Le lavo la moto, jefe. Por 10 pesos se la dejo brillando como espejo. De veras. Es que mi mamá vive sin luz desde hace un mes y necesito juntar para comprarle unas velas porque le da miedo la oscuridad. La voz del niño rasposa por la sed y el polvo acumulado de las calles de la periferia de Guadalajara. Apenas lograba competir con el estruendo sordo de los narcocorridos, que retumbaban como truenos de guerra desde las bocinas modificadas de la camioneta blindada Chevrolet Suburban, color negro mate estacionada a escasos metros.

Pero esas palabras cargadas de una inocencia rota que no debería existir en un mundo justo, tuvieron el poder sobrenatural de detener en seco a Fausto, mejor conocido en el bajo mundo, y en los expedientes de la fiscalía como el comandante Jaguar, justo en el preciso instante en que su bota táctica estaba por buscar el apoyo para subir a su imponente motocicleta Ducati Negra de alta cilindrada. Eran las 3 de la tarde de un martes cualquiera en Tlaquepaque, y el sol caía a plomo sobre el asfalto hirviente de la gasolinera, creando espejismos de calor que hacían bailar el horizonte y poniendo de mal humor hasta las piedras del camino.

Un calor pegajoso que se mezclaba con el olor a gasolina y gases de escape. Fausto, un hombre que cargaba sobre sus hombros anchos más muertes en su conciencia que pesos en la bolsa y cuya reputación de crueldad hacia los traidores era legendaria en todo Jalisco. Se quitó lentamente los lentes de sol de aviador para mirar hacia abajo, un movimiento calculado que hizo que el tiempo pareciera detenerse para sus hombres. Lo que sus ojos oscuros y analíticos vieron le apretó el estómago con una fuerza que ninguna bala había logrado.

Un chiquillo de no más de 10 años con la piel quemada por horas de trabajo bajo el sol, vistiendo una camiseta de fútbol de las Chivas rallada que le quedaba tres tallas grande y colgaba de sus hombros huesudos como una bandera de derrota, y unos tenis de tela rotos donde se asomaban los dedos sucios. sostenía una cubeta de plástico agrietada con agua gris y jabonosa y un trapo que claramente había sido una playera vieja en otra vida, mirándolo con esa mezcla devastadora de terror absoluto y esperanza ciega que solo tienen los que ya han perdido todo y sienten que la vida no les puede quitar nada más.

Los escoltas de Fausto, tres exmilitares de fuerzas especiales, ahora convertidos en máquinas de matar al servicio del cártel, armados con fusiles de asalto Escar H, que custodiaban el perímetro de la gasolinera, con la tensión de resortes a punto de soltarse, se tensaron de inmediato, llevando las manos a las empuñaduras de sus armas cortas, pensando que el niño podría ser un alcón. un informante de los rivales o una distracción para un ataque sorpresa, porque en este negocio la muerte a veces llega con cara de inocencia.

Pero el Jaguar levantó una mano enguantada en cuero negro, ordenando calma y estática, con un gesto silencioso y autoritario que no admitía discusión. se agachó lentamente, haciendo crujir el cuero de su chaleco táctico hasta quedar a la altura del niño, ignorando deliberadamente que sus botas tácticas de 15,000 pesos importadas de Europa se manchaban con el aceite sucio del piso de concreto y le preguntó con una voz que, aunque intentaba ser suave para no romper al chico, sonaba como grava triturada en una mezcladora de cemento.

cómo se llamaba y quién era el maldito desgraciado que tenía su madre viviendo a oscuras en pleno siglo XXI. El niño temblando visiblemente al ver de cerca la pistola escuadra calibre. 38 súper con las cachas de oro y la imagen de la Santa Muerte incrustada en diamantes que Fausto llevaba al cinto, tragó saliva con dificultad, como si tuviera arena en la garganta, y respondió casi en un susurro que se llamaba Mateo, y que un hombre que decía ser importante, un tal licenciado Valenzuela, les había cobrado 5000 pesos todos los ahorros de la vida de su madre.

para arreglar el medidor de la luz que se había quemado, pero se había quedado con todo el dinero y los había dejado conectados a la nada, riéndose de ellos mientras se subía a su carro con aire acondicionado. En ese preciso momento, Fausto sintió una furia fría y calculadora subirle por la espalda como un alacrán venenoso. Porque si algo odiaba más que a los traidores que vendían a su propia sangre, era a los buitres cobardes que se alimentaban de la pobreza y la necesidad de su propia gente, rompiendo el código sagrado que él intentaba mantener en su plaza.

Al pueblo se le respeta y se le cuida. Si quieres saber qué hará el Jaguar con el tal licenciado Valenzuela y cómo este encuentro fortuito en una gasolinera cambiará el destino de Mateo y de toda la organización para siempre. Suscríbete al canal ahora mismo y activa las notificaciones porque esta historia de justicia callejera brutal apenas está calentando motores. Súbete, pleve. Olvida la cubeta, hoy no vas a lavar nada. Vamos a ver a tu jefa y a arreglar este asunto ahora mismo,”, dijo Fausto con una determinación que heló la sangre de los despachadores de gasolina que

observaban de lejos, guardando sus gafas en el bolsillo del chaleco y señalando el asiento trasero de la moto con un movimiento de cabeza. Mateo abrió los ojos grandes y expresivos como platos, retrocediendo un paso instintivo por el miedo que le inspiraba la máquina negra y el hombre que parecía un gigante de guerra. Pero, jefe, mi cubeta es que si la pierdo, mi mamá se enoja porque es con la que acarreamos agua. balbuceó el niño, aferrándose a su herramienta de trabajo como si fuera un tesoro.

Fausto hizo una señal rápida con dos dedos a uno de sus hombres más confiables, un gigante rubio y lleno de tatuajes, apodado el ruso, quien se acercó con pasos pesados, tomó la cubeta de agua sucia con una mano y la lanzó lejos, con desprecio, hacia un contenedor de basura, sacando luego un fajo grueso de billetes de 500 pesos de su chaleco táctico y metiéndoselo al niño en el bolsillo de la camisa rota. Sin contar una cantidad que Mateo jamás había visto junta en su vida.

Olvida la cubeta, chamaco. Hoy vas a viajar con la gente. Hoy eres parte del equipo. Guíame a tu casa y no tengas miedo, que conmigo nadie te toca. Mateo, sin entender del todo qué estaba pasando, mareado por la situación surrealista, pero intuyendo en su corazón de niño que su suerte acababa de dar un giro de 180 gr, se subió con torpeza a la moto monstruosa, sintiendo el calor del motor entre sus piernas flacas y aferrándose a la cintura del sicario sobre el chaleco antibalas, como si fuera un salvavidas en medio de un océano en tormenta.

El convoy se puso en marcha con una coordinación militar, la moto del Jaguar rugiendo al frente como una bestia negra liberada de su jaula, seguida de cerca por tres camionetas suburban blindadas nivel 5 plus que cortaban el tráfico de la avenida Revolución como cuchillos calientes en mantequilla, obligando a los demás autos a orillarse con el pánico habitual que provoca ver pasar a la maña. Cruzaron la ciudad a toda velocidad. Ignorando semáforos en rojo y señales de alto, dejando atrás las avenidas iluminadas, los centros comerciales de lujo y los fraccionamientos privados para adentrarse en las colonias

olvidadas por Dios y por el gobierno, ahí donde el pavimento se convierte en tierra suelta y baches lunares, y las casas son de bloque gris sin pintar, con varillas expuestas, apuntando al cielo como dedos acusadores, lugares donde la policía municipal no entra, sino es en caravana de 10 unidades y donde la ley la dictan los que tienen el calibre más grande y la voluntad más férrea. Mientras avanzaban, el viento golpeaba la cara de Mateo, secando sus lágrimas y llenándolo de una sensación de poder desconocida y le gritaba las indicaciones al oído a Fausto, guiándolo por un laberinto de callejones estrechos.

llenos de perros flacos y niños jugando en la tierra. Y Fausto iba memorizando cada esquina, cada salida, cada punto ciego, activando su modo de combate interno, porque sabía que entrar a territorio desconocido, aunque fuera pobre, siempre era un riesgo táctico. Pero el código de honor de la vieja escuela le exigía verificar la historia con sus propios ojos antes de desatar el infierno sobre el culpable. Llegaron a una calle empinada en la colonia Santa Fe, una subida mortal llena de basura acumulada en las esquinas y cables de electricidad colgando peligrosamente bajos como telarañas negras, y se

detuvieron frente a una casita humilde, casi una choa con techo de lámina de cartón que parecía a punto de colapsar bajo el sol inclemente y paredes de madera reciclada. No había medidor de luz en la fachada, solo el hueco vacío en la mufa y unos cables cortados colgando tristemente testimonio mudo y doloroso de la estafa que habían sufrido. El silencio en la calle se hizo total y absoluto en cuanto los motores se apagaron. Los vecinos se asomaban temerosos por las ventanas tras las cortinas raídas, reconociendo el perfil inconfundible y aterrador de las camionetas, y sabiendo

que cuando esos hombres llegaban a un lugar así, o llovía dinero y despensas, o llovía plomo y sangre, y nadie quería estar afuera para averiguar cuál de las dos sería. Fausto bajó de la moto con un movimiento fluido y ayudó a Mateo a descender, notando lo ligero que era el niño, señal inequívoca de la malnutrición. Caminó hacia la puerta que era apenas una tabla de madera contrachapada, sostenida por bisagras oxidadas, y tocó con respeto, con los nudillos, no con la bota como haría en un reventón.

“Doña, buenas tardes. Vengo con Mateo. Abra, por favor, somos amigos.” dijo con voz firme, pero tranquila. La puerta se abrió lentamente con un chirrido agónico, revelando a una mujer joven, tal vez de 30 años, pero envejecida prematuramente por el cansancio y la carencia, con ojeras profundas marcadas en su rostro y un delantal desgastado sobre un vestido sencillo al ver a su hijo junto a un hombre armado hasta los dientes, con el rostro cubierto parcialmente por una balaclava táctica que solo dejaba ver sus ojos intensos.

La mujer, doña Clara, soltó un grito ahogado de terror puro y jaló a Mateo hacia adentro con violencia, protegiéndolo con su propio cuerpo como una leona acorralada. No le haga nada, por favor. Es solo un niño. Si debe algo, yo lo pago. Trabajo doble turno si hace falta, pero no se lo lleven. Se lo suplico por la Virgen! gritó ella con lágrimas brotando instantáneamente de sus ojos cansados, pensando que su hijo se había metido en problemas de drogas o robos.

Fausto se quitó la gorra y se bajó la balaclava, mostrando su rostro marcado por una cicatriz antigua en la mejilla, pero con una expresión seria y respetuosa, un gesto de caballerosidad antigua que desentonaba brutalmente con su chaleco antibalas cargado de cargadores, y levantó las manos mostrando las palmas vacías en señal de paz. Tranquila, señora, respire. Nadie se va a llevar al muchacho, ni venimos a cobrar nada. Él me contó lo de la luz y lo del dinero que les robaron.

Solo quiero saber si es verdad, porque si es verdad, alguien va a pagar muy caro por haberla hecho llorar. Clara, temblando de pies a cabeza, miró a Mateo, quien asintió frenéticamente con una sonrisa nerviosa, pero segura. Sí, mamá. Él es el jefe. Él nos va a ayudar. me trajo en su moto y el ruso me dio dinero. Mira, la mujer, aún desconfiada, pero viendo la sinceridad en los ojos de Fausto, entró corriendo a la casa y regresó segundos después con un papel arrugado y manchado de grasa en la mano.

Era un recibo hecho a mano, burdo, en una hoja de cuaderno arrancada, firmado con garabatos ilegibles por un tal LBIN Humberto Valenzuela, gestor CFE y asociados, por la cantidad de 55,500 pesos con un sello de goma borroso de una papelería cualquiera. Fausto tomó el papel con delicadeza, como si fuera una prueba forense. Lo examinó con ojo clínico acostumbrado a leer mentiras. y soltó una risa seca, fría y sin humor, que hizo que sus hombres prepararan las armas instintivamente, sabiendo que esa risa específica era el preludio de una violencia desmedida.

“Humberto Valenzuela”, murmuró Fausto saboreando el nombre como si fuera un veneno amargo en su lengua. “Conozco a este parásito, a esta cucaracha. Se hace pasar por gestor oficial, pero es un extorsionador de poca monta que trabaja bajo el amparo de los chapulines. Esos mugrosos que andan calentando la plaza, robando a la gente pobre y cobrando piso a los taqueros. La ira de Fausto era palpable. Irradiaba de él como calor de un horno. En su código ético retorcido pero firme, el crimen organizado tenía reglas sagradas.

Se traficaba toneladas hacia el norte, se peleaba a muerte con el gobierno y los rivales. Se eliminaba sin piedad a los sapos, pero nunca, bajo ninguna circunstancia, se robaba a una madre soltera que apenas tenía para comer. Eso era de cobardes, de gente sin honor, y los cobardes no merecían respirar el mismo aire que él en su ciudad. Señora Clara”, dijo Fausto, devolviéndole el papel y mirándola a los ojos con una intensidad que la hizo estremecer. Le prometo por mi madre santa que está en el cielo y por la sangre de mis hijos, que hoy

mismo, antes de que caiga el sol, usted va a tener luz en su casa y ese dinero que le robaron va a regresar a su bolsa con intereses, muchos intereses. Mateo, cuida a tu jefa. Ahorita venimos. Vamos a hacer una visita de cortesía. Si te hierve la sangre con este tipo de injusticias y quieres ver cómo los sicarios le cobran la factura a este estafador de la manera más brutal posible, deja tu like ahora mismo para apoyar la misión del Jaguar y comparte el video para que todos vean que en México el que la hace la paga.

El convoy salió de la colonia quemando llanta con una agresividad renovada, levantando una nube de polvo densa que cubrió la calle como una promesa de tormenta inminente. Fausto tomó el radio encriptado de su chaleco y llamó a su puntero principal, un genio de la informática y las comunicaciones apodado el cerebro que operaba desde un sótano refrigerado lleno de servidores y monitores en el centro de la ciudad. Cerebro, deja lo que estás haciendo y ubícame al tal Humberto Valenzuela, alias el Beto.

Se mueve en un jeta blanco del año, se dedica a estafar gente humilde con trámites de luz falsos y dice que es de la empresa. Lo quiero para ayer, cabrón. La respuesta fue casi inmediata, cuestión de segundos. La red de inteligencia del cártel era más eficiente, rápida y letal que cualquier agencia de gobierno o policía cibernética. Jefe, ya lo tengo en la mira. El celular del Beto está pingueando en tiempo real en el restaurante de mariscos Los Arcos, en la zona dorada de Andares.

Según mis orejas está gastándose la lana en whisky, etiqueta azul y banda en vivo celebrando algún negocio. Está acompañado de dos escoltas de medio pelo de la gente de los chapulines armados con cortas. Fausto sonríó mostrando los dientes blancos y perfectos en una mueca que parecía la de un tiburón que acaba de oler sangre fresca en el agua. Perfecto, cerebro. Dile a los muchachos que preparen los fierros largos, pero escuchen bien todos. No lo quiero frío todavía.

Lo quiero vivo, respirando y cantando. Vamos a darle un susto que se le van a caer hasta los empastes de las muelas. y se va a arrepentir del día en que nació. El convoy cambió de rumbo bruscamente, haciendo rechinar los neumáticos, dirigiéndose hacia la zona más exclusiva y rica de la ciudad, cruzando el contraste brutal que es México, de la miseria absoluta de la casa de Mateo, sin luz ni agua, a la opulencia desmedida de los restaurantes de lujo, donde una botella cuesta lo que Clara gana en un año, en todo en cuestión de 15

minutos de trayecto, mientras conduc Fausto pensaba en la mirada de Mateo, en esa mezcla de inocencia y dureza forzada por la vida que le recordaba dolorosamente a sí mismo cuando era niño, antes de tomar las armas, antes de ser el jaguar. Él también había tenido una madre que sufría y lloraba en silencio por las deudas. Él también había lavado coches y vidrios en los semáforos por unas monedas humillantes y sabía perfectamente lo que se sentía ser invisible y despreciado por el mundo.

Pero hoy las cosas eran diferentes. Hoy Mateo no era invisible. Hoy Mateo tenía al ejército personal del Jaguar de su lado y el mundo iba a temblar. Llegaron al restaurante los arcos. Un lugar ostentoso con ballet parking, fuentes de cantera y música de banda en vivo que se escuchaba hasta la calle, un monumento al mal gusto y al dinero rápido. Fausto no esperó al ballet, ni buscó estacionamiento. metió la moto Ducati hasta la entrada principal, subiéndola a la banqueta de mármol importado y sus tres camionetas Suburban bloquearon la calle completa, cerrando el paso y creando un perímetro de seguridad instantáneo.

Los guardias de seguridad privada del restaurante, tipos grandes, con trajes mal ajustados, intentaron acercarse para reclamar, pero al ver bajar de las camionetas a 12 hombres con equipo táctico completo, pasamontañas negros con calaveras y fusiles de asalto listos para el combate, retrocedieron pálidos levantando las manos, entendiendo rápidamente que su sueldo mínimo no valía una bala en la cabeza. cabeza ni jugar al héroe contra un comando de la muerte. Buenas tardes, caballeros. Sigan comiendo y bebiendo. La cuenta de todos corre por la casa.

Nadie se mueva y nadie saque celulares o se los tragan. Gritó Fausto al entrar al salón principal, su voz resonando con autoridad sobre la música que se detuvo de golpe, dejando un silencio sepulcral. Los comensales, gente de dinero, políticos y empresarios, se congelaron en sus sillas con los tenedores a medio camino de la boca, el pánico flotando en el aire acondicionado como una niebla densa y tóxica. Bosto caminó lentamente, casi teatralmente entre las mesas, sus espuelas de plata resonando en el piso de los conineo que anunciaba peligro, buscando a su presa con la mirada.

Y allí estaba en la mejor mesa del rincón más privado, rodeado de cubetas de cerveza, botellas de bucan 18 y platos de camarones gigantes, Humberto Valenzuela, el Beto, un tipo gordo, sudoroso, con camisa de seda versache desabotonada hasta el ombligo y cadenas de oro gruesas que seguramente había comprado con el dinero robado a gente como Clara. estaba riendo a carcajadas con la boca llena de comida, acompañado por dos tipos con cara de pocos amigos que parecían más guaras de discoteca que sicarios de verdad.

Cuando el Beto levantó la vista y vio a Fausto, el comandante Jaguar, parado frente a su mesa como la mismísima muerte, la risa se le murió en la garganta, ahogándose en un gemido, y se puso pálido como un papel del color de la cera. Reconoció al instante quién era en ese mundo subterráneo todos conocían a el Jaguar, y las historias de lo que hacía con sus enemigos. Comandante, qué honor, qué milagro verlo por aquí. ¿Gusta una cheve, un trago?

tartamudeó el veto intentando mantener la compostura mientras sus manos temblaban tanto que derramó su bebida sobre el mantel blanco. Fausto no respondió, simplemente agarró una silla vacía, la giró y se sentó a horcajadas frente a él a centímetros de su cara, mirándolo fijamente a los ojos con una intensidad que podría derretir el acero. “Fíjate, Beto, que ando buscando un gestor de confianza. Me dicen que eres muy bueno, el mejor para arreglar la luz de las casas”, dijo Fausto con un tono de falsa amabilidad que era infinitamente más aterrador que cualquier grito o amenaza directa.

“Pero también me dicen que tus tarifas son especiales, 5,000 pesos por un trámite que es gratis en la comisión. ¿A poco está muy cara la inflación o es que necesitas pagar la seda de tu camisa? Los escoltas del veto, en un intento estúpido de lealtad o suicidio, intentaron llevar las manos a sus cinturas para sacar sus armas, pero antes de que sus dedos pudieran siquiera tocar el metal, el ruso y otro sicario ya estaban detrás de ellos, con los cañones fríos de sus rifles presionados firmemente contra sus nucas.

ni respiren muñecas, ni parpadeen o se mueren aquí mismo y manchan el piso”, le susurró el ruso al oído. La situación estaba totalmente controlada. Jaquemate en tres movimientos. Si quieres ver como el jaguar hace que este estafador devuelva hasta el último centavo y pida perdón, no te muevas ni un milímetro y suscríbete porque la lección va a ser legendaria y dolorosa. Jefe, le juro por mi vida que es un malentendido. Yo solo cobro mis honorarios por el tiempo, la gestión, empezó a decir el Beto sudando a chorros, con los ojos desorbitados buscando una salida que no existía.

Fausto sacó el recibo arrugado y manchado de grasa de su bolsillo con una calma exasperante y lo puso suavemente, casi con cariño, sobre el plato de camarones a medio comer. Este es tu recibo, ¿verdad, doña Clara? Calle Los Olivos, número 45. Le cobraste 5 bolas y la dejaste sin luz, a oscuras. Su hijo de 10 años está lavando motos y vidrios bajo el sol para comprar velas. ¿Te parece eso de hombres, Beto? ¿Te sientes muy chingón, muy valiente, robándole a las señoras solas y a los niños?

La voz de Fausto fue subiendo de volumen progresivamente hasta convertirse en un rugido que hizo temblar los cristales del restaurante. De un movimiento rápido y violento, imposible de seguir con la vista, agarró a el Beto por el cuello de la camisa de seda y lo levantó de la silla como si fuera un muñeco de trapo sin peso, estrellándolo boca abajo contra la mesa y tirando toda la comida, las salsas y las bebidas al suelo en un estruendo de cristal roto.

Ahora vas a ir con nosotros, gordito, y vas a llevar tu caja fuerte, toda tu lana, y le vas a pedir perdón de rodillas a esa señora en su casa y luego tú mismo con tus manitas de puerco te vas a subir al poste a conectarle la luz con los dientes si hace falta”, gritó Fausto, su rostro a centímetros del debeto. Arrastraron al estafador fuera del restaurante ante la mirada atónita y aterrorizada de la clientela. Mientras el veto lloraba y suplicaba piedad, orinándose en sus pantalones de marca, lo subieron a la caja de una de

las camionetas Suburban a empujones y culatazos, y el convoy arrancó de nuevo, esta vez con un prisionero que valía más que oro, el ejemplo vivo y sangrante de lo que les pasaba a los que rompían el código y se metían con los inocentes. Pero la victoria nunca es fácil en este negocio. Mientras regresaban a toda velocidad hacia la colonia para cumplir la promesa, el radio de Fausto sonó con una alerta urgente, un tono de tres bips que significaba peligro inminente, proveniente del cerebro.

Jefe, código rojo absoluto. Los chapulines se enteraron de que levantamos a su contador. El veto no es solo un estafador cualquiera. Es el que les lava el dinero de toda la zona norte y trae las nóminas. Vienen tres convoyes pesados, camionetas monstruo y gente de Michoacán a interceptarlos en el puente del periférico sur. Quieren recuperar al gordo o matarlos a todos para que no hable. Están a 5 minutos de su posición. Fausto miró por el retrovisor y vio las luces a lo lejos, una hilera de faros que se acercaba como una serpiente luminosa.

La misión de justicia social acababa de convertirse en una guerra abierta de cárteles. Tenían al estafador, tenían el dinero, pero ahora tenían que cruzar una ciudad que estaba a punto de convertirse en un campo de batalla infernal. ¿Creen que nos pueden asustar con sus juguetes?”, dijo Fausto por la radio a sus hombres con una calma espeluznante, cargando su rifle y ajustando la mira. “Hoy Mateo va a tener luz en su casa, aunque tengamos que iluminar la ciudad entera a balazos y quemar el periférico.

Aceleren y formen la cuña de combate. Nadie se queda atrás. ¿Podrá el Jaguar y su gente superar la emboscada mortal? proteger al niño y a su madre y cumplir su promesa. ¿O será este el último viaje del legendario comandante? Deja tu comentario con tu teoría más loca y suscríbete al canal porque el próximo capítulo será una explosión de adrenalina, fuego y venganza que no te dejará parpadear ni un segundo. Contacto visual a las 6. Son tres monstruos con blindaje artesanal y gente en las bateas.

El grito del ruso por la radio rompió la tensión estática dentro de la cabina de la Suburban Leader como un cristalazo, confirmando que la pesadilla que el cerebro había pronosticado se estaba materializando en el espejo retrovisor. Austo, el comandante Jaguar, miró hacia atrás y vio las siluetas inconfundibles de las camionetas enemigas, vehículos Ford Superduty modificados con placas de acero soldadas que las hacían parecer tanques postapocalípticos, acercándose a una velocidad suicida por los carriles centrales del periférico sur.

Los chapulines no venían a negociar, venían a borrar del mapa a quien se hubiera atrevido a tocar a su lavador de dinero, el veto, que ahora lloraba en posición fetal en el piso de la segunda camioneta, sabiendo que su valor como activo financiero era lo único que mantenía a ambos bandos interesados en su miserable existencia. “Formación Delta. No dejen que nos encajonen contra el muro de contención”, ordenó Fausto con voz de hielo mientras sacaba medio cuerpo por la ventana blindada, ajustando la culata de su rifle contra el hombro y sintiendo el viento violento golpearle la cara.

El tráfico de la tarde era denso, familias regresando del trabajo, camiones de carga, vidas inocentes ajenas a la guerra que estaba a punto de estallar a su alrededor. Fausto sabía que un enfrentamiento aquí sería una carnicería civil, pero no tenía opción de desviarse. La única salida era atravesar el fuego. “¡Abran paso!”, gritó y su conductor, un expiloto de carreras callejeras apodado el Tlacuache, dio un volantazo agresivo golpeando lateralmente a un sedán gris para abrirse camino. Una maniobra brutal, pero necesaria para mantener el impulso.

El primer disparo sonó como un latigazo seco impactando contra el vidrio trasero de la camioneta de Fausto, dejando una estrella blanca en el blindaje nivel cinco, que resistió el impacto, pero sirvió como declaración de guerra. Inmediatamente después, el infierno se desató. Los sicarios de los chapulines abrieron fuego con ametralladoras montadas en los techos de sus monstruos. una lluvia de plomo calibre 50 que empezó a despedazar la carrocería de las suburbans y a levantar giseres de concreto en el asfalto.

“Respondan el fuego, tírenle a las llantas y a los radiadores”, rugió Fausto, apretando el gatillo de sus SCAR H en ráfagas controladas. El sonido dentro del túnel vehicular en el que acababan de entrar era ensordecedor. Una cacofonía de motores revolucionados al máximo, detonaciones y metal retorciéndose. Mateo, el niño que había iniciado todo esto con una simple petición de lavar una moto, estaba agachado en el suelo de la camioneta de Fausto, con las manos sobre los oídos y los ojos cerrados, rezando en silencio a todos los santos que su madre le había enseñado.

Fausto lo miró por un segundo, un instante de humanidad en medio del caos y le gritó, “¡No te levantes, chamaco, aguanta que ya casi salimos. ” El ruso, desde la camioneta de retaguardia reportó con voz agitada, “Jefe, me están comiendo las piernas. Traen un barret. Necesito apoyo o me van a voltear.” Una de las balas de alto calibre había impactado el eje trasero de la suburban del ruso, haciéndola colear peligrosamente. Fausto sabía que perder una unidad significaba perder hombres leales y posiblemente la carga tenía que hacer algo drástico.

“Tacuache, frena, frena ahora”, ordenó Fausto. El conductor lo miró con incredulidad por un milisegundo, pero obedeció el instinto y la orden pisando el freno a fondo. La suburban de Fausto derrapó girando 180 gr en medio de la autopista hasta quedar de frente a los perseguidores que venían a toda velocidad. Fue una maniobra de locura, un suicidio táctico para cualquier manual militar, pero Fausto no jugaba con manuales. Ahora gritó y él y dos de sus hombres abrieron fuego concentrado directamente contra el parabrisas del monstruo líder de los chapulines, apuntando a las visores blindados del conductor enemigo.

Las balas de punta de tunsteno perforaron el cristal reforzado y el conductor rival, cegado o muerto, giró el volante bruscamente. El monstruo, una bestia de 4 toneladas de acero, perdió el control a 120 km porh, volcándose espectacularmente y rodando sobre el asfalto como un dado gigante de la muerte, llevándose consigo a dos autos civiles y creando una barrera de fuego y metal que bloqueó el paso a las otras dos camionetas enemigas. “Vámonos, Tlacuache, dale, dale!”, gritó Fausto mientras su conductor volvía a girar el vehículo y aceleraba a fondo, dejando atrás una escena de destrucción bíblica.

Habían ganado unos minutos, tal vez los suficientes, para llegar a la colonia y atrincherarse, pero Fausto sabía que esto solo había sido el primer round. Los chapulines reagruparían y vendrían con más fuerza y ahora estaban heridos y furiosos. Mientras el convoy se alejaba del caos del periférico, adentrándose en las calles laberínticas que llevaban a la casa de Mateo, Fausto sacó su teléfono satelital y marcó un número que solo usaba en emergencias extremas. Era el número de el ingeniero, un contacto dentro de la Comisión Federal de Electricidad que le debía la vida y varios favores grandes.

Inge, necesito un favor de los tuyos y lo necesito ahorita. Quiero que cortes la luz. No, no en mi casa. Quiero un apagón general en el sector norte, colonias Santa Fe, las huertas y alrededores. Sí, todo el sector. Dame oscuridad. total en 10 minutos. Hazlo y tu deuda queda saldada. colgó sin esperar respuesta, sabiendo que el miedo era un motivador excelente. Si iban a pelear en territorio urbano, Fausto quería que fuera bajo sus términos, en la oscuridad, donde él y sus hombres, equipados con visores nocturnos de última generación, eran los reyes.

Mateo, levantando la cabeza tímidamente del suelo de la camioneta, miró a Fausto con admiración y miedo. Vamos a mi casa, señor. Mi mamá debe estar muy asustada. Fausto asintió limpiándose el sudor y la pólvora de la frente. Sí, mi hijo. Vamos a tu casa y le vamos a llevar la luz a tu jefa, aunque tenga que robarme el sol para dárselo. Pero primero tenemos que asegurarnos de que nadie nos siga. El convoy empezó a hacer maniobras de limpieza, dando vueltas en U, entrando y saliendo de callejones, verificando que no hubiera cola.

El Beto en la otra camioneta seguía llorando y ofreciendo dinero a los sicarios para que lo dejaran ir. Pero nadie le hacía caso. Su destino estaba sellado, iba a ser el ejemplo. Llegaron a la colonia Santa Fe, justo cuando el sol empezaba a esconderse, pintando el cielo de tonos morados y rojo sangre, un presagio adecuado para la noche que se avecinaba. La calle de la casa de Mateo estaba desierta. El silencio era pesado, antinatural. Los vecinos, alertados por el zumbido de la balacera lejana y los rumores que corrían por WhatsApp como pólvora, se habían encerrado a piedra y lodo.

Fausto ordenó desplegar el perímetro defensivo. Quiero tiradores en los techos, ruso. Pon la ametralladora ligera en la esquina de la tortillería. Tlacuache. Esconde las camionetas en el loteo y prepárate para extracción. rápida. Sus hombres se movieron con una eficiencia letal, tomando posiciones, convirtiendo la cuadra humilde en una fortaleza inexpugnable. Fausto bajó a Mateo y lo llevó de la mano hasta la puerta de su casa. Doña Clara abrió antes de que tocaran, pálida y con los ojos rojos de llorar, y al ver a su hijo vivo, se lanzó a abrazarlos sollozando.

Pensé que no volvían. Escuché los balazos. Dicen que hubo muertos en el periférico. Fausto la miró con seriedad. Señora, escúcheme bien. Van a venir hombres malos, muy malos, pero nosotros somos peores. Necesito que usted y Mateo se metan al baño, cúbranse con colchones si tienen y no salgan por nada del mundo hasta que yo les diga. Entendido. Clara asintió aterrorizada, pero confiando en la única autoridad que parecía importarle su vida en ese momento. Fausto se dio la vuelta y caminó hacia la camioneta donde tenían a El Beto.

“Bájenlo”, ordenó. Dos sicarios arrastraron al gordo estafador y lo tiraron al suelo de tierra frente a la casa donde Mateo solía jugar. El Beto estaba hecho un desastre, sucio, lloro, temblando. Fausto le puso la bota en el pecho. Vas a trabajar, Beto. Mira hacia arriba. Fausto señaló el poste de luz frente a la casa, donde los cables cortados se mecían con el viento. Tienes 5 minutos para conectar esa luz. Y si intentas correr, mis amigos en los techos te van a usar de práctica de tiro al blanco.

El veto, solozando y balbuceando que no tenía herramientas, fue levantado a empujones y obligado a trepar al poste, usando una escalera vieja que encontraron en el patio. Mientras el estafador luchaba con los cables allá arriba, bajo la mira de tres rifles de asalto, el radio de Fausto sonó de nuevo. Jee, aquí el cerebro, el apagón está listo en 3, 2, 1. Y de repente toda la colonia, todo el sector norte de la ciudad se sumió en la oscuridad absoluta.

Las luces de la calle, las ventanas de las casas, los letreros de las tiendas, todo se apagó al unísono, dejando solo la luz de la luna y las estrellas. Fue un golpe maestro. Ahora, cualquier vehículo que se acercara tendría que usar luces delatando su posición, mientras que los hombres de Fausto, con sus visores térmicos y nocturnos, veían todo en verde y blanco, como depredadores en la selva. “Atentos todos, ya vienen”, advirtió Fausto, ajustándose sus propias gafas de visión nocturna.

A lo lejos se escuchaba el rugido de motores diésel acercándose. Muchos motores. Los chapulines habían llamado refuerzos. No eran tres camionetas. Esta vez el sonido sugería un convoy de al menos 10 vehículos pesados. Venían con todo. Querían recuperar su honor y su dinero, y no les importaba arrasar con la colonia entera para lograrlo. Beto, más te vale que esa luz prenda cuando yo dé la orden. ¿O te vas a quedar ahí colgado como piñata? Le gritó Fausto al hombre en el poste, quien trabajaba frenéticamente con unas pinzas prestadas y cinta de aislar, rezando más fuerte que nunca en su vida.

Los primeros disparos de los atacantes fueron a ciegas, ráfagas de ametralladora trazadora que cruzaban la oscuridad buscando objetivos, iluminando la calle por breves instantes. Los sicarios de Fausto no respondieron de inmediato. Esperaron. Dejaron que los vehículos enemigos se adentraran en la zona de muerte que habían preparado en la calle estrecha. Cuando la primera camioneta de los chapulines, un monstruo blindado con luces LED potentes que cortaban la oscuridad, llegó a la altura de la casa de Mateo. Fausto dio la orden.

Fuego. El ruso, desde la esquina abrió fuego con la ametralladora ligera M249, barriendo la calle con una lluvia de plomo. Al mismo tiempo, los tiradores en los techos dispararon con precisión quirúrgica a los conductores y a los artilleros expuestos de las camionetas enemigas. El caos fue total. Los chapulines, cegados por la oscuridad y sorprendidos por la emboscada, disparaban a todas partes golpeando fachadas, postes y coches estacionados. Una granada lanzada por uno de los hombres de Fausto explotó debajo de una camioneta rival, haciéndola saltar por los aires y volcarse, bloqueando el avance del resto del convoy enemigo.

Fausto se movía entre las sombras como un espectro, disparando, dando órdenes, reubicando a sus hombres. “Planco izquierdo, cuiden el callejón”, gritó al ver movimiento térmico en una entrada lateral. Dos sicarios de los chapulines intentaban flanquearlos a pie. Fausto corrió hacia ellos, sacó su pistola de cinto y con dos disparos certeros al pecho y uno a la cabeza, neutralizó la amenaza antes de que pudieran acercarse a la casa donde se escondían Mateo y Clara. La batalla era feroz.

El olor a pólvora quemada y sangre llenaba el aire nocturno. En medio del tiroteo, el veto allá arriba en el poste, gritó histérico. Ya está, ya está conectado. Bájenme, por favor. Fausto miró hacia arriba. Tenía que verificarlo. Si el ingeniero restablecía la energía en ese sector específico, la luz de la casa de Mateo debería encenderse y eso sería la señal de victoria. y también una distracción final. Cerebro, dame luz en la cuadra, solo en esta cuadra ahora.

Ordenó Fausto por el radio. Segundos después, como por arte de magia, la bombilla solitaria en el frente de la casa de Mateo parpadeó y se encendió con un brillo amarillo intenso, iluminando la calle llena de humo y casquillos. El efecto fue psicológico y táctico. Los enemigos, acostumbrados a la oscuridad se vieron repentinamente expuestos bajo el cono de luz, mientras que los hombres de Fausto, protegidos por las sombras de los edificios aledaños, tenían blancos perfectos. “¡Mírenlos, “¡Ahí están!”, gritó el ruso, aprovechando la iluminación para descargar su arma contra los sicarios desorientados.

La resistencia de los chapulines se quebró. Viendo que estaban en una posición tácticamente inferior, con vehículos inutilizados y bajas aumentando, el comandante enemigo ordenó la retirada. Vámonos, vámonos, es una trampa. Se escuchó por los radios interceptados. Las camionetas sobrevivientes dieron reversa a toda velocidad, chocando entre ellas, huyendo de la colonia como ratas asustadas, dejando atrás a sus muertos y heridos. Fausto no ordenó perseguirlos. Ya habían ganado la batalla defensiva y, más importante, habían cumplido la misión principal.

El silencio volvió poco a poco a la calle, solo roto por los gemidos de los heridos y el crepitar de un vehículo incendiado. Fausto caminó hacia el centro de la calle bajo la luz recién restaurada del foco de la entrada. “Baja de ahí, inútil”, le dijo a el Beto, quien bajó de la escalera temblando y se tiró al suelo besando la tierra. “Gracias, gracias, no me maten.” Yoriqueaba. Fausto lo ignoró y caminó hacia la puerta de la casa.

Doña Clara, Mateo, ya pueden salir. Ya pasó. La puerta se abrió y salieron madre e hijo parpadeando ante la luz y el escenario de guerra. Clara miró el foco encendido. Luego miró a Fausto y se echó a llorar, pero esta vez de alivio. Tiene luz. Tenemos luz, susurró como si fuera un milagro. Mateo corrió y abrazó la pierna de Fausto. Ustedes como Batman, jefe, los espantó a todos. Fausto, el asesino, el narcotraficante, sintió un nudo en la garganta.

Le revolvió el pelo al niño. Te dije que te la iba a arreglar pleve, pero el trabajo no estaba terminado. Fausto hizo una seña a el ruso, quien trajo arrastrando una caja fuerte pequeña que habían sacado de la camioneta del Beto cuando lo levantaron. Ábrela. le ordenó a el Beto. El estafador, con manos temblorosas puso la combinación. La puerta se abrió revelando fajos de billetes, joyas y documentos. “Todo esto es lo que le has robado a la gente de esta zona”, dijo Fausto con asco.

Tomó un fajo grueso, mucho más de los 5,000 pesos originales, y se lo entregó a Clara. Esto es lo suyo, señora, y un poco más por las molestias y el susto. Úselo bien. Clara no quería aceptarlo, pero Fausto se lo puso en las manos. Es justicia, doña, no es limosna. Luego Fausto miró al resto del dinero en la caja. Eran cientos de miles de pesos. Miró a los vecinos que empezaban a asomarse tímidamente, viendo que la balacera había terminado.

“Oigan todos!”, gritó Fausto para que se escuchara en toda la cuadra. Este dinero es de ustedes. Este rata se los robó con sus tranzas de la luz. Vengan por lo que les debe. La gente incrédula al principio empezó a salir de sus casas. Fausto y sus hombres empezaron a repartir el dinero de la caja fuerte, billete tras billete, a las familias humildes que se acercaban, devolviéndolo robado y un poco más. Era una escena surrealista. Sicarios armados hasta los dientes, manchados de sangre y polvo, actuando como Robin Hoods, modernos en una colonia marginada.

El veto miraba con horror como su fortuna desaparecía, pero no se atrevía a decir ni pío. Y tú, le dijo Fausto a el Beto al final cuando la caja quedó vacía. Tú tienes una deuda pendiente con la sociedad. Te vas a quedar aquí en esta colonia. vas a trabajar para ellos, vas a barrer las calles, vas a pintar las fachadas, vas a arreglar cada desperfecto que haya gratis hasta que yo diga que has pagado tu culpa. Y si intentas escapar, bueno, ya sabes que mis ojos están en todas partes.

Dejó a El Beto ahí, rodeado por los vecinos, que ahora lo miraban no con miedo, sino con la autoridad que Fausto les había transferido. El estafador estaba atrapado en su propia pesadilla. Tener que trabajar honestamente. Fausto subió a su moto. La adrenalina empezaba a bajar y el cansancio de la batalla se hacía sentir. Mateo se acercó una última vez. Jefe, ¿cuándo vuelve?, preguntó. Fausto sonrió tristemente. Mejor que no vuelva, mi hijo. Si vuelvo es porque hay problemas.

Pero tú cuida a tu jefa, estudia y no te metas en pendejadas. No quieras ser como yo. Yo soy el que limpia la basura, pero tú tú puedes ser algo mejor. arrancó la moto, el motor rugiendo como despedida. El convoy se alejó lentamente, desapareciendo en la noche, dejando atrás una calle iluminada, una madre tranquila y un niño que nunca olvidaría la noche en que el [ __ ] bajó del cerro para hacer el trabajo de Dios. Pero la historia no terminaba ahí.

Mientras salían de la zona, el teléfono de Fausto sonó. era el cerebro de nuevo, pero su voz sonaba diferente, preocupada. “Jefe, tenemos un problema más grande. En la balacera le dimos a alguien que no debíamos. En una de las camionetas de los chapulines iba el hijo del gobernador. Lo tenían secuestrado ellos mismos para una extorsión interna y parece que parece que quedó en el fuego cruzado. Fausto frenó la moto en seco, sintiendo como la sangre se le helaba.

Si eso era verdad, si el hijo del gobernador había muerto en el enfrentamiento, no solo los chapulines vendrían por él. Vendría el Ejército, la Marina, la Guardia Nacional. Todo el peso del Estado mexicano caería sobre su cabeza. La victoria de la luz se acababa de convertir en la antesala de la oscuridad más profunda. ¿Está confirmado?, preguntó Fausto con la voz seca. No, no está confirmado. Dicen que se lo llevaron herido, pero grave. Lo tienen en el hospital general bajo custodia de los chapulines que sobrevivieron y se disfrazaron de civiles.

Si muere, nos cargan el muerto a nosotros. Si vive y habla, puede decir quién lo tenía realmente. Fausto miró a sus hombres. Estaban cansados, heridos, sin municiones, pero no había opción. Señores, dijo por la radio, no nos vamos a dormir todavía. Vamos al hospital general. Tenemos que sacar a ese muchacho antes de que los chapulines lo terminen de matar para culparnos. Es él o nosotros. El viaje hacia el hospital fue una carrera silenciosa y tensa. Ya no había música ni bromas por el radio.

Sabían que estaban entrando en la boca del lobo. El hospital general era territorio neutral en teoría, pero en la práctica estaba lleno de informantes, policías y sicarios heridos. Entrar ahí armados era una sentencia de muerte o de cárcel. Ruso, tú y el tlacuache se quedan afuera. Aseguren la salida. Yo entro con el fantasma y el grillo. Vestidos de civiles, armas cortas, nada más. Perfil bajo. Llegaron al hospital y estacionaron las camionetas destrozadas en una calle lateral oscura.

Fausto se quitó el chaleco táctico, se puso una chamarra deportiva para cubrir la pistola y caminó hacia la entrada de urgencias, cojeando un poco para disimular y parecer un paciente más. El olor a antiséptico y miedo llenaba la sala de espera. Familias llorando, policías dormidos en sillas de plástico. El caos habitual de un hospital público en viernes por la noche. Fausto se acercó a la recepción. Busco a un familiar accidente de auto en el periférico, joven, 20 años.

La enfermera, cansada y sin mirarlo, tecleó en la computadora. Apellido Fausto improvisó. No sé. Venía sin identificación, tal vez traía una camisa azul. La enfermera suspiró. Llegó un desconocido hace media hora, herida de bala. Está en quirófano 2, segundo piso, pero está custodiado. No puede pasar. Custodiado. Eso confirmaba la teoría. Si fuera custodia legal, habría policías uniformados. Si era custodia discreta, eran los chapulines esperando el momento para silenciarlo. Fausto asintió y se alejó, dirigiéndose a las escaleras de servicio en lugar de los elevadores.

Subieron con sigilo, revisando cada esquina. Al llegar al segundo piso, vieron a dos hombres parados frente a las puertas dobles del quirófano. No llevaban uniforme, pero la forma en que se paraban con las manos cruzadas al frente y mirando a todos lados gritaba, “Sicarios!” Eran los remanentes del convoy, asegurándose de que el paquete no sobreviviera para contar la verdad. Fausto hizo una señal a sus hombres. El plan era simple y brutal. Eliminación silenciosa. El fantasma, un experto en cuchillos, se acercó a uno de los guardias pidiendo fuego para un cigarro.

Cuando el guardia se distrajo, el fantasma actuó. Un movimiento rápido, una mano en la boca y una hoja en la carótida. El guardia cayó sin hacer ruido. El segundo guardia intentó reaccionar, pero Fausto ya estaba sobre él golpeándolo en la tráqua y luego en la 100 con la cacha de su pistola. Lo arrastraron al cuarto de limpieza. El camino estaba despejado. Fausto empujó las puertas del quirófano. Adentro, médicos y enfermeras trabajaban frenéticamente sobre un cuerpo cubierto de sábanas verdes manchadas de rojo.

Al ver entrar a hombres armados, el equipo médico se congeló. “Sigan trabajando”, ordenó Fausto con voz tranquila pero amenazante. “Sálvenle la vida. Si él muere, ustedes mueren. Se acercó a la mesa de operaciones y miró el rostro del paciente. Era joven, muy joven, pálido como la muerte, pero respiraba. Era el hijo del gobernador y tenía un balazo en el abdomen. Está perdiendo mucha sangre. Necesitamos transfusión y no tenemos su tipo aquí”, gritó el cirujano temblando. “¿De qué tipo es?”, preguntó Fausto.

O negativo, es donador universal, pero difícil de conseguir. Fausto se remangó la chamarra. Yo soy o negativo. Conéctenme. Denen lo que necesiten. Pero este muchacho no se muere hoy. Era una locura. El líder de un cártel donando sangre para salvar al Hijo del Hombre que había jurado destruirlo, pero era la única jugada que le quedaba para evitar una guerra total. Mientras la sangre de Fausto fluía por el tubo hacia el brazo del joven político, el sonido de sirenas empezó a rodear el hospital.

Cientos de sirenas, la policía estatal, la Guardia Nacional, el ejército los habían encontrado. El hospital estaba rodeado. “Jefe, estamos fritos”, susurró el grillo mirando por la ventana. Hay tanquetas afuera, francotiradores en los edificios de enfrente. No hay salida. Fausto, debilitándose por la extracción de sangre, miró al muchacho en la mesa. Sus colores estaban volviendo. Iba a vivir. Fausto sonrió débilmente. Había salvado a Mateo, había iluminado una colonia y ahora había salvado a un inocente más, aunque fuera el hijo de su enemigo.

No estamos fritos, grillo. Estamos en el mejor lugar posible. Fausto sacó su teléfono y marcó el número de la oficina del gobernador. Sabía que la llamada sería interceptada y rastreada en segundos, pero eso era lo que quería. Bueno, contestó una voz autoritaria y tensa al otro lado. Gobernador, habla el jaguar, no cuelgue. Estoy con su hijo, está vivo. Le acabo de dar un litro de mi sangre para salvarlo. Los que lo secuestraron y le dispararon fueron los chapulines, sus propios socios corruptos.

Yo lo rescaté. Ahora tiene dos opciones. O manda a sus perros a entrar y matarnos a todos, incluyendo a su hijo en el fuego cruzado. O me deja salir por la puerta principal y yo le dejo a su muchacho vivo y con la verdad de quien lo traicionó. Usted decide. Tiene un minuto. Colgó. El silencio en el quirófano era absoluto, solo el pitido del monitor cardíaco. Fausto se desconectó la aguja, se puso una gasa y se levantó.

Mareado. Levanten al muchacho. Vamos a salir. Salieron al pasillo empujando la camilla con el hijo del gobernador como escudo y salvoconducto. Al llegar al lobby, vieron a través de las puertas de cristal un ejército apuntándoles. Tanques, soldados, policías, cientos de armas apuntando a su pecho. Fausto caminó hacia la puerta empujando la camilla, abrió las puertas automáticas y salió al aire frío de la noche bajo los reflectores de los helicópteros que lo cegaban. Levantó las manos, mostrando que no tenía armas y se paró junto a la camilla.

Y bien, gobernador, gritó al viento y a las cámaras de televisión que transmitían en vivo. ¿Qué va a hacer? Vida o muerte. Si quieres saber si el gobernador dio la orden de disparar o si dejó ir al hombre que salvó a su hijo con su propia sangre, comparte este video ahora mismo y suscríbete, porque el final de esta historia va a cambiar la historia de México para siempre y tú tienes que ser testigo. El silencio que siguió al desafío de Fausto fue más pesado que el plomo, una densidad atmosférica que parecía aplastar los pulmones de

los cientos de testigos presentes, desde los soldados con el dedo temblando en el gatillo hasta los reporteros que sostenían sus cámaras como escudos contra la realidad violenta que estaban documentando en vivo y en directo para todo el país. Los reflectores de los helicópteros de la Marina bañaban la entrada del hospital con una luz blanca y segadora, creando un escenario teatral donde la vida y la muerte pendían de un hilo invisible sostenido por la voluntad de dos hombres poderosos.

El comandante Jaguar, parado firme con su chamarra manchada de sangre propia y ajena, y el gobernador, cuya voz invisible pero omnipresente resonaba en los auriculares de los comandantes tácticos desplegados en el perímetro. Fausto sabía que estaba jugando la partida de póker más peligrosa de su vida. No tenía asces bajo la manga, solo tenía al hijo moribundo de su enemigo en una camilla y la verdad desnuda de que él, el monstruo, el narco, el criminal, era el único que había mostrado humanidad esa noche.

El aire olía a turbosina quemada y a miedo sudoroso. El joven en la camilla gimió un sonido bajo y doloroso que rompió la estática del momento, recordándoles a todos que no era un trofeo político, sino un ser humano desangrándose. Fausto miró directamente a la lente de la cámara de televisión más cercana, sus ojos oscuros brillando con una intensidad que traspasaba las pantallas en las salas de estar de millones de mexicanos y habló de nuevo, esta vez con una voz más baja, pero igualmente letal.

Gobernador, su hijo necesita un hospital de especialidades, necesita terapia intensiva y la necesita ya. Cada segundo que usted pierde midiendo quién tiene el arma más grande, es un segundo de vida que se le escapa a su muchacho. Yo ya hice mi parte, yo ya le di mi sangre. Ahora le toca a usted ser padre antes que político. Ordene la retirada o cargue con el cadáver de su hijo en su conciencia para siempre. La apuesta era brutalmente simple.

exponer la hipocresía del poder ante la nación. En el palacio de gobierno, kilómetros lejos de allí, el gobernador miraba la transmisión con los puños cerrados hasta que los nudillos se le pusieron blancos, la vena de su frente palpitando con furia impotente. Sabía que Fausto lo tenía en Jaque mate. Si daba la orden de disparar, el escándalo sería el fin de su carrera. y peor aún, la muerte segura de su heredero. Si lo dejaba ir, estaría admitiendo públicamente que el Estado había pactado con el crimen, aunque fuera por un momento.

Pero el amor de padre o tal vez el instinto de preservación política al ver las encuestas en tiempo real desplomarse si el chico moría, ganó la batalla. Déjenlo pasar. La orden del gobernador llegó crepitando por los radios encriptados de la Guardia Nacional y la Policía Estatal. Una orden que fue recibida con incredulidad y alivio a partes iguales por los oficiales en el terreno. El objetivo Jaguar tiene salvo conducto temporal. Repito, salvoconducto temporal hasta que el civil esté seguro.

Nadie dispara. El comandante del operativo, un coronel de rostro pétrireo que odiaba recibir órdenes de políticos, bajó su rifle de asalto lentamente y levantó la mano en señal de alto el fuego. Los cañones de cientos de armas bajaron al unísono, un movimiento coreografiado de acero que produjo un sonido metálico que resonó en la plaza de acceso. Fausto no sonríó, no relajó los hombros, sabía que esto no era una victoria. Era solo una tregua momentánea, un respiro antes de que la cacería se reanudara con más ferocidad.

Hizo una señal a el grillo y el fantasma, quienes salieron de las sombras del lobby empujando la camilla con suavidad, pero con prisa. Cruzaron el umbral de las puertas automáticas, caminando por el pasillo de concreto, flanqueado por tanquetas y soldados que los miraban con odio profesional, escaneando sus rostros para futuras referencias. Fausto caminó al lado de la camilla, su mano descansando brevemente sobre el hombro del muchacho herido. “Aguanta, chamaco, ya te van a cuidar los tuyos”, le susurró.

Al llegar al perímetro exterior, donde las ambulancias de alta tecnología del gobierno esperaban, Fausto detuvo la camilla. Un equipo de paramédicos tácticos corrió hacia ellos. Fausto se apartó dejando que los profesionales tomaran el control. Es o negativo. Tiene un litro del mío. Cuiden esa sangre. Es cara. Le dijo al médico principal con una ironía seca. Luego, sin esperar agradecimientos ni mirar atrás, Fausto se dio la media vuelta y caminó hacia la oscuridad de la calle lateral, donde el tlacuache y el ruso esperaban con las camionetas encendidas, motores rugiendo como bestias ansiosas.

La prensa intentó acercarse lanzando preguntas a gritos, “Comandante, ¿es verdad que los chapulines trabajan con el gobierno? ¿Por qué lo salvó?” Pero Fausto los ignoró subiendo a la suburban blindada que ya tenía las puertas abiertas. Písale, tlacuache, sácanos de aquí antes de que el gobernador cambie de opinión o sus perros de ataque decidan desobedecer”, ordenó Fausto al cerrar la puerta pesada. El convoy, ahora reducido a dos vehículos golpeados y llenos de agujeros de bala, salió quemando llanta, alejándose del hospital y de la luz de los reflectores para sumergirse de nuevo en su elemento natural, la noche y las sombras de la ciudad.

Pero Fausto sabía con esa intuición animal que lo había mantenido vivo tanto tiempo que la noche no había terminado. El salvoconducto era una mentira técnica. El gobernador los dejaría salir del perímetro visible, sí, para evitar el escándalo mediático. Pero una vez que estuvieran en las zonas muertas, en los túneles o en las carreteras sin cámaras, enviaría a sus escuadrones de la muerte no oficiales, o peor, daría luz verde y coordenadas a los chapulines para que terminaran el trabajo sucio.

Y efectivamente, apenas habían avanzado 5 km cruzando la zona industrial desierta cuando el radar de el cerebro en la consola central empezó a pitar frenéticamente. Jefe, tengo movimiento hostil. No son patrullas, no tienen transpondedores oficiales. Son civiles armados convoy de ocho unidades interceptando en el entronque de Lázaro Cárdenas. Son los chapulines y vienen con todo. El gobernador les dio nuestra ruta de escape. Fausto maldijo entre dientes cargando un nuevo cargador en su rifle. Scar H. La traición era el único lenguaje que los políticos hablaban con fluidez.

Bien, si quieren bailar, vamos a bailar, pero no vamos a correr hacia el monte como presas. Vamos a llevarlos a un lugar donde nosotros tenemos la ventaja. Tlacuache cambia el rumbo. Vamos a los túneles de drenaje profundo del sector poniente. Ahí no entran sus señales de radio, ni sus drones, ni su apoyo aéreo. Ahí abajo es combate cuerpo a cuerpo y ahí nosotros somos los reyes. El tlacuache asintió con una sonrisa nerviosa pero decidida y dio un volantazo que hizo chirriar las llantas, metiéndose en sentido contrario por una avenida para ganar tiempo y confundir a los perseguidores.

Si te estás subiendo la adrenalina y quieres ver como el Jaguar enfrenta a un ejército en las entrañas de la tierra, dale like a este vdeo ahora mismo y comparte, porque la batalla final va a ser claustrofóbica y brutal. El ingreso a los túneles fue una maniobra de película. Las camionetas rompieron una reja de mantenimiento oxidada y bajaron por una rampa de concreto empinada, salpicando agua negra y lodo al entrar en la oscuridad absoluta del sistema de drenaje pluvial gigante de la ciudad.

Una obra de ingeniería olvidada que ahora serviría como campo de batalla. Fausto ordenó apagar las luces principales y usar solo las barras de luz infrarroja, invisibles al ojo humano, pero claras como el día para sus visores nocturnos. El eco de los motores retumbaba en las paredes curvas de concreto, amplificando el sonido hasta convertirlo en un rugido monstruoso. Segundos después vieron las luces de los perseguidores entrar por la rampa detrás de ellos. Faros de xenón potentes que cortaban la oscuridad, revelando que los chapulines no venían jugando.

Traían camionetas RAM modificadas y gente colgando de los estribos, listos para disparar. Ruso, suelta los regalos de despedida”, gritó Fausto por la radio. El ruso en la camioneta de atrás presionó un botón en su tablero modificado. De la defensa trasera de su suburban se liberó una mezcla de aceite quemado y abrojos metálicos cubriendo el piso de concreto resbaladizo. La primera camioneta de los chapulines, entrando a toda velocidad perdió tracción. instantáneamente al tocar el aceite, girando sin control y estrellándose lateralmente contra la pared del túnel con un estruendo que sacudió la tierra, bloqueando parcialmente el paso a las demás, pero eran muchos.

Las siguientes camionetas envistieron los restos de su compañera, empujándola a un lado con una brutalidad mecánica para seguir la persecución. Comenzaron los disparos. En el espacio cerrado del túnel, el sonido de las armas automáticas era ensordecedor, físicamente doloroso. Las balas rebotaban en las paredes curvas, creando una lluvia de chispas y esquirlas mortales que volaban en todas direcciones, haciendo que el aire se llenara de polvo de concreto y olor a azufre. La cuuache, llévanos a la intersección del colector tres.

Ahí el túnel se divide. Vamos a separarlos. Ordenó Fausto disparando por la ventana trasera hacia las luces cegadoras que lo seguían. La persecución subterránea era una pesadilla de alta velocidad, esquivando columnas de soporte y corrientes de agua sucia. Al llegar a la bifurcación, Fausto ordenó a la camioneta del ruso tomar la izquierda mientras ellos tomaban la derecha, una maniobra de pinza invertida. Los chapulines, en su afán de sangre, se dividieron también. Tres camionetas siguieron a el ruso, cinco siguieron a Fausto.

Ahora grillo, el C4, gritó Fausto. Habían preparado una trampa días antes en ese sector, una contingencia para situaciones extremas que Fausto, paranoico y previsor siempre mantenía. El grillo marcó un código en su celular. Una explosión sorda sacudió el túnel detrás de ellos, derrumbando una sección del techo justo encima de las camionetas que los perseguían. Toneladas de tierra y asfalto de la calle de arriba cayeron sobre el convoy enemigo, aplastando vehículos y sepultando a los sicarios en una tumba de concreto instantánea.

El polvo llenó el túnel cegando todo. Fausto tosió limpiándose los ojos. Ruso, reporte. Preguntó por el radio con ansiedad. Hubo estática por unos segundos eternos. Aquí ruso. Kof, cof. Estamos vivos, jefe. Los que nos seguían frenaron al escuchar el derrumbe. Los tenemos bloqueados. Estamos saliendo por la boca de tormenta del parque industrial. Fausto respiró hondo. Lo habían logrado. Habían convertido una trampa mortal en una victoria táctica. Salieron del túnel kilómetros más adelante, emergiendo en un canal seco a las afueras de la ciudad, bajo la luz tranquila de la luna, lejos de los cordones policiales y de las cámaras.

Las camionetas estaban destrozadas, humeantes, sin vidrios. Parecían chatarra rodante, pero seguían funcionando. Vamos a la casa de seguridad del cerro. Necesitamos curarnos y desaparecer un rato”, dijo Fausto, sintiendo el cansancio de mil batallas caerle encima de golpe. Pero antes tenía una parada más que hacer, una promesa que cumplir. Dos días después, la calma había regresado aparentemente a la colonia Santa Fe, aunque el ambiente seguía eléctrico con los rumores de lo sucedido. En la casa de Mateo, la luz brillaba fuerte en la sala.

Y el refrigerador zumbaba alegremente lleno de comida que había aparecido misteriosamente en la puerta esa mañana. Clara estaba cocinando, cantando bajito cuando escucharon el rugido familiar de una moto. Mateo soltó sus cuadernos de tarea y corrió a la puerta abriéndola de golpe. Pero no era Fausto quien estaba ahí. Era un hombre joven vestido de civil con una mochila. Hola, busco a la señora Clara y al joven Mateo”, dijo el mensajero. “Vengo de parte del señor de la moto negra.

Me pidió que les entregara esto.” Le dio a Clara un sobre manila grueso y a Mateo una caja envuelta en papel simple. El mensajero se fue tan rápido como llegó, sin dar nombres. Clara abrió el sobre con manos temblorosas. Adentro había documentos legales, el título de propiedad de su casa, totalmente pagada y regularizada, facturas de luz pagadas por 10 años por adelantado, y una cuenta de fideicomiso educativo a nombre de Mateo para que estudiara hasta la universidad.

También había una nota escrita con una caligrafía fuerte y angulosa, para que nunca más tengan miedo a la oscuridad y para que Mateo sea el ingeniero que ilumine al mundo, no el que lo apague. Cuídense. F. Clara se llevó la mano a la boca llorando en silencio. Mateo abrió su caja. Adentro no había juguetes ni videojuegos. Había un kit profesional de limpieza de autos con ceras, jabones, paños de microfibra y una pequeña moto de juguete a escala.

Una réplica exacta de la Ducati negra de Fausto. Debajo de la moto, una nota más pequeña. La próxima vez que nos veamos, me la lavas gratis, pero primero la escuela. Mateo sonrió abrazando la moto contra su pecho, mirando hacia la calle vacía, sabiendo que en algún lugar entre las sombras su ángel guardián con cuerno de chivo lo estaba cuidando. Pero la historia no podía terminar sin cerrar el último círculo. En la plaza principal de la colonia algo había cambiado.

El poste de luz donde el veto había sido obligado a trabajar, se había convertido en el centro de operaciones de una nueva empresa comunitaria. Ahí estaba Humberto Valenzuela, el veto, visiblemente más delgado, quemado por el sol, vistiendo un overall naranja de trabajo. No estaba atado, no había guardias visibles apuntándole, pero trabajaba con un fervor casi religioso, barriendo la plaza, pintando las bancas, arreglando una fuga de agua en la fuente. Los vecinos pasaban y lo saludaban, algunos con burla, otros con severidad.

Órale, Beto, te falta esa esquina, que quede bien barrida, ¿eh?”, le gritaba la señora de los tamales. Y Beto, el antiguo estafador arrogante, asentía sumisamente y corría a barrer. “Sí, señora. ¿Cómo no, señora? Ahorita queda”, respondía. No se escapaba porque sabía que la alternativa era mucho peor. Sabía que los ojos de el jaguar o de sus halcones invisibles estaban siempre presentes. Pero más allá del miedo, algo extraño había pasado en la mente de Beto. Al ser forzado a convivir con la gente que había despreciado, al comer sus mismos tacos humildes, al ver sus luchas diarias, había empezado a sentir algo que nunca conoció.

Vergüenza. Y tal vez el inicio de una redención real, Fausto no lo había matado, lo había condenado a ser útil y esa era una sentencia mucho más transformadora que una bala. Lejos de allí, en una terraza escondida en la Sierra Madre Occidental, con una vista espectacular de los cañones dorados por el atardecer, Fausto estaba sentado en una silla de madera con el brazo vendado y una cerveza fría en la mano. El tlacuache, el ruso, el grillo y el resto de su equipo estaban alrededor de una fogata asando carne, riendo y contando anécdotas de la batalla del túnel, cicatrices nuevas sumándose a la colección.

El ambiente era de camaradería, de sobrevivientes que celebran un día más respirando. El radio de Fausto estaba encendido en la frecuencia de noticias. La voz del locutor narraba los últimos acontecimientos. El gobernador ha anunciado una nueva iniciativa de combate a la corrupción dentro de las filas policiales tras el incidente en el hospital general, donde su hijo fue milagrosamente salvado por una intervención anónima. Se reporta que el cártel de los chapulines ha sufrido un golpe devastador en su estructura y ha sido replegado de la zona norte de la capital.

En otras noticias, vecinos de la colonia Santa Fe reportan una misteriosa ola de mejoras en sus servicios públicos. Fausto sonrió dándole un trago largo a su cerveza. Había perdido sangre, había perdido vehículos, había gastado una fortuna en sobornos y equipo, y ahora tenía al gobierno y a los rivales más atentos que nunca a sus movimientos. Cualquiera diría que había sido un mal negocio. Pero Fausto cerró los ojos y recordó la cara de Mateo cuando se encendió la luz.

recordó el abrazo de Clara a su hijo. Recordó la sensación de romper las reglas para hacer lo correcto. “Valió la pena”, murmuró para sí mismo. El ruso se acercó con un taco de carne asada y se lo ofreció. “¿En qué piensa, jefe?” “En el retiro”, bromeó el gigante. Fausto soltó una carcajada ronca. Retiro. No digas [ __ ] ruso. En este jale no hay retiro, solo panteón o cárcel. Pero mientras llegamos a uno de esos dos, todavía hay muchas luces apagadas en esta ciudad que necesitan prenderse y muchas ratas que necesitan que alguien les enseñe modales.

Se levantó ignorando el dolor de sus heridas y miró hacia el horizonte donde las luces de Guadalajara empezaban a brillar. como un mar de diamantes. Sabía que él era un villano en la historia de muchos, un monstruo para la sociedad decente. Pero en las calles olvidadas, en los barrios donde la esperanza se muere de hambre, él era algo más. Era el equilibrio necesario, la mano dura que acaricia y golpea según se necesite. Preparen las camionetas para mañana temprano!

Ordenó Fausto, volviendo a ser el comandante Jaguar. ¿A dónde vamos, jefe?”, preguntó el grillo limpiando su arma. Fausto se puso sus lentes oscuros, aunque ya era de noche, ocultando sus ojos y sus intenciones. Me llegó un pitazo de una abuelita a la que le quieren quitar su terreno unos abogados corruptos en Tlajomulco. Creo que esos licenciados necesitan una visita de cortesía de la gerencia. Sus hombres sonrieron cargando sus armas. listos para seguirlo al infierno otra vez. Y así, bajo el manto de las estrellas, la leyenda del Jaguar continuaba no como un santo, sino como una fuerza de la naturaleza imparable, brutal y extrañamente justa, rodando hacia la siguiente batalla en una guerra que nunca termina, pero que alguien tiene que pelear.