Llegué antes a la fiesta de Nochebuena de mis suegros para darles una sorpresa. Nada más entrar. Oí la voz de mi marido que venía del salón. Estamos embarazados. Vamos a tener un hijo. Me detuve allí mismo en el pasillo. Yo no estaba embarazada. Miré hacia el salón y lo vi con el brazo alrededor de su exnovia. Todo el mundo aplaudía, celebraba y todos los presentes lo sabían, menos yo. Pero no fue solo una traición, fue mucho peor que eso, porque en las semanas siguientes descubrí que mi vida entera había sido una mentira planeada hasta el más mínimo detalle y ellos no sabían con quién se estaban metiendo.

Solía creer que conocer a alguien de toda la vida significaba conocerlo de verdad, que una historia en común era sinónimo de confianza y que la familia era para siempre. Estaba equivocada en todo. Me llamo Alicia, tengo 28 años y soy gerente de proyectos en una empresa tecnológica en Madrid. Mi vida, vista desde fuera parecía perfecta. Un piso bonito, un matrimonio estable, una carrera en ascenso. La gente me envidiaba. Pensaban que lo tenía todo, pero no tenían ni idea de por lo que había pasado para llegar hasta aquí.

No sabían el precio que había pagado por esa aparente estabilidad. Mi vida cambió la noche de Nochebuena del año pasado. Fue cuando la venda de los ojos finalmente se me cayó. La traición llevaba ahí años justo delante de mis narices. Simplemente no era capaz de verla. Déjame retroceder un poco. Necesito que entiendas cómo llegué a ese momento. Conozco a Javier desde que nací. Nuestros padres eran amigos íntimos de esos que pasaban los fines de semana juntos, se iban de vacaciones, celebraban los cumpleaños.

Mis padres eran los padrinos de Javier y sus padres, Carmen y Carlos, eran mis padrinos, a quienes yo llamaba cariñosamente tíos. Era el tipo de amistad que parecía indestructible, construida a lo largo de los años. Crecimos jugando en los mismos parques. Nos veíamos en barbacoas de fin de semana, fiestas de cumpleaños, días festivos. Él formaba parte de mi vida, incluso antes de que yo entendiera lo que eso significaba. Pero nuestras vidas eran diferentes, muy diferentes. Mis padres tenían dinero.

Mi padre era un empresario de éxito. Mi madre, una arquitecta de renombre. Estudié en los mejores colegios privados de Madrid. Tuve clases de piano, ballet, francés. Viajábamos por Europa en vacaciones. Teníamos una casa grande en el barrio de Salamanca. Javier, por otro lado, estudiaba en colegios públicos. Su familia vivía en una casa sencilla en un barrio de clase media. Tío Carlos trabajaba como gerente de una tienda de materiales de construcción. Tía Carmen era secretaria en una consulta médica.

Vivían bien, pero sin lujos. En aquella época yo no entendía mucho esas diferencias. Éramos solo niños jugando juntos. Pero mirando atrás ahora, puedo ver las señales, la forma en que tía Carmen miraba las joyas de mi madre, cómo tío Carlos hacía comentarios sobre nuestra casa, nuestro coche, nuestros viajes, siempre con una sonrisa, siempre disfrazado de broma. Pero había algo ahí, una punzada de amargura que yo era demasiado joven para reconocer. Cuando tenía 16 años, mis padres tuvieron un accidente de coche.

Fue una noche lluviosa de octubre. Volvían de una cena de aniversario y un camión perdió el control en la autopista. No voy a fingir que tengo palabras para describir aquel periodo. No las tengo. Aún hoy, 12 años después, hay una parte de mí que sigue paralizada en el momento exacto en que la policía llamó al timbre a las 2 de la madrugada. Después del funeral, tía Carmen y tío Carlos se mudaron a mi casa. Vinieron a vivir conmigo para cuidarme, para que no me quedara sola.

Yo era menor de edad, huérfana, completamente perdida. Me acogieron, fueron amables, se aseguraron de decirme que siempre tendría una familia. En ese momento aquello me salvó, o al menos eso pensé. Administraron la herencia de mis padres hasta que cumplí los 21 años. Cuando alcancé la mayoría de edad, descubrí que mis padres me habían dejado un patrimonio considerable. Cuatro pisos y la casa donde vivíamos, todos completamente pagados. Mis padres habían invertido bien, habían planeado el futuro, el futuro que nunca vivieron conmigo.

Tía Carmen y tío Carlos me ayudaron con toda la documentación, me explicaron cada detalle, fueron pacientes con mis dudas. Cuando cumplí 21 y técnicamente podía hacerme cargo de todo sola, me preguntaron si podían seguir viviendo en la casa conmigo. Dijeron que sería mejor para todos y seguíamos juntos. No lo pensé dos veces. Eran prácticamente mi familia. Me habían cuidado en los peores años de mi vida. Dejar que se quedaran era lo mínimo que podía hacer. Generosidad, gratitud, ingenuidad.

Tres palabras que definen perfectamente cómo era yo en aquella época. Javier y yo empezamos a salir cuando yo tenía 21 años. Fue natural. Todo el mundo lo esperaba. Sois perfectos el uno para el otro, decían. Habéis crecido juntos. Es como si fuera el destino. Él era atento, cariñoso, parecía entenderme. Conocía mi historia, mis dolores, mis miedos. O al menos eso creí. Dos años después nos casamos. Tía Carmen me ayudó a organizarlo todo. Elegimos el vestido juntas. Me acompañó a las pruebas.

Dio su opinión sobre las flores, la decoración, las invitaciones. “A tu madre le encantaría estar aquí haciendo esto contigo”, me dijo varias veces con lágrimas en los ojos. Y yo creí que de verdad echaba de menos a mi madre, que estaba ocupando ese lugar por amor. El día de la boda fue tío Carlos quien me llevó al altar. me cogió del brazo, me miró con esa sonrisa paternal y dijo, “Tu padre estaría muy orgulloso de ti hoy.” Lloré, pensé que aquello era bonito, que era amor de familia y lo permití porque confiaba, porque creía que era amor de verdad.

Javier y yo nos mudamos a uno de los pisos que había heredado. Javier dijo que quería que construyéramos nuestra vida juntos, que no necesitábamos una casa grande. Al principio, tenía sentido. Yo trabajaba mucho, estaba centrada en mi carrera. Él había empezado a trabajar como trader, operando desde casa, invirtiendo en acciones y criptomonedas. Al menos eso es lo que yo creía que hacía. Los otros tres pisos estaban alquilados. Javier se ofreció a encargarse de todo. Ya trabajas mucho.

Déjame administrar los inmuebles, así puedes centrarte en tu carrera y yo me ocupo de esta parte. Parecía un acuerdo justo. Me enviaba informes mensuales. Decía que estaba reinvirtiendo los beneficios, multiplicando nuestro patrimonio. Nunca lo cuestioné. Confiaba plenamente. Al fin y al cabo, ¿por qué iba a desconfiar? Era mi marido. Había crecido conmigo. Sus padres eran mis padrinos. Vivían en mi casa, éramos una familia. Dos semanas antes de Navidad, Javier llegó a casa con un documento. Era un poder notarial preparado por un abogado que trabajaba con su familia.

Es solo para facilitar las cosas, cariño, me explicó sonriendo de esa manera que siempre me tranquilizaba. Así puedo renovar los contratos de alquiler sin tener que molestarte en el trabajo, resolver asuntos bancarios, cuestiones del registro. Tú te quedas libre para centrarte solo en tu trabajo. Cogí el documento y lo ojé rápidamente. La jerga legal siempre me daba dolor de cabeza. Lo leeré con calma más tarde, respondí. Vi algo cruzar por su rostro. Fue rápido, casi imperceptible, una contracción en la mandíbula, un brillo diferente en sus ojos, pero enseguida volvió a sonreír.

Claro, sin problema cuando tengas tiempo. Guardé el poder en un cajón del despacho y sinceramente casi me olvidé de él. El trabajo era un caos. La empresa tenía un gran proyecto que cerrar antes de fin de año y yo coordinaba a todo el equipo. La fiesta de Navidad de la empresa estaba programada para la tarde del 24 de diciembre. Empezaba a las 18 y yo había quedado con Javier en que me iría sobre las 22 para ir a casa de sus padres, donde se celebraría la tradicional cena de Nochebuena de la familia.

Siempre era así. Cada Nochebuena la casa que había pertenecido a mis padres se llenaba de parientes de los padres de Javier, amigos, gente que apenas conocía. Yo siempre iba, siempre sonreía, siempre agradecía que me incluyeran porque todavía creía que era una suerte tener esa familia. Esa noche la fiesta de la empresa estaba un poco aburrida. Conversaciones repetitivas, música demasiado alta, gente borracha hablando de sus propósitos para el año siguiente. Sobre las 20 decidí irme antes y darle una sorpresa a Javier, llegar antes de lo acordado, ayudar con los preparativos finales.

Conduje hasta la casa escuchando villancicos en la radio. Hacía frío, caía una ligera llovisna. Las calles estaban decoradas con luces parpadeando en todas las ventanas. Esa atmósfera de felicidad forzada que siempre trae la Navidad. Cuando aparqué frente a la casa, me di cuenta de que estaba llena. Coches por todas partes, luces encendidas en todas las habitaciones, música y risas que llegaban hasta la calle. La fiesta ya estaba en pleno apogeo. Entré por la puerta principal sin llamar.

Colgué el abrigo en el recibidor y me dirigí hacia el salón. Las voces se hacían más fuertes a medida que me acercaba. Creo que había unas 20 personas riendo, celebrando. Y entonces oí la voz de Javier desde el salón, clara y radiante. Mariela está embarazada. Vamos a tener un hijo. El mundo se detuvo. Me quedé allí en el pasillo, parcialmente oculta por la pared. Nadie me había visto llegar. Desde mi ángulo podía ver todo el salón. Javier estaba en el centro de la estancia con el brazo alrededor de Mariela.

Mariela era una amiga suya del instituto, su exnovia de la adolescencia. Habían salido durante años antes de que Javier y yo empezáramos. Y allí estaba ella, sonriendo con una mano sobre el vientre, recibiendo abrazos y besos de todos. Tía Carmen lloraba de alegría. Tío Carlos aplaudía, gritaba. Brindis, amigos de la familia los felicitaban. Decían cosas sobre lo guapo que sería el bebé. Sentí que las piernas me flaqueaban. Me apoyé en la pared para no caerme. Alguien entre la multitud gritó.

Pero, ¿y Alicia? Ya lo sabe. El silencio que siguió duró apenas 3 segundos, pero pareció una eternidad. Javier esbozó una sonrisa algo forzada. Todavía no. Necesito resolver algunas cosas antes, unos documentos, pero se lo contaré en el momento adecuado. Así que que nadie de aquí le diga nada cuando llegue. Todos se rieron. Mi corazón se desbocó. Documentos. Se refería al poder notarial. Hubo un murmullo de comprensión en la sala. Algunas personas intercambiaron miradas cómplices. Tía Carmen asintió como aprobando la estrategia.

Tío Carlos levantó su copa por el futuro y todos brindaron. En ese momento todo empezó a tener sentido. La forma en que reaccionaron, esas miradas, ese silencio cargado, todos allí sabían algo que yo no. Había un secreto, una conspiración. Y el poder notarial era la pieza final del plan. Se me revolvió el estómago. No era posible. Tenía que estar oyendo mal. Pero tía Carmen, mi madrina, dijo alto y claro, “Por fin, hijo mío, después de tantos años vamos a recuperar lo que es nuestro por derecho.” Y entonces lo entendí todo.

Cada sonrisa, cada gesto de cariño, cada palabra de consuelo, todo había sido mentira. Una gran y elaborada mentira que duraba años. No era amor, nunca lo fue. Era una estafa. Di media vuelta, cogí mi abrigo y salí de la casa en silencio, tan silenciosamente como había entrado. Nadie me vio, nadie se dio cuenta. Me metí en el coche, cerré la puerta y solo entonces fui plenamente consciente de todo. Empecé a llorar. No llanto melodramático de película, era un llanto silencioso, doloroso, que me quemaba el pecho y la garganta.

Lágrimas que corrían sin parar mientras intentaba procesar lo que acababa de presenciar. Mi matrimonio era una farsa. Mi marido tenía una amante embarazada. Tía Carmen y tío Carlos, que eran mis padrinos, estaban involucrados en un plan para robar mi herencia y todos, absolutamente todos en esa sala, lo sabían y estaban de acuerdo. Conduje de vuelta al piso con el piloto automático. No recuerdo la carretera, no recuerdo parar en los semáforos, solo recuerdo estar llorando y conduciendo, llorando y conduciendo.

Cuando llegué a casa, me sequé las lágrimas, me lavé la cara, me miré en el espejo y apenas reconocí a la persona que me devolvía la mirada. Parecía más pequeña, más frágil, perdida. Mi móvil vibró. Era un mensaje de Javier preguntando dónde estaba. Respiré hondo y respondí, he decidido quedarme en la fiesta de la empresa. Está más animada de lo que pensaba. Él respondió, “Vale, pásalo bien. Nos vemos en dos semanas. Mañana temprano nos vamos de viaje a las Canarias.” Claro, el viaje anual.

Desde que nos casamos, su familia iba a visitar a unos parientes a las Islas Canarias en Navidad y se quedaban hasta la primera semana de enero. Sabían que fin de año siempre era un caos en mi empresa, cierre de proyectos, informes. Y todos los años yo me quedaba mientras ellos se iban de viaje. Nunca lo cuestioné. Al fin y al cabo, era su momento. Respondí solo. Okay. Buen viaje. Él mandó un feliz Navidad. Te quiero con un corazón.

No respondí. Bloqueé la pantalla del móvil y lo lancé al sofá. Me senté en el sofá del salón a oscuras y dejé que la rabia creciera porque me di cuenta de una cosa en ese momento. El llanto se había acabado. Ya no había espacio para el dolor, la tristeza o las lágrimas. Solo había espacio para la estrategia. Pensaban que era idiota, que siempre sería esa chica huérfana, perdida, agradecida por tener una familia, que confiaría eternamente, que firmaría cualquier papel, que nunca cuestionaría nada.

estaban equivocados. Yo había crecido, me había convertido en gerente de proyectos porque era buena planificando, organizando, previendo problemas y creando soluciones. Coordinaba equipos, administraba crisis, tomaba decisiones difíciles todos los días. Y en ese momento, sentada en la oscuridad de mi salón, tomé la decisión más importante de mi vida. Querían jugar, pues jugaríamos, pero esta vez con mis reglas. Pasé toda la noche en vela. No dormí. Me quedé allí planeando. Primero hice una lista mental de todo lo que sabía.

Javier me engañaba con su exnovia, Mariela. Mariela estaba embarazada. Toda su familia y amigos lo sabían y lo apoyaban. El poder notarial era la pieza final de un plan para transferir mis bienes a su familia. Yo aún no había firmado nada. Este último punto era crucial. Yo todavía tenía el control de todo. Seguía siendo la dueña de mis inmuebles, de mis cuentas. Javier no tenía poder legal sobre nada. Mientras yo no firmara ese documento, él no podía hacer nada.

Pasé toda la Navidad planeando, pensando en cada detalle, en cada movimiento que tendría que hacer. Hice listas mentales, traé estrategias, anticipé problemas. Así es como trabajaba como gerente de proyectos y así es como iba a manejar esto también. Al día siguiente, 26 de diciembre, lo pondría todo en práctica. Cuando salió el sol, ya sabía exactamente cuál sería mi primer paso. A las 9 de la mañana llamé al abogado que había llevado los asuntos de mis padres. Siempre me había dicho que si necesitaba cualquier cosa, solo tenía que buscarlo.

Dr. Mateo, soy Alicia Herrero, la hija de Jaime e Isabel Herrero. Necesito hablar urgentemente con usted. Debió denotar algo en mi voz porque no hizo preguntas, solo dijo, “Ven a mi despacho. ” Me duché, me vestí, cogí todos los documentos que tenía sobre los inmuebles, el poder notarial que Javier me había dado y fui para allá. El despacho del Dr. Mateo estaba en el centro de la ciudad, en un edificio antiguo de ladrillo rojo. Había subido esas escaleras desde niña, siempre acompañada de mi padre.

Era un lugar que olía a papel viejo y a café fuerte. Me recibió con un abrazo. Era un señor de unos 70 años con el pelo completamente blanco y unas gafas de leer colgadas del cuello. Había sido el abogado de mi padre durante más de 20 años. Siéntate, Alicia. Cuentam que ha pasado y se lo conté todo. El anuncio en la fiesta, el poder notarial, la sospecha sobre la transferencia de bienes. Hablé sin parar durante casi 40 minutos.

Él escuchó en silencio, tomando notas, frunciendo el ceño en algunos momentos. Cuando terminé, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Alicia, tengo que contarte algo. Mi corazón se aceleró. ¿El qué? Tu padre y Carlos fueron socios en un negocio hace muchos años. Una empresa de importación. Al principio fue muy bien, pero luego empezó a ir mal. Carlos quiso retirarse y vender su parte. Tu padre le compró su participación por un precio justo. Asumió todos los riesgos.

Carlos cogió el dinero y se fue. Hizo una pausa. Tomó un sorbo de café. Dos años después, tu padre consiguió darle la vuelta a la situación. La empresa creció exponencialmente. Así es como tu familia se enriqueció. Pero creo que Carlos nunca lo superó. Tu padre me contó esta historia hace años. Por lo que él decía, Carlos lo había aceptado bien en su momento. Las familias siguieron siendo amigas, los hijos crecieron juntos, pero ahora, viendo lo que está pasando, creo que siempre hubo un resentimiento.

Probablemente Carlos y Carmen siempre miraron la vida de vuestra familia con amargura. La diferencia de clase se hizo muy evidente a lo largo de los años, ¿no? Vosotros lo teníais todo y ellos luchaban económicamente. Y cuando tus padres murieron, eras un adolescente vulnerable con una herencia considerable. Para gente resentida debió de parecer una oportunidad. Me miró seriamente mirando atrás. Ahora con todo lo que me has contado, está claro que esa amistad siempre tuvo una base frágil. El resentimiento por la venta de la empresa probablemente nunca se superó.

Y tú, Alicia, te convertiste en el objetivo perfecto. Sentí como si me hubieran echado un cubo de agua fría por encima, así que era eso. El resentimiento siempre había estado ahí oculto y yo nunca me di cuenta. Nadie se dio cuenta. Alicia, tu padre, desde luego, no sospechaba nada o habría tomado precauciones. Cerré los ojos. Mis padres nunca imaginaron que esa amistad escondía tanta envidia, tanta codicia. Y ahora yo estaba pagando el precio de la ingenuidad de todos nosotros.

¿Y este poder notarial? Pregunté empujando el documento sobre la mesa. El Dr. Mateo se puso las gafas y lo leyó atentamente. Tardó casi 15 minutos, pasó páginas, releyó fragmentos, hizo anotaciones. Finalmente dejó el papel sobre la mesa y me miró con seriedad. Esto le da a Javier plenos poderes sobre absolutamente todo lo que es tuyo. Podría vender los inmuebles, transferirlos, crear hipotecas, solicitar préstamos a tu nombre, todo. Con este documento firmado perderías el control total de tu patrimonio.

Sentí que la rabia volvía a crecer y si ya lo hubiera firmado, sería muy difícil de revertir. Llevaría años de procesos judiciales y aún así no habría garantías. El mejor escenario sería que consiguieras probar coacción o fraude, pero eso es extremadamente complicado en casos conyugales. ¿Y los inmuebles, si nos divorciamos, tiene derecho a la mitad? El Dr. Mateo sonrió por primera vez desde que había llegado. No, todo lo que heredaste son bienes privativos. Según la ley, las herencias recibidas antes o durante el matrimonio no entran en la sociedad de gananciales.

Si te divorcias hoy, Javier no se lleva nada, absolutamente nada. a no ser que tú voluntariamente transfieras los bienes a su nombre. Por eso el poder notarial, murmuré. Exactamente. Era la única forma legal que tenían de conseguir lo que querían. Abrí la carpeta que había traído y puse todos los contratos de alquiler sobre la mesa. Necesito que revise esto. Javier administra mis inmuebles desde hace años. dice que reinvierte el dinero, pero nunca he visto comprobantes reales. Quiero saber a dónde está yendo ese dinero.

El Dr. Mateo pasó las siguientes dos horas analizando cada documento, cada contrato, cada extracto bancario que tenía. Hizo llamadas, verificó registros, cruzó información. Cuando terminó, su expresión era sombría. Alicia, siento mucho decirte esto, pero el dinero de los alquileres se está ingresando en cuentas personales de Javier, no en cuentas conjuntas o de empresa. Se está apropiando de toda la renta de tus inmuebles. Respiré hondo. Ya me lo esperaba, pero escuchar la confirmación aún dolía. Y hay más.

Continuó. Uno de los pisos no tiene ningún comprobante de pago de alquiler. Hay un contrato, pero no hay registros de transacciones financieras. Alguien vive allí gratis. Mariela, respondí. su amante. El Dr. Mateo asintió. Muy probablemente. Me quedé en silencio un momento, procesándolo todo. ¿Qué hago ahora? Primero, no firmes ese poder notarial bajo ninguna circunstancia. Segundo, retoma el control de tus inmuebles. Tercero, si realmente quieres llegar al fondo, podemos contratar a un detective privado y descubrir a dónde ha ido ese dinero.

Vamos a contratar un detective. Lo quiero todo documentado, quiero pruebas y quiero librarme de ellos. Él sonríó. Era una sonrisa triste, pero tenía un destello de orgullo. Tu padre estaría muy orgulloso de la mujer en la que te has convertido. En los días siguientes actué rápido y en silencio. Siguiendo las instrucciones del Dr. Mateo, contraté una inmobiliaria de confianza para que asumiera la administración de mis pisos. Firmé contratos. Otoré poderes específicos y limitados, muy diferentes de ese poder general que Javier quería e instruí que se notificara a todos los inquilinos de inmediato.

A partir de enero, todos los alquileres debían pagarse directamente a la inmobiliaria. Se emitirían nuevos contratos. tenían una semana para firmar, de lo contrario se iniciaría un proceso de desaucio. También llamé a una empresa de seguridad e instalé cámaras discretas por toda la casa, pequeñas, casi invisibles, estratégicamente situadas en el salón, la cocina, el despacho y la terraza. Todas con audio, todas conectadas a una aplicación en mi móvil para reunir más pruebas contra ellos. Javier volvió del viaje el 6 de enero.

Yo estaba en casa cuando llegó, rodeado de maletas. ¿Qué tal, cariño? ¿Cómo pasaste el fin de año? preguntó dándome un beso en la mejilla, como si no pasara nada, como si no hubiera pasado casi dos semanas con su amante embarazada y la familia que conspiraba contra mí. Tranquilo, trabajé bastante, adelanté algunos proyectos, mentí. “¿Tuviste tiempo de echar un vistazo a aquello?” Ahí estaba, la pregunta que sabía que vendría. Sonreí. Ah, sí, en realidad, cariño, ya no tienes que preocuparte por eso.

Ya lo he resuelto todo. Vi cómo cambiaba su expresión. ¿Cómo que lo has resuelto? He contratado a una inmobiliaria para que se encargue de los pisos. Así puedes centrarte totalmente en tus operaciones sin preocuparte por el rollo de administrar alquileres, contratos, esas cosas burocráticas. Pensé que te alegrarías. Tendrás más tiempo para invertir en tu trabajo. El silencio que siguió fue ensordecedor. Javier parpadeó varias veces, como si estuviera procesando demasiada información a la vez, pero a mí me gustaba encargarme de los pisos.

No hace falta pagar a alguien para hacer un trabajo que puedo hacer yo solo. Mantuve la sonrisa. Lo sé, cariño, pero siempre dices que quieres crecer como trader, que necesitas más tiempo para estudiar el mercado. Ahora tienes ese tiempo. ¿No te ha gustado? Vi el pánico en sus ojos. abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir. “Sí, me ha gustado”, dijo finalmente. “Es que ha sido un poco repentino. ” “Ah, ya sabes, cuando decido algo, hago que suceda rápido.” “Sabía que te iba a gustar la sorpresa, cariño,” no respondió, solo forzó una sonrisa.

Cogió el móvil y salió del salón, murmurando algo que no entendí. Esperé un poco y abrí la aplicación de las cámaras en mi móvil. Activé la cámara de la terraza y me puse los auriculares. Allí estaba él caminando nerviosamente de un lado a otro, tecleando furiosamente en el móvil. Su teléfono sonó pocos segundos después, incluso a distancia se oían los gritos al otro lado de la línea. “Calma, calma”, decía Javier, mirando hacia atrás nervioso para asegurarse de que yo no estaba cerca.

“No sé qué ha pasado. Ha contratado una inmobiliaria.” “No, no puedo hacer nada ahora. No, no tengo 3,000 € para pagar el alquiler. Mariela, escucha, no voy a tener dinero para nada durante un tiempo. Necesito resolver esto primero. Colgó el teléfono y noté su rabia. Apagué la cámara y sonreí. Su desesperación era casi palpable, pero aún no había terminado. Esa noche, durante la cena, comenté como si nada. Ah, me ha llamado mi jefe hace un rato. Tengo que hacer un viaje de última hora a Japón, un proyecto importante.

Necesitan que alguien vaya a cerrar el contrato en persona. Estaré fuera toda la semana. ¿Cuándo te vas?, preguntó Javier, intentando parecer desinteresado, pero con los ojos muy atentos. El vuelo está programado para las 2 de la mañana. Saldré de casa sobre las 23 más o menos. Perdona el aviso de última hora. Ya sabes cómo es este trabajo. No pasa nada, respondió demasiado rápido. Pensé que pasaríamos un tiempo juntos, pero si es por trabajo, tienes que ir. Después de la cena, fui al vestidor y cogí mi joyero para guardarlo en la caja fuerte.

Fue entonces cuando me di cuenta. Faltaban joyas, varias de ellas. Un collar de perlas que era de mi abuela, unos pendientes de diamantes que mis padres me habían regalado por mí. Decioc, quinto cumpleaños. Una pulsera de oro con colgantes de piedras preciosas de mi madre. Un collar de zafiros que mi padre le regaló a mi madre en un aniversario. Sentí que me hervía la sangre. No bastaba con robar mis ingresos. Había robado los recuerdos de mi familia, pero no tenía tiempo para lidiar con eso ahora.

Entré en el despacho, abrí la caja fuerte donde guardaba todos los documentos importantes y cambié la combinación. Guardé las joyas que quedaban, las cerré y salí. Preparé una maleta y me despedí de Javier con un beso en la mejilla. Solo por fastidiar, cogí disimuladamente las llaves de su coche de la mesita del recibidor, las metí en mi bolso y salí de casa. No fui al aeropuerto. Fui a un hotel en el centro de la ciudad. Reservé una suite cómoda, subí a la habitación y finalmente respiré hondo.

Estaba sola, segura y con el control total de la situación. Una hora después de salir de casa, mi móvil sonó. ¿Sabes dónde están las llaves de mi coche? Fingí sorpresa. No sé, amor. Pero, ¿para qué quieres las llaves a estas horas? Ah, por nada. Solo me he dado cuenta de que no estaban aquí en la mesita. Lo interrumpí. Quizás se han caído detrás del mueble. ¿Has buscado bien? Oí un suspiro de irritación al otro lado. Voy a echar un vistazo.

Buen viaje. Te quiero. Colgué e inmediatamente abrí la aplicación de las cámaras. La visión de Javier revolviendo toda la casa, buscando las llaves que estaban guardadas en mi bolso, era casi cómica. Miraba debajo del sofá, rebuscaba en cajones, incluso se agachó para mirar debajo de los muebles. Después de 15 minutos de búsqueda frustrada, cogió el móvil, tecleó algo rápidamente y se tiró en el sofá del salón con la expresión de quien acaba de darse cuenta de que ha perdido completamente el control.

Sonreí sola en la habitación del hotel, pero la noche aún no había terminado. Media hora después, mi móvil me notificó que había alguien en la puerta de casa. Activé la cámara y vi a tres personas entrando en el piso. Tío Carlos, tía Carmen y Mariela se sentaron a la mesa de la cocina. Javier parecía destrozado, con los hombros caídos y el rostro pálido. Tía Carmen estaba visiblemente irritada, con los brazos cruzados y expresión dura. Tío Carlos tamborileaba con los dedos en la mesa, impaciente.

Subí el volumen del audio al máximo y me conecté los auriculares. Cuenta bien qué está pasando, exigió tía Carmen con voz cortante. Javier se pasó la mano por la cara cansado. Ha contratado una inmobiliaria para administrar los pisos. Todos los inquilinos han recibido una notificación. A partir de este mes, los alquileres van directos a la inmobiliaria. Contratos nuevos, todo oficial. Ya no tengo acceso a nada. ¿Y el piso de Mariela? Preguntó tío Carlos. También ha recibido la notificación.

Contrato nuevo en una semana o desaucio. Mariela se llevó una mano protectora al vientre. Javier, no tengo dinero para pagar el alquiler. Lo sabes. Lo sé, respondió Javier con voz derrotada. Tendrás que vivir con mis padres por ahora hasta que resuelva esta situación. Resolver. ¿Cómo? Escupió prácticamente tío Carlos. Has perdido el control de todo. Años de planificación, años cuidando a esa chica y lo dejas escapar en el último momento. Yo no lo he dejado escapar, replicó Javier levantando la voz.

Es ella la que se ha vuelto lista de repente. Nunca ha cuestionado nada en 5 años de matrimonio y de la nada decide contratar una inmobiliaria. Porque te precipitaste con ese estúpido poder notarial, dijo tía Carmen señalándolo con el dedo. Deberías haber esperado más, ganarte más su confianza. más confianza. La conozco desde que nació. Si eso no es confianza suficiente, no sé que lo es. Claramente no lo fue, murmuró tío Carlos. Hubo un silencio tenso. Mariela jugueteaba nerviosamente con el collar que llevaba mi collar de zafiros, frotando el colgante entre sus dedos.

¿Y ahora qué? Preguntó con voz débil. ¿Qué hacemos, Javier? Suspiró. Voy a intentar convencerla de que firme el poder. Es la única forma de revertir esto. Con el poder puedo deshacer el contrato con la inmobiliaria, retomar el control. ¿Pero qué le vas a decir para que lo firme? Preguntó tío Carlos. No sé. Necesito hablar con ella cuando vuelva de Japón. Tía Carmen se inclinó hacia delante con las manos sobre la mesa. Javier, escúchame bien. No hemos cuidado de esa niña todos estos años para no conseguir nada al final.

¿Entendido? No aguanté a esa cría llorando por sus padres muertos de gratis. Tu padre y yo no hicimos tanto sacrificio para que ahora salga mal. Se me revolvió el estómago. La forma en que hablaba de mí como si fuera una carga, una inversión que tenía que dar beneficios. Lo sé, mamá, dijo Javier cansado. Lo sabes. De verdad lo sabes. Se unió tío Carlos a su mujer. Esa empresa debería haber sido nuestra también. La mitad de ese dinero, la mitad de esos pisos, todo debería ser nuestro.

Pero su padre se volvió avaricioso y compró mi parte cuando la empresa iba mal. Se quedó con todos los beneficios cuando mejoró. Nos engañó y luego se murió dejándoselo todo a esa niña mimada. Tía Carmen se movió en la silla y continuó. Ella creció en los mejores colegios. Tuvo todo lo que quiso. Nunca ha trabajado un día duro en su vida. Nosotros mientras tanto currando. Tu padre en esa tienda miserable. Yo en esa consulta, viéndolos de lejos con esa vida de lujo que también debería haber sido nuestra, tío Carlos asintió.

De acuerdo. Por eso, cuando murieron fue nuestra oportunidad, nuestra oportunidad de corregir esa injusticia, cuidar de la niña, ganarnos su confianza y cuando cumpliera 21, estar tan cerca que nos viera como su familia. Y funcionó. Nos dejó vivir en su casa. Confió en ti para administrar los pisos. se casó contigo. Todo era perfecto hasta que tú lo estropeaste todo, completó tía Carmen mirando a Javier con desprecio. Yo no he estropeado nada. Javier golpeó la mesa. El plan era esperar a que firmara el poder, pasarlo todo a mi nombre y entonces pedirle el divorcio.

Y listo, se acabó. Cada uno por su lado. Pero no lo firmó. Aún no, pero lo hará. Dijo Javier. ¿Cómo estás tan seguro? Dudó tío Carlos. Javier vaciló. Yo yo creo que sí. Encontraré la manera. Ella confía en mí. Confiaba, corrigió tía Carmen. Después de esta historia de la inmobiliaria, no sé yo, parece que sospecha algo. Se quedaron en silencio unos momentos. Yo seguía allí en la habitación del hotel con el corazón acelerado, grabando cada segundo de esa conversación.

¿Y nosotros?, preguntó Mariela. Has dicho que ya no tienes los alquileres. ¿Cómo me vas a mantener? Mantener al bebé. Javier se pasó la mano por el pelo, frustrado. No lo sé, Mariela, no lo sé. El dinero que tenía ahorrado lo usé para pagar el viaje y el resto lo perdí en las apuestas. Lo perdiste, casi, gritó tía Carmen. Javier, prometiste que lo dejarías. No sabía que me quedaría sin cobrar los alquileres este mes. Si lo hubiera sabido, no lo habría apostado todo.

Eres un niñato idiota, dijo tío Carlos sin rodeos. Un capullo. Y ahora, ¿cómo vamos a pagar las facturas de este mes? Voy a arreglarlo, insistió Javier. Pero su voz carecía de convicción. Mariela empezó a llorar. Prometiste que no tendría que preocuparme por el dinero. Dejé mi trabajo, me peleé con mis padres, me fui de casa. Prometiste que cuidarías de mí, que tendríamos una buena vida, que el bebé lo tendría todo y ahora me dices que no tienes dinero, que lo has perdido todo en apuestas.

Mariela, por favor. No. Se levantó de la silla. No me puedo creer que haya sido tan idiota. todos estos años siendo la otra, escondida esperando. ¿Y para qué? Para acabar embarazada, sin casa, dependiendo de la caridad de tus padres. Cálmate, Mariela, dijo tía Carmen, pero sin mucha simpatía. Vamos a resolver esto y cuando consigamos el dinero, todos nos beneficiaremos. Tú, el bebé, todos. Pero tienes que tener paciencia. Paciencia. Mariela rió sin humor. Estoy embarazada de 4 meses, Carmen.

En 5 meses tendré un bebé. No tengo tiempo para tener paciencia, pues deberías haberlo pensado antes de quedarte embarazada”, replicó tía Carmen con frialdad. “¿Nunca has oído hablar de los anticonceptivos o los preservativos? El silencio que siguió estaba cargado de tensión. Finalmente, tío Carlos lo rompió. Necesitamos un nuevo plan. Si Alicia no va a firmar el poder por las buenas, tendremos que forzarla de alguna manera. ¿Forzarla cómo? Preguntó Javier. No sé. Chantaje, amenaza, algo que la deje sin opción.

Chantaje con qué? Preguntó Mariela. No tiene nada que ocultar. Su vida es perfecta, limpia, correcta. Todo el mundo tiene algo, murmuró tío Carlos. Solo tenemos que encontrar el qué. Tía Carmen asintió pensativa. O creamos algo, plantamos alguna evidencia, algo que la comprometa. Luego le ofrecemos solucionarlo a cambio de la firma. Sentí náuseas. Estaban considerando de verdad incriminarme en algo falso solo para conseguir mi firma. Eso es muy arriesgado, dijo Javier. Más arriesgado que perderlo todo, rebatió tío Carlos.

Se quedaron unos minutos más discutiendo posibilidades, cada una más absurda que la anterior. Finalmente decidieron pensarlo mejor y volver a reunirse en unos días. Cuando por fin se fueron, eran casi las 3 de la mañana. Apagué la cámara con las manos temblorosas. No era solo una estafa financiera, no era solo una traición, era una conspiración que duraba más de una década. Desde la muerte de mis padres, quizás incluso antes, lo habían planeado todo. Cada gesto de cariño, cada palabra de consuelo, cada momento de familia, todo había sido calculado, medido, ejecutado con precisión y yo me lo había creído todo.

Cuando dieron las 7 de la mañana, cogí el teléfono y llamé al Dr. Mateo. Respondió al tercer tono. Voz somnolienta, pero se puso alerta al reconocer mi voz. Alicia, ¿qué ha pasado? Lo tengo todo grabado, la confesión completa. Han admitido que el matrimonio fue una estafa desde el principio, que me cuidaron solo para tener acceso a la herencia y que ahora están planeando chantajearme o incriminarme para forzarme a firmar el poder. Hubo un silencio al otro lado.

¿Estás a salvo? Sí, estoy en un hotel. No saben dónde estoy. Mándame las grabaciones ahora mismo y ven por la tarde a mi despacho. Vamos a acabar con esto de una vez por todas. A las 2 de la tarde estaba en el despacho del Dr. Mateo. Ya había visto las grabaciones principales. Su rostro estaba serio, la mandíbula tensa. Alicia, esto es mucho peor de lo que imaginábamos. Empezó abriendo una carpeta gruesa sobre la mesa. Pero también es mucho mejor para tu caso.

¿Cómo? El detective que contraté ha finalizado la investigación. Tenemos pruebas concretas de todo. Giró el portátil hacia mí. Los alquileres desviados a la cuenta personal de Javier desde hace 5 años. Extractos bancarios que muestran gastos excesivos en apuestas online, casinos, webs de juego. Javier es un ludópata. Se me revolvió el estómago, pero no era una sorpresa. Lo había descubierto la noche anterior. Hay más, continuó abriendo otra pestaña. Los viajes a las canarias eran todo mentira. El detective consiguió los registros de las reservas de vuelos y hoteles a su nombre.

Todos los años los cuatro se iban a un resort de lujo. Javier, Mariela, tío Carlos y tía Carmen. Billetes de avión, hoteles de cinco estrellas, todo pagado con tarjetas vinculadas a la cuenta donde se ingresaban los alquileres de tus pisos. me mostró los documentos, confirmaciones de reserva, extractos de tarjetas de crédito, billetes de avión, todo a su nombre, todo pagado con mi dinero. Las fechas coincidían perfectamente entre el 25 de diciembre y el 6 de enero de cada uno de los últimos 5 años.

Mientras yo me quedaba en Madrid trabajando, creyendo que visitaban a parientes en las Canarias, ellos estaban divirtiendo por ahí con mi dinero. ¿Qué hacemos ahora? Se reclinó en la silla con una sonrisa que no llegaba a los ojos. Ahora los destrozamos legalmente. Divorcio inmediato por adulterio y fraude. Con estas pruebas, Javier no se lleva ni un céntimo. Desauciamos a Carlos y Carmen de tu casa. Interponemos una querella por apropiación indebida por todo el dinero desviado, una denuncia por hurto por las joyas y podemos considerar incluso la vía penal.

¿Vamos a hacerlo? Respondí sin dudar. Excelente. Empezaré a preparar toda la documentación. Mañana mismo estará todo listo para presentarlo en el juzgado. Pasé tres días en el hotel monitorizando cada movimiento a través de las cámaras. Javier y Mariela estaban cada vez más a gusto en mi piso. Ella prácticamente se había mudado allí, sus cosas esparcidas por la casa y se comportaban como una pareja en cada rincón, en el salón, en la cocina, en mi dormitorio, cada espacio profanado por su traición.

La tarde del tercer día, mientras veía otra escena deplorable a través de la cámara del salón, tuve una idea. Ya tenía todas las pruebas que necesitaba, pero había algo que quería ver en persona, algo que tenía que suceder para que mi plan fuera aún mejor. Necesitaba pillar a Javier Infraganti y necesitaba que tía Carmen y tío Carlos lo supieran a través de mí. Esperé al momento adecuado. En la pantalla de mi móvil vi a Javier y Mariela acomodarse en el sofá del salón, bebiendo vino, riéndose de algo en el móvil de él.

Estaban completamente relajados. Perfecto. Cogí mis llaves y salí del hotel. Mi casa estaba a 10 minutos de allí. Durante todo el trayecto, mi corazón latía acelerado, no de nerviosismo, sino de una extraña mezcla de rabia y satisfacción anticipada. Aparqué en el garaje del edificio. Subí en el ascensor. Caminé por el pasillo hasta mi puerta. Respiré hondo. Eché un último vistazo al móvil para asegurarme de que era el momento oportuno y abrí. La escena que encontré era exactamente la que esperaba, pero aún así, verlo en persona fue diferente a verlo a través de una pantalla.

Javier y Mariela estaban en el sofá. Ella estaba sentada en su regazo, llevando uno de mis camisones de seda. Se besaban. Las manos de él recorriendo su cuerpo con la familiaridad de quien lleva años haciéndolo. El sonido de la puerta al abrirse los hizo separarse de inmediato. Javier giró la cabeza y se quedó blanco, literalmente blanco. Toda la sangre desapareció de su rostro en dos segundos. Alicia gritó empujando a Mariela a un lado y levantándose de un salto.

Tú, Japón, no deberías. Mariela se tapó con una manta, con los ojos desorbitados por el pánico. Me quedé parada en la puerta, observándolos a los dos. No dije nada, solo observé. Alicia, por favor, déjame explicarte. Empezó Javier dando pasos hacia mí. Esto no es lo que parece. Mariela estaba, necesitaba un sitio donde quedarse. Y quiero el divorcio. Lo corté. Mi voz, saliendo más firme y tranquila de lo que esperaba, se detuvo parpadeando varias veces. ¿Qué? Divorcio, me has engañado en nuestro piso con tu exnovia.

Claro que quiero el divorcio. Vi como el pánico en sus ojos era reemplazado por algo más calculador. Estaba pensando, procesando, intentando encontrar una salida. Alicia, vamos a hablar con calma, empezó cambiando la estrategia a una voz más suave. Estás enfadada. Lo entiendo, pero no hay nada que hablar. Quiero que salgáis de mi piso ahora. Mariela se levantó aún sujetando la manta. Lo siento mucho, Alicia. Cállate, le dije sin mirarla. No me debes ninguna disculpa. No me debes nada, simplemente sal de mi casa.

Javier dio un paso al frente y por primera vez vi algo peligroso en sus ojos, una arrogancia que siempre había ocultado bien. “No vas a poder probar la traición”, dijo con voz baja pero firme. “Y aunque lo consigas, tendrás que pagarme una pensión y darme la mitad de tus bienes, incluido este piso. Buena suerte con el divorcio, Alicia sonrey. No pude evitarlo. Una sonrisa pequeña, pero genuina. Ya veremos, respondí simplemente y me fui. Oí a Javier llamándome en el pasillo, pero no miré atrás.

Entré en el ascensor, las puertas se cerraron y finalmente dejé que la sonrisa creciera. Realmente pensaba que no tenía pruebas, que lo había descubierto por casualidad en ese preciso momento, que era lo suficientemente idiota como para no saber que la herencia son bienes privativos. De vuelta en el coche, cogí mi móvil y marqué el número de tía Carmen, respondió al segundo tono con voz alegre. Alicia querida. ¿Qué tal, Japón? Dejé que mi voz temblara como si estuviera llorando.

Tía, he vuelto antes y he pillado a Javier con otra mujer. Silencio al otro lado. ¿Qué? Dijo finalmente y por el tono me di cuenta de que la sorpresa era genuina. ¿Cómo que con otra? ¿Dónde? En nuestro piso. Respondí poniendo todo el dolor que pude en la voz. Estaba allí, estaban juntos y está embarazada, tía Carmen. Dios mío, murmuró ella. La oí respirar hondo. No sé qué hacer, continué dejando que mi voz se quebrara. ¿Cómo ha podido hacerme esto?

Alicia, cariño, ¿dónde estás? Preguntó tía Carmen. Y había algo en su voz. ¿Precupación o cálculo? Estoy en el coche, en el garaje del edificio. No puedo volver a ese piso. No, ahora. Ven aquí. Ven a casa. Vamos a hablar a arreglar esto. No respondí de inmediato. Tengo que llamar a un abogado. Voy a pedir el divorcio. Alicia, no tienes por qué ser tan drástica. Vamos a hablar quizás. Me ha engañado, tía Carmen. La corté poniendo firmeza en la voz.

En nuestro piso no hay conversación que arregle esto. Tienes razón, dijo después de un momento. Tienes toda la razón. Déjamelo a mí. Voy a hablar con él. Ese niño me va a oír. Colgué y me permití sonreír de nuevo. Ahora solo quedaba esperar a que empezara el espectáculo. No tardó ni un minuto. A través de la aplicación de las cámaras, vi sonar el móvil de Javier. Miró la pantalla y su rostro se volvió aún más pálido. Es mi madre, le dijo a Mariela, que estaba recogiendo sus cosas esparcidas por la casa.

Contestó e inmediatamente apartó el teléfono de la oreja. Incluso a través de la cámara se oía a tía Carmen gritar. ¿Eres tonto o te lo haces? Javier intentó responder, pero ella no le dejó. ¿Cómo has dejado que te pille en el piso con Mariela? No eres capaz de pensar con la cabeza de arriba ni 5 segundos. Mamá, calma. ¿Puedo explicarlo? Explicar. Explicar qué. Años, Javier, años de planificación. Años cuidando a esa chica, ganándonos su confianza, construyéndolo todo ladrillo a ladrillo.

Y tú lo estropeas todo porque no puedes mantenerte los pantalones puestos. Nunca había oído a tía Carmen gritar así. La máscara de mujer educada y amable se había caído por completo. Voy a arreglarlo intentó decir Javier, pero su voz era débil. Arreglarlo. ¿Cómo lo vas a arreglar? Va a pedir el divorcio. Ya ha dicho que va a pedir el divorcio. No tiene pruebas. No podrá probar el adulterio. Te ha pillado en el piso con tu amante embarazada, imbécil.

¿Qué prueba más clara quieres? Oí la voz de tío Carlos. Tía Carmen debió de poner el altavoz porque su voz se oyó con claridad. Eres un idiota, dijo tío Carlos con una calma gélida que era peor que los gritos de su mujer. Un completo y absoluto idiota. Confiamos en ti. Te dimos una única tarea. Casarte con ella, ganarte su confianza, hacer que firmara el poder y no ha sido capaz ni de eso. Lo intenté. No quiso firmar.

Pero la haré desistir del divorcio, insistió Javier. Y había desesperación en su voz. Voy a hablar con ella. Me disculparé yo. ¿Cómo? Preguntó tío Carlos aún con esa calma aterradora. ¿Cómo vas a hacer que una mujer que acaba de pillarte engañando la descista del divorcio? ¿Qué argumentos tienes? Silencio. Es lo que pensaba. Continuó tío Carlos. No tienes nada. Lo hemos perdido todo por tu culpa. No lo hemos perdido todavía, argumentó Javier, pero sin convicción. Aún tendrá que darme la mitad de los bienes en el divorcio.

Aunque haya habido traición, se divide. Tía Carmen soltó una risa amarga. De verdad que eres tonto. Esos inmuebles son herencia. No entran en la partición. Se va a divorciar. Te quedarás sin nada y encima con una amante embarazada a la que mantener. Enhorabuena, Javier. ¿Has conseguido estropearlo todo. Vi a Javier sentarse pesadamente en el sofá con el teléfono aún en la oreja, la cara entre las manos. ¿Podéis venir aquí?, preguntó con voz débil. Tenemos que hacer algo.

Necesitamos un plan. No, dijo tía Carmen secamente. Tú te has metido en este lío solo. Ahora sal tú solo. Estoy harta, Javier. Harta de ti, harta de toda esta situación. Y colgó. Javier se quedó sentado allí mirando el teléfono durante casi 5 minutos. Mariela intentó acercarse, pero él la apartó. “Tienes que irte”, le dijo. Cuete, Mariela, ahora y no vuelvas. Pero Javier, no tengo a dónde ir. No es mi problema ahora! Gritó él levantándose. Vete a casa de tus padres.

Vete a donde quieras, pero lárgate de aquí. Vi a Mariela empezar a llorar, cogiendo sus cosas a toda prisa, saliendo del piso casi corriendo. Javier se quedó solo en el salón, caminando de un lado a otro, cogiendo el móvil, tecleando algo, borrando, tecleando de nuevo. Me estaba mandando mensajes, vi las notificaciones llegar a mi móvil. Alicia, por favor, déjame explicarte. Fue un error, un momento de debilidad. Me sentí solo. Has estado mucho tiempo fuera. Te quiero. Siempre te he querido.

¿Podemos arreglar esto, por favor? Borré todos los mensajes sin responder. Apagué las cámaras y me recosté en el asiento del coche. Fase uno, completada. Ahora solo quedaba esperar a mañana. A la mañana siguiente me desperté temprano. Ya le había pedido al Dr. Mateo que lo preparara todo para que fuera entregado ese mismo día. Por la mañana, a las 8 en punto, dos oficiales de justicia se dividieron. Uno fue a la casa donde vivían tío Carlos y tía Carmen.

El otro fue a mi piso donde estaba Javier. Estaba en el despacho del Dr. Mateo cuando mi móvil sonó. Era tía Carmen. Contesté. Alicia gritó. Y había pánico en su voz ahora. Nada de la rabia contenida de ayer. Pánico puro. ¿Qué es esto? Un desaucio. Nos estás echando. Sí, respondió y simplemente. Pero, ¿por qué? ¿Qué hemos hecho? Intentadivarlo. Alicia, por favor, no puedes hacer esto. No tenemos a dónde ir. Somos mayores. No tenemos dinero para No es mi problema.

La corté usando las mismas palabras que Javier había usado con Mariela el día anterior. Es por lo que ha hecho Javier, pero nosotros no tenemos nada que ver con eso. Casi me río. Que no tenéis nada que ver. En serio, claro que no. Estamos tan sorprendidos como tú. Ese niño idiota. Tía Carmen, la interrumpí. Mi voz volviéndose fría. Lo sé todo. Los viajes que no eran a las canarias, los alquileres desviados. El plan que teníais desde la muerte de mis padres.

Lo sé todo. Silencio absoluto al otro lado. Así que sí, continué. Tenéis 30 días para salir de mi casa y os sugiero que uséis ese tiempo para buscar un buen abogado porque lo vais a necesitar. Colgué antes de que pudiera responder. Dos minutos después, mi móvil sonó de nuevo. Javier, contesté, Alicia, ¿esto va en serio? Preguntó. Y había algo diferente en su voz. Miedo, divorcio, apropiación indebida, hurto. ¿Me estás denunciando? Sí, pero ¿por qué esas acusaciones? ¿No tienes pruebas de todo eso, sí que las tengo.

¿Qué pruebas? ¿Cómo has cámaras de seguridad en todo el piso, Javier? Con audio instaladas hace días. Tengo la grabación tuya con Mariela. Tengo la grabación de la reunión en la cocina, donde todos confesasteis el plan entero. Tengo documentos que demuestran los desvíos de dinero, los viajes falsos, todo. Silencio. Nos has grabado, consiguió decir finalmente. Os he grabado y se lo he entregado todo a la justicia. Pero eso es ilegal. No puedes grabar a la gente sin su consentimiento.

Sí que puedo en mi piso, con mis cámaras de seguridad. Es perfectamente legal. Lo oí respirar pesadamente al otro lado. ¿Cuánto quieres?, preguntó finalmente. ¿Cuánto quieres para olvidarlo todo? Para retirar las demandas. 10,000 € 20.000. ¿Cuánto? Esta vez me reí. Me reí de verdad. Javier, ¿de verdad crees que quiero dinero? Yo tengo dinero. Lo que quiero es justicia y mis bienes de vuelta. Tus bienes nunca han dejado de ser tuyos. No. Y los 200,000 € que desviaste de los alquileres a lo largo de 5 años y mis joyas que robaste y le diste a tu amante y los años de mentiras.

Yo te lo devolveré todo con intereses. Solo retira las demandas. No, no tienes donde caerte muerto. ¿Cómo crees que me lo vas a devolver con intereses? Alicia, por favor, esto me va a destruir. Va a destruir a mis padres, a todos nosotros. Deberíais haberlo pensado antes. ¿Estás haciendo esto por venganza? Porque te he engañado. Ya te he pedido perdón. No, Javier, estoy haciendo esto porque os pasasteis más de una década planeando una estafa contra mí, porque usasteis la muerte de mis padres.

Usasteis mi vulnerabilidad, mi confianza, porque sois exactamente el tipo de personas que merece pagar por sus crímenes. Crímenes. Solo tome malas decisiones con nuestro dinero. Es el riesgo del negocio. Desviaste dinero, falsificaste contratos, robaste joyas, cometiste fraude. Son delitos, Javier, y vas a responder por ellos. Lo oí empezar a llorar al otro lado. No, ese llanto manipulador que probablemente usaría si estuviéramos cara a cara. Era un llanto de desesperación real. Por favor, suplico, voy a perderlo todo.

No tendré nada. Bienvenido al club, respondí fríamente. Tú también ibas a dejarme sin nada. La diferencia es que yo fui más lista y lo descubrí antes. Lo oí tragar saliva al otro lado. Mis padres, empezó, pero la voz le falló. Mis padres me van a matar. Me van a matar por haber dejado que esto pasara. No es mi problema. ¿No lo entiendes? Su voz se volvió desesperada. Me van a culpar de todo. Dirán que estropeé su plan, que fui tonto, descuidado.

Y no lo fuiste. Lo corté. Fuiste tonto y descuidado. Te dejaste pillar con tu amante. No sabía que ibas a volver antes. No hablo solo de ese día, Javier. También hablo de la Nochebuena. Cuando anunciaste el embarazo de Mariela a toda la sala, cuando tus padres hablaron de conseguir por fin los inmuebles que creían tener por derecho, cuando todos brindasteis por el futuro, silencio absoluto al otro lado. ¿Estabas allí? Su voz salió en un hilo. Pues sí, también llegué antes de la fiesta de la empresa.

Lo oí todo, lo vi todo y me fui antes de que nadie se diera cuenta. Pero, pero me mandaste un mensaje después diciendo que estabas en la fiesta de la empresa porque necesitaba tiempo, Javier. Tiempo para procesar, tiempo para planificar, tiempo para reunir pruebas. Pensasteis que sería eternamente idiota, eternamente agradecida, eternamente ciega. Y os dejé creerlo mientras me preparaba. Otro silencio más largo, pesado. Entonces, desde Navidad, murmuró como si estuviera procesándolo. Lo sabías desde Navidad. El viaje a Japón, las cámaras, todo fue planeado.

Sí, pero os destruisteis vosotros solos. Yo solo estoy asegurándome de que paguéis las consecuencias. Y colgué. Miré al Dr. Mateo, que había seguido toda la conversación. ¿Cómo te sientes?, preguntó. Pensé por un momento. Libre. respondí finalmente. Me siento libre. Él sonríó. Tu padre estaría orgulloso. Tardó dos meses en resolverse todo. El divorcio fue rápido porque Javier no tenía cómo luchar. Con todas esas pruebas, su abogado básicamente le suplicó que lo firmara todo sin oponerse. Es la única salida, oí decir al tipo en el pasillo del juzgado.

Vi a Javier firmar los papeles. Le temblaba tanto la mano que el bolígrafo casi se le cae. No pudo mirarme a los ojos ni una vez. Salí de allí oficialmente divorciada, oficialmente dueña de todo lo que siempre fue mío. La condena por apropiación indebida llegó poco después. 260,000 € a devolver. Aparte de las joyas, el juez determinó un embargo del 30% de su salario. Solo que Javier nunca había tenido un salario, nunca había trabajado de verdad en su vida.

Sugiero que el acusado consiga un trabajo de verdad”, dijo el fiscal casi riéndose. Y eso fue lo que pasó. Unas semanas después, el Dr. Mateo me contó que Javier por fin había conseguido un trabajo. Camarero en una cafetería en el centro de Madrid, por primera vez en su vida adulta. Estaba trabajando de verdad, levantándose temprano, llevando uniforme, atendiendo a clientes, limpiando mesas. El mismo tipo que se pasaba los días fingiendo estudiar gráficos delante del ordenador, que me daba la lata hablando de inversiones estratégicas, ahora por fin estaba haciendo algo productivo.

Tío Carlos y tía Carmen tuvieron 30 días para salir de la casa. El último día fui a hacer la inspección con el oficial de justicia. Esperaba que estuviera desordenada. No esperaba un vandalismo completo. Muebles rotos, agujeros en las paredes, pintura en spray con insultos, espejos hechos añicos por el suelo. Habían destruido todo lo que pudieron antes de irse. Tío Carlos me esperaba en la puerta, fulminándome con la mirada. Satisfecha, claro que no. ¿Y este destrozo? No tenemos a dónde ir.

Tía Carmen apareció detrás de él llorando. Somos mayores, no tenemos dinero. Nos lo has quitado todo. He quitado lo que siempre fue mío. Vosotros sois los que os pasasteis años fingiendo que era vuestro. Tu padre nos robó. Tío Carlos dio un paso hacia mí, pero el oficial se interpuso. Ese dinero era nuestro. Mi padre os compró vuestra parte. Elegisteis salir. No fue culpa suya que os rindierais demasiado pronto y desde luego, no es culpa mía. Te arrepentirás de esto, siseo, tía Carmen.

No lo haré, pero vosotros sí cada santo día. Me di la vuelta y me fui. Mandé reformar la casa entera. Tardó más de un mes, pero quedó preciosa. La vendí en dos semanas a una pareja con dos hijos pequeños. Estaban radiantes, haciendo planes sobre cómo iban a decorar cada habitación sobre la fiesta del cumpleaños que harían en el jardín. Espero que sean felices allí. Esa casa merecía buenas historias. El piso donde viví con Javier también lo vendí.

Ni siquiera volví a entrar. No habría podido. Contraté a gente para vaciarlo todo, reformarlo y lo vendía mueblado a un inversor que ni siquiera quiso verlo en persona. De los cinco inmuebles que heredé, me quedé solo con los tres pisos que siempre habían estado alquilados. Lo dejé todo en manos de la inmobiliaria. La renta mensual me daba de sobra para vivir bien y además tenía el dinero de las ventas invertido. Por amigos en común me fui enterando de las cosas.

Javier y Mariela se separaron. Ella nunca le perdonó que la echara esa noche embarazada sin un lugar a donde ir. La humillación, la desesperación, la frialdad con la que la mandó a la calle, todo eso mató lo que fuera que existiera entre ellos. Mariela hizo las paces con sus padres y volvió a su casa. La recibieron con los brazos abiertos, felices de tener a su hija de vuelta y al nieto que estaba por llegar, incluso en las circunstancias más difíciles.

Javier, por otro lado, estaba completamente solo. Había cortado la relación con sus padres después de todo lo que pasó. Las acusaciones, los gritos, las ofensas que se intercambiaron cuando se dieron cuenta de que lo habían perdido todo, no tenían vuelta atrás. Carlos y Carmen ni siquiera llegaron a conocer a su nieto. Él alquiló una habitación en un piso compartido en un barrio malo. Trabajaba en la cafetería. Volvía cada día a una habitación vacía. Dormía solo, sin Mariela, sin su hijo, sin sus padres, sin nada.

Carlos y Carmen estaban en un piso minúsculo al otro lado de la ciudad. Carlos volvió a hacer chapuzas en la construcción. A pesar de su edad y su cuerpo machacado, Carmen encontró trabajo de secretaria en una tienda de animales, ganando el salario mínimo. La familia, que lo había planeado todo tan cuidadosamente, se había hecho añicos, separados, solos, amargados, cada uno culpando al otro del desastre que habían creado. Tres meses después del divorcio, hice las maletas y me fui de Madrid.

Ya no tenía motivos para quedarme allí. Elegí Valencia porque estaba lo suficientemente cerca como para no ser dramático, pero lo suficientemente lejos como para ser un verdadero nuevo comienzo. Compré una casita con dos habitaciones y un jardín delantero. Nada lujoso, nada exagerado. Pinté las paredes de los colores que me gustaban. Colgué fotos de mis padres. Planté rosas en el jardín porque a mi madre le encantaban las rosas y hortensias porque mi padre decía que eran las más bonitas.

Levantarme temprano y cuidar del jardín se convirtió en mi rutina preferida. Regar, podar, ver las cosas crecer. Una metáfora un poco obvia, lo sé, pero me calmaba. Poco a poco fui conociendo gente, la vecina, que hace unas galletas increíbles y siempre aparece con una hornada cuando se da cuenta de que estoy en casa. El dueño de la cafetería de la esquina que ya se sabe mi pedido de memoria. Un grupo que se reúne para caminar por el parque todas las mañanas.

Gente que me conoció como Alicia, la que se mudó de Madrid y le gusta la jardinería. No como Alicia, la que casi fue destruida por quienes decían ser su familia. Era bueno ser solo yo misma, sin peso, sin explicaciones. Dejé mi trabajo en Madrid. En la empresa se disgustaron. Me ofrecieron un aumento, un ascenso, cualquier cosa para que me quedara. Pero necesitaba distancia de todo. Seguí trabajando como consultora para ellos, pero ahora a distancia, proyectos puntuales, cuando yo quería, como yo quería, nada que me consumiera.

Viajé bastante. Francia, Italia, Japón, esta vez de verdad, conociendo los lugares, probando la gastronomía de cada país, haciendo fotos. El doctor Mateo me llama todos los meses, siempre el mismo día, a la misma hora. me cuenta tonterías de su despacho, me pregunta cómo estoy, a veces me pone al día sobre algún asunto legal. “Javier ha intentado recurrir el embargo de nuevo,” me contó el otro día. El juez se lo ha denegado. Es la quinta vez ya. Nos reímos.

Es la persona más cercana a una familia que tengo hoy. Y aún así, hay una parte de mí que no se abre completamente con él, que mantiene esa distancia segura. Ya han pasado 3 años desde aquella Nochebuena. Me despierto cada día en mi casa en Valencia. Hago café. Me siento en la terraza mirando el jardín. Las rosas están preciosas, las hortensias también. No he salido con nadie en serio en estos tr años. He salido con algunas personas, he tenido cenas agradables, conversaciones buenas, pero nada pasaba de tres o cuatro citas.

El mes pasado, un chico muy majo, hermano de un amigo del grupo de caminata, intentó cogerme de la mano. Habíamos salido ya tres veces. Iba bien. Me aparté sin pensar. Puro instinto. Lo siento le dije. Aún no estoy preparada. Fue supercprensivo. Sin presión. Vamos a tu ritmo. Dos semanas después dejó de llamarme. No lo culpo. Nadie quiere estar esperando a alguien que quizás nunca esté preparada. Y sabes, quizás nunca lo esté. Porque cuando te pasas años creyendo que tienes una familia, confiando con los ojos cerrados y descubres que todo fue una mentira gigante desde el primer día, algo se rompe dentro de ti.

Ahora miro a todo el mundo un poco de reojo, buscando el truco, la mentira, la segunda intención. Es agotador, es solitario, pero me mantiene a salvo. A veces me pregunto si es justo conmigo misma, con la gente que se cruza en mi camino, llevar este trauma como una armadura contra todo el mundo. Pero entonces recuerdo, recuerdo haber confiado ciegamente, no haber dudado nunca y el precio que casi pagué. Y entonces pienso, vale, quizás sea solitario, pero es seguro.

Y después de todo, la seguridad vale más. Lo que he aprendido es que estar sola no significa estar vacía. Me lleno con otras cosas. Los libros que leo en la terraza, los viajes que hago, el jardín que planto, la casa que decoro a mi gusto, los amigos que he elegido tener cerca, aunque siempre a esa distancia prudente. Esta mañana, tomando café en la terraza con un pájaro cantando en el árbol del jardín, me he dado cuenta de una cosa.

Soy feliz. No de la manera que imaginaba cuando era más joven, sin marido, sin hijos, sin esa vida de anuncio de margarina, pero soy feliz a mi manera, a mi tiempo, en mis términos. Quizás algún día confíe en alguien de nuevo, quizás no. Y no pasa nada si ese día nunca llega, porque la verdadera herencia que mis padres me dejaron no fue el dinero ni los inmuebles. Fue la capacidad de levantarme siempre, sin importar cuántas veces me derriben.

Y esa nadie me la quita. Termino el café, miro las flores, siento la brisa y sonrío porque hoy elijo seguir adelante y eso es suficiente. Y eso es todo, gente. Esta ha sido mi historia. Gracias por haberos quedado aquí conmigo hasta el final.