Mi nombre es Aurelio Mendizábal. Tengo 71 años y mi única hija me miró a los ojos y me dijo que le daba asco, que mi presencia la repugnaba, que no soportaba ni verme. Esas fueron sus palabras exactas. Pero lo que ella no sabía es que mientras me decía esas cosas horribles, yo ya había tomado la decisión más radical de mi vida. Vender absolutamente todo lo que tenía, desaparecer sin dejar rastro y dejarla preguntándose para siempre. ¿Qué fue lo que realmente perdió ese día?

Todo empezó hace 6 meses, cuando mi hija Esperanza, de 35 años, se mudó a mi casa con sus dos hijos después de separarse de su marido. Yo vivía solo desde que murió mi esposa Rosa hace 4 años en una casa grande de cinco habitaciones que habíamos comprado juntos en 1980. Cuando Esperanza me pidió ayuda, yo no dudé ni un segundo. Papá. Roberto me dejó por otra mujer más joven. Me quedé sin casa, sin dinero, sin nada. ¿Puedo venir a vivir contigo hasta que me organice?

Por supuesto que podía venir. Era mi hija, la madre de mis nietos de 8 y 12 años. Mi casa siempre iba a ser su casa. Los primeros días fueron hermosos. Después de 4 años de soledad, volver a escuchar risas de niños, voces en la cocina, televisión en la sala me devolvió la vida. Matías y Sofía, mis nietos, corrían por toda la casa, me pedían que les contara cuentos, me ayudaban a regar las plantas del jardín. Me sentía útil otra vez, importante, necesario.

Esperanza parecía agradecida. Papá, no sé qué habría hecho sin vos. Sos un salvador. Me cocinaba, me lavaba la ropa, ordenaba la casa. Era como volver a tener familia completa después de años de vivir como un fantasma en mi propia casa. Pero después de dos semanas empezaron los comentarios. Papá, ¿por qué no te cortas las uñas más seguido? Se ven feas. Papá, podrías bañarte más a menudo. A veces tenés un olor raro. Papá, esa camisa está muy vieja, te hace ver descuidado.

Al principio pensé que tenía razón. Tal vez después de 4 años viviendo solo, me había descuidado un poco. Empecé a prestar más atención a mi aspecto personal. Me cortaba las uñas dos veces por semana. Me bañaba todos los días. Compré ropa nueva, pero los comentarios no pararon. empeoraron. Papá, cuando masticás haces mucho ruido. Es desagradable comer contigo. Papá, cuando caminás por la casa de noche, despertas a los chicos. ¿Podrías moverte más silencioso? Papá, esa tos tuya es muy molesta.

¿No podrías toser en otra habitación? Cada palabra era como una apuñalada. Yo había empezado a caminar en puntas de pie en mi propia casa, a comer en silencio absoluto, a aguantarme la tos para no molestar. Me estaba convirtiendo en un fantasma por segunda vez, pero ahora por culpa de mi propia hija. Un día, mientras yo estaba en el jardín podando las rosas que Rosa había plantado años atrás, escuché a Esperanza hablando por teléfono con su hermana, mi otra hija que vive en España.

Sí, Paula, estoy viviendo con papá, pero es horrible. No sabes lo que es convivir con un viejo. Todo en él me molesta. No me daba cuenta cuando era chica, pero ahora que estoy acá todos los días me doy cuenta de que papá se ha vuelto repugnante. Huele raro. Hace ruidos asquerosos. Tiene hábitos de viejo que me dan náuseas. Repugnante, asqueroso, náuseas. Mi propia hija hablaba de mí como si fuera un animal enfermo. No sé cuánto tiempo más voy a poder aguantar vivir acá, pero no tengo otra opción.

al menos hasta que consiga trabajo y pueda alquilar algo. Me estaba usando. Me estaba soportando porque no tenía alternativa, no porque me quisiera o me respetara. Esa noche no pude dormir. Me quedé despierto pensando en las palabras de esperanza. Realmente me había vuelto repugnante. Era tan desagradable convivir conmigo. Me levanté y me miré en el espejo del baño. Vi a un hombre de 71 años, delgado, con arrugas, con manchas de vejez en las manos, con el pelo blanco y escaso.

Un viejo. Eso era lo que veía mi hija cuando me miraba. Un viejo desagradable. A la mañana siguiente traté de hablar con esperanza. Hija, ayer te escuché hablando por teléfono. Si mi presencia te molesta tanto, tal vez sea mejor que busques otra solución. Me miró con cara de sorpresa, como si no pudiera creer que yo hubiera escuchado su conversación privada. Papá, no era mi intención que escucharas eso. Estaba desahogándome con Paula nada más. Pero es lo que realmente sentís, ¿no?

Papá, vos sabes que te quiero mucho. Es solo que bueno, convivir es difícil para todos. Estamos pasando por un periodo de adaptación. Periodo de adaptación. Como si el problema fuera la adaptación, no el hecho de que mi presencia le daba náuseas. Esperanza, si querés, puedo buscarme otro lugar donde vivir. No quiero ser una molestia para vos y los chicos. No, papá, no digas esas cosas. Esta es tu casa. Nosotros somos los que estamos viviendo acá de favor.

De favor. Exactamente así me sentía. como alguien que vivía de favor en su propia casa. Los días siguientes fueron insoportables. Cada gesto mío, cada movimiento, cada sonido que hacía parecía molestar a esperanza. Me servía comida en un plato aparte porque los chicos se impresionan cuando ves comer a papá. Me pedía que no me sentara en el sillón de la sala porque después queda con olor a viejo. Cuando mis nietos querían pasar tiempo conmigo, Esperanza siempre encontraba una excusa para separarlos.

Matías, no molestes al abuelo, está cansado. Sofía, vení acá. El abuelo necesita descansar. Como si yo fuera un enfermo terminal que no podía interactuar con sus propios nietos. Hace un mes las cosas llegaron al límite. Yo estaba en la cocina preparándome un té cuando llegó Esperanza del supermercado. Venía con cara de mal humor, cargada de bolsas pesadas. Papá, ¿podés correrte? Necesito usar la cocina. Por supuesto, hija. Solo me estoy haciendo un té. Ay, papá, por favor. Ya te hiciste té a las 3.

¿En serio necesitas otro? Bueno, si te molesta, no me lo hago. No es que me moleste, es que, ay, papá, no sé cómo decirte esto sin lastimarte. Decime qué pasa, esperanza. Se quedó callada durante un rato largo guardando las compras en la heladera. Finalmente se dio vuelta y me miró con una expresión que nunca voy a olvidar. Una mezcla de fastidio, cansancio y algo peor. Repugnancia genuina. Papá, la verdad es que me cuesta mucho convivir con vos.

Todo lo que hacés me molesta. La forma como comés, como respirás, cómo te moves por la casa. Es como si como si tu sola presencia me diera asco. Asco. Mi hija acababa de decirme que le daba asco. No es culpa tuya, papá. Es que sos viejo. Y los viejos, bueno, los viejos son asquerosos por naturaleza. Huelen raro, hacen ruidos raros, tienen hábitos asquerosos. Y yo sé que es horrible lo que te estoy diciendo, pero no puedo evitar sentirlo, viejo asqueroso.

Esas fueron las palabras que usó mi hija para describirme. Esperanza le dije con una calma que no sentía. ¿Realmente pensás que soy asqueroso? Papá, por favor, no me hagas sentir peor de lo que ya me siento. Yo sé que está mal lo que estoy diciendo. Sé que vos sos mi padre y que te debo respeto, pero no puedo cambiar lo que siento. No puedo cambiar el hecho de que cuando te veo comer me dan ganas de vomitar.

No puedo cambiar el hecho de que cuando estás en la misma habitación que yo me siento incómoda. No puedo cambiar el hecho de que a veces cuando me abrazas tengo que aguantarme las náuseas. Náuseas. Mi propio abrazo le daba náuseas a mi hija. Me quedé parado en esa cocina, sosteniendo mi taza de té, mirando a la mujer que había salido de mi cuerpo, que había criado con amor durante 35 años, que había protegido, educado, cuidado. Y ella me estaba diciendo que mi existencia la repugnaba.

Entiendo, le dije. No te preocupes, Esperanza. No es culpa tuya sentir lo que sentís. No estás enojado conmigo, papá. No, hija, no estoy enojado, solo estoy triste. Papá, tal vez con el tiempo las cosas mejoren. Tal vez me acostumbre. Tal vez se acostumbrara a soportar mi presencia repugnante. Qué perspectiva tan alentadora para mis últimos años de vida. Esa noche, sentado en mi escritorio, tomé la decisión más importante de mi vida. Si mi presencia era tan repugnante para mi hija, si mi existencia le causaba tanto asco, entonces iba a desaparecer para siempre.

Pero no me iba a ir como un viejo derrotado y humillado. Me iba a ir como un hombre que todavía tenía dignidad. Lo que Esperanza no sabía es que su padre, asqueroso, había sido muy inteligente con el dinero durante toda su vida. La casa donde vivíamos valía $300,000. tenía otros dos departamentos que alquilaba, que valían $150,000 cada uno. Tenía ahorros en el banco por 200,000 más. En total tenía un patrimonio de $00,000 que mi hija creía que algún día iba a heredar, pero después de escuchar que le daba asco, que mi presencia la repugnaba, que mi abrazo le daba náuseas, decidí que esperanza no iba a haber ni un centavo de ese dinero.

Si yo era tan asqueroso, entonces mi dinero también debía hacerlo. A la mañana siguiente llamé a mi abogado, el Dr. Ruiz, que me conocía desde hacía 30 años. Doctor, necesito verlo urgente. Es sobre mi testamento y algunas propiedades. En su oficina le expliqué toda la situación, como mi hija me había dicho que le daba asco, como había decidido desaparecer para siempre. Don Aurelio, ¿está seguro de lo que quiere hacer? Es una decisión muy drástica. Doctor, mi hija me dijo que soy asqueroso, que mi presencia le da náuseas.

¿Usted qué haría en mi lugar? Entiendo su dolor, don Aurelio, pero tal vez su hija solo estaba pasando por un momento difícil. La separación, los chicos, la presión económica. Doctor, una persona puede decir muchas cosas cuando está presionada, pero cuando alguien te mira a los ojos y te dice que le das asco, eso sale del alma. Eso no se puede fingir. ¿Y qué quiere hacer exactamente? Quiero vender todo, la casa, los departamentos, sacar todo el dinero del banco y después quiero desaparecer sin dejar rastro.

El doctor Ruiz se quedó callado durante un rato largo. ¿Y a dónde piensa irse? A cualquier lugar donde un viejo asqueroso pueda vivir en paz, doctor, lejos de hijas que lo ven como una repugnancia. Y el dinero de las ventas, ese dinero va a venir conmigo, doctor, para mi nueva vida. Durante las siguientes dos semanas. Puse en marcha el plan más elaborado de mi vida. Contraté a una inmobiliaria discreta para que vendiera las propiedades. Les dije que era una venta urgente, que aceptaría ofertas por debajo del precio de mercado con tal de cerrar rápido.

En 10 días había vendido todo. La casa donde vivíamos la vendí por $250,000. Los dos departamentos los vendí por 120,000 cada uno. Saqué todos mis ahorros del banco. En total tenía 710,000 en efectivo. Una fortuna que me iba a permitir vivir cómodamente el resto de mi vida en cualquier lugar del mundo. Mientras tanto, Esperanza no notaba nada raro. Yo seguía comportándome como el viejo asqueroso de siempre, tratando de no molestarla con mi presencia repugnante. Ella seguía evitándome, hablándome lo mínimo indispensable, alejando a los chicos de mí.

Una tarde, mientras ella estaba en una entrevista de trabajo, aproveché para hablar con mis nietos. Matías, Sofía, el abuelo los quiere mucho. Quiero que se acuerden siempre de eso. ¿Por qué nos decís eso, abuelo? Me preguntó Sofía con sus 12 años. ¿Te vas a morir? No, mi amor, no me voy a morir. Pero el abuelo tal vez tenga que irse de viaje por mucho tiempo. ¿A dónde te vas, abuelo?, me preguntó Matías. No sé todavía, Matías, pero quiero que sepan que ustedes son lo mejor que me pasó en la vida.

Les di a cada uno sobre con 000 en efectivo. Esto es para cuando sean grandes. Es un regalo del abuelo asqueroso. Abuelo, ¿por qué te decís asqueroso? Nosotros no pensamos que sos asqueroso. Lo sé, mis amores. Ustedes me ven con ojos de amor, pero hay gente que me ve con otros ojos. El miércoles pasado era el día elegido para mi desaparición. Esperanza. Había conseguido trabajo en una oficina contable y empezaba esa misma mañana. Los chicos tenían clases hasta las 5 de la tarde.

Tenía el día entero para ejecutar mi plan sin interferencias. A las 8 de la mañana, después de que se fueron todos, llamé a una empresa de mudanzas. Necesito que vengan hoy mismo a retirar algunos muebles. Les dije que se llevaran solo las cosas de valor: el televisor grande, el equipo de música, la computadora, algunos electrodomésticos caros. El resto lo dejé para que Esperanza entendiera el mensaje. A las 10 de la mañana, los de la mudanza se habían llevado todo lo que yo quería.

A las 11 llegó un taxi que me esperaba para llevarme al aeropuerto. Tenía una valija con ropa para una semana y un bolso con $10,000 distribuidos en billetes de diferentes denominaciones. Antes de irme dejé una carta sobre la mesa de la cocina, una carta que había escrito y reescrito 10 veces hasta que quedó perfecta. La carta decía, “Esperanza, como te dije que te daba asco mi presencia, decidí regalarte lo que tanto deseabas, mi ausencia permanente. Vendí todo lo que tenía y me fui para siempre.

Ahora ya no vas a tener que soportar a este viejo asqueroso nunca más. Que seas feliz, tu padre repugnante. A las 12 del mediodía ya estaba en el aeropuerto esperando mi vuelo a Miami. Había elegido Estados Unidos porque era el lugar más fácil para desaparecer. Con mi dinero podía comprar una nueva identidad, alquilar un departamento, vivir cómodamente sin que nadie me encontrara jamás. Durante el vuelo me sentí libre por primera vez en meses. Ya no era el viejo asqueroso que tenía que caminar en puntas de pie en su propia casa.

Ya no era el abuelo al que alejaban de sus nietos. Era Aurelio Mendizábal, un hombre de 71 años con $10,000 y el resto de su vida por delante. Llegué a Miami a las 8 de la noche. En el aeropuerto me esperaba un contacto que el Dr. Ruiz me había conseguido, un hombre que se dedicaba a ayudar a gente que quería empezar una nueva vida. Señor Mendizábal, bienvenido a su nueva vida. ¿Está listo para desaparecer? En una semana tenía documentos nuevos, una cuenta bancaria nueva, un departamento alquilado en un barrio tranquilo de Miami y un teléfono nuevo.

Oficialmente, Aurelio Mendizábal había desaparecido de la faz de la Tierra. En su lugar había nacido Aurelio Méndez, jubilado argentino que vivía cómodamente de sus ahorros. Mientras tanto, en Argentina, Esperanza había llegado a casa después de su primer día de trabajo y había encontrado mi carta. Mi hermana Elena me contó después que Esperanza la había llamado gritando histéricamente, “Tía Elena, papá desapareció, se llevó cosas de la casa y dejó una carta diciendo que se fue para siempre.” “¿Y qué decía la carta exactamente?”, le preguntó Elena.

Esperanza le leyó mi carta completa. Elena se quedó callada durante un rato largo. “Eperanza, ¿vos realmente le dijiste a tu papá que te daba asco?” Sí, pero fue en un momento de enojo. No lo decía en serio. Esperanza, tu papá es un hombre orgulloso. Si te fue es porque está muy lastimado. Tía, ayúdame a encontrarlo. No puede haber ido muy lejos. No tiene mucho dinero. ¿Vos sabes cuánto dinero tenía tu papá? No mucho, tía. Una jubilación, algunos ahorros.

Elena se rió amargamente. Esperanza. Tu papá tenía esta casa que vale una fortuna, dos departamentos que alquilaba y ahorros que vos ni te imaginás. Si se fue, se fue con todo y si vendió las propiedades, debe tener cerca de un millón de dólares. Esperanza se desmayó. Literalmente se desmayó cuando Elena le dijo cuánto dinero había perdido por llamarme asqueroso. Cuando se despertó, empezó a llorar como una loca. Tía, yo no sabía que papá tenía tanto dinero. Si hubiera sabido, nunca le habría dicho esas cosas horribles.

Esperanza, el problema no es que no sabías que tenía dinero. El problema es que le dijiste a tu propio padre que te daba asco. Eso no se hace ni aunque sea pobre. Pero tía, yo estaba estresada, enojada, frustrada. No era mi intención lastimarlo tanto. La intención no importa esperanza. Las palabras una vez dichas no se pueden borrar. Y tu papá es un hombre que no perdona las humillaciones. Elena tenía razón. Yo era un hombre que no perdonaba las humillaciones y la humillación más grande de mi vida había sido escuchar a mi propia hija decir que le daba asco.

Durante mis primeros meses en Miami, Esperanza movió cielo y tierra para encontrarme, contrató detectives privados, puso avisos en periódicos, contactó a la policía de varios países, pero Aurelio Mendizábal había desaparecido completamente y Aurelio Méndez era invisible. Elena me contaba por teléfono todo lo que estaba pasando. Aurelio, tu hija está desesperada. Ha bajado 15 kg. No come, no duerme. Los chicos le preguntan todos los días cuándo va a volver el abuelo y ¿qué les dice? Les dice que el abuelo se fue de viaje, pero que va a volver pronto.

Elena, yo no voy a volver. No, ahora. No, nunca. Hermano, tal vez tu hija aprendió la lección. Tal vez ahora valora lo que perdió. Elena, si Esperanza me valorara, no me habría dicho que le daba asco. Lo que ella valora ahora es el dinero que perdió, no al padre que humilló. ¿Y los nietos? ¿No te importan los nietos? Esa pregunta me dolió más de lo que Elena podía imaginar. Por supuesto que me importaban mis nietos. Los extrañaba todos los días, pero había tomado una decisión y la iba a sostener.

Elena, mis nietos van a crecer con la madre que eligieron tener. Una madre que les va a enseñar que los viejos son asquerosos, que la familia se puede humillar cuando molesta. Tal vez sea mejor que no tengan la influencia de un abuelo que piensa diferente. Hace tres meses, Elena me contó que Esperanza había tenido que dejar la casa porque no podía pagar el alquiler. Se mudó a un departamento pequeño con los chicos. Está trabajando dos trabajos para poder llegar a fin de mes.

¿Y cómo están los chicos? Tristes, Aurelio. Muy tristes. Preguntan por vos todos los días. Matías me dijo algo que me partió el corazón. siguió contando Elena. Me dijo tía Elena, “¿Será verdad que el abuelo se fue porque somos malos nietos? La pobre criatura piensa que vos te fuiste por culpa de ellos. Esa noche lloré por primera vez desde que llegué a Miami. Lloré porque mis nietos pensaban que yo me había ido por su culpa. Lloré porque una decisión que había tomado para castigar a mi hija también estaba lastimando a dos inocentes.

Pero no cambié de opinión. Si mis nietos estaban sufriendo, era porque su madre había elegido humillar a su abuelo en lugar de respetarlo. Las consecuencias de sus palabras no las iba a sufrir solo yo. El mes pasado, Elena me contó que Esperanza había empezado terapia psicológica. Le diagnosticaron depresión severa. El psicólogo le dijo que tiene que procesar la culpa de haber perdido a su padre por sus propias palabras. ¿Y qué dice ella en terapia? dice que se arrepiente, que daría cualquier cosa por pedirte perdón.

Elena, si Esperanza se arrepiente, no es por las palabras que me dijo, se arrepiente por las consecuencias económicas de esas palabras. ¿Vos realmente creés eso, Aurelio, Elena, si yo hubiera sido un viejo pobre si no hubiera tenido propiedades ni ahorros, crees que Esperanza estaría tan desesperada por encontrarme? Elena se quedó callada. Sabía que yo tenía razón. Si yo hubiera sido un viejo sin dinero, Esperanza habría sido feliz de que me fuera. El problema no era mi ausencia, era la herencia perdida.

Acá en Miami he construido una nueva vida. Vivo en un departamento cómodo cerca de la playa. Tengo vecinos agradables que no saben nada de mi pasado. He aprendido inglés básico para comunicarme mejor. Por primera vez en años nadie me mira como si fuera asqueroso. He conocido a otros jubilados argentinos que viven acá. Jugamos cartas los jueves, vamos a almorzar los domingos, organizamos excursiones los fines de semana. Tengo una vida social activa con gente que me respeta, que valora mi compañía, que no encuentra repugnante mi presencia.

Conocí a María Elena, una viuda colombiana de 68 años que perdió a su marido hace 2 años. Es una mujer inteligente, elegante, que cocina delicioso y que me trata con cariño genuino. No hemos hablado de matrimonio, pero disfrutamos mucho la compañía del otro. Aurelio, me dijo María Elena la semana pasada, vos tenés una tristeza en los ojos que no se va nunca. ¿Qué te pasó en Argentina que te dolió tanto? Le conté parte de mi historia sin entrar en detalle sobre el dinero.

Le dije que mi hija me había dicho cosas hirientes y que por eso me había ido del país. ¿Y no extrañas a tu familia? Extraño a los nietos, María Elena, pero no extraño la humillación. ¿Y si tu hija te pidiera perdón sinceramente? Si realmente hubiera cambiado, María Elena, hay cosas que se pueden perdonar y hay cosas que no. Cuando tu propia hija te dice que le das asco, eso marca el alma para siempre. La semana pasada recibí una llamada que no esperaba.

Era el doctor Ruiz, mi abogado de Argentina. Don Aurelio, necesito hablar con usted sobre un tema legal. ¿Qué pasa, doctor? Su hija ha contratado abogados para tratar de impugnar las ventas de sus propiedades. Alega que usted las vendió bajo coacción emocional. Eso es posible, doctor. Don Aurelio, usted vendió sus propiedades estando en pleno uso de sus facultades mentales. Tengo todos los papeles firmados, todas las evaluaciones psicológicas que pedí que se hiciera. Nadie puede impugnar esas ventas. ¿Y qué más quiere hacer mi hija?

¿Quiere que la justicia la declare su tutora legal? Alegando que usted está mentalmente incapacitado para manejar dinero. ¿En base a qué? En base a que un padre cuerdo nunca abandonaría a su hija y a sus nietos. Doctor, ¿un padre cuerdo soportaría que su hija le diga que le da asco? Por supuesto que no, don Aurelio, pero su hija está desesperada. Ha perdido su casa. Está trabajando en dos empleos. Los chicos están en terapia psicológica. Está haciendo cualquier cosa para recuperar el dinero.

Que haga lo que quiera, doctor, pero no va a conseguir nada. Ayer Elena me llamó con una noticia que me sorprendió. Aurelio Esperanza se mudó otra vez. Ahora vive en una pensión con los chicos. ¿Una pensión? Sí, hermano. No puede pagar el alquiler del departamento. Los chicos están faltando al colegio privado porque no puede pagar las cuotas. ¿Y cómo están ellos? Mal, Aurelio, muy mal. Matías me preguntó si vos te moriste y por eso no volvés. Sofía no habla casi nada desde que se mudaron a la pensión.

Elena, yo no elegí que mis nietos sufrieran. Esperanza eligió humillarme sabiendo que tenía hijos que dependían de mí. Y no hay nada que pueda hacer esperanza para que vos la perdones. Elena, ¿vos perdonarías a alguien que te dijera que le das asco a tu propia hija? No sé, hermano. Es muy doloroso lo que te hizo. Entonces, entendés por qué no puedo perdonarla. Esta mañana, mientras tomaba café en el balcón de mi departamento mirando el mar, pensé en todo lo que había pasado en estos 8 meses.

Mi hija había perdido su casa, su estabilidad económica, su tranquilidad. Mis nietos habían perdido su colegio, su hogar, su abuelo. Yo había perdido mi familia, pero había ganado mi dignidad. ¿Valía la pena? ¿Valía la pena que dos niños inocentes sufrieran por las palabras crueles de su madre? No lo sé. Lo que sí sé es que no podía seguir viviendo con alguien que me veía como algo repugnante. María Elena me preguntó ayer si no me arrepentía de nada.

Aurelio, ¿no te arrepentís de haberte ido tan lejos? ¿No te arrepentís de haber cortado todo contacto con tu familia? Me arrepiento de muchas cosas, María Elena. Me arrepiento de haber criado una hija capaz de decirle a su padre que le da asco. Me arrepiento de no haber puesto límites antes. Me arrepiento de haber tolerado humillaciones. Pero, ¿no te arrepentís de haberte ido, no, María Elena, no me arrepiento de haberme ido. Me arrepiento de no haberme ido antes.

Y si tu hija viniera acá a Miami a pedirte perdón, María Elena. Mi hija no sabe dónde estoy y aunque lo supiera, ya es demasiado tarde. Hay palabras que matan el amor para siempre y las palabras que ella me dijo fueron de esas. Hace dos semanas recibí una llamada que me cambió todo. Era Elena, pero esta vez llorando. Aurelio, tengo noticias terribles. Matías está en el hospital. ¿Qué le pasó a mi nieto? Se intentó suicidar, hermano. Se cortó las muñecas con una gilet.

Se me cayó el teléfono de las manos. Mi nieto de 12 años había intentado quitarse la vida. Elena, ¿cómo está ahora? Está vivo, Aurelio, pero muy mal psicológicamente. Cuando lo encontraron, tenía una carta en la mano dirigida a vos. ¿Qué decía la carta? decía, “Abuelo, me voy a donde estés vos, porque acá sin vos puedo vivir. Perdóname por haber sido un mal nieto. Te amo, Aurelio. Este nene piensa que vos te fuiste por culpa de él. Me puse a llorar como un niño.

Mi nieto había intentado matarse porque creía que yo lo había abandonado. Elena, quiero hablar con él. Aurelio, Matías está en terapia intensiva, no puede hablar por teléfono, pero los médicos dicen que lo único que repite es tu nombre. Quiero al abuelo. Quiero al abuelo. Y Esperanza. Esperanza está destruida, hermano. Se culpa por todo lo que pasó. Esa noche no dormí. Caminé por la playa durante horas pensando en mi nieto internado en un hospital psiquiátrico, pensando en las consecuencias de mi decisión.

Había querido castigar a mi hija, pero había terminado castigando a un niño inocente. A la mañana siguiente llamé al Dr. Ruiz. Doctor, necesito volver a Argentina urgente. Mi nieto está internado. Don Aurelio, ¿estás seguro? Si vuelve, su hija va a saber dónde encontrarlo. Doctor, mi nieto intentó suicidarse porque piensa que lo abandoné. Ya no me importa lo que pase con mi hija. ¿Quiere que le consiga un vuelo? Sí, doctor, el primer vuelo disponible. En 6 horas estaba en un avión de vuelta a Buenos Aires después de 8 meses de exilio.

Llevaba conmigo solo una valija pequeña y $50,000 en efectivo. El resto del dinero lo había dejado en Miami, en una cuenta que solo María Elena conocía. Llegué a Buenos Aires a las 10 de la mañana. Elena me esperaba en el aeropuerto. Cuando me vio, se puso a llorar. Aurelio, gracias por volver. Matías está mejor desde ayer cuando le dijimos que venías. ¿Cómo está Esperanza? Muy mal, hermano. Ha perdido 20 kilos. Está medicada con antidepresivos, apenas puede trabajar.

Y Sofía, Sofía está mejor que Matías, pero también muy afectada. Le cuesta entender por qué el abuelo se fue sin despedirse. Durante el viaje al hospital, Elena me puso al día de todo lo que había pasado. Esperanza había tenido que dejar de trabajar por la depresión. Los chicos estaban viviendo principalmente con Elena porque Esperanza no podía cuidarlos. Aurelio, tu hija ha tocado fondo, ha perdido todo. La casa, el trabajo, la estabilidad, la salud mental y lo peor de todo, casi pierde a su hijo.

Elena, yo no quería que las cosas llegaran tan lejos. Lo sé, hermano, pero las palabras tienen consecuencias y Esperanza está pagando todas las consecuencias juntas. Llegamos al hospital a las 12. Matías estaba en una habitación del piso de psiquiatría infantil. Cuando me vio entrar, se puso a llorar y me abrazó como si fuera lo único que lo mantenía vivo. Abuelo, pensé que nunca más te iba a ver. Pensé que te habías ido porque no me querías. Matías, mi amor, el abuelo te ama más que a nada en el mundo.

No me fui por vos, mi vida. Me fui porque tenía problemas con tu mamá. Pero ya volviste para quedarte. Lo miré a los ojos, esos ojos inocentes que no entendían nada de lo que había pasado entre su madre y yo, y no pude mentirle. Matías, el abuelo volvió para verte, para abrazarte, para decirte cuánto te ama, pero no sé si me voy a quedar para siempre. ¿Por qué, abuelo? ¿Qué hizo mamá tan malo que no la podés perdonar?

Mamá me dijo cosas que me lastimaron mucho, mi amor. Cosas que un hijo no debería decirle nunca a su papá. Pero, ¿no podes perdonarla? Mamá llora todos los días diciendo que fue mala con vos, Matías, hay cosas que se pueden perdonar y hay cosas que no, pero lo importante es que vos sepas que el abuelo te ama, pase lo que pase entre tu mamá y yo. Pasé toda la tarde con Matías. Le conté historias, jugamos cartas, me contó todo lo que había pasado durante estos 8 meses.

Abuelo, mamá dice que vos eras millonario y que por culpa de ella perdimos todo el dinero. ¿Y qué pensás vos de eso, Matías? Pienso que no me importa si eras millonario o pobre abuelo. Yo te extrañaba a vos, no a tu dinero. ¿Y mamá? Mamá, creo que sí extrañaba el dinero, abuelo. Siempre hablaba de la plata que habíamos perdido. Los niños ven todo, entienden todo, aunque no sepan expresarlo. A las 6 de la tarde llegó Esperanza al hospital.

Cuando me vio, se quedó parada en el marco de la puerta, sin animarse a entrar. Había cambiado completamente. Estaba flaca, pálida, con ojeras profundas, el pelo descuidado, la ropa vieja. Era el fantasma de mi hija. “Papá”, me dijo con una voz quebrada, “go gracias por volver. Vine por Matías Esperanza. Vine porque mi nieto intentó matarse pensando que lo había abandonado. Papá, yo sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero necesito hablar con vos. Habla, no acá, papá.

Podemos ir a algún lugar privado. Dejamos a Matías con Elena y fuimos a la cafetería del hospital. Esperanza se sentó frente a mí y empezó a llorar sin control. Papá, soy la peor hija del mundo. No tengo perdón por lo que te hice. Esperanza, ¿sabes exactamente lo que me hiciste? Te dije que me dabas asco, papá. Te dije que eras asqueroso, que tu presencia me repugnaba. Fueron las palabras más crueles que se pueden decir a un padre.

¿Y por qué me dijiste esas cosas? Porque estaba enojada, frustrada, amargada por mi separación. Descargué toda mi bronca con vos, que eras lo más fácil, porque sabía que me ibas a perdonar siempre. ¿Te das cuenta de lo que acabas de decir, Esperanza? ¿Qué, papá? Que me maltrataste porque sabías que yo te iba a perdonar siempre, que abusaste de mi amor. Se quedó callada durante un rato largo. Tenés razón, papá. Abusé de tu amor. Abusé de tu paciencia.

Abusé de tu bondad. Y cuando te fuiste, me di cuenta de lo que había perdido. ¿Te diste cuenta de que habías perdido a tu padre o te diste cuenta de que habías perdido una fortuna? Al principio, papá, voy a ser honesta, me desesperé más por la plata que por vos. Pensé, perdí un millón de dólares por mi bocaza. Pero después, cuando pasaron los meses, cuando vi a mis hijos preguntando por vos todos los días, me di cuenta de que había perdido algo mucho más valioso.

¿Qué cosa? Había perdido al mejor padre del mundo, papá. Había perdido al hombre que me crió, que me protegió, que me ayudó siempre. Había perdido a mi héroe. Esperanza. Si yo realmente era tu héroe, ¿cómo pudiste decirme que te daba asco? Porque soy una idiota, papá. Porque soy una malagradecida. Porque no supe valorar lo que tenía hasta que lo perdí. ¿Y ahora qué queres? Quiero que me perdones, papá. Quiero que vuelvas a casa. Quiero que seamos una familia otra vez.

Esperanza. Yo ya no tengo casa. Vendí la casa donde vivíamos. Ya sé, papá, pero podemos alquilar algo juntos. Yo trabajo ahora, puedo ayudar con los gastos. Y cómo sé que no me vas a volver a tratar mal cuando estemos viviendo juntos otra vez. Porque aprendí la lección más dolorosa de mi vida, papá. Porque casi pierdo a mi hijo por mi culpa, porque me di cuenta de que sin vos. Esperanza, vos dijiste que los viejos eran asquerosos por naturaleza.

Yo sigo siendo viejo, ya no te parezco asqueroso. Papá, por favor, no me hagas repetir esas palabras horribles. Me avergüenzo de haberlas dicho. Vos no sos asqueroso, papá. Vos sos lo más hermoso que tengo en la vida. ¿Y si te vuelvo a molestar con mis hábitos de viejo? Papá, vos podés hacer lo que quieras, como quieras, cuando quieras. Es tu derecho. Yo no tengo derecho a criticarte, a juzgarte, a maltratarte. Esperanza. Las palabras que me dijiste no se borran con disculpas.

Lo sé, papá, pero tal vez se puedan borrar con hechos. Déjame demostrarte que puedo ser la hija que te mereces. Esa noche me quedé en un hotel cerca del hospital. No podía dormir pensando en todo lo que había pasado, en todas las decisiones que había tomado. Mi nieto había intentado suicidarse por mi culpa. Mi hija había tocado fondo por mi culpa. Yo había querido enseñar una lección, pero había destruido una familia. Al día siguiente volví al hospital temprano.

Matías estaba mejor, más animado. Abuelo, ¿te vas a quedar? No sé, Matías, es complicado, pero ¿me vas a venir a ver? Por supuesto, mi amor. Aunque viva en la luna, voy a venir a verte. Sofía llegó con Elena a las 10 de la mañana. Cuando me vio, corrió a abrazarme. Abuelo, te extrañé tanto. ¿Por qué te fuiste sin despedirte? Porque el abuelo estaba muy enojado, mi amor. A veces los grandes hacemos cosas que no están bien cuando estamos muy enojados.

¿Ya no estás enojado? Estoy menos enojado, Sofía, pero todavía duele lo que pasó. Mamá te pidió perdón. Sí, mi amor. Mamá me pidió perdón. ¿Y la vas a perdonar? No sé, Sofía. Perdonar es difícil cuando alguien te lastima mucho. Esperanza llegó al mediodía con un ramo de flores y una carta. Papá, escribí esto para vos. Son todas las cosas que no pude decirte en 8 meses. Leí la carta ahí mismo. Era una disculpa larga, detallada, donde reconocía cada error, cada maltrato, cada humillación que me había hecho sufrir.

Papá, terminaba la carta. Sé que no merezco tu perdón. Sé que fui la peor hija del mundo, pero si me das una oportunidad, voy a pasar el resto de mi vida tratando de ser la hija que siempre debía haber sido. Te amo, papá. Tu hija arrepentida. Esperanza. ¿Qué te parece la carta, papá? Está muy bien escrita, Esperanza, pero las cartas son fáciles de escribir. Los cambios son difíciles de sostener. Déjame intentarlo, papá. Déjame demostrar que puedo cambiar.

Y si no podés cambiar, ¿y si en 6 meses volvés a tratarme mal? Entonces tenés derecho a irte otra vez, papá. Pero esta vez para siempre, sin posibilidad de perdón. Esperanza. Yo ya no soy el mismo hombre que se fue hace 8 meses. He vivido solo. He aprendido a valorar mi independencia. He conocido gente que me respeta. No sé si quiero volver a depender de la buena voluntad de una hija. Entonces, ¿no me vas a dar ninguna oportunidad?

Te voy a dar una oportunidad de esperanza, pero con condiciones muy claras, las que vos quieras, papá. Primera condición. Si volvemos a vivir juntos, yo voy a pagar mi parte de todos los gastos. No quiero vivir de favor en ningún lado. Papá, no es necesario que pagues nada. Es necesario para mi esperanza. Quiero vivir como un igual, no como una carga. Está bien, papá. ¿Cuál es la segunda condición? Segunda condición. Al primer maltrato, a la primera humillación, a la primera vez que me hagas sentir que soy una molestia, me voy y no vuelvo nunca más.

Acepto, papá. ¿Hay más condiciones? Tercera condición, vamos a vivir en un lugar neutro. No en tu casa, no en mi casa, en un lugar nuevo donde ambos empecemos de cero. ¿Y cómo vamos a pagar un lugar nuevo? Esperanza. Yo traje dinero de Miami, no todo, pero suficiente para alquilar algo digno. Papá, vos seguís teniendo plata. Tengo algo, esperanza. No soy millonario como antes, pero no soy pobre. ¿Y el resto del dinero? El resto se quedó en Miami por si tengo que volver.

¿Planeas volver a Miami? Si vos volvés a tratarme mal, sí, voy a volver y esta vez no va a haber terceras oportunidades. No va a ser necesario, papá. Te lo juro por mis hijos. Los juramentos de esperanza ya no me convencían como antes, pero estaba dispuesto a darle una oportunidad por mis nietos. Hace una semana que salimos del hospital con Matías, encontramos un departamento de tres habitaciones en un barrio tranquilo. Es un lugar lindo, cómodo, donde cada uno tiene su espacio.

Esperanza cumple religiosamente todas sus promesas. me trata con respeto, me incluye en las conversaciones, valora mis opiniones, pero yo sigo siendo cauteloso. Sé que es fácil portarse bien durante una semana, durante un mes. Lo difícil es sostener el cambio para siempre. Por eso mantengo mi cuenta en Miami. Por eso no vendí mi pasaje de vuelta. Los chicos están felices de tener al abuelo de vuelta. Matías me cuenta todo lo que pasó durante estos meses, cómo extrañaba nuestras charlas.

Cómo soñaba con que yo volviera. Sofía me ayuda a cocinar como hacíamos antes. Me cuenta los chismes del colegio, me pide consejos sobre sus amigas. Esperanza consiguió un trabajo mejor en una empresa que le permite trabajar medio tiempo para estar más con los chicos. Papá, me dijo ayer, gracias por darme esta oportunidad. Sé que no me la merecía. Esperanza. Las oportunidades no se merecen. Se aprovechan o se desperdician. Yo no voy a desperdiciar esta, papá. Te lo prometo.

Esperanza. No me hagas promesas. Simplemente tratame bien y va a ser suficiente. Y si cometo algún error, si un día estoy de mal humor y te hablo mal sin querer. Esperanza. Hay una diferencia entre estar de mal humor y decirle a tu padre que te da asco. Una diferencia enorme. ¿Y cómo voy a saber cuál es el límite? Vas a saber Esperanza. El corazón te va a decir cuándo estás cruzando la línea. María Elena me llama todos los días desde Miami.

Aurelio, ¿cómo te va con tu familia? Bien, María Elena. Por ahora bien. Extrañas, Miami, extraño la tranquilidad, María Elena. Extraño no tener que estar alerta todo el tiempo esperando el próximo maltrato. ¿Y tu hija realmente cambió? No sé, María Elena, es muy pronto para saberlo, pero está haciendo un esfuerzo. Y si no resulta, ¿vas a volver? Si no resulta vuelvo, pero esta vez para quedarme para siempre. Anoche, mientras cenábamos los cuatro juntos, Matías me preguntó algo que me hizo reflexionar.

Abuelo, ¿vos nos perdonaste a todos? ¿A quién tengo que perdonar, Matías? ¿A mamá por haberte tratado mal? ¿A mí por haber pensado que no me querías? A Sofía por no haber hecho nada para defenderte. Matías, vos y Sofía no tienen nada que ser perdonados. Ustedes son niños. No tenían que defenderme de su madre. Y a mamá sí la perdonaste. Miré a Esperanza, que estaba esperando mi respuesta con ansiedad. Matías, perdonar no es algo que se hace de un día para el otro.

Es algo que se construye con tiempo, con hechos, con cambios reales. Pero vas a tratar de perdonarla. Voy a tratar, mi amor, pero tu mamá tiene que ayudarme a perdonarla. Después de cenar, Esperanza y yo nos quedamos solos en la cocina lavando los platos. Papá, ¿qué puedo hacer para ayudarte a perdonarme? Esperanza. Simplemente seguí siendo la hija que estás siendo ahora. respetuosa, cariñosa, agradecida y vas a quedarte. Esperanza. Voy a intentar quedarme, pero no puedo prometerte nada.

¿Qué necesitas para sentirte seguro de quedarte? Necesito tiempo, esperanza. Tiempo para creer que realmente cambiaste. ¿Cuánto tiempo? No sé, tal vez 6 meses, tal vez un año, tal vez más. Y si en un año te convenzo de que cambié, vas a cancelar tu cuenta en Miami. Si en un año me convencés de que cambiaste, voy a traer el resto del dinero de Miami. A vos que me escuchaste hasta acá, a vos que conocés toda mi historia, quiero preguntarte algo muy importante.

¿Qué palabras usas cuando le hablás a las personas que amás? ¿Las tratas con respeto, con cariño, con paciencia? ¿O creés que te aman tenés derecho a maltratarlas? Mi hija creyó que podía decirme que le daba asco porque yo la iba a perdonar siempre. Se equivocó. Hay palabras que matan el amor, que destruyen los vínculos, que no se pueden borrar nunca. Y cuando te das cuenta del daño que hiciste, puede ser demasiado tarde. ¿Vos le has dicho alguna vez a alguien de tu familia que te da asco?

¿Le has dicho que es repugnante, asqueroso, desagradable? Si la respuesta es sí, quiero que sepas algo. Esas palabras están grabadas en el corazón de esa persona para siempre. Y tal vez un día, cuando menos te lo esperes, esa persona desaparezca de tu vida para siempre. Mi consejo es este: cuida las palabras que usas con tu familia. Las palabras tienen poder para sanar y poder para destruir. Una palabra dicha con amor puede cambiar el día de alguien. Una palabra dicha con crueldad puede cambiar una vida entera.

Y si alguna vez le dijiste algo horrible a alguien que amás, no esperes a que sea demasiado tarde para pedir perdón. No esperes a que esa persona desaparezca para darte cuenta de lo que perdiste. Pedí perdón ahora mientras todavía estás a tiempo, porque yo tuve suerte. Mi hija me pidió perdón antes de que fuera demasiado tarde definitivamente. Pero no todos tienen esa suerte. No todos tienen una segunda oportunidad. Vos tenés a alguien a quien le debes una disculpa, ¿a quien lastimaste con palabras crueles?

Si es así, no esperes más. Llámalo, búscalo, decile que te arrepentís antes de que sea demasiado tarde. Y contame desde qué país me estás escuchando. Y contame si esta historia te hizo reflexionar sobre las palabras que usas con tu familia, porque esa reflexión puede salvar una relación, puede evitar que alguien más tenga que vender todo y desaparecer para recuperar su dignidad. Mi historia todavía no terminó. No sé si voy a quedarme en Argentina o si voy a volver a Miami.

Eso depende de si mi hija realmente cambió o si solo está actuando hasta que las cosas se calmen. Pero lo que sí sé es esto. Nunca más voy a permitir que nadie me trate como algo asqueroso, ni mi hija, ni nadie, porque he aprendido que es mejor estar solo con dignidad que acompañado con humillación. Y esa lección tal vez valga más que todos los millones que perdí.