A Sergio le gustaba conducir su camión. Cuando se trataba de largas distancias, le gustaba estar en la carretera, conocer lugares nuevos. Esta vez estaba solo, sin su compañero. Últimamente, su viejo colega tenía muchas bajas, y esta vez tampoco fue a trabajar. Pero Sergio no echó de menos la compañía en absoluto. Cuando estaba solo, solía pensar en la vida y recordar su infancia.

Su padre también era camionero y transportaba mercancías por todo el país. Se cruzaba con muchas personas, entre ellas los delincuentes. Un día le tendieron una emboscada a su camión, lo sacaron de la cabina, le dispararon y lo mataron. El coche fue robado junto con su contenido y llevado en una dirección desconocida.

Sergio tenía por aquel entonces solo cinco años, pero durante el resto de su vida recordó el terrible llanto de su madre el día que se enteró de la tragedia. Su madre lloraba por las noches, y el pequeño Sergio se enfadaba con ella porque no comprendía lo difícil que era para una mujer joven criar sola a su hijo. Menos mal que les ayudaba el abuelo, que a menudo recogía al nieto durante el fin de semana y lo llevaba a su casa.

El niño adoraba a su abuelo Pedro, un anciano serio y severo, pero a la vez simpático y comprensivo. Las cosas a las que se dedicaba el abuelo eran muy propias de un hombre, y serias como él. A menudo llevaba al niño consigo al garaje para reparar juntos su viejo coche. Fue entonces cuando el abuelo le inculcó el amor por la tecnología y le enseñó todo lo que sabía.

Un tiempo más tarde, el chico se graduó de la escuela, aprendió a conducir y, a base de unas clases adicionales, aprobó los exámenes y obtuvo el carnet de conducir a automóviles de todas las categorías. Entró en el ejército como un verdadero profesional al volante. El comandante de la unidad estaba orgulloso de él, le ponía de ejemplo a los demás por la habilidad con la que manejaba el tanque, y además porque lo mantenía en perfectas condiciones técnicas.

Sergio regresó del ejército siendo un soldado valiente, alto, fuerte, de hombros anchos. A la madre le costó reconocer en él a su querido hijo. Y Sergio miró con tristeza a su madre, que en otros tiempos era una mujer hermosa, pero que nunca se volvió a casar, y ahora ya había envejecido.

La vida sin ocupaciones no duró para Sergio mucho tiempo, porque quería sacar a su madre de los problemas económicos y hacer que no se preocupara más por el dinero. Sin mucha dificultad consiguió trabajo en una buena empresa de transporte de mercancías, donde le encomendaron de inmediato un gran remolque. Un mes después le dieron su primer salario, del cual decidió dar una parte a su madre y con el resto hacer reparaciones en el apartamento y cambiar todos los muebles.

Tres meses después se casó. Las chicas andaban detrás de ese hombre que era atractivo y no bebía. Todas querían conquistar a un novio tan prometedor. En un abrir y cerrar de ojos, Sergio ya se vio en la ceremonia de su boda.

Su joven esposa, Julia, resultó tener más agallas que otras chicas, porque supo hacer lo suyo en seguida. Después de la boda alquiló un piso, que con el tiempo se podía comprar, con la condición de que Sergio hiciera horas extras en el trabajo. Sergio no se negó. Tomó turnos adicionales, apenas pasaba por casa y dejaba a Julia sola por mucho tiempo.

Su compañero le advirtió que eso de no parar de trabajar a menudo les hacía mala faena a los maridos que dejaban solas a sus esposas. Y al final tuvo razón. Un día, al regresar a casa, Sergio encontró a su esposa en los brazos de otro hombre. Se divorciaron sin peleas. Sergio recogió sus cosas y se fue a casa de su madre.

La madre no se tomó en serio lo ocurrido. Pensó que en realidad su hijo no tenía grandes sentimientos por su esposa. No sabía lo mucho que sufría Sergio por la traición de su esposa. Seguía esperando que se arrepintiera, que viniera a pedirle perdón, ya que así su vida podría seguir su rumbo de siempre. Pero Julia no volvió. Se fue a una gran ciudad y allí se casó con un empresario adinerado. Era una chica muy lista, sabía aprovechar el tiempo.

Sergio pasó una época muy mala, pero se recuperó como pudo. Conducía su remolque, dormía a pierna suelta los fines de semana y ayudaba a su madre con las tareas del hogar. Aquel día también conducía, soñando con volver a casa y disfrutar de una deliciosa cena en un ambiente apacible. Estuvo al volante el día entero hasta que anocheció, y la carretera se hizo bastante vacía.

De repente, a lo lejos, al borde de la carretera, vio una figura extraña envuelta en negro. Era una mujer que estaba votando con la esperanza de detener algún vehículo. Sergio frenó. Ya era de noche y pensó que no podía dejar sola a una persona a esas horas intempestivas.

A su cabina subió una monja. Lo saludó, se santiguó con un gesto enérgico y volvió hacia Sergio para agradecerle su amabilidad. El chico se estremeció, exclamando por dentro: “Qué bella es”. Desde debajo de la sotana negra le miraban al joven unos enormes ojos verdes, que tan solo las princesas de los cuentos de hadas pueden tener.

—Se lo agradezco mucho. Es que no sabía qué hacer, ahora ya noche de muy pronto, no hay nadie y yo tengo muchísimo miedo a los lobos.
Sergio, haciendo como que era un conductor experimentado y quizá algo presumido, respondió muy tranquilo:
—En los tiempos que corren hay que tener miedo a las personas y no a los lobos, con la cantidad de delincuentes que hay por ahí, no sé yo.

Y luego se sonrojó, avergonzado, y pensó para sí mismo: “Vaya, estoy hablando como si fuera un viejo prematuro. No sé si habré asustado a la pobre monja”.

Pero la joven no se mostró asustada ni tímida. Resultó ser muy divertida y sociable. No se parecía en absoluto a las vergonzosas y taciturnas sirvientas del monasterio.

La bella joven se presentó como Anna y mostró interés por el trabajo de Sergio. El chico respondió encantado a las sensatas preguntas de la monja, y poco a poco la conversación se volvió más amena.
—¿Y adónde va usted, hermana? —preguntó Sergio.
Anna sonrió y respondió:
—Vamos en la misma dirección, y no soy ninguna hermana. He abandonado el monasterio para siempre.

La sorpresa de Sergio fue enorme.
—¿Y por qué va vestida de esa manera?
—Pues como en el lugar de Dios no han puesto ninguna boutique de moda, he tenido que desplazarme vestida así —respondió Anna, y se rió.

Pero luego se puso triste y añadió:
—Necesito ver a mi padre por última vez. Se está muriendo. Quiero pedirle perdón. La abadesa no me detuvo, me bendijo y me dejó marchar.

Anna le contó a Sergio su triste historia.

Su padre era un hombre de negocios que tenía mucho dinero y era muy conocido en los círculos empresariales. Mientras tanto, su madre se hacía cargo de la casa y la hija. La vida seguía su trayecto normal.

Los padres de la chica se querían mucho, pero luego ocurrió una terrible tragedia. A la madre de Anna, una mujer joven y vital, le diagnosticaron cáncer. Falleció seis meses después. En el funeral, el padre, sumergido en su dolor, abrazó el ataúd sollozando, y Anna, al ver cómo bajaban a su madre a la tumba, se desmayó de horror y desesperación.

Fue un año muy difícil en la vida de la joven. El padre comenzó a emborracharse todos los días, encerrándose en su despacho, y Anna deambulaba por la casa sintiéndose muy sola. Al final, el empresario resultó tener fuerza de voluntad, porque supo parar a tiempo y se metió de cabeza en su trabajo. Luego se volvió a casar.

Trajo a la casa a una mujer que se parecía mucho a la difunta madre de Anna. Al ver a la novia de su padre en el umbral, Anna casi soltó un grito. Pero, a pesar de que su madrastra se parecía físicamente a su pobre mamá, su carácter era muy diferente. Era malvada, mentirosa y avara.

Junto a su madrastra, una persona más se instaló en la mansión: era el hijo de esta, que tenía la misma edad que Anna. El padre, inspirado por un nuevo amor lleno de pasión, no se había fijado en lo que estaba pasando en casa durante su ausencia.

El hijo de la madrastra, Arturo, era una copia de su madre. El joven, que era mimado y perverso, al ver la hermosura de Anna, intentó seducirla abiertamente. Un día, después de haber emboscado a la chica en el jardín, quiso violarla.

Anna, que seguía en su estado emocional crítico, se echó a correr a la oficina de su padre y, al encontrar al hombre de negocios allí, se lo confesó todo. Pero el padre, que seguía fascinado por la bella madrastra, creyó que la hija lo había puesto todo de esta manera para provocar un conflicto entre él y su joven esposa.

Estalló un escándalo. Anna, llorando, tuvo un repentino impulso de irse a vivir en el monasterio, y fue lo que hizo. Durante tres años vivió bajo las normas de aquel lugar, hasta que descubrió que su padre estaba enfermo y podía fallecer en cualquier momento. Sintió que ya no podía estar entre los gruesos muros del convento, rodeada de hermanas modestas y tranquilas.

Todo su ser le exigía libertad y el deseo de abrazar a su padre, que había tenido sus pecados, pero al mismo tiempo le era tan amado. Se hizo muy fuerte.

Así fue como Anna se encontró en el borde de la carretera que llevaba a la ciudad de su infancia. En ella estaba situada aquella hermosa mansión donde se estaba muriendo su padre, envuelto en unas sábanas de seda.
—Lo único que no sé es si podría entrar en la casa. Mi madrastra y su hijo son capaces de no abrirme la puerta —dijo la chica con tristeza.

Sergio se quedó pensativo un instante.
—Mira, preciosa, tú sola no vas a poder hacer nada. Si Arturo, por lo que veo, es un sinvergüenza, será mejor que vaya yo contigo. Solo que antes pasaremos por alguna tienda y te compraremos otra ropa. No va a ser una boutique, pero te prometo que tampoco vas a parecer una vagabunda en la ciudad.

Sergio entregó la mercancía, dejó su camión en la base y luego se sentó a esperar que Anna saliera de la tienda de ropa. Cuando por fin salió, con su forma de andar elegante, vestida con algo pavoroso y fino, se dio cuenta de que se había enamorado de esa chica como un loco perdido, y que era para siempre.

Tomaron un taxi y no tardaron nada en llegar a la lujosa mansión de tres plantas. Un guardia, que reconoció en seguida a la antigua dueña de la casa, les abrió la puerta. Anna y Sergio subieron la espaciosa escalera de mármol y se dirigieron al dormitorio del empresario.

Al abrir la puerta, la joven vio a un anciano demacrado acostado en la cama. Se arrojó al moribundo y lo abrazó llorando. El enfermo miró a su hija con los ojos llenos de angustia.
—Perdóname, querida hija, me siento muy culpable ante ti.
Anna hizo que Sergio se acercara a la cama.
—Papá, quiero presentarte a una buena persona.

El anciano le tendió a Sergio su mano, que parecía disecada.
—Me llamo Víctor, estoy encantado de conocer al compañero de mi hija.
Los hombres se dieron la mano.

La puerta del dormitorio se abrió de par en par y se oyó la voz de una mujer:
—Cariño, cariño, despierta, ha llegado el notario. Porque no querrás dejar a tu querida mujercita sin ninguna herencia, ¿verdad?

Una dama alta y muy arreglada entró en la habitación, acompañada de un joven con una camisa chillona y un hombre vestido de traje. Era la madrastra, su hijo Arturo y el notario.

Al instante todos se quedaron callados. Arturo se quedó boquiabierto. El notario, que se dio cuenta de que algo andaba mal, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación.

La madrastra, por el contrario, empezó a soltar insultos, y su hermoso rostro se hizo feo por una mueca repugnante.
—¿Qué hace aquí esta monja? ¿No te parece bastante con haber acusado a mi hijo de algo que no había hecho? ¡Ahora vienes a por más!

Anna se estremeció y dijo en voz baja:
—Puede decir lo que quiera, es lo mismo. Esta casa es de mis padres. Lo mejor que puede hacer es largarse de aquí cuanto antes.

Sergio se acercó a la mujer sin decir una sola palabra y, sosteniéndola por el codo, la condujo fuera de la habitación. Encontró una puerta y empujó a la madrastra en lo que pareció ser una habitación oscura, que en realidad era un armario, y luego giró la llave en la cerradura.

Arturo tomó una posición de pelea, que hizo reír a todos los que estaban en el dormitorio. Sergio lo levantó por el cuello sin ningún esfuerzo y lo llevó hasta donde estaba su madre, es decir, a la despensa. De esta manera, los dos parientes no se iban a echar de menos.

Anna llamó al guardia, y su padre trató de levantarse. Respiró hondo y contó una historia que asombró a todos. Ese hombre, en la flor de la vida, enfermó un año después de que su hija se fuera. Evitaba a los médicos, por lo que la enfermedad comenzó a progresar. Don Víctor estaba perdiendo peso rápidamente, empezó a perder el pelo y los dientes.

La esposa y el hijastro, cuando se dieron cuenta de cómo acabaría todo, al principio le pidieron y luego se volvieron insolentes, y comenzaron a exigirle que redactara un nuevo testamento en el que otorgara propiedades y negocios a los nuevos miembros de la familia.

La llegada de Anna y Sergio fastidió los planes de esta banda, porque le impidió firmar los documentos.
—Ya pueden olvidarse de la herencia. No dejaré que mi hija viva en la miseria —exclamó don Víctor, llorando, arrepentido de lo que había ocurrido.

Al escuchar la historia del padre de Anna, Sergio frunció el ceño. Algo lo alarmó y una suposición terrible pasó por su cabeza.
—Don Víctor, me temo que habrá que llamar a una ambulancia y a la policía. Este asunto necesita ser investigado.

La policía no se hizo esperar. Después de escuchar brevemente al empresario, los agentes colocaron las esposas en las muñecas de la madrastra y su hijo. Sergio no se equivocó: la analítica mostró una gran concentración de una sustancia venenosa presente en la sangre de don Víctor, que lo estaba matando lentamente.

Poco a poco, el hombre fue recuperándose, aunque los médicos todavía no se atrevían a dar pronósticos optimistas. Su esposa y su hijastro estaban detenidos, en espera del juicio. Se enfrentaban a un cargo grave que seguramente se iba a convertir en una larga pena de prisión.

Anna se colocó al mando de la gran empresa de su padre, e hizo muy bien. Sergio y ella formaron una pareja y se llegaron a querer mucho. Echaron una solicitud para registrar su matrimonio y ya estaban preparándose para la boda.

Don Víctor, orgulloso de su yerno, envió cartas de invitación a la celebración por todo el país. Se tomó un merecido descanso, permaneciendo como asesor de su hija en los asuntos de la empresa.

Anna no se olvidó del monasterio en el que vivió durante mucho tiempo, y donó una gran cantidad de dinero para la restauración del templo ubicado en su territorio, manteniéndolo en secreto.