El palacio Lopkov se levanta majestuoso en el corazón de Viena, sus paredes del siglo X testigos silenciosos de siglos de música europea. En este edificio donde Bethoven estrenó su tercera sinfonía, ahora se celebra el simposio internacional de instrumentos de cuerda, un evento académico que reúne a musicólogos y músicos de 25 países. Carlos Mendoza baja de un taxi con su arpa jarocha envuelta en mantas protectoras. A los 42 años, su rostro moreno contrasta con la blancura del invierno bien, viste guayavera blanca bordada y pantalón de lino.

Una decisión que provoca miradas curiosas de los transeútes abrigados con abrigos de lana. ¿Necesita ayuda, señor?, pregunta en inglés un joven asistente del simposio en la entrada. Gracias, pero puedo solo. Este instrumento ha viajado conmigo desde Veracruz. Ya nos conocemos bien. El peso de la arpa es considerable. Más de 20 kg de madera de cedro, caoba y palo de rosa. Pero Carlos la carga con la familiaridad de quien ha hecho esto mil veces. Dentro del palacio, el vestíbulo bule de actividad.

Músicos de India desempaquetan sitars. Un maestro japonés acomoda cuidadosamente suo. Una violinista rumana afina su instrumento. El aire huele a madera vieja, café bien y anticipación académica. Señor Mendoza. Lo saluda la doctora. Elga Schmidth, coordinadora del evento. Bienvenido a Viena. Tuvo buen viaje, largo, pero bueno. Mi arpa y yo sobrevivimos al cambio de presión. Excelente. Su presentación es mañana a las 2 de la tarde. Tiene asignado el salón Mozart para la demostración. Carlos sonríe. El salón Mozart es un honor.

Todos los participantes presentan en salas con nombre de compositores. Es nuestra tradición. Mientras Helga revisa su lista de asistentes, un hombre mayor se acerca con pasos medidos y expresión severa. Dr. Friedrich Ber tiene 55 años, pero parece mayor, con cabello completamente blanco peinado hacia atrás, lentes de montura dorada y un traje de tweet que grita academia europea. Elga, este es el mexicano. Pregunta en alemán asumiendo que Carlos no entiende. Sí, Friedrich, te presento al maestro Carlos Mendoza de Veracruz.

Weer cambia al inglés con acento marcado. ¿Y qué instrumento trae usted? Un arpa jarocha es tradicional de mi región. Un arpa. Bever se ajusta los lentes y mira el bulto envuelto en mantas. ¿Puedo verla? Carlos duda un momento, pero la cortesía puede más. Comienza a desenvolver cuidadosamente las mantas protectoras. Cuando el arpa queda expuesta, Weber no puede ocultar su reacción. El arpa jarocha que Carlos Mendoza carga con tanto cuidado es hermosa a su manera, pero radicalmente diferente de las arpas de concierto que dominan los escenarios europeos.

Tiene 32 cuerdas. en lugar de las 47 de una arpa de pedal. No tiene pedales en absoluto, esos mecanismos complejos que permiten cambios de tono en las arpas clásicas. La madera es más oscura, trabajada artesanalmente con tallados que representan motivos tradicionales veracruzanos. Las cuerdas son de nylon en lugar de tripa o metal. Es en todos los sentidos un instrumento forjado por necesidad y tradición en lugar de precisión europea. Weber la observa con la expresión de alguien que acaba de encontrar un error de imprenta en un libro importante.

Esto, esto es lo que va a presentar mañana, pregunta. Y aunque su tono intenta ser neutro, el desdén se filtra entre cada palabra. Sí, es un arpa. Jarocha del siglo XIX, restaurada por mi abuelo y mi padre. Interesante, dais Webever, pero el adjetivo suena como insulto y funciona. Carlos siente el calor subir por su cuello, pero mantiene la voz tranquila. Por supuesto que funciona. Ha funcionado durante más de 100 años. Lo que quiero decir es puede producir música real.

tiene el rango tonal necesario, la resonancia adecuada, produce la música para la que fue creada. Béber camina alrededor del instrumento como un cirujano, examinando a un paciente terminal. No tiene pedales. ¿Cómo puede tocar en diferentes tonalidades? Se afina en una tonalidad específica antes de tocar. Es parte de la tradición. Ah, ya veo. Una limitación técnica convertida en tradición. Helga interviene incómoda. Friedrich, el maestro Mendoza, es un experto reconocido en su instrumento. Fue invitado específicamente para Sí, sí, lo sé.

Béber levanta una mano para detenerla. Diversidad cultural, representación global, todas esas cosas modernas. Pero Helga, este es un simposio académico serio. Estamos presentando instrumentos con siglos de desarrollo técnico, construcción precisa, capacidades armónicas sofisticadas. Se vuelve hacia Carlos. No quiero ofenderlo, señor Mendoza. Estoy seguro de que su arpa folclórica tiene valor antropológico, pero no podemos pretender que esto es equivalente a un arpa de concierto real. El silencio que cae es denso. Otros músicos cercaen sintiendo la tensión. Carlos respira profundo.

Doctor Weber, entiendo que mi instrumento es diferente de lo que usted conoce, pero llevo 30 años tocando este arpa. Mi padre lo tocó durante 40 años, mi abuelo durante 50. No necesito pedales para crear música. Música, sí. Pero arte Bber se ríe ligeramente. Mire, yo respeto el folklore, es encantador. Tiene su lugar en festivales de pueblo, celebraciones locales, pero aquí en Viena, donde la música ha alcanzado su máxima expresión, no termina la frase, pero el mensaje es claro.

Friedrich, creo que deberías, empieza Helga. Solo digo la verdad, este instrumento puede producir melodías simples, ritmos básicos. Perfecto para bailes tradicionales, pero llamarlo arpa en el mismo sentido que una Herard o una Leon en Hilly sacude la cabeza. Es como comparar un carrito de madera con un stainway. Carlos envuelve su arpa de nuevo con movimientos cuidadosos, sus manos temblando ligeramente, no de miedo, sino de ira contenida. Mañana a las 2 dice sin mirar a Weber en el salón Mozart.

Ahí podrá escuchar lo que este carrito de madera puede hacer. Se aleja con su instrumento, dejando a Weber con una sonrisa satisfecha y a Helga con expresión mortificada. En su modesto hotel cerca del Danubio, Carlos desempaca su arpa en la habitación pequeña. Las paredes son delgadas y puede escuchar conversaciones en alemán en las habitaciones vecinas. El sonido de tráfico en la calle, la vida de una ciudad que no es la suya. Toca su teléfono y marca. Después de tres tonos, una voz familiar responde, Carlitos, ¿cómo está Viena?

Frío, papá, y difícil. ¿Qué pasó? Carlos le cuenta sobre Béber, sobre los comentarios, sobre el desprecio apenas disimulado. Su padre, don Arturo Mendoza, escucha en silencio desde Veracruz. ¿Y qué vas a hacer? Pregunta finalmente. Voy a tocar como me enseñaste. Bien, Carlitos, escúchame. Ese hombre no entiende porque nunca ha tenido que entender. Para él, la música empezó y terminó en Europa. No sabe que mientras Beethoven componía en Viena, nuestros ancestros estaban creando el son jarocho en las plantaciones de Veracruz.

Dice que nuestro arpa no es un arpa real. ¿Y tú qué crees? Carlos mira el instrumento que descansa contra la pared, las marcas de las manos de su abuelo aún visibles en la madera, las reparaciones hechas por su padre, sus propias modificaciones cuidadosas. Creo que tiene razón en una cosa, no es un arpa europea, es algo diferente, algo nuestro. Entonces, muéstrale eso. No trates de ser lo que él espera. Sé lo que eres. Después de colgar, Carlos pasa la noche afinando cada una de las 32 cuerdas con precisión absoluta.

No tiene pedales para ajustar tonalidades durante la presentación, así que cada cuerda debe estar perfecta desde el inicio. Sus dedos recorren las cuerdas con memoria muscular acumulada durante décadas. Cierra los ojos y puede ver la plaza de Tlacotalpan un domingo por la tarde. El son Jarocho, llenando el aire húmedo, parejas bailando zapateado sobre tarimas de madera, su padre sonriendo mientras toca. Esta arpa nació de una necesidad, crear música en un mundo donde los instrumentos europeos eran inaccesibles, donde la creatividad tuvo que trabajar con lo disponible.

Maderas locales, técnicas aprendidas de memoria, afinaciones que servían para el repertorio específico que la comunidad necesitaba. No es inferior, es diferente. Y mañana Carlos va a demostrarlo. El salón Mozart del Palacio Lopkov tiene capacidad para 150 personas. A las 2 menos10 de la tarde está casi lleno. Musicólogos, estudiantes de conservatorio, músicos invitados, todos curiosos por ver este arpa folclórica que ha causado tanta controversia. Weber se sienta en la tercera fila junto a colegas austríacos y alemanes. Han estado discutiendo en voz baja, ocasionalmente riéndose de algo que claramente tiene que ver con la presentación que están a punto de presenciar.

“Helga me dijo que le dedicó 10 minutos completos”, susurra uno de ellos. “¿Qué se puede hacer con un arpa sin pedales en 10 minutos?” Melodías campesinas, supongo, responde Weber. Será pintoresco. En el backstage, Carlos respira profundo. Sus manos, callosas y fuertes descansan sobre las cuerdas de su arpa. Puede escuchar el murmullo de la audiencia, el escepticismo que flota en el aire como niebla. Helga asoma la cabeza. 5 minutos, maestro Mendoza. Todo bien. Todo bien. Ignore a Fredrick, es complicado.

No lo ignoro. Él me va a escuchar. A las 2 en punto, las luces se atenúan. Helga sube al pequeño escenario y toma el micrófono. Damas y caballeros, nuestra siguiente presentación viene desde Veracruz, México. El maestro Carlos Mendoza nos introducirá al arpa jarocha, un instrumento fundamental en la tradición del son jarocho. Maestro Mendoza, por favor. Aplausos corteses. Mientras Carlos sube al escenario cargando su arpa, la coloca cuidadosamente en su posición, ajusta el ángulo, verifica la tensión de las cuerdas una última vez.

Mira a la audiencia. 150 pares de ojos lo observan con una mezcla de curiosidad y escepticismo educado. Encuentra la mirada de Bber, quien sonríe ligeramente con anticipación de lo que claramente espera será una presentación deficiente. Carlos no sonríe de vuelta, solo asiente y comienza a tocar. Lo primero que sorprende a la audiencia es la velocidad. Los dedos de Carlos vuelan sobre las 32 cuerdas con una precisión que parece imposible. No es el movimiento elegante y controlado de los arpistas clásicos europeos.

Es algo diferente, más percusivo, más rítmico, más vital. El patrón que emerge es complejo. La mano izquierda marca un bajo constante y sin copado, mientras la derecha teje melodías que se entrelazan, se separan. y vuelven a encontrarse. No hay pedales que cambien las tonalidades, pero no los necesita. La afinación fija del arpa crea un paisaje armónico específico dentro del cual Carlos se mueve con libertad absoluta. Weer se endereza en su asiento. Esto no es lo que esperaba.

La técnica que Carlos demuestra no se encuentra en ningún conservatorio europeo. Sus manos atacan las cuerdas. desde ángulos que violarían todas las reglas de la técnica clásica, pero producen un sonido que es imposiblemente limpio, cada nota clara como cristal. Las cuerdas de nylon que Béber había asumido eran una limitación técnica. Producen un timbre único, más brillante que las cuerdas de tripa, más cálido que el metal. El sonido llena el salón Mozart de una manera que ninguna arpa europea lo haría rebotando en las paredes barrocas con vida propia.

Pero más allá de la técnica está la música misma. Carlos no está tocando para impresionar a académicos europeos, está tocando la historia de su pueblo. Cada frase musical cuenta algo. La mezcla de ritmos africanos traídos por esclavos. melodías españolas transformadas por necesidad, sensibilidades indígenas que sobrevivieron siglos de colonización. No es música de salón, es música de plaza, de celebración, de resistencia, de vida. Los patrones rítmicos se vuelven más complejos. Carlos ejecuta lo que en términos técnicos sería imposible en una arpa sin pedales.

Cambios armónicos sutiles creados no por cambiar la afinación de las cuerdas, sino por cambiar qué cuerdas se tocan, en qué combinaciones, con qué ataques. Es matemáticamente brillante, es físicamente demandante, es musicalmente profundo. Y Weber por primera vez en décadas se queda sin palabras. A medida que la presentación continúa, algo extraordinario sucede en el salón Mozart. Los musicólogos dejan de tomar notas y simplemente escuchan. Los estudiantes de conservatorio se inclinan hacia adelante tratando de entender cómo es posible lo que están presenciando.

Los músicos de otros países asienten con reconocimiento profesional. Están viendo a un maestro trabajar. Carlos aumenta el tempo. Sus manos se mueven tan rápido que apenas son visibles. El arpa jarocha, ese instrumento folclórico, ese carrito de madera, produce cascadas de sonido que rivalizan con cualquier cosa que estas paredes hayan escuchado. No está tratando de imitar la música europea, no está compitiendo en los términos de béber, está mostrando algo completamente diferente, una tradición musical que se desarrolló en paralelo con su propia lógica, sus propias reglas, su propia grandeza.

Béber ya no sonríe. Su rostro ha pasado por varias expresiones en los últimos minutos. sorpresa, confusión, resistencia y finalmente algo que parece peligrosamente cercano a la admiración. ¿Cómo es posible que nunca haya escuchado sobre esto? ¿Cómo es posible que alguien con su educación, sus décadas de estudio, su expertiz reconocida internacionalmente no supiera que existía este nivel de sofisticación fuera de la tradición europea. La respuesta es incómoda porque nunca buscó. Carlos ejecuta una sección que requiere que ambas manos trabajen en patrones rítmicos independientes y complejos.

Es una técnica que en música clásica se llama polirritmia, pero aquí es algo más. Es la conversación musical entre diferentes tradiciones que se encontraron en Veracruz hace 400 años. africana, española, indígena, todo fundido en algo nuevo, algo que no existía antes del encuentro violento, que fue la colonización, pero que sobrevivió y floreció a pesar de todo. Esto no es folklore simple, es arte complejo nacido de circunstancias complejas. Cuando Carlos llega al final de su presentación, hay un momento de absoluto silencio.

No el silencio cortés que precede al aplauso educado, sino el silencio de personas que acaban de experimentar algo que cambió su comprensión del mundo. Entonces, desde la tercera fila se escucha un sonido. Es el sonido de alguien cerrando con fuerza el cuaderno donde tomaba notas. Ese alguien es Friedrich Weber y se pone de pie. Weber no aplaude inmediatamente por tres segundos eternos simplemente se queda de pie mirando a Carlos en el escenario. Después, lentamente comienza a aplaudir.

No es el aplauso cortés de un académico observando una curiosidad cultural. Es el aplauso genuino de un músico reconociendo a otro músico, de un experto admitiendo que acaba de presenciar verdadera maestría. El resto de la audiencia sigue su ejemplo. En segundos, todo el salón Mozart está de pie en Ovación. Pero no importan los otros aplausos, lo que importa es que Weber está aplaudiendo y su rostro muestra algo que raramente se ve en él. Humildad. Carlos hace una reverencia profunda, su mano descansando sobre el arpa, que su abuelo restauró, que su padre mantuvo, que él ha llevado por el mundo para mostrar que la música no tiene un solo centro, no tiene una sola verdad.

Después de la presentación, mientras Carlos empaca cuidadosamente su instrumento, Weber se acerca al backstage. Los otros músicos le dan espacio sintiendo que algo importante está por suceder. Maestro Mendoza dice Béber en voz baja. Carlos se vuelve. Doctor Weber, yo necesito disculparme. No es necesario. Sí lo es. Bebé se quita los lentes y los limpia nerviosamente. Ayer lo traté con condescendencia. Asumí que conocía todo lo que valía la pena conocer sobre música de cuerda. Estaba equivocado. Conoce lo que su tradición le enseñó.

Es natural. No es arrogancia. Bebé guarda sus lentes. He pasado 55 años estudiando música. Pensé que eso me hacía experto, pero usted acaba de mostrarme que apenas conozco una fracción de lo que existe. La música es infinita, Dr. Weber. No hay forma de conocerla toda. Lo que hizo allá arriba. Béber busca las palabras correctas en inglés, la técnica, la complejidad rítmica, el control tonal. fue extraordinario y lo hizo en un instrumento que yo llamé primitivo. La ignorancia no fue suya, fue mía.

Carlos extiende su mano. Entonces, aprendamos uno del otro. Béber toma la mano con firmeza. me permitiría estudiar su técnica, no para apropiármela, sino para entenderla, para documentarla, para asegurarme de que el mundo académico sepa que existe, con una condición, ¿cuál? Que lo documente como lo que es, no una curiosidad folclórica, sino una tradición musical sofisticada con su propio valor. Por supuesto, no se merecería menos. Los dos días siguientes, antes de que Carlos regrese a México, pasa horas con Weber discutiendo la historia del arpa ppa jarocha, las técnicas de ejecución, la teoría musical subyacente.

Béber toma notas frenéticamente, hace preguntas inteligentes, admite ignorancia cuando no entiende algo. Sabe lo más irónico dice Béber mientras observa a Carlos afinar su arpa. El arpa llegó a América desde Europa. Los españoles la trajeron, pero ustedes la transformaron en algo que nosotros nunca imaginamos. Eso pasa cuando culturas se encuentran, se crea algo nuevo. Y yo estuve a punto de descartar esa creación sin siquiera escucharla. En su última noche en Viena, Carlos es invitado a dar una presentación adicional, esta vez en el Conservatorio de Viena.

Weber personalmente introduce la presentación. Damas y caballeros, estudiantes, colegas, durante décadas les he enseñado que la música de cuerda alcanzó su máxima expresión en Europa. Esta noche, el maestro Carlos Mendoza me ha enseñado que estaba equivocado. La música no tiene un solo centro. La excelencia no pertenece a una sola tradición y el verdadero aprendizaje comienza cuando admitimos cuánto no sabemos. 6 meses después, Weber publica un artículo académico titulado La complejidad oculta del arpa jarocha, reconsiderando jerarquías musicales.

Se vuelve uno de los textos más citados en el campo de la etnomusicología ese año y en Veracruz. Carlos continúa tocando su arpa en las mismas plazas donde su abuelo la tocó, donde su padre la tocó, donde sus estudiantes ahora aprenden a tocarla. Porque la verdadera victoria no fue callar a B con virtuosidad, fue demostrar que la música, como la humanidad misma, es más rica de lo que cualquier tradición individual puede contener.