El suyo era un sacrificio vestido de seda blanca y encajes caros, una mentira piadosa que nadie creería y menos aún el hombre que la esperaba en el altar. Cada paso hacia él era un paso hacia una jaula dorada, un futuro brillante a los ojos del mundo, pero vacío de todo lo que importaba. se estaba vendiendo a sí misma para salvarlos a todos, convirtiéndose en la esposa de un hombre que no solo la amaba, sino que la despreciaba profundamente.

Esta no era una boda, era la ejecución más elegante y cruel de todos sus sueños. El espejo le devolvía el reflejo de una extraña, una mujer pálida, con los ojos demasiado grandes y brillantes por las lágrimas que se negaba a derramar, enfundada en un vestido de novia que costaba más que la casa de sus padres.

Elena tragó saliva, el nudo en su garganta tan apretado que le dolía respirar. El satén era frío contra su piel, tan pesado como la decisión que había tomado semanas atrás. Detrás de ella, su madre, Laura, ajustaba el velo con manos temblorosas, sus propios ojos enrojecidos. “Estás preciosa mi niña”, susurró Laura, y su voz se quebró. “Tan hermosa, serás una esposa maravillosa”. Las palabras eran amables, pero se sentían como dagas. Una esposa maravillosa para un hombre que la consideraba un mero objeto, un anexo a un contrato de negocios.

Elena forzó una sonrisa, una mueca tensa que no llegó a sus ojos. Gracias, mamá. Se sentía como una traidora, una actriz en una obra macabra. Se estaba casando con Ricardo Montero, el magnate, el hombre más poderoso y temido de la ciudad, y lo hacía por una sola razón: salvar a su familia. salvar el negocio familiar, el jardín de los recuerdos, la floristería que su abuela había fundado y que ahora se ahogaba en deudas imposibles de pagar. Y más importante aún, salvar a su hermano pequeño Mateo, cuya enfermedad requería tratamientos carísimos que habían agotado hasta el último céntimo de sus ahorros.

El acuerdo había sido brutalmente simple, presentado por el padre de Ricardo antes de morir y ejecutado por el propio Ricardo con una frialdad que elaba la sangre. Él salvaría la empresa de su padre de la quiebra, cubriría todos los gastos médicos de Mateo por el tiempo que fuera necesario y a cambio Elena se convertiría en su esposa. Un intercambio, una transacción, ella era el precio. Su padre, un hombre bueno, pero derrotado por las circunstancias, se lo había explicado con la mirada en el suelo.

Es la única manera, Elena. Ricardo Montero puede puede resolverlo todo. Es un buen hombre. Pero Elena había conocido a Ricardo Montero en la única reunión que tuvieron para sellar el pacto y no había encontrado ni un ápice de bondad en su mirada oscura y calculadora. La había examinado como si estuviera valorando un caballo o una obra de arte con una distancia insultante antes de dar su gélido consentimiento. Está bien, acepto los términos. Nos casaremos en un mes.

Ni una palabra más, ni un gesto de cordialidad, solo la fría y dura aceptación de un trato que para él era una molestia necesaria. El toque de su madre la sacó de sus pensamientos. Es la hora, cariño. Su corazón dio un vuelco violento. Se miró una última vez. La novia perfecta, la mentira perfecta. Al salir de la habitación, se encontró con su padre, con el traje algo grande y la expresión de un hombre que está llevando a su hija al matadero.

Sus ojos le pedían perdón en silencio, un perdón que ella le concedía porque sabía que lo hacía por amor a su familia. Él le ofreció el brazo. “Eres la mujer más valiente que conozco”, murmuró. Y esa simple frase casi la hizo romperse, pero no lo hizo. Enderezó la espalda, levantó la barbilla y caminó hacia la iglesia, hacia su destino, hacia Ricardo Montero. La marcha nupsal comenzó a sonar y las enormes puertas de la iglesia se abrieron. Cientos de rostros se giraron para mirarla, rostros de la alta sociedad, amigos y socios de Ricardo.

Ella no conocía a casi nadie. Se sentían como lobos observando a un cordero. Al final del pasillo, bajo un arco de flores blancas irónicamente dispuestas por su propia floristería, esperaba él. Ricardo era un hombre que robaba el aliento, no se podía negar. Alto, con hombros anchos que llenaban su smoking hecho a medida, cabello negro perfectamente peinado y una mandíbula fuerte y definida. Pero eran sus ojos lo que la intimidaban. eran de un color marrón tan oscuro que parecían negros.

Y en ese momento, mientras ella caminaba hacia él, estaban vacíos de toda emoción. La observaba acercarse con la misma expresión con la que se mira un paisaje distante, sin interés, sin calidez. Su padre le entregó la mano a Ricardo. El contacto fue como una descarga eléctrica. La mano de Ricardo era grande y cália, pero su agarre era firme, posesivo, como si estuviera tomando algo que le pertenecía por derecho. Él no le dedicó ni una sola mirada. Su atención estaba fija en el sacerdote.

La ceremonia fue un borrón. Las palabras del sacerdote sobre el amor, el honor y la fidelidad sonaban como una burla. Ella pronunció su sí, acepto en un susurro apenas audible, sintiendo el peso de esa mentira sobre su alma. Ricardo, por su parte, lo dijo con una voz clara y fuerte, la misma que usaría para cerrar un trato multimillonario. Era firme, decidido y completamente impersonal. Cuando el sacerdote dijo, “Puede besar a la novia,” por un instante el pánico la paralizó.

Ricardo se giró hacia ella, sus ojos finalmente encontrando los suyos. vio una chispa de algo, irritación. Desde él se inclinó y sus labios rozaron los suyos. Fue un beso casto, breve y terriblemente frío, un simple rose para las cámaras y los invitados, desprovisto de cualquier sentimiento. Los aplausos estallaron a su alrededor, pero para Elena sonaron lejanos y distorsionados. Se sentía atrapada en una burbuja de hielo. Estaba hecho. Era la señora Montero. La recepción se celebró en el salón más lujoso del hotel más caro de la ciudad.

Todo era opulencia y exceso. Candelabros de cristal, orquestas en vivo y montañas de comida que ella no podía ni probar. Ricardo se movía entre los invitados con una facilidad y una confianza que demostraban que este era su mundo. Elena lo seguía a su lado, una sombra sonriente, la muñeca perfecta en su brazo. Él le presentaba a la gente con una fórmula simple y distante: “Les presento a mi esposa Elena.” Y ella sonreía, asentía y decía las palabras correctas.

Se sentía como si su cuerpo estuviera allí, pero su mente y su alma se hubieran quedado en la puerta de la iglesia. Durante un momento se cruzó con la madre de Ricardo, Isabel Montero, una mujer elegante y de mirada severa que la examinó de arriba a abajo con desaprobación apenas disimulada. “Espero que entiendas la posición en la que te encuentras ahora, muchacha”, le dijo en un tono bajo y afilado. El apellido Montero exige un cierto estándar. No nos defraudes.

Elena solo pudo asentir, sintiéndose aún más pequeña e insignificante. La única persona que le mostró un poco de amabilidad fue la hermana menor de Ricardo Lucía. Era joven, alegre y parecía genuinamente contenta. “Bienvenida a la familia”, dijo abrazándola con entusiasmo. “No hagas caso a mi hermano, es un gruñón, pero en el fondo tiene corazón.” Elena dudaba seriamente de esa última parte. Luego llegó el momento del primer baile. La orquesta empezó a tocar un bals lento y Ricardo la guió a la pista.

Su mano en su espalda era una presión firme, controladora. Su otra mano sostenía la suya con la misma falta de ternura. Se movían en silencio, un silencio cargado de una tensión que nadie más parecía notar. Para el mundo eran la pareja perfecta, pero en su pequeño universo de dos, el aire estaba cargado de resentimiento. Elena se atrevió a mirarlo a los ojos. “¿Estás satisfecho?”, susurró ella, su voz temblando ligeramente. “Tu familia ha comprado su seguridad.” “¿Es eso lo que quería saber?” Los ojos de Ricardo se oscurecieron.

Se inclinó un poco más, su aliento cálido rozando su oreja, enviando un escalofrío por su columna. No finjas que esto es una tragedia solo para ti. Yo no elegí esto tampoco. Sonríe para las cámaras, Elena. Es lo mínimo que puedes hacer después de lo que este circo le ha costado a mi familia. Tu padre no fue el único que tuvo que tragar su orgullo. Su voz era un veneno suave destinado solo para ella. la sujetó con un poco más de fuerza.

Estoy haciendo mi parte del trato. No esperes que finja felicidad, replicó ella con una valentía que no sabía que tenía. Una media sonrisa torcida y fría apareció en los labios de Ricardo. No espero absolutamente nada de ti, solo obediencia. Recuerda tu lugar. La canción terminó y él la soltó como si quemara, dejándola sola en medio de la pista de baile antes de volverse para hablar con un grupo de hombres de negocios. Elena se sintió humillada y furiosa.

La noche se alargó interminablemente. Finalmente, después de horas de sonrisas falsas y conversaciones vacías, Javier, el mejor amigo y mano derecha de Ricardo, se acercó. Ricardo, es hora de irse. El coche está esperando. Ricardo asintió brevemente y se acercó a Elena. Nos vamos. No le ofreció la mano, simplemente se dio la vuelta y esperó a que ella lo siguiera como a un perro. Se despidieron de sus padres. Su madre la abrazó con fuerza, susurrándose fuerte, “Mi amor.” Su padre simplemente le dio un beso en la frente, la culpa evidente en su rostro.

Luego entró en el lujoso coche negro que la llevaría a su nueva vida, a su nueva prisión. El viaje a la mansión de Ricardo se hizo en un silencio sepulcral. Elena miraba por la ventana las luces de la ciudad, sintiéndose más sola que nunca. La casa, o más bien la mansión estaba en las colinas con vistas a toda la ciudad. Era una obra maestra de la arquitectura moderna, cristal, acero y hormigón blanco, rodeada de jardines meticulosamente cuidados.

Era impresionante y tan fría e impersonal como su dueño. Un ama de llaves los recibió en la puerta. Bienvenido, señor Montero. Bienvenida, señora. Ricardo la ignoró. Puedes retirarte, Marta. Nos encargaremos nosotros. Atravesaron un vestíbulo inmenso con un techo de doble altura y una escalera de caracol que parecía flotar en el aire. Sus pasos resonaban en el mármol pulido. Todo era elegante, minimalista y completamente desprovisto de calidez. No había fotos familiares ni objetos personales. Parecía un museo, no un hogar.

Ricardo laguió escaleras arriba sin decir una palabra. Entraron en lo que claramente era la suite principal. Era enorme, con una cama kinis en el centro, un balcón privado con vistas a las luces de la ciudad y muebles de diseño. El aire estaba cargado de una tensión casi insoportable. Este era el momento que más había temido. La noche de bodas. se quedó de pie en medio de la habitación, inmóvil, sin saber qué hacer o qué esperar. Ricardo se quitó el saco del smoking, lo tiró sobre una silla con descuido y se aflojó la corbata.

Luego se sirvió un vaso de whisky de una licorera de cristal. Se lo bebió de un solo trago y se sirvió otro. Finalmente se giró hacia ella. la recorrió con la mirada de la cabeza a los pies, deteniéndose en el elaborado vestido. Su expresión era de puro desdén. Elena sintió que el corazón le martillaba en el pecho. Sus manos, frías y sudorosas se aferraron una a la otra. “Quítate ese vestido”, dijo él. Su voz era baja y áspera.

Un comando, no una petición. Elena se quedó paralizada. El miedo, crudo y helado, se apoderó de ella. No podía moverse, apenas podía respirar. ¿Era? ¿Iba a consumar este matrimonio falso por la fuerza? Él vio el pánico en sus ojos y una sonrisa cruel se dibujó en su rostro. No te asustes. No voy a tocarte. caminó lentamente hacia ella como un depredador acechando a su presa. El olor a whisky y a su cara colonia masculina la envolvieron. Era abrumador.

Se detuvo justo delante de ella, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Este matrimonio, continuó, su voz, un susurro peligroso. Es un contrato, una farsa para el mundo exterior. Para mí, tú no existes como esposa. Levantó una mano y con la punta de un dedo rozó el encaje de su hombro. El contacto la hizo estremecerse de pies a cabeza. No fue un toque de deseo, sino de desprecio. Este tejido, este blanco, es una mentira.

Ambos lo sabemos. No finjas ser una novia inocente que viene a mí llena de sueños. Eres una mujer que se vendió y yo soy el hombre que se vio obligado a comprarte. Las palabras la golpearon con la fuerza de una bofetada. Las lágrimas que había contenido durante todo el día ardieron en sus ojos, pero se negó a darle la satisfacción de verla llorar. Levantó la barbilla. Si tanto me desprecias, ¿por qué aceptaste este trato? Porque mi padre, en su lecho de muerte me ató a su estúpida promesa con tu padre.

Porque el control total de mi propia empresa dependía de este sacrificio. Escupió la palabra. Pero no te equivoques, he cumplido mi parte del trato. Tú eres la señora Montero a los ojos de la ley y la sociedad. Pero aquí dentro, hizo un gesto abarcando la habitación. Aquí dentro no eres nada para mí. Se apartó de ella y señaló una puerta en la pared opuesta. Esa es tu habitación. Es tan grande y lujosa como esta. Tienes tu propio baño y tu propio vestidor.

Esta es la mía. No cruces esa puerta a menos que la casa esté en llamas. En público actuaremos como un matrimonio devoto. Detrás de estas paredes somos extraños. ¿Entendido? Elena, sin voz, solo pudo asentir. El alivio de que no la forzaría a nada se mezclaba con la humillación más profunda que jamás había sentido. Se sentía como un objeto, un mueble caro que él había comprado, pero que no quería ver. Bien”, dijo él dándole la espalda y caminando hacia el balcón, dándola por despedida.

“Ahora vete. No quiero verte.” Sin decir una palabra más, Elena se giró. Con toda la dignidad que pudo reunir, caminó hacia la puerta que él le había indicado, su vestido susurrando contra el suelo de mármol. Al cerrar la puerta de su nueva habitación tras ella, finalmente se derrumbó. se apoyó contra la madera fría y las lágrimas silenciosas y calientes comenzaron a rodar por sus mejillas. Estaba a salvo de él físicamente, pero se dio cuenta de que su corazón y su orgullo estaban en un peligro mucho mayor.

Su matrimonio era una mentira y su vida, una celda. La primera mañana en la mansión Montero fue extraña y desoladora. Elena se despertó en una cama enorme, sola, en una habitación desconocida que olía a pintura fresca y a nuevo. La luz del sol se filtraba a través de las cortinas automáticas, revelando un espacio decorado con un gusto exquisito, pero impersonal. No había ni un solo toque personal, ni una foto, ni un libro. Era como una habitación de hotel de lujo, una en la que te quedas de paso.

Se duchó en el baño de mármol, tan grande como el salón de su antigua casa, y se vistió con la ropa que habían traído de su casa, la cual ya estaba perfectamente colgada y doblada en el vestidor por alguien invisible. La sensación de ser una invitada, una intrusa, era abrumadora. Bajó las escaleras con el corazón encogido, sin saber qué esperar. El silencio de la casa era casi total, solo roto por el suave zumbido de la nevera. Encontró la cocina, un espacio moderno y reluciente donde una mujer mayor, de cabello gris recogido en un moño y sonrisa amable estaba preparando café.

“Buenos días, señora Montero”, dijo la mujer. “Soy Carmen, el ama de llaves. ¿Le apetece desayunar?” El señor ya se fue a la oficina. La mención de Ricardo como el señor la hizo sentirse aún más extraña. Solo un café, por favor, Carmen. Y llámame Elena. Como usted tee, seño. Elena. Carmen le sirvió una taza de café humeante y le señaló una mesa en un rincón soleado con vistas al jardín. El Señor dejó esto para usted. Sobre la mesa había un sobre.

con manos temblorosas lo abrió. Dentro había una tarjeta de crédito de platino y una nota escueta escrita con la letra afilada y decidida de Ricardo para tus gastos. Un coche con chóer está a tu disposición. Mi asistente te llamará para programar cualquier evento social al que debas asistir. No me avergüences. Ni un buenos días, ni una palabra amable, solo instrucciones frías y transaccionales. Elena apretó la mandíbula. No me avergüences. Como si ella fuera una niña a la que hubiera que vigilar.

Se pasó el resto del día vagando por la inmensa casa, sintiéndose como un fantasma. La mansión era preciosa, pero vacía. Tenía piscina, gimnasio, una biblioteca llena de libros que parecían no haber sido leídos nunca y un cine en casa. Tenía todo lo que el dinero podía comprar y aún así se sentía más pobre que nunca. Por la tarde la soledad y la inacción se hicieron insoportables. Necesitaba aire. Necesitaba algo familiar. Carmen, ¿podría pedirle al chófer que me lleve a mí, a la floristería de mi familia?

Por supuesto, Elena. Le avisaré a Marcos ahora mismo. El viaje de vuelta a su barrio fue como viajar a otro mundo. Dejó atrás las colinas de los ricos con sus muros altos y sus cámaras de seguridad y regresó a las calles bulliciosas y llenas de vida que conocía. Cuando el lujoso coche negro se detuvo frente al jardín de los recuerdos, Elena sintió la primera punzada de alivio del día. La pequeña tienda, con su fachada pintada de verde y sus macetas desbordantes de flores de colores, era su verdadero hogar.

Al entrar, el aroma familiar de las rosas, los lirios y la tierra húmeda la envolvió como un abrazo. “Elena”, exclamó su padre saliendo de la trastienda. Sus ojos se iluminaron al verla, pero había una sombra de preocupación en ellos. “¿Qué haces aquí, hija? ¿Está todo bien? Todo está perfecto, papá. Solo quería pasar a saludar y y ver cómo estaban las cosas. Le dio un abrazo, aferrándose a él con más fuerza de la necesaria. En ese momento, la campanilla de la puerta volvió a sonar y entró Daniel.

Daniel era un amigo de la infancia, ahora un paisajista de talento que a menudo colaboraba con la tienda. Era alto, de sonrisa fácil y ojos amables del color de la miel. Siempre había tenido una debilidad por Elena, algo que todos sabían, pero de lo que nunca se hablaba. Elena, vaya, no esperaba verte. Oí las noticias. Enhorabuena, dijo, aunque su sonrisa no llegó del todo a sus ojos. Había una nota de tristeza en su voz. “Gracias, Daniel”, respondió ella, sintiéndose una farsante.

“Estás. Te ves increíble. La vida de casada te sienta bien. Era mentira. Tenía ojeras y se sentía un desastre, pero apreció el cumplido. Su padre tuvo que atender a un cliente dejándolo solos. Y como estás de verdad?”, preguntó Daniel en voz baja, su expresión llena de una preocupación genuina que contrastaba brutalmente con la frialdad de Ricardo. Elena sintió que el nudo en su garganta volvía a formarse. Quería derrumbarse y contarle todo, la humillación, la soledad, el miedo, pero no podía.

había hecho un trato. Estoy bien, de verdad. Es un gran cambio. Eso es todo. Daniel asintió, aunque era evidente que no la creía. Bueno, si alguna vez necesitas hablar o simplemente escaparte para tomar un café y recordar viejos tiempos, sabes dónde encontrarme. Extendió la mano y apretó la suya con suavidad. Su tacto era cálido y reconfortante. En ese preciso instante, Elena se dio cuenta de que su sonrisa era sincera por primera vez en días. Reír de un chiste tonto que Daniel hizo sobre una de las plantas, un momento de normalidad en medio de su caótica nueva vida.

Lo que no sabía era que en ese exacto momento un coche negro con los cristales tintados pasaba lentamente por la calle. Dentro, Ricardo Montero se dirigía a una reunión en esa zona de la ciudad. Vio el coche de su empresa aparcado fuera de la modesta floristería. por un impulso que no entendió, le dijo a su chófer que se detuviera un momento y entonces la vio. A través del escaparate vio a Elena, su esposa, y no la vio como la figura tensa y pálida de la boda, sino como una mujer relajada, riendo abiertamente, y la vio con un hombre, un hombre que la miraba con una adoración descarada, sosteniendo su mano.

Ricardo no sintió celos, no en el sentido tradicional. Él no la quería. Lo que sintió fue algo más oscuro, más primario, una punzada de ira posesiva. Esa era la señora Montero, su esposa, y estaba allí en una tienda de mala muerte coqueteando con un don nadie. La imagen de su sonrisa, una sonrisa que él nunca había visto dirigida a él, se le grabó en la mente. Era una afrenta, una violación del trato. Le había ordenado no avergonzarlo y esto era exactamente eso.

“Aranca”, le dijo bruscamente a su chófer. El coche se deslizó silenciosamente, pero la rabia fría de Ricardo empezó a hervir. Esa noche pagaría por su pequeña indiscreción. Esa noche le recordaría exactamente a quién pertenecía. Cuando Elena regresó a la mansión esa tarde, se sentía un poco más ligera. La visita a la tienda y la conversación con Daniel le habían dado un respiro, un recordatorio de que todavía existía una parte de ella que no era la señora Montero.

Se encontró con Carmen, quien le informó que el señor Montero había llamado para decir que llegaría tarde, que no lo esperara para cenar. Elena sintió una oleada de alivio. Cenó sola en el enorme comedor, una comida deliciosa que apenas probó. Luego se retiró a su habitación, se puso un pijama cómodo y se acurrucó en la cama con un libro, esperando que el sueño llegara pronto. Pero pasada la medianoche, el sonido de la puerta principal cerrándose con fuerza la sobresaltó.

Oyó sus pasos pesados y decidido subiendo la escalera. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Luego un silencio esperó conteniendo la respiración hasta que un golpe brusco y autoritario sonó en la puerta que conectaba sus habitaciones. Se sobresaltó. No cruces esa puerta a menos que la casa esté en llamas, le había dicho él. ¿Qué quería? Se levantó de la cama, se puso una bata y caminó hacia la puerta con pies temblorosos. Ricardo, abre la puerta. Elena. Su voz era dura, sin espacio para la negociación.

Ella giró la manilla y abrió. Ricardo estaba de pie en el umbral. Se había quitado la corbata y desabrochado los primeros botones de la camisa y su cabello estaba ligeramente desordenado. Olía a whisky de nuevo, pero esta vez sus ojos no estaban fríos. Estaban ardiendo. Ardían con una furia helada que la dejó sin aliento. Sin esperar una invitación, entró en su habitación, su presencia llenando el espacio al instante, haciéndolo parecer pequeño y claustrofóbico. Cerró la puerta tras sí con un clic definitivo.

¿Te divertiste hoy?, preguntó. Su voz era un murmullo bajo y peligroso. Elena retrocedió un paso. ¿De qué estás hablando? No te hagas la tonta conmigo, Siseo, acercándose a ella. Te vi en esa tienducha tuya con ese hombre. La forma en que pronunció la palabra hombre estaba cargada de veneno. La sorpresa y el miedo se reflejaron en el rostro de Elena. ¿Nos viste? Yo solo estaba. Estabas riendo, coqueteando, dejando que te tocara. la interrumpió, su voz subiendo de volumen.

Delante de todo el mundo, la flamante señora Montero actuando como una cualquiera en una esquina. “Y eso no es verdad”, exclamó ella, la injusticia de la acusación encendiendo su propia ira. “Daniel es un amigo, un amigo de toda la vida y no estaba haciendo nada malo.” “Un amigo,” se burló Ricardo ahora a solo unos centímetros de ella. era tan alto, tan imponente. Elena tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo. La forma en que te miraba no era la de un amigo y la forma en que tú le sonreías.

Hizo una pausa y su mirada recorrió su rostro, sus ojos oscuros llenos de una intensidad que la asustó y a un nivel muy profundo y confuso la fascinó. Esa sonrisa no es parte de nuestro trato. No se la das a él. No se la das a nadie, solo a mí, cuando estemos en público y te lo ordene. Su arrogancia era asombrosa. Tú no eres dueño de mis sonrisas, Ricardo. El desafío en su voz pareció enfurecerlo aún más.

En un movimiento rápido, su mano se cerró en su brazo. Su agarre era de acero, no le hacía daño, pero era una demostración inequívoca de poder. No me provoques, Elena. Puede que no me interese tu cuerpo, pero tu nombre, tu imagen ahora son míos y no toleraré que los manches. El calor de su mano atravesó la tela de su bata y su pijama, quemando su piel. La proximidad de su cuerpo, la intensidad de su mirada, el olor de su piel, todo conspiró para crear una extraña mezcla de miedo y una conciencia aguda y vibrante de él como hombre.

No estaba manchando nada”, insistió ella, su voz un susurro tenso. “¿Y no tienes derecho a irrumpir en mi habitación?” Y se inclinó aún más, su rostro a centímetros del de ella, su aliento cálido en su piel. “Tengo todos los derechos. Esta casa es mía. Esta habitación es mía. Y tú,” sus ojos bajaron a sus labios por un instante fugaz. “Tú eres mía. Aunque no te toque, aunque finja que no existes, no lo olvides ni por un segundo.

Cada parte de ti me pertenece ahora. Sus palabras eran crueles, posesivas, pero pronunciadas en ese susurro bajo y ronco, tuvieron un efecto inesperado en ella. Un escalofrío que no era solo de miedo recorrió su cuerpo. Vio algo en sus ojos, una llama oscura, una posesividad cruda que era casi animal y se dio cuenta, con un terror paralizante, de que esa intensidad la atraía. Quizás era la primera emoción genuina que él le había mostrado, aunque fuera ira. Él la vio temblar, vio el desconcierto y algo más en sus ojos.

Su mirada volvió a caer sobre sus labios y por un segundo Elena contuvo la respiración, convencida de que iba a besarla. El aire crepitaba entre ellos, espeso y cargado. Pero entonces, como si se diera cuenta de lo que estaba haciendo, su expresión se endureció de nuevo, volviéndose una máscara de hielo. La soltó tan bruscamente como la había agarrado, dando un paso atrás como si ella misma le quemara. No vuelvas a verme con él”, ordenó su voz recuperando su filo frío.

“Mantente alejada de él, esa es tu única advertencia.” Se dio la vuelta, caminó hacia la puerta de conexión y la abrió. Antes de salir, se detuvo y la miró por encima del hombro. Y esta puerta se mantiene cerrada. No vuelvas a abrirla para mí. La próxima vez no seré tan contenido. Y con esa amenaza velada, salió y cerró la puerta de un portazo, dejándola sola, temblando, con el corazón desbocado y la marca fantasma de sus dedos en el brazo.

La guerra no había hecho más que empezar. Las palabras de Ricardo resonaron en la habitación mucho después de que la puerta se cerrara de golpe, dejando a Elena temblando en el centro de su lujosa jaula. Su amenaza, la próxima vez, no seré tan contenido, se repetía en su mente como un eco siniestro. La ira inicial que había sentido por su acusación injusta se había disuelto en un mar de emociones confusas y aterradoras. Por un lado, estaba la humillación, el miedo a su poder y a su temperamento volátil.

Pero por otro lado, por debajo de todo eso, había una chispa de algo más, algo que la avergonzaba admitir incluso a sí misma. La intensidad de su mirada, el calor de su mano en su brazo, la forma en que su cuerpo había reaccionado a su proximidad, era una traición de sus propios sentidos. Lo odiaba, lo despreciaba por lo que representaba y por cómo la trataba, pero su cuerpo no parecía entender el mensaje. Se metió en la cama, pero el sueño la eludió durante horas.

Cada vez que cerraba los ojos, veía los suyos, oscuros y furiosos, y sentía el fantasma de su toque. A la mañana siguiente, reinaba la misma atmósfera de silencio glacial, pero ahora estaba cargada con la tensión no resuelta de la noche anterior. Bajó a desayunar esperando encontrarlo, preparada para una nueva batalla o para la más absoluta indiferencia. encontró a Carmen en la cocina, pero Ricardo ya se había ido. El señor Montero se fue antes del amanecer. Elena dijo la amable ama de llaves pasándole una taza de café.

Parecía apurado, apurado por evitarla segaramente. Sobre la mesa, de nuevo, un sobre. Su corazón se encogió esperando otra nota fría. En su lugar encontró dos entradas para la gala benéfica anual del Hospital de la ciudad, el evento social más importante del año, que se celebraría en tr días. Junto a las entradas, una nota con la misma letra impecable. Mi asistente ha programado una cita para ti en la mejor boutique de la ciudad esta tarde. Compra lo que sea necesario.

Esperaré en la entrada principal a las 7 en punto el sábado. Se puntual. Era una vez más una orden. Mi rastro de la furia de anoche, solo el frío y eficiente hombre de negocios. Elena pasó los siguientes dos días en un estado de ansiedad. Siguió sus instrucciones como un autómata. fue a la boutique, donde las vendedoras la trataron como a la realeza, ayudándola a elegir un vestido espectacular de seda color zafiro que se ce señía a sus curvas y dejaba sus hombros al descubierto.

Compró zapatos de tacón altísimos y joyas discretas, pero increíblemente caras. Mientras lo hacía, una parte de ella se sentía culpable por gastar tanto dinero, pero otra, una parte pequeña y rebelde, disfrutaba eligiendo el vestido más impresionante posible, no para complacerlo, sino para sentirse ella misma una armadura. Si iba a ser exhibida como un trofeo, al menos sería un trofeo deslumbrante. Durante esos días no lo vio. Comía sola, exploraba la enorme biblioteca y se pasaba horas en el jardín trasero intentando encontrar un rincón de paz.

Por las noches escuchaba la puerta principal cerrarse a altas horas y sus pasos dirigiéndose directamente a su habitación, sin detenerse, sin vacilar. El silencio entre sus habitaciones era más ruidoso que cualquier discusión. El sábado por la noche, Elena tardó dos horas en prepararse. El vestido era tan hermoso como recordaba, y con el pelo recogido en un elegante moño bajo y un maquillaje sutil, pero que resaltaba sus ojos, casi no se reconoció en el espejo. Se veía como una de esas mujeres de las revistas, segura y sofisticada, pero por dentro su estómago era un nudo de nervios.

A las 7 en punto bajó la gran escalera. Ricardo la esperaba en el vestíbulo. Llevaba un smoking negro a medida que le sentaba como un guante, acentuando su altura y la anchura de sus hombros. Su cabello negro estaba peinado hacia atrás y la luz de los candelabros se reflejaba en el caro reloj de su muñeca. Cuando ella apareció en lo alto de las escaleras, sus ojos se posaron en ella y por un instante el mundo pareció detenerse.

La recorrió con la mirada de arriba a abajo lentamente. Su expresión era indescifrable, pero Elena pudo ver una tensión en su mandíbula. Por un momento, una pequeña parte de ella esperó un cumplido, una simple palabra de reconocimiento. Pero Ricardo Montero no era ese tipo de hombre. Cuando llegó al último escalón, él simplemente extendió el brazo. “Llegamos tarde.” Fue todo lo que dijo. Con su voz grave y sin emoción. Ella tomó su brazo, la tela de su smoking suave bajo sus dedos.

El contacto fue formal, pero aún así sintió una descarga eléctrica al rozar su piel. Su proximidad era abrumadora. El viaje en coche fue silencioso. Elena mantenía la mirada fija en las luces de la ciudad mientras sentía los ojos de Ricardo sobre ella de vez en cuando, una mirada pesada e intensa que le erizaba la piel. Cuando llegaron al hotel donde se celebraba la gala, una horda de fotógrafos los esperaba. Las luces de los flases estallaron a su alrededor.

Ricardo, señor Montero, una foto con su esposa. Instintivamente, Elena se encogió, pero la mano de Ricardo se posó en la parte baja de su espalda, un gesto firme y posesivo que la ancló a su lado. Se inclinó, su aliento cálido rozando su oreja mientras susurraba, “Sonríe, recuerda el trato.” Y ella lo hizo. levantó la barbilla, curvó los labios en una sonrisa perfecta y miró a las cámaras. Su mano sobre la de él en su brazo parecía el gesto de una esposa enamorada.

Para el mundo eran la imagen de la felicidad y el poder, una mentira perfectamente ejecutada. Una vez dentro, el gran salón estaba abarrotado de la élite de la ciudad. Hombres de negocios, políticos, celebridades, todos vestidos con sus mejores galas. Ricardo la guió a través de la multitud con una confianza natural, su mano nunca abandonando su espalda. Saludaba a la gente con un asentimiento de cabeza, una sonrisa profesional, presentando a Elena una y otra vez. Les presento a mi esposa, Elena.

Cada vez ella sonreía, daba la mano y decía las frases adecuadas, sintiéndose como un accesorio bellamente decorado. Fueron abordados por un hombre mayor de cabello plateado y ojos astutos. Ricardo, muchacho, me enteré de la boda. Mis felicitaciones dijo el hombre dándole una palmada en la espalda. Y esta debe ser la afortunada. Soy Augusto de la Torre. Le tomó la mano a Elena y se la besó, pero sus ojos la evaluaban con una frialdad que le recordó a Ricardo.

“Un placer, señor de la Torre”, dijo Elena. de la Torre es el principal competidor de mi padre”, le susurró Ricardo al oído mientras se alejaban. “Ten cuidado con él y más aún con su hijo.” Justo en ese momento, un hombre más joven, increíblemente apuesto y con una sonrisa encantadora que parecía demasiado perfecta para ser real, se interpusó en su camino. “Ricardo, qué sorpresa verte aquí y veo que has traído a tu hermosa adquisición.” La palabra fue dicha con un tono suave, pero era una pulla directa.

El cuerpo de Ricardo se tensó bajo la mano de Elena. Víctor, dijo Ricardo, su voz era puro hielo. Elena, te presento a Víctor Ramos, el hijo de nuestro socio comercial, Augusto. Víctor Ramos ignoró a Ricardo por completo y se centró en Elena. le tomó la mano, pero a diferencia de su padre, su beso fue más prolongado. Sus ojos marrones y cálidos nunca dejaron los de ella. Encantado, Elena. He oído hablar mucho de ti, pero los rumores no te hacen justicia.

Eres absolutamente deslumbrante. Gracias, señor Ramos, dijo Elena, sintiéndose incómoda por la intensidad de su mirada y retirando su mano con suavidad. La mano de Ricardo en su espalda se apretó casi dolorosamente. Ricardo, siempre tan afortunado en los negocios y ahora, al parecer, en todo lo demás, continuó Víctor. Su sonrisa nunca vaciló. Espero que sepas apreciar lo que tienes. Una belleza como esta es rara. El insulto implícito era claro. Tú no la mereces. Sé exactamente lo que tengo, Ramos”, replicó Ricardo, su voz baja y amenazante.

Colocó su otra mano sobre la de Elena, que descansaba en su brazo, cubriéndola con la suya en un gesto claramente posesivo. “¿Y sé cómo cuidar de lo que es mío ahora si nos disculpas?” Sin esperar respuesta, Ricardo la guió hacia la mesa que les habían asignado, apartándola de Víctor con una urgencia apenas disimulada. Una vez sentados en una mesa con otros magnates y sus esposas, Ricardo se inclinó hacia ella, su rostro una máscara de furia controlada. No le des conversación.

No lo mires. Entendido. No he hecho nada, susurró ella, ofendida. De verdad, le sonreíste. Dejaste que te besara la mano. Es una cortesía. No iba a ser grosera con él. Sí, serás todo lo grosera que haga falta. No quiero que se te acerque. Durante la cena, Elena sintió la mirada de Víctor Ramos sobre ella desde la otra punta del salón. Era una mirada apreciativa y audaz y la hacía sentirse extremadamente incómoda. Ricardo parecía sentirlo también porque su humor se ensombreció aún más.

Se pasó la cena respondiendo con monosílabos a las personas de su mesa, su atención dividida entre las conversaciones y la vigilancia de su esposa. Cuando comenzaron los bailes, Ricardo se levantó y le tendió la mano. Tenemos que bailar. Es lo que se espera. La llevó a la pista de baile y como en la boda la tomó en sus brazos, pero esta vez era diferente. La sujetaba mucho más cerca. Su mano en su espalda ardía a través de la seda del vestido y su cuerpo era un muro de tensión contra el de ella.

Se movían al ritmo lento de la música, rodeados de otras parejas que susurraban y se reían. Entre ellos, el silencio era ensordecedor. “Te ha estado mirando toda la noche”, dijo finalmente Ricardo. Su voz un murmullo ronco cerca de su oído. “Lo sé, me está incomodando”, admitió ella. Por alguna razón, esa confesión pareció sorprenderlo. Su agarre se aflojó una fracción. Entonces, aléjate de él. Estoy tratando. Tú eres el que me tiene prácticamente pegada a ti, replicó ella en un susurro frustrado.

Una sombra de sonrisa, la primera que veía en mucho tiempo, cruzó sus labios. Era una sonrisa cínica, sin alegría. Es exactamente donde debes estar. para que a él y a todos los demás les quede claro. El contacto cercano, el ritmo de la música, el calor de su cuerpo, todo estaba empezando a afectar a Elena. podía oler su colonia, una mezcla fresca y masculina, y sentir los músculos de su espalda moverse bajo su mano. Era perturbadoramente íntimo. Levantó la vista para encontrarlo mirándola fijamente.

Su expresión ya no era solo de ira, sino de una intensidad oscura y compleja que no podía descifrar. Sus ojos bajaron a su boca. “Deja de mirarme así”, susurró ella, su corazón latiendo con fuerza. Así como respondió él, su voz aún más profunda. Como si fueras de mi propiedad. Yo no soy propiedad de nadie. Su desafío pareció gustarle. Te equivocas. Tu apellido ahora es Montero. Eres mía. La música terminó y justo cuando se separaban, Víctor Ramos apareció a su lado.

Ricardo, si no te importa, me gustaría tener el honor de un baile con tu encantadora esposa. Antes de que Ricardo pudiera fulminarlo con la mirada, Elena, recordando sus modales, sintió la necesidad de ser educada. Oh, eso es muy amable de su parte, pero estoy un poco cansada. Pero Ricardo la interrumpió. No, no le importa. dijo soltando a Elena. Sus ojos, sin embargo, le enviaron una advertencia silenciosa y mortal. Víctor le ofreció la mano a una sorprendida Elena.

Ella miró a Ricardo buscando ayuda, pero él simplemente se quedó allí con los brazos cruzados y una expresión de piedra observando. Obligada. Elena tomó la mano de Víctor y se dejó guiar a la pista. “¿Siempre es tan posesivo?”, preguntó Víctor con una sonrisa mientras comenzaban a bailar. Ricardo es protector, respondió Elena, eligiendo sus palabras con cuidado. Llámalo como quieras. Yo lo llamaría un tonto por dejar que una mujer como tu baile con otro hombre”, susurró él, acercándola un poco más de lo estrictamente necesario.

“Debería tenerte encadenada a su lado.” El comentario la hizo sentir un escalofrío. “Señor Ramos, no creo que esa conversación sea apropiada. Por favor, llámame Víctor. Y tienes razón, hablemos de algo más apropiado, como lo infeliz que te ves. Elena se quedó helada. Disculpe, tus ojos. Tienes los ojos más tristes que he visto en mi vida y una sonrisa que no llega a ellos. Ese matrimonio tuyo es un acuerdo de negocios, ¿verdad? El pánico se apoderó de Elena.

¿Quién le dijo eso? Nadie necesita decírmelo. Lo veo en la forma en que él te mira, no como a una esposa, sino como a una inversión. Y te aseguro que yo sé reconocer una mala inversión cuando la veo. Él la miraba con una falsa compasión que la ponía enferma. Intentó apartarse, pero su mano en su espalda la mantuvo en su sitio. No sé de qué habla. Amo a mi marido. Claro que sí. Y si alguna vez te cansas de amarlo y de su jaula dorada, déjame saberlo.

A mí me gustaría mostrarte cómo se trata a una mujer de verdad. Al otro lado de la pista, Ricardo no podía oír la conversación, pero lo veía todo. Vio la mano de Víctor en la espalda de Elena. Vio cómo se inclinaba para susurrarle al oído y vio la expresión de pánico y angustia en el rostro de su esposa. Y algo dentro de él se rompió. La rabia que sintió no era fría y calculadora como de costumbre. Era caliente, roja y violenta.

Antes de que la canción terminara, cruzó la pista de baile con zancadas largas y decididas. Agarró a Víctor por el hombro y lo apartó de Elena con una fuerza que hizo que el otro hombre trastabillara. “El baile ha terminado”, gruñó Ricardo. La cara sonriente de Víctor finalmente se borró, reemplazada por una mueca de ira. Cuidado, Montero. Tus modales dejan mucho que desear y tu interés por mi esposa está a punto de costarte los dientes. Aléjate de ella.

Agarró a Elena por la muñeca. Su agarre era como un grillete. Nos vamos. La arrastró fuera de la pista de baile, ignorando las miradas curiosas y los susurros de los invitados. No se detuvo a recoger sus cosas ni a despedirse. La sacó del salón a través del vestíbulo y hacia la noche fría, donde le ladró una orden a un sorprendido aparcacoches para que trajera su coche. La metió en el asiento del pasajero sin delicadeza y cerró la puerta de un portazo.

Luego rodeó el coche, se sentó al volante y arrancó las ruedas chirriando sobre el asfalto. El silencio en el coche era mil veces peor que cualquier grito. Ricardo agarraba el volante con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Su mandíbula estaba tan apretada que parecía que iba a romperse. Elena, por su parte, estaba temblando. Una mezcla de miedo por el arrebato de Ricardo y Asco por las palabras de Víctor. ¿Qué diablos te dijo? Preguntó finalmente Ricardo. Su voz era un gruñido bajo y contenido, sin apartar la vista de la carretera.

Nada, mintió ella. No quería darle más munición. Él golpeó el volante con la palma de la mano, un golpe seco y violento que la hizo saltar. No me mientas, Elena. Te vi la cara. Estabas asustada. Dijo. Dijo que nuestro matrimonio parecía un negocio, que yo parecía infeliz. Ricardo no dijo nada durante un largo minuto, el coche devorando la carretera oscura. Y le diste la razón. ¿No es así? Con esa mirada de cachorro apaleado. “Claro que no!”, exclamó ella, la rabia finalmente superando el miedo.

“¿Qué querías que hiciera?” “¿Que lo bofeteara en medio de la pista de baile?” “Sí, o que vinieras a mí. Tú eres mi esposa. Deberías haber buscado a tu marido. ” Mi marido me lanzó a sus brazos y mi marido me odia y me lo deja claro cada segundo del día. gritó ella, las lágrimas de frustración finalmente brotando de sus ojos. No puedes tratarme como a una empleada en casa y luego esperar que actúe como una esposa devota en público cuando te conviene.

Su arrebato lo dejó en silencio. Condujo el resto del camino a la mansión sin decir una palabra más. Cuando llegaron, no esperó a que ella abriera la puerta. salió, rodeó el coche, abrió su puerta y la sacó del brazo con la misma urgencia con la que la había sacado del salón de baile. La llevó dentro de la casa cerrando la puerta principal con una patada. “Tú no sabes nada, Siseo. ” Finalmente girándose para enfrentarla bajo la fría luz del vestíbulo.

No sabes nada de hombres como Víctor Ramos ni del mundo en el que acabas de entrar. Piensa en que eres un punto débil. Mi punto débil. Y tú, con tu inocencia y tus sonrisas a cualquiera que te diga una palabra bonita, se lo estás confirmando. Yo no soy el punto débil de nadie, replicó ella tratando de liberarse de su agarre, pero él era demasiado fuerte. La atrajó más cerca, su otro brazo rodeando su cintura, aprisionándola contra su cuerpo.

La sorpresa del movimiento le robó el aliento. Sus cuerpos estaban pegados del pecho a las rodillas. podía sentir el calor que emanaba de él, los latidos furiosos de su corazón contra el suyo. Su rostro estaba a centímetros del de ella, sus ojos oscuros ardiendo con una emoción que nunca antes había visto. No era solo ira, era algo más profundo, más crudo. “¡Ah no,!”, susurró él. Su voz era una caricia áspera. “¿Sabes lo que me costó no romperle la cara allí mismo?

verlo ponerte las manos encima, susurrarte al oído. El olor a whisky en su aliento era ligero, mezclado con algo que era puramente él. Su mirada bajó a sus labios, que estaban entreabiertos por la sorpresa. Elena se quedó sin aliento. Se olvidó de Víctor, del trato, de la humillación. Todo lo que existía en ese momento era la abrumadora presencia de Ricardo, la jaula de sus brazos, el fuego en sus ojos. Él, él no me tocó, balbuceó ella, su propia voz un susurro.

Tocó tu mano, tocó tu espalda. Demasiado, dijo él. Esta piel, su mano libre subió desde su cintura, sus dedos rozando la piel sensible de su espalda desnuda por el escote del vestido, enviando escalofríos por todo su cuerpo. Es mía. Estos hombros, sus dedos trazaron la curva de su clavícula. Son míos. Sus ojos volvieron a encontrarse con los de ella, una batalla silenciosa y desesperada. ¿Entiendes, Elena? Mía y no comparto lo que es mío. Y entonces, antes de que ella pudiera procesar las palabras, antes de que pudiera respirar, él bajó la cabeza y su boca se estrelló contra la de ella.

No fue un beso tierno ni romántico, fue un beso de pura posesión. Fue furioso, hambriento, un acto de reclamación. Sus labios eran duros y exigentes, moviéndose contra los de ella con una desesperación que la sorprendió. Una de sus manos se enredó en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás para tener un mejor acceso. Su otra mano la apretaba contra el tan fuerte que no podía moverse. Por un instante, Elena se quedó rígida de la conmoción, pero entonces algo se rompió dentro de ella.

La frustración de los últimos días, la ira reprimida, el anhelo solitario y esa extraña e innegable atracción que sentía por él, todo explotó. dejó de luchar. Sus manos, que habían estado empujando su pecho, se deslizaron hacia arriba y se aferraron a sus hombros y le devolvió el beso con la misma desesperación, con la misma furia, se convirtió en una batalla, una lucha de voluntad librada con sus bocas. Su lengua se abrió paso probando, explorando, dominando, y ella lo dejó respondiendo con una entrega total que pareció sorprenderlo incluso a él.

El beso se profundizó volviéndose más húmedo, más desordenado, más primitivo. Ricardo la levantó del suelo, empujándola contra la pared más cercana, su cuerpo aprisionando el de ella. El sonido de su vestido de seda rozando contra el yeso resonó en el vestíbulo silencioso. El mundo se desvaneció. Solo existían el sabor de él, la fuerza de su cuerpo, la abrumadora sensación de ser deseada de una manera tan cruda y elemental que le robaba el aliento. Justo cuando pensaba que iba a consumirse, tan repentinamente como había comenzado, él se detuvo.

Se apartó bruscamente, dejándola jadeando, con los labios hinchados y el corazón a punto de salirse del pecho. Él la miraba fijamente, su propio pecho subiendo y bajando rápidamente, sus ojos oscuros llenos de una mezcla de conmoción, deseo y autodesprecio. La lujuria todavía nublaba su expresión, pero la fría máscara del control ya estaba luchando por volver a su lugar. Lentamente la bajó hasta que sus pies tocaron el suelo, pero no la soltó. Sus manos seguían en su cintura.

Su aliento seguía mezclándose con el de ella. Por un largo momento, ninguno de los dos habló. El único sonido era el de sus respiraciones agitadas. “No vuelvas a confundirte”, dijo finalmente. Su voz era un ronco susurro. “Esto no cambia nada.” Y soltándola como si su piel ardiera, se dio la vuelta y subió las escaleras de dos en dos, sin mirar atrás, desapareciendo en la oscuridad de su propia ala de la mansión. Elena se quedó sola, temblando, apoyada contra la fría pared.

Llevó una mano temblorosa a sus labios. Todavía podía sentirlo. El calor, la presión, el sabor de su rabia y su deseo. No cambia nada. Sus palabras eran crueles, un intento desesperado de recuperar el control que había perdido. Pero ambos sabían que era mentira. Algo fundamental había cambiado entre ellos. El muro de hielo que lo separaba se había agrietado y por esa grieta se había filtrado un fuego que amenazaba con consumirlos a ambos. La pared fría contra su espalda era lo único que mantenía a Elena en pie.

Se llevó los dedos a los labios, aún hormigueantes, sintiendo el eco del beso de Ricardo como una quemadura. Había sido un acto de agresión, de posesión, una erupción de celos tan cruda y violenta que la había dejado sin aliento. Pero debajo de la furia había sentido algo más, una desesperación, una necesidad que la atrajó y la asustó a partes iguales. Y lo peor de todo, la parte más vergonzosa era que su propio cuerpo había respondido. Había ardido bajo su contacto, se había rendido a la tormenta.

Esto no cambia nada. Las palabras que él había lanzado como un último escudo antes de huir resonaban en el vestíbulo silencioso. Mentira. Ambos lo sabían. Todo había cambiado. La línea invisible que habían trazado entre ellos, la frágil paz de su indiferencia mutua, había sido hecha añicos. Él había probado una parte de ella y al hacerlo había despertado un hambre que Elena no sabía que existía. Lentamente, como si sus piernas no le pertenecieran, subió la escalera. Cada paso era un esfuerzo.

No se dirigió a su propia habitación, sino que se detuvo frente a la puerta cerrada de él. Durante un largo minuto, se quedó allí con la mano levantada, sin atreverse a llamar. ¿Qué le diría? ¿Qué le exigiría? ¿Una explicación? ¿Una disculpa? Sabía que no recibiría ninguna de las dos. Con un suspiro tembloroso, dejó caer la mano y entró en su propio cuarto. No durmió esa noche. Se sentó junto a la ventana, observando el amanecer teñer de rosa y naranja el cielo sobre la ciudad, y se dio cuenta de una verdad aterradora.

Odiar a Ricardo Montero había sido sencillo, fácil, pero temer la parte de sí misma que había respondido a él, eso era un infierno. A la mañana siguiente, la casa estaba sumida en un silencio aún más pesado y opresivo que de costumbre. Era el silencio después de una explosión lleno de escombros invisibles y tensión sin resolver. Elena bajó a la cocina con el corazón en un puño, vestida con unos simples vaqueros y un suéter, una armadura contra la formalidad de su nueva vida.

Carmen estaba allí como siempre, pero incluso la amable ama de llaves parecía sentir la atmósfera cargada. ¿Quiere su café, Elena?, preguntó en voz baja, casi con reverencia. Sí, gracias, Carmen. Se sentó a la mesa preparándose mentalmente para el enfrentamiento. Esperaba que Ricardo entrara en cualquier momento con su habitual máscara de fría indiferencia firmemente en su lugar y que actuaran como si la noche anterior no hubiera ocurrido. Pero no lo hizo. Los minutos se convirtieron en media hora.

Carmen, el señor Montero ya se fue, preguntó finalmente, incapaz de soportar más la incertidumbre. Carmen asintió sin mirarla a los ojos. Sí, señora. Salió muy temprano. Antes de que saliera el sol, dejó una nota diciendo que tiene un viaje de negocios inesperado. Estará fuera unos días. Un viaje de negocios. Elena sintió una punzada de algo que se parecía peligrosamente a la decepción, seguida de inmediato por la ira. Estaba huyendo. El hombre poderoso y controlador, el hombre que la había acorralado contra una pared y la había besado hasta dejarla sin sentido, estaba huyendo como un cobarde porque había perdido el control por un instante.

La humillación se mezcló con un extraño y retorcido sentido del poder. Lo había afectado. Había conseguido traspasar su impenetrable armadura. Durante los siguientes tres días, la mansión se sintió más grande y más vacía que nunca. Elena intentó mantenerse ocupada. Llamó a sus padres asegurándoles que todo estaba bien. Una mentira que le supo amarga en la boca. Su hermano Mateo estaba respondiendo bien a los nuevos tratamientos y esa noticia fue el único rayo de sol en su sombrío mundo.

Intentó leer en la biblioteca, pero las palabras se confundían en la página. Nadó en la piscina hasta que sus músculos dolieron tratando de agotar la energía nerviosa que la consumía. Pero cada noche, al acostarse en su cama solitaria, el recuerdo de ese beso volvía con toda su fuerza una y otra vez. Se preguntaba dónde estaba él, qué estaba haciendo. Estaba pensando en ella. La idea era a la vez ridícula y adictiva. Al cuarto día, mientras estaba en el jardín intentando sin éxito interesarse por las rosas, oyó el sonido de un coche en la entrada.

Era un servicio de mensajería. Un joven le entregó una caja larga y elegante atada con una cinta de raso. No había tarjeta de remitente. Intrigada, la llevó dentro y la abrió sobre la mesa del comedor. Dentro, sobre un lecho de papel de seda, había un collar deslumbrante, una fina cadena de oro blanco de la que colgaba un único zafiro azul profundo del mismo color que el vestido que había llevado a la gala. Era la joya más exquisita que había visto en su vida.

No había nota, pero no necesitaba una. Sabía de quién era, Ricardo. Era una ofrenda de paz, una disculpa silenciosa o simplemente otra forma de marcar su territorio, un recordatorio de que podía comprarla con baratijas caras. Estaba mirando la joya, perdida en sus pensamientos cuando Carmen entró en el comedor. “Oh, qué hermoso, Elena”, dijo, sus ojos brillando de admiración. “El señor tiene un gusto excelente.” En ese momento sonó el timbre. “Debe ser otro mensajero”, dijo Carmen yendo a abrir la puerta.

Elena escuchó voces en el vestíbulo y luego los pasos de Carmen regresando, pero no venía sola. Detrás de ella, con una sonrisa encantadora y un enorme ramo de lirios blancos en los brazos, estaba Víctor Ramos. El corazón de Elena dio un vuelco. Se levantó de la silla de un salto, el collar todavía en la mano. ¿Qué está haciendo usted aquí?, preguntó su voz más aguda de lo que pretendía. Por favor, llámame Víctor”, dijo él, su sonrisa ampliándose mientras avanzaba hacia ella, ignorando por completo a la confundida Carmen.

Estaba en el barrio y no pude resistir la tentación de venir a ver cómo estabas después de la precipitada partida de tu marido la otra noche. “Estos son para ti”, le ofreció las flores. Los lirios eran las flores favoritas de Elena. Un detalle que la inquietó profundamente. ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo ha conseguido mi dirección? Elena, soy un hombre con recursos. Además, la dirección del famoso Ricardo Montero no es exactamente un secreto de estado. Dijo con ligereza. No debería haber venido.

Mi marido. Tu marido no está. La interrumpió él, sus ojos recorriendo la habitación y deteniéndose en la caja de joyas abiertas sobre la mesa. Vaya, vaya, un regalo de culpabilidad. Un zafiro precioso para una mujer preciosa. Pero me pregunto si sabe que los lirios son tus favoritos. Yo sí lo sé. ¿Cómo? Susurró ella, sintiendo un escalofrío. He hecho mi tarea admitió sinvergüenza. He hablado con algunas personas de tu antigua vida. Me fascina todo sobre ti, Elena. Sobre todo tu desperdicio en manos de un hombre como él.

Dio un paso más cerca. Elena retrocedió instintivamente chocando contra la mesa. Por favor, váyase ahora mismo. Su sonrisa se desvaneció un poco, reemplazada por una intensidad que la asustó. Solo quiero hablar. Quiero que sepas que hay otras opciones, que no tienes que vivir en esta prisión dorada. En ese preciso instante, la puerta principal se abrió de golpe y se cerró con un estruendo que hizo eco en toda la casa. Ricardo estaba de pie en la entrada del comedor.

Llevaba el traje arrugado de su viaje sin corbata, y tenía ojeras de cansancio, pero sus ojos estaban muy despiertos y ardían. Pasaron de la cara sonriente de Víctor al ramo de flores, a la caja de joyas sobre la mesa, y, finalmente, a Elena, que estaba pálida como un fantasma, atrapada entre los dos hombres. El silencio se espesó, vibrando con una violencia a punto de estallar. Pero mira a quién tenemos aquí”, dijo Ricardo. Su voz era un murmullo aterradoramente tranquilo.

“La rata ha salido de su alcantarilla y ha encontrado el camino a mi casa.” Víctor no se inmutó, de hecho, sonrió. “Montero, has vuelto antes de tiempo. Solo le traía unas flores a tu encantadora esposa.” Parecía un poco sola. La provocación fue deliberada, diseñada para encender la mecha y funcionó. En dos ancadas, Ricardo cruzó la habitación. No se molestó en hablar. Su puño se estrelló contra la mandíbula de Víctor con un sonido sordo y repugnante. Víctor se tambaleó hacia atrás, cayendo sobre una silla que se hizo añicos bajo su peso.

Las flores se esparcieron por el suelo. Elena gritó llevándose las manos a la boca. Carmen ahogó un grito y retrocedió hacia la cocina. Ricardo, no suplicó Elena, corriendo hacia él y agarrando su brazo antes de que pudiera lanzarse de nuevo sobre Víctor. El músculo bajo su mano era duro como una roca. Víctor se levantó lentamente, limpiándose un hilo de sangre de la comisura de los labios con el dorso de la mano. Su encantadora fachada se había roto, revelando una expresión de pura malicia.

Siempre tan primitivo, Montero, ¿no puede soportar un poco de competencia? Esto no es competencia, es una infestación. Siseo Ricardo, su cuerpo vibrando de rabia. Se giró ligeramente, lo suficiente para mirar a Elena con una furia que la heló hasta los huesos. Tú lo invitaste. No, claro que no. Acaba de llegar. Te lo juro”, dijo ella desesperadamente. Ricardo la estudió por un momento, sus ojos buscando cualquier rastro de mentira. Luego se volvió hacia Víctor. Fuera de mi casa ahora.

Y si vuelvo a verte cerca de mi esposa, te juro por Dios que la próxima vez no te levantarás del suelo. Esto no ha terminado, Montero! Dijo Víctor ajustándose la chaqueta. Miró a Elena por última vez. una mirada que prometía problemas. Piénsalo, Elena. La jaula no tiene por qué ser para siempre. Y con eso se fue, dejando trás de sí el olor de los lirios pisoteados y una atmósfera envenenada. Tan pronto como la puerta principal se cerró, Ricardo se giró hacia Elena.

La ira no había disminuido. De hecho, parecía haberse intensificado. Agarró el ramo de flores del suelo y lo arrojó a la chimenea apagada con un gesto de furia. “¿Qué demonios hacía él aquí?” “Ya te lo he dicho. No lo sé.” Se presentó sin más. Estaba a punto de echarlo. Cuando llegaste. Su mirada cayó sobre la caja del collar en la mesa. La agarró, cerró la tapa con un golpe seco y la arrojó al otro lado de la habitación, donde golpeó la pared y cayó al suelo.

Y esto, creías que podías comprar mi perdón con joyas. Comprar tu perdón. Tú me besaste y luego huiste como un cobarde durante tres días, gritó ella, el miedo finalmente dando paso a su propia furia. Vuelves aquí y lo primero que haces es empezar a dar puñetazos como un animal y acusarme a mí. Estabas aceptando sus flores. Lo tenías en mi casa. Me estaba amenazando. Y me asustó, replicó ella con lágrimas de frustración picándole en los ojos. Se acercó a él tan enfadada que ya no le importaban las consecuencias.

Pero tú no te detuviste a preguntar, ¿verdad? No te detuviste a ver si estaba bien, simplemente asumiste lo peor de mí como siempre. La verdad en sus palabras pareció golpearlo. La rabia en sus ojos vaciló, reemplazada por un atisbo de incertidumbre. La miró, realmente la miró y vio su pecho agitado, sus ojos brillantes de lágrimas no derramadas y su barbilla levantada en un desafío tembloroso. ¿Te hizo daño?, preguntó. Su voz de repente era más ronca, más baja.

“No físicamente”, susurró ella, pero me asustó. Dijo que que había estado investigando sobre mí. Sabía que los lirios eran mis flores favoritas. El color desapareció del rostro de Ricardo. La idea de que Víctor se hubiera inmiscuido en la vida de Elena en su pasado parecía afectarlo de una manera que ni el propio coqueteo de Víctor había logrado. Sin pensar, extendió la mano y le apartó un mechón de pelo de la cara. Su toque era sorprendentemente suave. “Yo no lo sabía”, admitió en un murmullo apenas audible.

La confesión la desarmó. El gran Ricardo Montero admitiendo un error. Él pareció darse cuenta de lo que había hecho, de la intimidad del gesto y retiró la mano como si se hubiera quemado. Dio un paso atrás, la distancia volviendo a instalarse entre ellos, pero la atmósfera había cambiado de nuevo. La ida se había disipado, dejando solo una cruda vulnerabilidad. Nunca quise que te involucraras en mis problemas con él”, dijo dándole la espalda y caminando hacia la ventana.

“La rivalidad entre mi familia y la suya es vieja, fea, no tiene nada que ver contigo.” “Pues ahora parece que sí lo tiene”, respondió ella en voz baja, cruzando los brazos sobre el pecho. Se quedaron en silencio durante un largo rato, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Finalmente, Ricardo se giró. Su rostro estaba cansado, la furia completamente reemplazada por un agotamiento profundo. Voy a reforzar la seguridad. Nadie entrará aquí sin mi permiso. Estarás a salvo. Luego señaló la caja del collar que yacía en el suelo.

Eso no era para comprar nada, era una disculpa. Antes de que ella pudiera responder, subió las escaleras, dejándola sola una vez más en medio del desastre de su vida. Esa noche, por primera vez, no hubo silencio entre sus habitaciones. Elena estaba en su cama tratando de leer cuando oyó que la puerta de conexión se abría. Su corazón se disparó. Se sentó de golpe mirando la puerta. Ricardo apareció en el umbral vestido solo con unos pantalones de chándal grises con el torso desnudo.

Llevaba una bandeja con dos tazas. No podía dormir, dijo. Su voz era tranquila. ¿Quieres un té? Ella se quedó sin palabras por un momento. Simplemente asintió. Él entró, dejó la bandeja en la mesita de noche y le pasó una taza. El calor de la porcelana se filtró en sus manos frías. Él no se fue. En cambio, se sentó en el borde de la cama a una distancia respetuosa y bebió su propio té. El padre de Víctor y el mío eran socios dijo de repente, mirando la taza entre sus manos.

Mi padre confiaba ciegamente en él. Augusto de la Torre lo traicionó. Casi nos llevó a la ruina. Le robó nuestros diseños más importantes y construyó su imperio sobre nuestras espaldas. Mi padre nunca se recuperó del todo. Murió sintiéndose un fracasado. Elena escuchaba en silencio, cautivada. Estaba compartiendo algo personal, algo real. Desde entonces ha habido una guerra fría entre nosotros y Víctor es como su padre, pero más retorcido. Disfruta con los juegos mentales. Atacar a las personas donde más les duele.

Levantó la vista y sus ojos encontraron los de ella en la penumbra. Y ahora cree que tú eres mi punto débil. Pero tú mismo lo dijiste. No soy nada para ti. ¿Por qué le importaría? Susurró Elena. Una sombra de sonrisa triste y torcida apareció en sus labios. Porque eres mi esposa. ¿Porque llevas mi nombre? Para un hombre como él, eso es todo lo que importa. Cree que al desestabilizarte me desestabiliza a mí. Y es así. Se atrevió a preguntar.

Él la miró fijamente durante un largo momento. Su mirada tan intensa que ella tuvo que contener la respiración. más de lo que me gustaría admitir”, confesó finalmente en un susurro. Dejó su taza y se acercó un poco más a ella en la cama. Extendió la mano, no para agarrarla, sino para tomarla de ella. Sus dedos se entrelazaron. Su piel era cálida y ligeramente áspera, un consuelo inesperado. Lamento haberte gritado y lamento haber dudado de ti. Las palabras eran simples, pero para él significaban el mundo.

Siento que tengas que pasar por esto, yo también, susurró ella. Él levantó su mano y rozó sus nudillos con los labios, un gesto tan tierno y fuera de lugar que le rompió el corazón. permanecieron así, en silencio, simplemente tomados de la mano. La barrera entre ellos no solo se había agrietado, se estaba desmoronando ladrillo a ladrillo y en sus ruinas algo nuevo y frágil estaba empezando a crecer. Se dio cuenta de que no quería que se fuera, no quería volver a estar sola.

Como si leyera su mente, Ricardo no hizo ningún movimiento para irse. Después de un rato, se reclinó contra la cabecera de la cama a su lado, todavía sosteniendo su mano. El espacio entre ellos era pequeño, pero ya no estaba lleno de tensión, sino de una conciencia tranquila. Eventualmente, el cansancio del día se apoderó de Elena y sus párpados comenzaron a pesar. se durmió así, con la cabeza apoyada en la almohada y su mano segura en la de él.

En algún momento de la noche se despertó brevemente. Él seguía allí velando su sueño y por primera vez desde que se había puesto aquel vestido de novia, Elena no se sintió como una prisionera en una jaula dorada. Se sintió protegida. Los días siguientes marcaron un cambio sísmico en su relación. Ricardo no se retiró de nuevo a su fría distancia. La noche de la confesión había abierto una puerta y aunque ninguno de los dos se atrevía a cruzarla del todo, la dejaron entreabierta.

Él insistió en que ella comenzara a tomar lecciones de defensa personal con un instructor que contrató por si acaso, pero había algo más en su insistencia. Era su manera de darle poder, de asegurarse de que nunca más se sintiera indefensa. Él empezó a llegar a casa más temprano y cenaban juntos, no en el comedor formal, sino en la cocina, mientras Carmen terminaba sus tareas. Hablaban de cosas triviales al principio, del trabajo, de las noticias, de los libros que ella leía, pero poco a poco las conversaciones se hicieron más profundas.

Ella le habló de su sueño de expandir la floristería, de crear diseños florales únicos para grandes eventos. Él escuchaba, de verdad escuchaba, haciendo preguntas que demostraban que entendía su pasión. Y a cambio, él le habló de los desafíos de dirigir un imperio, de la presión de estar a la altura del legado de su padre. empezó a dejar la puerta de conexión entre sus habitaciones abierta por la noche. Un gesto simple, pero cargado de significado. Era una invitación, una señal de confianza.

Elena se encontró sonriendo más a menudo. Una sonrisa real, no la que usaba para las cámaras. A veces sus manos se rozaban accidentalmente al pasarse la sal y la descarga eléctrica seguía ahí, pero ahora no era alarmante, sino emocionante. Una noche, mientras estaban sentados en el sofá de la sala de estar mirando las noticias en la televisión, Ricardo se giró hacia ella. “Mi asistente encontró algo”, dijo en voz baja. “De Víctor. ” Él asintió. No solo te ha estado investigando a ti, ha estado intentando sobornar a uno de los ejecutivos junior de mi empresa para obtener información sobre un proyecto en el que estamos trabajando.

El mismo proyecto que se supone que aseguraremos en la conferencia de Viñamar la próxima semana. Elena se tensó. La conferencia a la que tenemos que ir. Exacto. Es un contrato muy importante. Augusto de la Torre lo quiere y están jugando sucio. La imagen de una pareja estable y unida es importante para los inversores. Por eso necesito que vengas. Necesito que seamos creíbles. Antes esa petición habría sonado como una orden, como parte del trato. Ahora sonaba diferente. Sonaba como si realmente necesitara su ayuda, su apoyo.

Por supuesto que iré, Ricardo. Estaré a tu lado. Su respuesta pareció complacerlo. Se acercó un poco más en el sofá. El resplandor de la televisión iluminaba su perfil. fuerte. Gracias, Elena. Estaban tan cerca que ella podía sentir el calor de su cuerpo. El impulso de inclinarse y besarlo fue tan abrumador que tuvo que agarrarse al cojín para controlarse. Él debió sentirlo también porque sus ojos se oscurecieron y su mirada cayó a sus labios. El aire se volvió espeso.

Se inclinó lentamente hacia ella, cerrando la pequeña distancia que lo separaba. Elena cerró los ojos, su corazón martillando en su pecho, esperando el contacto de sus labios. Pero justo en ese momento, el teléfono de Ricardo sonó rompiendo el hechizo. Él maldijo en voz baja y se apartó para contestar, dejando a Elena con el corazón acelerado y una frustración punzante. El viaje a Viñamar se convirtió en algo más que un viaje de negocios. Se sentía como una prueba, la primera prueba de su nueva e indefinida relación.

Se alojaron en una suite lujo con vistas al océano, un paraíso que contrastaba con la guerra que se libraba en las salas de juntas. Esta vez, sin embargo, la tensión en la suite era diferente. No era hostil, sino llena de una expectativa casi insoportable. Durante la primera noche de la conferencia en la cena de bienvenida, se encontraron con Augusto y Víctor. Augusto era educado pero frío, mientras que Víctor miraba a Elena con una intensidad que le incomodaba.

Pero esta vez Ricardo no reaccionó con violencia. En cambio, deslizó su brazo alrededor de la cintura de Elena, atrayéndola hacia su lado, y depositó un beso en su 100. El gesto fue a la vez una demostración pública de afecto y una advertencia silenciosa a Víctor. Fue tan natural y convincente que incluso Elena se sorprendió sintiendo un rubor extenderse por sus mejillas. “Actúas muy bien tu papel”, le susurró ella más tarde cuando estaban solo subiendo en el ascensor.

“No estoy actuando”, respondió él en voz baja, sin mirarla, pero ella vio la tensión en su mandíbula. El aire en el pequeño espacio del ascensor crepitaba. Cuando entraron en la suite, Elena fue directamente al balcón. Necesitaba aire fresco. El sonido de las olas rompiendo en la orilla era calmante. Ricardo la siguió unos momentos después, deteniéndose a su lado. ¿Crees que lo conseguiremos? El contrato, preguntó ella, mirando el mar iluminado por la luna. Conozco mi proyecto, es superior al suyo en todos los sentidos, dijo Ricardo.

Pero en los negocios a veces la mejor idea no gana. Se trata de percepción, de confianza. Se giró para mirarla, su silueta recortada contra las luces del hotel. Verlos mirarte esta noche les demostró que tengo algo que ellos no pueden comprar ni robar. Les demostró que tengo algo que proteger. ¿Y qué es eso? una esposa trofeo. La vieja herida todavía dolía un poco. Él negó con la cabeza lentamente. Se acercó hasta que estuvo justo delante de ella, sus manos encontrando sus caderas.

No una mujer que es más fuerte de lo que nadie, incluyéndome a mí, le dio crédito. Una mujer que se enfrenta a mí, que no tiene miedo de decirme la verdad. Una mujer que se sacrificó por su familia. Su voz era un susurro ronco, lleno de una emoción que ella nunca antes había escuchado. Me equivoqué contigo, Elena. En todo. Las lágrimas asomaron a los ojos de Elena. ¿Y ahora qué, Ricardo? Él levantó una mano y le acarició la mejilla con el pulgar.

Su toque era reverente. Ahora no quiero fingir más. Se inclinó y la besó. Y esta vez no había ira, ni posesión, ni celos. Solo había una ternura que la desarmó por completo, una pregunta silenciosa y una respuesta anhelante. Sus labios eran suaves, se movían contra los de ella con una vacilación que le rompió el corazón. Ella le devolvió el beso, sus manos subiendo por su pecho hasta rodearle el cuello, atrayéndolo más cerca. Fue un beso de perdón, de aceptación, un beso que lo prometía todo.

Cuando se separaron, ambos estaban sin aliento. Ricardo apoyó su frente contra la de ella. Esa primera noche comenzó él en un susurro entrecortado. Cuando te dije esas cosas horribles, fui un idiota. La verdad es que te vi caminando hacia mí en esa iglesia y por primera vez en mi vida me sentí aterrorizado. Eras hermosa y pura y me sentí como un monstruo por haberte arrastrado a mi mundo. Elena sintió una lágrima rodar por su mejilla. Y yo te vi esperando en el altar, confesó ella, y te odié por quitarme todos mis sueños.

Pero quizás, quizás solo tenías que darme uno nuevo. Él sonrió, una sonrisa genuina. luminosa que transformó su rostro por completo. La levantó en brazos y Elena se rió un sonido de pura alegría. La llevó dentro cerrando la puerta del balcón con el pie y la depositó suavemente en la enorme cama. Se cernió sobre ella, apoyándose en sus codos y la miró a los ojos. Elena Montero dijo, probando su nombre como si fuera nuevo, quiero que este matrimonio sea real.

En todos los sentidos. Eso es lo que yo quiero también”, susurró ella. Y bajo la suave luz de la luna que entraba por la ventana, con el sonido de las olas como banda sonora, finalmente se convirtieron en marido y mujer, no por contrato ni por obligación, sino por un amor que había florecido de las cenizas del odio y el desprecio, demostrando que a veces los comienzos más crueles pueden llevar a los finales más hermosos. Pero no sabían que al otro lado del pasillo Víctor Ramos acababa de recibir una llamada.

Era el ejecutivo sobornado de la empresa de Ricardo. “Lo tengo”, dijo el hombre por teléfono. “Tengo la prueba que necesitas para arruinarlo. Y no es sobre el proyecto, es sobre ella.” Víctor sonrió en la oscuridad. La guerra estaba lejos de terminar. Estaba a punto de llevarla a un nivel mucho más personal y destructivo. La mañana siguiente en Viñamar fue como despertar a un mundo nuevo. La luz del sol que se colaba por las cortinas parecía más brillante.

El aire salado del mar olía más dulce y por primera vez desde que se había casado, Elena se despertó envuelta en los brazos de su marido. La pesada cortina de resentimiento y desconfianza que había definido su relación se había levantado por completo, reemplazada por una ternura y una intimidad tan nuevas y abrumadoras que a ambos les costaba creer que fueran reales. Ricardo estaba despierto, simplemente observándola, su habitual expresión adusta reemplazada por una suavidad que lo hacía parecer años más joven.

Buenos días, señora Montero, susurró, su voz ronca por el sueño, mientras sus dedos trazaban perezosamente patrones sobre su piel desnuda. “Buenos días, mi casi secuestrador convertido en marido”, respondió ella con una sonrisa somnolienta, acurrucándose más contra el calor de su pecho. se quedaron así durante lo que pareció una eternidad, hablando en susurros, riendo en voz baja, descubriéndose mutuamente, no como adversarios en un contrato, sino como dos personas que encontraban un refugio inesperado el uno en el otro.

Se contaron historias de su infancia, sus sueños perdidos y sus miedos secretos. Elena aprendió que la fría fachada de Ricardo era una armadura forjada en la traición de los de la torre y el peso de las expectativas de un padre herido. Y Ricardo vio por fin la fuerza y la resiliencia bajo la aparente fragilidad de Elena, una mujer que había sacrificado su propia felicidad por el amor a su familia y que aún así no había perdido su capacidad de amar.

Te amo”, le dijo él de repente, las palabras saliendo con una mezcla de sorpresa y certeza, como si acabara de descubrirlas en su propio corazón. Los ojos de Elena se llenaron de lágrimas de felicidad. Y yo te amo a ti”, respondió ella, sellando su confesión con un beso profundo que hablaba de perdón, de nuevos comienzos y de un futuro que de repente parecía ilimitado. Más tarde ese día, en la última y crucial reunión de la conferencia, entraron en la sala de juntas de la mano.

No era un acto para las cámaras ni una estrategia de negocios, era real. Augusto de la Torre y Víctor estaban al otro lado de la larga mesa de Caoba, y la sonrisa petulante de Víctor se desvaneció un poco al ver su evidente unidad. La presentación de Ricardo fue brillante, impecable. Detalló su proyecto con una pasión y una confianza renovadas, mientras Elena lo observaba con un orgullo que no intentó ocultar. Se sentía parte de su equipo, de su vida.

Cuando llegó el turno de la presentación de los de la torre, se hizo evidente que su propuesta era inferior, basada en proyecciones infladas y con menos innovación. Parecía que la victoria era inminente. Fue entonces cuando Víctor jugó su última carta. Caballeros, antes de que tomen su decisión final, dijo, poniéndose de pie con una sonrisa venenosa. Creo que hay un aspecto de la estabilidad del señor Montero que deberían considerar. El director del consorcio de inversores, un hombre mayor y conservador llamado señor Thompson, frunció el seño.

¿A qué se refiere, señor Ramos? Me refiero a la base misma de su tan pregonada nueva felicidad. Su matrimonio, continuó Víctor sacando una delgada carpeta de su maletín. la abrió sobre la mesa. Este matrimonio no es una unión de amor, es un fraude, un contrato de negocios fríamente calculado. Elena sintió que toda la sangre se le iba de la cara. El corazón de Ricardo comenzó a latir con fuerza bajo la tela de su traje. “Mis fuentes”, dijo Víctor mirando directamente a Ricardo, “me han proporcionado una copia del acuerdo original firmado entre usted y el padre de la señorita.

Bueno, ahora, señora Montero, un documento que detalla la transacción, la mano de su hija a cambio del rescate de una empresa familiar en quiebra y el pago de facturas médicas, un acuerdo con una cláusula muy específica que exige que permanezcan casados durante al menos un año para que sea válido. Un murmullo recorrió la sala de juntas. El señor Thompson tomó el documento que Víctor le ofreció, sus ojos recorriendo las cláusulas legales. La humillación fue como una ola de agua helada y por un momento, Elena se sintió transportada a su noche de bodas, a la crueldad de las palabras de Ricardo.

Sintió la mano de Ricardo apretar la suya bajo la mesa, un ancla en medio de la tormenta. La pregunta que deben hacerse, caballeros, concluyó Víctor, saboreando su victoria. ¿Pueden confiar el futuro de su inversión a un hombre cuya vida personal se basa en una mentira tan elaborada? ¿Qué otras verdades estará dispuesto a ocultar? Se hizo un silencio de muerte. Todos los ojos estaban puestos en Ricardo. Se levantó lentamente. Su rostro era una máscara de calma, pero Elena pudo ver la furia contenida en sus ojos.

No miró a Víctor, miró directamente al señor Thompson. Todo lo que el señor Ramos ha dicho sobre el comienzo de mi matrimonio es verdad”, dijo Ricardo. Y el jadeo colectivo en la sala fue casi audible. Elena lo miró aterrorizada. ¿Qué estaba haciendo? Es cierto que nuestro matrimonio comenzó como un acuerdo forzado por circunstancias desesperadas y promesas hechas en el pasado. Es un comienzo del que no estoy orgulloso, un comienzo por el que le pedí perdón a mi esposa en privado y por el que ahora le pido perdón en público.

Se giró y miró a Elena, sus ojos llenos de un amor y un arrepentimiento tan profundos que a ella le robaron el aliento. atraje a mi mundo por las razones equivocadas, pero en el proceso descubrí todas las razones correctas para amarla. Ella es la mujer más fuerte, leal y valiente que he conocido. Me ha hecho un hombre mejor. Lo que comenzó como un contrato se ha convertido en la base más sólida de mi vida. dejó de mirar a Elena y volvió a dirigirse a los inversores.

Así que sí pueden cuestionar el origen de mi matrimonio. Pero lo que ven aquí hoy, el hombre que soy hoy, es un testimonio no de mi habilidad para engañar, sino de mi capacidad para reconocer la verdad cuando la encuentro en los negocios y en el amor. Mi relación con mi esposa no es una mentira, es mi mayor fortaleza. Ahora quieren hablar del proyecto o prefieren seguir entreteniéndose con los chismes de un hombre desesperado que sabe que ha perdido el silencio que siguió fue a Tronador.

El Sr. Thompson miró el documento en su mano, luego miró la cara radiante y desafiante de Elena y la expresión resuelta de Ricardo. Lentamente cerró la carpeta y se la devolvió a Víctor. Gracias por su preocupación, señor Ramos”, dijo el anciano con una frialdad cortante. “Ahora por favor siéntese. Estamos aquí para discutir negocios, no la vida privada de los presentes.” “Señor Montero, continúe.” La sonrisa de Víctor se derrumbó. Su plan maestro había fracasado estrepitosamente. No solo había perdido el contrato, sino que había quedado como un hombre rencoroso y mequino.

Ricardo concluyó la reunión y, como era de esperar, ganaron el contrato. Mientras los inversores felicitaban a Ricardo, Augusto de la Torre agarró a su hijo del brazo y lo sacó de la habitación, su rostro oscuro por la furia del fracaso público. De regreso en la suite. La adrenalina de la batalla finalmente se disipó. Elena se lanzó a los brazos de Ricardo riendo y llorando al mismo tiempo. “Fuiste increíble”, dijo ella con la cara hundida en su pecho.

Creí que todo estaba perdido. Él la abrazó con fuerza. Nunca lo estaría mientras te tenga a ti. Te lo dije. Eres mi mayor fortaleza. Dije la verdad. Ese día marcó el verdadero comienzo de su vida juntos. Regresaron a casa no a una mansión fría y silenciosa, sino a un hogar. Llenaron los espacios vacíos con risas, conversaciones nocturnas y una pasión que no hacía más que crecer. Ricardo ayudó a Elena a realizar su sueño, invirtiendo en el jardín de los recuerdos, transformándolo en Elena Montero Diseños Florales, la firma de diseño de eventos más exclusiva de la ciudad.

Trabajaban juntos, apoyándose mutuamente, sus mundos de negocios y placer entrelazándose a la perfección. Una tarde, varios meses después, Ricardo llegó a casa y encontró a Elena en el jardín con una extraña sonrisa en el rostro. “Tengo algo para ti”, dijo ella, extendiendo una pequeña caja. Él la abrió. Dentro había un par de diminutos zapatos de bebé. Ricardo la miró. Sus ojos se abrieron de par en par con una incredulidad gozosa. ¿Estás? Vamos a Elena sintió las lágrimas de felicidad rodando por sus mejillas.

Vamos a tener un bebé. Él la levantó en un abrazo giratorio, riendo a carcajadas, un sonido de pura e inalterada alegría que llenó todo el jardín. Era un futuro que ninguno de los dos había imaginado, nacido de un presente que habían construido juntos desde las ruinas de su pasado. Los años que siguieron fueron una sinfonía de felicidad. Tuvieron un niño al que llamaron David, con los ojos oscuros y el espíritu resuelto de su padre y una niña dos años después, a la que llamaron Laura, con la sonrisa amable y el corazón artístico de su madre.

La mansión, que una vez fuera una prisión dorada, se convirtió en un verdadero hogar lleno de los sonidos de los niños riendo, del desorden de los juguetes y del calor de una familia unida por el amor. Elena y Ricardo nunca olvidaron el comienzo doloroso de su historia. se convirtió en una especie de leyenda familiar, un recordatorio de que las cosas más hermosas a menudo pueden nacer de los lugares más oscuros, de que el odio puede transformarse en la pasión más profunda y de que un matrimonio forzado puede, contra todo pronóstico, convertirse en el amor más grande de todos.

Una tarde, en su décimo aniversario de bodas, estaban sentados en el balcón de su dormitorio, el mismo balcón desde el que él la había despreciado aquella primera noche. Sus hijos jugaban en el céspete de abajo, sus risas subiendo hasta ellos. Elena llevaba puesto el collar de zafo. Se recostó contra el hombro de Ricardo mientras el sol se ponía pintando el cielo de colores vibrantes. “Pensar que todo empezó en esta casa”, susurró ella. que empezó con quítate ese vestido, para mí no existes.

Ricardo le apretó la mano. Fui un tonto arrogante. Pero incluso entonces cuando te vi en ese vestido, una parte de mí supo que estaba perdido. Solo me tomó mucho tiempo y casi te pierdo para darme cuenta. La besó suavemente, un beso lleno de la comodidad y la profundidad que solo 10 años de amor, luchas y triunfos compartidos pueden crear. ¿Sabes? A veces todavía sueño con ese contrato”, dijo él en voz baja. Excepto que en mi sueño lo reescribo.

Y la única cláusula dice, amar, honrar y adorar a Elena por el resto de mi vida. Elena sonrió, las lágrimas de felicidad brillando en sus ojos. No necesitamos un contrato para eso. Lo hacemos todos los días. Miraron el horizonte a una familia que habían construido sobre un fundamento de cenizas y que ahora era tan fuerte como el amor que los unía, un amor real, imperfecto y eternamente suyo.