El valor de un corazón noble. El reloj de pared en la pequeña casa de la colonia obrera marcaba las 7 en punto cuando Alejandro abrió la puerta. Su madre lo despidió con un beso en la frente, como lo hacía desde niño, y con esa ternura que solo una madre puede dar. Hijo, recuerda que no solo es importante lo que digas en esa entrevista, también lo que transmitas. Confía en ti. Él sonrió nervioso, apretando con fuerza la carpeta que contenía su currículum.
Aquella entrevista no era una más, era la oportunidad. Después de meses de buscar empleo y de recibir negativas, por fin no habían citado en Corporativo Montiel, una de las empresas más prestigiosas de la ciudad. Caminar por las calles esa mañana era distinto. Todo lo veía con otros ojos, los vendedores acomodando sus puestos, los autos tocando el claxon, la gente apurada rumbo a sus trabajos. Alejandro se repetía una y otra vez. Hoy comienza mi futuro. El transporte tardó unos minutos más de lo previsto.
El reloj corría. El joven bajó con prisa en una esquina concurrida y avanzó entre la multitud. El edificio donde lo esperaban quedaba a solo cuatro cuadras y fue entonces cuando sucedió un golpe seco, un rechinar de llantas y un estruendo que heló la sangre de todos los presentes. Un automóvil había frenado de golpe y un hombre mayor que intentaba cruzar la calle cayó al pavimento. El anciano gemía de dolor sujetándose la pierna. Muchos curiosos miraban, pero pocos se acercaban.

Alejandro, sin pensarlo, corrió hasta él. “Señor, aguante. No se mueva”, dijo arrodillándose a su lado. El hombre de cabello canoso y traje arrugado trataba de incorporarse, pero el dolor lo vencía. “Ni mi pierna”, murmuró. Alejandro miró a su alrededor. Nadie pedía ayuda. Algunos grababan con sus celulares. El joven sacó su teléfono y llamó de inmediato a emergencias. “Necesitamos una ambulancia, rápido. Hay un hombre herido en la calle”, explicó con voz firme. El tiempo pasaba y Alejandro sabía que cada minuto lo alejaba de su entrevista.
Miró su reloj. Faltaban 20 minutos. Aún podía correr y llegar justo a tiempo, pero algo dentro de él se lo impidió. ¿Cómo dejar solo a ese hombre? Se quitó el saco y lo puso debajo de la cabeza del anciano. Le tomó la mano para darle confianza. Tranquilo, no está solo. Ya viene la ayuda. El hombre lo observaba con ojos cansados, pero también con un brillo de agradecimiento. La ambulancia llegó. Los paramédicos comenzaron a atenderlo. Alejandro ayudó a subirlo y cuando intentaba despedirse, el anciano lo miró fijo.
Gracias, muchacho. Nadie se quedó, solo tú. No se preocupe, señor. Lo importante es que esté bien. La ambulancia arrancó y en ese instante Alejandro echó a correr hacia el edificio. Llegó sofocado, sudado, con el corazón latiendo a 1000. subió al piso 12, tocó la puerta de recursos humanos, pero ya era tarde. “Lo siento joven”, dijo la recepcionista con tono frío. “La entrevista terminó hace 20 minutos.” Alejandro trató de explicar, contó lo del accidente, de cómo había ayudado de la ambulancia, pero la mujer lo miró con indiferencia.
“Entiendo su situación, pero aquí somos muy estrictos con la puntualidad. Hay muchos candidatos. Gracias por venir. Las palabras cayeron como piedras. Salió del edificio con la carpeta aún en sus manos, sintiéndose derrotado. Había perdido su oportunidad. Esa noche en casa apenas pudo probar bocado. Su madre, preocupada le acarició el hombro. Hiciste lo correcto, hijo. Dios ve todo y la vida siempre devuelve lo que das. Él sonrió débilmente, aunque no creía en esas frases. Lo único real era que había perdido la oportunidad que tanto esperaba.
Dos días después, el teléfono sonó. El señor Alejandro Ramírez, preguntó una voz masculina. Sí, soy yo. Le habla de corporativo Montiel. El licenciado Montiel desea verlo personalmente mañana a las 9 de la mañana. Alejandro quedó helado. El dueño, el hombre más importante de la empresa. ¿Por qué lo buscaba? Al día siguiente llegó con nervios. En la sala principal lo recibió un asistente que lo condujo a una oficina amplia, elegante, donde un hombre de traje impecable lo esperaba.
Cuando Alejandro levantó la vista, se sorprendió. Frente a él, sentado tras un escritorio de madera fina, estaba el anciano que había ayudado en la calle. Usted balbuceó. El hombre sonrió. Así es. Yo soy Astan Monreal, dueño de esta compañía. Y tú, Alejandro, fuiste quien me ayudó cuando más lo necesitaba. El joven no supo qué decir. Señor, lo lamento tanto. Perdí la entrevista por quedarme con usted. Montiel lo miró con firmeza. Hijo, si hubieras corrido a tu cita y me hubieras dejado ahí tirado, tal vez ahora estarías en otro empleo.
Pero lo que hiciste no tiene precio. Se levantó y caminó hasta él. En esta empresa buscamos talento, sí, pero también buscamos personas con valores. Tú demostraste algo que no se enseña en ninguna universidad, humanidad. Alejandro sintió un nudo en la garganta. Así que dime, continuó Montiel, ¿quieres trabajar conmigo? Las lágrimas se asomaron en los ojos del joven. Sería un honor, señor. Montiel extendió la mano y lo contrató en ese mismo instante. Con el paso del tiempo, Alejandro se convirtió en uno de los empleados más destacados.
Aprendió, creció y siempre recordaba aquella mañana en la que creyó haber perdido todo, cuando en realidad había ganado lo más importante, la certeza de que hacer el bien siempre abre caminos. Y cada vez que alguien le preguntaba cómo había conseguido el empleo de su vida, él sonreía y respondía. Lo conseguí cuando descubrí que la verdadera entrevista no fue en una oficina, sino en la calle, frente a un hombre que necesitaba ayuda. ¿Tú qué habrías hecho en el lugar de Alejandro? A veces una decisión cambia todo nuestro destino.
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