El perro permanecía intranquilo en la entrada de la iglesia cuando ve a su dueña, Ana, vestida de novia el día de su boda. El perro de inmediato se abalanza sobre ella y muerde su vestido. Ana no entendió qué pasaba hasta que sintió el tirón brutal en la base de su vestido de novia. Un instante, antes de que sus rodillas golpearan el frío mármol del atrio de la iglesia. El dolor fue agudo, pero la confusión era un martillo que golpeaba más fuerte.
A su lado, gruñiendo con una ferocidad que nunca le había conocido, estaba Ramón, su viejo mestizo de labrador, con los dientes clavados en los tules y sedas blancas. El perro no la estaba atacando a ella. tiraba hacia atrás, hacia la puerta, con la desesperación de quien intenta arrastrar a alguien lejos de un precipicio. Su cuerpo entero temblaba y un hilo de baba caía de su hocico, pero sus ojos estaban fijos, no en ella, sino en el hombre que la esperaba en el altar.
Vladimir, por el amor de Dios, que alguien quite a ese animal, gritó su madre desde la primera fila. Vladimir, el novio perfecto, reaccionó con una calma que parecía ensayada. Descendió los escalones del altar con una expresión de profunda preocupación, ignorando los gritos y el caos. Se arrodilló junto a Ana, pero su primera acción no fue ayudarla a ella, sino mirar al perro con una frialdad que helaba la sangre. Ramón, suelta”, dijo. Su voz era un susurro autoritario que cortó el aire, pero el perro solo intensificó su gruñido, un sonido gutural que vibraba en el pecho de Ana.
El animal la estaba protegiendo. ¿Pero de qué? Del hombre que toda su familia adoraba. Del hombre que le había devuelto la ilusión. Dos de sus primos finalmente se acercaron y tras un forcejeo que rasgó aún más el costoso vestido, lograron separar al perro. Lo arrastraron por el pasillo central mientras él seguía ladrando, no con rabia, sino con una especie de súplica frenética. ¿Estás bien, mi amor?, preguntó Vladimir, ayudándola a levantarse. Su toque era suave, pero sus ojos siguieron por un segundo la trayectoria del perro que desaparecía por la puerta.
Ana asintió, aunque todo su cuerpo temblaba. Miró su vestido arruinado, las caras de espanto de los invitados y luego a Vladimir. En su rostro solo había amor y preocupación por ella. Entonces, ¿por qué el acto desesperado de Ramón se sentía menos como una locura y más como una advertencia? ¿Y por qué en medio del escándalo de ella sintió un alivio fugaz por no haber llegado al altar? La boda, por supuesto, se canceló. La casa de los padres de Ana, que debía ser el epicentro de una fiesta jubilosa, se convirtió en una sala de crisis.
Sentada en el sofá del salón con una manta sobre los hombros y todavía con los restos del vestido de novia, Ana escuchaba el murmullo de su familia. La voz que dominaba era la de Vladimir. “No deben culparlo”, decía sirviendo un vaso de agua para la madre de Ana. Es un perro viejo. A veces se desorientan, se vuelven territoriales. Probablemente vio a tanta gente, sintió el estrés de Ana. Fue una reacción de pánico. Pobre animal. Su tía Beatriz asintió vigorosamente.
Claro que sí. Mi prima tenía un caniche que en sus últimos años no reconocía a nadie. Es una lástima, pero es la edad. Lo importante es que Ana no resultó herida de gravedad. Continuó Vladimir acercándose para ponerle una mano reconfortante en el hombro. Solo fue un susto terrible. Ya veremos cómo reorganizamos todo. Ana no decía nada. Observaba como su familia entera, que al principio estaba furiosa, ahora miraba a Vladimir con admiración. Él era la calma en la tormenta, el hombre razonable, el yerno ideal que incluso disculpaba al animal que le había arruinado la boda.

Pero su hermana Lucía, de pie junto a la ventana, con los brazos cruzados, no compartía esa opinión. “A mí no me parece que estuviera desorientado”, dijo Lucía en voz baja, pero lo suficientemente alta para que todos la oyeran. Parecía saber exactamente lo que hacía. Te gruñía a ti, Vladimir, solo a ti. El silencio que siguió fue denso. La madre de Ana fulminó a Lucía con la mirada. Lucía, por favor, no es el momento para tus teorías. Vladimir ha sido increíblemente comprensivo.
Solo digo lo que vi”, replicó ella encogiéndose de hombros. Vladimir sonró. una sonrisa triste y magnánima. Lucía tiene derecho a su opinión. Sé que nunca le he caído del todo bien. Quizás deba esforzarme más para ganarme su confianza. Con esa frase, desarmó por completo la acusación de su hermana y la hizo parecer una niña celosa y conflictiva. Ana vio la jugada. La vio con una claridad que la asustó. vio como con unas pocas palabras Vladimir había aislado a Lucía y se había reafirmado como la víctima sensata de la situación.
Ana sintió un escalofrío. Quería creerle. Necesitaba creer en la historia del perro viejo y confundido, pero la mirada calculadora que vio en él por una fracción de segundo encajaba en esa narrativa. A la mañana siguiente, un silencio pesado se había instalado en la casa. Ana se despertó con la sensación de que algo fundamental faltaba. No era el alboroto de los preparativos de una boda, sino algo más primario. El sonido de las garras de Ramón en el piso de madera, su respiración tranquila al pie de la cama, se levantó y recorrió la casa.
El plato de comida del perro estaba intacto. Su cama en la esquina de la cocina vacía. Encontró a Vladimir en el porche trasero, tomando una taza de café, mirando el jardín con una serenidad imperturbable. Parecía un modelo de revista, incluso con la resaca emocional del día anterior. “Buenos días, mi amor”, dijo él sonriéndole. “¿Dormiste algo?” “No mucho. ¿Has visto a Ramón?”, preguntó Ana intentando que su voz sonara casual. Vladimir dejó la taza sobre la mesita de mimbre.
Su rostro adoptó una expresión de comprensión y una pisca de tristeza. Ah, sobre eso quería esperar a que estuvieras más tranquila para decírtelo. Anoche, después de que todos se fueron, tomé una decisión. Ana sintió que se le oprimía el pecho. ¿Qué decisión? ¿Dónde está mi perro, Vladimir? Tranquila, está perfectamente. Anoche lo subí al coche y lo llevé a la finca de un viejo amigo mío a las afueras de la ciudad. Es un lugar precioso con hectáreas de campo para correr.
Pensé que después de lo de ayer, el ambiente aquí estaría muy tenso para él y para ti. Necesitabas espacio para procesar todo sin tener que verlo y recordar. La explicación era lógica, era sensata, era exactamente el tipo de cosa considerada que Vladimir haría. Pero a Ana le sonó a una sentencia sin preguntarme. Es mi perro desde hace 12 años, Vladimir. Lo sé, cariño, y precisamente por eso lo hice, respondió él, acercándose y tomándole las manos. Quería protegerte, protegerlo a él de las miras de tu familia.
Tu madre estaba hablando de, bueno, de tomar medidas drásticas. Pensé que esto era lo mejor. En unas semanas, cuando todo se calme, podemos ir a buscarlo. Te lo prometo. Se inclinó y la besó en la frente. Ana se quedó quieta. Se sentía como una niña a la que le explicaban por qué le habían quitado su juguete favorito por su propio bien. Cada palabra de Vladimir era razonable. Pero el resultado era el mismo. Ramón ya no estaba y la decisión la había tomado él unilateralmente, como si ya fuera el dueño de su vida, de sus afectos y hasta de sus perros.
Lucía la encontró en su antigua habitación, mirando por la ventana una foto enmarcada de ella y un Ramón mucho más joven cuando era apenas un cachorro. Mamá me dijo que Vladimir se lo llevó”, dijo Lucía, sin preámbulos, cerrando la puerta atrás de sí. Ana asintió sin girarse. A una finca para que se calme. A una finca. ¿Qué finca? ¿Conoces a ese amigo? ¿Te dio un número, una dirección? Las preguntas de su hermana eran como dardos, precisos y dolorosos, porque apuntaban a los mismos agujeros que ella misma no quería ver en la historia de Vladimir.
No, Lucía, simplemente confío en él. Hizo lo que creyó mejor para todos. Lucía soltó una risa seca sin humor. Mejor para todos o mejor para él. Ana, despierta. El perro te adora. ha dormido a los pies de tu cama desde que papá te lo regaló. Nunca le había hecho daño a una mosca. Y de repente, el día de tu boda, intenta arrancarte del altar y, casualmente, al día siguiente el perro desaparece a una finca misteriosa. ¿De verdad no te parece raro?
Estás paranoica, replicó Ana, su voz temblando. La defensa sonaba débil, incluso para sus propios oídos. ¿Estás buscando cualquier excusa nunca te ha gustado, Vladimir?” “Claro que no me gusta”, exclamó Lucía acercándose. Porque parece demasiado perfecto, porque apareció de la nada y en seis meses los tiene a todos comiendo de su mano con regalos y palabras bonitas. No sé qué es, pero algo en él no está bien. Y Ramón fue el único que tuvo las agallas de demostrarlo.
El enfrentamiento directo la dejó sin aire. Eran sus propios miedos, sus dudas más profundas, verbalizadas por su hermana. Pero admitirlo era admitir que estaba a punto de cometer el error más grande de su vida. Era más fácil pelear con Lucía. Eres increíble. Arruinaron mi boda y ahora vienes a culpar al único que ha intentado mantener la calma y arreglar las cosas. Quizás la que debería irse a una finca a calmarse eres tú. La herida en el rostro de Lucía fue visible.
Dio un paso atrás como si la hubieran abofeteado. Bien, cásate con él, pero cuando las cosas se pongan feas, no digas que no te lo advertí. Lucía salió de la habitación cerrando la puerta con una suavidad que fue más dolorosa que un portazo. Ana se quedó sola con la fotografía y una certeza aterradora. Su hermana podía estar equivocada, pero la lealtad de Ramón, esa nunca había estado en duda y él ya no estaba allí para protegerla. Dos días después, en la fría y aséptica oficina de una notaría, Ana se casó.
No hubo vestido blanco, ni marcha nupsial, ni invitados más allá de sus padres y los de Vladimir, que habían llegado en un vuelo apresurado y parecían dos figuras de cera sonrientes y distantes. La ceremonia fue un trámite de 10 minutos. El notario leyó los artículos del Código Civil con la monotonía de quien lee una lista de compras. Ana afirmó donde le indicaron. Su caligrafía, normalmente fluida y clara, salió temblorosa, como si su mano se resistiera. Vladimir, a su lado, firmó con un trazo rápido y seguro.
Le sonrió, le tomó la mano y se la besó. “Ahora sí, señora de Castillo”, susurró él. Su apellido sonó extraño en sus labios. Todo se sentía extraño. Sus padres aplaudieron con un entusiasmo forzado, tratando de inyectar algo de alegría en el ambiente estéril. La madre de Vladimir la abrazó, un gesto rígido que olía a laca y a un perfume caro. “Bienvenida a la familia querida”, dijo, aunque sus ojos no sonreían. fueron a almorzar a un restaurante elegante, el tipo de lugar que Vladimir siempre elegía.
Él pidió el vino más caro y propuso un brindis por mi esposa, por nuestra capacidad de sobreponernos a los pequeños obstáculos y empezar nuestro futuro. Todos levantaron sus copas. Ana bebió, pero el vino le supo amargo. Durante todo el almuerzo, Vladimir guió la conversación. habló de la luna de miel Cartagena, de los planes para la casa que comprarían, de cómo se haría cargo de todo para que Ana no tuviera que preocuparse por nada. Era un discurso perfecto, el de un hombre proveedor y protector.
Pero a Ana le sonaba una toma de control. Cada plan que él mencionaba era una puerta que se cerraba para ella. Mientras Vladimir entretenía a sus padres con una anécdota de negocios, Ana miró por la ventana del Sito Netindot restaurante. En la calle, un hombre paseaba a un perro que se parecía a Ramón. El perro tiró de la correa ansioso por oler algo en el suelo y su dueño se ríó y lo dejó hacer. Una escena cotidiana simple, llena de un afecto que a ella le oprimió el corazón.
Se había casado. Era oficialmente una mujer feliz, pero todo lo que sentía era un profundo vacío y una sensación de premonición, como si acabara de firmar un contrato cuyas cláusulas más importantes estaban escritas con tinta invisible. Cartagena era un sueño de postales, calles empedradas, balcones rebosantes de bugambillas de colores vibrantes y el calor húmedo que prometía noches de romance. Vladimir había reservado la suite más lujosa de un hotel boutique en la ciudad amurallada. Durante el día era el esposo perfecto.
La llevaba a los mejores restaurantes, le compraba esmeraldas en joyerías. exclusivas y contrataba coches de caballos para pasear al atardecer. Posaban para las fotos, sonreían, se besaban bajo los arcos de piedra. Cualquiera que los viera pensaría que eran la pareja más feliz del mundo. Ana casi se lo creía, pero la ilusión se rompía por la noche. Alrededor de la medianoche, cuando él creía que ella estaba dormida, su teléfono vibraba. Vladimir siempre se levantaba sigilosamente y salía al balcón para atender la llamada.
Ana, con los ojos entreabiertos en la penumbra lo observaba. No podía oír las palabras, solo el murmullo urgente y bajo. Veía su silueta recortada contra la luz de la luna, su lenguaje corporal tenso, muy diferente al del hombre relajado y encantador que era durante el día. Una noche ella se movió en la cama a propósito. Al instante la conversación de Vladimir se detuvo. “Te llamo luego”, dijo en un susurro apresurado y cortó. Cuando volvió a entrar en la habitación, Ana preguntó con una somnolencia fingida.
“¿Todo bien, mi amor?” Él se sentó en el borde de la cama y le acarició el cabello. Su mano estaba fría. Sí, perfecta. Solo unos asuntos de la oficina. Un negocio importante en Europa. Con la diferencia horaria es un lío. No quería despertarte. Vuelve a dormir. La excusa era plausible, como todas sus excusas, pero la frecuencia de las llamadas aumentaba. Eran todas las noches. Y a veces durante el día se excusaba para ir al baño en un restaurante y tardaba más de 20 minutos.
o decía que iba a confirmar una reserva y volvía con la mirada extraña como si acabara de tener una discusión. Ana comenzó a notar un patrón. Después de esas llamadas, él siempre estaba especialmente cariñoso, casi de forma exagerada. La llenaba de cumplidos. le proponía un plan aún más espectacular que el anterior, como si intentara compensar algo, como si el lujo y el romance fueran un velo espeso que él tejía a su alrededor para que ella no pudiera ver lo que se escondía detrás.
Y lo más inquietante era que estaba funcionando. El sol de Cartagena, los regalos, las cenas a la luz de las velas. Todo era tan seductor que hacía falta un esfuerzo consciente para recordar el gruñido de Ramón, la advertencia en los ojos de su hermana y los susurros en el balcón. Una tarde, Vladimir anunció que tenía una teleconferencia de 2 horas que no podía posponer. Es con la gente de Zich, mi amor, aburridísimo. ¿Por qué no vas a ese spa del que tanto hablan?
le sugirió dándole un beso y su tarjeta de crédito. Ana le dijo que sí, pero en lugar de ir al spa decidió caminar sola. Necesitaba aire. Necesitaba un momento lejos de la asfixiante perfección de su luna de miel. Se perdió a propósito por las calles menos turísticas, observando la vida real de la ciudad. Vendedoras de fruta pregonando sus productos. Niños jugando al fútbol con una botella de plástico. Ancianos sentados en las puertas de sus casas viendo la vida pasar.
En una pequeña plaza, lejos del bullicio, se sentó en un banco bajo la sombra de un almendro. Un perro callejero, flaco, y con el pelaje marañado se acercó con cautela. tenía una cojera en una de las patas traseras, pero sus ojos eran inteligentes y amables. Ana le sonrió. El perro movió la cola tímidamente. Ella buscó en su bolso y encontró media barra de cereal que había guardado. Se la ofreció en la palma de la mano. El perro la olfateó y luego la comió con una delicadeza sorprendente.
Mientras el animal comía, Ana sintió una punzada de dolor tan intensa que le cortó la respiración. Pensó en Ramón. estaría bien, lo estarían cuidando. La historia de la finca que se había esforzado tanto por creer, de repente le pareció un cuento de hadas absurdo. ¿Cómo pudo permitir que se lo llevaran? ¿Cómo pudo no exigir una dirección, un teléfono, una prueba? El perro callejero, habiendo terminado su ración, lamió la mano de Ana como agradecimiento y luego se acurrucó a sus pies como si la conociera de toda la vida.
Ella empezó a llorar en silencio. Lloraba por Ramón, por su lealtad incondicional. Lloraba por su propia ceguera, por las ganas de creer en un cuento de hadas que la habían llevado a traicionar a su amigo más fiel. Y lloraba porque sentada en ese banco en una ciudad paradisíaca, casada con un hombre supuestamente maravilloso, se sentía más sola y perdida que nunca en su vida. El perro levantó la cabeza y gimió suavemente, como si entendiera su pena. Y por primera vez, Ana se permitió sentir la verdad.
Algo estaba terriblemente mal. Esa misma noche, la sensación de inquietud no la abandonó. De vuelta en la suite del hotel, mientras Vladimir se duchaba, Ana se movía nerviosamente por la habitación. Necesitaba algo, una prueba, algo tangible que confirmara que sus miedos no eran una invención de su mente. Recordó que Vladimir le había pedido que guardara unos documentos en el compartimento con cremallera de su maleta de mano. Era una excusa tonta, pero le servía. Abrió la pequeña maleta de cuero que él siempre llevaba consigo dentro.
Todo estaba impecablemente ordenado. Un ordenador portátil, una carpeta con documentos, un neceser. Abrió la carpeta. Eran estados de cuenta de inversiones, contratos con cláusulas que no entendía. Todo parecía legítimo. Estaba a punto de cerrar la maleta, sintiéndose ridícula por su desconfianza cuando su dedo rozó extraño en el interior. Una costura que no parecía de fábrica. Tiró suavemente y una sección del se desprendió, sujeta por un pequeño velcro. Era un doble fondo. El corazón le empezó a latir con fuerza.
metió la mano y sus dedos tocaron un objeto rectangular y rígido. Lo sacó. Era un pasaporte, pero no era el pasaporte con el que habían viajado. La cubierta era de otro color, de un país centroamericano. Con manos temblorosas lo abrió. La fotografía era inconfundiblemente de Vladimir, aunque parecía un par de años más joven. Pero el nombre era otro, Alejandro Ruiz. La fecha de nacimiento también era diferente, lo hacía tres años mayor. Y la nacionalidad panameña se quedó mirando el documento, sintiendo como el suelo se abría bajo sus pies.
No era un alias. Un alias no venía con una fecha de nacimiento falsa y una nacionalidad distinta. Esto era otra identidad, una vida entera falsa. Las llamadas nocturnas, las reuniones secretas, la historia del perro, todo empezó a encajar de una forma monstruosa. El hombre con el que se había casado no existía. Escuchó el sonido de la ducha al detenerse. Con un pánico helado, volvió a meter el pasaporte en el doble fondo, arregló el y cerró la maleta.
se sentó en la cama justo cuando él salía del baño, envuelto en una toalla sonriendo. Lista para pedir la cena mi vida, muero de hambre. Ana lo miró al hombre que ahora era un completo desconocido y asintió, forzando una sonrisa que le dolió en todos los músculos de la cara. Claro, pide lo que quieras. no pudo esperar. La idea de pasar una noche más fingiendo normalidad era insoportable. Después de que el servicio de habitaciones retirara los platos de la cena, Ana se armó de valor.
Se sentó en el sofá frente a él, que leía unas noticias de economía en su tableta. Dejó el pasaporte falso sobre la mesa de centro entre ellos. “Encontré esto”, dijo, su voz más firme de lo que esperaba. Vladimir bajó la tableta lentamente, miró el pasaporte, luego la miró a ella. No hubo sorpresa en su rostro ni pánico, solo una calma gélida que la aterrorizó más que cualquier grito. Se reclinó en su asiento, cruzó los dedos y suspiró como un padre decepcionado.
“Sabía que tu curiosidad te ganaría tarde o temprano”, dijo en voz baja. “Supongo que te debo una explicación. Creo que me debes más que eso, Alejandro, o como sea que te llames. Él esbozó una media sonrisa. Mi nombre es Vladimir. Vladimir Castillo. Alejandro Ruiz es una herramienta de trabajo, por así decirlo, una identidad que necesito por la naturaleza de mis negocios. Ana lo miró incrédula. Negocios. ¿Qué clase de negocios requieren una identidad falsa, Vladimir? Contrabando, lavado de dinero.
Nada tan vulgar, por favor, respondió él con un tono casi ofendido. Manejo inversiones de muy alto riesgo para clientes muy privados, gente que valora su anonimato por encima de todo. A veces para proteger sus intereses y los míos, debo moverme bajo otro nombre. Es una simple medida de seguridad en un mundo muy complicado. Entiendo que te asuste, pero es parte de la vida que te puedo ofrecer. La explicación era tan fluida, tan ensayada, que parecía casi lógica.
Apelaba a un mundo de finanzas internacionales y secretos que ella no conocía, haciéndola sentir ingenua y provinciana por dudar. Y la fecha de nacimiento, la nacionalidad. Detalles, Ana, parte del camuflaje. Cuanto más completa es la historia, más segura es la operación. Escúchame. Se inclinó hacia adelante. Su voz se volvió suave y persuasiva. Te amo. Nada de esto cambia lo que siento por ti. Es solo trabajo. Un trabajo que nos permitirá vivir como reyes. ¿No es eso lo que quieres?
¿O prefieres que vuelva a hacer un don? Nadie sin un peso en el bolsillo. Estaba dándole la vuelta a la situación, haciéndola a ella la responsable de aceptar o rechazar su complicado mundo. La estaba manipulando con una maestría diabólica. Ana quería gritar, quería salir corriendo, pero se quedó paralizada por la audacia de su mentira. Recogió el pasaporte y se levantó. Necesito pensar. Tómate el tiempo que necesites”, dijo él volviendo a su tableta como si el asunto estuviera zanjado.
“Verás que no es para tanto, pero Ana sabía que sí lo era. Era para todo. El resto de la luna de miel fue una tortura silenciosa. Ana actuaba. sonreía en los momentos adecuados, pero por dentro estaba construyendo un muro de hielo. Contaba las horas para volver a casa, para hablar con la única persona que sabía que la creería, Lucía. Aterrizaron y en lugar de ir a la casa que compartía con Vladimir, Ana insistió en pasar primero por casa de sus padres para recoger unas cosas.
Era una excusa. Sabía que Lucía estaría allí. Vladimir, siempre complaciente, aceptó sin problemas. Claro, mi amor. Saluda a todos. Yo iré a casa a deshacer las maletas y a preparar todo para mi esposa. En cuanto el taxi de Vladimir se alejó, Ana entró corriendo en la casa. Lucía estaba en la cocina tomando un café. Al ver la cara de Ana, se levantó de inmediato. ¿Qué pasó? Ana no dijo nada, simplemente sacó de su bolso el pasaporte de Alejandro Ruiz y lo puso sobre la mesa.
Lucía lo abrió. Sus ojos se agrandaron mientras leía los datos. Levantó la vista hacia su hermana, una mezcla de validación y preocupación en su mirada. Lo sabía. sabía que había algo podrido. Es peor de lo que crees, Lucía, dijo Ana y las palabras empezaron a salir a borbotones. Le contó de las llamadas nocturnas, de las excusas, de su explicación ensayada sobre las inversiones de alto riesgo. Lucía escuchaba asintiendo lentamente. Cuando Ana terminó, su hermana no dijo, “Te lo dije en su lugar.
se dirigió al estudio de su padre y volvió con un pequeño fajo de papeles. “Mientras estabas fuera, no me quedé de brazos cruzados”, dijo extendiéndole los documentos. “contraté a un conocido que hace verificaciones de empresas. La compañía de Vladimir Castillo Inversiones Globales fue registrada hace apenas 8 meses. No tiene empleados declarados, solo él, y su dirección fiscal es un apartado postal en un centro de mensajería. Ana miró los papeles. Era la prueba que respaldaba el pasaporte falso.
Era la confirmación de que todo era una elaborada mentira. No solo eso, continuó Lucía su voz grave. Busqué registros de su supuesta familia en Barranquilla, los padres que vinieron a la notaría. No hay ningún matrimonio, Castillo Fernández con un hijo llamado Vladimir en los registros de los últimos 50 años. Esos señores eran actores, Ana. La palabra resonó en la cocina. actores, su boda, su matrimonio, su familia política, todo era una obra de teatro y ella era la protagonista engañada.
“¿Qué hago, Lucía?”, susurró Ana sintiendo que el pánico la ahogaba. Lucía le puso una mano firme en el hombro. “Ahora luchamos. Lo primero es averiguar quién es este hombre en realidad y vamos a hacerlo juntas. ” Esa noche Ana no durmió en la casa que compartía con Vladimir. Se quedó en casa de sus padres en su habitación de la infancia con la excusa de que su madre se sentía mal y quería su compañía. Vladimir no protestó. Un gesto que, en lugar de tranquilizarla la alarmó.
Era como si le diera cuerda, confiado en que ella no iría a ninguna parte. Con Lucía a su lado, pasaron la noche frente a la pantalla del ordenador portátil, sumergiéndose en el abismo digital que era la vida inventada de Vladimir Castillo. Comenzaron por sus perfiles sociales. A primera vista eran perfectos. Fotos de viajes a lugares exóticos, cenas en restaurantes de lujo, participaciones en conferencias de inversión. Pero bajo la lupa de dos mujeres con una misión, las grietas aparecieron.
“Mira esto,”, dijo Lucía señalando una foto de Vladimir, supuestamente en un seminario en Frankfurt. Hice una búsqueda inversa de la imagen. La foto del centro de convenciones es de un banco de imágenes. Él se insertó con Photoshop. Es una edición muy buena, pero aquí en el borde de su hombro la luz no coincide. Siguieron tirando del hilo. Los amigos que le daban me gusta y comentaban sus publicaciones eran perfiles sospechosos. La mayoría tenían pocas fotos, casi ninguna interacción personal y habían sido creados en los últimos dos años.
Eran un ejército de fantasmas digitales diseñados para dar la impresión de una vida social activa. “No tiene pasado, Ana”, susurró Lucía, mientras sus dedos volaban sobre el teclado. No hay fotos de la graduación del colegio, ni del equipo de fútbol, ni de cumpleaños de cuando era niño. Su vida, según internet, empezó hace 3 años. Ana sintió un frío glacial. Estaba casada con un hombre que no solo tenía un nombre falso, sino una existencia completamente fabricada. Era un espectro.
¿Y su familia? Preguntó Ana con la voz rota. Sus padres en la notaría. Lucía tecleó sus nombres en un buscador. Los resultados fueron desoladores. El hombre que se presentó como su padre era un actor de teatro de una compañía pequeña de Cali. Con algunas apariciones menores en comerciales de televisión. La mujer, su supuesta madre, había trabajado como extra en un par de novelas locales. Eran actores contratados. Nada era real. Ana apoyó la cabeza en el escritorio. El peso de la mentira era físico, aplastante.
No era solo un estafador, era un arquitecto de realidades falsas. y ella vivía en el centro de su última creación. Volver a casa al día siguiente fue uno de los actos más difíciles de su vida. Vladimir la recibió con un ramo de rosas y una cena preparada. La normalidad de la escena era grotesca. Mientras cenaban, Ana decidió ponerlo a prueba. Era un riesgo, pero necesitaba ver su reacción. Estuve hablando con una vieja amiga de la universidad. comenzó Ana removiendo la comida en su plato con un tenedor.
Estudió en la misma facultad de finanzas que tú en Bogotá. Dice que se acuerda de ti. Vladimir levantó la vista de su plato, sus ojos atentos. Ah, sí. Qué curioso. ¿Cómo se llama? Mariana Londoño dice que recuerda mucho las clases del profesor Siifuentes. Un hombre bajito, con un bigote enorme que siempre contaba los mismos chistes malos. Inventó el nombre del profesor sobre la marcha. Lucía y ella habían comprobado la lista de docentes de esa época. No existía ningún sifuentes.
Vladimir sonrió con nostalgia, una actuación impecable. El viejo si fuentes. ¿Cómo olvidarlo? Un genio a pesar de sus chistes. Sí, creo recordar a una Mariana. Dile que le mando saludos. Se bebió su copa de vino, tranquilo, sin la menor vacilación. Ana sintió que se le helaba la sangre. No solo mintió, sino que lo hizo con una facilidad y una naturalidad aterradoras. Añadió detalles a su mentira, la hizo suya. Por un segundo, un destello cruzó por sus ojos, una chispa de triunfo y casi de burla.
Fue tan rápido que casi pensó que lo había imaginado, pero no lo había visto. Él sabía que ella estaba mintiendo y estaba jugando con ella, demostrándole que su habilidad para engañar era muy superior a la de ella para descubrirlo. “Me alegro de que la recuerdes”, dijo Ana forzando una sonrisa. Claro que sí, mi amor”, respondió él extendiendo la mano para acariciar la suya sobre la mesa. Yo nunca olvido un detalle importante. La frase quedó flotando en el aire, cargada de una amenaza silenciosa.
No era una simple conversación, era una partida de ajedrez y él le acababa de advertir que siempre iba a un movimiento por delante. Esa noche, Ana cerró con llave la puerta de su habitación por primera vez, un gesto inútil que, sin embargo, la hizo sentir un poco menos vulnerable en su propia casa. Dos días después, el teléfono sonó mientras estaba en el supermercado. Era un número privado. Dudó en contestar, pero una extraña intuición la obligó a hacerlo.
“Aló”, dijo con cautela. Al otro lado solo se escuchaba una respiración agitada entrecortada. “¿Es usted, Ana, la esposa de Vladimir Castillo?”, preguntó una voz de mujer distorsionada por el pánico o por un aparato. Sí, soy yo. ¿Quién habla? No tengo tiempo. No nos conocemos, pero tiene que escucharme. La mujer hablaba rápido, atropelladamente. Está en un peligro terrible. Vladimir no es quien usted cree. No es un inversor, es un depredador. Ana se detuvo en medio del pasillo de las pastas, apretando el teléfono con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.
El carrito de la compra se quedó quieto. ¿De qué está hablando? ¿Cómo sabe usted? Porque yo fui una de él. La voz se quebró en un soyo, ahogado. Estuve a punto de perderlo todo. Logré escapar, pero por poco. Él le quitará su dinero, su casa, su dignidad. Y si usted se interpone, él es capaz de cualquier cosa. El ruido de fondo cambió como si la mujer estuviera moviéndose. Tengo que colgar. No puedo. Él no puede saber que la llamé.
Por favor, sea inteligente, no lo confronte. Busque ayuda. Huya. Espere, suplicó Ana. Dígame su nombre. ¿Dónde está? ¿Cómo puedo? Pero la llamada ya se había cortado. Un pitido monótono era todo lo que quedaba. Ana se quedó de pie, paralizada, con el teléfono en la mano. La gente pasaba a su lado con sus carritos, inmersa en la banalidad de sus compras, ajena al hecho de que su mundo acababa de implosionar. La llamada no era una advertencia, era una confirmación.
El miedo abstracto que sentía se había convertido en un terror concreto y palpable. Ya no se trataba solo de mentiras y dinero, se trataba de su vida. Dejó el carrito abandonado en mitad del pasillo y salió del supermercado casi corriendo, como si el propio Vladimir fuera a aparecer de detrás de una estantería de cereales. Llegó a casa de Lucía con el rostro pálido y las manos temblorosas. Le contó sobre la llamada. Lucía la escuchó sin interrumpir su expresión endureciéndose con cada palabra.
Necesitas hablar con esa mujer, Ana. Es la única que puede darnos respuestas reales. Dijo algo que nos permita encontrarla. No, nada. Estaba demasiado asustada. Piénsalo bien. El acento, ¿algún ruido de fondo? Ana cerró los ojos reconstruyendo la llamada. El acento no era de aquí, era más paisa. Sí, sonaba como de Medellín. Medellín, repitió Lucía como si fuera un plan. Bien, es un comienzo. Un comienzo para que no voy a encontrar a una mujer anónima en una ciudad de 3 millones de habitantes.
Quizás no tengamos que hacerlo, dijo Lucía. Y Ana vio como la mente de su hermana empezaba a trabajar a toda velocidad. Si esa mujer te llamó, es porque de alguna manera está vigilando a Vladimir o porque supo de tu boda. Si le damos una razón para volver a contactarte, quizás lo haga. El plan era arriesgado, pero era el único que tenían. Ana tenía que salir de la ciudad. Necesitaba crear una oportunidad para que la misteriosa mujer la contactara de nuevo, lejos de la vigilancia de Vladimir.
“Tengo una convención de arquitectura en Medellín la próxima semana”, dijo Lucía. Se suponía que iba a ir yo sola. Ahora iremos las dos. Le dirás a Vladimir que te invité para que te distraigas del mal rato de la boda. Esa noche, durante la cena, Ana le presentó la idea a Vladimir. Lucía tiene una convención en Medellín y quiere que la acompañe. Son tres días. Creo que me vendría bien un cambio de aires. Vladimir dejó los cubiertos a un lado.
La miró fijamente y por un momento Ana pensó que se negaría. vio un cálculo rápido en sus ojos. “Me parece una idea maravillosa, mi amor”, dijo finalmente con una sonrisa cálida que no le llegó a los ojos. “Te lo mereces, pero prométeme que te cuidarás mucho. Medellín puede ser una ciudad complicada. Estaremos bien. Nos quedaremos en el hotel del evento, todo muy seguro. ” “Por supuesto,”, dijo él. Confío en ti y en Lucía. La forma en que dijo el nombre de su hermana con una pausa casi imperceptible fue una advertencia.
Él sabía que Lucía desconfiaba. Al permitirle ir, no estaba siendo generoso. La estaba poniendo a prueba. Y Ana sabía que si fallaba las consecuencias serían nefastas. El vestíbulo del hotel en Medellín estaba abarrotado de arquitectos y diseñadores. Ana se sentía como una impostora. Mientras Lucía se registraba, el teléfono de Ana vibró. Otro número privado. El corazón le dio un vuelco. “Aló. Vi que venía a Medellín”, dijo la misma voz de mujer, esta vez más calmada, pero igual de tensa.
Fue muy valiente o muy imprudente. Necesito hablar con usted, por favor. Dígame dónde. Hubo una pausa. Ana podía oír la duda al otro lado de la línea. Hay un pequeño café llamado El jardín escondido en el barrio Laureles. Esté allí en una hora. Vaya sola. Si veo a alguien con usted, me iré. Una hora después, Ana empujó la puerta de un local pequeño y acogedor, lleno de plantas y con el aroma del café recién molido. En una mesa al fondo, una mujer de unos 40ent y tantos años, con el cabello recogido y unas gafas grandes que no lograban ocultar las ojeras, levantó la vista de su taza.
La reconoció por el miedo en sus ojos. era el mismo que Ana veía en su propio espejo. “Gracias por venir”, dijo Ana sentándose frente a ella. “Mi nombre es Teresa”, dijo la mujer sin rodeos. “Y el hombre con el que se casó se llama Alejandro Ruiz. Al menos ese es el nombre que usó conmigo.” Teresa habló durante casi dos horas. Su historia era un eco escalofriante de la de Ana. La conoció en un viaje de trabajo. Fue encantador, atento, el hombre perfecto.
Se casaron en se meses. La convenció para que vendiera su apartamento y pusiera todos sus ahorros en una oportunidad de inversión única. Era tan convincente”, dijo Teresa con la voz temblorosa. “Te hace sentir que eres la mujer más inteligente y especial del mundo por confiar en él. Te aísla de tus amigos, de tu familia, de cualquiera que pueda tener dudas.” Un día, el contable de toda la vida de Teresa la llamó, alarmado por las transferencias masivas a cuentas en el extranjero.
Esa fue la primera señal de alarma. Cuando lo confrontó, Alejandro reaccionó con una furia que nunca había visto. No fue la violencia física lo que me asustó, confesó Teresa mirando sus manos. Fue su mirada. Era como si la máscara se cayera y viera al monstruo que había debajo. Esa noche, mientras él dormía, empaqué una maleta, tomé mi coche y conje sin parar hasta que se me acabó la gasolina. Nunca volví. ¿Y el dinero?, preguntó Ana. Teresa negó con la cabeza una sonrisa amarga en los labios.
Lo perdí todo. Tuve que empezar de cero viviendo con mi hermana, avergonzada, destrozada. Pero al menos salí con vida. Otras no tuvieron tanta suerte. Ana sintió un escalofrío recorrer su espalda a pesar del calor del café que tenía entre las manos. Otras. ¿A qué se refiere? Teresa se inclinó sobre la mesa bajando la voz hasta convertirla en un susurro conspirador. Cuando escapé, lo denuncié. La policía fue inútil. Sin pruebas contundentes, era mi palabra contra la de un fantasma.
Pero un detective se apiadó de mí y buscó extraoficialmente. Encontró a dos mujeres más en otras ciudades que se habían casado con hombres que encajaban en la descripción de Alejandro, aunque con nombres diferentes. Hizo una pausa tomando aire. Una de ellas era de Cali, una empresaria adinerada. murió se meses después de su boda. Su coche se quedó sin frenos bajando una colina. La policía lo caratuló como un accidente, un fallo mecánico. Pero ella le había dicho a su hermana una semana antes que su esposo la estaba envenenando lentamente.
Nadie la creyó. Ana se quedó sin aliento. Un accidente. La palabra resonó en su mente cargada de un nuevo y siniestro significado. ¿Y la otra? Preguntó temiendo la respuesta. La otra era de Bucaramanga, una viuda joven que había heredado una fortuna. La encontraron en su casa. Oficialmente fue un suicidio por depresión. Se había tomado un frasco entero de pastillas para dormir, pero su mejor amiga juró que ella estaba feliz, que estaba haciendo planes para el futuro, que lo único que la preocupaba era que su nuevo marido controlaba cada céntimo de su dinero.
Teresa la miró fijamente, sus ojos llenos de una urgencia desesperada. ¿Entiendes ahora, sana? Él no es solo un ladrón. Es un asesino. Si sospecha que sabes la verdad, no dudará en deshacerse de ti. No te dará la oportunidad de escapar como yo. Te está vaciando las cuentas, ¿verdad? Ya te ha hecho firmar poderes. Te ha convencido para que juntes tu patrimonio con el suyo. Ana asintió, incapaz de hablar. Cada palabra de Teresa era un clavo en el ataúd de su antigua vida.
Cuando el dinero se acabe o cuando te conviertas en un estorbo, buscará una salida y su salida siempre es permanente. Por eso te llamé. Cuando vi la noticia de tu boda en un pequeño portal social, reconocí su cara. No podía quedarme de brazos cruzados. Tienes que irte ahora. Desaparece como hice yo. No, dijo Ana y la fuerza en su propia voz la sorprendió. No voy a oír. Voy a hacer que pague por ti, por las otras y por mi perro.
Teresa la miró con una mezcla de admiración y terror. Entonces, no necesitas un plan de escape, necesitas un milagro o un ejército. Ana regresó a la habitación del hotel, sintiéndose como una persona completamente diferente. El miedo seguía ahí, un nudo frío en el estómago, pero ahora estaba mezclado con algo nuevo, una rabia gélida y una determinación de acero. Le contó a Lucía cada detalle de la conversación con Teresa. Lucía, normalmente tan fuerte, palideció al oír hablar de las otras mujeres.
Dios mío, Ana, esto es una pesadilla. Teresa tiene razón, tienes que salir de esa casa. No puedo, Lu. Si me voy, él desaparecerá. Se irá con mi dinero y buscará a su próxima víctima. No voy a permitirlo. ¿Cuántas más tienen que morir? Pero, ¿qué podemos hacer? Es un monstruo. Es peligroso. No podemos enfrentarnos a él solas. Entonces, no lo haremos solas, dijo Ana. Su mente trabajaba con una claridad que no había sentido en meses. La confusión y la negación habían sido barridas por la cruda verdad.
Papá siempre hablaba de un amigo suyo, un detective que se retiró. Morales, creo que se llama. Decía que era el hombre más terco y brillante que había conocido, que podía encontrar una aguja en un pajar. Lucía la miró. sus ojos encendiéndose con una chispa de esperanza. Claro, el señor Morales, lo recuerdo. Un hombre muy serio, siempre con cara de pocos amigos. Se retiró hace un par de años. No sé si querrá involucrarse. Tendrá que hacerlo, afirmó Ana sacando su teléfono.
Conseguiré un número, le pagaremos lo que pida, pero necesitamos a alguien que sepa cómo funciona este mundo, alguien que pueda encontrar las pruebas que la policía no quiso buscar. Lucía asintió. La decisión tomada. De acuerdo, pero con una condición. No volverás a esa casa sola. Me mudaré contigo hasta que esto termine. No te dejaré ni un segundo a solas con él. Ana aceptó. No era solo una cuestión de seguridad, era la certeza de que por primera vez en mucho tiempo no estaba sola en su lucha.
tenía Asind Tesento, Lucía tenía la historia de Teresa y ahora iban a buscar a su propio ejército, aunque fuera un ejército de un solo hombre. La oficina de Hernán Morales no era una oficina, era la mesa de una cafetería de barrio que olía a café quemado y a pan de ayer. Morales era un hombre de unos 60 años con más arrugas que sonrisas y una mirada que parecía haberlo visto todo dos veces. Escuchó la historia de Ana sin interrumpir, bebiendo un tinto pequeño y amargo.
Ana le contó todo desde el principio. Empezó por la escena de la boda. La desesperación de Ramón, sus gruñidos, su intento frenético por impedir que llegara al altar. Dio un cambio sutil en la expresión del detective. La mayoría de la gente había descartado el incidente como la rareza de un animal viejo. Morales, en cambio, se inclinó ligeramente hacia adelante, su interés claramente avivado. Luego le narró la luna de miel, el pasaporte falso, las mentiras, la llamada anónima y la terrible historia de Teresa en Medellín.
puso sobre la mesa una copia del pasaporte de Alejandro Ruiz y los papeles de la empresa fantasma que Lucía había conseguido. Cuando terminó el silencio se apoderó de la mesa. Morales se terminó el café de un sorbo. Su perro era más inteligente que toda su familia junta, dijo finalmente. Su voz era una lija. No era un insulto, sino una declaración de hechos. Los animales no mienten. Ven a la gente como es, sin el disfraz de las palabras bonitas y el dinero.
¿Nos ayudará?, preguntó Lucía. Morales las estudió por un largo momento. Los casos de estafadores sentimentales son un desastre. Son fantasmas. Cuando los quieres atrapar, ya se han ido con el dinero y el corazón de la víctima. La policía no tiene recursos o ganas para perseguirlos. No nos importa el dinero, intervino Ana su voz firme. Quiero pruebas, pruebas de quién es, de lo que hizo. Quiero que termine en la cárcel por lo que le pasó a esas mujeres.
Morales se rascó la barbilla canosa. Esto ya no es una estafa. Si la historia de su amiga de Medellín es cierta, estamos hablando de un asesino en serie. Es mucho más peligroso de lo que imaginan. Si me meto, las cosas se van a poner feas. ¿Están preparadas para eso? Ana lo miró directamente a los ojos. Estoy preparada para cualquier cosa. Él se llevó a mi perro. Esa fue la frase que pareció sellar el trato. Morales asintió lentamente.
De acuerdo, acepto el caso. Mi tarifa es alta y mi primera instrucción es esta. A partir de ahora, usted es la esposa más feliz y confiada del mundo. Ni una duda ni una pregunta. Actúe su papel porque su vida depende de ello. Yo empezaré a acabar y créame, siempre encuentro algo. Morales era un hombre de palabra. En menos de 48 horas empezó a obtener resultados. Operaba desde las sombras usando una red de antiguos contactos y una habilidad para navegar por las bases de datos que bordeaba lo ilegal.
Su primera llamada, Ana. fue corta y al grano. El amigo de la finca se llama Ricardo Echeverry, según su esposo. No existe ningún Ricardo Echeverry en su círculo conocido, ni en el de usted. El nombre es inventado y la finca busqué en los registros de propiedad de toda la región. No hay ninguna a su nombre ni al de sus supuestos familiares. El perro no está en ninguna finca. Ana escuchó en silencio, apretando el teléfono en la cocina mientras Vladimir estaba en el estudio en una de sus interminables llamadas de negocios.
La confirmación, aunque esperada, fue como un golpe. Mientras tanto, vivir con Vladimir y Lucía bajo el mismo techo era una obra de teatro de alta tensión. Lucía se había instalado en la habitación de invitados con la excusa de un problema de humedad en su apartamento. La dinámica era extraña. Vladimir era encantador con ella, tratándola como a una hermana. Pero Ana podía ver la guerra fría que se libraba en las miradas que cruzaban cuando creían que nadie los veía.
Vladimir, por su parte, empezó a notar el cambio en Ana. A pesar de sus esfuerzos por actuar normal, algo en su actitud había cambiado. Se había vuelto más silenciosa, más observadora. Una noche, mientras leía en la cama, él entró y se sentó a su lado. “Últimamente estás muy distante, cariño”, dijo con una suavidad que le erizó la piel. “¿Es por lo de tu hermana aquí? ¿Te sientes incómoda? No, para nada. Es solo el estrés del trabajo, mucho cansancio.
Mintió ella. Entiendo dijo él, pero sus ojos la escrutaban buscando algo más. Sabes que puedes confiar en mí para lo que sea. Somos un equipo, ¿recuerdas? La palabra equipo sonó como una burla. Él le acarició la mejilla y ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no retroceder. Su toque, que antes la reconfortaba, ahora se sentía como el de una serpiente. Sabía que él sospechaba. El tiempo se estaba agotando. La carrera entre la investigación de Morales y la paciencia de Vladimir había comenzado.
Una semana después de haberlo contratado, Morales la citó en el mismo café de la primera vez. La cara del exdective estaba más sombría que nunca. No hubo preámbulos. En cuanto Ana se sentó, él deslizó una hoja de papel sobre la mesa. Lo siento, Ana. Era un informe oficial con el sello del centro de control animal de la ciudad y debajo una factura de una clínica veterinaria. Ana leyó el documento. Su respiración se detuvo. Sus ojos repasaban las palabras una y otra vez, pero su cerebro se negaba a procesarlas.
Solicitante: Vladimir Castillo. Mascota, canino, mestizo, macho. Nombre: Ramón. Motivo de la visita. Evaluación de comportamiento agresivo incontrolable. Procedimiento solicitado. Eutanasia humanitaria. La fecha del informe era el 23 de octubre, el día después de la boda cancelada, el mismo día que Vladimir le había dicho que lo había llevado a una hermosa finca para que corriera libre y feliz. “Hablé con el veterinario”, dijo Morales en voz baja, casi con gentileza. Un chico joven dijo que el señor Castillo llegó muy afectado.
Le contó la historia del ataque en la boda. Dijo que el perro se había vuelto loco, que era un peligro para su esposa, que no tenía más remedio. El chico se lo creyó. Le pareció un acto de responsabilidad de un dueño preocupado. El procedimiento se realizó esa misma tarde. Ana miró la factura. servicio de eutanasia e incineración comunitaria. Ni siquiera le había dado un entierro digno. Lo había descartado como si fuera basura. El mundo a su alrededor se disolvió.
El ruido de la cafetería, el olor a café, la presencia de Morales, todo desapareció. Solo quedaba un dolor blanco y cegador, un abismo que se abría en su pecho. No había finca, no había campo para correr, solo hubo una mentira para cubrir un acto de una crueldad inimaginable. No lo mató porque fuera un peligro. Lo mató porque Ramón había visto la verdad. Lo mató porque fue el único que ladró para advertirle. Era un castigo y un mensaje.
Ana no lloró. Las lágrimas parecían un recurso demasiado insignificante para la magnitud de ese horror. Levantó la vista del papel y la mirada que le devolvió a Morales ya no era la de una víctima asustada. Era una mirada dura, fría y absolutamente inquebrantable. Encuentre todo dijo. Su voz era apenas un susurro, pero cortaba como el cristal roto. Absolutamente todo. Y luego vamos a destruirlo. Cuando Ana llegó a casa, encontró a Vladimir en la sala de estar, revisando unos planos arquitectónicos sobre la mesa de centro.
Estaba diseñando la casa de sus sueños, la jaula dorada que construiría con el dinero de ella. levantó la vista y le sonrió. Una sonrisa radiante que ahora le revolvía el estómago. Hola, mi amor. Justo estaba pensando en ti. Mira, he hecho unos cambios en la distribución de la terraza. ¿Qué te parece si ponemos un jacuzzi aquí? Ana se quedó mirándolo. Vio al hombre que había ordenado la muerte de su compañero más leal y luego había venido a casa a diseñar una terraza con jacuzzi.
El dolor en su pecho, que había sido una herida abierta, comenzó a cristalizar. Se transformó en algo duro, pesado y afilado. Era ira, una ira pura, fría y silenciosa que desplazó al miedo y a la pena. Me parece perfecto”, respondió ella, su voz sorprendentemente calmada. Caminó hacia la mesa, se inclinó para ver los planos y rozó su hombro deliberadamente. “Él no se inmutó. ” “Sabía que te gustaría”, dijo él entusiasmado. “Esta casa será nuestro refugio, nuestro paraíso.” Ana asintió.
Una sonrisa helada dibujada en sus labios. Será tu tumba, pensó. En ese instante la dinámica de poder cambió. Dejó de ser la presa asustada. El conocimiento de su crueldad no la había roto. La había forjado en algo nuevo. Ya no sentía la necesidad de huir o de llorar. Solo sentía el impulso inquebrantable de la justicia. La justicia para Ramón. Se sentó a Mina Tochos su lado en el sofá, fingiendo interés en los planos, mientras su mente con una claridad aterradora, comenzaba a trazar los contornos de su venganza.
No bastaba con exponerlo, no bastaba con que fuera a la cárcel. Tenía que quitarle todo exactamente como él había planeado hacer con ella. Tenía que desmantelar su mundo pieza por pieza. hasta que no quedara nada del hombre que se hacía llamar Vladimir Castillo. Al día siguiente, Ana se reunió de nuevo con Morales. Le contó a Lucía la verdad sobre Ramón en el coche antes de llegar al café. Lucía tuvo que detener el vehículo en el arsén, ahogada por las lágrimas y la rabia.
La noticia solidificó su compromiso. Ya no era solo la protectora de su hermana, era una vengadora. En la mesa del café el ambiente era tenso. “Ya no quiero solo pruebas para la policía”, dijo Ana Morales. Su voz era un témpano. “Quiero que lo arruinemos. Quiero que cada persona que alguna vez confió en él sepa la clase de monstruo que es. Quiero que termine sin nada. solo en una celda, recordando como dos mujeres y el fantasma de un perro lo destruyeron.
Morales la observó estudiando su rostro. Vio la transformación. La venganza es un plato que se sirve frío, pero puede quemar las manos de quien lo cocina, advirtió él. Si vamos por ese camino, nos adentramos en un territorio peligroso. Él no es un simple estafador, es un sociópata. Si se siente acorralado, se volverá impredecible y violento. Asumo el riesgo, replicó Ana sin dudar. ¿Cuál es el plan? El plan tiene dos frentes, explicó Morales sacando una libreta. El primero es el oficial.
Seguiré buscando pruebas de sus otras identidades y las muertes sospechosas. Necesitamos un caso sólido que ningún fiscal pueda ignorar. El segundo frente es el suyo. Necesitamos que siga siendo la esposa perfecta, pero ahora con un objetivo, obtener acceso a sus dispositivos, su teléfono, su ordenador. Ahí es donde guarda sus secretos, sus contactos, sus planes. Sin eso solo tenemos historias. Con eso tenemos un mapa de su imperio criminal. Él nunca se separa de su teléfono, dijo Lucía. Entonces tendrán que crear la oportunidad, dijo Morales, un descuido, un momento de distracción, un viaje, una fiesta, una emergencia fingida.
Piensen, ustedes lo conocen ahora. Saben cómo manipular al manipulador. Usen su encanto, su inteligencia. Háganle creer que tiene todo el control, justo hasta el momento en que se dé cuenta de que no tiene absolutamente nada. Morales se centró en el caso de Cali, el del supuesto accidente de coche. La víctima se llamaba Elena Ferrer, una adinerada importadora de textiles. Su esposo en ese momento era un carismático empresario español llamado Ricardo Sotomayor. Morales viajó a Cali y se reunió con la hermana de Elena, una mujer amargada y desconfiada que había perdido la fe en la justicia.
“La policía dijo que fue un accidente”, le contó la mujer a Morales en la sala de su casa, rodeada de fotos de Elena, pero yo sé que no lo fue. Ricardo la aisló de todos. la convenció de que yo solo quería su dinero. Una semana antes de morir, Elena me llamó a escondidas. Me dijo que Ricardo le estaba dando unas vitaminas que la hacían sentir débil y mareada. Le dije que fuera al médico que lo dejara. Me dijo que tenía miedo.
El informe policial era superficial. El peritaje mecánico concluyó fallo por desgaste en el sistema de frenos. No se hizo autopsia completa, solo lo básico para certificar la muerte accidental. Ricardo Sotomayor heredó todo y desapareció de Cali un mes después tras vender todas las propiedades. Morales, usando sus contactos, consiguió algo que la policía nunca pidió, el historial de servicio del coche de Elena. El vehículo había pasado por una revisión completa dos semanas antes del accidente. El informe del taller era claro.
Sistema de frenos en perfecto estado. No era una prueba de asesinato, pero era una inconsistencia monumental, un clavo ardiendo al que agarrarse. Morales también descubrió algo más. Elena tenía un perro, un viejo pastor alemán al que adoraba. El perro murió una semana después que ella. Ricardo lo llevó al veterinario para sacrificarlo. La razón que dio fue depresión severa por la muerte de su dueña. El patrón era el mismo, deshacerse del único testigo que no podía hablar, pero que lo sabía todo.
La crueldad era su firma. Esa noche tenían una cena. Amigos de la familia de Ana, gente que la conocía desde niña, que habían quedado encantados con Vladimir. La velada era una tortura. Ana tenía que sentarse a la mesa, sonreír y escuchar como todos elogiaban a su marido. “De verdad, Dana, te sacaste la lotería”, dijo una amiga de su madre. Vladimir es un encanto y tan guapo y un hombre de mundo se nota que sabe de lo que habla.
añadió el esposo de la mujer. Mis felicitaciones a los dos. Vladimir aceptaba los alagos con una humildad fingida. Contaba anécdotas de sus viajes, daba consejos de inversión. se mostraba como el yerno y esposo perfecto. En un momento puso su mano sobre la deana, sobre la mesa. “La verdadera lotería me la saqué yo”, dijo mirándola a los ojos con una devoción que lava la sangre. “Ana es mi ancla, mi inspiración.” Ana le devolvió la sonrisa. sintió las náuseas subir por su garganta, pero las contuvo.
Levantó su copa. “Por mi esposo”, dijo su voz clara y firme. “El hombre que ha cambiado mi vida por completo.” El brindis fue un éxito. Nadie notó el doble sentido, la ironía venenosa en sus palabras. Nadie, excepto Lucía, que la miraba desde el otro lado de la mesa con una mezcla de orgullo y preocupación. Ana estaba actuando y lo hacía con una maestría que rivalizaba con la del propio Vladimir. Estaba aprendiendo a usar sus mismas armas, la sonrisa como máscara, las palabras como veneno.
La cena se prolongó y cada minuto era un ejercicio de autocontrol supremo. Era una funambulista caminando sobre un alambre a cientos de metros de altura, donde el más mínimo error significaba la caída al vacío. La investigación de Morales dio un giro inesperado. Rastreando las complejas transferencias de dinero de las cuentas de Elena Ferrer, encontró un nombre recurrente, Isabela Rojas, una gestora de un banco privado conocido por su discreción. Profundizando, descubrió que la misma Isabela Rojas había facilitado la apertura de las cuentas de Castillo Inversiones Globales.
No era una coincidencia, era una cómplice. Morales le envió una foto a Ana, una imagen borrosa tomada con un teleobjetivo de Vladimir saliendo de un café con una mujer elegante de cabello oscuro y rostro afilado. La reconoces, decía el mensaje. Ana no reconoció la cara, pero sí reconoció la voz. La voz del pánico, la voz de la llamada anónima, la voz que la había empujado al abismo de la verdad. Es ella, respondió Ana, la mujer que me llamó.
La revelación lo cambió todo. Isabela no era solo una banquera corrupta, era una pieza clave en el esquema de Vladimir, pero una pieza que por alguna razón había intentado sabotearlo. Quizás tuvo un ataque de conciencia, sugirió Lucía. O quizás tuvo miedo, replicó Morales por teléfono. Esta gente se mueve por dinero y por miedo. Si Vladimir se vuelve demasiado arriesgado o si ella siente que la pueden descubrir, es capaz de traicionarlo para salvarse. Isabela es nuestra palanca. Si logramos presionarla, podría entregarnos todo el entramado.
Pero acercarse a ella era arriesgado. Si Isabela le contaba a Vladimir que la estaban investigando, el plan se vendría abajo y Ana estaría en peligro mortal. Necesitaban encontrar algo que pudieran usar en su contra, algo que la asustara más que el propio Vladimir. La cacería ahora tenía un nuevo objetivo. Mientras Morales investigaba a Isabela, Vladimir preparaba su siguiente movimiento. Una noche se acercó a Ana con una carpeta llena de documentos y su pluma Montblanc favorita. Cariño, necesito tu firma en esto”, dijo con un tono casual.
Es una oportunidad de inversión que no podemos dejar pasar. Un fondo inmobiliario en Panamá. Rentabilidad garantizada, pero hay que actuar rápido. Ana tomó la carpeta. Las páginas estaban llenas de jerga financiera, gráficos y proyecciones optimistas. Pero entre las cláusulas vio lo que buscaba. un poder notarial que le otorgaba a él control absoluto sobre una nueva cuenta conjunta, donde ella debía depositar el resto de sus ahorros y una parte de la venta de un apartamento que había heredado.
Era el golpe final. La estaba vaciando. “Parece complicado”, dijo ella fingiendo confusión. “¿Estás seguro de que es una buena idea poner todo ahí?” Totalmente seguro, mi vida, respondió él. Su voz era pura miel. Confía en mí. Yo sé manejar estas cosas. Con esto, en dos años duplicaremos nuestro patrimonio. Podrás dejar de trabajar si quieres, solo dedícate a ser feliz. La condescendencia, en sus palabras, era palpable. Él la veía como una tonta, una mujer ingenua, fácil de deslumbrar, y esa era su mayor ventaja.
“De acuerdo, mi amor, si tú dices que es lo mejor”, dijo ella tomando la pluma. Firmó cada página donde él le indicó. Vio el brillo de triunfo en sus ojos mientras recogía los documentos. Creyó que había ganado. No sabía que ella acababa de darle la soga con la que se iba a ahorcar. Morales le había advertido que esto pasaría y le había dado instrucciones claras. Firma todo. Dale la confianza que necesita. Cuanto más seguro se sienta, más descuidado se volverá.
Morales puso a Isabela bajo vigilancia constante. Descubrió su rutina del gimnasio de lujo a la oficina, de la oficina a restaurantes caros. Vivía una vida muy por encima de lo que sueldo de gestora bancaria podría permitir. Pero una tarde la rutina se rompió. Isabela no fue a casa después del trabajo. Condujo hasta un apartamento discreto en un barrio de clase media, un lugar que no figuraba a su nombre. Morales observó desde el otro lado de la calle.
Media hora después llegó Vladimir. Entró en el edificio. No era una reunión de negocios, era un nido de amantes. Eran socios en el crimen y en la cama. El detective logró tomar varias fotos nítidas de ellos entrando y saliendo del edificio con una diferencia de pocos minutos. La revelación fue una bomba. Isabela no era solo una cómplice asustada, era una jugadora activa, motivada por la codicia y probablemente por una relación tóxica con Vladimir. Esto lo explica todo le dijo Morales a Ana por teléfono.
La llamada anónima. Probablemente tuvieron una pelea. O ella sintió celos de ti, de que te casaras con él. intentó asustarte para que lo dejaras, pero cuando vio que no lo hacías, volvió al redil. Su lealtad es con él, o más bien con el dinero que él le proporciona. “Entonces no podemos usarla”, preguntó Ana decepcionada. “Al contrario, dijo Morales, ahora tenemos la palanca perfecta. Vladimir está casado contigo. Isabela es la amante. Una aventura extramatonial. Puede ser un escándalo, pero en su mundo de finanzas privadas, donde la reputación lo es todo, es un veneno.
Y si a eso le sumamos la conspiración para estafar a la esposa, tenemos material para destruirla a ella primero y cuando ella caiga cantará como un canario para salvarse. Con la información de Morales, Ana y Lucía idearon un plan para obtener la prueba definitiva, el contenido del teléfono de Vladimir. La oportunidad se presentó en forma de una pequeña fiesta de cumpleaños para el padre de Ana. Sabían que Vladimir asistiría para mantener su imagen de yerno perfecto. El plan era simple, pero requería una sincronización perfecta.
Durante la fiesta, Lucía derramaría accidentalmente una copa de vino tinto sobre la camisa de Vladimir. Mientras él estuviera en el Indomano Suns baño limpiándose, furioso, pero obligado a mantener la compostura, Ana tendría una ventana de oportunidad de apenas unos minutos. Dejará el teléfono en la chaqueta o sobre alguna mesa. Nunca lo lleva al baño”, dijo Ana. Habían comprado un pequeño dispositivo, un clonador de tarjetas SIM que Morales les había conseguido. Era tecnología de punta. En menos de 2 minutos podía copiar toda la información del teléfono, mensajes, llamadas, fotos, todo.
La noche de la fiesta la tensión era insoportable. Ana sentía cada segundo como una hora. Finalmente llegó el momento. Lucía, con una torpeza perfectamente actuada, tropezó cerca de Vladimir. El vino tinto voló por los aires, manchando su impecable camisa blanca. Oh, Dios mío, Vladimir, lo siento tanto. Qué torpe soy. Exclamó Lucía con una angustia fingida. Vladimir apretó la mandíbula. Por un instante, la máscara cayó y Ana vio una furia asesina en sus ojos, pero se recompuso al instante.
No te preocupes, Lucía, un accidente le pasa a cualquiera. Dijo con los dientes apretados. se quitó el saco, lo dejó en una silla eh con el teléfono en el bolsillo interior como habían previsto y se dirigió al baño. En cuanto desapareció, Ana actuó con movimientos rápidos y precisos, tomó el teléfono, insertó el dispositivo clonador y esperó. El pequeño aparato tenía una luz que parpadeaba. Cada parpadeo era un latido de su corazón. El proceso parecía eterno. Finalmente, la luz se quedó fija.
Lo había logrado. Sacó el clonador, devolvió el teléfono al bolsillo del saco y se alejó de la silla justo un segundo antes de que Vladimir volviera del baño con la camisa mojada y una sonrisa forzada. Nadie se había dado cuenta de nada. Esa misma noche después de la fiesta, Ana, Lucía y Morales se reunieron en el apartamento de Lucía. Conectaron el dispositivo a un ordenador portátil. Lo que encontraron fue una mina de oro de maldad. El teléfono clonado reveló una segunda vida completa.
Cientos de mensajes con Isabela, no solo planeando las transferencias, sino burlándose de la ingenuidad de Ana. La princesita ya afirmó todo. Decía un mensaje de Vladimir. Pronto seremos tú y yo en una playa de las Maldivas, mi reina, respondía ella. Había fotos de otras mujeres, conversaciones con otros alias y, lo más importante, una carpeta de notas protegida por contraseña. Morales, con un programa especializado, logró descifrarla en menos de una hora. Dentro había una lista de nombres. eran sus víctimas.
Elena Ferrer de Cali, la mujer de Bucaramanga, Teresa, y al final de la lista el nombre de Ana con una fecha al lado. 15 de diciembre. Faltaban dos meses. Era su fecha de caducidad, pero la prueba definitiva estaba en un borrador de correo electrónico. No tenía destinatario, pero estaba dirigido a una compañía de seguros. En él, Vladimir detallaba una solicitud para aumentar la póliza de seguro de vida de Ana, de la que él era el único beneficiario.
Y adjunto había un informe médico falso que diagnosticaba a Ana con una arritmia cardíaca severa. Estaba sentando las bases para su muerte natural. “Lo tenemos”, susurró Morales su voz grave. Con esto no solo lo hundimos, lo enterramos para siempre. Ahora el plan final tomó forma. Ya no se trataba de exponerlo, se trataba de atraparlo en el acto. Fingiré un viaje de negocios ese fin de semana largo de noviembre, dijo Ana, su mente fría y calculadora. Le diré que voy a un congreso a Panamá.
El nido de sus finanzas. Le encantará la idea”, dijo Lucía, “Mientras yo no esté”, continuó Ana, “Instalarás cámaras y micrófonos en la casa Morales y esperaremos. Él traerá a Isabela a nuestra casa. Se sentirá el rey del mundo y entonces dirá algo, algo que lo incrimine sin lugar a dudas y nosotros estaremos grabando. ” La despedida en el aeropuerto fue una obra maestra de la actuación. Ana había preparado su maleta para un viaje de tres días a Panamá.
Vladimir la acompañó. Se mostró como el esposo perfecto preocupado por su viaje. Llámame en cuanto aterrices, ¿de acuerdo? Y ten mucho cuidado. Lo tendré, dijo Ana mirándolo a los ojos. Él la abrazó. Ana sintió el frío de su cuerpo, la falsedad de su gesto. Tuvo que reprimir el impulso de clavarle las uñas en la espalda. En su lugar le devolvió el abrazo y le susurró al oído. Te voy a extrañar mucho. Y yo a ti, mi amor, respondió él.
Se dieron un último beso. Fue un beso frío, vacío. El beso de dos actores terminando una escena. Mientras Ana caminaba hacia la sala de embarque, no miró hacia atrás. Sabía que él la estaría observando hasta que desapareciera de su vista, pero ella no iba a tomar ningún vuelo. Lucía la esperaba en la zona de llegadas nacionales. Tomaron un taxi y se dirigieron a un hotel discreto al otro lado de la ciudad, donde Morales ya había montado un centro de operaciones improvisado en una de las habitaciones.
Había monitores, ordenadores y un equipo de grabación. La trampa estaba lista, las piezas estaban en su lugar. Ahora solo quedaba esperar a que el monstruo caminara directamente hacia ella. El hotel era anónimo, uno de esos lugares de paso para gente de negocios. Desde la ventana de la habitación, Ana no podía ver su casa, pero la sentía. sentía la invasión en los monitores frente a ella, las imágenes de sus propias habitaciones aparecían en una cuadrícula silenciosa. La sala, la cocina, el dormitorio principal, su hogar convertido en un plató de televisión para una película de suspenso de la que ella era la protagonista.
Morales y un joven técnico de su confianza habían entrado en la casa una hora después de que Vladimir saliera del aeropuerto. Se movieron con la eficiencia de fantasmas, instalando cámaras diminutas en detectores de humo, libros en la estantería, incluso en el reloj digital de la mesita de noche. El trabajo fue impecable. En menos de 2 horas, la casa estaba completamente cableada. “Ya estamos fuera. Sistema activado”, dijo la voz de Morales a través de un auricular. “Ahora te toca a ti, Ana.
Llámalo, tiene que ser creíble.” Ana tomó su teléfono, el corazón martilleándole en el pecho, marcó su número. Vladimir contestó al segundo tono. “Mi amor, ¿llegaste bien?” “Estaba preocupado.” “Sí. Todo perfecto, el vuelo un poco movido, pero ya estoy en el hotel, dijo Ana. Su voz sonaba cansada, exactamente como la de alguien que acaba de bajar de un avión. Lucía le hizo un gesto de aprobación. Descansa entonces, te lo mereces. La habitación es bonita. Sí, es preciosa, pero se siente vacía sin ti.
Dijo las palabras les habían a ceniza en la boca. Y la casa se siente vacía sin ti. Te extraño como un loco. Cuéntame todo mañana. Duerme bien. Te amo. Yo también te amo. Mintió y colgó. Se quedó mirando el teléfono. Era tan fácil para él mentir, tan natural. En el monitor principal vio como Vladimir entraba de nuevo en la casa. Caminó por la sala, se sirvió un whisky y se sentó en el sofá que ella había elegido.
Se veía relajado el dueño del castillo, completamente ajeno a los ojos invisibles que lo observaban desde cada esquina. La espera había comenzado. Pasaron 3 horas. Tres horas en las que Ana, Lucía y Morales observaron a Vladimir moverse por la casa. vio la televisión, hizo otra llamada de negocios, pidió comida a domicilio. Era la banalidad del mal, la normalidad de un monstruo en su hábitat. Ana se preguntaba cuántas veces habría hecho eso en las casas de sus otras víctimas después de deshacerse de ellas.
Poco después de las 9 de la noche, el timbre sonó. En el monitor que apuntaba a la puerta principal vieron la figura de Isabela Rojas. Llevaba un vestido elegante y una botella de champán en la mano. Vladimir le abrió, la besó apasionadamente y la hizo pasar. No era el beso de un amante furtivo, era el beso de dos socios celebrando una victoria. Entraron en la sala. Justo en el campo de visión de la cámara principal. Vladimir tomó la botella de champán.
¿Y esto qué celebramos, mi reina?, preguntó él. Su voz sonaba clara a través de los micrófonos. Celebramos el final del principio, respondió Isabela pasando sus brazos alrededor de su cuello. La princesita está fuera del camino, firmó todo. En cuanto el dinero de la venta de su apartamento entre en la cuenta, lo movemos y desaparecemos. “Paciencia, mi amor, todavía quedan algunos detalles por afinar”, dijo él abriendo el champán con un estallido. Sirvió dos copas. Estoy cansada de los detalles, Alejandro.
Estoy cansada de ella, de su estúpida hermana que siempre nos mira como si supiera algo. Quiero nuestra vida, la que me prometiste. Y la tendrás, aseguró él entregándole una copa. Brindemos por eso. Por Panamá, por las Maldivas y por un futuro sin estorbos. Chocaron sus copas. En la habitación del hotel nadie respiraba. Estaban viendo la celebración de su propia muerte anunciada, escuchando a sus verdugos brindar por su desaparición. Lucía apretó la mano de Ana con fuerza, una ancla en medio de la tormenta de horror que se desplegaba en las pantallas.
Bebieron, rieron, se movieron por la casa con la arrogancia de los conquistadores. Ana tuvo que ver como Isabela se probaba sus perfumes, como se sentaba en su lado de la cama. Cada gesto era una profanación, pero Morales les había advertido, necesitamos algo explícito, algo que ningún abogado pueda desmentir. La conversación que lo cambió todo llegó cerca de la medianoche. Estaban sentados en el sofá con la botella de champán casi vacía. A veces me preocupa”, dijo Isabela en voz baja.
La de Cali, el accidente fue muy arriesgado. ¿Y si esta vez algo sale mal? Vladimir soltó una risa seca. No salió nada mal. Fue una ejecución perfecta, un pequeño ajuste en el líquido de frenos, una carretera empinada. La naturaleza sigue su curso. Los fallos mecánicos ocurren todos los días. Ahí estaba la confesión. fría, descarada, inequívoca. Morales hizo un gesto al técnico que asintió, asegurándose de que cada palabra quedaba grabada con una claridad cristalina. “Pero Ana no es estúpida”, insistió Isabela, “Su hermana menos.
Si le pasa algo, serás el primer sospechoso. ” “Por eso no será un accidente de coche”, dijo Vladimir. Su voz se volvió más seria. “Ya tengo el plan. El seguro de vida está aumentado. El informe médico falso que conseguiste es una obra de arte, una arritmia cardíaca no diagnosticada. Es una tragedia silenciosa. Una noche se acostará a dormir y simplemente no despertará. Un par de pastillas disueltas en su té de la noche durante un par de semanas.
Lento, indetectable. Cuando la encuentren parecerá una muerte natural y trágica. El viudo desconsolado heredará todo. Fin de la historia. El silencio en la habitación del hotel era absoluto, roto solo por el zumbido de los ordenadores. Ana sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. No era un plan, era una sentencia de muerte detallada pronunciada en su propia sala por el hombre que dormía a su lado cada noche. Morales la miró. Sus ojos no preguntaban, afirmaban.
Es suficiente, dijo él cogiendo su teléfono. Es hora de llamar a la caballería. Morales no llamó al número de emergencias. Llamó directamente a un capitán de la unidad de delitos especiales, un viejo amigo llamado Vargas, un hombre que le debía más de un favor. Le explicó la situación en 2 minutos, sin rodeos. Tenían a un asesino en serie con cómplice, confesando en directo la planificación de un asesinato. Te envío la ubicación y un clip de audio de los últimos 5 minutos.
Quiero una orden de entrada para allá. Sin sirenas, sin escándalo. Lo quiero rodeado y sin escapatoria”, ordenó Morales. Mientras Morales coordinaba, Ana y Lucía observaban las pantallas. Vladimir e Isabela se habían movido al dormitorio. La rabia de Ana era una bestia que arañaba por salir, pero se obligó a mantener la calma. Tenía que ver el final. En menos de 20 minutos, Morales recibió una llamada. Están en posición. Dos equipos por delante, uno cubriendo la parte trasera. Entrarán a mi señal.
En los monitores todo parecía tranquilo, pero Ana sabía que en la oscuridad de su calle, hombres armados se estaban deslizando entre las sombras, rodeando la casa, cerrando el perímetro. “Vladimir tiene un sexto sentido para el peligro”, dijo Ana de repente. Algo en él siempre le avisa. No podemos esperar a que se duerman. Justo en ese momento, una de las cámaras, la que estaba en el pasillo, captó un movimiento. Vladimir salió del dormitorio. Caminaba de forma extraña, con la cabeza ladeada, como un animal que ha olfateado algo en el aire.
Se dirigió a la sala y se detuvo. Miró a su alrededor, no a los muebles, sino a las esquinas, al techo. ¿Qué pasa?, dijo Morales inclinándose hacia el monitor. Vladimir sacó del bolsillo un pequeño aparato no más grande que un llavero, un detector de radiofrecuencia. Lo encendió. Una pequeña luz verde comenzó a parpadear. Lo movió lentamente por la habitación. Cuando apuntó hacia la estantería donde estaba oculta una de las cámaras, la luz se volvió roja y el aparato emitió un pitido agudo.
La expresión en el rostro de Vladimir cambió del desconcierto al entendimiento y luego a una furia helada. Isabela gritó, “Nos han tendido una trampa. Vámonos ahora.” Entren ahora Vargas. Ahora! gritó Morales por el teléfono. El caos estalló en las pantallas. Se oyó el sonido sordo de una puerta siendo derribada. Vladimir no esperó. Corrió hacia la parte trasera de la casa, hacia la cocina. Isabela lo seguía gritando de pánico. “Policía al suelo!”, retumbó una voz a través de los micrófonos.
Pero Vladimir no se detuvo. Con una fuerza brutal lanzó una silla contra la puerta de cristal que daba al jardín trasero haciendo lañicos. saltó a través del marco roto sin importarle los cortes. Isabela lo imitó tropezando y cayendo al suelo. El equipo policial que cubría la retaguardia reaccionó al instante. Alto. No se mueva. Isabela, en el suelo, levantó las manos rindiéndose, pero Vladimir siguió corriendo. Saltó la valla del jardín trasero hacia la propiedad del vecino con una agilidad sorprendente.
Había desaparecido en la oscuridad. Se escapa, se dirige al norte por la calle trasera, gritó Morales a su contacto. En los monitores, Ana vio como los agentes esposaban a Isabela en el suelo de su propio jardín, entre los cristales rotos de la puerta. Luego las cámaras de la casa solo mostraban a los policías entrando, asegurando el perímetro, la escena del crimen que hasta hacía unos minutos había sido su hogar. La acción se había trasladado a la calle, fuera del alcance de sus ojos.
Ana se levantó incapaz de seguir sentada. “Tengo que ir. De ninguna manera. Es demasiado peligroso”, dijo Lucía agarrándola del brazo. “No va a ir muy lejos”, dijo Morales todavía al teléfono. Tienen la zona acordonada, es cuestión de minutos, pero pasaron 10, 15 minutos y las noticias que llegaban a través del teléfono de Morales no eran buenas. Vladimir había logrado llegar a un coche que, evidentemente tenía aparcado a varias calles de distancia como plan de contingencia. Había roto el cerco.
La persecución estaba en marcha. La persecución se desarrolló en las calles dormidas de la ciudad. Ana, Lucía y Morales la seguían a través de las tensas actualizaciones por radio que Vargas le transmitía a Morales. El coche de Vladimir, un sedán oscuro y potente, se movía a velocidades suicidas, ignorando semáforos y señales de alto. Está tomando la autopista del sur, informó Morales trazando la ruta mentalmente. No va a ningún sitio. Esa carretera se vuelve rural en 10 km.
Sí que va a un sitio dijo Ana en voz baja con una certeza que eló a los demás. Conozco esa ruta. Es la que yo tomaba para ir al parque a pasear a Ramón. Lucía la miró incrédula. ¿Crees que va hacia allí a propósito? No lo sé, pero es demasiada coincidencia. Las patrullas le pisaban los talones. Lograron colocar una banda de clavos en la carretera. Se escuchó el chirrido de los neumáticos reventando el sonido metálico de un coche perdiendo el control.
Lo tenemos. Ha chocado contra la barrera de contención. El vehículo está inmovilizado”, dijo Vargas por el altavoz del teléfono de Morales. Pero no había terminado. Vladimir salió del coche accidentado. Estaba herido, cojeaba visiblemente, pero eso no le impidió correr. Se adentró en la oscuridad del pequeño bosque bordeaba la carretera. El mismo bosque donde Ana había pasado tantas tardes lanzándole una pelota a Ramón. La policía lo siguió a pie, sus linternas cortando la oscuridad. El círculo se estaba cerrando en el lugar más simbólico y doloroso para Ana.
Cuando llegaron, la escena estaba iluminada por las luces intermitentes de las patrullas. El coche de Vladimir estaba destrozado contra un guardarrail. Un cordón policial les impidió acercarse, pero el capitán Vargas se acercó a ellos. “Lo tenemos acorralado junto al viejo puente del arroyo”, dijo Vargas a Morales. No tiene a dónde ir, pero no se rinde. Ana se bajó del coche ignorando las protestas de Lucía. Vargas intentó detenerla. “Señora, es mejor que se quede aquí. Tengo que verlo”, dijo Ana.
Su voz no admitía discusión. Vargas dudó, pero la mirada de Morales lo convenció. La escoltó hasta el límite del perímetro. A unos 50 metros, bajo los potentes focos de la policía estaba Vladimir de pie al borde del pequeño puente de madera con el chinos polulos, arroyo oscuro corriendo debajo. Estaba sucio, sangraba de un corte en la frente y su ropa cara estaba rasgada. Pero incluso en la derrota mantenía un aire de desafío. Cuando vio a Ana, su expresión cambió.
La máscara del encantador Vladimir volvió a aparecer deformada por la desesperación. “Ana, mi amor”, gritó su voz resonando en el silencio de la noche. Tienes que decirles que todo es un error, un malentendido. Esta gente está loca. Yo te amo”, intentó dar un paso hacia ella, pero los agentes levantaron sus armas. “No te muevas”, le ordenó un oficial. Vladimir se detuvo su mirada fija en Ana. Ana, por favor, todo lo que hice fue por nosotros, por nuestro futuro.
Podemos arreglarlo. Podemos irnos lejos, empezar de nuevo, solo tú y yo. Las lágrimas corrían por su rostro, pero eran lágrimas de cocodrilo. Era su último acto, su última manipulación. intentaba apelar a la mujer que creía que todavía existía, la mujer ingenua y enamorada que él había creado. Pero esa mujer había muerto. Murió en el momento en que leyó el informe de la eutanasia de su perro. Ana dio un paso adelante cruzando la línea policial. Vargas se movió para detenerla, pero Morales le puso una mano en el brazo.
“Déjala”, susurró. Caminó lentamente hacia el puente hasta que solo unos metros la separaron de Vladimir. Las luces de la policía creaban largas sombras que bailaban a su alrededor. “¿Me amabas cuando ordenaste matar a mi perro?”, preguntó Ana. Su voz era tranquila, pero cortaba el aire como un cuchillo de hielo. La pregunta lo descolocó. La máscara vaciló. Fue un error, Ana. El perro estaba enfermo. Era peligroso. No estaba enfermo. Lo interrumpió ella. Cada palabra era un martillazo. Estaba protegiéndome de ti.
Él vio al monstruo desde el primer día. El único error fue mío por no escucharlo. Las lágrimas empezaron a brotar de los ojos de Ana, pero no eran de tristeza, eran de rabia, de dolor, de una liberación catártica. Tú no amas a nadie, Vladimir o Alejandro o Ricardo o como te llames. Tú solo destruyes. Destruiste a Elena, a la mujer de Bucaramanga. Casi destruyes a Teresa. Pero conmigo se acabó. Tu historia termina aquí esta noche. Él la miró y por primera vez Ana vio miedo real en sus ojos, el miedo de un depredador que se da cuenta de que se ha convertido en la presa.
Su encanto se desvaneció, su confianza se hizo añicos. Lo único que quedó fue un hombre patético y acorralado. Ana suplicó. Su voz era un gemido. Ramón sabía quién eras. repitió ella como si fuera un veredicto. Él nunca dudó, y su lealtad vale más que todas tus mentiras. Se dio la vuelta y se alejó sin esperar una respuesta. Mientras caminaba de regreso hacia la luz de las patrullas, escuchó el sonido de los agentes moviéndose, el chasquido metálico de las esposas cerrándose.
No necesitó mirar atrás. sabía que había terminado. La justicia por fin había llegado. No era una justicia perfecta, no le devolvía lo que había perdido, pero era justicia al fin y al cabo, justicia para Ramón. En la comisaría, el castillo de naipes de Vladimir se derrumbó por completo. Isabela, confrontada con las grabaciones y la perspectiva de pasar el resto de su vida en la cárcel como cómplice de asesinato, confesó todo. Detalló cada estafa, cada cuenta bancaria, cada identidad falsa.
Su declaración, sumada a las pruebas recogidas por Morales y a las grabaciones de la casa, construyeron un caso tan sólido que era irrefutable. La noticia del arresto del estafador de viudas, como lo bautizó la prensa, fue un escándalo nacional. Salieron a la luz los casos de Elena Ferrer y la víctima de Bucaramanga, que fueron reabiertos inmediatamente. Teresa, desde Medellín vio las noticias y por primera vez en años se sintió segura. La familia de Ana reaccionó con una mezcla de horror y una profunda vergüenza.
Sus padres, que habían sido los mayores defensores de Vladimir, se sentaron con Ana en la cocina de su casa, la misma donde tantas veces habían alabado al encantador pretendiente. “Hija, no sabemos qué decir”, dijo su padre con la voz quebrada. “Te fallamos. Estábamos tan ciegos. Lo siento tanto, mi amor”, soyosó su madre. “Te presionamos, no escuchamos a Lucía. Eh, perdóname. Ana los miró. Vio su dolor, su arrepentimiento. Ya no sentía rabia hacia ellos, solo una especie de compasión cansada.
No es su culpa. Él era un profesional. Engañó a todos. dijo, aunque una parte de ella sabía que su ceguera voluntaria había sido parte del problema, pero en ese momento el perdón parecía más constructivo que el rencor. Lucía, sentada a su lado, le tomó la mano. Habían ganado juntas. Habían atravesado el infierno y habían salido por el otro lado, más unidas que nunca. La pesadilla había terminado. Ahora comenzaba el largo y difícil camino de la reconstrucción. Tres meses después, el sol de la tarde se filtraba a través de las hojas del viejo roble en el jardín trasero de la casa de sus padres, a la que Ana se había mudado temporalmente.
Bajo el árbol había una pequeña lápida de piedra lisa. No tenía fechas, solo un nombre, Ramón. Ana se arrodilló y colocó un ramo de flores frescas junto a la piedra. Había recuperado una parte importante de su dinero gracias a la confesión de Isabela. El resto estaba perdido en un laberinto de cuentas offshore. Vladimir y su cómplice esperaban un juicio que, según los fiscales, los pondría tras las rejas por décadas. Ella estaba en terapia aprendiendo a procesar la traición y a reconstruir su confianza en el mundo, en los demás y, sobre todo en sí misma.
El camino era largo. Había días buenos y días malos, días en que la rabia volvía y días en que una profunda melancolía la invadía. Pero ya no era una víctima, era una superviviente. Acarició la piedra fría. “Gracias, amigo”, susurró las palabras apenas audibles. “Gracias por no rendirte nunca, por intentar salvarme, incluso cuando yo no entendía. Lo logramos.” Se quedó allí un rato en silencio, sintiendo la paz del jardín, la calidez del sol. Luego se levantó, se secó una lágrima solitaria que se había escapado y miró hacia el horizonte.
El futuro era un lienzo en blanco, incierto, quizás aterrador, pero por primera vez en mucho tiempo también parecía lleno de posibilidades. Se dio la vuelta y caminó de regreso a la casa con la espalda recta y la cabeza en alto. Había aprendido la lección más dura de todas, que a veces el amor más puro y verdadero no viene envuelto en promesas y regalos caros. sino en el gruñido leal de un perro que intenta protegerte de los monstruos que tú no puedes ver.
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