El aire de la noche bajaba denso sobre la autopista México Querétaro. Una bruma tenue cubría el pavimento como si el mundo hubiera decidido envolverse en silencio. Eran las 3:14 de la madrugada cuando Tomás Ramírez, taxista desde hacía más de 10 años, avanzaba con la vista fija en los faros que devoraban la oscuridad. El tráfico era inexistente. Solo él, el motor del viejo suru y la radio encendida en un programa de boleros antiguos. Tomás llevaba el asiento algo reclinado, una postura que había aprendido para no cargar la espalda.

Tenía las manos curtidas, los ojos cansados y el alma aún más. Aquella noche, tras dejar un pasaje en Tepotsotlán, decidió regresar por la libre. No tenía ganas de más clientes, solo deseaba llegar a casa, calentar los frijoles y dormir. Pero el destino, como suele ocurrir en las noches en que el mundo parece dormido, tenía otros planes. A la altura del kilómetro 94 lo vio. Un hombre caminaba por el arsén descalzo, cubierto con una túnica blanca hasta los tobillos, como si acabara de salir de una obra de teatro o de otro siglo.

El cabello largo oscuro le caía por los hombros y la barba espesa no ocultaba un rostro sereno. Iba sin prisa, con la cabeza erguida, como si el frío y la soledad no le afectaran. Tomás frenó por puro impulso. El hombre se volvió lentamente y asintió con la cabeza. Sin decir palabra, abrió la puerta trasera y se sentó con suavidad. Gracias por detenerte”, dijo con una voz cálida, profunda. Tomás frunció el ceño mirándolo por el retrovisor. No es muy normal ver gente así por aquí.

¿Se le ofrece algo? ¿A dónde va? ¿A dónde tú vayas? Está bien, respondió el hombre con una paz que desconcertaba. El taxista dudó unos segundos. pensó que quizás era un vagabundo, alguien escapado de algún albergue o peor de un hospital psiquiátrico, pero no había nada amenazante en él. Al contrario, su presencia, por extraña que fuera, traía una calma que Tomás no podía explicar. Reinició la marcha. El silencio llenó el auto durante varios kilómetros. Solo el zumbido del motor y las canciones tristes de la radio acompañaban.

Hasta que Tomás no aguantó más la curiosidad. y su nombre, patrón. Jesús respondió con naturalidad. Tomás tragó saliva. Por un instante sintió un escalofrío, no por miedo, sino por una sensación rara, como si aquella palabra despertara algo olvidado en su pecho. Jesús, eh, buen nombre. Mi jefa siempre decía que uno no anda solo si lo lleva en el corazón. El hombre sonríó. Tu madre tenía razón. Perdón. Dije que tu madre tenía razón. Tomás giró brevemente la cabeza sorprendido.

No recordaba haber mencionado a su madre, pero quizás lo había hecho sin pensar. El taxímetro seguía contando, pero Tomás ya no pensaba en la tarifa. Había algo en ese pasajero que le hacía olvidar lo cotidiano, como si con él el tiempo se torciera. quiso preguntar más, saber quién era realmente, de dónde venía, por qué iba descalso, pero las palabras se le quedaban atoradas en la garganta. Y en ese momento, como si el extraño leyera su mente, dijo, “Estás cansado, Tomás, no del trabajo.

Cansado de cargar lo que ya no puedes cambiar.” El conductor apretó el volante. “¿Nos conocemos?” “Aún no, respondió Jesús. “Pero lo haremos. Un silencio absoluto llenó el taxi. Incluso la radio pareció apagarse. Tomás sentía que algo estaba por comenzar, algo más grande que cualquier carrera nocturna. Aún no lo sabía, pero ese encuentro iba a cambiar su vida para siempre. Tomás Ramírez no siempre fue taxista. alguna vez tuvo su propio taller mecánico en Itapalapa, un lugar modesto pero honesto, donde pasaba los días arreglando motores y escuchando cumbias en la radio vieja.

era feliz, o al menos creía hacerlo. Tenía una esposa que lo adoraba, Margarita, y una hija que lo miraba como a un héroe. Pero los años, la rutina y el silencio en casa fueron erosionando todo. La muerte de Margarita llegó sin aviso. Un infarto una tarde de domingo mientras preparaba chiles rellenos. Tomás no estaba. Estaba en el taller arreglando una camioneta que podía esperar. Ese detalle lo perseguía cada noche como un lamento que no se apaga. Desde entonces, la casa se volvió un museo del dolor.

La risa se apagó, la hija se alejó y él él se hundió en la culpa. Vendió el taller por deudas. La clientela se esfumó y con el tiempo lo único que pudo mantener fue un viejo Tsuru modelo 2002 que adaptó como taxi. Recorriendo las calles de la ciudad buscaba no tanto pasajeros, sino distracciones. En cada rostro desconocido, una excusa para no pensar. Pero el silencio del volante lo alcanzaba siempre. Vivía en un pequeño departamento en la unidad Vicente Guerrero, tres cuartos, cocina angosta y una vista al patio común donde los niños jugaban mientras él fumaba en la ventana.

A veces se preguntaba si alguien lo recordaría el día que faltara. A veces deseaba desaparecer sin hacer ruido, como el humo de su cigarro. Tenía 52 años, pero su espalda dolía como la de un hombre de 70. Las noches en vela, las cenas solitarias de sopa maruchán y los recuerdos que pesaban más que cualquier turno doble. Su hija Daniela se fue a Toluca hace 3 años. No se hablaron más. Ella le reclamaba su ausencia emocional, su frialdad, su forma de cerrar las puertas.

Él nunca supo cómo responder sin quebrarse. En su corazón no quedaba fe. No en Dios, no en la vida, no en él mismo. Cada día lo vivía como si fuera préstamo. Cobraba lo justo, no hablaba de más, no se metía con nadie. Le gustaban las madrugadas porque nadie le preguntaba cómo estaba, solo manejaba. Aquella noche, cuando recogió a Jesús en la autopista, su mente estaba en otra parte. pensaba en una llamada que no hizo, en una carta que nunca escribió, en un perdón que jamás pidió.

No creía en milagros ni en señales. Si alguien le hubiera dicho que esa noche marcaría el inicio de algo diferente, se habría reído en su cara. Pero ahí estaba con un extraño en el asiento trasero que parecía saber cosas que no había dicho. Un hombre que no encajaba en ningún molde, que no pedía dinero ni daba miedo, solo hablaba con una calma desconcertante. “Tú cargas con más peso del que admites”, le había dicho el pasajero minutos antes.

Y era verdad, la vida de Tomás era una mochila llena de decisiones equivocadas, de palabras no dichas, de abrazos negados. Y lo peor era que no sabía cómo vaciarla, no sabía por dónde empezar, así que hacía lo único que conocía, seguir manejando. Mientras el auto avanzaba por la autopista, una brisa se coló por la ventana entreabierta. Traía el aroma del campo lejano y un recuerdo, la risa de Margarita cuando iban a Acámbaro en Semana Santa. Él apretó los dientes, no podía permitirse sentir, pero el silencio del pasajero no lo ayudaba, al contrario, era como si lo empujara a mirarse por dentro.

Y en ese momento, sin entender por qué, Tomás sintió que había algo inevitable en ese viaje, que no era una carrera más, que ese hombre extraño había llegado no para pedir un destino, sino para mostrarle uno que él mismo había olvidado. El motor del suru zumbaba suave, como si supiera que no debía interrumpir. Tomás, con los ojos fijos en la carretera, intentaba no mirar por el retrovisor, aunque la presencia de su pasajero se sentía cada vez más cercana, más pesada.

El hombre que decía llamarse Jesús no hablaba, pero su silencio no era común. Era un silencio que resonaba, que obligaba a pensar. Tomás Carraspeó. ¿Y qué hace uno caminando solo en la madrugada por la autopista? preguntó sin intención de sonar entrometido. Jesús sonrió sin cambiar el tono de su voz. A veces el camino se presenta sin aviso, solo hay que seguirlo. Tomás frunció el ceño. Pues yo digo que es mejor saber a dónde se va. Si no, uno se pierde fácil.

¿Y tú sabes a dónde vas, Tomás? La pregunta lo sorprendió. Soltó una risa seca como un ladrido. Al menos sé a dónde no quiero volver. Jesús mantuvo la mirada en la ventana, luego dijo casi en un susurro, “No se trata de huir, se trata de sanar.” Algo en esas palabras picó hondo. Tomás giró levemente la cabeza solo para comprobar que Jesús seguía ahí con esa expresión serena, sin juicios, un extraño que hablaba como si conociera sus pensamientos.

Mire, patrón, no sé quién le dijo cosas de mí, pero sepa que no me gustan los jueguitos advirtió con tono firme. Si usted es de esos que leen la mente o anda con cosas raras, mejor me dice desde ahorita. Jesús negó con calma. Solo escucho lo que llevas guardado desde hace años. Tomás apretó el volante. Una sensación caliente subía desde su estómago, mezcla de miedo e incomodidad. Nadie sabía lo que él cargaba. Nadie tenía por qué saber.

No entiendo qué quiere decir. Tu esposa se llamaba Margarita. Le gustaban los girasoles. Murió mientras hacía chiles rellenos con queso panela. Tenías que estar ahí, pero no llegaste. Eso te duele más que cualquier otra cosa. No por el hecho, sino porque sabías que ella te esperaba. Tomás pisó el freno con fuerza. El auto se detuvo de golpe a un lado del camino. Las luces rojas parpadearon en el asfalto. Respiraba agitado. Las manos le temblaban. ¿Quién es usted?

¿Cómo sabe eso? Jesús lo miró a los ojos por el espejo. Sus palabras fueron simples. Estoy aquí para que dejes de cargar solo. El taxista bajó del coche, abrió la puerta y se apoyó contra el cofre. El frío lo golpeó, pero no tanto como esas verdades. No entendía nada. Miró al cielo sin estrellas, solo nubes oscuras. Su mente daba vueltas. Un loco, un farsante, un enviado. No quería pensar en eso. Volvió a subir al coche. Cerró la puerta sin decir palabra.

No sabía si seguir, pero algo dentro de él le decía que no se fuera. Encendió el motor. El vehículo vibró como si despertara de un sueño. Jesús no dijo más, pero su silencio ya no era vacío, era presencia. Tomás retomó la carretera con el corazón latiendo con fuerza, los pensamientos enredados como cables. Quería racionalizarlo todo, buscarle lógica, pero había algo más fuerte que la lógica, la certeza de que aquel hombre no mentía. Y en esa mezcla de miedo, curiosidad y esperanza, entendió que aquella conversación, por más absurda que pareciera, apenas comenzaba.

El silencio entre ambos parecía un pacto. Tomás volvió a la carretera con el corazón golpeando dentro del pecho como tambor de fiesta patronal. El viento soplaba suave por la ventanilla y por primera vez en mucho tiempo no encendió la radio. Algo le decía que cualquier sonido artificial arruinaría la intensidad de ese instante. Jesús miraba hacia el frente sereno. “¿Sabes cuántas personas has ayudado sin saberlo?”, preguntó de pronto. Tomás soltó una risa amarga. “Yo bastantes menos de las que fallé.

Eso seguro. No lo creas. Hay vidas que tocaste con un solo gesto. Tomás no respondió. Le parecía absurdo. Él no era más que un conductor, uno entre miles, nadie especial. Jesús continuó. ¿Recuerdas aquella señora con un niño pequeño que subiste en avenida Tlahc hace 5 años? El recuerdo vino de golpe, como un flashazo. Una madre con los ojos llorosos, un niño en brazos desesperados por llegar al hospital pediátrico. No tenían dinero para pagar. Él los llevó igual, sin decir nada.

“Sí”, admitió Tomás bajando la voz. Iban al hospital Federico Gómez. El niño tenía fiebre. No me pagaron, claro, pero no hacía falta. Ese niño sobrevivió. Hoy estudia en la secundaria y quiere ser doctor. Tomás se quedó inmóvil por un segundo. El aire le costó entrar. ¿Y cómo sabe usted eso? Porque lo importante no es como lo sé, sino que entiendas que lo que haces importa. El conductor tragó saliva. Le vinieron a la mente otros momentos. La muchacha que huyó de su casa llorando y subió a su taxi en medio de la lluvia.

Él la llevó a casa de una tía en Itacalco. No dijo nada, pero le dio un chocolate que llevaba en la guantera. Ella sonrió. Fue la única sonrisa que vio en semanas. ¿Y también se salvó ella, preguntó como si no pudiera evitarlo. Con tu gesto volvió a confiar en los hombres. Hoy es terapeuta. Tomás sintió un nudo en el pecho. No sabía si creer, si pensar que aquel hombre era un loco con suerte o alguien más, pero las palabras lo alcanzaban como si de pronto alguien le dijera, “No estás tan perdido como creías.

” Jesús siguió. “Has recogido ancianos, borrachos, niños, mujeres tristes, hombres rotos. Les diste tu silencio, tu escucha, tu tiempo. No lo llamas amor, pero lo fue. Tomás soltó el volante por un segundo y se frotó los ojos. No lloraba, pero algo dentro de él se abría, como una grieta que empezaba a dejar pasar la luz. Yo no hice gran cosa, solo manejaba. A veces solo estar ahí es suficiente. Recordó entonces a un hombre mayor que hablaba solo.

Lo recogió una noche cerca del metro Constitución. Lo llevó a un asilo sin cobrarle. No volvió a verlo. Y él murió en paz. Te nombró en su oración final. Tomás bajó la velocidad. La carretera estaba desierta. Las palabras de Jesús no eran solo datos, eran ventanas abiertas a algo más grande. Por primera vez en años sintió que su vida tenía peso, que su existencia tan gris y monótona había sido una cadena de actos que otros habían sentido como milagros.

No sabía murmuró. Nadie me lo dijo nunca. Jesús lo miró con ternura. Porque nadie se toma el tiempo de mirar lo que sembramos en otros. Pero tú sembraste mucho, solo que no te diste cuenta. El taxista asintió con la mirada fija en el camino. Entonces, ¿por qué me sigo sintiendo vacío? Jesús respondió con calma, porque aún no has perdonado al que más necesita tu perdón a ti mismo. Tomás no supo qué decir. Las palabras lo golpearon más fuerte que cualquier curva de la autopista.

y supo, sin entender cómo que el viaje apenas comenzaba, el auto seguía avanzando bajo un cielo que ya clareaba levemente en el horizonte. El gris de la madrugada comenzaba a mezclarse con tonos azulados. Tomás no hablaba. Tenía los nudillos blancos de tanto apretar el volante, pero su mente no estaba en el asfalto. Seguía escuchando cada palabra que Jesús había dicho como si resonaran dentro de su pecho una y otra vez. Jesús rompió el silencio con suavidad. Hay un lugar al que debemos ir.

Tomás lo miró por el retrovisor desconfiado. ¿Cómo que debemos? No dijo que iba a donde yo fuera. Sigo cumpliendo eso. Solo que tú aún no sabes a dónde necesitas ir. El taxista bufó. pensó en decir que no, en dejarlo en cualquier gasolinera y seguir su vida o lo que quedaba de ella. Pero una parte de él, cada vez más grande, no quería perder a ese hombre extraño. No después de todo lo que le había revelado. ¿Y a dónde exactamente?

Tepotsotlán. Tomás parpadeó. conocía el pueblo. Un sitio turístico con aire colonial, cúpulas doradas, con ventos antiguos y calles empedradas que olían a pan recién hecho. Fue allí donde pasó uno de sus últimos fines de semana con Margarita. Recordarlo dolía. ¿Por qué ahí? Jesús solo sonríó. Porque ahí empieza el regreso. Tomás suspiró profundamente, cambió de carril y tomó la desviación. No sabía por qué lo hacía. Era como si sus manos se movieran solas. Sentía que manejaba hacia un abismo, pero también hacia una posibilidad.

El trayecto era tranquilo. Solo algunos tráileres cruzaban en sentido contrario. El día despuntaba tímido y con él un olor a tierra húmeda comenzaba a colarse por las ventanas. ¿Qué espera encontrar allá?, preguntó Tomás rompiendo su propio silencio. No se trata de encontrar, se trata de ver con otros ojos lo que siempre estuvo. Eso suena a frase de libro barato, quizás, pero algunas verdades simples se entienden mejor cuando se viven, no cuando se leen. La conversación flotaba en el aire, pausada, pero profunda.

Jesús no tenía la necesidad de convencer, solo hablaba. Y Tomás, sin querer, empezaba a escuchar con el corazón más que con los oídos. Pasaron frente a un parador donde vendían carnitas y quesadillas de Whitla coche. Tomás recordó haber parado ahí con Margarita. Era el único lugar donde ella comía sin culpa. Siempre decía que la comida del alma no engorda. Jesús observó por la ventana y murmuró, “¿Te reías mucho ahí?” Tomás tragó saliva. Sí, era fácil reír cuando ella estaba.

Aún puedes reír. No se te ha olvidado. No se trata de risa, se trata de que ya no tengo con quién compartirla. Jesús lo miró con una dulzura que desarmaba. Tal vez eso esté por cambiar. Las palabras cayeron como semillas. Tomás no respondió. Su interior era un torbellino. Una parte de él quería volver a sentir, a vivir, a amar. Pero otra temía abrir esa puerta y que el dolor lo devorara otra vez. El auto entró finalmente al centro de Tepotzotlán.

Calles estrechas, faroles encendidos, olor a café y pan dulce. A pesar de la hora, algunos puestos comenzaban a levantar sus lonas. Todo tenía un aire de calma sagrada. Tomás estacionó sin saber exactamente por qué ahí. Jesús bajó primero con paso tranquilo y Tomás lo siguió sin preguntar. Caminaban entre los portales del centro como si el tiempo se hubiera detenido. El taxista miró a su alrededor. Cada rincón le traía una memoria. Cada adoquín era un espejo de su pasado.

Y en medio de ese lugar tan lleno de historia, Jesús se detuvo, giró hacia él y le dijo, “Aquí no viniste a recordar, aquí viniste a perdonar.” Tomás sintió que el aire se le escapaba del cuerpo. Algo estaba por suceder y su alma lo sabía antes que su mente. El aire en Tepotsotlán tenía un aroma dulce mezclado con incienso y pan. recién horneado. La mañana avanzaba despacio con esa quietud que solo se siente en pueblos donde el tiempo parece rendirse ante lo sagrado.

Tomás seguía a Jesús sin entender del todo por qué. Solo sabía que no podía irse. No aún. Caminaron por una calle adoquinada hasta llegar a una iglesia antigua. El campanario se alzaba imponente y las puertas ya abiertas invitaban a entrar con un respeto silencioso. Tomás no era hombre de iglesias. No desde que enterró a Margarita. Desde entonces no podía mirar un altar sin sentir rabia. Pero esta vez algo distinto lo impulsó a cruzar el umbral. Adentro el recinto era fresco y el eco de cada paso era casi un susurro.

No había fieles, solo bancos vacíos, vitrales de colores y una imagen de la Virgen del Carmen que parecía observarlo directamente. Jesús se detuvo frente al altar y le indicó con la cabeza que se acercara. Aquí puedes hablarle, dijo con voz baja. Tomás tragó saliva. ¿Hablarle a quién? A ella, a Margarita. La garganta de Tomás se cerró, dio un paso atrás. ¿Está jugando conmigo? No, solo te invito a vaciar lo que nunca dijiste. ¿Y de qué serviría? Ella ya no está.

Jesús no insistió, solo se sentó en una de las bancas y cerró los ojos. Tomás se quedó de pie como una estatua rota. Miró el altar, luego al piso, luego sus propias manos. El temblor en sus dedos no era de frío, era de miedo. Se sentó lentamente en un banco al fondo, cerró los ojos, el murmullo del viento colándose por las rendijas le trajo una imagen. Margarita riendo, cubierta de harina, sacando pan del horno. Se oyó a sí mismo diciéndole que no tenía tiempo, que tenía trabajo.

recordó su mirada triste cuando él no llegó esa tarde y entonces, sin aviso, la primera lágrima cayó. “Lo siento”, susurró como si alguien pudiera escucharlo. “Perdóname por no estar, por no abrazarte más, por no saber que era la última vez.” Las palabras salieron en desorden, entrecortadas por el llanto. No se detuvo. Habló de su miedo, de la culpa que lo quemaba por dentro, del silencio que lo acompañó cada noche después de perderla. Habló como nunca antes. Jesús seguía sentado en silencio absoluto, como si protegiera ese momento.

Tomás se arrodilló. No por fe, por necesidad. El cuerpo le pedía rendirse, entregar lo que había ocultado durante años. Abrió las manos temblorosas, como si soltara un peso invisible. Quisiera que supieras cuánto te extraño y cuánto me duele no haberte dicho todo lo que debí. Respiró hondo. El pecho le dolía como si un nudo se deshiciera desde dentro. Entonces calma extraña lo envolvió. No era consuelo inmediato. Era como si alguien en algún lugar hubiese recibido su voz.

Se quedó en silencio largo rato hasta que escuchó los pasos suaves de Jesús acercarse. Lo dijiste todo. Tomás asintió sin palabras. Entonces ahora puedes comenzar. El taxista se incorporó con dificultad. Sentía el rostro hinchado, los ojos ardiendo, pero también una ligereza desconocida, como si algo se hubiera abierto en su pecho. ¿Por qué siento que algo se fue? Porque soltaste lo que te mantenía atado al pasado. Tomás miró el altar una última vez. Nunca creí en esto, en hablar con los muertos, en rezar.

No rezaste, hablaste y eso a veces es más poderoso. Salieron de la iglesia sin decir más. Afuera, el sol ya comenzaba a calentar los techos del pueblo. Tomás respiró hondo. Por primera vez en años el aire le supo a vida y aunque no lo admitiera, había algo distinto en él, algo que había empezado a sanar. Tomás caminaba por las calles de Tepotsotlán con paso más lento. Algo dentro de él se había roto o tal vez se había abierto.

Sentía la respiración más profunda, el cuerpo más ligero, pero también una inquietud sorda, como si el alma no terminara de acomodarse en su nuevo espacio. Jesús seguía a su lado, pero esta vez más callado que nunca. No daba órdenes, no guiaba, solo acompañaba. Tomás no preguntó a dónde iban, simplemente caminaba. El mercado comenzaba a despertar con sus colores, aromas y sonidos. Los puestos se llenaban de frutas frescas, flores, antojitos y el bullicio habitual de los comerciantes preparando el día.

El olor a tamales de rajas y café de olla lo golpeó de frente. El estómago le gruñó. No había comido nada desde la noche anterior. “Voy por un café”, dijo más como una necesidad de llenar el silencio que de pedir permiso. Jesús asintió con una sonrisa tenue. Tomás se acercó a un pequeño puesto de madera adornado con papel picado. Una joven lo atendía. Tendría unos 20 años con el cabello recogido en trenza y ojos grandes despiertos. “¿Un cafecito bien cargado, jefe?”, preguntó con amabilidad.

Así como para revivir a un muerto, ella rió y comenzó a prepararlo. Mientras esperaba, Tomás la observó. Había algo en ella que le resultaba familiar, pero no lograba ubicar qué. Entonces la joven lo miró fijamente y dijo, “Usted me salvó hace años. ¿No me reconoció, verdad?” Tomás frunció el seño. ¿Cómo dice? Era una noche lluviosa. Yo tenía 16. Estaba llorando en una esquina cerca del metro escuadrón 2011. Subí a su taxi. No preguntó nada, solo me dijo que podía confiar en alguien.

El corazón de Tomás dio un vuelco. Recordaba esa noche había sido uno de esos viajes en que algo en su interior le pedía quedarse en silencio. No hizo preguntas, solo la llevó. me dejó con mi tía, me dio un chocolate y dijo, “Nadie merece cargar más de lo que puede.” Tomás asintió lentamente impresionado. No imaginé que alguien se acordaría de eso. Nunca lo olvidé. Ese día decidí no volver con quien me hacía daño. Usted me dio valor sin saberlo.

Le extendió el café y una sonrisa sincera. Un hombre pasó hace unos minutos. me dio esto para usted. Le entregó un pequeño papel doblado. Tomás lo tomó con dedos temblorosos, lo abrió despacio. Era una nota escrita a mano con letra firme y clara. La luz que das regresa cuando menos la esperas. Gracias por no ignorarme. No estoy lejos. Tomás leyó la frase varias veces. No había firma. No decía más. Levantó la vista. Jesús ya no estaba donde lo había dejado.

Giró la cabeza en todas direcciones, nada, como si se lo hubiera tragado el mercado. ¿Dónde se fue el hombre que estaba conmigo?, preguntó a la joven con urgencia. El de la túnica blanca. Pensé que venía solo. Tomás sintió un escalofrío. Buscó entre los puestos, caminó rápido por los pasillos, preguntó a otros vendedores. Nadie había visto a Jesús. Nadie lo recordaba. Parecía imposible. Un hombre así no pasaba desapercibido. Volvió al puesto. La joven lo miró preocupada. Está bien, señor.

Tomás asintió con lentitud aún confundido. Sí. Solo que a veces uno no sabe si está soñando o viviendo algo importante. Ella sonríó. A veces es lo mismo. Tomás miró nuevamente la nota, la guardó en el bolsillo como quien protege una reliquia. No entendía que pasaba, pero sí sabía una cosa. Aquel hombre lo conocía, lo veía y había más que debía descubrir. Y ahora, más que nunca necesitaba encontrarlo de nuevo. Tomás caminaba por el mercado como si flotara.

La taza de café se enfriaba en su mano mientras sus ojos recorrían cada rincón buscando en vano aquella figura familiar. Había pasado apenas unos minutos desde que Jesús desapareció, pero para Tomás se sentía como si el tiempo se hubiera detenido. Se sentó en una banca de piedra frente a una fuente seca, sacó la nota del bolsillo y la volvió a leer. Cada palabra pesaba. No estoy lejos. ¿Qué significaba eso? Era una señal, un mensaje escondido suspiró. Por más que quisiera encontrar respuestas, lo único que tenía era silencio.

Guardó el papel con cuidado, se levantó y volvió al taxi. El sol ya estaba en lo alto y la vida en Potsotlán seguía su curso como si nada. Pero dentro de él algo había cambiado. Se sentó al volante, pero no encendió el motor. Cerró los ojos por un instante. Un recuerdo se abrió paso sin permiso. Margarita sentada a su lado, riendo mientras él intentaba cantar un bolero desafinado. Fue la última vez que la escuchó reír con esa libertad.

Abrió la guantera por costumbre. Entre papeles viejos encontró un sobre que no recordaba haber guardado. Estaba cerrado, sin remitente. Frunció el ceño, lo abrió lentamente. Dentro había una carta escrita con una caligrafía que lo hizo temblar. Amor mío, sé que no estabas cuando partí, pero no te culpo. Nunca lo haría. Te amé con cada día, incluso cuando no lo decías. Te vi luchar, te vi cansarte. Pero siempre seguiste. Espero que un día te perdones, que mi silencio no se vuelva tu castigo.

Que recuerdes que fuimos felices, aunque fuera a ratos. Donde estoy no hay rencores, solo paz. Tú también la mereces. Las manos de Tomás comenzaron a temblar. Reconocía esa letra. Era la de Margarita. Lo sabía. Era imposible, pero lo era. La leyó una vez más con el corazón latiendo como tambor en pecho ajeno. Al final había una postdata, “Tú también mereces ser perdonado.” Y entonces se rompió. No de dolor, de alivio. Lloró. Lloró como no lo había hecho en años.

No como quien pierde, sino como quien finalmente suelta, como quien ha estado reteniendo el aire por demasiado tiempo y al fin puede respirar. Miró al frente. Las personas seguían caminando, comprando, viviendo. Él también estaba ahí, más presente que nunca. Sacó un pañuelo viejo del bolsillo, se limpió la cara y rió entre lágrimas. Ay, Margarita, si supieras lo que está pasando”, murmuró, tomó la carta, la dobló con cuidado y la guardó junto a la nota de Jesús, como si ambas fueran dos mitades de una misma verdad.

Ya no necesitaba entender cómo habían llegado a él. Solo sabía que eran reales, más reales que muchas cosas que había vivido. Arrancó el taxi y se incorporó al tráfico lento de la plaza. Su mente giraba, no con angustia, sino con una nueva claridad. Sentía que por fin podía comenzar a vivir otra vez. Y sin pensarlo, su mano marcó un número que no marcaba desde hacía años. Escuchó el tono y después una voz. Bueno. El corazón le dio un vuelco.

Daniela, soy yo. Hubo un silencio al otro lado. Papá. Tomás respiró hondo. Necesito verte si tú quieres. Claro. Otra pausa. Sí, yo también. Tomás sonrió y por primera vez en mucho tiempo sintió que no estaba solo. Jesús no estaba a la vista, pero sus palabras, su presencia seguían ahí como una semilla que empezaba a florecer dentro de él. El camino hacia Toluca se alargaba como una promesa envuelta en incertidumbre. El cielo estaba cubierto por nubes bajas y densas que amenazaban con lluvia, como si el clima reflejara lo que sentía Tomás por dentro.

Cada kilómetro era un paso hacia un abismo que llevaba años evitando. Su hija Daniela, el único lazo que quedaba de la vida que alguna vez tuvo. Las últimas palabras por teléfono habían sido pocas, pero suficientes. Ella había dicho, “Yo también.” Eso bastaba para que él se aferrara a una mínima esperanza. No sabía qué cara iba a poner cuando la viera. No sabía si habría reproches, lágrimas o indiferencia. Pero ya no importaba. Lo único que necesitaba era verla, sentir que aún existía una posibilidad de recuperar algo.

El Tsuru avanzaba con paciencia por la carretera. A un lado, campos de maíz seco se extendían hasta el horizonte. Las ruedas pisaban el asfalto mojado y el aire tenía ese olor a tierra viva que siempre precede la tormenta. Tomás iba en silencio. Esta vez no había música, ni oraciones, ni diálogos profundos. Solo él y su ansiedad, compartiendo el mismo asiento. Pensó en girar el volante, dar la vuelta, olvidar todo. El miedo a la vergüenza lo carcomía. Y si ella no lo perdonaba?

¿Y si solo había aceptado verlo por lástima? ¿Y si se encontraba con una desconocida que ya no quería saber de él? La última vez que hablaron fue una discusión. Él había dicho cosas duras, frías. Ella también. La muerte de Margarita los había destrozado por dentro y en vez de apoyarse alejaron como dos extraños. Tomás cargaba esa culpa. cada día. Había aprendido a vivir con el vacío, pero nunca con el silencio. Al llegar a la entrada de Toluca, el cielo se abrió.

Una lluvia intensa comenzó a caer, golpeando con fuerza el parabrisas. Tomás encendió los limpiadores, pero la visibilidad era mínima. Aún así, siguió. No pensaba detenerse. Recordó cuando Daniela era niña y él la llevaba en el asiento delantero cuando aún se podía. Y ella señalaba las nubes diciendo que las gotas eran lágrimas de cielo. Pensó que quizás ese cielo ahora lloraba por ellos o por lo que habían dejado de ser. Buscó la dirección que ella le había dado.

Era una colonia tranquila, casas con techos de teja y jardines pequeños. Se detuvo frente a una reja blanca. El corazón le golpeaba con tanta fuerza que parecía una sirena interior. Apagó el motor, miró sus manos. Temblaban. Tomó aire, salió del coche, caminó hasta la puerta, tocó una vez, luego otra. Escuchó pasos. Su respiración se detuvo. La puerta se abrió lentamente. Ahí estaba Daniela. Su rostro no era el de la niña que él recordaba, ni el de la joven que se fue llorando.

Era una mujer más fuerte, más seria, pero con los mismos ojos oscuros que Margarita. Él la miró con torpeza, sin saber qué decir. “Hola”, murmuró. Ella no respondió de inmediato. Lo miró de arriba a abajo. Estaba empapado. Parecía más viejo, más cansado, más humano. “Pensé que no vendrías”, dijo ella al fin. “Yo también lo pensé”, confesó él bajando la mirada. Un silencio pesado los envolvió. Luego, con un gesto simple, ella abrió más la puerta. Pasa, te hice café.

Tomás dio un paso, luego otro, y cruzó el umbral, no solo de una casa, sino de algo mucho más profundo. La lluvia seguía cayendo, pero por dentro algo comenzaba a secarse. El aroma del café llenaba la pequeña sala. Era fuerte, denso, como los silencios que se acumulaban entre Tomás y Daniela. Él sostenía la taza con ambas manos, como si buscara calor no solo para el cuerpo, sino también para el alma. Ella lo observaba desde el otro sillón, con las piernas cruzadas, los ojos fijos en él.

“Te ves más viejo”, dijo sin malicia. “Me siento más viejo”, respondió con una media sonrisa. Daniela desvió la mirada hacia la ventana. La lluvia caía suave ahora como un suspiro prolongado. “No pensé que vendrías. Yo tampoco, pero alguien me hizo entender que ya era hora. Ella frunció el ceño. ¿Quién? Tomás dudó. Un pasajero, uno muy particular. Daniela no insistió. Volvió la vista a su café. Pasaron varios segundos antes de que ella hablara de nuevo. ¿Por qué nunca me buscaste, papá?

La pregunta era una herida abierta. Tomás bajó la cabeza. Las palabras le pesaban en la garganta. Porque tenía miedo, miedo de que me odiaras, de que no quisieras verme, de enfrentar todo lo que hice mal. Te necesitaba. Cuando mamá murió, me rompí por dentro y tú te alejaste. Me dejaste sola. Yo también me rompí, hija. Solo que no supe cómo decirlo. Daniela cerró los ojos. Dos lágrimas resbalaron sin permiso. No quería odiarte, pero lo hice. Me preguntaba por qué yo tenía que cargar con todo.

Porque tú, que eras el adulto, te volviste un fantasma. Tomás sintió que el pecho se le comprimía. No tengo excusas. Fui cobarde. Me escondí detrás del trabajo, del silencio. Pensé que con dejarte vivir tu vida te hacía un favor. Pero en realidad solo huía. El llanto de Daniela se hizo más fuerte. tapó el rostro con las manos mientras el dolor acumulado se desbordaba. Yo solo quería que me abrazaras, que me dijeras que íbamos a estar bien. Tomás se arrodilló frente a ella con torpeza, con los ojos rojos, con el alma desnuda.

Perdóname por no saber ser padre, por no sostenerte cuando más lo necesitabas, por desaparecer. Daniela lo miró con el rostro empapado de lágrimas. ¿Sabes cuántas veces soñé con esto? Con que volvieras, con que dijeras que aún me querías. Siempre te quise, aunque no supiera cómo demostrarlo. Se abrazaron al principio, con rigidez, como dos desconocidos que se reconocen a través del dolor. Pero poco a poco el abrazo se volvió verdadero, caliente, reparador, como si ambos hubieran estado esperando ese momento desde hacía años.

Ninguno dijo nada más por un largo rato. Solo respiraban el uno en el otro, como si pudieran reconstruirse en ese contacto. Después, Daniela rompió el silencio con una voz más tranquila. ¿Te quedas a cenar? Tomás sonrió. Me quedo lo que quieras. Tengo sopa de fideo y pan dulce. Perfecto. No necesito más. Ambos rieron entre lágrimas y alivio. Era un reencuentro imperfecto, pero real. doloroso, pero necesario. No borraba el pasado, pero abría una puerta. Y en esa casa modesta, bajo el sonido constante de la lluvia, padre e hija se sentaron a cenar como si el tiempo se doblara, como si recuperaran lo perdido a cucharadas lentas.

No todo estaba resuelto. Faltaban palabras heridas por cerrar, preguntas sin respuesta, pero el perdón había comenzado. Y con él una nueva oportunidad, una oportunidad que Tomás ya no pensaba dejar pasar. El sol ya se alzaba cuando Tomás encendió nuevamente el motor de su taxi. Había pasado la noche en casa de Daniela. No durmió mucho, pero no le importaba. La cabeza le daba vueltas, no de preocupación, sino de claridad. Había reencontrado a su hija. Había llorado, hablado, perdonado.

Y sin embargo, había algo que no lo dejaba en paz. Jesús, desde que desapareció en Tepotsotlán, no había vuelto a saber de él, pero su presencia seguía viva como si lo acompañara en cada respiro. Las palabras, las miradas, los silencios, todo seguía ahí como si formaran parte de su propio pensamiento, y eso lo inquietaba, lo atraía. Sentía que algo más quedaba pendiente, algo no cerrado. Tomás decidió regresar a donde todo comenzó. volvió a tomar la autopista México Querétaro en dirección al kilómetro 94, el mismo tramo donde lo recogió por primera vez.

Conducía sin apuro, sin música, sin distracciones. Observaba cada detalle, cada señal, cada curva, como si esperara encontrar alguna huella, alguna pista. Llegó al punto exacto donde se había detenido aquella madrugada. Redujo la velocidad, encendió las intermitentes y se estacionó al costado. Bajó del coche. El viento soplaba seco, con olor a tierra y pasto viejo. No había nadie. caminó por el arsén, repasando mentalmente lo vivido. Cada palabra de Jesús, cada gesto, cada mirada que parecía atravesarlo. Se agachó y tocó el suelo como si pudiera sentir su energía ahí, pero no encontró nada, solo vacío.

Decidió buscar testigos. Manejando unos kilómetros más adelante, se detuvo en una gasolinera. Preguntó al despachador si recordaba haber visto a un hombre con túnica blanca días atrás. El joven negó con la cabeza sin interés. Fue a la tienda. Nadie lo había visto. Siguió buscando. Paró en un puesto de vigilancia carretera. explicó con detalle lo que había vivido el oficial, un hombre mayor con bigote espeso, lo escuchó en silencio y luego le preguntó, “¿Estaba descalso?” Tomás lo miró sorprendido.

“Sí lo vio.” El hombre asintió lentamente. “No yo, pero algunos conductores dicen haber visto a alguien así varias veces. Siempre entramos distintos, caminando tranquilo como si flotara. Y nadie sabe quién es. Nadie y cuando van a buscarlo ya no está. Tomás sintió un escalofrío recorrerle la espalda. ¿Qué cree que sea? El oficial se encogió de hombros. Un loco, un iluminado o algo más. ¿Usted qué cree? Tomás no respondió, agradeció y se marchó. De regreso en el coche, su mente era un torbellino.

Todo parecía encajar y al mismo tiempo desmoronarse. Quería entender, pero tal vez, por primera vez en su vida, debía aceptar no entenderlo todo, porque había cosas que no venían a explicarse, sino a transformarlo. Condujo de vuelta hacia la ciudad. En el camino observó a otros taxistas, a peatones, a vendedores en la orilla de la carretera y se preguntó si alguno de ellos también necesitaba escuchar lo que él había oído, si también cargaban culpas, silencios, dolores que nadie veía.

Sintió entonces un impulso. Ya no bastaba con recordar. tenía que hacer algo con todo eso, pero antes necesitaba hacer una última parada, una señal, una certeza, algo más. Y aunque el camino de regreso parecía el mismo, Tomás sabía que ya no era el hombre que lo había recorrido antes. Algo en él había cambiado para siempre. Tomás no podía soltar la idea. Aunque ya había perdonado, aunque el corazón latía con otra fuerza, la figura de Jesús seguía rondando su mente como un eco que no se apagaba.

No era solo curiosidad, era una necesidad profunda de comprender quién era realmente ese hombre, un loco, un ángel, una alucinación o algo más. Tomó una nueva ruta con destino incierto. Dejándose guiar por el instinto, cruzó avenidas y calles hasta llegar a Tlalne Pantla, donde recordaba haber llevado años atrás a un pasajero moribundo a un hospital dirigido por religiosas. Aquel sitio tenía fama de acoger a los olvidados. Pensó que si alguien podía haber visto a Jesús, era allí.

Estacionó afuera y entró con paso firme. El olor a desinfectante, incienso y sopa de fideos llenaba el aire. Era un lugar silencioso, pero no frío. Las paredes estaban adornadas con frases de esperanza y retratos de santos. En el pasillo principal, una mujer con hábito gris y rostro dulce se le acercó. ¿En qué puedo ayudarle, hijo? Busco información sobre un hombre. No sé su nombre completo, solo sé que iba descalso con túnica blanca y hablaba con mucha paz.

Lo vi hace poco. No sé si lo han visto por aquí. La monja lo miró fijamente. Luego asintió como si algo se acomodara en su memoria. Sí, lo hemos visto. El corazón de Tomás dio un salto. ¿Cuándo? ¿Dónde? Aquí mismo, hace unas semanas, entró por su cuenta sin pedir permiso. Fue directo a la sala de terminales, habló con varios enfermos, los tomó de la mano, les dijo palabras que solo ellos parecían entender. Tomás sintió un escalofrío. ¿Y qué pasó después?

Se fue, como llegó, sin ruido, sin dejar rastro. Pero desde entonces algo cambió en este lugar. Los pacientes están más tranquilos, incluso los que están muriendo. Es como si él hubiera dejado algo aquí. Sabía su nombre. Nadie lo preguntó, pero una señora que falleció poco después de hablar con él me dijo, “Hoy me visitó Jesús, el verdadero.” Tomás bajó la mirada, un nudo le cerró la garganta. ¿Y no intentaron seguirlo saber más? No, porque sabíamos que no se podía.

Porque él no vino a quedarse, solo a recordarnos que no estamos solos. Tomás agradeció con lágrimas contenidas. Salió del hospital con los pasos lentos, como si el aire pesara más. Afuera, el cielo se abría entre nubes. Una luz tenue bañaba los techos de las casas como una caricia. No tenía certezas, pero sí tenía algo más valioso, la convicción de que ese hombre había tocado vidas, no solo la suya. y que de alguna manera seguía haciéndolo. Volvió al taxi, miró su reflejo en el retrovisor, se vio diferente, más humano, más completo.

Encendió el motor, pero no arrancó. Abrió la guantera, sacó la nota, la carta, las leyó una vez más, luego con cuidado las dobló y las guardó en el bolsillo de su camisa. Sabía lo que venía, ya no bastaba con buscar. Era momento de actuar. Los días comenzaron a cambiar para Tomás. Volvió a su rutina de taxista, pero ya no era el mismo hombre que recorría las calles buscando solo el olvido. Había una diferencia silenciosa, algo en su forma de mirar, de frenar en los semáforos, de responder a los pasajeros.

Ya no evitaba las conversaciones, ya no se escondía detrás del volante. Comenzó a ver a sus pasajeros con otros ojos. Un hombre mayor con bastón y rostro abatido subió una tarde. Apenas dijo su destino. Durante el trayecto, Tomás notó que tenía los ojos húmedos como quien viene de una despedida o va hacia una. No preguntó, solo puso una canción instrumental suave. Al llegar el hombre murrmuró, “Gracias. Hacía mucho que no viajaba en silencio sin sentirme solo. Otra noche, una mujer joven con una maleta rota subió llorando.

Le pidió que la llevara a la terminal de autobuses. Tomás no dijo nada. Le ofreció un pañuelo, una botella de agua. Cuando ella bajó, él le deseó fuerza y ella respondió, “Usted es el primer hombre en meses que me trata con respeto.” Esas cosas se repetían. Historias que no necesitaban explicación. Tomás comenzó a notar que su taxi se convertía en algo más, un espacio de alivio, de escucha, un lugar donde las personas se sentían vistas, no era psicólogo ni salvador, solo estaba ahí presente.

Y eso bastaba. Cada noche, antes de salir, colocaba bajo el asiento del copiloto la carta de Margarita y la nota de Jesús, no como amuletos, sino como recordatorios, como una brújula que le marcaba su verdadera dirección. También comenzó a acercarse a otros taxistas en las bases. Ya no evitaba sus historias, sus quejas, sus cansancios. Escuchaba, compartía, incluso ofrecía ayuda cuando podía. Un día, uno de ellos, apodado el flaco, le confesó, “Pensé que estabas loco, pero ahora creo que solo estás despierto.” Tomás río.

Le gustaba más eso, estar despierto. Y aunque no volvió a ver a Jesús, sentía su presencia en los gestos pequeños, en la calma que lo envolvía al cruzar un semáforo en rojo sin pitar, en la sonrisa de un niño que lo saludaba desde una banqueta, en el simple hecho de respirar sin ese peso en el pecho. También comenzó a escribir. No sabía mucho de letras, pero cada noche anotaba en un cuaderno las historias que vivía, los pensamientos que lo visitaban.

A veces escribía cartas a Margarita, otras veces a su hija, a Jesús incluso. Eran palabras sin destinatario fijo, pero necesarias. Un martes por la tarde llevó a una señora con aspecto humilde hasta un hospital en Tacuba. Ella venía en silencio, pero al bajar se volteó y dijo, “Usted me hizo sentir segura. Eso no tiene precio.” Tomás se quedó viendo cómo entraba al hospital. Luego miró su reflejo en el retrovisor. Se vio firme, vivo, como alguien que sin buscarlo había encontrado su camino.

Y comprendió algo. Jesús no había venido a darle respuestas. Había venido a hacerle preguntas, a mostrarle el valor de estar presente, de mirar al otro, de perdonarse. El resto lo había hecho él. Y cada nuevo pasajero era una oportunidad, no para salvar, sino para acompañar, para recordar que en cada viaje, por breve que sea, se puede sembrar algo. Tomás había encontrado su nueva ruta y esta vez no pensaba perderse. El reloj del tablero marcaba las 11:11 de la noche.

Tomás estaba estacionado en una calle tranquila de la colonia Portales, esperando a que saliera su próximo pasajero. Había pasado más de un mes desde aquella madrugada en la autopista, desde Jesús, desde Tepotsotlán, desde la carta. Y sin embargo, había algo que no lo soltaba. ¿Quién era realmente ese hombre? Había escuchado decenas de versiones. Algunos compañeros decían que era un santo reencarnado, otros que era un loco iluminado, unos pocos que simplemente fue producto de su imaginación, del cansancio, del remordimiento.

Pero Tomás sabía en lo más profundo que no estaba loco. Lo había tocado, lo había escuchado, lo había sentido y esas experiencias no cabían en ninguna explicación lógica. Encendió el motor para que no se enfriara. En la radio sonaba una canción antigua de esas que Margarita amaba. Cerró los ojos, respiró hondo. La melodía lo llevó a otro tiempo, a los paseos en familia, a las risas de su hija, a las noches con cerveza y boleros. Jesús no solo le había devuelto el sentido, le había devuelto la memoria, la capacidad de sentir sin dolor, de mirar hacia atrás sin odio, de mirar hacia adelante sin miedo.

Pero aún le rondaba la duda. “Fuiste tú”, susurró mirando al cielo por el parabrisas. “No esperaba una respuesta, solo necesitaba soltar la pregunta. Un golpe en el cristal lo hizo girar la cabeza. Era el pasajero, un joven con mochila, cara de cansancio, ojos tristes. Tomás lo saludó. El muchacho subió y le dio la dirección. Hospital general, dijo con voz apagada. Todo bien. Mi mamá está en urgencias. No sé si llega mañana. Tomás asintió. No dijo nada más, solo condujo.

Durante el trayecto, miró al chico por el retrovisor. Lo vio respirar entrecortado. Viendo su reflejo, vio también su propio reflejo. Años atrás, cuando recibió la llamada sobre Margarita. Era el mismo rostro, la misma espera. Al llegar, el joven quiso pagar. Tomás levantó la mano. Hoy no. Solo entra y acompáñala. El muchacho lo miró. sorprendido. ¿Por qué hace esto? Tomás sonríó. Porque alguien una vez me enseñó que a veces solo estar es suficiente. El joven asintió sin palabras, se bajó y antes de entrar al hospital se volteó y dijo, “Gracias, de verdad.” Tomás lo vio desaparecer entre las puertas de emergencia.

Cerró los ojos. Sintió que la respuesta que había buscado había llegado sin palabras. No necesitaba comprobar si Jesús era el Jesús. Lo que importaba era lo que había hecho con lo que vivió. Y esa certeza suave como una caricia lo abrazó. No necesitaba más pruebas. La fe pensó, “No siempre se trata de creer sin ver. A veces se trata de vivir como si ya hubieras visto lo suficiente. Sacó su cuaderno y escribió una frase al pie de una página nueva.

Si fue él, entonces el milagro fue haberlo escuchado. Y si no fue, entonces el milagro fue haber cambiado igual. Cerró el cuaderno, volvió al volante y arrancó. La noche era fresca y en las calles dormidas él sentía que alguien seguía acompañándolo, aunque no pudiera verlo, y eso para él ya era suficiente. La ciudad despertaba entre luces intermitentes y bocinas impacientes. El tráfico matutino ya llenaba las avenidas cuando Tomás aparcó su taxi en una calle tranquila de Itapalapa, apagó el motor, cerró los ojos.

Ese día no tenía prisa. Había aprendido a respetar el tiempo, a dejar que las cosas respiraran. Frente a él, una panadería abría sus puertas. El aroma a conchas recién horneadas se mezclaba con el canto de unos pájaros escondidos en los cables. Todo era simple, todo era perfecto. Tomás había regresado al mismo barrio donde empezó. Mismo asfalto, mismas fachadas gastadas, pero ya no era el mismo hombre. No era el mecánico frustrado, ni el padre ausente, ni el viudo silencioso.

Era alguien reconstruido desde dentro por palabras, por silencios, por segundas oportunidades. Miró el asiento trasero del taxi vacío, pero por dentro sentía que no estaba solo. “Gracias”, susurró. “No a nadie visible, no por cortesía, sino desde el fondo de su ser. Encendió su libreta. Hoy quería escribir algo distinto. Jesús se subió a mi taxi. Caminaba descalso, pero con pasos firmes. No sé si era él o alguien enviado. No sé si vino del cielo o de una esquina cualquiera, pero cambió mi vida.

No me habló de religión, me habló de dolor, de errores, de esperanza. Me enseñó que no basta con manejar. Hay que saber a quién llevas y por qué. Hoy no tengo todas las respuestas, pero tengo paz y mientras siga al volante seguiré sembrando lo que él sembró en mí. Cerró el cuaderno. Alguien tocó la ventanilla. Una mujer con bolsas de mandado sonreía tímida. Está libre. Tomás asintió siempre. Ella subió, dio una dirección. Él arrancó y una nueva historia comenzó.

Así es como camina ahora Tomás, sin túnicas. sin milagros espectaculares, pero con el corazón dispuesto, dispuesto a escuchar, a estar, a sembrar una conversación a la vez. Y mientras avanza entre avenidas, semáforos y voces, sabe que aquel pasajero aún lo acompaña. Quizás no con palabras, pero sí en cada gesto, en cada elección, en cada silencio lleno de presencia, porque algunos encuentros no son casuales, algunos encuentros te despiertan y cuando eso sucede, ya no hay vuelta atrás. Si esta historia te tocó, si alguna vez sentiste que alguien llegó a tu vida justo cuando más lo necesitabas, te invito a suscribirte al canal. Aquí compartimos relatos que nos recuerdan que lo más profundo no siempre se grita, a veces solo se susurra en el asiento trasero de un taxi.