuentas falsas, don Ulises, un nombre que en el pueblo sonaba con respeto forzado.

Decían que vendía lino a los ricos y algodón a los humildes, pero que nunca se le veía tocar una aguja.

Siempre estaba en la trastienda, siempre en la sombra.

Clara llegó frente al local, una tienda vieja con estantes de madera y cortinas de colores desteñidos.

No había clientes, solo una lámpara encendida al fondo.

Entró.

Una campanilla sonó sobre su cabeza, pero nadie salió a recibirla.

Caminó entre rollos de tela apilados como si fuesen columnas.

El aire olía a polvo, pero también a pólvora.

¿Puedo ayudarla en algo, señorita? dijo una voz gruesa desde la penumbra.

Clara giró y lo vio.

Don Ulises, alto, calvo, vestido con ropas finas que no coincidían con su oficio, un bastón en la mano derecha, ojos claros, casi grises, y una cicatriz que le cruzaba el cuello, como si alguien alguna vez intentó callarlo para siempre.

Depende”, dijo Clara sin quitarse el sombrero.

“Busco justicia.

En este pueblo ya no se vende eso, muchacha.

Entonces vine al lugar correcto”, replicó y sacó el papel.

Se lo lanzó.

Cayó sobre el mostrador.

Don Ulises lo observó sin tocarlo.

¿Y eso qué es? La lista.

Con su letra, con sus muertos.

El hombre sonrió con frialdad.

Muchos tienen listas.

¿Y qué se supone que vas a hacer? Matarme.

No vine a matarlo.

Vine a hacerle una pregunta.

Adelante.

Clara dio un paso al frente.

¿Por qué mi madre? El hombre se tomó su tiempo.

Finalmente habló porque sabía cosas que no debía, porque era peligrosa, porque no quiso quedarse callada cuando otros sí lo hicieron.

Y yo también soy peligrosa.

Mas Puntc Clara desenfundó el revólver y lo apoyó sobre el mostrador.

Entonces, dígame quién da las órdenes ahora.

¿Quién está detrás de la junta? Don Ulises entrecerró los ojos.

Si te lo digo, te matarán antes del amanecer.

Si no me lo dice, quizás no llegue tan lejos.

Silencio.

El hombre suspiró.

No es uno solo, son varios, pero hay un nombre que todos temen.

Elías Monterroyo.

Vive en la capital, se hace pasar por empresario, pero mueve armas, hombres y oro.

La junta responde ante él, “Tu madre lo enfrentó y la enterraron sin nombre.

” Clara bajó el revólver, pero no lo guardó.

“¿Y usted? ¿Cuál es su papel en todo esto?” Don Ulises la miró con una mezcla de orgullo y resignación.

Yo solo apunto los nombres, no los elijo, eso lo hace peor.

Y en ese instante, antes de que él pudiera decir algo más, la puerta trasera se abrió de golpe.

Dos hombres armados entraron.

Ella está aquí.

Clara rodó por el suelo detrás del mostrador, justo cuando las balas silvaban por encima de su cabeza.

Disparó una vez, luego otra.

Uno de los hombres cayó gritando, herido en la pierna.

El otro se cubrió tras un estante.

Don Ulises gritaba, “¡No destruyan la tienda, idiotas!” Clara usó el eco de las paredes para moverse rápida, ágil, se colocó detrás de un armario bajo y esperó.

Oyó pasos, cargó, disparó.

El segundo atacante cayó de espaldas con el arma aún en la mano.

Silencio otra vez.

Clara se levantó, el pecho agitado, los ojos encendidos.

Don Ulises la miraba con miedo real por primera vez.

¿Qué harás ahora?, preguntó.

Clara caminó hacia él, le apuntó al pecho.

Dirás lo que sabes a cada persona decente de este pueblo y luego te irás.

Si te quedas, volveré.

Y si no hablo, no tendrá que preocuparse por lo que viene, porque no verá el amanecer.

Don Ulises asintió pálido.

Clara salió por la puerta principal, la pistola aún caliente en la mano.

Cruzó la plaza.

No miró atrás, pero sí notó algo al llegar al callejón lateral.

Santiago estaba allí esperándola en silencio, como si supiera que ella no lo iba a escuchar, pero igual decidió seguirla.

¿Cuánto escuchaste? Todo.

¿Y vas a decirme que fue imprudente? No voy a decirte que fue necesario.

Clara lo miró.

Santiago la miró de vuelta.

No quiero perderte otra vez, dijo él en voz baja.

Pero si ese es el precio por caminar a tu lado, lo pago.

Ella respiró profundo.

El viento trajo polvo y olor a pólvora.

Entonces, no huyamos más, dijo, “Es hora de que sepan que los Valdivia y los Mistral están vivos.

” Y esta vez Santiago no respondió con palabras, solo asentó con los ojos firmes y supo que ya no había marcha atrás.

El cielo aún no había despertado del todo cuando Clara y Santiago dejaron atrás Santa Aranza, el pueblo dormía bajo una capa de silencio fingido, como si los rumores de la noche anterior no hubieran sucedido, como si los disparos dentro de la tienda de telas fueran solo ecos mal recordados.

Pero algo había cambiado.

La gente los miraba distinto, no con miedo, no con desprecio, sino con esa mezcla de respeto y desconfianza que solo despiertan los que ya no tienen nada que perder.

Los caballos avanzaban al trote constante por el camino de tierra que conducía al sur.

La capital estaba a tres, días de viajes y el clima ayudaba, y los caminos no eran bloqueados.

Clara cabalgaba adelante, sin decir una palabra.

Santiago la seguía a poca distancia, observando con atención cada cruce, cada movimiento en la maleza, cada sombra fuera de lugar.

Ambos sabían que lo que venía no sería un duelo más.

Iban tras Elías Monterroyo un nombre que no aparecía en registros oficiales, un rostro que no salía en los diarios, pero que, según los que sabían, era más poderoso que muchos presidentes y más temido que cualquier general.

Durante la primera jornada casi no hablaron.

Solo al caer la noche, cuando armaron un pequeño campamento junto a un riachuelo seco, Santiago rompió el silencio.

Cuando todo esto termine, ¿qué harás? Clara pensó un segundo antes de responder.

Depende de cómo termine.

Y si lo matamos, entonces nos buscarán a nosotros.

Santiago asintió mirando el fuego.

“Tal vez ya lo hacen, tal vez”, dijo ella mientras limpiaba su arma.

“Pero no pienso pasar el resto de mi vida huyendo si logro que se sepa la verdad, que la gente entienda quién controla las muertes.

” Quizás algo cambie.

Santiago soltó una risa amarga.

Tienes demasiada fe en la gente y tú ninguna.

La perdí hace mucho.

Clara levantó la mirada.

¿Y por qué me seguiste? Porque tú me la estás devolviendo poco a poco.

El fuego crepitó entre ellos.

Por primera vez el silencio no fue una barrera, sino un puente.

Al día siguiente llegaron a un caserío en la frontera con el distrito capital, un lugar de paso con más soldados que civiles y una tensión invisible en el aire.

Las miradas eran breves, las sonrisas inexistentes, la ley se sentía ausente.

Clara y Santiago se separaron para investigar sin levantar sospechas.

Ella entró a una fonda donde se servía café rancio y pan duro.

Preguntó discretamente por Monterroyo.

Nadie respondió, pero una mujer anciana le deslizó una servilleta con una sola palabra, Caoba.

Era el nombre de un club exclusivo frecuentado por empresarios, políticos y traficantes de secretos, un lugar al que no se entraba sin invitación o sin contactos.

Santiago, por su parte, se reunió con un viejo amigo de los tiempos de la frontera, don Teófilo, un herrero retirado que ahora vivía en el anonimato cuidando caballos de carreras ilegales.

Cuando escuchó el nombre Monterroyo, palideció.

Ese hombre no es un jefe.

Es un rey sin corona.

Tiene hombres en la policía, en el ejército, incluso en el gobierno.

Si van tras él, más les vale hacerlo de una sola vez, porque si fallan, no vivirán para intentarlo otra vez.

¿Sabes dónde está? No, pero sé quién lo sabe.

Le entregó un nombre en voz baja, una mujer celeste almada, antiguamente informante del ejército, ahora mantenida en silencio en una hacienda a las afueras de la ciudad.

Se decía que conocía cada ruta de comunicación de Monterroyo y cada secreto que podía destruirlo.

Esa noche, Clara y Santiago se reencontraron en un establo abandonado en las colinas.

compartieron la información sin rodeos.

Entonces, tenemos dos caminos, dijo Clara.

entrar al club Caoba y enfrentarlo cara a cara o buscar a esa mujer celeste y conseguir pruebas antes.

No podemos hacer las dos cosas, advirtió Santiago.

Si aparece muerto y no tenemos pruebas, seremos los únicos culpables.

Pero si obtenemos las pruebas y no lo detenemos, alguien más las enterrará.

Ambos quedaron en silencio.

Dos caminos, dos riesgos, ninguna garantía.

Finalmente, Clara habló.

Vamos por ella.

Si Celeste está viva, aún hay tiempo.

Si la matan, entonces sabremos que estamos más cerca de lo que creemos.

Santiago asintió y por primera vez en días dijo algo con convicción firme.

Y cuando terminemos con esto, quiero que el mundo sepa tu nombre Clara, no como la que disparaba en silencio, sino como la que rompió la cadena.

Ella lo miró y el tuyo, Santiago, no como el forastero que desaparecía, sino como el Padre que volvió cuando más se lo necesitaba.

Ambos se montaron en los caballos antes del amanecer.

La ciudad esperaba y con ella el corazón de la oscuridad.

El tercer día de viaje los llevó por caminos que ya no figuraban en ningún mapa.

Entre colinas amarillentas, árboles secos y cercos abandonados avanzaban en silencio, guiados por el único punto que parecía constante en el horizonte.

Una nube espesa de polvo, apenas visible.

que se mantenía fija sobre la ladera oeste.

Santiago detuvo el caballo y levantó la mano.

Allí lo ves.

Clara entrecerró los ojos.

Sí, es humo, pero no de fogata.

No, es cocina.

Gente o vigilancia dieron la vuelta al cerro rodeando por el flanco menos visible y desde lo alto finalmente vieron la hacienda.

grande, rodeada de eucaliptos secos, con muros bajos de piedra y dos torres de vigilancia improvisadas.

La fachada estaba descascarada, pero el portón lucía nuevo, demasiado nuevo.

“Esto no es solo una casa”, murmuró Clara.

“Es un puesto, un refugio o una prisión”, añadió Santiago.

“Se bajaron de los caballos unos 100 m antes, atándolos entre arbustos.

Luego avanzaron a pie.

Clara iba adelante, Santiago detrás cubriendo los flancos.

Ambos sabían que no podían acercarse por la entrada principal.

Dieron la vuelta por el costado norte.

Allí el muro era más bajo y la vegetación ofrecía algo de cobertura.

Saltaron sin ruido.

Del otro lado, silencio.

Ni perros ni pasos.

Clara desenfundó.

¿Estás seguro de que aquí vive celeste? Si no está, algo peor nos espera.

Avanzaron por el pasillo de piedra hasta un corredor oscuro.

Las paredes interiores estaban cubiertas de cuadros viejos, alfombras maltratadas y el eco de un tiempo más próspero.

En el centro, una puerta cerrada.

Santiago se adelantó, puso la oreja.

Nada.

Clara lo cubrió mientras él giraba el picaporte.

La puerta se abrió con un crujido.

Adentro, una sala con cortinas gruesas, un piano cubierto de polvo y una mujer sentada en un sillón envuelta en una manta con una escopeta descansando sobre sus piernas.

Tenía el cabello gris, los ojos hundidos y las manos temblorosas.

“¡Celeste Almada”, preguntó Clara sin bajar el arma.

La mujer no respondió, solo los miró con ojos vidriosos.

Santiago dio un paso.

Somos aliados.

Venimos porque sabemos quién es usted y lo que sabe celeste ladeó la cabeza.

¿Y qué esperan? Que les dé una carta firmada, una lista con nombres.

Queremos pruebas de Elías Monterroyo, de la junta, de todo.

Dijo Clara Firme.

Queremos que el país los vea.

Celeste soltó una risa seca.

El país, el país no ve nada, niña, y los que ven prefieren cerrar los ojos.

Yo hablé una vez.

¿Sabes lo que hicieron? Mataron a mi hijo.

Tenía 12 años.

Desde entonces no he vuelto a escribir una sola palabra.

Clara.

sintió un nudo en la garganta.

Lo siento, no lo sientas.

Haz algo.

Por eso estamos aquí.

Celeste se puso de pie con dificultad.

Señaló un mueble bajo.

Santiago lo abrió.

Dentro una caja de madera con candado.

Ahí está todo.

Cartas, registros, en fotografías, monedas falsas, contratos, algunos con la firma de Monterroyo, otros con sangre.

¿Por qué guardarlo? Porque algún día alguien iba a venir, alguien que no quisiera oro ni venganza, solo verdad.

Clara se agachó, sacó la caja, la abrió.

El contenido era tan explosivo como una dinamita sin mecha.

Hilos que conectaban a Monterroyo con oficiales, jueces, capitanes, mercenarios, prensa y hasta religiosos.

Santiago murmuró, “Esto, esto puede hacer temblar el país.

Celeste los miró y por eso van a morir si lo cargan así.

¿Qué sugiere?”, preguntó Clara.

“Vayan a la ciudad, no entren por la puerta.

Encuentren a Padre Javier en la iglesia vieja del barrio alto.

Él sabrá qué hacer.

Él me protegió cuando nadie más lo hizo.

” Y usted, dijo Santiago, “¿Vendrá?” No, si salgo no llego ni a la entrada del pueblo.

Me están vigilando.

Lo sé.

Clara la miró.

Gracias.

Celeste se acercó.

Le tomó la mano.

Haz que valga la pena.

En ese instante se escuchó un disparo afuera.

Todos se intensaron.

Clara corrió a la ventana.

Hombres armados tres y vienen otros por el lado sur.

Santiago maldijo, se colocó en posición junto a la puerta.

Nos vieron entrar.

Van por la caja.

Entonces no saldremos por donde entramos, dijo Clara.

Celeste, hay otra salida atrás por la bodega, un túnel viejo.

No esperaron más.

Corrieron por el pasillo mientras las balas comenzaban a estallar contra las paredes de Adobe.

Clara abrazaba la caja.

Santiago cubría con disparos precisos.

Celeste les guió hasta una trampilla detrás del almacén.

“Métanse, yo los cubro!” “¡No!”, gritó Clara.

Pero Celeste ya había levantado su escopeta.

“Váyanse!” Y disparó.

Un hombre cayó en seco.

Santiago empujó a Clara hacia el túnel.

La madera crujió, pero resistió.

Descendieron.

Atrás se oía fuego cruzado, gritos, otro disparo y luego silencio.

El túnel olía a tierra y muerte, pero lo sacó a un arroyo seco donde corrieron hasta recuperar los caballos.

Montaron sin decir palabra.

Cuando las hacienda quedó atrás, Clara finalmente habló.

La mataron, ¿verdad? Santiago no respondió, solo aceleró el paso.

Clara apretó la caja contra el pecho y juró que nadie, absolutamente nadie, la silenciaría otra vez.

La capital se extendía ante ellos como una bestia dormida.

Calles empedradas, balcones de hierro forjado, plazas con estatuas que nadie miraba y una mezcla de elegancia y podredumbre que se sentía en cada rincón.

Era un lugar donde se podía encontrar todo, excepto la verdad.

Clara y Santiago entraron al amanecer cubiertos de polvo, con las ropas desgastadas por la travesía y los ojos firmes de quienes ya no buscan descanso, sino justicia.

Nadie los reconoció, pero ambos sabían que no podían confiarse.

“No hables con nadie”, le susurró Santiago mientras caminaban por un mercado.

“Aquí incluso los niños venden secretos.

” “¿Dónde queda el barrio alto?”, preguntó Clara.

“Al norte, en la colina, viejo, olvidado, perfecto para esconder una verdad peligrosa.

Tardaron casi una hora en llegar.

subiendo callejones estrechos donde el sol apenas tocaba el suelo.

Las fachadas estaban descascaradas, los postigos cerrados y los pocos vecinos que se asomaban lo hacían como si esperaran una tormenta.

Al final de una calle silenciosa encontraron la iglesia, iglesia de San Jerónimo, pequeña de piedra, con una campana oxidada y una cruz inclinada en la cima.

Las puertas estaban entreabiertas y adentro olía incienso viejo y madera húmeda.

Santiago entró primero, clara detrás, con la caja aún envuelta en su manta, un hombre rezaba solo en la primera fila, delgado, de cabello blanco, sotana negra y rostro marcado por el tiempo.

“Padre Javier”, preguntó Santiago en voz baja.

El sacerdote se giró lentamente, los observó sin temor, como si ya supiera que vendrían.

Los esperaba hace tres días, dijo, y su voz era grave, pero serena.

Celeste me escribió.

Dijo que si ustedes llegaban era porque ya no quedaba tiempo.

Clara asintió.

Ella está muerta.

El sacerdote bajó la mirada.

murmuró una oración breve en latín.

Luego se levantó.

Síganme.

Los condujo a una sala detrás del altar.

Allí, en un escritorio de roble cubierto por libros antiguos y velas consumidas, Clara colocó la caja.

La abrió con cuidado.

Padre Javier observó en silencio mientras ella sacaba documentos, fotos, contratos y registros bancarios falsos.

Había cartas con firmas, nombres, fechas, todo esto.

Esto no es solo corrupción, dijo el sacerdote impactado.

Es una red, una red con cabeza respondió Clara.

Monterroyo, lo sé.

He oído ese nombre durante años, nunca directamente, siempre entre sombras.

Si estas pruebas se hacen públicas, lo destruirán.

interrumpió Santiago.

Pero solo si sobreviven.

Padre Javier se volvió hacia ellos.

¿Qué quieren que haga? Queremos que lo hagas público, que lo difundas, que sepas a quién entregarlo sin que desaparezca.

El sacerdote reflexionó unos segundos.

Hay un periodista honesto, tal vez el último.

Setunel llama Baltasar y Turbe.

Escribe para un boletín que apenas circula en papel, pero sus palabras llegan lejos.

Lo han amenazado muchas veces.

Nunca se vendió.

¿Dónde lo encontramos? No lo encontrarán.

Yo lo contactaré.

Pero deben esperar.

Clara lo miró desconfiada.

Esperar aquí.

En las criptas bajo la iglesia son frías pero seguras.

Si alguien pregunta por ustedes, no sabrán nada.

Me conocen.

Aún tengo crédito entre los monstruos.

Santiago asintió.

¿Y cuánto tiempo tardará? Un día, dos, a lo sumo, el sacerdote guardó los documentos en una bolsa de lino.

Luego se arrodilló para abrir una trampilla bajo el altar.

Bajaron por una escalera de piedra hasta una cripta húmeda con paredes cubiertas de musgo.

Había catres, agua y una pequeña lámpara de aceite.

“Quédense aquí, no salgan por ningún motivo.

” Clara se sentó.

Santiago apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos.

El sacerdote subió y la trampilla se cerró.

Durante horas no hablaron, pero en la madrugada siguiente un ruido los despertó.

Pasos, luego voces, no del sacerdote.

Dijeron que estaban aquí.

¿Estás seguro? Nos pagaron por encontrarlos, no por preguntar.

Santiago se levantó de un salto.

Clara ya tenía el arma en la mano.

La trampilla se abrió.

Un rostro desconocido asomó y en cuanto vio a Santiago gritó, “¡Aí abajo!” Clara disparó.

El hombre cayó hacia atrás.

Gritos.

Otro disparo.

Alguien bajaba corriendo.

Santiago arrojó la lámpara contra la escalera.

“Llamas.

” Los gritos se mezclaron con el olor a humo.

“¡Sal por el túnel lateral!”, gritó Santiago.

Clara corrió, abrió una compuerta baja al fondo de la cripta.

Un túnel estrecho de barro arrastrándose, llegó hasta una salida que daba un callejón trasero de la iglesia.

Santiago apareció detrás de ella jadeando.

¿Estás bien? Sí.

¿Y el sacerdote? No estaba.

No había rastro.

Clara palideció.

Nos entregó o lo entregaron a él.

No había tiempo para averiguarlo.

Subieron a los caballos ocultos en el callejón y se alejaron sin mirar atrás.

La ciudad una vez más intentaba tragarlos, pero ahora llevaban algo que no se podía destruir, la convicción de que aunque todos se vendan, aún hay quienes deciden resistir.

El amanecer sobre la ciudad era rojo, no un rojo cálido de esos que prometen vida.

Era un rojo de advertencia, un rojo de peligro.

Clara lo sintió en la piel antes de que el sol tocara los techos de Teja.

Sabía que algo había cambiado, algo invisible.

Pero definitivo, ella y Santiago se refugiaron en una pensión clandestina en las afueras, donde una mujer ciega alquilaba habitaciones sin hacer preguntas.

Pasaron el día revisando las copias de los documentos.

Los originales se habían perdido en la huida, pero habían logrado guardar duplicados escondidos en las alforjas.

¿Crees que el padre Javier nos traicionó?, preguntó Clara mientras Santiago revisaba una carta firmada por un coronel.

No sé, pero si no fue él, alguien sabía que estaríamos allí.

Baltasar y turbe, ¿crees que aún sea una opción? Si vive, sí, pero no lo encontraremos en ningún periódico.

¿Y cómo lo haremos? Santiago levantó la mirada con un cebo.

Esa noche una noticia corrió por los callejones del centro, una hoja volada clavada en las puertas de la Universidad, del Hospital Viejo y de la Comisaría Baltazar.

Aún quedan cosas que el fuego no puede quemar.

Nos vemos donde la tinta dejó de secarse.

C era un mensaje cifrado.

Solo él sabría qué significaba.

Y al día siguiente, poco antes del anochecer, apareció un hombre mayor con abrigo largo, sombrero bajo y un bastón que apenas usaba.

Baltazar y Turbe se sentó en la mesa del fondo de una librería abandonada y no dijo una palabra hasta que Clara habló.

Tenemos los documentos.

Él alzó la mirada.

Pruebas reales firmadas, selladas y algunas ensangrentadas.

Baltasar asintió.

Yo también tengo algo, un nombre.

Clara se tensó.

¿Qué nombre? Santiago Reyes, el hombre que desapareció tras la ejecución de 13 disidentes, el francotirador de las peñas, el que debía estar muerto, Santiago no se movió, solo tragó saliva.

Yo no ejecuté a nadie, me usaron.

Lo sé, dijo Baltazar.

Por eso confío en ti, porque aún cargas esa culpa y solo alguien que no ha olvidado puede arriesgarlo todo.

Les entregó un sobre.

Mañana a medianoche, el canal estatal transmitirá en directo el acto de premiación del Congreso Nacional de Aviación.

estarán todos, empresarios, generales, jueces y Monterroyo.

Uno de mis técnicos está infiltrado.

Si consiguen llegar a la sala de servidores con este código, el mensaje podrá transmitirse en vivo.

Nadie podrá silenciarlo.

Y después, después no hay garantía de nada.

El plan era simple y suicida usar los pasadizos de mantenimiento del antiguo teatro donde se celebraría la gala, acceder por la entrada de empleados disfrazados, llegar al sótano técnico, insertar el archivo en el sistema de transmisión y escapar.

Santiago preparó dos armas cortas, una navaja y un frasco con pólvora húmeda.

Clara memorizó cada palabra del mensaje que grabaría.

Este país ha sido vendido en secreto, pieza por pieza.

Quien calla permite.

Quien mira a otro lado se convierte en cómplice.

Hoy hablamos por los que ya no están.

Vestidos como técnicos de sonido, cruzaron la ciudad al anochecer.

Nadie los detuvo hasta llegar al callejón trasero del teatro.

Allí una figura los esperaba, un hombre alto de traje blanco.

Fumaba un cigarro con parsimonia y sonreía como quien ya ha ganado.

Señorita Clara, qué lástima que no la entregaron antes.

Me hubiera evitado molestias.

Monterroyo en persona.

Santiago sacó el arma.

Clara también.

Un paso más y caes”, dijo ella.

El hombre levantó las manos con desprecio.

“Oh, no vine a pelear, solo a avisarles.

En este momento hay un francotirador apuntando a la nuca de tu padre, otro al pecho de usted.

Pueden intentarlo, pero ninguno vivirá para ver el resultado.

” Clara sintió un escalofrío.

“¿Qué quieres? Lo que siempre he querido, silencio.

Ustedes dos desaparecen.

El país sigue durmiendo y yo sigo mandando.

Santiago dio un paso adelante.

Entonces dispara, pero no nos verás arrodillados.

Monterroyo sonríó.

No, aún no.

Les daré una hora, una sola para pensar.

Luego ustedes deciden.

Y se marchó dejando solo el humo de su cigarro.

Santiago y Clara se refugiaron en un taller abandonado cerca del teatro.

Estaban solos, rodeados, pero aún vivos.

¿Qué vamos a hacer?, preguntó Clara.

Santiago la miró.

Lo que vinimos a hacer, ella apretó los dientes.

Aunque nos maten, especialmente si nos matan, porque entonces esto tendrá sentido.

Clara sacó el grabador, colocó las copias del archivo, miró a su padre.

Entonces entremos.

Y juntos se lanzaron hacia el último ato de una obra que aún no tenía final.

Las campanas del reloj central dieron las 11.

Desde lo alto del cerro donde se erguía el gran teatro nacional, las luces doradas anunciaban la llegada de la élite.

Carros tirados por caballos finos, carruajes blindados y escoltas armados, escoltaban ministros, coroneles, jueces y empresarios hasta el umbral del edificio.

Dentro, las columnas de mármol relucían bajo los candelabros.

Los hombres vestían trajes de gala.

Las mujeres, joyas que podrían pagar la libertad de un pueblo.

Y en el escenario, una pantalla mostraba imágenes patrióticas mientras una orquesta afinaba sus instrumentos.

Pero en el subsuelo, en un túnel estrecho y olvidado, dos figuras se movían como sombras, Clara y Santiago, vestidos con trajes de técnicos, con el corazón latiendo como tambores de guerra.

El mapa que les había dado Baltasar era preciso.

Bajo la platea principal, junto a la sala de máquinas se encontraba el centro de transmisión y en ese punto el archivo podía ser conectado a la red interna.

Si lo lograban, la verdad se proyectaría a toda la nación en medio del evento.

Pero si fallaban, ni siquiera tendrían oportunidad de explicar.

“¿Estás lista?”, susurró Santiago.

Clara asintió, pero no habló.

En sus ojos no había miedo, solo fuego.

Avanzaron por la galería técnica.

Escuchaban pasos sobre ellos, aplausos, música de cuerdas.

La ceremonia había comenzado.

Pasaron junto a un guardia dormido.

Santiago dejó caer una pequeña bolsa de pólvora con aceite cerca de un generador.

El olor cubriría su rastro.

Llegaron a una puerta de metal.

Clara se agachó, sacó el código del sobre de Baltazar y lo insertó en el panel.

Un segundo.

Dos.

Un sonido.

La puerta se abrió.

La sala era pequeña, llena de cables y zumbidos.

Un operario dormía en una silla Clara.

Entró primero y cerró.

Aquí es.

Sacó el dispositivo de grabación conectado a una bobina metálica con los archivos digitalizados.

Santiago bloqueó la puerta con una palanca.

¿Cuánto tiempo necesitas? 2 minutos.

Comenzó a escribir el código de ejecución.

Las pantallas se iluminaron.

En el escenario, Monterroyo ya hablaba.

Este país fue forjado con sangre, esfuerzo y obediencia.

Clara murmuró.

Eso está por cambiar.

pulsó el botón, la pantalla del teatro parpadeó.

Luego se hizo el silencio, la imagen de Monterroyo desapareció y entonces apareció ella, clara en primer plano, vestida de negro, sola, pero firme.

Mi nombre es Clara Reyes y si estás viendo esto, significa que aún hay tiempo.

Los asistentes se miraron.

Algunos rieron nerviosos.

Otros se pusieron de pie.

Monterroyo se congeló en la grabación clara continuó.

Durante años ustedes han sido víctimas de un sistema invisible.

Uno que decide quién vive y quién muere, quién prospera y quién desaparece.

Hoy esa red tiene nombre, rostro y pruebas.

La imagen cambió.

Documentos, firmas, cuentas, nombres.

El rostro de Monterroyo, en alta definición.

Hubo gritos.

El caos comenzó.

En la sala técnica Santiago escuchó pasos corriendo por el pasillo.

Nos encontraron.

Clara desconectó el disco.

Guardó una copia en su chaqueta.

Por aquí salieron por una escotilla lateral que daba a un pasillo estrecho.

El humo de una bomba de gas comenzaba a llenar el teatro.

Por allí, gritó una voz.

Disparos.

Santiago empujó a Clara detrás de unas columnas.

Disparó dos veces.

Un guardia cayó, pero otro disparo.

Y Santiago cayó de rodillas.

No.

Clara se agachó.

Sangre en el costado.

Estoy bien, murmuró él.

Sigue, no te dejaré.

Sigue, Clara, hazlo por todos.

Ella dudó.

Un segundo.

Dos.

Entonces corrió.

Corrió por la escalinata trasera mientras los disparos resonaban a su espalda.

Un caballo amarrado en la puerta lateral relinchaba.

Clara saltó al lomo, cortó las riendas y huyó por las calles con la grabación aún en el pecho.

Detrás el teatro ardía.

El pueblo miraba las pantallas que aún transmitían.

Los soldados no sabían a quién obedecer.

Y Monterroyo, por primera vez en su vida, no tenía control.

El caballo galopaba como si también supiera que no podía detenerse.

Clara sujetaba las riendas con una mano y con la otra presionaba contra su pecho el sobre con la última copia del archivo.

Las calles estaban en llamas, no por fuego literal, sino por el caos que se desataba.

La transmisión no había sido detenida en cantinas, estaciones, hospitales y plazas.

Las pantallas seguían repitiendo una y otra vez la grabación clara hablando con la verdad en los ojos, las pruebas, los nombres, las víctimas y Monterroyo, su rostro congelado con una sonrisa que se deshacía en tiempo real.

Clara dobló por un callejón, luego por otro.

El caballo frenó en seco al llegar al puente de piedra que cruzaba el río.

Ella desmontó, ató al animal y se apoyó sobre el muro jadeando.

Estaba viva.

Pero y Santiago se llevó una mano al rostro, el sabor del metal aún en la lengua.

La imagen de su padre, cayendo cubierto de sangre no la dejaba respirar.

De pronto escuchó pasos.

Se giró en seco.

Un anciano con sombrero polvoriento bajaba la cuesta.

Tenía la pierna herida, una venda improvisada.

Cjeaba, pero avanzaba.

Clara lo reconoció al instante.

Papá corrió hacia él.

Santiago apenas pudo levantar los brazos antes de que ella lo abrazara con fuerza.

“Te dieron por muerto”, dijo entre soyozos.

Lo intentaron, pero no sabían que aún tenía algo que hacer.

Clara lo ayudó a sentarse, le ofreció agua, le quitó el saco y lo cubrió con una manta de su bolsa.

Él la miró y por primera vez en mucho tiempo sonrió con paz.

Salió la transmisión, todo lo vio, todo el país.

Nadie podrá taparlo.

Santiago asintió.

Entonces ya hicimos nuestra parte.

Dos días después la nación era otra.

El Congreso fue suspendido.

Monterroyo desapareció.

Algunos decían que huyó, otros que fue eliminado por los suyos para no hundirse con él.

Pero lo cierto es que su nombre ya no infundía miedo, solo vergüenza.

En las calles, la gente comenzó a llamarla la hija del francotirador, pero nadie usaba ese nombre con desprecio, al contrario, era símbolo de resistencia.

Baltazar publicó una edición especial del boletín impresa a mano con una portada que decía, “Ella habló y nosotros escuchamos.

” En la portada, una foto de Clara de pie sobre el puente, el viento alzando su chaqueta con los ojos llenos de fuego.

Santiago se recuperaba lento.

Vivían en una casa pequeña cedida por un campesino agradecido.

Allí, lejos del ruido, Clara por fin le preguntó, “¿Por qué nunca me buscaste?” Santiago bajó la mirada.

“Porque pensé que estarías mejor sin mí.

Porque después de todo lo que hice, no sabía si merecía llamarme padre y porque tenía miedo de que no me perdonaras, Clara tomó su mano.

No te perdono por haberme abandonado, te perdono porque regresaste.

Santiago la miró y lloró, no con culpa, sino con alivio.

Pasaron los meses.

La ciudad aún tambaleaba entre la justicia y el olvido, pero algo había cambiado.

El miedo se había resquebrajado y de esa grieta brotaba algo que nadie podía matar.

Esperanza.

Clara comenzó a dar charlas.

Escribía, visitaba familias de víctimas.

No buscaba fama, solo sembrar memoria.

Y cada vez que alguien le preguntaba, “¿De dónde sacaste la fuerza?”, A ella respondía de un hombre que creí perdido, pero que volvió y me enseñó a no rendirme.

En su chaqueta aún llevaba una bala sin usar, la bala que Santiago guardaba como promesa, una bala que nunca fue disparada porque al final la verdad era más letal que cualquier arma.