El sonido de la camioneta se detuvo de golpe en medio del camino de terracería, un rechinido seco que se mezcló con el crujir de las piedras bajo las llantas y con el viento áspero que bajaba de las montañas del altiplano.

Ulises apagó el motor con una impaciencia casi violenta. Abrió la puerta y bajó del vehículo sin mirar atrás. como si llevara a su madre en ese asiento fuera un peso del que necesitaba librarse cuanto antes. Ramona sintió como el silencio del campo se hizo más profundo de repente, apenas roto por el soplido cansado de su propio aliento y por el rebusno suave de Jacinto, el burro que había soportado junto a ella tantas jornadas de mercado y tantas caminatas interminables bajo el sol.

Ulises abrió la parte trasera, sacó una cobija vieja y gastada y la arrojó al suelo con desdén. Luego tomó la soga de Jacinto y la entregó bruscamente a la anciana. Mientras lo hacía, él dijo que no había espacio para ella en la ciudad, pronunciando esas palabras como si fueran cuchillos que se clavan sin cuidado, sin pensar en el daño que causan, con la frialdad de quien decide borrar de su vida, a quien lo dio todo por él.

Ramona lo miró fijamente, intentando encontrar en su rostro algún rastro del niño que había criado, del hijo al que tantas veces sostuvo en brazos cuando el hambre los perseguía. Pero lo único que vio fue una dureza pétrea, un gesto que parecía no reconocerla más como madre. Ella quiso decir algo, quiso suplicar un instante, pero comprendió que las súplicas a un corazón endurecido son como gotas de agua sobre piedra caliente.

Se evaporan antes de poder dejar huella. Ulises regresó a la cabina de la camioneta, encendió el motor y arrancó con un rugido. El polvo se levantó en una nube espesa que se mezcló con la luz anaranjada del atardecer, cubriendo a Ramona y al burro en un velo grisáceo que la hizo toser y cerrar los ojos. Cuando los volvió a abrir, lo único que quedaba era el eco distante del motor alejándose y el camino vacío extendiéndose como una herida hacia la ciudad.

 En ese instante, Ramona sintió un peso en el pecho que casi la derrumba. la certeza de que había sido expulsada no solo de un hogar, sino de la vida misma de su hijo. Se inclinó lentamente, tomó la cobija con manos temblorosas y la sacudió con cuidado, como si al hacerlo intentara dignificar lo que había sido lanzado al suelo como un desecho.

 El aire estaba helado y seco, impregnado del olor de la tierra reseca y de la hierba marchita que crecía a los costados del camino. Jacinto, con sus orejas largas y su mirada serena, se acercó despacio y rozó el hombro de Ramona con el hocico, como si entendiera la magnitud de lo que acababa de ocurrir. Ella acarició la frente áspera del animal y apoyó la frente en su crin, dejando que el calor del burro le devolviera un poco de consuelo en medio del abandono.

 En voz baja, apenas un murmullo que se confundía con el suspiro del viento, Ramona le susurró a su compañero fiel que no la iba a dejar, ¿verdad, Jacinto? Y en ese instante sintió como el burro exhalaba un resoplido suave, casi como un juramento, como si aquel ser que no hablaba con palabras le respondiera con la fidelidad que ningún humano le había dado en ese día cruel.

 Ramona se enderezó lentamente, envolvió sus hombros con la cobija y miró alrededor. El paisaje era desolado, un mar de colinas áridas y piedras dispersas, con un horizonte que parecía no terminar nunca. A lo lejos se alzaban las ruinas de la vieja finca familiar, paredes despintadas y techos caídos que aún guardaban la memoria de tiempos mejores.

 El sol ya descendía, pintando el cielo con tonos rojos y violetas que parecían anunciar una noche difícil. El cuerpo de Ramona temblaba no solo por el frío que se aproximaba, sino por la mezcla de dolor y humillación que le quemaba por dentro. Se sintió como una hoja seca arrastrada por el viento, pero en ese mismo dolor encontró la fuerza de mantenerse de pie, porque sabía que si se dejaba caer, nadie vendría a levantarla.

 Jacinto volvió a rebusnar, esta vez un poco más fuerte, y ella lo interpretó como un recordatorio de que aún no estaba sola, de que aún quedaba una chispa de vida a su lado. Recordó entonces las palabras que su madre le decía en la infancia cuando la vida parecía dura, pero no imposible, que mientras hubiera un corazón latiendo cerca, la esperanza todavía respiraba. Con esa memoria en la mente, Ramona acarició nuevamente a Jacinto y comenzó a caminar lentamente hacia la finca en ruinas, con pasos lentos, pero decididos, arrastrando consigo la cobija, la soga y el peso de una vida marcada por sacrificios. El aire fresco

de la tarde la envolvía como un cuchillo, pero cada paso la acercaba a un refugio, aunque fuera de piedras caídas y de recuerdos rotos. En lo más profundo de su ser, sabía que había sido arrojada como basura, pero también comprendía que los desechos de un hombre no definen el valor de una mujer y que quizás en esas ruinas podía comenzar una nueva historia con la compañía de un burro fiel y la fe que aún ardía en lo secreto de su corazón.

La tarde se hunde de golpe y con ella llega una sombra filosa que corta la piel mientras Ramona, sin perder el pulso, se inclina sobre un círculo de piedras que acomoda con paciencia para levantar un fogón. Sus dedos tiemblan por la edad y por el frío que se desprende de la tierra reseca, pero ella decide que esta noche no la derrota.

Junta ramas húmedas que huelen a lodo y a hierba vieja, porque es lo único que encuentra junto a los muros derrumbados de la finca. Se agacha y frota dos ramitas más secas que guardaba en el costal con un poco de yesca que ha salvado de mercados y lluvias. Sopla con un cuidado casi maternal y el humo primerizo le arde en los ojos hasta hacerla lagrimear. Aparta el rostro.

 Vuelve a intentarlo mientras dice en voz baja que hoy el fuego será su casa y que no va a rendirse. Escucha a Jacinto detrás de ella resoplando con inquietud. El burro mueve las orejas como siera que la noche va a probarlos y ella responde diciendo que sí, que la noche siempre. Prueba a los que todavía creen en algo y empuja otra vez el aliento sobre la yesca hasta que un hilo de llama se estira como una lengua frágil y por fin prende.

 Las ramas húmedas crepitan con un quejido que recuerda puertas antiguas. Suelta un olor agrio que se mezcla con el viento helado que ahulla entre las piedras rotas. Un viento que baja de los cerros con un silvido de cuchilla y se cuela por cada grieta, por cada sombra, por cada recuerdo y por eso ella se cubre mejor con la cobija y arma una barrera con un pedazo de pared que aún se sostiene.

 Se sienta en cuclillas y acerca las manos para que el calor tibio le devuelva sensibilidad a los dedos entumidos. Murmura que gracias, Señor, por este pequeño fuego que parece poca cosa, pero que hoy es vida y se queda un segundo con los ojos cerrados para sentir la sangre recobrando su curso.

 La finca, que en otro tiempo tuvo techo y voces, ahora es un esqueleto con piedras apiladas y vigas partidas. Y cuando el viento sopla, produce un lamento grave que parece una garganta de adobe, un canto roto que va y viene como si los muros quisieran hablarle. Entonces Ramona escucha ese habla mansa de la ruina y dice que entiende que también a ella la quebraron, pero que todavía queda un rescoldo terco que se niega a apagarse y alimenta el fogón con otra rama aún mojada que chisporrotea y lanza chispas pequeñas que se alzan y mueren en el aire como luciérnagas tristes. Jacinto se acerca despacio, pisa con

cuidado para no derribar nada. Arquea el lomo y deja caer el peso cerca del fuego como un guardián que decide su puesto. Estira las patas delanteras, apoya la cabeza a un lado y asiente con los ojos. Y Ramona entiende ese gesto y le dice que así está bien, que se quede allí vigilando.

 Y sonríe por primera vez en horas al ver como el animal acomoda el cuerpo de manera que le corta el viento, como si su costado fuese un muro tibio, más confiable que cualquier pared vieja, y le acaricia el cuello áspero mientras comenta que nadie cuida mejor que quien no habla. Y el burro responde con un resoplido manso que vibra en la noche como un ronquido leve.

 La llama sube tímida pero constante y ella saca de su bolsa un jarro abollado. Recolecta un poco de agua de lluvia que quedó en una arteza de piedra. La acerca al calor hasta que una temblorosa columna de vapor le dice que algo caliente va a tocarle el estómago vacío. Limpia y dice que esta agua tibia, sin azúcar ni maíz, igual sabe a vida cuando uno la bebe con gratitud y bebe absorbitos, dejando que el metal se le pegue al labio y le recuerde el gusto de las cosas sencillas. Y después sopla y le ofrece el jarro a Jacinto, que

olfatea y bebe un poco. Y ella ríe quedito diciendo que hoy compartimos todo porque es lo que hay. Y vuelve a colocar el jarro junto al fuego para que no enfríe de golpe. Luego se lleva la mano al pecho lentamente con un gesto que es más rezo que caricia y aprieta el reboso donde la tela guarda el secreto cosido de la media moneda.

 Lo aprieta hasta sentir su borde contra el esternón. un filo antiguo y familiar, y sus labios se mueven sin producir sonido, como si conversara con alguien que no está, pero la escucha. Y entonces se permite decir que si todavía hay camino para el amor, que ese camino la encuentre despierta, se queda así, sosteniendo el pasado con los dedos, hasta que una ráfaga más dura la obliga a abrochar mejor la cobija y a revisar las brasas.

 El viento, caprichoso y feroz, entra por detrás, choca con las piedras y cambia de dirección. Silva al atravesar un hueco en la pared, como si estuviera tocando una flauta vieja, y trae consigo un polvo fino que pica la nariz y hace toser a Ramona. Ella se inclina para proteger el fuego con el cuerpo, como si fuera un niño arropado en su seno.

 Y dice que no, que esta luz no se apaga. No contigo aquí Jacinto, y empuja otra rama húmeda que escupe gotitas y hace más humo que llama, hasta que por fin cede la humedad y aparece el rojo vivo que tanto necesita. Y en ese afán de sostener la flama, su mente se aclara.

 Recuerda un verso de una canción de cuna que su madre cantaba y lo repite sin cantar, como si lo rezara, y siente como el latido se le aieta, pero no se permite el abandono, porque sabe que en las primeras horas la noche observa y busca la ocasión para colarse en los huesos. Lejos se oye una cadena de ladridos que sube y baja entre los cerros, quizá perros de algún rancho o coyotes que se acercan por hambre.

 Y Ramona comenta que todo ser con hambre aprende a caminar de puntillas, por eso nos mantendremos atentos. Y agarra un palo más largo a modo de bastón, tantea el contorno del fogón y confirma que las piedras están firmes, que el calor ya comienza a calentar el suelo inmediato y se sienta de nuevo muy cerca de Jacinto.

Apoya la espalda en el costado del animal y siente la vibración de su respiración, un compás que la arrulla más que cualquier manta. Y en esa cercanía le confiesa que el corazón no se acostumbra nunca al desprecio que aunque uno lo soporte nunca deja de doler.

 Y sin embargo, también dice que hay dolores que empujan hacia adelante, como empuja el viento las nubes, que tal vez de ese empujón salga algo distinto. La noche avanza, el cielo parece una lona negra salpicada de punzones de luz y ella identifica la cruz del sur, según lo que un viajero le enseñó hace años. Aunque el altiplano y su memoria confundan nombres y rumbos.

 Y comenta que de todos modos cualquier estrella sirve para orientarse cuando uno decide no regresar a quien lo hechó, entonces se incorpora con un esfuerzo que revela el peso de sus 70 años, examina los muros, elige un rincón donde la pared todavía sostiene un arco de sombra, junta hojas secas que el viento arrinconó en un ángulo y las convierte en colchón.

 Extiende la cobija sobre ese montón improvisado y antes de acostarse vuelve a presionar el reboso contra el pecho. Siente la moneda como un latido ajeno y piensa en la palabra destino sin atreverse a pronunciarla, porque ha aprendido que las palabras grandes asustan a los días pequeños.

 Y hoy es un día pequeño en el que un fogón borracho de humo y un burro amigo la sostienen. Entonces habla para sí misma diciendo que Ulises nació con fiebre y que ella lo sostuvo dos noches sin dormir, que aprendió a contar respiraciones y a espantar sombras y que tal vez aquella fuerza no se le terminó. Y al recordar eso, la espalda se le endereza un poco, se coloca de lado para cubrir mejor.

Jacinto con un extremo de la cobija y el burro acepta ese abrigo con un resoplido agradecido. Ella ríe y comenta que pareces niño, y el viento baja un tono como si también escuchara y se calmara al oír un rastro de ternura. Y en ese respiro de calma aprovecha para revisar el tobillo propio, que duele de la caminata.

 frota con las manos y se dice que mañana buscará árnica entre las piedras del arroyo, que el monte siempre ofrece remedios a quien los conoce y que con un poco de suerte encontrará. También una lata oxidada donde guardar brasas para la mañana, porque sabe por experiencia que encender de nuevo con ramas mojadas puede ser más difícil que perdonar a un hijo que la dejó en un camino.

 Vuelve al fuego, añade una astilla que reservó a propósito. Observa cómo la llama se estira y dibuja sobre las piedras figuras que asemejan manos viejas, manos de mujeres del pueblo, manos que han amasado tortillas y lavado ropa en agua helada. y se siente en compañía de los secos que la rodean. Y entonces dice que no está sola, no del todo, porque la memoria es una casa que uno lleva puesta y acaricia el borde del reboso con los dedos entumidos.

 Palpa las puntadas que cosieron la moneda, cada doblez con su historia, cada nudo como un pequeño juramento. Y en ese acto se convence de que la madrugada llegará, de que la luz siempre llega, aunque llegue lenta, y se permite una sonrisa breve que el fuego toca y hace brillar. Sin querer cabecea de cansancio, pero reacciona al oír un crujido en la maleza.

 Toma el bastón de inmediato y dice en voz firme que quien sea que ande rondando, que sepa que aquí hay ojos y fuego. Y Jacinto se incorpora a medias, alza las orejas y mira en la misma dirección. El sonido se apaga como arrepentido y la noche retoma su respiración antigua. Ella baja el bastón y comenta que así es, que muchas cosas asustan hasta que se les pone frente y el burro vuelve a acomodarse junto al fogón, confirmando que el puesto de guardia no se abandona y como no quiere dormirse hasta que el último carbón quede firme. Ramona se entretiene en contar los latidos entre una ráfaga y otra. Descubre que el viento tiene un

compás que entra y sale como un pecho gigante y se dice que puede bailar con ese compás y aprende a escucharlo. Por eso cierra los ojos sin rendirse, apoyada en Jacinto, respirando hondo, hablando suavemente al fuego para que no se sienta solo, asegurando que mañana buscarán agua limpia y un techo más decente, y que quizá encuentre a alguien en el pueblo que aún recuerde su nombre. Y el fuego responde con un chasquido amable, como si prometiera acompañarla.

Y al fin, cuando la madrugada empieza a dibujar un gris casi imperceptible en el borde del cielo, Ramona siente que la moneda bajo el reboso se calienta con el calor que le sube del pecho y piensa que tal vez la vida también se suelda por dentro con pequeños fuegos que uno defiende a fuerza de aliento, de manos y de terquedad.

 Y con ese pensamiento se permite cerrar los ojos un momento más, no para olvidar, sino para descansar adentro de la llama que ella misma encendió. La madrugada cae como una manta áspera sobre el altiplano y el fogón que Ramona ha conseguido mantener vivo respira en brasas, exhala una luz baja que tiñe de naranja los bordes de las piedras y le calienta apenas las manos.

 Cuando un gemido, primero delgado y luego más hondo, rompe el silencio desde el arroyo. Un sonido que no es del viento, ni del coyote ni del burro. Un sonido humano que duele en el aire, igual que un hilo roto en el telar, y ella se endereza con un sobresalto que le sacude la espalda.

 Tantea el suelo con el bastón y toma la lámpara de ocote que guarda para las urgencias. La enciende con la misma brasa que minutos antes defendía de la noche y la llama pega un salto, titubea, se afirma. Y entonces la anciana dice en voz firme que aquí hay alguien que necesita ayuda, que si responde quizá logre llegar a tiempo, y sin perder un segundo se cubre mejor con la cobija, aprieta el reboso contra el pecho como quien sujeta una promesa y avanza decidida con el brazo extendido, sosteniendo la lámpara que tiembla en su mano por la edad y por el viento que no perdona. Atrás. Jacinto levanta la cabeza, escucha el quejido

que vuelve a repetirse más cerca y más herido, y se pone de pie con un bramido suave. Y Ramona le dice sin mirarlo, “Que venga, que la noche no se camina sola.” Y el burro la sigue con pasos cortos y cautelosos, abriendo camino entre las sombras con esa paciencia antigua que solo tienen los animales que han visto pasar demasiados inviernos.

 El sendero hacia el arroyo se convierte en una trenza de tierra y piedras sueltas. El olor del agua se insinúa entre las jarillas y los zacatales, un olor frío y metálico que trae consigo la piel levantada de la madrugada y cada vez que el viento sopla más fuerte, la llama de octa y vuelve a levantarse, proyectando figuras en los muros caídos, como si las sombras jugaran a recordar.

 Ramona piensa que el quejido bien pudo ser una trampa porque sabe de historias donde los desesperados terminan siendo señuelo para los violentos. Pero también dice para adentro que la misericordia no mira el reloj ni los miedos si alguien está tendido en la oscuridad.

 Por eso no se detiene y al llegar a la orilla del arroyo distingue a la luz temblorosa una figura desparramada entre las piedras, un bulto de hombre con la camisa pegada al cuerpo por el sudor y el frío, el tobillo torcido que ya se dibuja como un pan hinchado al borde de la bota, el labio partido de donde cae una gota que no termina de caer, porque el viento la seca a mitad de camino y una mano crispada sobre el pecho como si protegiera algo pequeño y valioso atado con un hilo.

 Ramona se acerca despacio y dice que no se asuste, que es una mujer mayor con un burro, que trae una lámpara y dos manos, que si puede hablar que hable. Y el joven, porque ya ve que es joven por la barba rala y la piel castigada de sol, intenta incorporarse, apoya el codo en la piedra húmeda, suelta un suspiro que suena a dolor viejo y gruñe que se vaya, que no tiene nada para dar, que solo necesita dormir, pero el cuerpo no le obedece y la rodilla le tiembla como si sus huesos fueran ramas verdes.

 Y cuando intenta apartar el brazo de Ramona con un gesto brusco, su fuerza se quiebra como un vaso fino y cae exhausto, dejando escapar otro gemido que esta vez parece un ruego. Sin palabras, la luz de locote revela en retrasos su rostro. Hay polvo pegado al sudor. Hay pequeños puntitos oscuros clavados en las manos como si hubiera peleado con nopales.

 Hay en los ojos una mezcla de rabia y vergüenza. La rabia de quien ha sido pateado por el camino y la vergüenza de saberse débil frente a una desconocida. Y Ramona, que conoce esos dos gusanos porque le han pasado por dentro, inclina la lámpara para verlo mejor y dice que no va a dejarlo tirado, que ella también fue dejada en un lugar sin nombre, que a veces el mundo te tira como a una lata vacía, pero que ahí mismo se puede encender fuego si se conserva un poco de aliento.

 Y el muchacho intenta reír, pero le duele el labio y entonces traga saliva y responde diciendo que se llama Mateo, que venía de un corte de nopal y que unos hombres le arrebataron la paga cerca de la brecha, que corrió y que al huir torció el paso y oyó el crujido del tobillo como un palo seco, y añade que no quiere problemas, que no quiere que lo roben otra vez, ni que lo usen de excusa para algo peor.

 Y Ramona, al escucharlo, apaga con un soplido la sensación de peligro y le contesta, diciendo que no ha venido a robarle ni a interrogarlo, que lo único que trae es agua de la asequia y una manta tibia, y que si él permite, ella le limpiará la sangre del labio para que la noche no se la beba.

 Jacinto, que ha permanecido unos pasos atrás con el lomo encorbado para cortar el viento, da un paso adelante, inclina la cabeza y olisquea la mano de Mateo. Y el joven, con incredulidad del que no ha sido tocado con bondad en mucho tiempo, dice que el burro lo huele como si fuese amigo. Y Ramona responde diciendo que Jacinto tiene mejor nariz que los hombres para reconocer quién no viene a hacer daño.

 Y para demostrarlo, saca de la bolsa un pedacito de manta limpia, la humedece con agua fría que recoge en su palma cuarteada y con movimientos pequeños y firmes lava el labio sangrante. El agua corre mezclada con rojo sobre la piedra y parece tinta diluida que la tierra absorbe sin hacer preguntas. Él aprieta la quijada por el ardor, pero no se aparta.

 Y cuando el dolor baja un poco, suelta el aire y agradece en un murmullo que apenas se oye porque el viento se lo lleva y añade que no está acostumbrado a que lo atiendan así, que hace rato que la vida no le habla con manos. Y Ramona replica diciendo que las manos hablan cuando la boca sabe callar, por eso mejor calla y trabaja.

 Y de inmediato se inclina hacia el tobillo hinchado para observarlo. Presiona el contorno con la yema de los dedos. Nota el calor que sube por la piel y la tensión del músculo que late como si tuviera corazón propio. Dice que hay torcedura y tal vez algo más que lo sabrá cuando amanezca, que no conviene moverlo sin asegurar.

 Y él protesta débilmente diciendo que puede levantarse solo si se apoya en la piedra, pero al intentarlo el pie le traiciona, la pantorrilla cede, la vista se le nubla y vuelve a caer con un golpe que retumba en el silencio. Y esta vez ya no protesta, solo aprieta los dientes y aprieta también el pecho como si cuidara ese objeto atado que la luz de Ocote deja entrever bajo la camisa.

 Un pequeño círculo que reluce apenas y que él protege con el instinto de quien ha perdido casi todo. Ramón anota el gesto, no pregunta porque aprendió que hay secretos que solo se confían cuando el cuerpo deja de doler. Así que prefiere hablarle al corazón del muchacho y dice que no se apure, que mientras haya una llama encendida y un animal fiel cerca, hay camino, y que si él puede aguantar un momento más, ella irá por dos palos y por el reboso para improvisar algo que lo saque de ese lecho de piedras, que no va a dejarlo a la intemperie, porque la noche no perdona hueso roto. Y él, con

el orgullo herido, pero la razón intacta, admite diciendo que entiende, que aceptará lo que ella disponga, porque no tiene más fuerza para discutir con la madrugada, y con un hilo de humor que le queda, agrega que no le corresponde a un jornalero corregir a una mujer que enciende fuego con ramas mojadas.

 Y ese chispazo de humor le calienta la mirada a Ramona porque ve en esa broma la señal de que el alma de ese joven no está vencida, así que se incorpora y le asegura diciendo que volverá en un parpadeo, que no lo abandona, que Jacinto se queda aquí custodiando y le pide a su compañero con voz dulce que vigile al muchacho igual que vigila las brasas.

 Y el burro, serio como un viejo comisario, se planta junto a la cabeza de Mateo, lo mira desde arriba con una curiosidad solemne y emite un rebuzno muy bajo que más parece una respuesta que un ruido. Y entonces el viento hace una pausa como si le diera a la escena un recuadro de quietud. Y en esa pausa Ramona respira hondo.

 Recoge en su memoria la ubicación de las ramas que dejó junto a la finca y emprende el camino de regreso con la lámpara por delante, midiendo cada paso para no tropezar, sabiendo que cada segundo importa, porque la temperatura cae y la piel del muchacho ya tiembla. Y mientras avanza, se presiona el reboso contra el pecho y siente el borde frío de la media moneda cocida que la acompaña desde un tiempo que ahora preferiría no nombrar y ese frío la despierta como una campanada por dentro.

 Le recuerda que no hay casualidad en el gemido que escuchó ni en la ruta que tomaron sus pies y suspira diciendo que tal vez el altiplano tiene sus propias maneras de reunir a los que quedaron sueltos. Y al decirlo, sus ojos se humedecen, pero no por tristeza, sino por la certeza rara de estar en el lugar exacto donde una vida cambia de dirección, algo que se siente en la piel como un aire distinto, como un aroma nuevo entre los mismos matorrales.

 Y cuando vuelve a mirar hacia el arroyo, a la distancia corta que ahora se agranda por el miedo a ser lenta, ve la silueta inmóvil de Jacinto a contraluz y el bulto oscuro de Mateo que apenas se mueve. Escucha otra vez un gemido, pero esta vez menos roto, como si el muchacho hubiera encontrado una rendija de alivio en la mera compañía.

 Y entonces apresura los pasos, vuelve a la finca, apaga con cuidado dos brazas y las guarda en una latita que encuentra entre los escombros para llevar calor al arroyo. Recoge dos palos rectos que la noche le ofrece y se apresta a regresar. Y mientras lo hace, repite para sus adentros que nadie se queda en el suelo cuando hay manos y voluntad, y que si ella fue echada a un camino, este camino ahora será el que la convertirá en abrigo de alguien.

 Y con esa convicción, que es más fuerte que el frío, vuelve al arroyo con la lámpara temblando, pero viva, con Jacinto respirando hondo como un tambor de guardia y con el corazón latiendo aún. Ritmo nuevo que parece anunciar que lo que empezó como un quejido en la oscuridad está a punto de convertirse en una historia que no se puede olvidar.

Ramona regresa al arroyo con los dos palos más rectos que ha encontrado y con el reboso listo entre las manos, la lámpara de ocote adelante marcando parches de luz en la tierra húmeda. Y al ver a Mateo tirado entre las piedras, vuelve a sentir esa mezcla de prisa y ternura que la empuja a actuar sin dudas, de modo que se arrodilla junto a su costado, deja la latita con brazas cerca para robarle frío a la madrugada y le dice que van a sacar el dolor del piso porque acostado aquí la noche se lo come. Él intenta incorporarse con dignidad y responde diciendo que puede

solo, pero que el tobillo le corta el aire cuando se mueve. Y entonces ella le pide que no sea terco, que por ahora el orgullo sirve menos que un nudo bien hecho, y le muestra los palos, mientras explica con calma que atará el reboso para hacer una camilla.

 Que lo importante es mantener el pie quieto y la cabeza templada, que juntos podrán llegar a la finca antes de que el viento les robe toda la fuerza. Con dedos rápidos que han anudado racimos y cuerditas toda la vida. Ramón atensa la tela aulada del reboso, la pasa por debajo de los palos como si tejiera una escalera y aprieta cada cruce con un doble lazo que prueba jalando hacia sí.

Satisfecha cuando la tela no cede, corta dos tiras de manta del borde de su propia cobija sin que le tiemble la decisión. y dice que esas tiras servirán para fijar el tobillo. Mateo la observa con ojos aún empañados y suelta un casi imperceptible gracias que suena más a óxido que a voz, pero que alcanza para darle a ella el combustible de otra jornada.

 Jacinto se acerca al borde del arroyo con paso cuidadoso, resopla con una vibración que parece un tambor dentro del pecho y al notar la urgencia inclina un poco el lomo, como si hubiera entendido que esa noche debe convertirse en puente. Y Ramona le acaricia el cuello con la palma abierta mientras le explica en voz baja que necesitará que sostenga el peso del muchacho sin moverse, que ella guiará despacio, que no habrá gritos ni tirones, solamente paciencia, y el burro noble como un árbol viejo deja salir un aire tibio por el hocico que empaña la superficie de la

lámpara por un instante. Ramona se vuelve hacia Mateo y le dice que ahora contarán juntos hasta tres, que en uno ella tomará sus hombros, en dos él doblará la rodilla buena para ayudar y en tres subirán su cuerpo al lomo de Jacinto con suavidad. y antes de empezar le pregunta si guarda algo importante bajo la camisa que quiera sujetar mejor, porque ha notado el gesto involuntario con que protege el pecho.

 Él duda un segundo y responde diciendo que es solo una medalla vieja que le recuerda que nació de mujer, aunque no sepa su nombre, y ella asiente sin preguntar más. Coloca su mano en la nuca del joven, percibe el sudor frío que moja el cabello y cuenta el uno con firmeza.

 En el dos, él intenta doblar la pierna sin que el tobillo lesionado toque la piedra y en el tres, su cuerpo asciende con un quejido hondo que se muerde por orgullo, resbala medio palmo. Y es el burro quien con un movimiento apenas perceptible del lomo encuentra el punto de equilibrio y lo retiene. De modo que Ramona aprovecha para pasar la soga por debajo de las axilas de Mateo y por delante del pecho, la anuda al cincho improvisado con la faja que ella misma llevaba a la cintura y luego amarra el extremo libre a la parte baja del arnés de Jacinto. mide

respiraciones, ajusta un poco más el lazo y le dice al joven que no tendrá que sostenerse con fuerza, que la soga hará de manos y por si acaso desliza bajo su cadera un bulto de manta doblada para que el hueso no golpee en la marcha. Empieza el regreso con pasos cortos, probando el terreno con el bastón, como se prueba una sopa caliente.

 Y cada piedra suelta exige una atención que a otros les parecería excesiva, pero que para ella es vida o caída. El viento sigue desgarrando el borde del cielo y el ocote chisporrotea. A veces se inclina tanto que parece a punto de apagarse y entonces ella protege la llama con su cuerpo y le dice al fuego que no la deje ahora que va con un hijo ajeno a cuestas.

 Y la llama resiste como si también entendiera la urgencia. Mateo guarda silencio durante varios metros. El silencio de los que aprenden a no pedir por miedo a deber. hasta que la vibración del caminar le arranca un suspiro que ya no puede disimular y admite diciendo que el tobillo le arde como si una mano invisible lo apretara con saña, que el labio late al ritmo del pie y que la cabeza le da vueltas.

 Ramona contesta diciendo que respire como quien sopla una semilla por la nariz y con calma, que imagine el aire bajando hasta la planta del pie y apagando un poco la brasa. Y mientras lo guía, sigue conversando en voz baja para mantenerlo despierto. Le dice que el altiplano sabe escuchar a los que caminan de noche y que por eso conviene hablarle con respeto, que el burro entiende más de lo que parece y que la finca, aunque vieja, aún tiene una esquina que no se ha rendido y que allí pondrán de nuevo un fuego que cure. Jacinto, atento a cada palabra, elige el trazo más firme del

sendero, hunde las pezuñas con control para que el peso de Mateo no se sacuda y cuando alguna piedra rueda, él se detiene por instinto. Mira de reojo a Ramona y espera, y ella le agradece con un toque en el cuello y con la promesa de una ración de maíz que aún no sabe de dónde sacará, pero que en su boca ya suena cierta.

 Y así entre pausas cortas y avances suaves, llegan a la boca de la finca en 19 ruinas, justo cuando la noche abre un ojo más oscuro. El aire es más frío aquí y huele a adobe húmedo y a madera vieja. La latita con brasas que ella ha protegido con su propio cuerpo. Aún guarda el rojo que necesitan para revivir el fogón.

 Y en pocos movimientos que surgen de la práctica, Ramón ajunta tres piedras, sopla con ritmo, añade una astilla seca que había reservado y el fuego amanece en un chasquido. Luego guía a Jacinto hasta el rincón que mejor corta el viento y le pide que se quede quieto mientras le baja a Mateo con el mismo conteo de antes.

 Y cuando el joven está ya sobre la manta, ella improvisa una almohada con el costal y le eleva el pie hinchado sobre un rollo de tela para aliviar. Él intenta preguntar si puede ayudar en algo y ella responde diciendo que sí, que puede ayudar no cayéndose del lado oscuro, que su tarea ahora es aguantar el humo sin perder el humor.

 Ramona abre su saquito de manta y saca un manojo de árnica seca que guarda para las torcedas del mercado. La desmenuza en un jarro con agua que ya hierve y el aroma acre se alza como una nube que limpia. remoja una tira de tela en la infusión y la exprime con fuerza antes de apoyar la compresa caliente sobre el tobillo.

 Mateo muerde el aire, pero no se aparta porque el calor trae un dolor distinto, el dolor que empieza a desanudar y cuando la piel se acostumbra, ella cambia la compresa por otra para no dejar enfriar. Mientras con un paño húmedo limpia el labio herido, arrastra la sangre, seca hasta ver el rojo vivo y susurra que las heridas cuentan su historia, pero también estorban cuando quieren quedarse a vivir en la cara.

 Él ríe apenas y dice que jamás le limpiaron el dolor con tanta delicadeza. Y Ramona contesta diciendo que la delicadeza no es lujo, es herramienta, que si no se usa se oxida y la gente se corta con sus propios filos. El tibio va entrando en el pie y lo ablanda de a poco.

 La respiración de Mateo encuentra un ritmo menos apurado y entonces el hambre golpea con su puño viejo desde el estómago de ambos. Así que ella busca en la bolsa su puñado de pinole guardado, ese maíz molido que le ha salvado amaneceres, lo echa en el jarro limpio con agua y lo mueve sin prisa hasta volverlo un atole espeso de color humilde.

 le agrega una lasca de piloncillo que conserva como tesoro y cuando el hervorta una pequeña niebla dulce, lo aparta del fuego, sopla para no quemar la lengua y le acerca el jarro humeante a Mateo, diciendo que lo tome en dos manos para que el calor entre también por la piel. Y él, con los dedos aún temblorosos, obedece y bebe un sorbo que le sube a los ojos como lágrimas. Asegura diciendo que sabe a casa, aunque no recuerda cuál.

 Y Ramona responde diciendo que el sabor de casa no está en las paredes, sino en el gesto con que se ofrece, que por eso un jarro sencillo puede enderezar una noche entera. Jacinto, tendido junto al fogón como un guardián que no parpadea, mira la escena y resopla satisfecho. Y ella le promete en voz audible que mañana le conseguirá algo mejor que palabras.

 mientras acerca otra compresa al tobillo y lo envuelve con la venda que improvisó con una tira larga del reboso, dejando la presión justa para que no corte la sangre, y le explica al joven que ese pie no caminará hoy ni mañana, que el cuerpo demanda reposo y ella no discute con la carne cuando sabe hablar.

 Él asiente y dice que hará caso, que aún no entiende por qué una desconocida y un burro lo sacaron del suelo, pero que lo recordará con su vida. Y Ramona le contesta, diciendo que no hace falta prometer alto, que alcance convivir derecho y no dejar a nadie tirado en el camino. Y en esas palabras dichas sin grandeza, hay una autoridad tranquila que ordena el aire de la ruina.

 El fuego se sostiene, las sombras ya no muerden, y el jarro de atole que pasa de mano en mano deja un brillo en los labios que parece salud. Mateo cierra por un instante los ojos y cuando los abre la mira con una mezcla de asombro y gratitud que no necesita más explicaciones. Intenta decir que si ella necesita algo, él lo hará en cuanto el dolor lo suelte.

 Y Ramona responde diciendo que por ahora solo necesita que beba hasta el fondo y que duerma un poco, que mientras tanto ella vigilará el fogón y Jacinto la puerta. Y sin declararlo en voz alta, ambos comprenden que se ha establecido un pacto simple y sagrado en medio de la nada. El pacto de quienes se salvan los unos a los otros con lo que tienen a mano.

 Un rebozo hecho camilla, un burro que se queda, una infusión de árnica, un jarro de atole humeante y dos corazones que contra la noche se atreven a latir al mismo paso. El fuego sostiene una respiración naranja que se abre y se cierra como un párpado cansado, y la finca en ruinas parece tomar forma alrededor de esa luz, con las paredes sin techo dibujando sombras torcidas que suben por los restos de adobe como si fueran recuerdos trepando otra vez para mirar la noche.

 Y en ese pequeño mundo, Ramona ajusta la compresa tibia sobre el tobillo de Mateo y siente bajo sus dedos el pulso tenso que empieza a rendirse, el latido caliente que por fin baja un tono tras él. Primer alivio del árnica. Y entonces el joven rompe el silencio con una voz rota, cascada por el frío y el cansancio.

 Y dice que, ¿por qué lo ayuda si a él nadie lo espera? ¿Y si lo que trae sobre los hombros no alcanza ni para agradecer? Y lo dice sin desafío, pero con esa aspereza de los que han tenido que caminar tragándose las lágrimas hasta volverlas un hábito. Y al escucharlo, ella lo mira con una paciencia de pozo hondo y contesta diciendo que lo ayuda, porque a ella también la dejaron tirada en un camino que olía a polvo y a desamparo, que la descolgaron de la vida como quien desata un bulto que ya no sirve y que por eso aprendió que el suelo no es lugar para dormirse. cuando todavía se tiene dentro una chispa tercita de calor y añade que

lo ayuda porque un día también la ayudaron a sostener la dignidad con las dos manos cuando la noche parecía más larga. Y mientras lo dice, no quita la mirada del vendaje, porque ha aprendido que las verdades se dicen mejor con los dedos ocupados, sin exigir al otro que la sostenga con los ojos.

 Mateo escucha y un brillo húmedo le empuja la vista a otro lado, hacia la pared descascarada donde el fuego proyecta las orejas grandes de Jacinto, que mastica despacio un manojo de hierba rescatado entre las grietas del patio, y ese masticar, con su ritmo de molino antiguo, hace de música para un silencio cargado que se instala entre los dos.

 Un silencio que no incomoda del todo porque en él respira algo que los reconoce. Y Ramona decide no llenarlo con palabras inmediatas. Deja que arda y que diga por sí mismo lo que ninguna frase sabría nombrar sin romperlo. Se limita a acomodar un tronco delgado para que la llama no decaiga y a comprobar con la yema el borde del vendaje.

 Y entonces, sin levantar la voz, comenta que hay preguntas que no piden respuestas urgentes, sino una compañía que no se vaya. Y al decirlo, el viento que entra por la abertura del muro produce un gemido suave, como de flauta maltratada, que hace vibrar los bordes del jarro vacío y que mantiene la atención en la fragilidad del momento.

 Jacinto endereza el cuello un segundo, escucha algo que solo él percibe y vuelve a su masticar paciente. Y Mateo deja salir el aire por la nariz, como quien suelta poco a poco una noche entera, confiesa diciendo que a veces siente que su nombre no pesa, que en los lugares por donde pasa él es otro más entre jornaleros, otra espalda para el capataz, otra sombra de las que no se cuentan al cerrar la jornada y que por eso le cuesta creer que una desconocida le envuelva el dolor como si fuera suyo. Y mientras habla, mira al

fuego para no quebrarse. Y Ramona, que no tiene prisa por corregirlo, responde diciendo que hay nombres que parecen livianos porque pocos los han llamado con cariño, pero que aún así valen, que uno aprende a pronunciar su propio nombre con respeto cuando alguien lo trata sin humillación.

 y agrega que la primera lección de cualquier herida es recordarnos que el cuerpo es un prójimo al que hay que visitar con paciencia y por eso pide que beba otro sorbo de la tole, que todavía guarda calor en el fondo del jarro. Él obedece y siente como la dulzura pequeña del piloncillo se pega a la lengua con una ternura que casi duele.

 Baja por la garganta y encuentra un hueco en el estómago que parece abrirse como una puerta vieja. Y allí descansa. Y por un instante, con esa mínima abundancia, aparece la pregunta de si acaso la vida podría ser siempre así de simple, con un fuego resistiendo, un animal haciendo guardia y dos personas compartiendo la intemperie sin pedir. Factura del pasado.

 El silencio vuelve, ahora más manso, y ambos escuchan. El crepitar que conversa con el viento, el roce sordo de la lengua de Jacinto contra la hierba, un insecto que golpea torpemente el borde de la lata, el cuerpo mismo haciendo sus ruidos de taller a medianoche y como la quietud les regala un espacio que no tenían desde hacía horas.

 Ramona apoya la mano sobre el reboso a la altura del pecho y siente el canto frío de la media moneda cocida, un borde circular que la acompaña como un pulso secreto y sin pensarlo demasiado, deja que de su garganta salga un tarareo bajo. Una canción de cuna antigua que su madre cantaba en un cuarto de paredes de cal. Una melodía sin palabras que ella ajusta al ritmo del fuego.

 Un arrullo que no pretende dormir a nadie, sino recordar que la ternura es un puente que no se cae aunque soplen los malos vientos. Y esa música mínima, que casi no es música, sino un hilo tibio, se cuela en el aire y lo ablanda. Y Mateo, al oírla reclama sin querer con un gesto el borde de su propio secreto.

 Lleva la mano al pecho con pudor, como si espantara un insecto, y debajo de la camisa toca su medalla en silencio, un pequeño círculo de latón atado con hilo que ha sido para él más que un objeto, una brújula y a veces un ancla. y la rosa con el índice como si le pasara el polvo a una foto. Y a ese contacto responde con un escalofrío que no tiene que ver con el frío, sino con un viejo impulso de recordar y a la vez de callar. y prefiere callar.

 Porque la historia de esa medalla, que siempre le dijeron que perteneció a una mujer que tuvo que elegir entre salvar un bebé y ahogarse con él, pesa demasiado para una primera noche sin techo. Lo que sí se permite decir con voz que ya no suena tan rota, es que la música de Ramona le suena a patio con sillas de madera y a fogón con comal, a una casa humilde donde los pasos de los hijos sonaban como promesas y que no entiende cómo puede reconocer un lugar al que tal vez nunca fue.

 Y ella sonríe sin exhibir la sonrisa y responde diciendo que hay canciones que se aprenden en la sangre y que por eso se reconocen incluso antes de ser escuchadas, que quizá su madre cantó una parecida o quizá la tierra misma trae tatuadas esas melodías para cuando se nos olvida quiénes somos. Y al decirlo, la punta de la llama parece asentir con un pequeño baile.

 Mateo cambia el peso de la espalda, encuentra un acomodo mejor sobre la manta y comenta, como quien confiesa un hábito vergonzoso, que cuando el cansancio lo parte, siempre se toca esa medalla para acordarse de que salió vivo de otras noches y que a veces imagina una voz sin rostro diciéndole que no se rinda.

 Si Ramona, en lugar de preguntar detalles, prefiere afirmar diciendo que no se rendirá esta noche, porque el cuerpo ya hizo mucha ruta, porque el pie exige descanso y porque la fe tiene también la forma de acostarse sin miedo junto a un fuego que alguien encendió para ti. Y con ese permiso compartido, ambos aceptan que no hay nada más que hacer por ahora, salvo mantener la llama y no dejar que el pensamiento se llene de sombras.

 La canción vuelve a nacer de la garganta de la mujer como un hilo más firme. Sube y baja apenas. Recorre el aire con el mismo cuidado con que ella acomodó la venda. Y en ese ir y venir la memoria de Ramona toca sin querer la época en que mecía a un niño en brazos mientras la lluvia martillaba los techos de lámina. Aunque ella no dice nada, solo deja que el tarareo lleve por dentro lo que la boca decide guardar.

 Y Mateo, que siente ese oleaje, aunque no conozca sus nombres, cierra los ojos un instante y se permite imaginar que no está solo, que otras manos hubieran podido sostenerlo. Y esa ilusión breve, lejos de dolerle, le presta calma. Jacinto, como si entendiera que ya no hace falta vigilar tanto, se recuesta de medio lado con las patas dobladas y deja salir un resuello largo que parece un suspiro satisfecho.

 Y ese sonido simple pone un punto seguido al silencio. Y Ramona aprovecha para revisar una vez más el tobillo. Pregunta con una suavidad que no exige si el dolor cambió de sitio. Y él responde diciendo que ahora es más sordo, como si alguien hubiera aflojado un nudo. Y ella asiente y le promete que con otra compresa y con el amanecer el pie hablará menos en voz alta para que la cabeza pueda pensar otras cosas que no sean el dolor.

 Y luego, sin solemnidad, lo invita a guardar fuerzas y a confiar en la guardia humilde de esa esquina sin techo. Cuando por fin la canción se apaga sola, como se apagan las brasas cuando ya no necesitan decir nada, la noche queda suspendida en un equilibrio raro, no del todo amable, pero ya no feroz.

 Y en ese equilibrio, Mateo se acomoda, pasa el pulgar por el borde gastado de su medalla, como quien firma un pacto consigo mismo y jura en secreto, sin palabras, que mañana, si el pie lo permite, pagará esta bondad con lo que tenga a mano. Y antes de cerrar los ojos, le dice a Ramona que si el sueño la vence, no tema, que él cuidará la llama con la mirada.

 Y ella responde diciendo que las miradas que cuidan son también una manera de calentar, que por eso será buena idea que duerman en turnos y como si el acuerdo estuviera escrito en el techo que ya no existe. Ambos bajan el peso del día y dejan que el fuego haga lo suyo. Que el burro mastique lo que encuentra, que el altiplano cante su viento y que la esperanza se quede un rato más sentada con ellos.

 Sobre todo ahora que una pregunta dura y una respuesta sencilla han abierto un hueco donde la humanidad respira con calma. El sol ya había subido lo suficiente como para calentar las piedras de la finca. Y Ramona estaba recogiendo hierbas secas en una lata oxidada para alimentar el fogón, cuando escuchó a lo lejos el crujir áspero de llantas sobre el camino de terracería, un sonido distinto al eco natural del viento y de los cascos de Jacinto.

 un sonido que hacía presagiar la llegada de alguien que no traía paz en los bolsillos y antes de poder reaccionar, la silueta de una camioneta apareció entre la polvareda, levantada por el mediodía, deteniéndose con brusquedad frente a la entrada de la finca en ruinas.

 Del vehículo descendió Ulises con un gesto endurecido que parecía esculpido por el rencor, y detrás de él bajó un hombre corpulento de mirada fría, un capataz acostumbrado a intimidar con solo cruzar los brazos. Y Ulises, sin saludar, sin mirar con humanidad, señaló de inmediato a Jacinto, que pastaba tranquilo a un costado del muro, y dijo con voz seca que ese burro era suyo y que su madre tenía que regresar con ellos a la ciudad para firmar unos papeles, palabras que sonaron como un mandato ya decidido, como si el burro fuera un objeto y ella un estorbo que todavía podía rendir algún provecho en el registro municipal. Pero Ramona, que llevaba días recogiendo

sus pedazos de dignidad junto al fuego, se levantó despacio, sacudió el polvo de su reboso y lo apretó contra el pecho como quien abraza una verdad inviolable. Y plantando los pies en la tierra seca, respondió con calma férrea que Jacinto estaba registrado a su nombre en el ayuntamiento, que lo había comprado con su trabajo y que ningún papel amañado podía cambiar esa verdad.

 Y lo dijo con tal claridad que por un segundo el viento pareció detenerse para escuchar la firmeza de aquella anciana que ya no se permitía ser arrojada de nuevo a la intemperie. El capataz soltó una carcajada burlona y dio un paso al frente como para demostrar que su tamaño podía arrasar con cualquier resistencia. Pero en ese instante Mateo, que seguía convaleciente en la sombra del muro, se apoyó en un palo grueso como bastón.

 se incorporó con esfuerzo y avanzó cojeando hasta colocarse entre Ramona y los dos hombres. Su respiración era pesada y su rostro mostraba aún el rastro del dolor en el tobillo. Pero en sus ojos había un brillo distinto, una mezcla de desafío y de gratitud, y con voz firme, aunque ronca, declaró que la señora no iba a afirmar nada hoy, que si ellos pretendían intimidarla, tendrían que pasar primero por encima de él.

 Y al escucharlo, Ulises frunció el ceño con una furia contenida, como si no pudiera comprender cómo un desconocido, un jornalero maltrecho y sin nombre, se atrevía a plantarse con tanta decisión frente a él y lo señaló diciendo que no tenía derecho a entrometerse en asuntos de familia, que más valía que se apartara antes de lamentarlo.

 Pero Mateo sostuvo la mirada con una calma que escondía años de golpes y humillaciones y contestó diciendo que justamente por haber sido tantas veces tirado en el camino, no iba a permitir que repitieran esa injusticia con la mujer que lo había levantado, que a veces los lazos de sangre se cortan, pero los de dignidad se atan en el momento más inesperado.

 Y al decirlo, Jacinto levantó la cabeza, emitió un rebuso fuerte y golpeó con las pezuñas el suelo como si secundara la declaración del joven y se uniera a la defensa. Ramona miró a su hijo con los ojos llenos de dolor antiguo y le dijo que lo que hacía aquel día confirmaba que ya no quedaba rastro del niño que alguna vez abrazó, que se había convertido en un hombre dispuesto a despojarla de lo poco que le quedaba.

 y preguntó con voz quebrada si de verdad podía vivir tranquilo, sabiendo que la había abandonado entre piedras y viento. Pero Ulises, endurecido en su ambición, evitó responderle directamente y ordenó al capataz que terminara el asunto, que arrancara al burro de donde estaba y la obligara subir a la camioneta para firmar esos papeles.

 Entonces el capataz dio un paso más, estiró la mano hacia la cuerda de Jacinto, pero el burro, como si supiera exactamente lo que ocurría, se adelantó con un empujón seco de su cabeza y lo obligó a retroceder varios pasos. La fuerza inesperada del animal desestabilizó al hombre grande y su gesto de burla se convirtió en un gruñido de rabia.

 Y mientras recuperaba el equilibrio, Mateo levantó el bastón en señal de advertencia y dijo que no se atreverían a tocar ni a la señora ni al burro porque ahora no estaban solos, porque había testigos en cada sombra y porque hasta el viento del altiplano llevaría la noticia de la injusticia si se consumaba. En ese momento, el aire se cargó de tensión.

 La tierra parecía crujir bajo los pies de todos y el sol golpeaba directo en los ojos. Ulises apretó los dientes con un odio impotente y escupió al suelo diciendo que todo se arreglaría en el pueblo, que allí las palabras y los papeles hablarían más fuerte que las voces débiles de una anciana y un jornalero.

 Luego giró sobre sus talones, subió a la camioneta y con un gesto seco ordenó al capataz que lo siguiera. El motor rugió y la nube de polvo volvió a cubrir la finca mientras Ramona quedaba con el corazón latiendo fuerte y con las manos apretadas en el reboso, agradeciendo en silencio que todavía hubiera resistencia en su vida.

 Y Mateo, sudoroso y pálido por el esfuerzo, se dejó caer otra vez en la manta junto al fuego, respirando hondo, pero con la certeza de que había defendido algo más grande que él mismo. Y Jacinto, con las orejas erguidas y la mirada fija en la polvareda que se alejaba, se acomodó de nuevo a su lado. Guardián de la fidelidad y testigo de que la amenaza había regresado.

 Sí, pero no había logrado quebrar lo que el fuego y la dignidad empezaban a construir en aquella casa rota. El capataz, aún con el polvo del camino pegado en sus botas y la sombra de la camioneta recortada detrás de él, dio un paso al frente con un aire desafiante, como si cada músculo de su cuerpo quisiera recordar a los demás que había sido contratado para imponer miedo y no para escuchar razones.

 Y sus ojos pequeños se clavaron en Ramona. con un brillo de desprecio que no ocultaba su intención de tomar a Jacinto por la fuerza. Pero en ese instante el burro, que hasta entonces parecía quieto, con las orejas atentas y el cuerpo tenso, reaccionó como un rayo contenido y con un cabezazo seco envistió directo contra el torso del capataz, haciéndolo perder el equilibrio de manera tan abrupta que el hombre cayó de espaldas al suelo, levantando una nube de polvo que se mezcló con el eco de su quejido sorprendido.

 Y aquel golpe inesperado retumbó en el aire como si fuera un estallido de dignidad, porque Jacinto, con su instinto puro, se había convertido en guardián y en símbolo de resistencia. Y Ramona, con las manos temblorosas sobre el reboso, apenas podía contener las lágrimas de una mezcla de miedo y orgullo, entendiendo que hasta la criatura más humilde era capaz de defender lo que amaba cuando la injusticia se volvía insoportable.

Ulises, que presenció la escena con los labios apretados y los ojos cargados de ira, se adelantó con pasos secos y gritó que aquello no quedaría así, que no pensaran que un burro y un muchacho cojo podían detenerlo. Y con voz cortante lanzó la amenaza de que se verían en el pueblo, donde todo se arreglaría de otra manera, donde los papeles, los sellos y la autoridad le darían a él la ventaja que aquí la tierra reseca le había negado. Y cuando pronunció esas palabras, lo hizo con un veneno calculado como quien ya prepara una

emboscada invisible. Y el silencio que siguió a su declaración fue roto solo por el motor de la camioneta. arrancando de nuevo y por el resoplido fuerte de Jacinto, que mantuvo la cabeza erguida como si no aceptara la derrota ni el retroceso.

 Y aquel instante quedó grabado como un presagio oscuro en el corazón de Ramona, que comprendía que la amenaza no había desaparecido, sino que se había pospuesto, ganando tiempo para hurdirse en otro terreno. Mientras la nube de polvo se alejaba por el camino y el sol caía de frente sobre las piedras de la finca, Mateo, sudoroso y con el bastón aún en la mano, volvió la mirada hacia Ramona, y ella lo miró a él con un silencio cargado de significados imposibles de poner en palabras, porque ambos sabían que habían cruzado un límite, que la batalla ya no era solo contra el abandono y la soledad, sino contra la injusticia encarnada en su

propio hijo. Y ese cruce de miradas fue más fuerte que cualquier juramento, un pacto sin necesidad de pronunciarlo. Y en ese momento Ramona comprendió que no estaba sola, que aunque las fuerzas la abandonaran con los años y las noches fueran más frías de lo que su cuerpo podía resistir, la vida le había puesto a un joven herido dispuesto a defenderla.

 Y Mateo entendió que aquella anciana con el reboso apretado al pecho era más que una mujer cansada. Era un símbolo de todo lo que alguna vez había perdido y que ahora debía proteger. El aire parecía detenerse alrededor de ellos y en ese silencio se colaba el ruido suave de Jacinto mascando hierba, como si nada extraordinario hubiera ocurrido.

 Pero ambos sabían que lo que había pasado allí era el comienzo de algo más grande, que la amenaza volvería disfrazada de legalidad y que en el pueblo los esperaban pruebas aún más duras. Sin embargo, ese instante de mutua decisión se convirtió en el cimiento sobre el que se levantaría la esperanza. Y sin necesidad de hablar, Mateo se dejó caer de nuevo sobre la manta, mientras Ramona le alcanzaba un jarro con agua.

 Y en el reflejo de sus ojos brillaba la certeza de que pase lo que pase, juntos enfrentarían la tormenta. La oficina del ayuntamiento olía a papeles viejos y a madera barnizada por años de polvo, y el silencio era tan denso que cada paso resonaba como un tambor apagado contra el suelo de loseta. Ulises entró primero con el gesto arrogante de quien cree que ya tiene ganada la partida y con un movimiento brusco arrojó sobre el escritorio del licenciado Bustos un recibo doblado y manchado de grasa, diciendo con voz seca que allí estaba la prueba de la deuda que su madre tenía

con él por manutención, asegurando que durante años él se había hecho cargo de ella y que ahora le correspondía legalmente firmar unos papeles que resolvían todo. Ramona lo escuchaba en silencio con los labios apretados y el eco de esas palabras le atravesaba el corazón como espinas, porque sabía que no solo eran mentira, sino que eran la prueba del desprecio con que su propio hijo la veía, tratándola como una carga que debía pagar con bienes y con dignidad.

El funcionario, que no apartaba los ojos de los documentos, levantó las cejas y pidió con calma pruebas reales de propiedad. Y en ese momento Ramona dio un paso hacia delante con la respiración temblorosa pero firme y extendió sobre la mesa un papel doblado con cuidado, un recibo de compra con sello municipal donde se leía claramente que Jacinto había sido registrado a su nombre años atrás.

 Y mientras lo hacía, su voz se quebró apenas al decir que ese burro no pertenecía a nadie más, que era suyo porque ella lo había pagado con sus propias manos, vendiendo hierbas bajo el sol ardiente y que nadie tenía derecho a quitárselo. El licenciado tomó el papel, lo revisó en silencio y la tensión en la sala creció mientras Ulises apretaba los puños con impotencia.

 Fue entonces cuando Ramona, con un movimiento lento, como si sacara un pedazo de su propia alma, llevó las manos al rebozo y abrió el cocido con puntadas torpes, de donde emergió un saquito de manta que guardaba desde hacía décadas, y con un cuidado reverente sacó la media moneda, desgastada por el tiempo, pero todavía con la R grabada en el centro, y la colocó sobre la mesa diciendo que eso era lo único que le quedaba del hijo que había perdido.

 durante una inundación, confesando que nunca se había atrevido a mostrarlo a nadie porque era su tesoro secreto, la promesa de que quizá un día la vida se lo devolvería. La sala entera se quedó en silencio y los ojos de Ulises chisporrotearon de furia al escuchar esas palabras. Pero no alcanzó a interrumpir, porque en ese mismo instante Mateo, que había estado callado con la respiración agitada y las manos sudorosas, avanzó tambaleante con el apoyo de su bastón y con un temblor que lo recorría de pies a cabeza, desató el hilo tosco que colgaba de su cuello, sacando una medalla de latón en la que

estaba encajada la otra mitad de aquella moneda. La colocó junto a la de Ramona y al encajar perfectamente ambas partes, cicatriz con cicatriz, el sonido metálico del contacto se convirtió en un trueno silencioso que hizo estremecer a todos los presentes. Mateo bajó la cabeza con la voz apenas un susurro y dijo que en el convento donde lo habían criado, le contaron que su madre le había dejado algo partido en dos, que esa media moneda era la señal para reconocerla algún día y que él había guardado esa historia como quien guarda

un sueño imposible. Sin creer nunca que realmente ocurriría, Ramona llevó las manos temblorosas a la boca. Los ojos le brillaban como si contuvieran ríos enteros. y apenas pudo pronunciar que él era su hijo, que la vida se lo había devuelto en el momento en que más sola se sentía.

 Y mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, el licenciado Bustos se quitó los lentes y observó aquella escena con un respeto profundo, entendiendo que lo que tenía delante no era un simple asunto de papeles ni de herencias, sino el milagro humano de un reencuentro marcado por la memoria, el dolor y la justicia.

 Afuera, la campana del pueblo dio la hora con un sonido largo, y dentro de esa oficina cargada de polvo y recuerdos, el destino acababa de tejer con hilos invisibles la revelación que ni la crueldad ni la mentira de Ulises podían romper. El silencio en la oficina se volvió tan espeso que podía sentirse en la piel y solo el rose del papel contra la mesa acompañaba la respiración contenida de todos.

 El licenciado Bustos se acomodó en su silla de madera con un gesto grave que no dejaba espacio para dudas y al quitarse los lentes, los frotó con un pañuelo gastado mientras murmuraba con voz solemne que necesitaba el nombre completo del joven, porque aquello debía quedar asentado con claridad en el acta. Mateo tragó saliva con un esfuerzo visible.

 Sus manos temblaban sobre el bastón y sus ojos iban de la media moneda a la mujer que lo miraba como si no pudiera creer lo que veía. y con un hilo de voz que pronto se volvió más firme, dijo que su nombre era Mateo Santiago Morales y añadió que así lo habían bautizado en el convento donde creció, que ese era el único nombre que lo acompañó durante años de incertidumbre y soledad, pero que ahora sentía que había recuperado el verdadero porque lo veía reflejado en los ojos de esa mujer que decía ser su madre.

 Ramona se llevó las manos al rostro en un gesto desesperado y tierno al mismo tiempo, como si quisiera atrapar entre los dedos todo el dolor y la alegría que se arremolinaban en su pecho, y el llanto brotó incontenible, no como un lamento de derrota, sino como una liberación que arrastraba décadas de silencios y noches largas de abandono.

 Mateo se inclinó un poco hacia ella y dijo con la voz rota que había soñado muchas veces con este momento, que en sus rezos más íntimos pedía tener un nombre de madre, una historia que lo sostuviera y que ahora, al verla y escucharla, comprendía que la vida le había devuelto ese anhelo.

 Ramona respondió diciendo que nunca había dejado de buscarlo en su corazón, que había guardado la media moneda con la certeza de que era el único lazo que ni la muerte podía romper. y que ahora se daba cuenta de que la esperanza, aunque frágil, había sido más fuerte que las mentiras y el desprecio de Ulises. El burro Jacinto, que se mantenía tranquilo en la puerta como si entendiera lo que sucedía, soltó un resoplido suave que rompió el silencio y provocó que el funcionario levantara la vista con un gesto que mezclaba ternura y autoridad. El licenciado Bustos se aclaró la garganta y dictó con firmeza

que allí nadie le iba a quitar a una madre, ni su hijo ni su burro, que la justicia del papel debía acompañar a la justicia del corazón y que todo aquel intento de Ulises por despojarla carecía de validez.

 Ulises, que hasta ese instante había permanecido de pie con los puños cerrados, soltó un bufido de rabia y quiso replicar, pero la voz del funcionario se alzó más fuerte y lo interrumpió al decir que bastante daño había causado ya y que de allí saldría con una advertencia clara. No podía volver a hostigar a su madre ni a apropiarse de lo que no le pertenecía. El joven Mateo se irguió entonces todavía cojeando, pero con una determinación que no había mostrado nunca, y dijo que si hacía falta él mismo, firmaría junto a ella como testigo, porque a partir de ese día no dejaría que nadie volviera a tratarla como si no valiera nada. Ramona lo miró

con los ojos anegados en lágrimas y susurró que ya no necesitaba defenderse sola, que la vida le había devuelto lo que más había querido y que no le debía miedo a nadie porque al fin había recuperado a su hijo. El ambiente en la oficina cambió con esas palabras, como si las paredes mismas hubieran absorbido la tensión y ahora devolvieran un aire más liviano cargado de verdad.

 El licenciado Bustos escribió con letra firme en el acta, asentando los nombres, los hechos y la decisión de que quedaba protegida la propiedad de Ramona y que quedaba reconocido el lazo entre madre e hijo. Ulises salió con el rostro desencajado, derrotado no solo por la ley, sino por la fuerza moral de una verdad que ya no podía negarse.

 Y Mateo, aún con el corazón acelerado, tomó la mano de Ramona y se la llevó al pecho, diciendo que ahora no volvería a soltarla nunca, porque la justicia se había cumplido no en el papel, sino en la sangre y en la memoria que los unía. La tarde caía sobre la finca con un resplandor dorado que iluminaba cada grieta de las paredes viejas y hacía brillar las lágrimas secas en los ojos de Ramona.

 Mientras el canto de los grillos comenzaba a crecer entre las sombras y Jacinto rumeaba tranquilo cerca del corral, como si la paz hubiera regresado a ese pedazo de tierra que tantas veces conoció el abandono. En el centro del patio improvisaron una mesa de madera donde Ramona colocó un pequeño yunque oxidado y sobre él las dos mitades de la moneda que habían guardado por años, como si fueran el único lazo indestructible que podía unir dos destinos.

 Mateo sostuvo una de las mitades entre sus dedos con el mismo cuidado con que se sostiene un corazón y dijo que había soñado tantas veces con el momento de completarla, de volver a escucharla entera, que casi no creía que fuera real. Y Ramona, con voz suave pero firme, respondió diciendo que esa moneda no era solo metal, era la prueba de que ni el tiempo ni la crueldad podían separar a una madre de su hijo.

 Con paciencia, entre golpes lentos de martillo y el calor de una fragua improvisada, unieron las dos piezas hasta convertirlas en un pequeño badajo que colgaron en una campanita de barro atada al cuello de Jacinto. Y cuando el sonido metálico resonó en el aire, Mateo sonrió con un brillo nuevo en los ojos y dijo que al fin sonaba lo que les faltaba, que ese tintineo era el eco de lo que habían perdido y ahora recuperaban.

 Ramona lo miró con los labios temblorosos y el corazón desbordado, y respondió con una sola palabra que contenía toda su historia, toda su espera y toda su esperanza, diciendo que eso se llamaba familia. Jacinto agitó la cabeza y la campanita sonó otra vez, como si el animal entendiera que se había convertido en guardián de un pacto sagrado.

 Y el viento llevó ese eco más allá de la finca, anunciando que algo había cambiado para siempre. Esa noche se sentaron en el umbral de la casa en ruinas, compartiendo un plato de frijoles humeantes y tortillas calientes. Y aunque la mesa era pobre, el calor de la compañía hacía que la cena supiera a banquete. Mateo contó entre bocados que de niño solía imaginarse cenas así, rodeado de alguien que lo llamara por su nombre con cariño, y confesó que durante años pensó que su vida no tendría un lugar donde anclar, hasta que apareció esa mujer que le dio cobijo sin pedir nada a cambio. Ramona

respondió diciendo que el hambre se pasaba con un poco de maíz, pero que la soledad era el peor de los castigos y que ahora sentía que Dios le había devuelto lo que más había implorado. Mientras hablaban, Jacinto permanecía cerca, dejando sonar la campanita con un ritmo suave, como un recordatorio de que cada sonido era testigo de una reconciliación con la vida.

 De pronto, el sonido de pasos sobre la grava anunció una presencia inesperada y ambos levantaron la vista con el corazón encogido, porque en la penumbra apareció Ulises con la ropa polvorienta y los ojos bajos, como quien carga un peso demasiado grande para sostenerlo. se acercó despacio, sin levantar la voz y dijo que había venido porque ya no podía con la culpa, que la imagen de haberla dejado en la lluvia lo perseguía de noche y que al ver cómo se defendía, comprendió que había cometido un error imperdonable. Ramona lo miró en silencio con lágrimas

contenidas y respondió diciendo que el rencor no servía para nada, que la vida ya le había enseñado demasiado sobre abandono, pero que el perdón no significaba olvidar ni permitir que las cosas se repitieran. Mateo apretó la mano de su madre y dijo que si ella decidía perdonarlo, él también lo aceptaría, pero que no permitiría nunca que alguien volviera a tratarla como basura.

 Ulises bajó la cabeza y murmuró con voz quebrada que no pedía entrar ni compartir la mesa, solo que lo escucharan y supieran que estaba arrepentido, que había aprendido tarde lo que significaba tener familia y que tal vez ya no merecía un lugar, pero al menos necesitaba el alivio de reconocerlo. Ramona se levantó con lentitud, se acercó hasta quedar frente a él y le dijo que lo perdonaba porque odiarlo solo la haría más vieja y más cansada, pero que el perdón no abría la puerta, que para volver tendría que aprender a no dejar a nadie en el camino, a respetar hasta al más débil y

a comprender que una familia no se mide en tierras ni en papeles, sino en lealtad. Ulises levantó los ojos humedecidos y asintió sin palabras. aceptando el límite que ella le imponía y dio un paso atrás con la certeza de que todavía le quedaba un largo camino para redimirse. El silencio volvió a cubrir la finca cuando se marchó y Ramona regresó al umbral donde Mateo la esperaba con los ojos llenos de admiración y ella le dijo que esa era la última prueba, que no había victoria mayor que poder perdonar sin dejar de poner límites. Mateo sonrió y respondió

que ahora entendía lo que significaba tener una madre, porque ella no solo lo había protegido, sino que también le enseñaba con su ejemplo. Jacinto sacudió la cabeza una vez más y la campanita sonó clara en la noche, como si el destino celebrara el cierre de un ciclo y el inicio de otro.

Bajo las estrellas, madre e hijo compartieron el último bocado de la cena, sabiendo que habían encontrado su lugar y que la familia, aunque herida, había vuelto a respirar. Y así termina esta historia que nos recuerda que la vida puede golpear fuerte, pero también nos da segundas oportunidades, que el abandono puede transformarse en reencuentro y que el perdón, aunque difícil, siempre abre un camino nuevo.