SEÑOR RAMÍREZ TIENE QUE VENIR AL HOSPITAL AHORA MISMO.
Alejandro dejó caer el teléfono sobre el escritorio. La voz de la enfermera todavía resonaba en su cabeza. Su hermano Esteban estaba muriendo.
— No puede ser —murmuró, pasándose las manos por la cara.
Después de tantos años sin hablar, se levantó de la silla y tomó las llaves del auto. Las manos le temblaban.
Hacía 5 años que no veía a Esteban, desde aquella pelea terrible por la herencia de su padre. Pero ahora, nada de eso importaba.
El tráfico de la Ciudad de México estaba imposible. Los cláxons sonaban por todas partes, pero Alejandro no los escuchaba. Solo pensaba en llegar al hospital.
— ¿Por qué ahora? —se preguntó en voz alta—. ¿Por qué cuando ya no hay tiempo para arreglar las cosas?
Llegó al Hospital General corriendo. La recepcionista lo miró con cara de lástima.
— ¿Habitación 304? —preguntó.
— Sí, pero apúrese, no le queda mucho tiempo.
Alejandro subió las escaleras de dos en dos. Sus zapatos hacían ruido contra el piso del pasillo. Cuando llegó a la habitación 304, se detuvo. La puerta estaba abierta y podía ver una cama con máquinas conectadas por todos lados.
— Esteban —susurró, asomándose.
El hombre en la cama ya no parecía su hermano. Estaba flaco, pálido, con tubos en la nariz, pero cuando escuchó su voz, abrió los ojos.
— Alejandro —dijo Esteban con voz ronca—. Viniste.
— Claro que vine —respondió Alejandro, acercándose a la cama—. Eres mi hermano, aunque seamos unos tontos.
Esteban intentó sonreír, pero se veía que le dolía hasta respirar.
— Necesito… necesito contarte algo —murmuró.
— No, descansa —le dijo Alejandro, tomando su mano—. Ya habrá tiempo para hablar cuando te mejores.
— No, Alejandro. No me voy a mejorar. Y si no te digo esto ahora, me voy a morir con esta culpa.
Alejandro sintió un nudo en el estómago. Algo en la voz de su hermano le daba miedo.
— ¿Qué culpa? —preguntó, aunque no estaba seguro de querer saber la respuesta.
Esteban cerró los ojos y respiró profundo. Cuando los abrió, tenía lágrimas en los ojos.
— Sobre Lucía —dijo—. Y sobre las niñas.
El corazón de Alejandro se detuvo.
Lucía era su esposa, que había muerto hace tres años en un accidente. Las niñas eran sus hijas gemelas, Valeria y Camila, que ahora tenían 8 años.
— ¿Qué pasa con ellas? —preguntó con voz temblorosa.
— Perdóname, hermano —susurró Esteban—. Perdóname por lo que hice, por lo que hicimos.
— ¿De qué hablas? —Alejandro se acercó más a la cama—. Dime, ¿qué pasa?
Esteban lo miró directo a los ojos, las lágrimas cayendo sobre la almohada.
— Las niñas, Valeria y Camila, son mías —dijo—. Lucía y yo tuvimos una aventura hace 9 años.
Alejandro sintió como si le hubieran dado un golpe en el estómago. No podía respirar.
— ¡Estás loco! —gritó—. ¡Estás delirando por los medicamentos!
— No, Alejandro —Esteban lloraba ahora—. Es la verdad. Lucía me lo dijo cuando nacieron las niñas. No quería contarte, pero yo le dije que no, que te haría mucho daño.
Alejandro se levantó de la silla.
— ¡Mis hijas son mías! Lucía jamás me haría algo así!
— Mira, en el cajón de su tocador —susurró Esteban—. Hay una carta. ELLA LA ESCRIBIÓ ANTES DE MORIR. LO EXPLICA TODO.
Alejandro se quedó parado, mirando a su hermano. No podía creer lo que estaba escuchando. Sus hijas, sus pequeñas princesas, no eran suyas.
— ¿Por qué? —preguntó con voz quebrada—. ¿Por qué me haces esto?
— Porque me estoy muriendo —respondió Esteban—. Y no puedo llevarme este secreto a la tumba. Tú tienes derecho a saber la verdad.
De repente, las máquinas empezaron a sonar. Las luces parpadearon y llegaron corriendo los doctores y enfermeras.
— ¡Fuera! —gritó una doctora—. ¡Salga del cuarto!
Alejandro se quedó parado, viendo cómo intentaban salvar a su hermano, pero ya era demasiado tarde.
Después de unos minutos, la doctora salió del cuarto.
— Anne, lo siento mucho —le dijo—. Su hermano ha fallecido.
Alejandro se quedó allí, en el pasillo del hospital, sin poder moverse. Su hermano había muerto, y antes de morir, había destruido su mundo con unas pocas palabras.
— ¿Cómo iba a regresar a casa? —pensó. ¿Cómo iba a ver a las niñas a los ojos? ¿Cómo iba a seguir viviendo con esta duda?
Alejandro manejó por las calles de la ciudad sin rumbo fijo. No quería llegar a casa, no quería ver a las niñas. Cada semáforo rojo era una tortura. Cada minuto que pasaba lo acercaba más a una realidad que no quería enfrentar.
— ¿Será cierto? —se preguntó en voz alta, golpeando el volante—. ¿Lucía realmente me engañó?
Recordó a su esposa. Lucía había sido una mujer hermosa, alegre, llena de vida. Se habían casado después de 5 años de novios, locura, y siempre pensó que ella sentía lo mismo.
Pero ahora, con las palabras de Esteban resonando en su cabeza, comenzó a recordar cosas extrañas.
Recordó que cuando Lucía estaba embarazada, a veces la encontraba llorando sin razón. Cuando le preguntaba qué pasaba, ella decía que eran las hormonas del embarazo.
También recordó que Esteban había dejado de visitarlos durante esos meses, y que cuando volvió después del nacimiento de las niñas, se veía incómodo.
— No, no puede ser —murmuró—. Estoy pensando tonterías, Sam.
Pero la duda ya estaba allí, creciendo como una semilla venenosa en su corazón.
Cuando finalmente llegó a su casa, eran las 8 de la noche. La casa estaba iluminada y podía escuchar risas desde adentro.
— ¡Papá! —gritó Valeria cuando lo vio entrar.
— ¡Llegaste! —Camila corrió hacia él y se colgó de su cuello—. ¿Dónde estuviste?
— ¿Fuiste a ver a Tío Esteban? —preguntó Doña Carmen.
Alejandro las abrazó, pero sintió algo extraño. Por primera vez en 8 años, se quedó observando sus caras. Se parecían a él… ¿o se parecían más a Esteban?
— Sí, fui a verlo —respondió, tratando de sonar normal.
— ¿Pero Tío Esteban se fue al cielo? —preguntó Camila.
Las niñas lo miraron con ojos grandes y tristes.
— Sí, como mamá —respondió Alejandro, sintiendo un nudo en la garganta.
— ¿Estás triste, papá? —preguntó Valeria, tocando su cara—. Tienes los ojos rojos.
— Un poquito —mintió—. Pero estoy bien.
— ¿Han cenado? No te estábamos esperando —dijo Camila.
Doña Carmen hizo tacos.
Durante la cena, Alejandro apenas pudo comer. Observaba a las niñas en silencio, buscando alguna señal, algún parecido con Esteban.
Valeria tenía los ojos verdes, igual que Lucía. Camila tenía el cabello rizado, como su madre. Pero ahora que lo pensaba, ninguna de las dos se parecía mucho a ella.
— Papá, ¿estás bien? —preguntó Valeria—. No has dicho nada.
— Estoy bien, mi amor —respondió, forzando una sonrisa—. Solo estoy cansado.
Después de la cena, ayudó a las niñas con su tarea y las llevó a bañar. Era la rutina de siempre, pero ahora todo se sentía diferente.
Cada “Te amo, papá” que le decían era como una daga en el corazón.
— ¿Me lees un cuento? —pidió Camila, cuando ya estaban en la cama.
— Claro —respondió Alejandro, tomando el libro de cuentos.
Mientras leía, las niñas se fueron quedando dormidas. Pero él se quedó allí, sentado en la silla entre las dos camas, observándolas dormir.
Se veían tan pequeñas, tan inocentes. Habían sido su vida durante 8 años. Había estado ahí cuando dieron sus primeros pasos, cuando dijeron sus primeras palabras, cuando tuvieron pesadillas o se enfermaron.
— ¿Cómo es posible? SUSURRÓ. ¿CÓMO ES POSIBLE QUE NO SEAN MÍAS?
Se levantó despacio y fue al cuarto que había compartido con Lucía. Hacía tres años que no entraba ahí. Después de su muerte, había cerrado la puerta y nunca más la había abierto.
Encendió la luz y se dirigió al tocador. Ahí estaba, tal como lo había dejado Lucía: sus perfumes, sus joyas, sus cosas personales, todo cubierto de polvo. Con las manos temblorosas, abrió el cajón de arriba. Había cartas, fotos, recibos viejos.
Siguió buscando hasta que encontró un sobre amarillo con su nombre escrito con la letra de Lucía.
DIOS MÍO MURMURÓ EN
¿ES REAL?
Abrió el sobre con cuidado. Adentro había una carta de tres páginas, escrita con la letra perfecta de su esposa.
MI QUERIDO ALEJANDRO comenzaba la carta. Se sentó en la cama y comenzó a leer.
Con cada palabra, sentía como si le estuvieran arrancando el corazón pedazo por pedazo. Lucía confesaba todo. La aventura con Esteban había durado 6 meses. Había sido un error, un momento de debilidad, cuando él había estado viajando mucho por trabajo. Cuando se enteró de que estaba embarazada, no sabía de quién eran las niñas.
Había decidido no decir nada, pero la culpa la estaba matando.
PERDÓNAME MI AMOR, decía la carta. SÉ QUE NO MEREZCO TU PERDÓN, PERO POR FAVOR NO ABANDONES A LAS NIÑAS. TÚ ERES EL ÚNICO PADRE QUE CONOCEN, EL ÚNICO QUE LAS AMA DE VERDAD.
Alejandro terminó de leer y se quedó ahí, con la carta en las manos. Se sentía vacío, traicionado, perdido. Su esposa lo había engañado, su hermano lo había engañado y las niñas que creía suyas no eran suyas.
¿QUÉ VOY A HACER? SE PREGUNTÓ, MIRANDO AL TECHO. ¿QUÉ VOY A HACER AHORA?
Alejandro no durmió en toda la noche. Se quedó sentado en la sala con la carta de
Lucía en las manos, leyéndola una y otra vez. Cada palabra era como un golpe, cada línea confirmaba lo que Esteban le había dicho en el hospital.
ANNE, cuando salió el sol, escuchó los pasos de las niñas bajando las escaleras.
¡BUENOS DÍAS PAPÁ!
GRITÓ VALERIA, CORRIENDO HACIA ÉL.
BUENOS DÍAS, MI AMOR —respondió, tratando de sonar normal.
Pero cuando la abrazó, sintió algo extraño. ¿Era su imaginación o realmente no se parecía a él?
Camila llegó después, todavía en pijama, con el cabello revuelto.
¿POR QUÉ ESTÁS DESPIERTO TAN TEMPRANO? PREGUNTÓ, FROTÁNDOSE LOS OJOS.
NO PODÍA DORMIR —respondió. ¿QUIEREN QUE LES PREPARE EL DESAYUNO?
Durante el desayuno, Alejandro no podía dejar de buscar algo, cualquier cosa que le dijera que sí, eran sus hijas. Pero mientras más las miraba, más dudas tenía.
PAPÁ, ¿POR QUÉ NOS ESTÁS VIENDO ASÍ? PREGUNTÓ VALERIA.
¿TENEMOS ALGO EN LA CARA?
NO, NO ES NADA —MINTIÓ. SOLO LAS ESTOY ADMIRANDO. ESTÁN CRECIENDO MUY RÁPIDO.
Después de llevar a las niñas a la escuela, Alejandro se fue directo a su oficina, pero no podía concentrarse en el trabajo. Cada 5 minutos tomaba el teléfono y lo volvía a colgar. Sabía lo QUE TENíA QUE HACER PERO NO TENíA EL VALOR.
Sanor Ramírez preguntó su secretaria si se veía muy pálido. “Estoy bien, María”, respondió. “Solo necesito hacer unas llamadas privadas.”
Finalmente, a las tres de la tarde, marcó el número de laboratorio médico.
“Bueno, este habla el doctor Alejandro Ramírez”, mintió. “Necesito programar un examen de ADN.”
“¿Para cuándo, doctor?”, preguntaron.
“Para hoy mismo, ¿es posible? Es urgente.”
El corazón le latía muy rápido. ¿Ah, realmente estaba haciendo esto? ¿Realmente iba a hacerles una prueba de ADN a sus propias hijas?
—Señor, —preguntó la recepcionista—, ¿sigue ahí?
—Sí, sí, estoy aquí, —respondió.
—Está bien, programemoslo para hoy a las 5 de la tarde.
Fue por las niñas a la escuela. Durante el camino, inventó una excusa.
—Niñas, necesitamos pasar por el doctor, —les dijo Ian.
—Es solo un chequeo rutinario. Nos van a poner inyecciones.
—¿Preguntó Camila asustada?
—No, mi amor, solo van a tomar una pequeña muestra de saliva. No duele nada.
En el laboratorio, las niñas estaban nerviosas. Alejandro también estaba nervioso, pero por razones diferentes.
—¿Para qué es este examen, papá? —preguntó Valeria Inés.
—Para asegurarme de que estén sanas, —mintió otra vez.
El proceso fue rápido. La enfermera les pidió que escupieran en un tubito. Las niñas lo hicieron como si fuera un juego.
—¿Eso es todo? —preguntó Camila.
—Eso es todo, —respondió la enfermera—. Los resultados estarán listos en una semana.
Una semana, 7 días, para saber si su vida era una mentira o no.
Durante los siguientes días, Alejandro trató de actuar normal. Llevaba a las niñas a la escuela, las ayudaba con la tarea, jugaba con ellas. Pero por dentro, se estaba muriendo.
—Papá, ¿estás triste? —le preguntó Valeria una noche—. Casi no has sonreído esta semana.
—No estoy triste, mi amor. Solo estoy un poco cansado por el trabajo.
—¿Nos sigues queriendo igual? —preguntó Camila abrazándolo.
Esa pregunta lo destrozó. ¿Cómo podía una niña de 8 años tener tanta sabiduría? ¿Cómo podía sentir que algo estaba mal?
—Los voy a querer siempre, —respondió, y por primera vez en días no estaba mintiendo—. Pase lo que pase, siempre las voy a querer.
El viernes por la mañana, sonó el teléfono. Era del laboratorio.
—Señor Ramírez, sus resultados están listos. ¿Quiere que se los enviemos por correo o prefiere pasar por ellos?
—Voy para allá, —respondió con la boca seca. Le pidió a María que cancelara todas sus citas.
Con el corazón en la garganta, manejó hasta el laboratorio como si fuera en cámara lenta. Cada semáforo, cada cuadra lo acercaba más a la verdad.
En el laboratorio, la recepcionista le entregó un sobre cerrado.
—Aquí tiene, señor Ramírez.
Alejandro tomó el sobre con manos temblorosas. Era un sobre pequeño blanco, pero para él pesaba como una montaña. Se sentó en su carro y lo abrió despacio. Sacó las hojas y leyó el resultado:
Probabilidad de paternidad: 0%
Alejandro Ramírez no es el padre biológico de Valeria Ramírez.
Alejandro Ramírez no es el padre biológico de Camila Ramírez.
Se le cayeron de las manos. Ahí estaba, en papel oficial con sellos y firmas, la confirmación de que su vida había sido una mentira. Alejandro quedó ahí, en el estacionamiento del laboratorio, llorando como no había llorado desde que murió Lucía.
Pero ahora no sabía si lloraba por ella o por sí mismo. Sasha y no eran sus hijas. Su esposa lo había engañado. Su hermano lo había engañado. Y ahora él estaba solo, con un secreto que podría destruir la vida de dos niñas inocentes.
—¿Qué voy a hacer? —se preguntó, mirando al cielo—. Dios mío, ¿qué voy a hacer?
Alejandro llegó a casa como un zombi. Guardó los resultados del ADN en el cajón de su escritorio, junto con la carta de Lucía, dos papeles que habían destruido su mundo en una semana.
—¡Papá! —gritaron las niñas cuando lo vieron entrar.
—Sí, quería pasar más tiempo con ustedes, —respondió, aunque su voz sonaba rara.
Valeria se acercó y lo abrazó.
—Ya no estás triste, —preguntó.
Alejandro la miró a los ojos, esos ojos verdes que había heredado de Lucía, esos ojos que lo miraban con tanto amor y confianza.
—No, mi amor, ya no estoy triste, —mintió.
Esa noche, después de acostar a las niñas, Alejandro se encerró en su oficina. Sacó los papeles del cajón y los puso sobre el escritorio: la carta de Lucía y los resultados del ADN, su pasado y su presente destruidos en dos pedazos de papel.
Volvió a leer la carta de Lucía por 10ª vez. En la última página, ella le suplicaba:
—Por favor, no abandones a las niñas. Tú eres el único padre que conocen. El amor de sangre no es el único amor que existe.
—Mordisangre, —murmuró Alejandro.
—¿Qué significa eso?
Ahora se levantó y fue al cuarto de las niñas. Estaban dormidas con sus muñecos favoritos entre los Lost Brothers. Camila tenía el cabello revuelto sobre la almohada. Valeria dormía con una sonrisa en la cara.
Las había cuidado cuando tenían fiebre. Las había consolado cuando lloraban.
Las había enseñado a caminar, a hablar, a andar en bicicleta. Había estado ahí, en cada cumpleaños, en cada día de escuela, en cada momento importante de sus vidas.
—¿Eso no cuenta? —se preguntó.
¿Ocho años de amor no cuentan?
Durante los siguientes días, Alejandro se la pasó pensando. A veces se sentaba en su carro, después del trabajo, sin fuerzas para entrar a la casa. Otras veces se quedaba despierto toda la noche, mirando al techo.
—¿Qué haría un hombre normal? —se preguntaba.
—¿Qué haría cualquier persona en mi lugar?
Algunos días se sentía furioso, furioso con Lucía por engañarlo, furioso con Esteban por confesarle la verdad, furioso consigo mismo por hacerse la prueba de ADN.
Otros días se sentía perdido, como si ya no supiera quién era.
Durante 8 años había sido papá de las gemelas, zanahora ¿qué era papá?
—¿Por qué ya no juegas con nosotras? —le preguntó Camila una tarde.
—¿Qué? —respondió Alejandro, saliendo de sus pensamientos.
—Antes siempre jugabas con nosotras después del trabajo. Ahora solo te quedas viendo la televisión.
Tenía razón. Desde que supo la verdad, había dejado de ser el mismo padre de antes. Las niñas lo habían notado.
—Tienes razón, mi amor, —dijo, apagando la televisión—. ¿Qué quieren jugar?
—¡Escondidas! —gritó Valeria.
—¡Sí! —gritó Camila.
—¡An… tú cuentas! —dijo Alejandro.
Se tapó los ojos y empezó a contar. Escuchó los pasos de las niñas corriendo por la casa, sus risitas mientras se escondían. Cuando terminó de contar, las fue a buscar. Las encontró escondidas juntas detrás del sofá, abrazadas y haciendo silencio.
—¡Las encontré! —gritó, fingiendo sorpresa.
Las niñas salieron corriendo, riéndose. Camila se tropezó y se cayó.
—¿Te duele? —preguntó Alejandro, ayudándola a levantarse.
—Me duele la rodilla, —lloró Camila.
Alejandro la cargó y la llevó al baño. Le limpió la herida y le puso una curita con dibujos de princesas.
—¿Ya está mejor? —preguntó.
—Sí, —respondió Camila, abrazándolo—. Gracias, papá. Eres el mejor papá del mundo.
Esas palabras lo golpearon como un rayo.
—¿El mejor papá del mundo? —¿Acaso importaba él ADN? ¿Acaso importaba quién había puesto los genes? Él había sido quien las había criado, quien las había amado, quien había estado ahí en cada momento.
Esa noche, después de acostar a las niñas, Alejandro tomó una decisión. Fue a su oficina, sacó los papeles del cajón, los miró una última vez y después los rompió en pedazos pequeños.
—¡Se acabó! —dijo en voz alta.
Alcé la duda. Tiró los pedazos de papel a la basura. No importaba lo que dijeran esos papeles, no importaba lo que había pasado entre Lucía y Esteban. Las niñas eran suyas. Habían sido suyas durante 8 años, y lo iban a hacer para siempre.
—¡Son mis hijas! —se dijo, y yo soy su padre. Eso es lo único que importa.
Al día siguiente, Alejandro despertó sintiéndose diferente, más liviano, como si se hubiera quitado un peso enorme de los hombros.
—¡Buenos días, papá! —gritó Valeria, corriendo hacia él.
—¡Buenos días, mi princesa! —respondió, cargándola y dándole vueltas.
—¿Por qué estás tan contento? —preguntó Camila.
—Porque tengo a las dos niñas más hermosas del mundo, —respondió—. Y porque las amo más que a nada en la vida.
Durante el desayuno, las niñas le contaron sobre sus planes para el día. Alejandro las escuchó con atención, riéndose de sus ocurrencias, preguntándoles sobre sus amigas de la escuela.
—Papá, —preguntó Valeria—, ¿podemos ir al parque después de la escuela?
—¡Claro que sí! —respondió—. Podemos ir al parque, a tomar helado, a donde quieran.
—¡Sí! —gritaron las dos al mismo tiempo.
Alejandro las miró y sonrió. Javier, la decisión correcta. No importaba lo que dijeran los papeles, estas niñas eran suyas, y él era de ellas. Nada iba a cambiar eso.
Tres meses habían pasado desde que Alejandro rompió los papeles. Al principio se sintió mejor, más tranquilo, pero poco a poco, el secreto comenzó a pesarle otra vez. Era como cargar una mochila invisible que se hacía más pesada cada día.
—¿Papá, estás bien? —le preguntó Valeria una mañana mientras desayunaban.
—Ah, sí, mi amor. —¿Por qué preguntas?
—Porque anoche te escuché hablando solo en tu cuarto, —respondió.
Alejandro casi se atraganta con el café. En verdad, últimamente se había estado despertando en las madrugadas, hablando solo, peleando con fantasmas.
—¿Estabas hablando por teléfono con un cliente? —mintió.
—Trabajo muy temprano.
—¿A las tres de la mañana? —preguntó Camila, alzando una ceja.
Esas niñas eran demasiado inteligentes para su propio bien.
—Sí, era un cliente de Estados Unidos. Allá tienen horario diferente.
Las niñas se miraron entre ellas, pero no dijeron nada más. Terminaron su desayuno y se fueron a la escuela.
Alejandro se quedó solo en la casa, como todas las mañanas. Y como todas las mañanas, el silencio lo volvía loco. En el silencio, las voces en su cabeza eran más fuertes.
—¿Estás seguro de que hiciste lo correcto?
—¿No crees que ellas merecen saber la verdad?
—¿Qué va a pasar cuando crezcan y se den cuenta?
—¡Basta! —gritó, golpeando la mesa—. ¡Basta ya!
Pero las voces no paraban, nunca paraban.
En la oficina, las cosas tampoco iban bien. Su secretaria, María, había notado que algo andaba mal.
—Señor Ramírez, ¿está seguro de que no quiere tomar unas vacaciones? —le preguntó.
—Se ve muy cansado.
—Ah, no estoy bien, María.
—No, pero necesito vacaciones.
—Pero lleva tres meses llegando tarde, se le olvidan las citas, ayer se quedó dormido en la junta con los socios.
—¡Dije que estoy bien! —gritó a María.
Se asustó, nunca había visto a su jefe tan alterado.
—Perdón, señor. No quise molestarlos.
—No, perdóname tú, —suspiró Alejandro—. Tienes razón, no estoy bien. Pero no son vacaciones lo que necesito.
Esa tarde, cuando fue por las niñas a la escuela, la maestra Sofía lo detuvo.
—Señor Ramírez, hola. ¿Podemos hablar un momento?
—Claro, maestra, ¿pasa algo?
—Es sobre Valeria y Camila. Están muy extrañas últimamente, más calladas, más serias. ¿Pasa algo en casa?
Alejandro sintió un nudo en el estómago. Sus problemas estaban afectando a las niñas.
—No, todo está bien en casa, —mintió—. Tal vez es que están creciendo.
—Bueno, pero si necesita ayuda, no dude en decírmelo. Las niñas son muy especiales para mí.
En el camino a casa, Alejandro observó a las niñas por el espejo retrovisor. Estaban más calladas que de costumbre. Camila miraba por la ventana con cara triste. Valeria jugaba con su muñeca, pero sin ganas.
—¿Cómo les fue en la escuela? —preguntó.
—Bien, —respondió Valeria sin mirarlo—. Solo bien. Normalmente me cuentan todo lo que pasó.
—No pasó nada especial, —murmuró Camila.
El resto del camino fue en silencio. Alejandro se dio cuenta de que las niñas estaban sintiendo su dolor, aunque no supieran por qué.
En casa, durante la cena, las niñas apenas tocaron la comida.
—¿No tienen hambre? —preguntó.
—No mucha, —respondió Valeria.
—Papá, —preguntó Camila de repente.
—¿Sí, mi amor? —respondió.
—¿Nos vas a dejar? —la pregunta lo golpeó como un balde de agua fría.
—¿Por qué preguntas eso? —dijo, sorprendido.
—Porque estás muy raro, —explicó Camila—. Ya no juegas con nosotras como antes. Te quedas despierto toda la noche. A veces nos miras como si fuéramos extrañas, y a veces parece que tienes ganas de llorar, —agregó Valeria.
Alejandro no sabía qué decir. ¿Cómo explicarles que estaba luchando con un secreto que podía destruir sus vidas?
—No las voy a dejar nunca, —respondió finalmente—. Nunca. Me escuchan, ustedes son lo más importante en mi vida.
—Entonces, ¿por qué estás tan triste? —preguntó Camila.
—Es que… es que extraño mucho a mamá, —dijo Alejandro, y por primera vez en meses no estaba mintiendo completamente.
Las niñas se miraron entre ellas y después se levantaron de sus sillas, corrieron hacia él y lo abrazaron.
—Nosotras también extrañamos a mamá, —dijo Valeria—. Pero estamos juntos, ¿verdad?
—Sí, estamos juntos, —respondió Alejandro, abrazándolas fuerte.
Pero esa noche, después de acostar a las niñas, Alejandro se dio cuenta de que no podía seguir así. El secreto lo estaba destruyendo a él, y estaba lastimando a las niñas. Tenía que tomar una decisión. Debía contarles la verdad. Debía guardar el secreto para siempre. Debía buscar ayuda profesional.
Se quedó despierto toda la noche pensando. Cuando salió el sol, había tomado una decisión, una decisión que cambiaría todo.
—Ya no puedo más, —se dijo—. Es hora de que sepan la verdad.
Pero primero necesitaba encontrar las palabras correctas. Necesitaba encontrar la manera de decirles sin destruir su mundo, porque aunque no fueran sus hijas biológicas, las amaba más que a su propia vida. Y el amor que había aprendido era mucho más complicado que el ADN.
Alejandro pasó todo el fin de semana preparándose para la conversación más difícil de su vida. Ensayó frente al espejo, escribió notas que después rompía, llamó a su hermana Laura para pedirle consejo.
—¡Estás loco! —le gritó Laura por teléfono—. ¿Para qué les vas a decir eso a unas niñas de 8 años?
—Porque me está matando por dentro, —respondió Alejandro—. Y ellas se están dando cuenta de que algo pasa.
—Pero Alejandro, ¡pánzalo bien! Esas niñas te aman. Tú eres su mundo. ¿Para qué destruir eso?
—No quiero destruir nada, solo quiero ser honesto con ellas.
—La honestidad no siempre es lo mejor, —suspiró Laura—. A veces es mejor el silencio.
Pero Alejandro ya había decidido. El lunes por la mañana, después de dejar a las niñas en la escuela, fue a hablar con la psicóloga infantil que le había recomendado María.
—Doctora Herrera, necesito su ayuda, —le dijo.
—No sé cómo hablar con mis hijas sobre algo muy delicado.
La doctora Herrera era una mujer mayor, con ojos amables y voz suave.
—Cuénteme, Señor Ramírez, ¿qué necesita decirles?
Alejandro le contó toda la historia: la muerte de Esteban, la confesión, la carta de Lucía, la prueba de ADN. La doctora lo escuchó sin interrumpir.
—Es una situación muy difícil, —dijo cuando terminó—, pero creo que está tomando la decisión correcta.
—¿De verdad? Mi hermana dice que estoy loco.
—Mire, Señor Ramírez, los niños sienten todo. Ellas ya saben que algo pasa. Si no les dice la verdad, van a inventarse una peor.
—¿Pero cómo les digo algo así? ¿Cómo les explico que no soy su padre biológico?
—Con mucho amor y paciencia, y sobre todo, asegurándoles que nada va a cambiar entre ustedes.
La doctora le dio varios consejos sobre cómo abordar el tema. Le dijo que usara palabras sencillas, que les diera tiempo para procesar la información, que estuviera preparado para muchas preguntas.
—¿Y si me odian? —preguntó Alejandro.
—No, no lo van a odiar, —respondió la doctora—. Usted es su padre en todos los sentidos. Saben qué importa: ellas lo saben, aunque no entiendan completamente qué significa.
Esa tarde, cuando fue por las niñas a la escuela, decidió que era el momento. En el camino a casa, les dijo:
—Niñas, cuando lleguemos a casa, necesito hablar con ustedes sobre algo importante.
—¿Qué cosa? —preguntó Valeria.
—Ya les voy a explicar, pero quiero que sepan que las amo mucho.
—Está bien.
Las niñas se miraron preocupadas.
—¿Pasa algo malo, papá? —preguntó Camila.
—No, mi amor, no pasa nada malo. Solo necesito contarles algo sobre su mamá.
En casa, Alejandro preparó chocolate caliente para las tres, era la bebida favorita de las niñas cuando tenían que hablar de cosas serias. Se sentaron en la sala. Las niñas en el sofá, y él en la silla frente a ellas.
—¿Se acuerdan de tío Esteban? —comenzó así.
—¿El que se murió? —respondió Valeria.
—Exacto. Antes de morir, tío Esteban me contó algo sobre su mamá, algo que había pasado hace mucho tiempo.
Las niñas lo miraron con atención.
—¿Qué cosa? —preguntó Camila.
Alejandro respiró profundo. Era ahora o nunca.
—Su mamá… su mamá cometió un error cuando ustedes estaban en su pancita, —dijo despacio—. Ella se enamoró de tío Esteban por un tiempo.
—¿Cómo que se enamoró? —preguntó Valeria, confundida.
—Bueno, a veces los adultos hacen cosas que no están bien. A su mamá me quería mucho, pero también quería a tío Esteban. Y por eso… por eso ustedes son hijas de tío Esteban, no mías.
Las niñas se quedaron calladas. Camila frunció el ceño, tratando de entender.
—¿O sea que tío Esteban era nuestro papá? —preguntó.
—Sí, él era su papá biológico, pero yo soy su papá de verdad, el que las ha cuidado, el que las ama, el que siempre va a estar con ustedes.
Valeria empezó a llorar.
—¿Entonces ya no somos tu familia? —preguntó entre lágrimas.
—No, no, —dijo Alejandro, levantándose para abrazarlas—. Claro que son mi familia. Son lo más importante en mi vida.
—¿Pero si no somos tus hijas de verdad? —preguntó Camila, también llorando.
—Sí, son mis hijas de verdad, —respondió Alejandro, abrazándolas fuerte—. Ser papá no es solo poner genes. Ser papá es cuidar, es amar, es estar ahí cuando te necesitan. Y yo he sido su papá desde el día que nacieron.
—Entonces, ¿por qué nos dijiste eso? —preguntó Valeria. —¿Por qué nos hiciste sentir mal?
—Porque los secretos duelen, mi amor. Porque quería que supieran la verdad, pero también quería que supieran que nada va a cambiar entre nosotros.
Las niñas lloraron un rato más. Alejandro las abrazó y les dijo una y otra vez que las amaba, que siempre iba a ser su papá, que nunca las iba a dejar.
—¿Mamá sabía que tío Esteban era nuestro papá? —preguntó Camila.
—Sí, —respondió Alejandro—. Ella lo sabía y se sentía muy mal por eso. Por eso me escribió una carta pidiéndome perdón.
—¿Podemos leer la carta? —preguntó Valeria.
—Cuando sean más grandes, —respondió Alejandro—. Ahorita son muy pequeñas para entender todo lo que dice.
—¿Papá? —preguntó Camila.
—Sí, mi amor.
—¿Tú no sigues queriéndonos igual?
—Las voy a querer siempre, pase lo que pase. Ustedes son mis hijas, mis princesas, mis tesoros. Nada puede cambiar eso.
Esa noche, las niñas se quedaron dormidas en la cama de Alejandro, una a cada lado. Él se quedó despierto, mirándolas dormir, sintiéndose por primera vez en meses en paz consigo mismo. Había sido la conversación más difícil de su vida, pero también la más importante. Ahora ya no había secretos entre ellos, y aunque el camino iba a ser difícil, al menos lo iban a caminar juntos.
En los días que siguieron a la conversación, fueron como caminar sobre vidrio roto. Las niñas hacían preguntas todo el tiempo, algunas que Alejandro podía responder y otras que lo dejaban sin palabras.
—Papá, si mamá quería a tío Esteban, ¿es que no te quería a ti? —preguntó durante el desayuno.
—No, mi amor, —respondió Alejandro—. Su mamá me quería mucho, pero a veces las personas pueden querer a más de una persona al mismo tiempo, pero eso no quiere decir que esté bien.
—¿Entonces por qué lo hizo? —preguntó Valeria.
—No lo sé, mi princesa. Solo su mamá podría explicar eso, y ya no está aquí para preguntarle.
En la escuela, las niñas estaban distraídas. La maestra Sofía llamó a Alejandro para preguntarle qué pasaba.
—Señor Ramírez, las niñas no están poniendo atención en clase. Valeria se la pasa viendo por la ventana y Camila se quedó dormida ayer durante matemáticas.
—Estamos pasando por una situación familiar difícil, —explicó Alejandro—. Les conté algo importante sobre su mamá y todavía lo están procesando.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudar? —preguntó la maestra.
—Solo tenga paciencia con ellas. Van a necesitar tiempo.
Esa noche, mientras cenaban, Valeria hizo una pregunta que lo destrozó.
—Papá, ¿tú nos hubieras querido igual si hubieras sabido desde el principio que no éramos tuyas?
Alejandro ya no sabía qué decir. Era una pregunta muy profunda para una niña de 8 años.
—Sí, mi amor, las habría querido igual, porque el amor no depende de la sangre.
—¿Pero no te sientes engañado? —preguntó Camila.
—A veces sí me siento engañado, pero no por ustedes. Ustedes no hicieron nada malo.
—Entonces, ¿por quién te sientes engañado?
—Por su mamá y por tío Esteban, porque no me dijeron la verdad.
—¿Estás enojado con ellos?
Alejandro pensó en su respuesta. Tenía que ser honesto, pero también cuidadoso.
—Sí, sí estoy enojado, pero también los perdono, porque todos cometemos errores.
—Nosotras también cometemos errores, —dijo Camila.
—Claro que sí, pero sus errores son pequeños. Los errores de los adultos a veces son más grandes.
Una tarde, cuando llegaron de la escuela, Camila le dijo:
—Papá, le conté a mi amiga Sofía lo que nos dijiste.
Alejandro sintió pánico. ¿Qué había dicho exactamente?
—¿Qué le contaste?
—Que mi tío era mi papá biológico, pero que tú eres mi papá de verdad.
—¿Y qué te dijo?
—Que no entendía nada, y que por qué no tenía dos papás entonces.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Que tío Esteban se murió, y que además, un papá de verdad es mejor que dos papás que no sirven.
Alejandro no pudo evitar sonreír. Estas niñas eran más sabias de lo que imaginaba.
—¿Y Valeria también le ha contado a alguien? —preguntó.
—No, ella dice que es un secreto de familia.
—¿Tú crees que es un secreto?
—No sé. ¿Tú crees que está mal que se lo haya dicho a Sofía?
—No está mal, mi amor, pero tal vez es mejor que no se lo cuentes a más personas por ahora.
—¿Por qué?
—Porque no todos van a entender, y porque es algo muy personal de nuestra familia.
Esa noche, cuando estaba acostando a las niñas, Valeria le dijo:
—Papá, ¿puedo hacerte una pregunta muy personal?
—Claro, mi amor.
—¿Tú hubieras preferido que fuéramos tus hijas de sangre?
La pregunta le dolió en el alma, porque la respuesta honesta era sí, claro que habría preferido que fueran sus hijas biológicas. Pero también sabía que no podía decir eso.
—Valeria, yo las quiero exactamente como son, —respondió—. No cambiaría nada de ustedes, ni su pelo, ni sus ojos, ni sus genes, ni nada.
—¿Pero no te da curiosidad cómo habrían sido tus hijas de verdad?
—Ustedes son mis hijas de verdad, y no, no tengo curiosidad, porque ya tengo a las hijas perfectas.
Camila, que estaba en la cama de al lado, se sentó.
—Papá, ¿vas a tener más hijos?
—¿Por qué preguntas eso?
—Porque tal vez quieras tener hijos que sí sean tuyos de sangre.
—No, mi amor, no voy a tener más hijos. Ustedes son suficientes para mí.
—¿Y si te enamoras de otra señora?
—Si algún día me enamoro de otra señora, ella va a tener que quererlas a ustedes también, porque ustedes y yo somos un paquete completo.
Las niñas se rieron.
—¿Un paquete? —preguntó Valeria.
—Sí, como cuando compras cereal y viene un juguete adentro. ¡Ustedes son mi juguete favorito!
—¡Papá, qué tonto! —se rieron las dos.
Pero Alejandro se dio cuenta de que poco a poco las cosas estaban mejorando. Las preguntas seguían llegando, pero ya no eran tan dolorosas. Y lo más importante, las niñas ya no parecían tristes o confundidas.
—Papá, —preguntó Camila antes de dormirse.
—¿Sí, mi amor?
—Gracias por contarnos la verdad.
—¿Por qué me das las gracias?
—Porque ahora entiendo por qué estabas tan triste y por qué ya no tienes que cargar ese secreto tú solo.
Alejandro se acercó y le dio un beso en la frente.
—Tienes razón, mi amor. Ya no tengo que cargar ese secreto solo. Ahora lo cargamos juntos.
—Pero es pesado.
—Cuando lo cargamos juntos, es mucho menos pesado.
Y por primera vez en meses, Alejandro se quedó dormido sin pesadillas.
Dos meses después de la conversación, la vida comenzó a encontrar un nuevo ritmo. Las niñas ya no hacían tantas preguntas, pero a veces surgían situaciones inesperadas que los tomaban por sorpresa.
—Papá, ¿podemos ir a visitar la tumba de tío Esteban? —preguntó Valeria una tarde mientras hacían la tarea.
Alejandro levantó la vista de su computadora. No esperaba esa pregunta.
—¿Por qué quieren ir?
—Porque nunca fuimos a su funeral, —explicó Camila—. Y ahora sabemos que era nuestro papá biológico.
—¿Creen que es importante ir?
—Sí, —respondieron las dos al mismo tiempo.
—Está bien, podemos ir el sábado.
El sábado por la mañana, los tres fueron al cementerio. Alejandro había comprado flores, unas margaritas blancas que eran las favoritas de las niñas. La tumba de Esteban estaba en una sección nueva del cementerio. Era una lápida sencilla, con su nombre y las fechas de nacimiento y muerte.
—¿Qué le decimos? —preguntó Camila, parada frente a la tumba.
—Lo que quieran decirle, —respondió Alejandro.
Valeria se acercó primero.
—Hola, tío Esteban. Soy Valeria. Papá nos contó que eres nuestro papá biológico. No te conocimos muy bien, pero espero que estés feliz en el cielo.
Camila se acercó después.
—Hola, tío Esteban. Soy Camila. Gracias por decirle la verdad a papá antes de morirte. Aunque nos dolió al principio, creo que fue lo correcto.
Alejandro se quedó callado. No sabía qué decir. Todavía estaba enojado con su hermano, pero al mismo tiempo le agradecía que hubiera sido honesto.
—Papá, tú no le vas a decir nada, ¿verdad? —preguntó Valeria.
—No sé qué decirle.
—Dile que lo perdonas, —sugirió Camila.
Alejandro respiró profundo y se acercó a la tumba.
—Esteban, no sé si puedo decir que te perdono completamente, pero entiendo que hiciste lo que creíste correcto al final. Gracias por darme a estas niñas maravillosas, aunque no haya sido de la manera que esperaba.
De regreso a casa, las niñas estaban más calladas que de costumbre.
—¿Cómo se sienten? —preguntó Alejandro.
—Raro, —respondió Valeria—. Es extraño saber que alguien que apenas conocíamos era importante para nosotras.
—¿Creen que habrían sido diferentes si él hubiera sido su papá desde el principio?
—Sí, —respondió Camila—. Porque cada papá es diferente.
—Pero creo que no habríamos sido tan felices.
—¿Por qué no?
—Porque tío Esteban nunca venía a visitarnos. No creo que fuera tan bueno jugando como tú.
Alejandro sonrió. Sus hijas tenían una manera muy simple, pero sabia, de ver las cosas.
En la escuela, las cosas también estaban mejorando. La maestra Sofía le dijo que las niñas estaban más concentradas, aunque a veces las notaba pensativas.
—¿Sabe qué me dijo Valeria ayer? —le contó la maestra.
—¿Qué le dijo?
—Que había aprendido que las familias pueden ser complicadas, pero que lo importante es quererse mucho.
—Es una niña muy inteligente.
—Las dos lo son, y se nota que tienen un papá que las ama muchísimo.
Una noche, mientras cenaban, Camila hizo una pregunta que cambió todo.
—Papá, ¿crees que mamá nos puede ver desde el cielo?
—No sé, mi amor. ¿Tú crees que sí?
—Yo creo que sí, y creo que está contenta de que le hayas perdonado su error.
—¿Cómo sabes que la perdoné?
—Porque ya no estás enojado como antes y porque nos sigues queriendo igual.
Valeria intervino.
—Papá, ¿puedes contarnos algo bonito de mamá? ¿Algo bonito?
—Puedo contarles muchas cosas bonitas.
—Cuéntanos algo que no sepamos.
Alejandro pensó un momento.
—¿Saben que su mamá cantaba mientras estaba embarazada de ustedes?
—¿Qué cantaba?
—Una canción que inventó especialmente para ustedes. Decía: “Mis dos estrellitas, mis dos corazones, van a ser las niñas más bonitas del mundo entero.”
—¿Te acuerdas de toda la canción?
—Solo de esa parte. La cantaba todas las noches antes de dormir.
—¿La puedes cantar?
—No canto muy bien, pero puedo intentar.
Alejandro cantó la melodía que recordaba. No era perfecta, pero las niñas se quedaron escuchando con atención.
—¿Papá, crees que mamá sabía que íbamos a tener estos problemas? —preguntó Valeria.
—No lo sé, pero creo que sabía que íbamos a salir adelante juntos.
—¿Cómo lo sabía?
—Porque sabía que nos queremos mucho, y cuando las personas se quieren de verdad, pueden superar cualquier problema.
Esa noche, cuando estaba acostando a las niñas, Camila le dijo:
—Papá, ¿sabes qué aprendí?
—¿Qué aprendiste?
—Que ser familia no es solo nacer juntos. Es decidir estar juntos.
—¿Quién te enseñó eso?
—Tú, porque tú decidiste estar con nosotras, aunque no fuéramos tu sangre.
Alejandro sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—¿Y ustedes decidieron quedarse conmigo?
—Sí, —respondieron las dos.
—¿Para siempre?
—Sí, para siempre.
—Entonces, somos una familia de verdad.
—¡La familia más fuerte del mundo! —dijo Valeria.
—¿Por qué la más fuerte?
—Porque sobrevivimos a los secretos y a las mentiras, y seguimos juntos.
Alejandro las abrazó fuerte y se dio cuenta de que tenían razón. Eran una familia fuerte, una familia que había elegido estar junta a pesar de todo. Y eso era lo único que importaba.
Cinco años habían pasado desde aquella tarde lluviosa cuando Alejandro les contó la verdad a las niñas. Zanahora, Valeria y Camila tenían 13 años y estaban en secundaria. Ya no eran las niñas pequeñas que lloraron en el sofá de la sala, sino dos adolescentes inteligentes y seguras de sí mismas.
Era sábado por la mañana y estaban desayunando juntos, como todos los fines de semana. Alejandro leía el periódico mientras las niñas hablaban sobre sus planes para el día.
—Papá, ¿podemos ir al centro comercial con las amigas? —preguntó Valeria.
—¿Van a estar con un adulto?
—Sí, la mamá de Andrea nos va a acompañar.
—Está bien, pero regresen antes de las 6.
Camila dejó de comer su cereal y lo miró.
—Papá, ¿te acuerdas cuando nos contaste lo de mamá y tío Esteban?
—Claro que me acuerdo. ¿Por qué preguntas?
—Porque ayer en la escuela, la maestra nos preguntó sobre nuestras familias y yo conté nuestra historia.
Alejandro sintió curiosidad.
—¿Qué dijiste exactamente?
—Dije que mi papá biológico murió cuando era pequeña, pero que tengo el mejor papá del mundo, que mi papá me eligió, no solo me tuvo por casualidad.
—¿Y qué dijeron tus compañeros?
—Algunos no entendieron, pero Mariana dijo que ella también es adoptada y que está de acuerdo conmigo, que los papás que te eligen son mejores que los que solo comparten sangre contigo.
—Valeria, ¿y tú también contaste nuestra historia?
—Sí, en mi clase la maestra dijo que era un ejemplo de que el amor es más fuerte que los genes.
Alejandro sonrió. Sus hijas habían convertido una situación dolorosa en algo de lo que se sentían orgullosas.
—¿Ustedes se sienten diferentes por no ser mis hijas biológicas?
—No, —respondió Camila—. Al contrario, nos sentimos especiales.
—Sí, porque sabemos que nos quieres por decisión propia, no por obligación.
Después del desayuno, mientras las niñas se alistaban para salir, Alejandro se quedó pensando en todo lo que habían vivido. Los primeros años después de saber la verdad habían sido difíciles, pero también habían sido los años que más los habían unido como familia.
Recordó todas las veces que había dudado si estaba haciendo lo correcto, todas las noches sin dormir, preguntándose si debía haber guardado el secreto. Ahora sabía que había tomado la decisión correcta. La honestidad había sido dolorosa al principio, pero había construido algo más fuerte entre ellos.
—¡Papá, ya nos vamos! —gritó Valeria desde la puerta.
—¡Que se diviertan! —les dijo Alejandro.
—¡Las amo!
—¡También te amamos!
Cuando se fueron, Alejandro se sentó en su sillón favorito y sacó una foto de su cartera. Era una foto que habían tomado en el primer cumpleaños de las niñas después de la gran conversación. En la foto, los tres estaban sonriendo, abrazados, con una torta que decía “Familia Ramírez”. Recordó ese día. Las niñas habían insistido en que la torta dijera “Familia Ramírez”, porque, como había dicho Camila, “somos una familia que eligió estar junta, y eso nos hace especiales.”
Sonó el teléfono. Era su hermana Laura.
—¿Cómo están mis sobrinas favoritas?
—Bien, acaban de salir con sus amigas.
—Ya están hechas unas señoritas. No puedo creer que ya tengan 13 años. Parece que fue ayer cuando nos contaste toda esa historia.
—Ha pasado el tiempo muy rápido.
—¿Sabes qué? Ayer estaba hablando con mamá sobre ustedes. Dice que nunca ha visto a las niñas tan seguras de sí mismas como ahora.
—Es cierto. Han crecido mucho emocionalmente.
—Y tú también, hermano. Te veía siempre preocupado, como si cargaras el mundo en los hombros. Ahora te ves en paz.
Laura tenía razón. Alejandro se sentía en paz. Ya no se despertaba por las noches preguntándose si era un buen padre. Ya no dudaba de su lugar en la vida de las niñas. Sabía, sin ninguna duda, que era su papá en todos los sentidos que importaban.
En la tarde, cuando las niñas regresaron del centro comercial, traían una sorpresa.
—Papá, mira lo que te compramos —dijo Camila, entregándole una bolsa. Dentro había una taza con una foto de los tres y una frase que decía “El mejor papá del mundo, elegido con amor.”
—¿Les gusta? —preguntó Valeria.
—La mandamos a hacer especial.
—¡Me encanta! —respondió Alejandro, sintiendo que se le llenaban los ojos de lágrimas—. Es el regalo más bonito que me han dado.
—¿Papá, por qué lloras? —preguntó Camila.
—Porque soy muy feliz, porque tengo a las dos hijas más maravillosas del mundo.
—Papá, —preguntó Valeria—, ¿si alguna vez te arrepientes de habernos contado la verdad?
—Nunca. Fue lo mejor que pude haber hecho.
—¿Por qué?
—Porque ahora sé que me quieren de verdad, no solo porque creen que tienen que hacerlo.
Y, después de cenar, estaban viendo una película en la sala. Las niñas estaban acurrucadas, una a cada lado de Alejandro, como cuando eran pequeñas.
—Papá, —susurró Camila—, ¿sí crees que mamá estaría orgullosa de cómo somos ahora?
—Estoy seguro de que sí. Ustedes son exactamente como ella habría querido que fueran.
—¿Y crees que tío Esteban también estaría orgulloso?
—Creo que sí. Creo que estaría contento de saber que ustedes crecieron felices y llenas de amor.
Valeria levantó la cabeza para mirarlo.
—Papá, ¿sabes qué aprendimos de toda esta historia?
—¿Qué aprendieron?
—Que la familia no es solo sangre, es amor, es tiempo juntos, es cuidarse unos a otros.
—Y que los secretos pueden doler, pero la verdad siempre es mejor —agregó Camila.
—¿Y saben qué aprendí yo? —preguntó Alejandro.
—¿Qué?
—Que ser padre no es solo dar genes, es dar amor, paciencia, tiempo y dedicación. Y que ustedes me convirtieron en padre mucho más que yo a ustedes en hijas.
Las niñas se abrazaron más fuerte a él.
—Te amamos, papá —dijeron al mismo tiempo.
—Y yo las amo a ustedes para siempre.
Cuando las niñas se quedaron dormidas en el sofá, Alejandro se quedó ahí mirándolas dormir. Ya no eran las niñas pequeñas que habían llorado por la revelación. Ahora eran dos adolescentes fuertes, seguras, llenas de amor y confianza.
Se dio cuenta de que todo había valido la pena: el dolor, las dudas, las noches sin dormir, las conversaciones difíciles… Todo había sido necesario para llegar a este momento de paz perfecta.
Miró hacia el techo y susurró:
—Gracias, Lucía. Gracias por darme a estas niñas maravillosas. Y gracias, Esteban, por tener el valor de decirme la verdad.
Después, llevó a las niñas a sus camas, les dio un beso en la frente y les susurró:
—Te amo. Como había hecho todas las noches durante 13 años.
Al cerrar la puerta de sus cuartos, Alejandro sonrió. Mañana sería otro día con sus hijas, sus hijas de corazón, sus hijas de elección, sus hijas de amor. Y eso era lo único que importaba.
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