Una joven madre está sentada en una acera fría, abrazando con fuerza a sus hijas gemelas dormidas. Su ropa está desgastada, su cuerpo exhausto, pero su mirada permanece firme. Durante años, Emily Carter ha luchado contra el peso incesante de la vida en la calle, haciendo todo lo posible por proteger a Lily.
Y Sophie, una vez tuvo sueños. Ahora, sobrevivir es lo único que importa, pero en esta fatídica noche, un momento lo cambiará todo. Un hombre en un auto de lujo se detiene en un semáforo en rojo, mirando por la ventana.
Su mirada se posa en la mujer y los niños acurrucados a su lado. Algo en ella le resulta extrañamente familiar. Entonces, la luz ilumina el anillo de plata que lleva en la mano, el mismo que le regaló a alguien a quien jamás pensó que volvería a ver.
¿Qué harías si tu pasado reapareciera de repente? Cuéntanoslo en los comentarios y no olvides darle a “me gusta”, suscribirte y seguirnos para más historias impactantes que demuestran que la vida puede cambiar en un instante. El frío aire de la noche envolvió a Emily Carter como un huésped inesperado, colándose por los agujeros de su abrigo desgastado y arañándole la piel. Estaba sentada contra la pared de ladrillos de un callejón, acunando a sus dos hijas, Lily y Sophie, bajo la única manta que tenían.
La fina tela no los protegía del implacable frío invernal, pero era todo lo que podía ofrecerles. Las calles habían sido su hogar durante demasiado tiempo, y aunque su cuerpo se había adaptado al hambre, al agotamiento y a la lucha sin fin, su corazón nunca lo haría. Miró a los gemelos, sus pequeños rostros apacibles, a pesar del duro mundo en el que habían nacido.
Merecían mucho más que esto. Sophie se movió primero, sus deditos se enredaron en la manga de Emily mientras abría los ojos soñolientos. Mami, ¿por qué siempre hace tanto frío? Su voz era suave, apenas un susurro, pero con un peso que le aplastó el corazón a Emily.
Emily forzó una sonrisa, apartando el cabello rubio y desordenado de Sophie de su cara. «Porque llegó el invierno, cariño», dijo, con voz cálida, a pesar del dolor en el pecho. «Pero ¿sabes qué? Las noches frías nos permiten acurrucarnos más, y eso es lo mejor».
Lily, todavía medio dormida, apretó con más fuerza la cintura de Emily. «No me gusta el frío», murmuró. «Quiero irme a casa».
A Emily se le cortó la respiración. Hogar. Una palabra que una vez brindó calidez, consuelo, un sentido de pertenencia.
Ahora, era solo un sueño lejano. Tragó saliva con fuerza, manteniendo la voz firme. Nos tenemos el uno al otro, cariño.
Eso es lo que hace que cualquier lugar al que vamos sea un hogar. Sophie levantó la vista, sus brillantes ojos azules llenos de inocencia. ¿Crees que volveremos a tener una casa, como esas con grandes ventanales y camas calentitas? Emily dudó un momento antes de besar a Sophie en la frente.
Sí, mi amor, un día lo haremos. No sabía cómo. No sabía cuándo, pero tenía que creerlo.
Por ellos. Apretó el agarre alrededor de los gemelos, protegiéndolos lo mejor que pudo. Su estómago rugió, pero lo ignoró.
Les había dado a las niñas lo último que había conseguido antes. La mitad. Un sándwich rancio que un amable desconocido se había detenido justo el tiempo suficiente para dejarlo en la acera junto a ella.
El mundo seguía girando a su alrededor, indiferente, ajeno a su lucha. Lily se removió en su regazo, frotándose los ojos soñolientos con sus pequeñas manos. ¿Mami? ¿Sí, cariño? ¿Por qué la gente pasa junto a nosotros como si no nos vieran? Emily sintió un nudo en la garganta.
¿Cómo podía explicarle a un niño que el mundo a menudo optaba por ignorar las cosas que lo incomodaban? Que la gente prefería fingir que el sufrimiento no existía, en lugar de reconocerlo. «Están ocupados», dijo, finalmente forzando un tono amable. «A veces la gente no se detiene porque tiene prisa por ir al trabajo o a ver a sus familias».
—Pero también somos personas —dijo Sophie frunciendo el ceño. Emily sonrió, pasando los dedos por el pelo de su hija—. Lo somos, mi amor, y la gente adecuada, la de buen corazón, nos verá.
Nos ayudarán cuando más lo necesitemos. Lily se apoyó en el hombro de Emily, suspirando suavemente. Ojalá papá estuviera aquí.
A Emily se le encogió el corazón, pero mantuvo la calma. «Lo sé, cariño. ¿Crees que alguna vez piensa en nosotras?», preguntó Sophie, con una voz tan inocente, tan llena de esperanza, que casi la destrozó.
Dudó un momento y luego besó la cabeza de Sophie. «No lo sé, cariño, pero lo que sí sé es que me tienes a mí y nunca te dejaré». Los gemelos no dijeron nada después de eso.
Tal vez comprendieron la verdad que Emily nunca se atrevió a decir en voz alta. Su padre se había ido antes de que nacieran, desapareciendo sin pensarlo dos veces, sin decir palabra. No habían sido más que un error a sus ojos.
Emily se removió, ajustando la manta sobre la de su hija mientras el viento arreciaba. Sus dedos jugueteaban distraídamente con el anillo de plata que llevaba en la mano, el único recuerdo de un pasado que parecía de otra vida. Alguna vez había simbolizado amor, promesas, un futuro que nunca se hizo realidad.
Ahora, era solo un frío trozo de metal contra su piel, un recordatorio de lo que había perdido. Una fuerte ráfaga de viento sopló por el callejón, haciendo que Sophie se estremeciera. Emily rápidamente los abrazó con más fuerza.
Cierren los ojos, mis amores. Los mantendré calientes. Sophie hundió la cara en el costado de Emily, mientras Lily la abrazaba con fuerza.
¿Mami? ¿Sí, cariño? ¿Mejorará todo algún día? Emily cerró los ojos y le dio un beso largo a Lily en la frente. Sí, mi amor, lo harán, te lo prometo. No tenía ni idea de cómo cumpliría esa promesa, pero tenía que hacerlo, por ellas.
La ciudad nunca dormía del todo. Latía con vida, incluso mientras la noche se alargaba, sus calles llenas de pasos apresurados, sirenas lejanas y el ocasional bocinazo de algún conductor impaciente. Sin embargo, para Emily Carter, era un mundo del que ya no formaba parte.
Estaba sentada encorvada sobre el frío pavimento, con la espalda apoyada contra el tosco ladrillo de un edificio y los brazos alrededor de sus hijas, protegiéndolas. Lily y Sophie dormían acurrucadas una contra la otra, bajo la fina y andrajosa manta que había conseguido rescatar de un refugio semanas atrás. Sus respiraciones suaves y rítmicas eran lo único que le recordaba que debía seguir adelante.
El hambre la carcomía por dentro. El agotamiento le agobiaba las extremidades. Pero no tenía otra opción.
Sus hijas dependían de ella. Con dedos temblorosos, les ofreció un pequeño vaso de papel, con los bordes arrugados y frágiles. Una silenciosa súplica de bondad.
Pero la gente pasaba como si no existiera, la evitaban con la mirada, como si reconocerla los manchara. No solo era una indigente, era invisible. De vez en cuando, algún transeúnte la miraba, algunos con lástima, otros con asco.
Algunos murmuraban en voz baja, con la voz cargada de juicio. «Probablemente se lo haya buscado ella misma», le susurró un hombre a su esposa mientras pasaban con sus impecables abrigos de invierno. La gente como ella simplemente no se esfuerza lo suficiente.
Emily apretó la mandíbula, tragándose la ira y la humillación que le subían por la garganta. Si tan solo supieran. Si tan solo lo entendieran.
Ella no había elegido esta vida. Ese cruel giro del destino la había sumido en una espiral de supervivencia en la que nunca imaginó estar. Quería gritarles, que la vieran, pero hacía tiempo que había aprendido que la sociedad prefería sus ilusiones.
Les resultaba más fácil creer que no era más que producto de sus propios fracasos que aceptar que a veces la vida simplemente no daba una oportunidad. La noche se volvió más fría, y Emily temblaba a su pesar. Su abrigo, antes grueso y cálido, había perdido su capacidad de protegerla del aire gélido.
Le dolían las manos de frío, con las yemas de los dedos entumecidas mientras se agachaba para acomodar con cuidado la manta sobre los pequeños hombros de Lily. Las niñas merecían calor, comida, una cama, no el implacable pavimento de una ciudad que se negaba a reconocerlas. Deseaba poder dejarlas dormir en un albergue, pero el espacio siempre era limitado y la habían rechazado demasiadas veces.
Las familias no siempre eran una prioridad cuando escaseaban las camas. Ya había luchado por conseguir un lugar antes, haciendo filas interminables, solo para que le dijeran en el último momento que no había espacio. La decepción en los ojos de su hija cada vez la destrozaba un poco más.
Odiaba que crecieran pensando que esto era normal, que estuvieran aprendiendo a adaptarse a una vida que ningún niño debería conocer jamás. Una mujer con un abrigo de diseñador pasó caminando, sus tacones resonando contra el pavimento. Era mayor, con el pelo rubio bien peinado, su postura rígida al ver… a Emily.
Por un breve instante, sus miradas se cruzaron. Emily no se atrevió a hablar, pero inclinó ligeramente la taza, una petición silenciosa. El rostro de la mujer se endureció.
Sin decir palabra, apretó con más fuerza su costoso bolso de cuero contra su costado, como si temiera que Emily se lanzara y se lo arrebatara. El insulto la dolió más de lo que Emily quería admitir. ¿De verdad parecía tan desesperada? ¿Tan peligrosa? No era una ladrona.
Era una madre que intentaba salvar a sus hijos. La mujer aceleró el paso, su disgusto se reflejaba en cada movimiento, como si la mera existencia de Emily la ofendiera. Emily dejó escapar un suspiro lento y tembloroso, bajando la taza a su regazo.
No era la primera vez que alguien reaccionaba así, y no sería la última. Apoyó la cabeza contra la pared, exhalando profundamente, intentando alejar la amargura. No la ayudaría.
No alimentaría a sus hijas. Necesitaba concentrarse. Las pocas… las monedas que tintineaban al fondo de la comida.
Quizás si encontrara un restaurante con personal amable, le dejarían pedir algo pequeño. Un trozo de pan, quizá. Algo para calmar el hambre, al menos un rato.
Miró a sus hijas, sus rostros, serenos a pesar del frío. Las envidiaba, su capacidad para dormir en los peores momentos. Confiaban plenamente en ella, sin darse cuenta de cuánto les estaba fallando.
Se le hizo un nudo en la garganta. No podía llorar. Aquí no.
Ahora no. Un hombre con chaqueta oscura pasó y se detuvo unos metros más adelante. Emily.
Al principio apenas lo notó. Estaba demasiado absorta en sus pensamientos. Pero cuando él se giró y se acercó a ella, instintivamente atrajo a las chicas hacia sí.
No todos los que se detuvieron tenían buenas intenciones. Pero el hombre no parecía amenazante. Su expresión era indescifrable, pero metió la mano en el bolsillo y tiró.
Sacó un billete de cinco dólares y lo colocó con cuidado en su taza. Emily abrió un poco los ojos. Cinco dólares.
Eso podría significar una bebida caliente. Un sándwich. Algo más que sobras.
Ella lo miró, entreabrió ligeramente los labios como si fuera a hablar, pero él ya se alejaba, desapareciendo entre la multitud. Tragó saliva con dificultad, agarrando el billete con fuerza entre sus dedos congelados. Había aprendido a no esperar amabilidad, y cuando esta llegaba, siempre la pillaba desprevenida.
Se giró hacia sus hijas, rozando la mejilla de Lily con los dedos. «Despierta, cariño», murmuró con dulzura. Lily se movió, parpadeando somnolienta.
Vamos a buscar comida. Sophie bostezó, frotándose los ojos al incorporarse. ¿Alguien nos ayudó, mami? Emily dudó y asintió.
Sí, cariño, alguien lo hizo. Sophie sonrió, apoyando la cabeza en el brazo de Emily. ¿Ves? Te dije que hay buena gente.
El pecho de Emily se encogió. Sophie aún creía en la bondad, en la amabilidad.
Todavía creía que el mundo era justo. Emily quería proteger esa inocencia todo lo que pudiera. «Sí, amor», susurró, besando la frente de su hija.
Lo hiciste, mientras ella les quitaba con cuidado la manta y la metía en su bolso. Se obligó a ponerse de pie, ignorando el dolor de piernas por estar sentada en el duro pavimento. Tomó la mano de Lily con una y la de Sophie con la otra, abrazándolas con fuerza mientras se alejaban del callejón.
Las calles aún estaban llenas de gente que las miraba sin mirarlas, pero ella abrigaba la esperanza de que, en algún lugar entre ellos, alguien los viera, alguien se preocupara, y tal vez, solo tal vez, mañana no haría tanto frío. La noche se alargaba. La ciudad estaba bañada por luces artificiales que brillaban contra el pavimento mojado.
Ethan Montgomery estaba sentado en la parte trasera de su sedán negro de lujo, tamborileando distraídamente con los dedos sobre la rodilla mientras observaba la hilera de coches que tenía delante. El tráfico era insoportable, un mar de luces de freno. La carretera se extendía interminablemente, con cada vehículo avanzando lentamente, y dejó escapar un suspiro lento, frotándose las sienes.
Otra noche larga, otra reunión larga que había agotado la poca paciencia que le quedaba. Se aflojó un poco la corbata y miró a su chófer, que permanecía inmóvil, agarrando el volante con la resignación silenciosa de quien está acostumbrado a largas esperas. El claxon, los sonidos apagados de las sirenas lejanas y los gritos ocasionales de los conductores impacientes se fundían en la caótica sinfonía de la ciudad.
Suspiró y desvió la mirada hacia la acera, observando los rostros borrosos de los peatones que se movían a paso rápido, ansiosos por escapar del frío. Y entonces, se quedó sin aliento.
Al principio, pensó que era solo otra persona perdida entre la multitud, otra madre que luchaba por sobrevivir a la dura realidad de la calle. Pero algo en ella lo detuvo en seco. Una mujer estaba sentada, acurrucada contra el costado de un edificio, abrazando protectoramente a dos niños dormidos.
Su abrigo era demasiado fino para el frío, su cabello estaba despeinado, y algunos mechones le caían sobre la cara mientras apretaba los labios contra la frente de una de las chicas. La forma en que los sostenía, la forma en que los protegía del viento cortante, le provocó un doloroso escalofrío en el pecho. Pero no fue solo la desgarradora visión lo que lo inquietó.
Era la leve sensación de familiaridad, la persistente sensación de conocerla. Frunció el ceño, inclinándose ligeramente hacia adelante, intentando distinguir sus rasgos a través de la ventana tintada. Ella levantó la cabeza un instante, sus ojos escudriñando la calle como si buscara algo, a alguien.
Y entonces lo vio: el anillo de plata en su dedo. Su pulso se aceleró mientras su mente corría para captar lo que sus ojos acababan de registrar. Conocía ese anillo.
Lo había visto antes, lo había tenido en sus manos. La luz de una farola cercana se reflejaba en su diseño sencillo pero inconfundible, y los recuerdos inundaban su mente como una corriente imparable. Hacía años que no veía ese anillo, desde que lo puso en el delicado dedo de la única mujer a la que había amado de verdad.
El corazón le latía con fuerza, la incredulidad luchando contra el reconocimiento. No podía ser, ¿verdad? Su mano se cernía sobre la manija de la puerta, sus instintos le gritaban que saliera del auto, que fuera con ella, que averiguara si su mente le estaba jugando una mala pasada. Pero dudó.
¿Y si se equivocaba? ¿Y si era solo una cruel coincidencia? Y, sin embargo, la forma en que se movía, la forma en que abrazaba a sus hijas como si las protegiera del mundo, le resultaba demasiado familiar. Apretó el picaporte y, sin pensárselo dos veces, empujó la puerta y salió. El repentino movimiento sobresaltó a Emily.
Había estado demasiado concentrada en el inquieto movimiento de Lily en sus brazos, demasiado absorta en el dolor de su propio agotamiento como para notar el elegante coche negro que se detenía a pocos metros. Pero cuando se abrió la puerta y salió la figura de un hombre alto, se quedó rígida. Años de vivir en la calle la habían vuelto cautelosa, precavida ante movimientos repentinos, ante hombres que se acercaban demasiado rápido.
Instintivamente, abrazó a sus hijas, con el corazón latiendo con fuerza por la familiar oleada de miedo. Levantó la vista, lista para moverse, para correr si era necesario. Pero entonces lo vio.
Durante un largo instante, se quedaron mirándose fijamente. Ethan dio un paso vacilante hacia adelante, su aliento visible en el aire frío, mientras su mente luchaba por reconciliar a la mujer que tenía delante con la chica que una vez conoció. Su rostro estaba más delgado ahora, sus mejillas hundidas, sus ojos apagados por la fatiga.
Pero era ella. ¿Emily? La comprensión lo golpeó como un puñetazo, dejándolo momentáneamente sin aliento. ¿Cómo había sucedido esto? ¿Cómo había terminado así? Los ojos de Emily brillaron de confusión, mientras el reconocimiento tiraba de los bordes de su mente cansada.
Había algo familiar en él. Pero el cansancio le impedía ubicarlo. Entonces su mirada se posó en su rostro, en la agudeza de sus rasgos, en los penetrantes ojos azules que una vez conoció tan bien.
Un escalofrío le recorrió la espalda y sintió un nudo en la garganta. No, no era posible. No podía ser.
¿Emily? La voz de Ethan era apenas un susurro, pero resonó a través de la distancia que los separaba como un trueno. Emily se tensó, apretando instintivamente el agarre de su hija. Su mente le gritaba que se moviera, que se diera la vuelta, pero su cuerpo estaba paralizado.
Abrió la boca, pero no le salieron las palabras. No sabía qué decir. Ni siquiera sabía respirar.
Ethan dio otro paso cauteloso hacia adelante, como si temiera que ella desapareciera si se movía demasiado rápido. «Eres tú», dijo, con la voz cargada de algo que ella no pudo identificar. Conmoción, tal vez incluso dolor.
Yo… ¿cómo es posible? El pulso de Emily rugía en sus oídos. Se sentía expuesta, vulnerable como no se había sentido en años. Su vida se había basado en la supervivencia, en mantener a su hija a salvo, pero en ese momento, con Ethan frente a ella, se sentía como aquella chica de diecisiete años de nuevo.
La chica que una vez creyó en el amor, en la eternidad. La chica que había sido abandonada. Lily se removió en sus brazos, y Sophie gimió suavemente, aferrándose con sus pequeñas manos al abrigo de Emily.
El movimiento devolvió a Emily a la realidad. No importaba quién fuera. No importaba que verlo le hiciera doler viejas heridas, de una forma que creía haber enterrado.
Hace mucho tiempo, era madre; sus hijas eran lo primero, siempre. Tragó saliva con fuerza, forzando la firmeza en su voz. Yo… Necesito irme.
La expresión de Ethan cambió; la confusión se reflejaba en sus rasgos. «Espera, Emily, por favor». Pero ella ya se estaba girando, atrayendo a Lily y Sophie hacia sí.
Ya. Refugiándose en las sombras, porque por mucho que su corazón lo reconociera, ya no era esa chica. Y fuera cual fuera la vida que él llevara ahora, no estaba hecha para alguien como ella.
Ethan Montgomery se quedó paralizado, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, mientras observaba a la mujer que tenía delante. En cuanto vio el anillo de plata brillar bajo la tenue luz de la calle, algo en su interior se quebró; un torrente de recuerdos lo inundó como una tormenta. Ese anillo no era uno cualquiera; había pertenecido a su madre, una parte de ella que conservó durante años, antes de entregársela a la única persona que creía que siempre formaría parte de su vida.
Sus dedos se apretaron a los costados mientras la realidad se asentaba. Esta mujer, la que sostenía a dos frágiles niños en brazos, con el cuerpo encorvado como un escudo protector, era Emily. Su Emily, o al menos lo había sido alguna vez.
Pero la chica que había amado se había ido, reemplazada por una mujer de rostro demacrado, con los ojos hundidos por el cansancio, cuya ropa apenas le abrigaba contra el gélido aire nocturno. Su respiración se entrecortó ante el peso de lo que veía. ¿Qué le había pasado? ¿Cómo había acabado así? Emily, ajena a su turbación interior, abrazó a sus hijas con más fuerza, apretando instintivamente los dedos alrededor de los pequeños hombros de Sophie.
La repentina atención del hombre que estaba frente a ella la invadió de inquietud. Hacía tiempo que había aprendido que el contacto visual prolongado con desconocidos rara vez traía algo bueno. Mantuvo la mirada baja, evitando la confrontación, concentrándose en proteger a sus hijos del viento gélido.
Pero entonces notó algo extraño, la forma en que el hombre la miraba, como si la conociera, como si intentara rescatar un recuerdo de un pasado lejano. Se le aceleró el pulso, su cuerpo se tensó de aprensión. No lo conocía, al menos no creía conocerlo.
Y, sin embargo, había algo inquietantemente familiar en sus penetrantes ojos azules, en la forma en que sus rasgos se distorsionaban con algo que no lograba identificar. Tragó saliva con dificultad, apartando el pensamiento. No importaba.
Nadie de su pasado había regresado a buscarla. ¿Por qué iba a cambiar eso ahora? Ethan dio un paso adelante, apenas consciente de que se movía. Necesitaba confirmación, necesitaba escucharla.
Voz necesitaba estar segura de que su mente no le estaba jugando una mala pasada. ¿Emily? Su voz salió tensa, casi ronca, como si pronunciar su nombre le hiciera perder el aire. El sonido la hizo estremecerse ligeramente, pero no respondió.
Lo intentó de nuevo, con un poco más de firmeza esta vez. Emily Carter. Lo vio entonces, el ligero ensanchamiento de sus ojos, el destello de reconocimiento enterrado bajo capas de cansancio y tiempo.
Pero ella no lo reconoció. En cambio, abrazó aún más a sus hijas, formando una barrera protectora. No lo reconoció, o tal vez se negó a hacerlo.
La respiración de Emily se volvió superficial y rápida, buscando respuestas a toda prisa. ¿Por qué sabía su nombre? ¿Y por qué la forma en que lo dijo le provocó un dolor que no había sentido en años? Sus dedos rozaron instintivamente el anillo en su mano, lo único que le quedaba. De una vida que había terminado hacía mucho tiempo, había sido un símbolo de amor y seguridad.
Ahora era solo otra reliquia de un pasado al que jamás podría regresar. Se obligó a sostener su mirada, decidida a mantener la voz firme. «No te conozco», dijo con tono firme a pesar del temblor que sentía.
Manos. Por favor, déjennos en paz. Ethan sintió las palabras como una bofetada, pero sabía que no debía retroceder.
No podía, ahora no. Dio otro paso cauteloso, sin querer asustarla, pero incapaz de dejarla desaparecer entre las sombras de la ciudad. «Emily, soy yo», la insistió, buscándola.
Buscaba algo, cualquier cosa que demostrara que aún lo recordaba. Es Ethan. El nombre flotaba en el aire entre ellos, cargado con el peso de mil cosas no dichas.
La observó atentamente, esperando que la reconociera, que el pasado regresara con fuerza como lo había hecho con él. Pero la expresión de Emily permaneció cautelosa, sus labios apretados en una fina línea mientras negaba con la cabeza. «No te conozco», repitió, con la voz más baja esta vez, menos segura.
Pero lo hizo. Conocía ese nombre. Una vez significó todo para ella.
Había sido susurrado en momentos robados, reído en conversaciones nocturnas, llorado en el silencio del desamor, y sin embargo, allí de pie, mirando al hombre frente a ella, al hombre que una vez amó con cada fibra de su ser, sentía que pertenecía a otra vida por completo. Una vida que le había sido arrebatada en el momento en que fue expulsada, al mundo con solo un corazón roto y un niño creciendo en su interior. Ethan exhaló bruscamente, pasándose una mano por el pelo con frustración.
Así no se suponía que iba a ser este momento. Se había imaginado volver a verla en circunstancias completamente distintas, si es que siquiera lo había imaginado. Pero nunca así, nunca con ella mirándolo como si fuera un extraño.
Su mirada se posó en los niños en sus brazos, sus caritas acurrucadas contra su pecho. Sintió un nudo en el estómago. Eran suyos.
Eso estaba claro. ¿Pero dónde estaba su padre? ¿Qué le había pasado después de irse? Tenía preguntas, miles, pero ninguna importaba más que la que le apretaba con más fuerza. «Emily, ¿qué te pasó?». Su voz era más suave, casi suplicante.
Emily soltó una risa amarga, aunque no tenía gracia. «La vida pasó», dijo simplemente, cambiando de postura a sus hijas en brazos. «Ahora, si me disculpan, tengo que cuidar de mis hijas».
Se giró, dispuesta a marcharse, a desaparecer antes de que el pasado la hundiera y deshiciera el frágil mundo que había construido a su alrededor. Pero Ethan no estaba dispuesto a dejarla ir. No esta vez, no, sin comprender cómo la chica que una vez amó se había convertido en la mujer que ahora tenía ante él, envuelta en lucha y silencio.
La había perdido una vez. No estaba listo para perderla de nuevo. Ethan permaneció de pie en la noche gélida, con su aliento visible en el aire, mientras observaba a Emily abrazar a sus hijas, con el cuerpo tenso como un animal acorralado.
El peso de todo lo no dicho entre ellos llenaba el espacio, cargado de vacilación y viejas heridas. Él acababa de encontrarla, pero ella lo miraba como si fuera un intruso en su frágil mundo. Él quiso acercarse, decirle que no la había olvidado, que nunca había dejado de pensar en ella, pero él sabía que no era así.
Emily Carter ya no era la misma chica que había abrazado bajo las cálidas noches de verano. La vida la había cambiado, la había endurecido, y sin embargo, a pesar del cansancio grabado en sus rasgos, a pesar de la cautela con la que protegía a sus hijas de él, seguía siendo la misma Emily, la chica que había amado, la chica que había perdido. «Quiero ayudarte», dijo Ethan con voz firme y cautelosa.
Sabía que si la presionaba demasiado, ella saldría corriendo. Podía verlo en la forma en que sus dedos se aferraban a la tela de los abrigos de sus hijas, su cuerpo preparándose instintivamente para huir. Sé que no confías en mí, pero por favor, déjame ayudarte.
Emily exhaló, con la respiración entrecortada, mientras miraba a Lily y Sophie. Sus pequeños rostros estaban vueltos hacia ella, sus ojos inocentes reflejaban solo confianza. Había pasado años sobreviviendo, sobreviviendo, haciendo todo lo posible por protegerlas.
Aceptar ayuda, sobre todo de él, se sentía como una derrota, como admitir que no era suficiente por sí sola. Pero ¿qué opción le quedaba? El frío era despiadado, y el hambre la invadía. Las miradas de las hijas se habían vuelto cada vez más difíciles de ignorar.
Volvió a mirar a Ethan, apretando la mandíbula. ¿Por qué? Su voz era cortante, con un matiz de sospecha. ¿Por qué querrías ayudarme ahora? Ethan se estremeció ligeramente ante la amargura en su tono, pero no se acobardó.
Porque debí haberte encontrado. Antes —admitió, con la culpa en la voz—. Porque lo que haya pasado entre nosotros no cambia el hecho de que no te mereces esto, y ellos tampoco —asintió hacia los gemelos—.
Ya no tienes que luchar así. Emily soltó una risa sin humor, negando con la cabeza. Tú.
—¿Crees que es así de simple? —preguntó, apretando más fuerte a sus hijas—. ¿Que con solo subirme a tu coche todo mejora por arte de magia? Retrocedió un paso, repeliendo la idea por instinto. —Así no funciona el mundo, Ethan. No sabes cómo es esto.
Tú no entiendes lo que significa ser abandonada, luchar por cada migaja,… Se interrumpió, apretando los labios mientras luchaba por controlar el torbellino de emociones que la embargaba. La expresión de Ethan se ensombreció. ¿Crees que no entiendo el arrepentimiento?, preguntó en voz baja, con voz firme pero firme.
¿Crees que no sé lo que es cargar con la culpa durante años, preguntándome qué podría haber sido diferente? Dio un paso más cerca, con la mirada fija en ella. No sé todo lo que has pasado, Emily, pero sé que te fallé y estoy intentando enmendarlo. Emily tragó saliva con dificultad y apartó la mirada.
Una parte de ella quería creerle, una parte de ella quería adentrarse en la calidez de su mundo, para descansar por primera vez en años. Pero otra parte, la que había aprendido a sobrevivir, la que había construido muros alrededor de su corazón, le gritaba que se alejara, que se protegiera. Antes de que fuera demasiado tarde.
La gente no ayudaba sin esperar algo a cambio. Esa era una lección que la vida le había enseñado una y otra vez. Un pequeño tirón en la manga la dejó paralizada.
Bajó la vista y vio a Sophie mirándola fijamente, con sus deditos agarrando el abrigo de Emily. «Mami», susurró, con voz apenas audible. «Tengo mucho frío».
Eso fue todo. Ese fue el momento en que Emily se sintió destrozada. Cualquier orgullo que tuviera, cualquier miedo que albergara, nada importaba ante el sufrimiento de su hija.
Había pasado tanto tiempo huyendo, tanto tiempo intentando protegerlos, pero ¿de verdad los estaba protegiendo? ¿O estaba dejando que su propia terquedad les impidiera una oportunidad de algo mejor? Se le hizo un nudo en la garganta al mirar a Ethan, con los ojos llenos de algo que él nunca antes había visto. Derrota, pero también una esperanza desesperada. «Si lo hago», susurró con voz temblorosa.
No es para mí. Es para ellos. Ethan asintió, comprendiendo.
No esperaba otra cosa. Por primera vez en años, Emily se permitió ser vulnerable, se permitió creer, solo por un instante, que tal vez, solo tal vez, las cosas podrían cambiar. Con pasos lentos y vacilantes, se llevó la mano a los labios.
Ella, la mano de Lily, y luego la de Sophie, acercándolas mientras giraba hacia el elegante coche negro de Ethan. Cada paso le pesaba, como si caminara hacia algo irreversible, y quizá así fuera. Al llegar al coche, dudó.
La superficie pulida reflejaba una versión distorsionada de sí misma, una mujer que había pasado demasiado tiempo en la sombra, que ya no reconocía a la niña que había sido. Sus dedos se cernían sobre el pomo de la puerta, la duda la arañó por última vez. Pero entonces, sintió un pequeño apretón en la mano.
Sophie. Un recordatorio silencioso de que no se trataba de orgullo. Se trataba de supervivencia.
Respirando hondo, Emily abrió la puerta. El calor del interior la envolvió al instante, extraño y desconocido. Primero acomodó a las niñas, asegurándose de que estuvieran a salvo, de que esto no fuera un sueño.
Entonces, por fin, se subió. El asiento era suave y cómodo, de una forma que le daban ganas de llorar. No pertenecía allí.
Y, sin embargo, allí estaba. Ethan la observaba atentamente, percibiendo la guerra en su interior. No la presionó ni habló de inmediato.
Él simplemente cerró la puerta tras ella y rodeó el coche hasta el lado del conductor. Mientras el coche se alejaba de la acera, Emily miró fijamente por la ventana, viendo cómo las calles que había llamado su hogar desaparecían tras ella.
Por primera vez en años, no estaba segura de adónde iba, y por primera vez en años, se atrevió a albergar esperanza. El viaje en coche a la mansión de Ethan fue silencioso, cargado de miedos e incertidumbre no expresados. Emily estaba sentada rígida en el asiento trasero, agarrando inconscientemente la tela de su abrigo desgastado con los dedos.
Todos sus instintos le gritaban que se fuera, que corriera de vuelta a la familiaridad de las calles antes de poner un pie en ellas. Adentrarse en un mundo al que no pertenecía. Pero entonces miró a Lily y Sophie, acurrucadas una contra la otra, sus cuerpos finalmente calientes tras noches de tiritando.
Parecían tranquilos por primera vez en lo que parecía una eternidad. Esa era la única razón por la que no le había rogado a Ethan que diera la vuelta.
No era por ella, era por ellos. Tenía que recordárselo constantemente. Al reducir la velocidad del vehículo, volvió la mirada hacia la ventana y se quedó sin aliento.
La mansión que tenía ante sí era enorme, erguida como un sueño del que no tenía derecho a formar parte. La piedra blanca inmaculada, la enorme entrada arqueada, los setos perfectamente cuidados… era el tipo de casa que solo había visto en revistas, un marcado contraste con los sucios callejones y refugios que había conocido durante los últimos ocho años. Todo en ella desprendía riqueza, elegancia y exclusividad.
Se sintió como una intrusa con solo mirarlo. Sus dedos se apretaron alrededor del cinturón de seguridad mientras el coche atravesaba las imponentes puertas de hierro, y su corazón latía con un miedo inexplicable. No pertenecía allí, y estaba segura de que quienquiera que estuviera dentro se aseguraría de que lo supiera.
En cuanto el coche se detuvo en la entrada circular, las puertas delanteras se abrieron y un hombre mayor salió. Incluso con la tenue luz del atardecer, Emily pudo apreciar la autoridad en su postura, la agudeza en su mirada. Su sola presencia llamaba la atención.
Charles Montgomery, el padre de Ethan. El hombre que había construido un imperio desde cero, un empresario despiadado conocido por su fría eficiencia y un corazón aún más frío. Había envejecido desde la última vez que lo vio.
Su cabello era ahora completamente plateado, sus rasgos, antes juveniles, endurecidos por el tiempo, pero su expresión era exactamente como la recordaba. Severa, implacable y correcta. Ahora, mirándola directamente, Ethan apenas tuvo tiempo de salir del coche cuando Charles habló con voz afilada como el acero.
¿Qué demonios es esto? Su mirada se dirigió a Emily, luego a los niños dormidos en el asiento trasero. Frunció aún más el ceño y apretó los puños a los costados. ¿Quiénes son, Ethan? ¿Y por qué están en mi entrada? Ethan irguió los hombros y tensó la mandíbula.
Son mis invitadas, dijo con firmeza, haciéndose a un lado para que Emily y las gemelas pudieran salir. Emily dudó una fracción de segundo antes de desabrochar con cuidado a sus hijas y alzarlas en brazos. Lily se movió un poco, pero seguía dormida, con sus deditos agarrando el abrigo de Emily.
Los abrazó con fuerza, como preparándose para el impacto. La expresión de Charles se ensombreció al observarlos. «¿Invitados?», repitió, con un tono de desdén apenas disimulado.
Ethan, ¿te has vuelto loco? ¿Trajiste…? ¿A ti? A una mujer sin hogar y dos niños a mi casa. Emily se estremeció al oír esas palabras, la vergüenza la quemaba, pero mantuvo la cabeza alta. La habían llamado cosas peores.
Aun así, oírlo de alguien como Charles Montgomery, alguien que había formado parte de la vida que ella había perdido, le dolió de una forma inesperada. Se obligó a sostener su mirada, aun sintiendo el peso de su juicio sobre ella. Ethan se acercó un paso más a su padre, con expresión firme.
Sí, lo hice. Y se quedan. Charles soltó una risa amarga, negando con la cabeza.
Esto no es caridad, Ethan. Este es nuestro hogar. No aceptamos animales callejeros.
Los dedos de Emily se cerraron en puños al oír la palabra «extraviada», como si ella y sus hijas no fueran más que animales abandonados buscando refugio donde no pertenecían. Todo su ser quería darse la vuelta, alejarse, antes de que él pudiera decir algo peor. Pero entonces sintió a Sophie moverse contra ella, dejando escapar un suave suspiro en sueños, y se obligó a mantenerse firme.
Ella no estaba allí por sí misma. Estaba allí por ellos. Los ojos de Ethan brillaban de frustración.
—No tienen adónde ir —dijo apretando los dientes—. Y no dejaré que duerman en la calle mientras pueda ayudarlos. Charles se burló, entrecerrando los ojos.
¿Y qué? ¿Crees que traerlos aquí lo arreglará todo? ¿Tienes idea de la atención que atraerá esto? ¿A los medios? ¿A los inversores? ¿Qué crees que dirán cuando descubran que el heredero de Montgomery Enterprises está albergando a una mujer de la calle? Ethan no dudó. Me da igual lo que digan. Charles se llenó de lágrimas; su paciencia estaba a punto de agotarse.
Claro que no. Nunca piensas en las consecuencias, Ethan. Nunca piensas en cómo tus acciones afectan a esta familia.
Bajó la voz, volviéndose más aguda. Esta mujer no pertenece a nuestro mundo. Un silencio denso y sofocante llenó el espacio entre ellos.
Emily apretó la mandíbula, negándose a dejar que sus palabras calaran más hondo. Había oído esos mismos sentimientos antes, de su propia familia, de personas que le habían dado la espalda cuando más los necesitaba. Había aprendido hacía tiempo que personas como Charles Montgomery nunca la verían más que como una molestia.
Ethan dejó escapar un suspiro lento, subiendo y bajando los hombros mientras luchaba por controlar su ira. Entonces finalmente habló: «Te equivocas».
Su voz era más baja ahora, pero la convicción era innegable. «Ella pertenece a donde yo diga que pertenece». Los ojos de Charles brillaron con algo indescifrable, pero no dijo nada.
La tensión entre padre e hijo era palpable, extendiéndose entre ellos como un alambre fino a punto de romperse. Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, Charles exhaló bruscamente y giró sobre sus talones. «Haz lo que quieras», dijo con frialdad, «pero no esperes que limpie tu desastre cuando todo esto se derrumbe».
Dicho esto, desapareció en la casa, dejando solo el eco de su desaprobación. Emily permaneció inmóvil, abrazando a su hija, con el corazón latiendo con fuerza. Debería haberse sentido aliviada de que la confrontación hubiera terminado, pero en cambio, solo sentía agotamiento.
Esto era solo el principio, y ella lo sabía. Por mucho que Ethan quisiera ayudarla, por mucho que creyera en ella, el mundo al que pertenecía jamás aceptaría a alguien como ella. Ethan se volvió hacia ella entonces, con una expresión más suave.
—Vamos —dijo con suavidad—. Vamos a llevarlas adentro. Emily dudó, mirándola de reojo.
Hacia la imponente entrada de la mansión, la calidez, la seguridad, todo estaba ahí, pero también la abrumadora sensación de no pertenecer. Aun así, al ver a sus hijas dormidas en sus brazos, supo que no tenía otra opción. Respiró hondo y dio un paso adelante.
El cálido resplandor de la habitación de invitados de la mansión resultaba sofocante; el suave colchón bajo el cuerpo cansado de Emily, la lujosa manta sobre sus hombros; cosas que antes habrían sido un sueño ahora le resultaban extrañas, como si estuviera formando parte de la vida de otra persona. Lily y Sophie estaban acurrucadas junto a Curled. Ella, sus pequeños cuerpos respirando a la perfección, sus rostros relajados por primera vez en días.
Debería haber sentido alivio, debería haberse sentido segura, pero el peso del pasado la abrumaba, negándose a dejarla descansar. El enfrentamiento con Charles, la tensión en la voz de Ethan al defenderla, habían desgarrado algo en su interior, algo que llevaba años enterrando. Se giró de lado, mirando al techo, mientras los recuerdos se colaban como sombras en la noche.
Una vez creyó en los cuentos de hadas, no en los de castillos y coronas, sino en aquellos donde el amor bastaba, donde dos personas podían aferrarse y construir un futuro con solo una promesa. Tenía diecisiete años, era imprudente y llena de esperanza, cuando se enamoró de Ethan Montgomery. Él había sido su mundo, su refugio, la única persona que la había mirado y visto más que una simple chica, intentando escapar de las expectativas de una familia estricta e implacable.
Lo había amado con todo su ser, aferrándose a él como si fuera la única luz en la oscuridad, y por un tiempo, él también la había amado. O al menos, ella lo creyó. Cerró los ojos con fuerza, conteniendo las lágrimas.
Sus padres nunca habían aprobado a Ethan; el apellido Montgomery era poderoso, rico, intocable, y siempre le habían recordado que las chicas como ella, ordinarias y sencillas, no encajaban en un mundo como el suyo. Pero a ella no le había importado. Había pasado noches robadas en sus brazos, susurrando sueños sobre el futuro, riendo de lo absurdo que era que el destino los hubiera unido.
Habían hablado de irse, de escaparse y empezar de cero en algún lugar lejos de las expectativas que los agobiaban. Y entonces descubrió que estaba embarazada. Aún podía oír la voz de su madre la noche en que confesó la verdad, la ira, el asco, la forma en que su padre se quedó allí, de brazos cruzados, inmóvil, mientras las palabras de su madre la atravesaban como una cuchilla.
Te has arruinado, Emily. ¿Crees que se va a quedar? ¿Crees que un Montgomery alguna vez reclamará a una chica como tú? La vergüenza había sido insoportable, pero se había negado a creerles. Ethan no era así.
Él le había prometido un futuro. Le había prometido amor. Pero cuando ella acudió a él, aterrorizada y vulnerable, aferrada a la prueba de embarazo con manos temblorosas, todo cambió.
Al principio, él había permanecido en silencio, simplemente allí de pie, mirándola fijamente, con una expresión indescifrable. Ella había esperado, con el corazón latiendo con fuerza, necesitando que él dijera algo, cualquier cosa, para asegurarle que lo resolverían juntos. Pero entonces él se pasó una mano por el pelo, exhalando bruscamente.
Emily, no sé si puedo con esto. Las palabras la habían golpeado más fuerte que cualquier bofetada, dejándola sin aliento. Le había rogado que hablara con ella, que le dijera que podían hacerlo funcionar, que no le daría la espalda.
Pero él solo negó con la cabeza, con pánico en los ojos. Ella se había ido esa noche sintiéndose vacía, sintiendo como si el mundo emocional se hubiera roto bajo sus pies. Y cuando regresó a casa, sus padres la estaban esperando.
No hubo compasión ni consuelo, solo su juicio final. Su madre le había preparado una maleta y la había dejado junto a la puerta principal mientras la fría voz de su padre resonaba en sus oídos. «Si sales por esa puerta, no vuelvas».
Les había rogado que lo reconsideraran, les había suplicado hasta la más mínima amabilidad, pero le habían dado la espalda. Tenía diecisiete años, estaba embarazada y completamente sola. Los siguientes años no habían sido más que supervivencia, refugios, hambre, noches acurrucada en el metro, estaciones donde no había otro lugar adonde ir.
Aprendió rápidamente que el mundo era cruel con chicas como ella, que la bondad era escasa y que la confianza era peligrosa. Había dado a luz a Lily y Sophie con solo la mano de una desconocida, una enfermera que la había mirado con lástima al traer a sus hijas a un mundo que ya las había rechazado. Y, sin embargo, en el momento en que las abrazó, en el momento en que sus pequeñas manos se cerraron alrededor de su dedo, hizo una promesa.
Nunca te abandonaré. Nunca seré como ellos. Ahora, años después, estaba sentada en una casa tan alejada del mundo que había llegado a conocer, mirando al hombre que una vez lo había sido todo para ella.
Ethan estaba en la puerta, con las manos metidas en los bolsillos y una expresión indescifrable. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, observándola, pero no le importaba. Estaba demasiado cansada para fingir, demasiado agotada para ocultar la verdad en sus ojos.
Se giró para mirarlo de frente, con voz tranquila pero firme. «Fuiste lo único bueno de mi juventud». Ethan se estremeció, como si las palabras lo hubieran golpeado con fuerza.
Dio un paso lento hacia adelante, apretando la mandíbula. Emily, yo… Se detuvo, vacilante. Ella lo vio, luego el arrepentimiento en sus ojos, el peso de la culpa que lo oprimía, pero era demasiado tarde para disculpas, demasiado tarde para reescribir el pasado.
Soltó un suspiro lento, negando con la cabeza. «No», dijo con voz cansada. «No pidas perdón, no cambiará nada».
Ethan exhaló, pasándose una mano por el pelo. «Debería haber estado ahí», admitió. «Debería haber luchado por ti».
Emily soltó una risa amarga. «Tuviste tu oportunidad», dijo con voz áspera, «pero te marchaste». El silencio se extendió entre ellas, cargado de cosas que quedaron sin decir.
Él no quería arreglarlo. Ella lo notaba en su mirada, en cómo apretaba los puños a los costados, como si intentara contener algo. Pero ya no era una chica desesperada por su amor.
La habían roto y reconstruido demasiadas veces como para creer en cuentos de hadas. Ethan finalmente habló, con voz tranquila. Quiero ayudarte ahora.
Emily sostuvo su mirada, con un destello indescifrable en su expresión. «Entonces no hagas que me arrepienta de haberte dejado entrar». Y dicho esto, se volvió hacia sus hijas, acariciando suavemente el rostro dormido de Sophie.
El pasado era irreversible, pero tal vez, solo tal vez, el futuro podría ser diferente. Los días posteriores a la llegada de Emily a casa de Ethan estuvieron llenos de tensión, adaptación y luchas silenciosas que ninguno de los dos se atrevía a reconocer. Ethan esperaba que Emily se ablandara ante la calidez de la estabilidad, que aceptara la comodidad de un techo, de comida que no provenía de restos desechados.
Pero ella seguía en guardia, manteniéndose a una distancia prudencial, como si temiera que en cualquier momento la vida que él le ofrecía le fuera arrebatada. Lo veía en su forma de moverse por la mansión, sin llegar a acomodarse del todo, sin permitirse nunca ponerse demasiado cómoda. Se sentaba en el borde del sofá en lugar de hundirse en los cojines.
Dudaba antes de aceptar una comida caliente, como si esperara condiciones. Y por la noche, él sabía que apenas dormía, siempre medio despierta, siempre dispuesta a irse si era necesario. Le frustraba lo mucho que la habían condicionado a creer que la amabilidad era temporal, que la gente solo ofrecía ayuda cuando pedía algo a cambio.
Pero más allá de esa frustración, había algo más, algo más profundo, una silenciosa admiración que se intensificaba con cada instante que pasaba observándola. No era su belleza, aunque seguía siendo impresionante, de una forma que le oprimía el pecho; era su resiliencia, su forma de comportarse a pesar de todo lo que había soportado.
La forma en que les hablaba con dulzura a sus hijas, incluso cuando estaba agotada, incluso cuando el peso del mundo la oprimía. La forma en que aún mantenía la frente en alto, negándose a dejarse vencer por la crueldad de la vida. Ethan había conocido a innumerables mujeres, refinadas, serenas, mujeres que provenían de su mundo y sabían cómo desenvolverse en sus reglas.
Pero ninguno de ellos había captado su atención como Emily. Ninguno de ellos lo había hecho sentir así. Una tarde, mientras el sol se ponía tras el horizonte de la ciudad, Ethan la encontró sentada en el balcón, con una taza de té humeante en las manos.
El vasto jardín de la mansión se extendía ante ella, un mundo de verdor y quietud al que no estaba acostumbrada. Al principio no lo oyó acercarse, demasiado absorta en sus pensamientos, mientras sus dedos recorrían distraídamente el borde de la taza. «Parece que intentas escapar», dijo en voz baja, apoyándose en el marco de la puerta.
Ella no se sobresaltó ni se giró de inmediato. En cambio, dejó escapar un suspiro silencioso antes de finalmente mirarlo. «No estoy acostumbrada a esto», admitió, con voz casi vacilante, quieta, con espacio.
Hizo un gesto vago hacia el aire libre, la inmensidad de la finca que los rodeaba. Se sentía antinatural. Ethan se acercó y acercó la silla a su lado.
—No tienes que estar pendiente de ti, Emily —dijo, observándola con atención—. Nadie te va a quitar esto. Ella soltó una breve risa sin humor, negando con la cabeza.
Esa es la cuestión, Ethan. Nada es permanente. Ni la seguridad ni la amabilidad.
Lo aprendí a las malas. Finalmente lo miró a los ojos, y la sinceridad pura en ellos lo dejó sin aliento. Nadie ayuda sin esperar algo a cambio.
La palabra le dolió más de lo esperado. Quiso discutir, decirle que estaba equivocada, que él era diferente. ¿Pero lo era? Ya la había dejado antes.
La había dejado sufrir sola. Era igual que la gente en la que había aprendido a no confiar. «No espero nada de ti», dijo en cambio, con voz más suave.
Solo quiero que sepas que ya no tienes que luchar tanto. Emily lo observó un momento, buscando la mentira, el motivo oculto. Pero no había nada en su expresión excepto una sinceridad silenciosa, y eso la asustó más que nada.
No sé ser otra cosa —admitió—. Pelear es todo lo que he hecho. Se hizo un silencio entre ellos, denso pero no incómodo.
Ethan la observó mientras tomaba un sorbo lento de té, apretando los dedos alrededor de la taza como si se estuviera anclando. Y entonces, sin poder contenerse, extendió la mano por encima de la mesa y tomó su mano libre. Su cuerpo se tensó al instante; su primer instinto fue apartarse.
Pero no lo hizo. Dejó que le tomara la mano, que su calor le penetrara la piel. Y por primera vez en años, no sintió la necesidad de correr.
Ethan trazó. Ethan. Su pulgar sobre sus nudillos, memorizando su tacto, la ligera aspereza de las yemas de sus dedos, la evidencia de años de supervivencia.
Nunca había dejado de amarla. Ahora lo sabía. Lo que hubiera existido entre ellos tantos años atrás, lo que el tiempo y las circunstancias habían destrozado, nunca se había ido del todo.
Se había convencido de que ella era solo un recuerdo, un doloroso arrepentimiento. Pero sentado allí, tocándola, sintiendo su presencia tan cerca, era evidente que nunca había sido solo un recuerdo. Siempre había sido parte de él, enterrada bajo años de errores.
Emily tragó saliva con dificultad, rompiendo por fin el silencio. «Esto no cambia nada, Ethan», susurró, aunque su voz carecía de convicción. «Lo sé», murmuró, pero es un comienzo.
Y por primera vez, Emily no se apartó. La mañana estaba inusualmente tranquila en la finca Montgomery, un silencio que parecía antinatural, como si el aire mismo contuviera la respiración. Ethan estaba sentado a la mesa del comedor, tomando un sorbo de café mientras su mente se dirigía a Emily.
Empezaba a acomodarse, lenta y cautelosamente, como si esperara que todo se derrumbara bajo sus pies en cualquier momento. Lo había visto en sus ojos la noche anterior, la silenciosa batalla entre la confianza y el miedo, su vacilación antes de relajarse, aunque solo fuera por un instante. No la culpaba.
Años de sobrevivir en la calle le habían enseñado que nada bueno dura para siempre. Y aun así, a pesar de todo, él estaba decidido a demostrarle que esta vez era diferente. Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de pasos que se acercaban.
James, el mayordomo de la familia desde hacía mucho tiempo, entró en la habitación, con su expresión habitualmente tranquila un poco apagada. Había algo en su postura, en la forma en que agarraba un sobre en la mano, que hizo que Ethan se incorporara de inmediato. James colocó la carta sobre la mesa frente a él, con precisión mesurada.
Esto llegó temprano esta mañana, señor. Sin remitente. Su voz era serena, pero Ethan percibió la inquietud subyacente.
Dejó el café a un lado y cogió el sobre, dándole vueltas. El papel era grueso, caro, no algo enviado por cualquiera. Un mal presentimiento se apoderó de él mientras lo abría con cuidado y sacaba la carta.
En el momento en que sus ojos recorrieron las palabras, apretó el papel con más fuerza. Aléjate de ella, aléjate de sus hijos, no sabes con quién estás tratando. No había firma, ninguna indicación de quién lo había enviado, solo esas palabras escalofriantes, escritas con pulcritud, precisión, como si quien las hubiera escrito no quisiera que hubiera lugar a malas interpretaciones.
Una ira lenta y latente se apoderó del pecho de Ethan al releer el mensaje. Alguien los observaba, alguien sabía que Emily estaba allí y, peor aún, querían que se fuera. Exhaló bruscamente, apretando la mandíbula mientras doblaba la carta y la volvía a colocar sobre la mesa.
James se aclaró la garganta. Señor, ¿cree que esto es una amenaza real? Ethan no dudó. Sí.
Su voz era tranquila, pero su mente estaba acelerada. ¿Quién haría esto? ¿Quién había estado vigilando a Emily? Recordó todo lo que ella le había contado, sobre su vida en la calle, sobre la gente que había conocido, sobre su padre. Niños que la habían abandonado sin pensarlo dos veces.
¿Podría ser él? ¿Habría resurgido Ryan Parker después de tantos años? Pensarlo le provocó una nueva oleada de furia. Si Ryan creía que podía volver a la vida de Emily y arrancarla de su seguridad, estaba muy equivocado. James observó a Ethan un momento antes de volver a hablar.
¿Debería avisarle al Sr. Charles? Ethan dudó. Su padre usaría esto como excusa para deshacerse de Emily, para demostrar que no pertenecía allí. Charles ya desaprobaba su presencia.
Esto solo le daría más motivos para alejarla. Pero ya no se trataba solo de diferencias de clase. Era una amenaza directa, y las amenazas no debían ignorarse.
—Todavía no —dijo Ethan finalmente—. Quiero encargarme de esto primero. Se levantó de su asiento, con la carta en la mano, y se dirigió al pasillo.
No necesitaba ver a Emily. Necesitaba saber a qué se enfrentaban. Al acercarse al ala de invitados de la casa, redujo la velocidad, respiró hondo antes de llamar suavemente a la puerta.
Se abrió casi de inmediato, y Emily se quedó allí, con expresión cautelosa. ¿Qué pasa?, preguntó, percibiendo al instante la tensión en su actitud. Ethan le extendió la carta.
Alguien envió esto. Emily frunció el ceño y tomó el papel. Mientras sus ojos recorrían las palabras, palideció.
Sus dedos temblaron levemente al apretar la carta con más fuerza. «No», susurró, apenas audible. A Ethan se le encogió el estómago ante su reacción.
Emily, dijo con cuidado. ¿Sabes quién envió esto? Ella negó con la cabeza, pero el pánico en sus ojos la delató. No lo sé, dijo, pero su voz era débil, insegura.
Podría ser cualquiera. He tenido que vigilar por años, Ethan. La gente no te deja desaparecer así como así.
Hay deudas, favores, y está Ryan. Tragó saliva con dificultad. Él nunca los quiso, pero eso no significa que los quiera a salvo.
Ethan apretó los puños a los costados. La idea de que el padre de sus hijos pudiera tener algo que ver en esto le ponía los pelos de punta. «Si es él, me encargo yo».
Él dijo con firmeza: «Nadie va a tocarte ni a ti ni a las chicas». Emily dejó escapar un suspiro tembloroso, pasándose una mano por el pelo. «No lo entiendes».
La gente como Ryan, hombres como él, no se van así como así. Si ha vuelto, es porque cree tener poder sobre mí. Y si alguien más envió esto, significa que ya saben dónde estoy.
Eso nunca es bueno. Ethan se acercó, bajando la voz. Entonces descubrimos quién es.
No voy a dejar que nadie te amenace, Emily. Sostuvo su mirada y, por primera vez, él vio verdadero miedo en ella. No solo por ella, sino por Lily y Sophie.
Había pasado años sobreviviendo, luchando por mantenerlos a salvo, y ahora que había bajado la guardia, alguien la observaba. Alguien quería que se fuera. Ethan extendió la mano y la colocó suavemente sobre la de ella.
Ya no estás sola, dijo en voz baja. Te lo prometo. Emily exhaló temblorosamente, agarrando la carta con la otra mano.
Pero las promesas no detuvieron las amenazas, y en el fondo sabía que esto era solo el principio. Ethan estaba sentado en su oficina, tamborileando con los dedos sobre el escritorio de caoba pulida mientras miraba la pantalla del ordenador. La carta había sido la primera advertencia, pero algo en su interior le decía que no sería la última.
Quienquiera que lo hubiera enviado sabía dónde estaba Emily, y eso significaba que los vigilaban. La idea de alguien acechando en las sombras, esperando el momento perfecto para atacar, le revolvía el estómago. Había pasado las últimas dos horas haciendo llamadas, intentando atar cabos, intentando averiguar quién querría hacerle daño a Emily y a sus hijas, y entonces encontró la respuesta que temía.
Ryan Parker había vuelto a la ciudad. En cuanto el nombre apareció en la pantalla, Ethan apretó el ratón con más fuerza; un nombre que no había oído en años, un nombre que cargaba con un peso destructivo allá donde iba. Ryan Parker, el hombre que abandonó a Emily cuando ella lo necesitaba.
Most, el hombre que la había dejado sola, embarazada e indefensa, solo para desvanecerse como un fantasma. Ethan nunca lo había conocido, pero había visto el daño que había causado, y ahora estaba de vuelta. Ethan se recostó en su silla, respirando hondo.
No era solo una coincidencia. La repentina reaparición de Ryan, la carta amenazante, todo estaba relacionado. Necesitaba decírselo a Emily, pero ¿cómo? ¿Cómo le diría que el hombre que había destrozado su mundo una vez acechaba al otro lado de los muros de su recién encontrada seguridad? Exhaló lentamente, frotándose las sienes.
Merecía saberlo, aunque la aterrorizara. Cuando por fin llamó a la puerta de la habitación de Emily, ya era tarde. La casa estaba en silencio, salvo por el leve zumbido del viento exterior.
Respondió rápidamente, con expresión cautelosa, como si ya presentiera que algo andaba mal. «Ethan», preguntó en voz baja, cautelosa. Había estado nerviosa desde entonces.
Llegó la carta, y no podía culparla. ¿Puedo pasar? Su tono era más suave de lo habitual, cauteloso. Ella lo observó un momento antes de hacerse a un lado.
La habitación estaba tenuemente iluminada; la suave luz de una lámpara de noche proyectaba una cálida luz sobre los cuerpos dormidos de Lily y Sophie. Emily las miró de reojo antes de cruzarse de brazos, con una postura defensiva. “¿Qué pasa?”, preguntó, yendo directamente al grano.
Ethan dudó una fracción de segundo antes de hablar. Ryan había vuelto. Emily palideció. Por un instante, no se movió, no respiró.
Entonces, lentamente, negó con la cabeza, como si rechazara por completo las palabras. «No», susurró, «no puede ser». Ethan se acercó, bajando la voz.
Hice que alguien lo investigara. Volvió hace tres días. Ha estado preguntando por ti, Emily.
Le temblaban las manos al alcanzar el respaldo de una silla, agarrándose a ella para apoyarse. El aire en la habitación parecía hacerse más pesado, el pasado se derrumbó sobre ella de golpe. La última vez que había visto a Ryan Parker, él se había marchado sin mirarla dos veces, sin importarle que llevara a sus hijos en brazos, sin importarle que no tuviera adónde ir.
Había desaparecido, como si ella nunca hubiera importado, como si los gemelos nunca hubieran importado. Y ahora, después de todos estos años, había vuelto. Ethan la observaba atentamente.
—Emily —dijo con dulzura—, tienes que decirme de qué es capaz. Ella dejó escapar un suspiro brusco; su voz era apenas un susurro. —No lo entiendes.
Ryan no es solo un exnovio. Es peligroso, Ethan. No hace nada sin motivo.
Si ha vuelto, es porque quiere algo. Tragó saliva con dificultad. Y eso significa que estamos en problemas.
Ethan apretó la mandíbula. Esperaba que se molestara, pero esto, esto era puro miedo. Nunca había visto a Emily así.
Antes era fuerte, siempre se mantenía firme, siempre luchaba. Pero ahora parecía atrapada. “¿Qué te hizo?”, preguntó Ethan en voz baja y firme.
Emily negó con la cabeza, alejándose como si quisiera distanciarse de los recuerdos. No es lo que me hizo. Murmuró, apretando los puños.
Es de lo que es capaz. Se giró para mirar a Ethan; sus ojos reflejaban algo que él nunca había visto. Ryan no solo se aleja de las cosas, sino que las destruye.
Ethan exhaló lentamente, con la mente acelerada. Si Ryan había vuelto por Emily, si había vuelto por los gemelos, esto era solo el principio. Le tomó la mano y la apretó con fuerza.
No dejaremos que se acerque a ti, prometió. Ni a ti, ni a las chicas. Emily se mordió el labio; su respiración seguía entrecortada.
—No lo conoces, Ethan —susurró—. No sabes de lo que es capaz. Ethan sostuvo su mirada, con expresión firme.
—Entonces dime —dijo—, porque sea lo que sea que esté planeando, lo vamos a detener. Emily lo miró un largo instante; su mente era un campo de batalla de recuerdos, dolor y miedo. Y entonces, finalmente, susurró: —No sabes en qué te estás metiendo.
La noche era fría, de ese frío intenso que calaba hondo, pero Emily apenas lo sentía. Permaneció inmóvil frente a un pequeño café al otro lado del pueblo, con el corazón latiendo tan fuerte que ahogaba el ruido de los coches que pasaban. No había querido venir, no había querido volver a verlo, pero sabía que no tenía otra opción.
Ryan Parker había vuelto a su vida, y si no lo enfrentaba ahora, seguiría insistiendo hasta conseguir lo que quería: sus hijas. La sola idea la hizo apretarse los bordes del abrigo con más fuerza, como si intentara protegerse de la tormenta que se avecinaba. La puerta del café se abrió de golpe, y allí estaba, Ryan.
No había cambiado mucho, los mismos ojos oscuros y calculadores, la misma sonrisa burlona que antes le aceleraba el corazón, pero que ahora solo la llenaba de pavor. Su presencia la asfixiaba, como si el aire mismo retrocediera con su llegada. Caminó hacia ella con la confianza de un hombre que nunca había sufrido consecuencias, un hombre que creía que aún tenía poder sobre ella.
Pero no lo hizo. Ya no. Vaya, vaya, dijo arrastrando las palabras, metiendo las manos en los bolsillos de su costosa chaqueta.
Mírate, Emily. ¡Qué ganas de volver a verte, su matón! La miró fijamente, evaluándola, burlándose.
Entonces su sonrisa se profundizó. «He oído que te has estado quedando en una mansión. Supongo que por fin has descubierto cómo ascender».
Emily apretó la mandíbula, negándose a dejar que sus palabras la afectaran. Ya lo esperaba. Ryan siempre había sabido cómo presionar a la gente, cómo tergiversar la verdad hasta que le cuadrara.
Pero ya no era aquella chica ingenua y desesperada. Levantó la barbilla, manteniendo la voz firme. “¿Por qué estás aquí, Ryan?”. Soltó una risita, negando con la cabeza.
Directo al grano. Siempre me gustó eso de ti. Entonces su expresión se ensombreció.
Entrecerró los ojos mientras daba un paso lento hacia adelante. Pero no me gusta que me ignoren. Ha sido muy difícil encontrarte, Emily.
Desapareció como un fantasma. Y entonces, ¡zas!, de repente, vives con Ethan Montgomery.
Casi escupió el nombre, apretando la mandíbula. “¿Quieres contarme cómo pasó eso?” Emily se cruzó de brazos, clavándose las uñas en las mangas. “Lo que pase en mi vida no es asunto tuyo”, dijo con firmeza.
Perdiste el derecho a que te importara en el momento en que te marchaste. La sonrisa de Ryan desapareció. Su mirada se volvió fría, depredadora.
¿Ves? Ahí es donde te equivocas —dijo, ladeando ligeramente la cabeza—. Porque tienes algo que sí me preocupa. Dos cosas, en realidad.
A Emily se le revolvió el estómago. Sabía adónde iba esto, pero se negaba a dejarse llevar por el miedo. Había pasado demasiados años temiéndole.
—Ya no. Te refieres a las hijas que nunca quisiste. Las que abandonaste sin pensarlo dos veces —replicó ella con voz áspera.
La expresión de Ryan cambió, pero se recuperó rápidamente. «Las cosas cambian», dijo con suavidad. «Y ahora creo que es hora de asumir mi responsabilidad».
Una risa amarga escapó de los labios de Emily antes de que pudiera contenerla. ¿Responsabilidad? Ni siquiera sabes lo que significa esa palabra. Dio un paso más cerca, con los ojos encendidos de furia.
¿No fuiste lo suficientemente hombre para ser padre, y ahora quieres controlarlas? Su voz temblaba, pero no de miedo, sino de ira. Años de dolor, de lucha, de criar a Lily y Sophie. Solo, todo salió a la superficie.
Nos dejaste, Ryan. Tomaste tu decisión. Y no puedes volver a sus vidas como si nada hubiera pasado.
Las fosas nasales de Ryan se dilataron, sus dedos se crisparon a los costados. ¿Crees que puedes decidir eso así como así? Su voz era más baja, más peligrosa. ¿Crees que Ethan Montgomery te protegerá para siempre? Emily contuvo la respiración, pero se negó a ceder.
No necesito que me proteja. Me he protegido durante años. Los he protegido durante años.
Dio otro paso adelante, devolviéndole la mirada con una fuerza inquebrantable. Pero no dejaré… Les hiciste daño, exhaló Ryan con fuerza por la nariz, pasándose una mano por el pelo y soltando una risita seca. ¿De verdad crees que puedes detenerme? Se inclinó ligeramente, bajando la voz hasta convertirla en un susurro.
Olvidas quién soy, Emily. No pierdo. Una voz rompió la tensión.
No, pero estás a punto de hacerlo. Ryan apenas tuvo tiempo de girarse cuando Ethan se interpuso entre ellos, con una postura rígida, sus ojos ardiendo con una protección que Emily nunca antes había visto. Su presencia era un muro.
Una advertencia tácita. «Te sugiero que te vayas», dijo Ethan en voz baja y controlada. Ryan lo observó un momento, recuperando su sonrisa, pero esta vez forzada.
Mira esto, reflexionó. El multimillonario haciéndose el héroe. Dime, Ethan, ¿qué sacas tú de esto? ¿Qué te da? Ethan ni se inmutó.
Lo único que importa, la oportunidad de arreglar lo que rompiste. Por un instante, la máscara de Ryan se quebró, su mandíbula se tensó, sus manos se cerraron en puños, pero sabía que estaba superado. Soltó un largo suspiro y retrocedió un paso.
Esto no ha terminado, advirtió, con una voz cargada de silenciosa amenaza. Luego, con una última mirada a Emily, se giró y desapareció en la noche. En cuanto se fue, Emily sintió que le flaqueaban las rodillas.
Ethan la sujetó antes de que cayera, agarrándola suavemente por los hombros. “¿Estás bien?”, preguntó, con voz más suave. Ella asintió, pero aún le temblaban las manos.
—No va a parar —susurró. Ethan la abrazó con más fuerza—. Yo tampoco. Y por primera vez en años, Emily le creyó.
El aire en la finca Montgomery estaba cargado de tensión, un peso invisible que presionaba las paredes de la imponente mansión. Ethan siempre supo que su padre era un hombre despiadado, práctico, calculador y reacio a dejar que las emociones nublaran su juicio. Charles Montgomery construyó su imperio sobre la base de la disciplina y el control, sabiendo cuándo cortar lazos con los débiles y aliarse con los poderosos.
Y ahora, de pie en el estudio de su padre, Ethan sabía que se veía obligado a tomar una decisión. La tormenta se había estado gestando desde el momento en que trajo a Emily y a las niñas a su casa. Pero ahora, tras el enfrentamiento con Ryan, finalmente había estallado.
Charles paseaba por la habitación, sus zapatos de cuero lustrado resonaban contra el suelo de mármol. Su expresión era indescifrable, pero su silencio lo decía todo. Finalmente, se giró, fijando su mirada penetrante en Ethan con una precisión inquebrantable.
—Te lo advertí. Ethan —dijo con una voz mesurada y extrañamente tranquila—. Te dije que esto pasaría.
Te dije que traería problemas. Señaló el periódico sobre su escritorio, cuya portada estaba manchada con el escándalo de Ethan Montgomery, que acogió a una mujer sin hogar y a sus hijos, y la repentina reaparición de Ryan Parker. Esto es un desastre, y solo va a empeorar.
Ethan apretó los puños y tensó la mandíbula. «Emily y las chicas no tienen nada que ver con esto», dijo con firmeza. «Ryan es el problema, no ellas», se burló Charles, con la boca torcida en señal de desdén.
No seas ingenuo, dijo, negando con la cabeza. Toda esta situación es un desastre, Ethan, un lastre. ¿Crees que la junta no reaccionará? ¿Crees que los inversores no empezarán a cuestionar tu criterio? Tienes una responsabilidad con esta empresa, con esta familia.
Su voz se volvió aguda, cortante, y esa responsabilidad no la incluye. Ethan exhaló lentamente, intentando calmarse. Había pasado años demostrándose a su padre, luchando por ganarse su respeto, por demostrar que era digno de continuar el legado de los Montgomery.
Pero esto, esto no se trataba de negocios. Se trataba del bien y del mal. Sostuvo la mirada de su padre, negándose a ceder.
Necesita ayuda —dijo simplemente—, y no la abandonaré. Charles se rió, pero no tenía gracia. ¿Ayuda? —repitió, negando con la cabeza.
¿Así lo llamas? Ethan, despierta. Te está utilizando. ¿Crees que no lo ha hecho antes? ¿Que ha encontrado a un hombre rico que se apiade de ella? ¿Que la acoja? Se acercó, bajando la voz hasta convertirla en un susurro peligroso.
Eres un Montgomery. No lo des todo por una mujer así. A Ethan le hirvió la sangre.
Había esperado resistencia, pero no esto. No la crueldad absoluta en las palabras de su padre, la forma en que hablaba de Emily como si no fuera más que un parásito, aferrado a los confines de su mundo. «No la conoces», dijo con voz fría y firme.
No sabes por lo que ha pasado, por lo que ha luchado para sobrevivir. Es más fuerte que nadie que haya conocido, incluyéndote a ti, Charles. Su expresión se ensombreció.
—No se trata de fuerza —espetó—. Se trata de sobrevivir, de tomar las decisiones correctas. Apretó los puños y dijo: «Estás tomando la decisión equivocada».
Ethan sentía el corazón latir con fuerza, el peso del momento lo oprimía. Se había pasado la vida buscando la aprobación de su padre, moldeándose como el hijo perfecto, el hombre de negocios perfecto. Pero por primera vez, se dio cuenta de que nada de lo que hiciera sería suficiente.
Su padre siempre veía el mundo en blanco y negro, poder y debilidad, ventajas y desventajas. Y Emily no era una ventaja para él. Charles exhaló bruscamente y retrocedió un paso.
Su voz era tranquila, definitiva. «Si eliges a esta mujer, ya no eres mi hijo». Las palabras impactaron a Ethan como un golpe físico, dejándolo sin aliento.
Miró fijamente a su padre, buscando algo, arrepentimiento, vacilación, una señal de que esto era solo una amenaza, no un ultimátum real. Pero el rostro de Charles estaba frío e inamovible. Lo decía en serio.
Era una elección. Emily o el apellido Montgomery. El silencio llenó la habitación, cargado de palabras no dichas.
Ethan apretó los puños a los costados, su pecho subía y bajaba con respiraciones lentas y pausadas. Entonces, por fin, habló. «Entonces supongo que nunca fui tu hijo, para empezar».
El rostro de Charles se reflejó en un breve instante, con algo ilegible en sus ojos. Pero luego desapareció, reemplazado por la misma frialdad despreocupada que había perfeccionado con los años. Que así sea, dijo simplemente.
Luego se giró, caminando hacia su escritorio, despidiendo a Ethan sin decir nada más. Ethan no esperó. Giró sobre sus talones y salió con el corazón latiéndole con fuerza.
En cuanto salió al pasillo, exhaló lentamente, tranquilizándose. Era el momento. Había tomado su decisión.
Y por primera vez en su vida, no se arrepintió. Emily lo esperaba fuera del estudio, abrazándose como si se preparara para una mala noticia. Al ver su rostro, frunció el ceño.
¿Qué pasó?, preguntó en voz baja. Ethan sostuvo su mirada, con una opresión en el pecho. Todo había cambiado en esa habitación.
Pero cuando la miró, a la mujer que había sufrido más de lo que nadie debería, a la madre que había luchado para proteger a sus hijas, a la única persona que le había hecho cuestionar todo lo que creía saber, supo que había tomado la decisión correcta. Le tomó la mano y la apretó con suavidad. Te elegí, Emily.
Respiró con dificultad y, por un instante, se quedó mirándolo fijamente. Luego, lentamente, asintió. Sabía lo que eso significaba.
Y aunque la batalla estaba lejos de terminar, por primera vez en años, no sentía que estuviera luchando sola. La finca Montgomery se sentía más fría esa mañana. No por el clima, aunque el cielo estaba nublado, amenazando lluvia, sino por el peso que oprimía el pecho de Ethan.
No había dormido. En realidad, no. Las palabras de su padre aún resonaban en su mente, afiladas como una espada.
Si tú eliges. Esta mujer, ya no eres mi hijo. Pero esa ya no era su mayor preocupación.
Había algo más ahora. Algo mucho peor. James, el mayordomo que prácticamente había criado a Ethan tras el fallecimiento de su madre, entró al estudio con paso vacilante.
Su rostro, normalmente impasible, se desdibujó de preocupación al extender un pequeño sobre. En cuanto Ethan lo vio, sintió náuseas. El mismo papel caro y sin marcar.
La misma sensación ominosa le apretaba el estómago. Otra carta. Ethan la tomó con firmeza.
Aunque por dentro, no estaba nada tranquilo. Lo abrió de golpe. Sus ojos escudriñaron las palabras escritas con trazos precisos y deliberados.
Crees que has ganado, pero ni siquiera sabes a qué te dedicas. Crees que la proteges, pero ¿cómo se sentirá cuando descubra la verdad? No tienes por qué temerme, Ethan. Tienes que temer lo que pase cuando tus secretos salgan a la luz.
No necesito violencia para destruirte. Solo necesito la verdad. Ethan inhaló profundamente, apretando el papel con más fuerza hasta que se arrugó en su puño.
Maldita sea. Esperaba que Ryan intentara algo, ¿pero esto? Esto era peor que las amenazas de violencia. Ryan no solo intentaba llevarse a Emily.
Intentaba desmantelar el mundo entero de Ethan. Sabía que Emily haría preguntas. ¿Cuál era la verdad? ¿De qué hablaba Ryan? Y por primera vez desde que todo esto había empezado, Ethan no sabía si estaba listo para darle las respuestas.
Emily estaba sentada en la sala, con la mente ya inquieta, cuando oyó los pasos bruscos en el pasillo. Supo que era Ethan incluso antes de levantar la vista. Sus movimientos eran demasiado controlados, tenía la mandíbula apretada.
Él ocultaba algo. Y ella había aprendido a reconocer cuándo Ethan Montgomery intentaba evitar que su mundo se derrumbara. ¿Otra carta?, preguntó antes de que él siquiera pudiera hablar.
Ethan dudó, pero no tenía sentido negarlo. Exhaló y le entregó el papel arrugado. Ella lo desdobló con cuidado, recorriendo las palabras con los dedos mientras leía, frunciendo el ceño y apretándolo con más fuerza.
Cuando finalmente levantó la vista, había confusión en su mirada, pero también algo más, algo que le revolvió el estómago a Ethan. Duda. ¿Qué significa esto?, preguntó con voz firme, pero él podía oír el miedo tácito que se escondía tras ella.
Ethan se pasó una mano por el pelo, paseándose un momento antes de detenerse finalmente frente a ella. «Es solo Ryan intentando manipularte», dijo, pero las palabras le resultaron vacías porque incluso él sabía que Ryan no estaba fanfarroneando. Emily entrecerró los ojos.
Esa no es una respuesta. Ethan suspiró profundamente. Había pasado años guardando este secreto, creyendo que era lo correcto.
Pero ahora, frente a la mujer por la que tanto había luchado para proteger, el peso era insoportable. «Hay cosas de mi familia que nunca te conté», admitió. Cosas que, si Ryan las encuentra, podría convertir en algo peligroso.
Emily lo miró fijamente. Él la observó un largo instante, con una expresión indescifrable. Luego, en voz baja, preguntó: «¿Tiene esto algo que ver con por qué me dejaste entonces?». La pregunta lo hirió más de lo que esperaba.
Ethan apretó la mandíbula. Siempre había justificado sus errores pasados como consecuencia de las circunstancias, pero la voz de Emily contenía algo más profundo que la ira. Contenía traición, y eso era algo que ya no podía ignorar.
Se agachó frente a ella, extendiendo las manos hacia las suyas. Ella se estremeció al principio, pero no se apartó. «Emily», dijo, con voz más suave.
Nunca quise dejarte, pero mi… Padre, se aseguró de que creyera que no tenía opción. Sus ojos se abrieron un poco, pero no habló, dejándolo continuar. Cuando supe que estabas embarazada, quise estar ahí para ti.
Estaba listo para huir, para luchar por nosotros. Pero entonces mi padre me llamó a su oficina y me dijo que si me iba contigo, lo destruiría todo. Ethan tragó saliva con dificultad; el recuerdo aún le amargaba después de todos estos años.
Amenazó la herencia de mi madre, mis perspectivas de negocio, todo por lo que había trabajado. Y yo… yo era débil. Dejé que me convenciera de que alejarme era la única manera de protegerte.
La respiración de Emily era inestable. ¿Crees que abandonarme me protegió? Ethan cerró los ojos un instante. No, admitió.
Sé que no fue así, y me he arrepentido cada día desde entonces. Le apretó las manos, obligándola a mirarlo. Pero ahora tengo una opción, y te elijo a ti.
Elijo luchar. Por ti, por las chicas. Y no dejaré que Ryan ni mi padre nos arrebaten esto otra vez.
Emily escrutó su rostro, con las paredes aún en alto, aún insegura de poder creerle. Pero había algo en su voz, en la forma en que la sujetaba con firmeza, que le aceleró el pulso. Quizás esta vez sí lo decía en serio.
Entonces, suavemente, susurró: «No dejaré que te vuelva a hacer daño». Emily sintió un nudo en la garganta, las emociones la asaltaron de golpe. Durante años había cargado con el peso de su ausencia, el dolor de verse abandonada a su suerte.
Y ahora, por primera vez, vio arrepentimiento, un arrepentimiento puro y sincero en sus ojos. Pero el arrepentimiento no era suficiente. Respiró entrecortadamente y apartó las manos.
—Pues demuéstralo —susurró—, porque si Ryan viene por nosotros, necesito saber que esta vez no escaparás. Ethan se puso de pie, con expresión decidida. —No lo haré, porque ahora había más en juego que nunca, y él ya no quería escapar.
La noche estaba cargada de tensión, de esas que hacían que el aire se sintiera más denso y frío. Emily estaba sentada sola en la habitación de invitados, tenuemente iluminada, de la finca Montgomery, con los dedos acariciando distraídamente el desgastado anillo de plata que llevaba en la mano. Podía oír el tenue zumbido de la ciudad al otro lado de las enormes puertas de la finca.
Un recordatorio constante de que el mundo exterior aún existía, lleno de amenazas, incertidumbres y un pasado que se negaba a dejarla ir. Lily y Sophie dormían en la habitación contigua; su suave respiración era el único sonido que la anclaba en ese momento. Pero incluso con ellas a salvo tras puertas cerradas, Emily no podía quitarse de encima la inquietud que le oprimía el pecho.
Algo no encajaba. Había pasado años perfeccionando sus instintos, aprendiendo a reconocer las señales de peligro antes de que apareciera. Esa noche, cada fibra de su ser gritaba que algo andaba mal.
Se suponía que la finca Montgomery era impenetrable, rodeada de cámaras de seguridad y guardias apostados en cada entrada. Sin embargo, a medida que la noche avanzaba, Emily no podía evitar la inquietante sensación de que alguien la observaba. Se acercó a la ventana, descorriendo la cortina con cuidado lo justo para mirar afuera.
El jardín de abajo estaba bañado por la luz de la luna, proyectando largas sombras contra los senderos de piedra. Y entonces, un movimiento. Una figura oscura se deslizaba entre los árboles, moviéndose rápido, con determinación.
Se le heló la sangre. Ryan. Apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la puerta se abriera de golpe con una fuerza que la hizo tambalearse hacia atrás.
Él estaba allí, más alto, más fuerte de lo que recordaba, su presencia absorbía el aire de la habitación. Sus ojos, oscuros por la furia, se clavaron en ella al entrar, cerrando la puerta tras él con una intención lenta y deliberada. Creíste que podías esconderte de mí.
La voz de Ryan era baja, venenosa. ¿De verdad creías que correr hacia él te mantendría a salvo? El corazón de Emily latía con fuerza, pero se negó a mostrar miedo. Enderezó los hombros y dio un paso atrás, solo para darse cuenta de que no tenía adónde ir.
—No perteneces aquí, Ryan —dijo con voz firme a pesar del temblor en sus manos—. ¡Fuera! Ryan rió entre dientes con sarcasmo, negando con la cabeza. —Qué lindo, Em —dijo con sarcasmo.
¿De verdad crees que puedes decirme qué hacer ahora? ¿Crees que solo porque tienes un novio rico significa que no tengo voz ni voto en la vida de mis hijos? Nunca fueron tuyos, replicó Emily. Fuego ardiendo en sus palabras. Tomaste esa decisión cuando te fuiste, cuando me dejaste sufrir sola.
No puedes volver ahora y fingir que te importa. Las palabras parecieron despertar algo en él. Apretó la mandíbula y, en un abrir y cerrar de ojos, se abalanzó sobre ella, agarrándola de la muñeca con fuerza.
Emily jadeó, forcejeando contra su agarre, pero él era más fuerte. «No puedes decidir eso», gruñó, acercándola más, su aliento caliente contra su rostro. «Crees que dejaré que me los quites».
Crees que te dejaré vivir esta pequeña vida perfecta con él. Su agarre se apretó dolorosamente. No lo creo.
Creo que sí. Un destello de miedo recorrió a Emily, pero se negó a dejar que la consumiera. Había luchado demasiado para tenerle miedo ahora, pero antes de que pudiera responder, la puerta se abrió de golpe.
Ryan apenas tuvo tiempo de girarse cuando Ethan se le echó encima. El impacto lo hizo tambalearse hacia atrás, soltando a Emily al estrellarse contra la cómoda. Ethan estaba furioso.
Su habitual compostura se hizo añicos al abalanzarse sobre Ryan, agarrándole la pechera de la chaqueta y estrellándolo contra la pared. “¿Te atreves a tocarla?”, la voz de Ethan era pura rabia, apretando los puños mientras Ryan forcejeaba. “¿Crees que puedes entrar en mi casa y ponerle una mano encima?”, Ryan soltó una risita entrecortada, limpiándose la sangre del labio partido.
¿Qué pasa, Montgomery? —se burló—. ¿Te da miedo que se dé cuenta de que eres tan malo como yo? Ethan no dudó. Su puño impactó en la mandíbula de Ryan; la fuerza del puñetazo lo mandó al suelo.
Pero antes de que Ryan pudiera recuperarse, el sonido de las sirenas llenó el aire. La policía. Ethan exhaló bruscamente y retrocedió mientras dos agentes uniformados irrumpían en la habitación, con las armas en alto.
Ryan Parker, gritó uno de ellos. «Estás arrestado por allanamiento, agresión y violación de una orden de alejamiento». Ryan se limpió la sangre de la boca, riendo amargamente.
—Esto no ha terminado —espetó, fulminando con la mirada a Emily mientras los agentes lo ponían de pie—. ¿Crees que esto acabará conmigo esposado? Eres un tonto si crees que soy el único peligro en tu vida. Emily ni se inmutó.
Ella sostuvo su mirada, imperturbable, y susurró las palabras que llevaba años esperando decir. «Por fin soy libre». La sonrisa de Ryan se desvaneció por primera vez.
Y entonces, sin más, lo sacaron a rastras de la habitación, y sus amenazas se desvanecieron en la distancia. El silencio que siguió fue ensordecedor. Emily sintió que se le doblaban las rodillas.
Pero antes de que pudiera caer, Ethan estaba allí, abrazándola. La abrazó con fuerza, con el corazón latiendo con fuerza en su oído. «Se acabó», susurró con voz ronca, mientras sus manos le acariciaban el pelo.
Ya no puede hacerte daño. Emily cerró los ojos y se hundió en su calidez. Un abrazo.
Por primera vez en años, se permitió creerlo. Estaba a salvo. Sus hijas estaban a salvo.
Y Ryan Parker no era más que un fantasma del pasado. La luz de la mañana se filtraba suavemente a través de las cortinas transparentes, proyectando una cálida luz sobre la finca Montgomery. La tensión que una vez se había aferrado a sus paredes finalmente se había disipado, dejando atrás algo que Emily no había sentido en años.
Paz. Por primera vez en lo que parecía una vida entera, no lo estaba. Despertando al miedo, a la incertidumbre, a la incesante carga de la supervivencia.
En cambio, la despertó el sonido de una risa. La risa de su hija. Resonó en el pasillo, aguda y dulce, llenando la mansión, antes estéril, con algo que llevaba mucho tiempo echando de menos.
Vida. Emily se incorporó lentamente, pasándose una mano por el pelo mientras dejaba que el momento se apoderara de ella. Todavía se sentía surrealista estar allí, estar a salvo, ser libre.
Los últimos días habían sido un torbellino. El arresto de Ryan, los interminables interrogatorios de la policía, el peso de finalmente dejar atrás el pasado. Y durante todo ese proceso, Ethan había estado ahí, firme, inquebrantable.
Suyo. Exhaló, mirando hacia la puerta del dormitorio justo cuando se abría con un crujido. Lily y Sophie entraron corriendo, sus pequeños pies repiqueteando en el suelo mientras se subían a la cama, riendo.
Mami, ¿adivina qué? —pidió Sophie con los ojos brillantes de emoción. Ethan hizo panqueques y nos dejó poner más jarabe. Emily se llenó de alegría al ver su nueva vida sin esfuerzo, como si siempre hubieran pertenecido a este lugar.
Quizás sí. Antes de que pudiera responder, Ethan apareció en la puerta, con una sonrisa traviesa en los labios. Sostenía una bandeja con tres platos, cada uno repleto de panqueques dorados.
Desayuno en la cama, anunció, entrando. Pensé que te vendría bien una mañana en la que alguien más te cuide, para variar. Emily arqueó una ceja.
—Cocinaste —bromeó ella, notando el leve rastro de harina en la manga de su camisa. Ethan se burló, dejando la bandeja con cuidado.
No te sorprendas tanto. Resulta que soy una excelente chef. Lily rió.
Casi quema el primer lote. Traidor. Ethan murmuró, dándole un codazo juguetón, antes de volverse hacia Emily.
Su expresión se suavizó y, por un instante, se miraron. Sin palabras, solo comprensión. Emily sintió el peso de todo entre ellos.
El dolor, la pérdida, los años de separación que casi los habían destrozado. Pero ahora ya no se sentía como una herida. Se sentía como algo sanado.
Algo completo. Extendió la mano y la colocó sobre la de él. «Gracias», dijo, con un significado indescriptible.
Los dedos de Ethan se cerraron sobre los de ella, su agarre cálido y firme. «No tienes que agradecerme», dijo en voz baja. «Tú y las chicas».
Perteneces aquí. Emily se quedó sin aliento. Perteneces aquí.
¿Cuánto tiempo había soñado con oír esas palabras? ¿Cuánto tiempo se había convencido de que pertenecer era algo para los demás, no para ella? Miró a sus hijas, con las caras pegajosas de jarabe, sus risas llenando la habitación, y se dio cuenta de que ya no quería correr. Quería esto. Lo deseaba a él.
Ethan debió de presentir sus pensamientos porque metió la mano en el bolsillo y sacó algo pequeño, algo familiar. Un anillo, no el viejo de plata al que se había aferrado durante años, el que simbolizaba un pasado lleno de desamores. Sino algo nuevo, algo brillante.
Se le cortó la respiración cuando él le tomó la mano, rozando sus nudillos con el pulgar. «Emily», murmuró con voz profunda y firme. «Pasé años pensando que te había perdido para siempre, que lo había arruinado todo».
Pero regresaste a mi vida y no pienso dejarte ir. Exhaló lentamente, su mirada fija en la de ella. Quédate, no solo por ahora, no solo porque estás a salvo, sino porque aquí es donde perteneces.
La visión de Emily se nubló por las lágrimas contenidas. Ethan sonrió, con esa pequeña sonrisa cómplice que siempre la había destrozado. «Cásate conmigo», su voz era tranquila, íntima, solo para ella.
No porque tengamos historia, no por el pasado, sino porque te amo y las amo. Miró a Lily y Sophie, que ahora observaban con los ojos muy abiertos, sus pequeñas manos apretadas con anticipación. Quiero ser su padre, quiero ser tu esposo, quiero que seamos una familia, de verdad esta vez.
Emily sintió algo, dentro de sí, romperse, la última de sus dudas, sus miedos, esa parte de ella que había pasado años creyendo que no merecía ese amor. Miró a sus hijas, sus rostros inocentes y esperanzados. Y luego a Ethan, el hombre que había luchado por ella, que la había elegido, que nunca había dejado de amarla de verdad.
Y de repente, la respuesta fue fácil. Ella asintió, con una lágrima deslizándose por su mejilla mientras susurraba: «Sí». El alivio en el rostro de Ethan fue inmediato. Le puso el anillo en el dedo, con las manos ligeramente temblorosas, como si no pudiera creer que esto fuera real.
Y entonces la abrazó, abrazándola como si fuera lo más preciado del mundo. Lily y Sophie chillaron, arrojándose sobre ellos, riendo, riendo, su familia finalmente completa. Por primera vez en su vida, Emily no temía al futuro.
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