El rastro de sangre llevaba derecho al pozo de agua. Villa había visto suficientes animales heridos en sus 40 años de guerra para saber la diferencia entre sangre de venado y algo completamente distinto. Pero cuando siguió esas gotas coloradas hasta el rincón del jacal abandonado, lo que halló hizo que su mano se detuviera sobre la cacha de su pistola. Un guerrero apache yacía tirado contra la pared de adobe, una mano apretada contra una herida abierta en el costado, la otra estirada no más hacia el balde de agua que colgaba apenas a metro y medio encima de su cabeza.
La respiración del hombre llegaba a puros jadeos cortos y dolorosos, y sus ojos prietos, aunque nublados por el sufrimiento, siguieron cada movimiento de villa con la alerta de quien esperaba que la muerte le llegara de cualquier rumbo. Esto era 1915, el tipo de año en que toparse con una pacha en tu guarida significaba una sola cosa, bronca. El tipo de bronca que podía acabar con un hombre degollado mientras dormía o quemado vivo en su propio escondite. Cualquier dorado con dos dedos de frente le diría a Villa lo mismo.
Métele una bala en la cabeza al indio y entiérralo tan hondo que nadie jamás halle el cuerpo. Villa levantó su colt 45, el dedo sobre el gatillo. Lo que tenía que hacer, lo seguro, lo que esperaban. Pero algo en esos ojos prietos lo paró en seco. No era dolor lo que vio ahí. Era la misma sed desesperada que él había sentido durante la sequía del año pasado, cuando había pasado tres días sin agua y creyó que se iba a morir de sed, la misma necesidad humana que no sabía de color de piel, idioma o de qué lado de una guerra habías nacido.
El apache trató de hablar, sus labios partidos y sangrantes, pero noás salió un susurro. Agua. Villa bajó su pistola y agarró el balde. Sus compañeros lo iban a llamar loco. Los federales dirían que había perdido la cabeza en la soledad del desierto. Al tal vez tendrían razón. Pero mientras se hincaba junto a este desconocido herido y le acercaba el borde de madera a los labios, viéndolo beber como hombre que se ahogaba, Villa supo una cosa segura. Estaba a punto de cambiarles la vida a los dos para siempre.
Lo que Villa no sabía era que este guerrero herido no era cualquier indio de las tribus de Por acá y lo que pasó después iba a traer más jinetes a su guarida de los que había visto en toda su vida. El apache bebió como hombre que no había visto agua en días, tres botes completos antes de que sus manos temblorosas pudieran por fin sostener el borde derechito. Villa miró cada trago, su cabeza dándole vueltas con todo lo que acababa de hacer en este territorio.

Mostrarle misericordia a un apache era como firmar tu propia sentencia de muerte. Pero conforme le iba volviendo el color al rostro del guerrero, Villa se fijó en algo que le heló la sangre. La herida en el costado del hombre no era de ataque de animal o accidente de cacería, era agujero de bala, fresquecito, todavía sangrando. Y a juzgar por el ángulo y las quemaduras de pólvora alrededor de las orillas, alguien le había metido un plomazo a quemarropa, a quemarropa reciente, lo que quería decir que quien había hecho esto todavía podía andar buscándolo.
podía estar siguiendo ese mismo rastro de sangre que llevaba derecho a la guarida de Villa. Podía estar viniendo hacia acá ahora mismo con las armas cargadas y preguntas que Villa no iba a poder contestar. El Apache como que sintió su miedo. Con trabajo levantó una mano y señaló hacia el horizonte. Luego se pasó un dedo por la garganta. Su mensaje estaba clarito. El peligro venía pronto. Villa sintió su corazón dándole duro contra las costillas. Cada instinto le gritaba que jalara a este desconocido herido lejos de su propiedad, esconder las pruebas, hacer como que esto nunca había pasado.
Pero el hombre apenas podía sentarse. ¿Qué más caminar? Moverlo ahorita seguramente lo iba a matar y dejarlo aquí. Era como colgarse una diana en la espalda a los dos. Fue entonces cuando Villa lo oyó. El sonido que lo había mantenido vivo durante 20 años de vida en la frontera. Cascos de caballos a lo lejos, varios caballos corriendo duro y recio viniendo derecho hacia su guarida. El apache también los oyó. Sus ojos se llenaron de lo que parecía miedo de a de veras y trató de pegarse contra la pared como si hacerse más chiquito pudiera volverlo invisible de algún modo.
Al momento, la sangre empezó a salirse entre sus dedos, donde se apretaba la herida. Villa agarró el balde vacío y echó agua al rastro de sangre tan rápido como pudo, pero no había tiempo para limpiarlo todo. Los jinetes iban a estar aquí en minutos. o menos miró para abajo al guerrero herido, este desconocido que se había metido en su vida y se la había volteado de cabeza en una sola tarde. Un hombre que con estar en su guarida los podía matar a los dos, pero cuyos ojos prietos tenían algo que Villa nunca había visto en una pache.
Agradecimiento. Agradecimiento humano de a de veras. Los cascos se oían más cerca ahorita, lo bastante cerca para contarlos. Cinco caballos, tal vez seis, todos corriendo a galope que decía que no venían de visita amigable. Villa tomó su decisión en esa fracción de segundo, sabiendo que podía ser la última decisión que fuera a tomar. No podía cargar al hombre herido, pero sí esconderlo. El viejo sótano de raíces atrás del jacal si llegaban hasta allá. Pero cuando se agachó para ayudar a la Pache a pararse, el guerrero le agarró la muñeca con fuerza que sorprendía y negó despacito con la cabeza.
Luego hizo algo que le puso la carne de gallina a Villa. Se sonró. No la sonrisa agradecida de hombre al que están salvando, sino la sonrisa de quien sabía exactamente quién venía por esa loma. Los jinetes aparecieron sobre la cresta como nube de tormenta trayendo rayos. Seis hombres a caballo, polvo ondeando atrás de ellos, rifles brillando bajo el sol de la tarde. Villa reconoció al jinete de adelante al momento. General Rodrigo Murguía, hombre cuya fama de violento lo llegaba antes a cada pueblo, desde aquí hasta Chihuahua.
Murguía era el tipo de militar que disparaba primero y hacía preguntas después, más cuando se trataba de broncas con indios. El tipo que juntaba cueros cabelludos como trofeos y le decía justicia. El tipo que quemaría una guarida y a todos adentro si sospechara que estaban albergando fugitivos. Villa se paró frente al pozo, su cuerpo tapando a la Pache, tratando de verse como hombre que no tenía nada más importante en la cabeza, que arreglar un poste de cerca quebrado.
Su boca se sentía seca como arena del desierto. Murguía paró su caballo no más a 3 m de distancia, lo bastante cerca para que Villa pudiera ver el cálculo frío en sus ojos azul pálido. Los otros cinco hombres se extendieron en media luna, manos descansando en sus armas. Esta no era visita de cortesía. “Buenas tardes, Villa”, dijo Murguía, su voz con ese arrastre medio flojo de hombre que sabía que tenía todas las cartas. “Andamos rastreando un apache herido.
El rastro de sangre lleva derechito a tu propiedad.” Villa sintió sudor formándose en la frente a pesar del aire fresco de la tarde. No he visto ningún pache, mi jefe. He estado trabajando en la cerca del sur todo el día. Los ojos de Murguía recorrieron la guarida, chupándose cada detalle. El hombre no se perdía nada. Era lo que lo hacía tan peligroso. Su mirada se paró en las manchas prietas en la tierra cerca del pozo y Villa sintió que se le caía el estómago.
Ah, sí. Murguía se bajó despacito a propósito, porque eso de ahí me parece sangre, sangre fresca. Y a menos que hayas estado destazando ganado junto a tu agua de beber, diría que alguien ha estado aquí recién atrás de Villa, escondido por la pared de piedra del pozo, el apache herido se quedó quietecito, pero Villa podía sentir la tensión que le salía como calor de fragua, un sonido, un movimiento y los dos eran hombres muertos. Murguía dio tres pasos más cerca, su mano ahorita descansando abiertamente en su pistola.
¿Sabes cuál es la pena por andar albergando fugitivos, Villa? Es la misma pena que por traición. Una soga alrededor del pescuezo hasta morirse. Las palabras se quedaron colgando en el aire como sentencia de muerte. Villa sintió cada músculo en su cuerpo tenso como resorte, listo para pelear o correr, sabiendo que ninguna de las dos lo iba a salvar. Murguía estaba demasiado cerca ahorita. Cualquier movimiento de repente iba a exponer al pache y en cuanto eso pasara iban a empezar a volar los plomazos.
Fue entonces cuando pasó algo que no se podía, el apache herido habló, no en español, sino en su lengua. Una ristra de palabras que corrieron como música, claras y fuertes a pesar de sus heridas. Palabras que hicieron que el general Murguía se parara en seco a media zancada y se le escurriera el color de la cara como agua de balde roto. La mano de Murguía se alejó de su pistola, su boca se abrió y cerró como pescado que se ahoga.
Y cuando por fin halló su voz, salió apenas más que un susurro. Dios santo, eres tú. Los otros cinco jinetes al momento se bajaron, sus armas olvidadas, sus caras mostrando la misma mezcla de susto y algo que parecía casi como miedo. Pero no el tipo de miedo que muestran los hombres cuando se topan con un enemigo, el tipo de miedo que muestran los hombres cuando se dan cuenta de que acaban de cometer un error terrible, terrible. Murguía se volteó hacia Villa, su cara ahorita pálida como nieve de invierno.
¿Tienes alguna idea de a quién has estado ayudando? Villa miró la cara espantada del general Murguía, su cabeza dando vueltas como rueda de carreta atorada en lodo. En 20 años de vida en la frontera, nunca había visto al militar despiadado mostrar miedo de nada, ni forajidos, ni animales bravos, ni siquiera las partidas de guerra apache que habían quemado tres poblados hasta las cenizas el verano pasado. Pero ahorita Murguía parecía hombre que acababa de ver un aparecido. El apache herido habló otra vez, esta vez en español derechito, su voz cargando una autoridad que parecía llenar toda la guarida.
Dile quién soy, jefe. Dile por qué corriste tanto para hallarme. La nuez de murguía subió y bajó mientras tragaba grueso. Cuando por fin habló, su voz se quebró como de chamaco. Este es Jerónimo Naiche, hijo del cacique Tabo de los Apache del Norte. Es es el que negoció el tratado de paz con el fuerte Richardson la primavera pasada. Villa sintió que se le movía el suelo bajo los pies. El tratado de paz, el mismo tratado que había parado 3 años de guerra gacha entre los colonos y los apache.
El mismo tratado que había salvado cientos de vidas de los dos lados. el mismo tratado que había hecho seguro para las familias asentarse en este territorio sin miedo de ataques de noche y había estado dándole agua al hombre que había hecho todo eso posible. Pero si Jerónimo era hacedor de paz, ¿porque andaba huyendo de la ley con una bala en el costado? Hubo una celada, siguió Jerónimo. Su respiración todavía trabajosa, pero su voz haciéndose más fuerte con cada palabra.
Hace tres días, una junta con el coronel Morrison sobre extender el tratado para incluir los territorios del sur, pero Morrison tenía otros planes. La cara de Murguía se puso de pálida a gris. El coronel Morrison está muerto, baleado por la espalda durante un ataque indio hace tres días. Te andan buscando por su muerte, porque eso es lo que quieren que creas”, dijo Jerónimo, empujándose más derecho contra el pozo. A Morrison no lo mataron indios, lo mataron hombres usando pintura de guerra, hablando no más suficiente apache para engañar a los testigos.
Hombres que sabían exactamente cuándo y dónde nos íbamos a juntar. Las cosas le pegaron a Villa como golpe en el cuerpo. Alguien había armado el asesinato de Morrison para echarle la culpa a Jerónimo. Alguien que quería el tratado de paz hecho pedazos. Alguien que quería que el territorio volviera a arder. ¿Quién?, preguntó Murguía, aunque su cara decía que ya se sospechaba la respuesta. Los ojos prietos de Jerónimo se pusieron duros como pedernal. Los mismos hombres que han andado vendiendo armas a las tribus alzadas.
Los mismos hombres que han estado haciendo una fortuna de esta guerra. Los mismos hombres que te mandaron a casarme en lugar de buscar a los verdaderos matones. Murguía dio un paso para atrás, su mano moviéndose sin querer hacia su arma antes de pararse. Estás hablando de traición, de corrupción en el gobierno territorial. Esas son acusaciones serias. Me van a seguir siendo acusaciones hasta que las pueda probar, le contestó Jerónimo. Por eso necesitan que esté muerto antes de llegar al consejo Apache mañana.
Por eso me metieron una bala y me dejaron por muerto. Por eso están contando con hombres como tú para acabar lo que empezaron. Villa miró este intercambio con terror que le crecía. Había pensado que nás estaba ayudando a un desconocido herido. En lugar de eso, se había metido en medio de una conspiración que podía despedazar todo el territorio. Pero lo que más lo heló fue darse cuenta de que si Jerónimo estaba diciendo la verdad, entonces el general Murguía no había venido aquí para arrestar a un fugitivo.
Había venido aquí para cometer un asesinato. silencio se estiró como cuerda tiesa a punto de reventarse. Los cinco hombres de murguía se movían nerviosos en sus monturas, manos flotando cerca de las armas, ojos brincando entre su general y el apache herido que acababa de acusar a la mitad del gobierno territorial de asesinato y traición. Villa podía ver la guerra que pasaba atrás de los ojos de Murguía. El general estaba atorado entre el deber y la verdad. entre las órdenes y la conciencia.
Y hombres como Murguía no manejaban bien los problemas morales, por lo regular los resolvían con plomazos. “Aunque lo que estás diciendo sea cierto”, dijo Murguía despacito, “tengo mis órdenes. Te andan buscando por el asesinato de Morrison. Se supone que te traiga de vuelta vivo o muerto, muerto sería más conveniente, le contestó Jerónimo, su voz firme, a pesar del dolor grabado en su cara. Los hombres muertos no pueden testificar. Los hombres muertos no pueden decir quién de veras se beneficia de otra guerra india.
Uno de los hombres de Murguía, un teniente joven con ojos nerviosos, se inclinó hacia adelante en su montura. Jefe, si está diciendo la verdad sobre el tratado de paz, cállate, Herrera! Le gritó Murguía. Pero Villa podía ver dudas filtrándose en la cara del general como rajaduras en pared de presa. Fue entonces cuando Jerónimo jugó su carta final, alcanzando una bolsa de cuero en su cinto con dedos temblorosos, sacó un pedazo de papel doblado manchado de sangre. Esto es por lo que trataron de matarme.
Una carta del coronel Morrison escrita la noche antes de que muriera. Murguía miró la carta como si se pudiera prender fuego. ¿Qué dice? Dice que Morrison descubrió quién ha estado dándoles armas a las tribus alzadas. Nombres, fechas, cantidades, prueba suficiente para colgar a una docena de hombres. Los ojos de Jerónimo nunca dejaron la cara de murguía. incluyendo prueba de que alguien en la oficina del general territorial ha estado recibiendo mordidas para hacerse de la vista gorda. Las palabras le pegaron a Murguía como golpe en el cuerpo.
Su cara pasó por varios tonos de pálido antes de asentarse en un verde de enfermo. Atrás de él sus hombres se echaron miradas nerviosas, de repente muy interesados en examinar las crines de sus caballos. Villa sintió su corazón dándole duro contra las costillas. Estaba viendo algo que los podía matar a todos. El momento cuando un militar corrupto se daba cuenta de que su propio pescuezo estaba en el tajo. “Estás mintiendo”, dijo Murguía, pero su voz no tenía convicción.
“Estoy mintiendo.” Jerónimo levantó la carta. Morrison confió en mí lo suficiente para darme esto la noche que murió. Me dijo que la llevara al fuerte Richardson si algo le pasaba. Dijo que era seguro. Murguía dio un paso hacia adelante, su mano ahorita agarrando su pistola. Dame esa carta para que la puedas hacer pedazos. Jerónimo negó con la cabeza. No lo creo, jefe, pero te voy a hacer un trato. Déjame vivir lo suficiente para llegar al consejo mañana y me voy a asegurar de que tu nombre no salga cuando todo esto se sepa.
La oferta se quedó colgando en el aire como humo de disparo. Villa podía ver a Murguía calculando probabilidades, pesando riesgos, tratando de averiguar qué decisión lo iba a mantener vivo más tiempo. Pero lo que pasó después sorprendió a todos. El teniente Herrera se bajó y caminó despacito hacia el pozo, sus manos levantadas en paz. Jefe, he estado pensando en algo. ¿Se acuerda de ese cargamento de rifles que desapareció hace tres meses? El que nos dijeron que se lo robaron los indios.
La cara de Murguía se puso prieta. ¿Qué con eso? Vi esos mismos rifles dos semanas después en manos de colonos que iban para el sur. La cara joven de Herrera estaba colorada por el valor o el miedo. Me hizo preguntarme quién de veras le estaba robando a quién. La admisión rompió algo en el grupo. De repente, otros tenientes estaban asintiendo, echándose miradas, acordándose de cosas que no habían tenido sentido en ese momento. Y Villa se dio cuenta de que Jerónimo acababa de hacer algo notable.
Sin disparar un tiro o alzar la voz, había volteado a los propios hombres de Murguía contra él. Pero Murguía no era el tipo de hombre que se rajaba sin pelear. Y cuando estaba arrinconado, los hombres peligrosos hacían cosas peligrosas. La mano de Murguía se apretó en la cacha de su pistola hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Un animal arrinconado siempre era el más peligroso y Villa podía ver el momento exacto cuando el general decidió que las balas eran más sencillas que la verdad.
Son todos unos gruñó Murguía, su máscara de educación por fin resbalándose. ¿Creen que la palabra de este indio significa algo contra la mía? ¿Creen que alguien va a creer el testimonio de un apache muerto y un puño de traidores? Los tenientes se extendieron por instinto, manos moviéndose hacia sus armas, pero Villa podía ver la incertidumbre en sus caras. Años de seguir órdenes peleando contra la realización que crecía de que esas órdenes podían estar mal. Jerónimo luchó para pararse usando el pozo de piedra para apoyarse.
Sangre se le salía entre los dedos donde se apretaba la herida, pero su voz se mantuvo firme. A la verdad no le importa quién la dice, jefe. No más es la verdad. escupió Murguía. Es que mataste a un oficial del ejército de los Estados Unidos y voy a cobrar la recompensa por tu cabeza. Sacó su pistola en un movimiento parejo, el cañón girando hacia Jerónimo. Pero antes de que pudiera disparar, el teniente Herrera se paró derechito en la línea de fuego, su propia arma levantada.
“Báela, jefe.” Las palabras tronaron como trueno por la guarida. Cuatro otros tenientes siguieron el ejemplo de Herrera, sus armas apuntadas a su propio oficial comandante. Nomás, un hombre se quedó leal a Murguía, un veterano viejo llamado Hawkins, que se veía tan corrupto como su jefe. “Están cometiendo un error, muchachos”, dijo Murguía, aunque el sudor ahorita le goteaba en la frente. un error que les va a costar sus insignias, tal vez sus vidas, tal vez”, le contestó Herrera, “Pero ya he cometido suficientes errores siguiendo sus órdenes.
No voy a cometer más.” Villa miró este enfrentamiento con terror que le crecía. Seis hombres armados en su guarida, todos apuntándose pistolas unos a otros, todos convencidos de que tenían la razón. Así era como empezaban las guerras de territorio. Así era como los hombres buenos morían por malas razones. Fue entonces cuando Jerónimo hizo algo que no se esperaba. Empezó a cantar, no en español, sino en apache, una tonada baja, y quedaba escalofríos que parecía levantarse de la mera tierra.
Las palabras viejas se llevaron por la guarida como viento por las paredes del cañón, hablando de honor y sacrificio de hermanos que se mantuvieron juntos contra la oscuridad. El efecto fue inmediato y sorprendente. Los tenientes bajaron tantito sus armas, no entendiendo las palabras, pero sintiendo su poder. Hasta Murguía parecía por el momento, hipnotizado por el sonido. Y mientras escuchaban pasados, Jerónimo estaba haciendo algo completamente diferente. Estaba llamando a su gente. La canción era señal. Un mensaje llevado en el viento de la tarde a oídos que sabían cómo escuchar.
Villa se dio cuenta de esto con un escalofrío que le bajó por la espalda como agua helada. Jerónimo no nás estaba cantando, estaba convocando. La tonada se acabó y el silencio cayó sobre la guarida como cobija pesada. Pero en ese silencio Villa oyó algo que le heló la sangre. Cascos de caballos lejos, pero acercándose. Muchos cascos de caballos moviéndose rápido. Murguía también los oyó. Su cara se puso pálida como luz de luna. ¿Cuántos? Jerónimo se sonró a pesar de su dolor, los suficientes.
El sonido creció más fuerte, multiplicándose hasta que sonó como trueno rodando por las llanuras. No seis jinetes esta vez, ni siquiera una docena. Una partida de guerra pache entera estaba corriendo hacia la guarida de Villa y iban a llegar en minutos. Murguía levantó su pistola otra vez, esta vez apuntándola derechito al pecho de Villa. Tú hiciste esto. Tú lo ayudaste a hacerle señas. Le di agua a un hombre que se moría”, le contestó Villa, sorprendido por lo firme de su propia voz.
Lo mismo que haría por cualquier criatura sufriendo en mi tierra. Los cascos de caballos estaban lo bastante cerca ahorita para sentirlos en el suelo bajo sus pies, lo bastante cerca para contarlos, demasiados para contar. Y Murguía por fin entendió lo que Jerónimo había estado planeando todo el tiempo. Vinieron sobre el horizonte como visión de otro mundo. 50 guerreros apache a caballo moviéndose en formación perfecta. su pintura de guerra brillando bajo la luz que se moría del sol.
Pero mientras se acercaban, Villa se dio cuenta de algo que iba contra todo lo que pensaba que sabía sobre partidas de guerra indias. No venían a pelear. A la cabeza del grupo iba un jefe viejo cuya presencia mandaba respeto desde 100 m de distancia. Su pelo canoso estaba trenzado con plumas de águila y a pesar de su edad se sentaba en su caballo con la dignidad de hombre que nunca se había doblado ante nadie. Atrás de él iban guerreros de todas las edades, desde peleadores veteranos hasta chamaquitos bravos, apenas lo bastante grandes para cargar armas, pero sus armas se quedaron enfundadas.
La cara de Murguía pasó por confusión. miedo y cálculo desesperado. Todavía tenía su pistola apuntada a villa, pero su mano temblaba como hombre con calentura. Esto no cambia nada. Todavía tengo mis órdenes. Tus órdenes, vino una voz nueva, ya no sirven. Todos se voltearon para ver al teniente Herrera sosteniendo un documento que se veía oficial. Esto llegó esta mañana, jefe, directo del gobernador territorial. Toda persecución de Jerónimo está suspendida mientras se investiga la muerte del coronel Morrison.
La cara de Murguía se puso morada de coraje. Mentiroso hijo de Revise su propia bolsa de despachos. Lo cortó Herrera, a menos que haya estado muy ocupado cobrando recompensas para leer su correo oficial. Y los jinetes apache formaron un círculo amplio alrededor de la guarida, no amenazante, pero que no se podía negar que estaba ahí. Su jefe se bajó y caminó despacito hacia el pozo donde su hijo esperaba. Con cada paso, los ojos del viejo nunca dejaron la cara de Jerónimo, buscando señas de herida seria.
Cuando padre e hijo se abrazaron, un suspiro de todos pareció levantarse de los guerreros juntados. Villa se halló viendo algo sagrado, la reunión de un líder con su gente, un padre con su hijo, un negociador de paz con aquellos que había jurado proteger. El jefe le habló a su hijo en apache rápido, sus manos curtidas revisando la herida, su cara grave de preocupación. Jerónimo le contestó en la misma lengua, pero Villa agarró suficiente español mezclado para entender lo principal, la verdad, la conspiración, los nombres de los verdaderos matones.
Cuando se acabó la plática, el jefe se volteó para toparse con murguía, con ojos como diamantes prietos. Cuando habló, su español era perfecto y preciso. “General Murguía, mi hijo me dice que viniste aquí a matarlo.” La pistola de Murguía vaciló. “Vine aquí a arrestar a un fugitivo.” “Un fugitivo de tu propia corrupción”, le contestó el jefe. “Un hombre cuyo único crimen fue descubrir como tú y tus amigos han estado lucrando de la guerra entre nuestros pueblos.” La acusación se quedó colgando en el aire como humo de pira funeraria.
El aliado que le quedaba a Murguía, Hawkins, estaba despacito alejando su caballo del círculo, claramente calculando sus chances de escaparse. “No tienes pruebas”, dijo Murguía, pero su voz se quebró en las palabras. El jefe se sonrió, no con calor, sino con la satisfacción de hombre que tenía todas las cartas. Tenemos la carta de Morrison. Tenemos el testimonio de los verdaderos matones que confesaron todo antes de morirse tratando de escapar de nuestra justicia. Y tenemos algo más. Le hizo seña a uno de sus guerreros que se acercó cargando una bolsa de cuero.
De ella, el guerrero sacó una pila de papeles que hicieron que la cara de Murguía se pusiera ceniza. “Tu correspondencia con los vendedores de armas”, siguió el jefe. “Cada pago, cada cargamento, cada mentira que dijiste para tapar tus huellas.” Morrison era más minucioso de lo que sabías. El mundo de Murguía se vino abajo en ese momento. Villa miró a un hombre corrupto darse cuenta de que todos sus planes, toda su violencia, todas sus traiciones habían sido para nada.
La prueba era aplastante, los testigos confiables, la justicia inevitable, pero los animales arrinconados eran impredecibles. Murguía volteó su pistola hacia el jefe, la desesperación ganándole al sentido común. Si me voy a caer, me los llevo conmigo. Lo que pasó después se movió más rápido que el pensamiento. Jerónimo se aventó entre la pistola y su padre a pesar de su herida. La pistola se disparó y 50 guerreros apache agarraron sus armas en unión perfecta. Pero el tiro se desvió porque Pancho Villa, un revolucionario sencillo que noás quería ayudar a un hombre sediento, había derribado al general Murguía por detrás, mandándolos a los dos a estrellarse al suelo en un enredo de polvo y coraje.
El polvo se asentó como cortina cayendo en el último acto de una obra. murguía ycía sin moverse bajo villa, su pistola tirada lejos por el golpe. El teniente Herrera y sus hombres rapidito aseguraron tanto a Murguía como a Hawkins, mientras los guerreros Apache despacito bajaron sus armas. Pero fue lo que pasó después, lo que se le iba a quedar a Villa por el resto de su vida. El jefe caminó despacito hasta donde Villa se sentaba, agarrando aire en la tierra.
La cara curtida del viejo no mostró expresión mientras estudió a este revolucionario mexicano que había arriesgado todo por un desconocido. Luego, sin avisar, le puso las dos manos en los hombros a Villa y habló en palabras apache que cargaban el peso de la ceremonia, del honor, del reconocimiento. Jerónimo tradujo su voz espesa de emoción. dice que ahorita eres hermano de nuestra gente, que lo que hiciste hoy, mostrarle misericordia a un enemigo, arriesgar tu vida por la verdad, escoger valor sobre miedo.
Estas son las acciones de un guerrero verdadero. Villa sintió algo moverse en su pecho, como puerta abriéndose para dejar entrar luz que nunca había visto. Toda su vida le habían enseñado que los indios eran salvajes, enemigos, estorbos para la civilización. Pero mirando a los ojos viejos del jefe, no más vio sabiduría, dignidad y un tipo de respeto que nunca había ganado de su propia gente. La ceremonia que siguió fue diferente a cualquier cosa que Villa hubiera visto.
Los guerreros Apache se bajaron y formaron un círculo alrededor de él. Uno por uno se acercaron y le tocaron la mano. No un apretón de manos a la manera del hombre blanco, sino algo más hondo, un reconocimiento de hermandad que iba más allá del color de piel o la cultura. Cuando el último guerrero había pagado sus respetos, el jefe le presentó a Villa un regalo que le quitó el aliento, una lanza de guerra decorada con plumas de águila y trabajo de Chaquira intrincado, su desgastada, suave por generaciones de manos.
Esta fue de mi abuelo”, explicó el jefe, y del abuelo de su abuelo antes que él. Nunca la ha cargado alguien que no naciera apache hasta hoy. Mientras el sol se metía sobre las montañas del poniente, pintando el cielo en tonos de oro y colorado, los apache se prepararon para irse. La herida de Jerónimo había sido bien curada por el curandero tribal y aunque todavía estaba débil, iba a vivir para ver el tratado de paz extendido y los verdaderos conspiradores llevados ante la justicia.
Antes de montarse en su caballo, Jerónimo le apretó la mano a Villa una última vez. Salvaste más que mi vida hoy, hermano. Salvaste la paz entre nuestros pueblos. No más le di agua a un hombre sediento”, le contestó Villa. A veces se sonró Jerónimo. Así es como cambia el mundo. Una jícara de agua a la vez. 24 horas después, exactamente como había prometido el título, ya se habían ido, pero dejaron atrás algo valioso, prueba de que en un mundo lleno de odio y miedo, la decencia humana sencilla todavía podía obrar milagros.
Amurguía y Hawkins los juzgaron y condenaron por traición, corrupción y conspiración para cometer asesinato. La operación de venta de armas se desbarató y el tratado de paz no nomás se renovó, sino que se extendió para incluir todas las tribus del territorio. Y Pancho Villa, un revolucionario sencillo que había mostrado misericordia a un desconocido, se volvió el primer mexicano en la historia territorial en ser formalmente adoptado en la nación Apache. Porque a veces en el paisaje gacho del norte de México las batallas más grandes no se ganaban con pistolas o violencia, sino con algo mucho más poderoso.
El valor de ver enemigos como seres humanos y la sabiduría de escoger compasión sobre miedo. Dicen que esa alianza cambió el destino del norte para siempre, que Villa y los Apache se mantuvieron como hermanos hasta el final de sus días. Pero hay secretos en el desierto que todavía no han salido a la luz. Historias que harían temblar hasta el más valiente. Haz clic en la historia que aparece en tu pantalla. No te vayas sin descubrir lo que el norte todavía tiene que contar.
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