No te muevas o te dolerá más”, susurró él sosteniéndola contra el suelo del granero. Una novia fugitiva, cuyo vestido blanco era ahora un girón de barro y lágrimas, corrió desesperada por su vida bajo el implacable sol desierto. Creía haber encontrado un refugio seguro en un granero abandonado, un santuario contra la brutalidad de su marido. Pero el dueño, un hombre tan salvaje y solitario como la propia Tierra, la encontró temblando de fiebre y al borde de la inconsciencia.
El terror la paralizó al verlo, pero fue su susurro ronco justo antes de usar su cuchillo de casa contra su piel, lo que cambió su destino para siempre.
Así nos ayudas a seguir contando historias y a ayudar a mi familia. Ahora comencemos. Ya corría. El aire abrasador de Arizona le quemaba los pulmones con cada bocanada desesperada, un fuego que rivalizaba con el terror que ardía en su pecho. El vestido de novia, aquel que unas horas antes había sido el símbolo de un futuro prometedor, ahora era un lastre, una jaula de encaje y seda que se enganchaba en cada cactus y arbusto espinoso. Se había rasgado los bajos para liberar sus piernas y el blanco inmaculado estaba manchado de polvo rojo, sudor y algunas gotas de su propia sangre.
El velo había desaparecido hacía a kilómetros, arrancado por una rama retorcida como una bandera blanca de rendición que ella se negaba a ondear. Cada pisada levantaba una pequeña nube de polvo que se le pegaba a la piel sudorosa, creando una máscara de mugre sobre su rostro pálido y sus mejillas sonrozadas por el esfuerzo. El sol, un dios cruel y dorado en el cielo despejado, la golpeaba sin piedad. No había nubes, no había sombra, solo la inmensidad de un paisaje rocoso y hostil que parecía extenderse hasta el infinito.
El recuerdo del rostro de Jedediá era el látigo que la impulsaba hacia adelante. Jededi Torne, el hombre con el que se había casado al amanecer, el hombre del que huía antes del anochecer. Su mandíbula apretada, sus ojos fríos como piedras de río, la mirada de posesión que le había dedicado en el altar, todo se repetía en su mente. Ella había creído en sus palabras dulces, en las promesas de una vida de comodidad y respeto. Su familia, al borde de la bancarrota, la había empujado a sus brazos, viéndolo como el salvador que necesitaban.
Pero en la intimidad de la habitación que compartirían, justo después de la ceremonia, la máscara se había caído. No hubo ternura, solo la fría declaración de sus deberes. Eres mi esposa ahora. Ya. Eso significa que tu cuerpo, tus días y tus pensamientos me pertenecen. No toleraré desobediencia. La forma en que la había agarrado del brazo con una fuerza que le dejó una marca morada que ahora palpitaba bajo la tela de su vestido, había sido la última advertencia.

El hombre no quería una compañera, quería una posesión, un objeto hermoso para lucir y controlar. El miedo, un veneno helado, la había paralizado momentáneamente, pero debajo del miedo, una brasa de rebeldía, una que ella misma no sabía que poseía, comenzó a arder. no sería una esclava, no viviría bajo el yugo de aquel hombre. Así que, mientras él se regodeaba con sus invitados en la fiesta de celebración, ella se había escabullido por la puerta trasera de la cocina con el corazón martillándole en las cienes.
Su plan era simple y estúpido, correr, correr hacia el oeste, hacia lo desconocido, lejos de su jaula dorada. Ahora, horas después, la estupidez de su plan se hacía dolorosamente evidente. No tenía agua, no tenía comida y lo único que la guiaba era un instinto animal de supervivencia. Sus delicados zapatos de boda se habían deshecho hacía mucho tiempo y las plantas de sus pies eran una masa de cortes y ampollas. En un momento de agonía, se detuvo para arrancar una tira del Ximena de su vestido y vendarse los pies, una solución precaria que apenas mitigaba el dolor.
Pero el peor de sus problemas acababa de ocurrir. Tratando de atajar por un terreno lleno de chumberas, había resbalado. Al caer, un grito ahogado se le escapó de los labios mientras algo afilado y brutalmente doloroso se clavaba en la parte exterior de su muslo. Al mirar, vio una espina larga y oscura. la púa de un cactus enterrada profundamente en su carne. Un alo rojo e hinchado ya comenzaba a formarse a su alrededor. Trató de sacarla con los dedos temblorosos, pero solo consiguió que el dolor se intensificara, un fuego punzante que se extendía por toda su pierna.
Se mordió el labio hasta sangrar, conteniendo un soyoso. Estaba herida, agotada y perdida. La desesperación comenzó a devorarla. miró a su alrededor, los ojos nublados por las lágrimas y el agotamiento. Todo era igual, tierra roja, rocas y arbustos secos. Pero a lo lejos, casi como un espejismo en la neblina de calor, creyó ver algo. Una estructura, un rancho, una casa. La esperanza frágil y poderosa surgió de nuevo. Cojeando, apoyándose en su pierna buena, comenzó a avanzar hacia la visión.
Cada paso era una tortura. El veneno de la espina del cactus comenzaba a hacer efecto. Sentía un calor extraño recorriéndola, un mareo que hacía que el horizonte se tambaleara. El sol le taladraba la cabeza. Empezó a delirar. murmuraba para sí misma, palabras incoherentes, pidiendo agua a los fantasmas del desierto. Le pareció ver la cara de su madre decepcionada y luego la de Jedía burlándose de su patética huida. Tropezó y cayó, la mejilla raspando contra la graba. Se quedó allí un momento, el polvo caliente pegado a su piel húmeda.
“Levántate”, se ordenó a sí misma con una voz que era apenas un susurro. “No puedes morir aquí. Con un esfuerzo sobrehumano, se puso de pie una vez más. La estructura estaba más cerca ahora. Definitivamente era un rancho, aunque parecía descuidado, casi abandonado. Un corral vacío, una casa de madera desgastada por el sol y un granero grande, cuya puerta principal colgaba de una de sus bisagras. No vio a nadie. No oyó nada, salvo el zumbido de los insectos y el silvido del viento.
Estaría abandonado. La idea la llenó de alivio. Un refugio. Solo necesitaba un lugar para descansar, para esconderse del sol, para pensar. Su objetivo se convirtió en el granero. Era el lugar más cercano, la promesa de una sombra fresca. La distancia parecía estirarse. Cada metro era 1 km. La pierna herida era un peso muerto que arrastraba. La fiebre subía en oleadas, trayendo consigo escalofríos a pesar del calor sofocante. Finalmente llegó a la entrada del granero. La oscuridad del interior era un bálsamo para sus ojos doloridos.
El olor a eno viejo, a polvo y a animal llenó sus fosas nasales. Era el olor de la vida, de la tierra. se tropezó al cruzar el umbral y cayó de rodillas sobre un montón de paja suelta. Ya no podía más. Se arrastró un poco más adentro, buscando el rincón más oscuro, y se derrumbó sobre el eno, su cuerpo finalmente rindiéndose. Se acurucó, temblando incontrolablemente, el vestido hecho girones apenas ofreciendo consuelo. La oscuridad la envolvió, pero no era pacífica.
Era una oscuridad febril, llena de sombras danzantes y el recuerdo punzante del dolor en su pierna. Y mientras se hundía en la inconsciencia, su último pensamiento fue una pregunta aterradora. ¿Había escapado de una pesadilla solo para morir en otra? Caelan Black Quot, Cael, para los pocos que se atrevían a dirigirse a él con familiaridad, estaba acostumbrado al silencio. Era su compañero constante en aquel rancho aislado que se aferraba a la vida en medio de la brutalidad del desierto de Arizona.
El silencio era roto solo por el viento, el relincho ocasional de su semental, Ximena o el crujido de la madera de su casa bajo el sol del mediodía. A sus 35 años, Cael era un hombre tallado por la misma tierra que habitaba, duro, resistente y con una superficie que no revelaba nada de lo que había debajo. Su rostro estaba curtido por el sol y el viento, con una barba corta y oscura que ocultaba una mandíbula cuadrada y, según decían algunos, una cicatriz de sus días en la guerra.
Sus ojos, de un gris tormentoso, habían visto demasiado y hablaban poco. Se movía con una economía de movimientos que rozaba la letalidad, la herencia de un pasado que prefería mantener enterrado junto con sus muertos. Había comprado este rancho, la espina solitaria, hacía 5 años, buscando un exilio autoimpuesto del mundo, de los hombres y de sus recuerdos. Era un lugar perfecto para un hombre que no quería ser encontrado. Esa tarde regresaba de una larga jornada reparando una sección de la cerca en el límite norte de su propiedad.
El sol comenzaba a descender, tiñiendo el cielo de naranjas y morados. Estaba cansado, cubierto de sudor y polvo, y lo único que ansiaba era un trago de whisky y la tranquila compañía de la noche. Cuando se acercaba al granero para guardar sus herramientas, notó algo fuera de lugar. La puerta, que siempre aseguraba con una tranca de madera, estaba entreabierta. Una helada cautela recorrió su cuerpo, un instinto afilado por años de peligro. Se detuvo en seco, sus sentidos en alerta máxima.
bandidos quizás o algún buscador de fortuna perdido. No era la primera vez. Silenciosamente sacó el revólver que siempre llevaba en la cadera. El click metálico del martillo al ser amartillado fue el único sonido en el aire inmóvil. se acercó a la puerta del granero, manteniéndose pegado a la pared, usando la creciente oscuridad como camuflaje. Se asomó por la rendija. Al principio no vio nada más que las familiares sombras de su granero. El olor aeno era más fuerte de lo habitual, como si alguien lo hubiera revuelto.
agudizó la vista, dejando que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, y entonces lo vio en el rincón más alejado, un bulto parecía una pila de trapos blancos. Cael frunció el ceño, se acercó paso a paso, el revólver firme en su mano. A medida que se acercaba, los trapos tomaron forma. Dio la curva de una espalda, una cascada de cabello rubio oscuro, enmarañado y sucio, esparcido sobre el eno. Y entonces un sonido, un gemido suave, un murmullo febril.
Era una mujer. Su primera reacción fue una oleada de irritación. ¿Qué demonios hacía una mujer en su granero? Pero la irritación fue rápidamente reemplazada por la evaluación práctica de un hombre acostumbrado a lidiar con problemas. Estaba vestida con lo que parecían los restos de un vestido de novia. Estaba temblando violentamente a pesar del calor residual del día y estaba herida. Podía oler el olor metálico de la sangre y el edor enfermizo de la infección, incluso desde donde estaba.
Guardó el revólver en su funda y se acercó arrodillándose a su lado. Con cuidado, la giró para verle la cara. Era joven, quizás poco más de 20 años. Su rostro estaba sucio y arañado, pero incluso a través de la mugre podía ver la delicadeza de sus facciones. Sus labios estaban secos y agrietados, y murmuraba palabras sin sentido. Le puso el dorso de la mano en la frente. Ardía. Tenía una fiebre alta. Sus ojos recorrieron su cuerpo en busca de la herida.
No parecía ver nada en sus brazos o torso, pero entonces vio la extraña forma en que mantenía la pierna derecha. Levantó con cuidado el girón de tela que era la falda del vestido y ahí estaba. Su muslo estaba horriblemente hinchado y de un color rojo violáceo en el centro. La causa de todo, una púa de cactus negra y gruesa enterrada profundamente. Estaba rodeada de pus y la infección se estaba extendiendo visiblemente, trazando venas oscuras bajo su piel.
Cael soltó una maldición en voz baja. Era una espina de choya conocida por los lugareños como el Ximena saltarín. Sus púas no solo eran dolorosas, sino que a menudo llevaban bacterias que podían causar una infección fulminante, una que podía matar a un hombre fuerte si no se trataba. Y esta mujer no era fuerte, estaba al borde del colapso. No había tiempo para sutilezas, no podía llevarla a la casa en ese estado. Necesitaba sacar esa espina y drenar el veneno.
Ahora cualquier retraso podría costarle la pierna o la vida. sacó su cuchillo de casa de la funda de su cinturón. La hoja era ancha y afilada como una navaja, un instrumento que usaba para desollar animales, pero que también había servido como herramienta quirúrgica en el campo de batalla más de una vez. Se arrodilló sobre ella, una pierna a cada lado de su cuerpo para inmovilizarla. Necesitaba un agarre firme. La fiebre y el delirio la hacían moverse y gemir, y no podía arriesgarse a que un movimiento brusco le hiciera cortar una arteria.
El movimiento de su cuerpo sobre ella, el cambio en el aire, pareció penetrar en su neblina febril. Los ojos de Elía se abrieron de golpe. Eran de un azul intenso, pero ahora estaban vidriosos y llenos de pánico. Lo que vio fue la pesadilla de cualquier mujer indefensa. Un hombre enorme, barbudo y de aspecto salvaje cernido sobre ella en la penumbra. El brillo de una hoja de cuchilló cerca de su rostro. El terror puro y primordial le dio una oleada de fuerza.
gritó un sonido agudo y asustado que se perdió en el vasto silencio del rancho. Comenzó a luchar con la energía de la desesperación, golpeando su pecho con los puños tratando de retorcerse para escapar. “No, aléjate de mí. ¡Déjame en paz!”, gritó su voz rota por la fiebre. Cael la sujetó con más firmeza, sus manos ásperas y callosas sobre sus delicados hombros, presionándola contra el suelo de Eno. Sentía el temblor de su cuerpo, la fragilidad de sus huesos bajo su peso.
Podía ver el pánico en sus ojos y entendió perfectamente lo que ella estaba pensando. Le había escapado a un monstruo para caer en las garras de otro. Una punzada de algo parecido a la compasión lo atravesó, pero no había tiempo para explicaciones. La infección no esperaba. Se inclinó sobre ella, su rostro a centímetros del de ella, el olor a sudor y tierra de él mezclándose con el olor a enfermedad de ella. Su aliento era cálido contra su mejilla.
“Cálmate”, dijo él, su voz un retumbo grave y bajo. Pero ella no se calmó. siguió luchando con soyosos ahora mezclados con sus gritos. “Por favor, no me hagas daño”, suplicó. Cael vio las lágrimas corriendo por sus cienes limpiando surcos en la suciedad. Necesitaba que se quedara quieta, absolutamente quieta. Presionó su cuerpo contra el de ella un poco más, no con brutalidad, sino con un peso inamovible. Luego bajó la cabeza hasta su oído, su barba rozando la piel sensible de su cuello, provocándole un escalofrío de miedo.
Y entonces susurró, su voz no era más que un soplo áspero, una orden cargada de una intensidad que la paralizó más que su fuerza. No te muevas o te dolerá más. La frase, dicha con tanta calma y concentración rompió su pánico. No había ira en su voz ni lujuria. Había urgencia. precisión. Se quedó inmóvil, sin aliento, su cuerpo tenso bajo el de él. Sus ojos azules, enormes y asustados, se clavaron en los grises de él. Por un segundo, el mundo se detuvo.
Cael vio ese instante de quietud y no lo desperdició. Sin apartar la mirada de la de ella, para que pudiera ver cada uno de sus movimientos, movió el cuchillo no hacia su garganta ni su pecho, como ella temía. lo bajó lentamente hasta su muslo herido. Lía siguió el movimiento con los ojos, el terror dando paso a una confusa comprensión. lo vio examinar la herida con la fría precisión de un médico de campo. Su mano libre, la que no sostenía el cuchillo, palpó suavemente la piel hinchada alrededor de la espina, encontrando el ángulo exacto.
Sus dedos, a pesar de su apariencia ruda, fueron sorprendentemente gentiles. Lea contuvo la respiración. podía sentir el calor de su cuerpo sobre el suyo, el peso de sus piernas inmovilizándolas de ella, la extraña intimidad de aquel momento terrible. “Esto va a arder”, advirtió él, su voz todavía un murmullo grave. Antes de que ella pudiera procesar las palabras, actuó con un movimiento rápido y experto. Hundió la punta del cuchillo en la piel junto a la base de la espina.
Lea gritó, un sonido agudo y desgarrador que el hombre absorbió con su propio cuerpo. Él ni se inmutó. Con el mismo movimiento hizo palanca. Hubo un sonido repugnante, un pequeño desgarro y sintió una oleada de dolor tan intenso que le nubló la vista. se arqueó contra él, pero su peso la mantuvo en su sitio. Y entonces, tan rápido como había llegado, el dolor agudo fue reemplazado por otra cosa, una liberación, una oleada de alivio. Él había sacado la espina, era larga y fea, cubierta de sangre y pus.
La arrojó a un lado, pero no había terminado. Inmediatamente apretó con fuerza los bordes de la herida abierta. Un chorro de líquido oscuro y maloliente brotó y el dolor punzante que había atormentado Aa durante horas comenzó a disminuir, reemplazado por un dolor sordo y limpio. El hombre la mantuvo presionada hasta que solo salió sangre roja y limpia. Y a jadeaba. Las lágrimas corrían libremente por su rostro, pero ya no eran de terror. Eran de agotamiento y un inmenso, abrumador alivio.
El hombre se apartó de ella lentamente, rompiendo el contacto físico. El aire frío corrió por donde su cuerpo había estado. Se puso de pie y la miró desde arriba. En la penumbra del granero, su silueta era la de un gigante, pero ya no parecía un monstruo. Levantó la vista hacia él, su cuerpo temblando por la reacción. vio cómo limpiaba la hoja de su cuchillo en sus pantalones de cuero y lo guardaba en su funda. Luego, sin decir una palabra, se dio la vuelta y salió del granero.
Lea se quedó sola en eleno, temblando, confundida y extrañamente a salvo. El dolor en su pierna había sido reemplazado por una sensación de ardor, pero era soportable. El hombre que la había aterrorizado, el hombre que la había inmovilizado con su cuerpo y la había amenazado con un cuchillo, no había sido su verdugo, había sido su salvador. Se quedó allí tumbada, escuchando los sonidos del atardecer y por primera vez desde que había huído de la iglesia, un frágil sentimiento de esperanza comenzó a crecer en su corazón.
Estaba a Merced un completo extraño, un hombre salvaje de pocas palabras, pero había sobrevivido. Unos minutos después, que a ella le parecieron una eternidad, él regresó. Llevaba una pequeña lámpara de aceite, cuyo resplandor dorado arrojaba largas sombras danzantes sobre las paredes del granero. También traía un cubo de agua, unos trapos limpios y una pequeña botella de vidrio con un líquido oscuro. Se arrodilló a su lado de nuevo, pero esta vez mantuvo una distancia respetuosa. Colocó la lámpara en el suelo y a su luz ya pudo ver su rostro con más claridad.
Era aún más intimidante de cerca. tenía arrugas en las comisuras de sus ojos grises y su barba, aunque corta, no lograba ocultar la firmeza de su boca. Había una tristeza en su mirada, una quietud que sugería que estaba acostumbrado a estar solo. “Necesito limpiar eso”, dijo. Su voz era un gruñido bajo. No descortés, simplemente directo. Asintió débilmente, demasiado débil para hablar. Él sumergió uno de los trapos en el agua y comenzó a limpiar la herida. Sus movimientos eran eficientes y sorprendentemente delicados.
Limpió la sangre y la suciedad de su muslo. Su toque era clínico, profesional, pero Lian no pudo evitar ser consciente de la extraña intimidad de la situación. La mano de un hombre rudo y cayoso sobre la piel desnuda de su pierna, en la oscuridad de un granero, mientras ella yacía indefensa sobre un montón de paja. Se estremeció, pero no de frío ni de miedo. Era una reacción a su toque, una conciencia de su propia vulnerabilidad y de la cruda masculinidad de él.
Su piel áspera contra la suya suave, su concentración total en su tarea, el calor que emanaba de él, todo ello se registraba en sus sentidos sobrecargados. A él no pareció importarle. Destapó la botella de vidrio. Esto va a doler de nuevo advirtió. Lía se preparó apretando los puños en el eno. Vertió el líquido que lea reconoció por el olor como whisky o algún tipo de alcohol fuerte directamente sobre la herida abierta. El dolor fue segador, un fuego líquido que la hizo gritar de nuevo.
Esta vez fue un grito corto y agudo. Cael la observó con impasibilidad, esperando a que pasara el espasmo. Es necesario, dijo simplemente, para matar lo que queda del veneno. Después del ardor inicial, una sensación de entumecimiento se apoderó de su pierna. Él tomó otro trapo limpio y lo dobló en una almohadilla gruesa, presionándola contra la herida para detener el sangrado. Luego, con tiras de tela rasgadas, se la vendó con firmeza. El trabajo estaba hecho. Se sentó sobre sus talones, observándola.
Sus ojos grises la recorrieron de la cabeza a los pies, deteniéndose en su rostro, en el vestido hecho girones, en sus pies heridos. Ahora el agua dijo. Cogió un caso del cubo y se lo acercó a los labios. Bebe despacio. El agua fresca fue la cosa más maravillosa que ya había probado en su vida. Bebió con avidez, el líquido frío calmando su garganta reseca y su estómago vacío. Él tuvo que apartarle el caso para que no bebiera demasiado rápido.
Bebió dos casos más, más lentamente esta vez, antes de negar con la cabeza satisfecha. Se recostó en el eno, el agotamiento volviendo a apoderarse de ella. La fiebre seguía ahí, pero el dolor agudo en su pierna había desaparecido, reemplazado por un latido sordo. “Gracias”, susurró su voz apenas audible. Él la miró, una expresión indescifrable en su rostro. No respondió. En cambio, hizo una pregunta. “¿De quién huyes?” La pregunta la golpeó como una bofetada. El miedo volvió a aflorar.
¿Podía confiar en este hombre? ¿Qué haría si le contaba la verdad? Jedía era un hombre importante con dinero e influencia. Podría enviar gente a buscarla. Este hombre, por muy salvador que hubiera sido, podría entregarla por unas cuantas monedas. Negó con la cabeza, las lágrimas brotando de nuevo. No puedo, no puedo decirlo. Cae la observó durante un largo momento, su mirada penetrante pareciendo leer sus pensamientos. Un hombre normal habría presionado, habría exigido respuestas, pero Cael simplemente asintió como si hubiera esperado esa respuesta.
Se puso de pie. Duerme. La fiebre aún no ha remitido. Cogió la lámpara. Nadie te encontrará aquí esta noche. Se detuvo en la puerta del granero, su ancha espalda recortada contra el crepúsculo púrpura. ¿Cómo te llamas?, preguntó sin volverse. Ella dudó un instante. Lia. Él asintió de nuevo. Yo soy Cael. Estás en mi tierra. Aquí estará segura. Ya, al menos por ahora. Y con eso se fue, dejándola sola con la oscuridad, el olor aeno y la promesa incierta de seguridad.
Lia se acurrucó, el cuerpo dolorido, pero el corazón un poco más ligero. Cerró los ojos y por primera vez en 24 horas el sueño que la encontró no estaba lleno de terror, sino de la extraña imagen de unos ojos grises y tormentosos y la sensación de unas manos ásperas que en lugar de herir habían curado. Mientras tanto, en la casa principal Cael se servía un vaso de whisky. Sus pensamientos eran un torbellino, una mujer, una novia fugitiva en su granero.
No era el tipo de problema que quería o necesitaba. Su vida estaba cuidadosamente construida en torno a la soledad y la rutina. Esta chica, lia, era una complicación. Sin embargo, no podía echarla. No en ese estado vio la vulnerabilidad en sus ojos, el terror puro de un animal acorralado. Alguien la había herido y no solo el cactus. Su instinto protector, uno que pensaba que había enterrado hacía mucho tiempo en los campos de Cuba, se despertó. Bebió un sorbo de whisky, el líquido ardiente recorriéndole el gasnate.
Había visto la delicadeza de su piel bajo la suciedad, la seda de su pelo, incluso enmarañado. A pesar de su estado, había una belleza en ella, una fragilidad que contrastaba brutalmente con el mundo en el que vivía. El toque de su piel bajo sus dedos cuando limpiaba la herida se había quedado grabado en su mente. Era suave, cálida, viva. Había pasado tanto tiempo desde que había tocado a alguien con algo que no fuera violencia o indiferencia. El pensamiento lo inquietó.
Se dirigió a la ventana y miró hacia el granero. Una oscuridad total. Estaba allí durmiendo en su eno, una desconocida que había traído el caos a su santuario de paz. y fuera en alguna parte el hombre del que huía, un hombre que sin duda la estaría buscando. Cael terminó su whisky de un trago. Mañana sería otro día. Mañana tendría que decidir qué hacer con ella. Pero esa noche supo con una certeza inquebrantable que protegería ese granero y a su inesperada ocupante con su propia vida.
A kilómetros de distancia, Jederi Torne estrelló un vaso contra la pared de su lujosa suite. La fiesta de bodas había terminado en humillación. Su novia, su propiedad, había desaparecido. Lo había avergonzado delante de todos sus socios y rivales. Encontradmela, siseó a los dos hombres que estaban frente a él. Dos matones a sueldo con rostros impasibles. No me importa cómo quiero que la traigáis de vuelta. se va a arrepentir del día en que decidió desafiarme. Su voz era baja y venenosa, la promesa de una crueldad sin límites.
Los hombres asintieron y se marcharon. Jedía se acercó a la ventana, mirando hacia el vasto y oscuro desierto. “Puedes correr, mi pequeña y tonta Lia”, susurró a la noche. “Pero no puedes esconderte de mí.” En el granero de Cael, ya se agitó en su sueño febril. Soñó con garras y jaulas, con ojos fríos como piedras y un dolor agudo en el brazo. Pero entonces la pesadilla cambió. Soñó con la oscuridad, con un peso reconfortante sobre ella y una voz grave susurrando en su oído, prometiendo que el dolor pasaría.
Y en el umbral entre el sueño y la vigilia se aferró a esa voz como un náufrago a una tabla en medio del océano. El primer rayo de sol se coló por las rendijas del granero, despertando a Lía con un suave calor en la cara. Parpadeó desorientada. Por un momento, no supo dónde estaba. El olor aeno, el suelo duro bajo su cuerpo. Entonces, los recuerdos del día anterior volvieron en tropel. La huida, el dolor, el hombre. Cael se incorporó con cuidado, apoyándose en los codos.
Le dolía todo el cuerpo, pero la fiebre parecía haber bajado. Ya no temblaba. Miró su pierna. El vendaje improvisado estaba en su sitio, manchado de sangre seca. Le dolía, pero era un dolor sordo y manejable, no el fuego torturador de la víspera. El granero estaba silencioso, lleno de la luz dorada del amanecer. Vio las herramientas de Cael colgadas ordenadamente en una pared, un montón de sillas de montar en un rincón. Todo hablaba de una vida de trabajo duro y orden.
¿Dónde estaba él? El miedo, su viejo compañero, asomó la cabeza. la habría abandonado o quizás se había arrepentido de ayudarla y había ido a buscar al Seriff, o peor, a Jedia, un sonido fuera del granero la hizo sobresaltarse. El sonido de un hacha cortando madera, rítmico, constante, poderoso, se arrastró hasta una rendija en la pared de madera y miró a través de ella. Lo vio. Estaba en el patio con el torso desnudo bajo el sol de la mañana.
Su espalda era una ancha extensión de músculos tensos que se movían con cada golpe del hacha. Estaba partiendo leña con una eficiencia brutal. Lia se quedó sin aliento. A la luz del día, era aún más imponente. Era un hombre forjado en la naturaleza, todo ángulos duros y fuerza bruta. Vio las cicatrices que surcaban su espalda, pálidas líneas contra su piel bronceada, testimonios de un pasado violento. Y sin embargo, recordó la gentileza de sus manos al limpiarle la herida, la calma en su voz cuando la sujetó.
Era una contradicción andante, un hombre salvaje con un toque de cirujano. Observó fascinada y asustada a partes iguales hasta que él pareció sentir su mirada. Se detuvo en medio de un golpe, el hacha en alto, y giró la cabeza lentamente, sus ojos grises buscando y encontrando la rendija por la que ella espiaba. Su corazón dio un vuelco. Se apartó de la pared de un respingo, como una niña pillada haciendo una travesura, y se acurrucó de nuevo en el eneno, el rostro ardiendo de vergüenza.
Unos momentos después, oyó sus pasos acercándose. La puerta del granero se abrió, inundando el interior de luz. Se quedó inmóvil fingiendo estar dormida. Cael entró. Ella podía sentir su presencia, una energía contenida que llenaba el espacio. No dijo nada durante un largo rato. Lia se atrevió a abrir los ojos una rendija. Él estaba de pie junto a ella, mirándola con una camisa ahora cubriendo su torso. Llevaba una bandeja en las manos. En ella había una taza humeante, un trozo de pan y lo que parecía un guiso en un cuenco de madera.
se arrodilló igual que la noche anterior. “Sé que estás despierta”, dijo su voz grave, sin inflexión. Lea abrió los ojos por completo y se sentó el bochorno haciendo que no pudiera mirarlo a los ojos. Él dejó la bandeja a su lado. “Come, necesitas recuperar fuerzas.” “Gracias”, murmuró ella mirando la comida. Tenía un hambre voraz. cogió el pan y le dio un mordisco. Era denso y sabroso. El guiso olía a carne y verduras. Empezó a comer con una avidez que la avergonzó, pero no podía evitarlo.
Cael la observó en silencio, lo que la puso aún más nerviosa. Se obligó a comer más despacio. “¿Cómo? ¿Cómo está mi pierna?”, preguntó para romper el silencio. “La herida está limpia.” El enrojecimiento ha bajado, respondió él. Pero necesitarás descansar unos días. No puedes caminar con ella unos días. La idea de quedarse allí a merced de este extraño la aterraba. Pero, ¿qué otra opción tenía? En el desierto no sobreviviría ni un día más. Y la alternativa, volver con Jedíá, era impensable.
asintió la mirada fija en su cuenco. “No tengo, no tengo cómo pagarte”, dijo en voz baja. “Por la comida, por por todo.” Cael se movió y por un momento ella pensó que se iba a levantar, pero en su lugar se sentó en eleno frente a ella apoyando la espalda en un poste. La observó con esos ojos grises insondables. “No te he pedido pago”, dijo. Finalmente se hizo un silencio incómodo, lleno de preguntas no formuladas. Lea terminó su guiso y bebió el líquido de la taza.
Era una infusión de hierbas de sabor amargo pero reconfortante. Lo sentía calentarle el estómago y relajarle los músculos tensos. ¿Qué hierbas son estas? Preguntó por curiosidad. Él pareció sorprendido por la pregunta. Milenrama y equinasia para la fiebre y la infección. Ella lo miró. Conocía las plantas. Su abuela le había enseñado un poco sobre remedios caseros. Mi abuela usaba la milenrama para detener hemorragias. Una diminuta, casi imperceptible sonrisa tiró de la comisura de los labios de Cael, aunque desapareció tan rápido como llegó.
Tu abuela era una mujer sabia. Ese pequeño atisbo de humanidad la envalentonó. Necesitaba saber por qué. Preguntó en voz baja. Él levantó una ceja. ¿Por qué? ¿Qué? ¿Por qué me ayudas? Soy una extraña, podría ser una ladrona, una una mala persona. Cael desvió la mirada, sus ojos fijos en un punto lejano más allá de la puerta del granero. “Porque nadie merece morir solo en el desierto por la espina de un cactus”, dijo, “pero su tono sugería que había más.
¿Y por qué vi el miedo en tus ojos? No era el miedo de alguien que ha hecho algo malo, era el miedo de alguien de quien han abusado. Las palabras la golpearon con la fuerza de un puñetazo. Se quedó sin palabras. Él sabía o al menos lo intuía. La vergüenza y el alivio lucharon en su interior. La vergüenza de que su situación fuera tan obvia y el alivio de que alguien por fin pareciera entenderlo sin que ella tuviera que decir una palabra.
Mi mi marido empezó a decir, pero la voz se le quebró. No tienes que hablar de ello si no quieres la interrumpió él suavemente. Por ahora, solo descansa y cúrate. Cuando estés fuerte, decidiremos qué hacer. Pero él me buscará, susurró ella, el pánico volviendo. Jedediano, él no acepta un no por respuesta. tiene hombres, dinero. Registraron cada rincón de este territorio si es necesario. Cael la miró y esta vez había algo nuevo en sus ojos grises. Una dureza fría como el acero.
Que lo intenten dijo simplemente. Y por alguna razón la absoluta confianza en su voz calmó el miedo de más que cualquier promesa vacía. Creía en él. Creía que este hombre solitario y salvaje podía enfrentarse a Jedá y a todos sus secuaces. Terminó su bebida y dejó la taza en la bandeja. Se sentía mareada, un poco somnolienta por la comida y la infusión. Cael se dio cuenta. El brevaje te dará sueño. Es bueno. Tu cuerpo necesita sanar. Se levantó para irse.
Cael lo llamó ella. Él se detuvo y la miró. Gracias”, dijo de nuevo, pero esta vez lo miró directamente a los ojos tratando de transmitir toda la gratitud que sentía. “De verdad. ” El solo asintió, su rostro una máscara impenetrable y salió del granero, dejándola una vez más con sus pensamientos. Pero esta vez no eran de miedo, eran de una creciente curiosidad por el hombre que la había salvado. Un hombre que conocía las hierbas curativas y las cicatrices de la batalla.
Un hombre que prefería el silencio, pero cuyas pocas palabras tenían el peso de rocas. Un hombre que le había prometido seguridad con una certeza que el helaba la sangre. Mientras se hundía de nuevo en el sueño, ya se dio cuenta de que su huida no había terminado, simplemente había cambiado de dirección. Había huído de un peligro conocido hacia un futuro completamente incierto, un futuro que ahora estaba inexplicablemente ligado a un hombre llamado Cael, el solitario rey de un rancho polvoriento al que llamaba la espina solitaria y se preguntó si el nombre del rancho era una advertencia o una descripción de su dueño.
Los días que siguieron se convirtieron en una rutina lenta y silenciosa. Él se convirtió en una presencia constante, pero distante en la vida de Lia. Cada mañana le dejaba una bandeja con comida y una infusión humeante en la entrada del granero. Por la tarde regresaba para revisar su herida, cambiando el vendaje con una eficiencia que ya no la asustaba. Sus manos, que al principio le habían parecido brutales, ahora le resultaban increíblemente seguras. Notaba como a pesar de su actitud clínica, siempre tenía cuidado de no causarle más dolor del necesario.
Lea pasaba las largas horas de soledad observando la vida del rancho a través de las rendijas. Veía a Cael trabajar con una energía incansable. Lo veía domar a su semental negro, Ximena una bestia magnífica que solo parecía obedecer a su dueño. Hablaban el mismo idioma, uno de fuerza y respeto mutuo. Lo veía reparar herramientas, acarrear agua y patrullar los límites de su tierra, siempre con un rifle a mano. Se dio cuenta de que no solo vivía en esa tierra, sino que era parte de ella, tan indomable y resistente como los cactus que la salpicaban.
El silencio entre ellos comenzó a pesarle. Ella estaba acostumbrada al bullicio de su casa, a las conversaciones, aunque superficiales, con su familia. El silencio de Cael era como un muro. Un día, cuando él vino a cambiarle el vendaje, ella decidió intentar derribarlo. “¿Hablas con tu caballo más de lo que hablas conmigo?”, preguntó tratando de que su tono sonara ligero. Cael se detuvo, el trapo limpio a medio camino de su pierna. Levantó la vista y la miró. Sus ojos grises eran serios.
“Diablo se queja menos”, respondió él y por un segundo ya pensó que había visto un destello de humor en su mirada. Y sus preguntas son más sencillas. Generalmente se limitan a manzanas o avena. La respuesta la sorprendió tanto que soltó una pequeña risa. El sonido pareció extraño en el aire quieto del granero. Cael la observó y una arruga casi imperceptible se formó entre sus cejas como si estuviera escuchando un sonido que había olvidado que existía. “No quise, no quise ser una molestia”, dijo ella de repente avergonzada.
Él reanudó su tarea atando el vendaje con cuidado. No eres una molestia, eres una complicación. La palabra la hirió más de lo que esperaba. Complicación. Eso era lo que siempre había sido para su familia con sus sueños de estudiar en lugar de casarse. Eso era lo que era para Jedia, un objeto que no se comportaba como debía. Cael debió ver el cambio en su expresión porque añadió, “Su voz más suave de lo habitual, las complicaciones no siempre son malas, a veces solo requieren más atención.
” Terminó de vendarle la pierna y se quedó arrodillado frente a ella. Una rara pausa en su constante movimiento. “¿Te duele mucho?”, preguntó. “Menos, mucho menos. Es gracias a ti y a tus hierbas.” Él asintió. La tierra provees y sabes dónde buscar. Me gustaría aprender, dijo ella impulsivamente. Aprender sobre las hierbas, a saber que cura y queere. Él la estudió con esa mirada intensa que parecía ver a través de ella. Eso requiere caminar. Y tú, por ahora no puedes hacer mucho de eso.
Cuando pueda, insistió ella, cuando pueda me enseñarás. Hubo un largo silencio. Lia pensó que la ignoraría, pero entonces él dijo, “Quizás.” Y para Cael, quizás era casi tan bueno como un sí. A partir de ese día, algo cambió. Él comenzó a hablar más, aunque en frases cortas y concisas. Le traía libros de su casa, una pequeña y gastada colección de clásicos y manuales de agricultura. se sentaba con ella durante unos minutos cada día mientras comía y le preguntaba sobre su recuperación.
Ella, a su vez empezó a hacerle preguntas sobre el rancho. Le preguntó sobre las cicatrices de su espalda una tarde envalentonada por su aparente relajación. No me di cuenta de que te dedicabas a espiarme mientras trabajaba”, dijo él sin volverse mientras afilaba un cuchillo. Lía se sonrojó violentamente. No estaba espiando, estaba observando. El sol brillaba en la guerra, la interrumpió él, deteniendo el movimiento de la piedra de afilar. La palabra quedó suspendida en el aire, pesada y fría.
España, una bala perdida y un machete no tan perdido. No dijo más y ella supo que no debía preguntar, pero ahora entendía una parte más de él, la disciplina, la cautela, la habilidad para curar heridas y, sin duda, para infligirlas. Era un soldado. Y este rancho no era solo un hogar, era su fortaleza. Una semana después, Lea pudo ponerse de pie con la ayuda de un palo que Cael le había tallado. Dar los primeros pasos fue agónico, pero la libertad de movimiento, por limitada que fuera, era embriagadora.
se aventuró a salir del granero parpadeando bajo el sol brillante. Cael la observaba desde el porche de la casa, los brazos cruzados, sin ofrecer ayuda, pero con una atención que la envolvía como un manto. Dio su rancho por primera vez desde una perspectiva vertical. La casa era sencilla, de madera resistente, con un porche que la rodeaba. Había un pequeño huerto bien cuidado y un pozo de agua fresca. A pesar de su apariencia salvaje, el lugar estaba impecable y ordenado.
Era el dominio de un hombre que encontraba consuelo en el control sobre su entorno. Él se acercó a ella. ¿Crees que puedes llegar hasta la casa o debo cargarte como un saco de patatas? ¿Puedo caminar? Respondió ella con la barbilla en alto, aunque su pierna temblaba por el esfuerzo. Se apoyó pesadamente en su bastón y dio un paso, luego otro. Él caminó a su lado, lo suficientemente cerca para atraparla si caía, pero sin tocarla. El simple hecho de su proximidad, el calor que emanaba de su cuerpo, la hizo sentir un mareo que no tenía nada que ver con su pierna herida.
“¿Por qué me llevas a la casa ahora?”, preguntó ella. “Porque el granero es para los animales”, dijo él. Y porque si duermes una noche más en ese eno, empezarás a oler como mi caballo. Además, añadió, abriendo la puerta de la casa, se acerca una tormenta. No querrás pasarla allí. El interior de la casa la sorprendió. Era tan espartano y funcional como el exterior, pero también era acogedor. Una gran chimenea de piedra dominaba la habitación principal. Había una mesa de madera maciza, dos sillas y una estantería llena de más libros de los que ella esperaba.
Todo estaba limpio, pulcro, la morada de un hombre que no toleraba el desorden ni en su vida ni en su hogar. Había un olor a leña quemada, a cuero y a algo más, un aroma masculino que era inequívocamente el de Cael. La llevó a una pequeña habitación en la parte trasera. Puedes quedarte aquí. La habitación contenía solo una cama estrecha con un colchón de paja y una manta de lana gruesa, una pequeña cómoda y una ventana que daba al desierto.
Era más de lo que ella podía haber esperado. “Gracias”, susurró abrumada. “Hay agua caliente para que te laves en el cobertizo de atrás. Y te he dejado algo de ropa en la cómoda. No es mucho. Pertenecía a Bueno, es ropa. Te servirá mejor que ese vestido de novia andrajoso. Se dio la vuelta para irse. Cael lo llamó ella. A quién pertenecía. Él se detuvo en la puerta, la espalda hacia ella. A mi esposa dijo su voz plana.
murió hace mucho tiempo. Se fue sin decir nada más, dejando al día con un torbellino de emociones. Su esposa, así que había amado antes. Eso explicaba la tristeza en sus ojos, el muro que había construido a su alrededor. Se acercó a la cómoda y la abrió. Dentro había un sencillo vestido de algodón y una muda de ropa interior. La tela era suave por el uso. Al tocarla, Le sintió una extraña conexión con la mujer a la que nunca conocería y una punzada de algo que no pudo identificar.
Tristeza, celos, era una locura. El baño fue un paraíso. El agua caliente sobre su piel, el jabón rústico que olía a pino, se sintió renacer. Se lavó el pelo, desenredando los nudos con los dedos, viendo como el agua se llevaba semanas de suciedad y miedo. Cuando se puso el vestido de la difunta esposa de Cael, se miró en un pequeño trozo de espejo que colgaba de la pared. El vestido le quedaba un poco grande en los hombros, pero era limpio y cómodo.
era el vestido de una ranchera, no de una dama de la ciudad, y por alguna razón se sintió bien. Esa noche la tormenta golpeó con una furia espectacular. Los relámpagos iluminaban el paisaje, seguidos por el estruendo de los truenos que sacudían la pequeña casa. Lea estaba sentada a la mesa frente a Cael, compartiendo un guiso que esta vez ella le había ayudado a preparar. No me dan miedo las tormentas”, dijo ella, “mas convencerse a sí misma que a él.
Él la miró por encima del borde de su cuenco. No, a mí tampoco, pero sé respetarlas. El desierto puede matarte de sed bajo el sol o ahogarte en un torrente de agua en menos de una hora. Nunca le des la espalda.” Compartieron la comida en un silencio que ya no era incómodo, sino confortable. El sonido de la lluvia torrencial contra el techo de madera era como un latido constante. Lea se dio cuenta de que se sentía segura, más segura de lo que se había sentido en toda su vida.
Con Jedía vivía en una casa lujosa, pero siempre sentía un frío en el fondo de su corazón. Aquí, en una cabaña de madera, en medio de una tormenta violenta, con un hombre que apenas conocía, sentía un calor que no venía solo del fuego de la chimenea. ¿Alguna vez piensas en irte?, le preguntó ella, rompiendo el crepitar del fuego. Irme de aquí. ¿A dónde iría? El mundo de ahí fuera negó con la cabeza. Ya no tiene nada para mí.
Su rostro se endureció. Sus ojos se perdieron en las llamas. Una vez tuve una vida en ese mundo, una casa, una familia, una hija se detuvo y el dolor en su voz era tan palpable que sintió el impulso de alargar la mano y tocarlo. “Tenía tus mismos ojos”, susurró él, “azules como el cielo, su madre y ella una fiebre se las llevó mientras yo estaba en la guerra, luchando por la libertad de otros mientras perdía la mía.” El corazón de Elía se encogió.
Ahora todo encajaba. El aislamiento, la autosuficiencia, el miedo a conectar. Estaba atrapado en el pasado, un fantasma en su propio rancho, rondado por los fantasmas de las mujeres que había amado y perdido. “Lo siento mucho, Cael”, dijo ella suavemente. Él apartó la vista del fuego y la miró como si la viera de verdad por primera vez. vio más allá de la novia fugitiva, de la complicación. Vio a una mujer joven y compasiva. No te compadezcas de mí, chica.
La autocompasión es un veneno que te pudre por dentro. Se puso de pie bruscamente. Es tarde. Deberías dormir. Esa noche ya no pudo dormir. Pensaba en Cael, en su dolor oculto, en su soledad autoimpuesta. Había encontrado refugio en su rancho, pero se dio cuenta de que él también se escondía allí, no de un marido abusivo, sino de la vida misma. Y en la oscuridad de su pequeña habitación, con la tormenta rugiendo afuera, tomó una decisión. No sería solo una invitada temporal.
Ayudaría a Cael. le devolvería no solo el favor de haberle salvado la vida, sino que trataría de devolverle un pedazo de la vida que había perdido. Empezó al día siguiente. A pesar de su cojera, insistió en ayudar con las tareas. Aprendió a alimentar a las gallinas, a recoger los huevos, a deservar el huerto. Al principio, Cael se resistió. “Tu trabajo es curarte, no convertirte en mi jornalera, gruñó. Y mi curación será más rápida si me siento útil, no un fardo”, replicó ella con una firmeza que lo sorprendió.
Él la observó mientras trabajaba con torpeza, pero con determinación. Vio como la vida volvía a su rostro, como el sol le daba un color saludable a sus mejillas. Vio como su risa, cuando una gallina le picoteaba los dedos, llenaba el silencio del rancho y se dio cuenta, con una punzada de pánico, de que se estaba acostumbrando a tenerla cerca. El rancho dejó de ser un santuario de silencio para convertirse en un lugar lleno de vida. Había conversaciones mientras preparaban la cena, discusiones sobre la mejor manera de podar los tomates e incluso momentos de humor cuando Lea intentaba sin éxito ordeñar a la única vaca de Cael.
Terminando cubierta de leche, Cael, fiel a su promesa, comenzó a enseñarle sobre las plantas del desierto. En sus paseos, su pierna cada vez más fuerte le mostraba las hojas de la salvia que calmaban los dolores de garganta, las raíces del yuca que se podían convertir en jabón y las vallas de enebro que ayudaban a la digestión. Durante estas lecciones, sus manos se rozaban a menudo cuando él le pasaba una planta o sus hombros se tocaban cuando se inclinaban sobre el mismo arbusto.
Cada toque, por breve que fuera, era como una pequeña descarga eléctrica que dejaba a Lia con el corazón acelerado. Cael parecía no darse cuenta o era un maestro en ocultarlo, pero Le notaba la forma en que su voz se volvía un poco más grave cuando estaba cerca de ella, la forma en que sus ojos grises se detenían en su boca cuando hablaba, la forma en que a veces se quedaba mirándola cuando creía que no lo veía. Una tarde, mientras recolectaban hierbas en una pequeña colina que dominaba el rancho, ya resbaló en una piedra suelta.
Dio un grito ahogado esperando caer, pero los brazos de Cael la rodearon por detrás, sujetándola con fuerza contra su pecho. Por un instante se quedaron así. Lía con la espalda pegada al duro y cálido muro de su torso, sus manos sobre los antebrazos de él, que eran como acero. Podía sentir el latido constante de su corazón contra su espalda, oler su aroma a tierra, sudor y sol. Fue él quien rompió el hechizo. La ayudó a enderezarse, pero sus manos se demoraron en su cintura un segundo más de lo necesario.
“Debes tener más cuidado”, dijo su voz ronca. No querrás lastimarte de nuevo. No me he caído”, susurró ella, volviéndose para mirarlo. Estaban tan cerca que podía ver las motas de plata en sus ojos grises. “Tú me has sujetado. Siempre te sujetaré, Lia”, dijo él, su voz cargada de una intensidad que la dejó sin aliento. Y en ese momento Lea supo, con una certeza absoluta, que sus sentimientos por el hombre que la había salvado iban mucho más allá de la gratitud.
estaba empezando a enamorarse de él. El pensamiento la aterrorizó. Ella todavía era una mujer casada. Jededía seguía ahí fuera en alguna parte. Y Cael, Cael todavía estaba casado con el fantasma de su esposa. Se apartó de él bruscamente. Deberíamos volver. Se está haciendo tarde. Regresaron al rancho en silencio, pero el aire entre ellos había cambiado. Estaba cargado de una tensión eléctrica, de palabras no dichas y de un deseo que ambos se esforzaban por negar. Esa noche, mientras Cael estaba en el porche limpiando su rifle a la luz de la luna, Lia se acercó a él.
Llevaba una taza de té de manzanilla. “Para que duermas bien”, dijo, ofreciéndosela. Él aceptó la taza, sus dedos rozándolos de ella. Gracias. Se quedaron en silencio, mirando la inmensidad del cielo estrellado. He estado pensando, comenzó Lia. Debo irme pronto. No puedo seguir siendo una carga para ti. Los nudillos de Cael se pusieron blancos alrededor de la taza. Una carga. Creía que habías dicho que te sentías útil. Lo soy, pero este no es mi lugar y y estoy poniéndote en peligro.
Cada día que paso aquí aumento las posibilidades de que Jedía me encuentre y a ti. Él dejó el rifle a un lado y la miró. Si te vas, ¿a dónde irás? Ella no tenía respuesta. El mundo era un lugar enorme y aterrador para una mujer sola y sin dinero. No lo sé. hacia el oeste, a California. Tal vez puedo encontrar trabajo. No sobrevivirás una semana, dijo el sin rodeos. Este mundo no es amable con las mujeres solas.
Pues no me quedaré aquí para traerte la muerte a tu puerta, exclamó ella, la frustración y el miedo saliendo a la superficie. Prefiero enfrentarme al mundo sola que ser responsable de que te hagan daño. Él se levantó y se acercó a ella, su imponente figura bloqueando la luz de la luna. Y si te digo que no te tengo miedo a Jedan y a sus matones a sueldo. Y si te digo su voz se suavizó, volviéndose un susurro áspero.
Que el único peligro que veo en esta casa eres tú. Lea retrocedió un paso confundida. Yo, ¿qué quieres decir? Él dio otro paso, acortando la distancia entre ellos. Puso una mano en la barandilla junto a su cabeza atrapándola. Tú ya, con tus ojos azules y tu risa que llena mi casa vacía, con tu manía de preocuparte por un hombre roto que no lo merece, me haces sentir cosas que juré no volver a sentir. El corazón de Lialía con fuerza contra sus costillas.
podía ver el tormento en sus ojos, la batalla que se libraba en su interior. “Cael”, susurró. Él bajó la cabeza, su frente casi tocándola de ella. “Deberías odiarme. Te sujeté contra el suelo, te amenacé con un cuchillo. Me salvaste”, corrigió ella, “y mostraste más amabilidad que nadie en mi vida”. Él soltó un gruñido bajo, una mezcla de frustración y deseo. Amabilidad. Esto no es amabilidad. Ya. Levantó su otra mano y le acarició la mejilla con el dorso de sus dedos ásperos.
El contacto fue como una llama encendiendo cada nervio de su cuerpo. Es egoísmo. Es querer quedarme con la única luz que ha entrado en mi oscuridad en años. y eso te pondrá en un peligro peor que el de tu marido. Sin que ella se diera cuenta, sus propias manos habían subido a su pecho. Podía sentir la fuerza de sus músculos bajo la tela de su camisa, el latido de su corazón tan rápido como el suyo. “Quizás, quizás es un peligro que quiero correr”, susurró ella, levantando la barbilla, sus labios a escasos centímetros de los de él.
Eso fue todo lo que él necesitó. con un gruñido ahogado, bajó la boca y la besó. No fue un beso tierno ni gentil, fue un beso desesperado, hambriento, la liberación de años de soledad y dolor reprimido. Fue un beso que reclamaba, que poseía, que borraba todo pensamiento de pasado y futuro, dejando solo el abrumador presente. Lia le devolvió el beso con la misma intensidad, aferrándose a él, dejando que toda su gratitud, su admiración y su creciente amor se derramaran en ese único contacto.
el miedo a Jedá, las sombras del pasado de Cael, todo se desvaneció. En ese momento solo eran un hombre y una mujer encontrando un refugio el uno en el otro bajo el cielo estrellado del desierto. Mientras tanto, en una pólvorienta ciudad, a menos de un día a caballo del rancho, uno de los hombres de Jederiat Torne entraba en un celú. Después de semanas de seguir pistas falsas y callejones sin salida, finalmente había oído un rumor. Un viejo buscador de oro había hablado de humo saliendo de la chimenea del viejo rancho Black Quat, un lugar que se suponía abandonado salvo por un ermitaño loco y peligroso.
El matón sonrió, bebió su whisky de un trago y se dirigió al telégrafo. Tenía un mensaje para su jefe. Había encontrado el escondite de la novia fugitiva. La calma antes de la tormenta estaba a punto de terminar. El beso lo cambió todo. La tensión que había vibrado entre ellos durante semanas finalmente se rompió, dando paso a una ternura torpe y a una pasión innegable. Cael, el hombre de las frases cortas y el ceño fruncido, comenzó a sonreír.
Eran sonrisas pequeñas que apenas levantaban las comisuras de sus labios, pero para eran tan deslumbrantes como el amanecer. Por las noches ya no se retiraba a su silla en el porche, sino que se sentaba con ella junto al fuego, a veces hablando, a veces en un silencio compartido que ahora era íntimo y reconfortante. El contacto físico antes accidental se volvió deliberado. una mano en la parte baja de su espalda mientras pasaba por la cocina, los dedos entrelazados durante sus paseos para recoger hierbas, un beso robado en la despensa con sabor a él y al café que acababa de moler.
“Hueles a sol”, le dijo él una tarde, enterrando la cara en su pelo mientras ella estaba de espaldas lavando verduras. Lea se apoyó en su pecho cerrando los ojos. “¿Y tú hueles a tierra y a problemas?” Él soltó una risa grave, un sonido que vibró a través de ella. Soy tu problema ahora, eh, chica de la ciudad. Mi problema favorito, respondió ella, dándose la vuelta en sus brazos para mirarlo. Vio el deseo en sus ojos grises, un fuego lento que la calentaba hasta los huesos.
“Cael, esto lo que estamos haciendo, lo que estamos haciendo”, la interrumpió él. su voz, un susurro ronco. Es vivir algo que ambos habíamos olvidado como hacer. La besó de nuevo, esta vez con una suavidad que la desarmó. Aprendió los contornos de su alma herida. Le habló de su infancia, de sus padres, que la amaban, pero que valoraban más la supervivencia financiera que su felicidad. Él le habló más de su hija Sara, de cómo le gustaba trenzar margaritas en la crin de su caballo y como su risa sonaba como campanillas de viento.
Una noche, mientras estaban tumbados en una manta bajo las estrellas, Lea le preguntó por su esposa Marta. Era fuerte, dijo Cael, su mirada perdida en la Vía Láctea, más fuerte que yo en muchos aspectos. Nació en esta tierra, sabía cómo sobrevivir, pero la enfermedad no discrimina. Cuando volví de la guerra y encontré las tumbas, una parte de mí murió con ellas. Le tomó la mano a Lia. Pensé que esa parte se había ido para siempre. Pero tú, tú has plantado algo nuevo en esa tierra quemada.
La vida en el rancho se asentó en un ritmo feliz, pero la sombra de Jedías siempre acechaba en el fondo de sus mentes. Un día, mientras estaba en el pequeño pueblo más cercano para comprar suministros, Cael vio un cartel de Cebusca, pero no era por un criminal, era un retrato dibujado de Lia. Se busca información sobre mi esposa desaparecida, Liana Torne. Generosa recompensa. El corazón de Cael se eló. Jedá estaba usando su dinero para convertir a todo el territorio en sus ojos y oídos.
Compróis rápidamente, con una sensación de urgencia, y regresó al rancho. Encontró a L en el huerto, cantando suavemente mientras cuidaba de los tomates. La visión de su felicidad doméstica lo golpeó con una fuerza abrumadora, mezclada con un miedo feroz. Ella lo merecía todo y él iba a protegerlo, costara lo que costara. Esa noche le contó lo del cartel. El color desapareció del rostro de Lia. “Me ha encontrado”, susurró. “No”, dijo Cael tomándola por los hombros. “Sabe que estás en esta zona.
Aún no sabe dónde, pero no tenemos mucho tiempo. ” El miedo en los ojos de ella lo estaba matando. No dejaré que te lleve, Lia. Te lo juro, no podemos luchar contra él. Cael tiene un ejército de hombres. ¿Tú estás solo? No estoy solo, dijo él mirándola fijamente. Te tengo a ti y por eso mismo no puedes luchar. Si te pasa algo. La voz se le quebró. Prefiero volver con él a que teeran por mi culpa. Nunca.
Rugió Cael, su voz resonando en la pequeña casa. No entiendes lo que dices. Ese hombre te rompería el espíritu, te convertiría en una muñeca vacía. Prefiero morir luchando a tu lado que vivir sabiendo que te he entregado a ese monstruo. La tomó en sus brazos, abrazándola con fuerza. Saldremos de esta juntos. Los días siguientes estuvieron llenos de una tensión febril. Cael preparó el rancho para una defensa. Reforzó las puertas y ventanas. limpió y cargó todas sus armas y trazó planes en su mente.
Le enseñó a Lia a cargar y disparar un rifle. Sus manos temblaban al principio. El peso del arma le resultaba antinatural, pero la determinación endureció su rostro. “No seré una víctima indefensa”, dijo su voz firme. Una tarde, el polvo en el horizonte anunció la llegada de jinetes. No era un ejército, eran tres hombres. Se detuvieron a una distancia prudente del rancho. Cael y ya los observaron desde la ventana. Uno de ellos se adelantó agitando una bandera blanca.
Cael salió al porche su rifle en la mano. No te acerques más, gritó. Solo venimos a entregar un mensaje del señor Torne, respondió el hombre. Dejó un sobre en un poste de la cerca y se retiró con sus compañeros. Esperaron hasta que estuvieron lejos antes de que Cael fuera a recogerlo. La carta era de Jedáia. Sé que estás con ella, decía. Te ofrezco un trato, ranchero. $10,000 por la chica. Es un buen precio por una esposa desobediente.
Déjala en el cruce de los tres robles al amanecer de mañana y podrás volver a tu miserable vida. Si te niegas, vendré a buscarla y quemaré tu rancho hasta los cimientos contigo dentro. Lia leyó la carta por encima de su hombro, sus manos temblorosas. $10,000, susurró con asco. Me vende como a una yegua. Cael arrugó la carta y la arrojó al fuego. No eres una mercancía que se pueda comprar o vender. Miró al día. Su rostro era una máscara de determinación sombría.
Y mi hogar no está en venta. Al amanecer no fueron al cruce. Esperaron. La espera fue la peor tortura. El sol subió abrasador. El silencio era total, roto solo por el zumbido de los insectos. Justo después del mediodía llegaron un grupo de 10 hombres a caballo liderados por un gedía impecablemente vestido que parecía absurdamente fuera de lugar en el polvoriento paisaje. Se detuvieron fuera del alcance de los rifles. Elia, gritó Jedia, su voz llena de una falsa afabilidad.
Cariño, este juego ha terminado. Sali y podremos olvidarnos de este pequeño y desagradable incidente. La respuesta fue el agudo chasquido del rifle de Cael. Una bala levantó polvo a escasos centímetros de la pezuña del caballo de Jedía. Esa es mi respuesta, torne, gritó Cael. Fuera de mi tierra. La cara de Jedía se contorsionó en una máscara de rabia. Estúpido, la tendrás a ella y a tu propia muerte. Hombres, ataquen. La quiero viva. Lo que siguió fue un caos de disparos y gritos.
Cael era un soldado experimentado. Había elegido su terreno. Desde las ventanas de la casa, él y ya tenían una posición defendible. Los hombres de Jedá, acostumbrados a ser matones de ciudad, no eran rivales para un veterano endurecido en su propio territorio. Cael disparaba con una calma letal. Cada bala encontraba su objetivo. Hizo caer a dos hombres de sus sillas de montar antes de que pudieran acercarse. Lia, a su lado, superó su miedo y recargó los rifles con una eficiencia sorprendente.
“Rodeen la casa. ¡Quemen granero!”, gritaba Jedia furioso. Varios hombres se separaron tratando de flanquearlos. Lia, la ventana trasera. No dejes que se acerquen ordenó Cael. Lia corrió a la otra habitación. Vio a dos hombres corriendo agachados hacia la casa. Su corazón martillaba. Levantó el rifle como Cael había enseñado. Apuntó. Recordó sus palabras. Aprieta el gatillo con suavidad. No lo arranques. Cerró los ojos por un instante, respiró hondo y disparó. El retroceso golpeó su hombro. Cuando abrió los ojos, uno de los hombres yacía en el suelo gritando y agarrándose la pierna.
El otro se detuvo sorprendido y se retiró a cubierto. Había disparado a un hombre. La bilis le subió por la garganta, pero la reprimió. Había salvado su hogar. había salvado a Cael. Volvió a la habitación principal justo a tiempo para ver a Cael recibir un golpe. Una bala atravesado la pared de madera y una astilla le había impactado en el brazo, abriéndole un corte profundo. Él soltó un gruñido de dolor, pero no dejó de disparar. El asedio se prolongó durante lo que parecieron horas.
La casa estaba llena de humo de pólvora, pero los hombres de Jedá estaban perdiendo el ánimo. No habían firmado para una guerra en toda regla contra un solo hombre que luchaba como un demonio. Jedi, viendo que su asalto frontal fracasaba, se enfureció, montó en su caballo y, en un acto de cobarde frustración, galopó hacia el granero, antorcha en mano. Si no puedo tenerte, entonces lo destruiré todo.” Gritó el granero. “¡No!”, gritó Lia, horrorizada. No era solo un edificio, era donde su nueva vida había comenzado.
Era su santuario. Cael vio lo que estaba sucediendo. Tomó una decisión en una fracción de segundo. “¡Cúbreme!”, le gritó Alia y antes de que ella pudiera protestar, salió por la puerta principal corriendo en zigzag hacia Jedáia. Fue una locura. Un suicidió. Pero Jedia, sorprendido por la audacia del ataque, dudó por un instante. Fue suficiente. Cael le disparó al brazo que sostenía la antorcha. Jedia gritó y la soltó. Cael siguió corriendo, abalanzándose sobre Jedia y derribándolo del caballo.
Ambos cayeron al suelo en una maraña de puñetazos y maldiciones. Los hombres de Jedía que quedaban viendo a su líder en el suelo y sin ganas de enfrentarse al demonio que había salido de la casa, dieron media vuelta y huyeron. Ahora solo quedaban Cael y Jedi. Jedediá era más joven, pero Cael era más fuerte y luchaba con la furia de un hombre que defendía todo lo que amaba. Finalmente, Cael sometió a Jedia, su cuchillo de casa en la garganta del hombre.
Ríndete, jadeó Cael, su brazo herido sangrando profusamente. Jededial lo miró con odio. Nunca será tuya, es mi esposa. La ley está de mi lado. Aquí no hay más ley que la mía, gruñó Cael. Justo entonces, Lea salió corriendo de la casa con el rifle en la mano. Se detuvo a unos metros, apuntando directamente al corazón de su marido. Se acabó, Jedia, dijo ella, su voz fría y firme. Era una mujer diferente a la que había huído de la iglesia.
Ya no había miedo en sus ojos, solo una resolución de acero. Nunca volveré contigo. Y si intentas hacerle daño a este hombre de nuevo, yo misma te mataré. La visión de su esposa, la criatura dócil que creía poseer, apuntándole con un rifle con una intención asesina en los ojos, finalmente rompió a Jedia. La derrota y la humillación lo inundaron. Está bien, Siseo. Quédate con él. Podríos en este maldito desierto. Cael lo dejó levantarse. Jededia cojeando y sujetándose el brazo herido, montó en su caballo y se marchó sin mirar atrás.
Un hombre derrotado cuya posesión más preciada le había sido arrebatada no por la fuerza, sino porque había elegido a otro. Cael se quedó de pie mirando como desaparecía antes de que sus piernas finalmente se dieran y se arrodillara exhausto y con dolor. Lea corrió a su lado dejando caer el rifle. Le acunó el rostro entre las manos. Cael, ¿estás bien? Tu brazo. Él le dedicó una de sus raras sonrisas. Solo es un rasguño. Pero tú la miró con asombro y orgullo.
Ha sido increíble. Ella rompió a llorar. Las lágrimas de alivio y tensión acumulada corrían por sus mejillas. “Creí que te perdería. ” “Te lo dije”, susurró él, secándole las lágrimas con el pulgar. “Siempre te sujetaré.” Se abrazaron en medio del patio, rodeados por la evidencia de la batalla bajo el sol implacable de Arizona. Habían sobrevivido. Estaban juntos y por primera vez su futuro se extendía ante ellos. No como un camino incierto de huida, sino como un horizonte abierto que construirían juntos.
La vida después de la batalla fue un proceso de curación, tanto física como emocional. Lea cuidó la herida del brazo de Cael con una devoción feroz, limpiándola y vendándola cada día. A su vez, él cuidó las heridas invisibles de su alma. Le habló, la escuchó y la amó con una ternura que ella nunca había creído posible. Reconstruyeron las partes dañadas de la casa y del granero, trabajando codo con codo. Con cada tabla que clavaban sentían que estaban solidificando su futuro.
Una mañana, meses después, ya se despertó sintiéndose diferente. Hubo una quietud en ella, una certeza. Buscó a Cael en el patio y lo encontró reparando una cerca. Se acercó a él y le puso una mano en la espalda. Él se dio la vuelta y antes de que pudiera hablar lo supo. La forma en que brillaban sus ojos, la sonrisa secreta en sus labios. Puso su mano sobre el vientre de ella. ¿Estás? Ella asintió las lágrimas de alegría llenándole los ojos.
Vamos a tener un bebé. Cael la levantó en brazos, girando con ella, su risa resonando en todo el rancho. La tierra que había sido testigo de tanto dolor y soledad ahora sería el hogar de una nueva vida. Su alegría era un faro de luz en el desierto. Tuvieron una niña. Tenía el pelo oscuro de su padre y los ojos azules de su madre, un cielo tormentoso lleno de promesas. La llamaron Sara en honor a la hija que Cael había perdido, no como un reemplazo, sino como un tributo al amor que nunca muere.
Un año después de la confrontación, Jedía Torne recibió noticias. Un antiguo socio de negocios que había viajado por Arizona le contó que había pasado cerca del rancho de un ermitaño. Lo vio de lejos. Vio al hombre ahora con el pelo un poco más canoso en las cienes, jugando con una niña pequeña, levantándola en el aire. Y vio a Lia, Zulia, radiante y hermosa, observándolos desde el porche, con una expresión de amor tan profundo que fue como un puñal en el corazón de Jedá.
No parecía una prisionera, parecía una reina en su pequeño y polvoriento reino. Estaba feliz y amada y llevaba en brazos a un bebé. Lo perdió por una obsesión, por un orgullo ciego, creyendo que solo el estatus y el control podían darle el legado que soñaba. Pero cuando la vio renacer, feliz y amada en otros brazos, el arrepentimiento y los celos le enseñaron la lección más dura de su vida. La historia de Caeilia es un recordatorio poderoso de que el verdadero valor de una familia no está en los contratos ni en los apellidos, sino en el amor incondicional y el respeto mutuo.
A veces las segundas oportunidades no son para recuperar lo que perdimos, sino para convertirnos a través del dolor y el arrepentimiento en la persona que siempre debimos ser.
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