Para mayo quedaban muy pocos días. Lorena Morales Cano se paró en la ventana del pasillo del hospital y observó a los gorriones, que estaban chapoteando en los charcos del patio. Un gato se deslizaba despacio a lo largo de la cerca. Se dirigió directamente hacia los gorriones, se agachó y se preparó para dar un salto. Lorena, al darse cuenta de ello, abrió la ventana y le gritó en voz alta al cazador de piel rayada. Tanto el gato como los gorriones se espantaron, llenando el patio del hospital de un ruido de alboroto.
—Menudo escándalo que has preparado —le dijo a Lorena una enfermera que atravesaba el pasillo y ahora tenía un aire enfadado—. Es hora de la siesta y tú no dejas descansar a nadie. Venga, que tienes que volver a tu habitación.
Lorena sonrió, sacó un papel del bolsillo de su bata y se lo mostró a la enfermera.
—Ya me han dado de alta —le explicó—. Estoy esperando a mi marido. Siento lo del ruido, no lo volveré a hacer.
La enfermera le dijo que dejara de deambular por el pasillo como alma en pena, sino que fuera a esperar a su marido en la planta baja. Y entonces Lorena le hizo caso, y en unos minutos ya estaba sentada en una silla dura, con las manos cruzadas sobre su barriga redondeada.
La gente pasaba corriendo de un lado a otro y la puerta principal estaba abriendo y cerrando todo el rato. Lorena se fijaba en cada rostro, con la esperanza de encontrar a su marido, Paco, entre toda la gente, pero él no venía. Lorena miró su reloj por enésima vez y sacó el teléfono para llamar a un taxi, pero enseguida cambió de opinión cuando oyó una conversación entre dos chicas que estaban sentadas un poco más lejos.
Las chicas hablaban en voz baja, inclinándose una hacia otra, y aún así Lorena pudo oír la mayor parte de su conversación.
—No sé ni para qué quiero a este niño —decía una de ellas, mirando su barriga con hostilidad—. Nacho no tiene trabajo, y yo en cambio trabajo el día entero compaginando los dos puestos. Mi madre tenía razón, debería haber hecho un aborto, pero Nacho no me dejó.
—Anda, ¿qué dices? Si es un pecado —respondió su interlocutora con una mueca de disgusto—. Y además dicen que luego no hay más que complicaciones. Una empieza a tener trastornos de sueño, sufre todo tipo de enfermedades… Vamos, que es algo horrible.
La otra chica soltó una risita venenosa e hizo una de mango en la mano. Luego, de repente, se puso seria y miró a su interlocutora.
—¿Y no es acaso un pecado dar a luz a un niño al que no puedes mantener? —dijo—. ¿No te parece que es un verdadero desastre cuando tu salario está por debajo del mínimo y lo único que te puedes permitir es alquilar una habitación de quince metros cuadrados, y el futuro se ve muy negro?
—Yo, ¿sabes? Impondría un impuesto especial a todos estos humanistas que hablan de pecados y castigos, a ver si les gusta ayudar económicamente, por así decirlo, a gente como yo.
La joven susurró algo más, pero Lorena ya no la escuchó. Se levantó de la silla, recogió sus cosas del guardarropa y salió a la calle. A pesar del sol cálido y brillante, el de Lorena era oscuro y frío. La conversación entre aquellas dos mujeres la dejó alarmada. Se quedó preocupada por su propio futuro, aunque sabía con seguridad que iba a ser algo maravilloso.
Paco, su marido, trabajaba en la misma empresa que ella, tenía unos ingresos más que decentes, y no solo se podían permitir tener un hijo, sino tres, si se les presentaba la ocasión. La misma Lorena ganaba suficiente dinero y llevaba ya mucho tiempo sin depender de nadie. Todo indicaba que la pobreza, en un futuro cercano, no era una amenaza para ella.
Pero una sensación desagradable la invadía por dentro. Esa sensación podría llamarse apatía o desesperación. Era como si, de repente, se encontrara sola en otro planeta. Sentada en un taxi, miró con angustia las casas, todas de color gris. Dentro había personas también grises, que no tenían nada de peculiar que las diferenciara de los demás. En esas casas vivían, tenían sus alegrías y tristezas, amaban, sufrían y morían.
Nunca antes Lorena se había preocupado de ellas, pero ahora, de repente, le entró ese interés. “Yo también fui una de esas personas, y tampoco tenía nadie que se preocupara por mí”, pensó Lorena y volvió a mirar por la ventana.
Cuando era pequeña, su mayor sueño era tener un papá. En lugar de una madre, tenía a su tía Tere. Ella acogió a la pequeña Lori cuando su madre falleció.
La tía Tere no sabía nada del padre de Lor. Su hermana Rebeca fue demasiado reservada. Nunca dijo nada sobre su vida personal. Además, vivió en otra ciudad y solo se la podía ver unas pocas veces al año. Rebeca dio a luz a Lorena fuera del matrimonio, y para darle a su hija un próspero futuro se endeudó hasta tal punto que no fue capaz de pagar nada. Al final, se suicidó tomando una caja de somníferos.
Luego del funeral de su hermana, Tere llevó a su sobrina huérfana a su casa e hizo todo lo posible por reemplazar a su madre. Lo consiguió. Al haber aprendido a hablar, Lori comenzó a llamar a su tía “mamá”, agradeciéndole de esta manera todos sus esfuerzos.
Al llegar a la edad escolar, Lori a menudo preguntaba a su tía por qué no había ningún hombre en su casa. Todos sus compañeros de clase tenían padres, hermanos mayores, tíos y abuelos, y Lori solo tenía a Tere y a nadie más.
Su tía, que nunca había tenido éxito con los hombres, solo se encogió de hombros y se rió.
—Cuando crezcas ya te casarás tú. Aunque, si te digo la verdad, más vale tener un perro o un gato —esta era su respuesta habitual.
Debido a su edad, Lori no entendía qué quería decir eso, pero el tiempo pasaba. Y ya en el bachillerato, y luego durante sus estudios en la universidad, supo lo que era el amor, el cariño, el odio y la separación. Pero todo le pareció ridículo, ingenuo e infantil cuando conoció a Paco, su futuro marido.
Aquello sucedió cuando Lorena terminó sus estudios y consiguió un trabajo como gerente en una empresa. Aún seguía viviendo con su tía en un pequeño apartamento. No tenía ganas de mudarse a otro sitio, quizá por el fuerte apego que le tenía a Tere, o quizá porque su casa quedaba muy cerca de su oficina.
Un día, al regresar del trabajo, Lorena decidió pasar por el parque de atracciones. Caminó por el malecón, dio de comer a unos perros callejeros y ya iba a darse vuelta, pero se fijó en un chico sentado en la acera. Para finales de octubre, el chico parecía estar muy poco abrigado. Llevaba un suéter de lana hecho girones, unos jeans tan grasos que hasta tenían brillo y unas zapatillas rotas.
Pero no fue el aspecto del desconocido lo que llamó la atención de Lorena, sino sus ojos. Estos seguían con avidez a los perros que estaban comiendo la salchicha. A Lorena le pareció que faltaban segundos para que el chico fuera a atacar a la jauría y quitarle su comida.
Al haberse dado cuenta de que le estaban mirando, apartó la vista de los animales e intentó poner una mirada seria. Se reclinó con aire campechano, cruzó las piernas y saludó a Lorena con la mano, y no sin cierto coqueteo. Ella se le acercó, se sentó a su lado y le preguntó qué le había pasado.
—Nada, aquí, descansando, disfrutando de la puesta del sol —bromeó el chico y se rió. Pero una fuerte tos enseguida se apoderó de su garganta e hizo que se doblara para aclararla.
—Pues a ver si, de tanto disfrutar, acabas con una neumonía —dijo Lorena cuando el chico dejó de toser—. Deberías ver a un médico antes de que sea tarde.
El joven volvió a tomar una postura relajada e hizo una ademán con la mano, mostrando su indiferencia.
—Tonterías, a veces me pasa —explicó.
Lorena asintió y se fijó en una caja que estaba cerca de sus pies, y en cuyo fondo había alguna moneda. El chico enseguida empujó la caja con el pie, pero ya era demasiado tarde: ella la había visto.
—Vale, no tienes hogar —se dio cuenta Lorena, moviendo la cabeza con desaprobación—. Oye, en serio, ¿qué te ha pasado?
El chico comenzó a justificarse, diciendo que no le había pasado nada y que no era ningún vagabundo, sino un aventurero romántico que se planteó vivir en la calle durante una temporada.
—Pues eso, estoy muy bien y no tienes que preocuparte por mí. Es que yo… —empezó a decir, pero no lo terminó.
La tos volvió a atacar de una forma aún más salvaje que antes y, de repente, el hombre se cayó de rodillas. Se puso a rascarse el pecho con las uñas, como si quisiera ahogar el dolor que se le hacía insoportable. Lorena se apresuró a ayudarle a levantarse y, al tocarle la mano, enseguida apartó la suya. El chico estaba ardiendo como una plancha.
—Mira, vas a venir conmigo —dijo Lorena, sin dudarlo ni un instante y mostrándose muy severa mientras sostenía al pobre hombre por la cintura—. Hay que conseguir que te baje la fiebre lo antes posible, de lo contrario no vas a durar ni hasta mañana.
Hizo una seña con la mano al primer taxi que vio, le ayudó al hombre a subir en él y le dijo al taxista que condujera tan rápido como podía. Al llegar a casa, Lorena acomodó al paciente en la cama y le hizo beber un antipirético.
—Por cierto, me llamo Paco —dijo el chico con una voz ronca, entrecerrando los ojos por la luz que le molestaba—, ¿y tú eres…?
—Lorena —le dijo su nombre, y el chico, al repetirlo varias veces, cayó en un sueño profundo.
Por la mañana, Paco se sintió un poco mejor. La fiebre, que lo había estado atormentando durante varios días, había remitido y los ataques de tos disminuyeron también. En el desayuno, que Lorena le sirvió en la cama, Paco le confesó que no era ningún buscador de sensaciones extremas, sino que había sido víctima de un robo.
Resultó que había llegado a la ciudad dos semanas antes de lo ocurrido para conseguir trabajo, y a la salida de la estación un taxista le propuso llevarlo por un precio que era casi ridículo. El joven no sospechó nada extraño y se subió al coche. El taxista lo llevó a un solar, donde ya le estaban esperando sus compinches. A Paco le metieron una fuerte paliza, le quitaron todo lo que llevaba consigo, incluida su ropa, y lo dejaron allí tirado.
—¿Pero cómo es que no fuiste a la policía? —preguntó Lorena.
—Ahora estos sinvergüenzas ya se habrán ido de la ciudad.
—Claro que fui —respondió Paco, indiferente—. Nada más recuperar la conciencia, me dirigí a la policía, pero no se mostraron dispuestos a admitir mi solicitud. No me creyeron y dijeron que seguramente yo mismo lo había dado todo a cambio de alcohol y ahora estaba inventando excusas.
—Dime de verdad, ¿parezco un alcohólico? —preguntó el chico.
Lorena miró al pálido rostro de Paco y negó con la cabeza.
—No lo diría —respondió—. Aunque igual me equivoco.
El chico se rió y comenzó a hablarle de sus padres, que vivían en un pueblo, de cómo estudió en la escuela y en la universidad, y de muchas otras cosas que hacía tiempo que quería compartir con alguien. Lorena escuchó en silencio su monólogo sincero y prolongado, mientras hacía cosas por casa, y Paco siguió hablando y hablando sin parar.
—¿Y tus padres, dónde están? ¿Se encuentran bien? —preguntó Paco de repente, haciendo que Lorena se estremeciera de sorpresa.
—No tengo padres —respondió después de una breve pausa—. Solo tengo a mi tía. Ahora está fuera, por lo que tendrás que esperar para conocerla.
Paco quiso preguntar qué fue lo que les pasó a sus padres, pero lo consideró inconveniente y se quedó callado. Gracias a los cuidados de Lorena, en pocos días el chico se curó por completo. Lorena le prestó algo de dinero para que recuperara su documentación y alquilara una vivienda, y le prometió que le conseguiría un trabajo en su empresa.
Un par de días después, su tía regresó. Notó que Lorena había cambiado mucho durante su ausencia y le preguntó qué le pasaba, pero la chica le respondió con una sonrisa misteriosa. Decidió que aún no iba a hablarle de Paco, al menos hasta que finalmente se pusiera bien y hasta que su relación tomara algún rumbo.
A Lorena no le hizo falta esperar mucho tiempo. Un mes después, Paco recibió su primer salario y le invitó a un restaurante, donde le propuso matrimonio. Seguido de eso hubo una boda, una mudanza a un nuevo apartamento y unas noticias felices sobre el embarazo. Todo sucedió tan rápido que Lorena temía acabar con la cabeza loca.
La vida solo se volvió menos agitada cuando Lorena ingresó en el hospital, donde tenía que hacerse un chequeo antes de dar a luz. Allí, hablando con otras mujeres embarazadas y los médicos, se dio cuenta de que su mayor felicidad aún estaba por llegar, y lo que le había sucedido antes no era más que un breve preludio.
Al haber detenido un taxi a mitad de camino a su casa, Lorena le pidió al taxista que la llevara al trabajo. Llevaba ya casi un mes sin pasar por allí, tuvo tiempo suficiente para empezar a echar de menos el ambiente laboral y a los colegas. También tenía unas ganas enormes de ver cómo reaccionaría la gente al verla, de oír felicitaciones de todo tipo o, tal vez, incluso un poco de envidia.
Lorena nunca fue ambiciosa, no le gustaba demasiado llamar la atención de la gente y solía ser indiferente a lo que opinaban los demás. Pero ahora, sin saber por qué, quería ser el centro de todas las miradas. Quizá la razón de ello también estuviera en su embarazo.
Al llegar hasta el edificio en cuestión, Lorena pagó al taxista, subió corriendo las escaleras resbaladizas del portal y abrió la puerta ansiosa por entrar. Una vez dentro, observó con sorpresa el vestíbulo completamente vacío y le preguntó al guardia, que estaba aburrido en un rincón:
—¿A dónde ha ido todo el mundo?
—Hoy tenemos la jornada reducida —le explicó, sin apartar los ojos de la televisión—. Será que mañana es fiesta, o yo qué sé.
Al darse cuenta de que no iba a poder obtener más información del guardia, Lorena le dijo que necesitaba recoger unos papeles y subió a la segunda planta. Las escaleras y los pasillos estaban inusualmente silenciosos y medio oscuros, igual que si se tratara de un edificio abandonado.
Al haber llegado a la puerta de su oficina, Lorena se detuvo indecisa, pensando si entrar o no. De pronto recordó que no tenía llaves, y sonriendo ante su propio olvido ya estaba a punto de irse, cuando de pronto oyó unos débiles gemidos de placer que rompieron el silencio. Muy despacio, tratando de no hacer ruido con los tacones, Lorena se deslizó a lo largo de la pared.
Los gemidos se oían cada vez más, y provenían de detrás de la puerta de la oficina del director general. Lorena miró por el ojo de la cerradura y no vio nada, pero enseguida oyó la voz de un hombre, y esa voz masculina le pareció muy familiar.
“Parece que es Paco, pero no puede ser… no, él no es”, pensó Lorena.
Volvió a llamar a la puerta, luego tiró del picaporte y dio un paso firme hacia delante. Lo que apareció delante de sus ojos fue como una especie de espectáculo estúpido que no podía ser verdad. Solo había dos actores en él: su esposo Paco y la hija del director ejecutivo, Eva.
Ambos, a pesar de que se lo había pedido, Lorena siguió mirando a su esposo con unos ojos desorbitados y sin decir nada. Luego, reuniendo todas sus fuerzas, golpeó con el puño el monitor que estaba a su derecha y se dirigió a la puerta.
—Así es como me tratas —dijo, tratando de no ponerse a llorar—. ¿Y cuándo te liaste con ella? ¿Cuando estaba en el hospital o tal vez antes?
Paco corrió hacia su esposa, pero pronto se arrepintió, porque en el siguiente instante recibió una bofetada que le dejó la cara ardiendo.
—Que te den… —susurró Lorena por encima de su hombro—. Jamás te lo voy a perdonar.
Salió corriendo del despacho y, una vez que llegó hasta abajo, se apresuró a abandonar el edificio, dejando al guardia atónito por su comportamiento. Su corazón estaba congelado. Nunca había sentido un frío tan mortal en su vida, y el mundo a su alrededor parecía haber cambiado también.
Las casas grises se volvieron aún más grises y sucias, los pájaros estaban callados, y la gente que pasaba parecía tener unas manchas oscuras y borrosas en vez de caras. Tales metamorfosis persiguieron a Lorena durante todo el camino hasta casa y, al entrar corriendo en su apartamento, se cayó de rodillas y rompió a llorar.
Tere pareció haberse dado cuenta de todo y se sentó a su lado sin decir nada. Permanecieron así sentadas durante un largo rato. Lorena no lograba calmarse. El resentimiento, el odio y la incomprensión le desgarraban por dentro. Y, de repente, como si de una puñalada se tratara, un dolor terrible le atravesó el bajo vientre.
Lorena cayó de espaldas, se agarró la barriga con las manos y lanzó un grito inhumano. El dolor iba y volvía una y otra vez, haciendo que Lorena se quedara medio inconsciente. Tere, al darse cuenta de que su sobrina estaba a punto de dar a luz, corrió a llamar a la ambulancia. Y cuando regresó, Lorena ya estaba inconsciente.
El parto le dejó a Lorena un recuerdo muy borroso. Cuando volvió en sí, la matrona, que estaba a su lado en ese momento, dijo que tuvo un niño y le preguntó si quería verlo. Lorena sacudió la cabeza negativamente y se cubrió con una manta.
—Pues vaya, un parto tan difícil y no quiere ni mirar al bebé —se sorprendió la matrona.
Lorena se recostó y la miró molesta, cosa que hizo que la doctora se callara. Entonces le dijo que le trajeran a su hijo y que la dejaran en paz. La matrona le obedeció y enseguida desapareció detrás de la puerta.
Entonces, Lorena empezó a mecer al niño en sus brazos con torpeza y dio rienda suelta a su llanto. Al mirar al pequeño hombrecito, que extendía sus brazos hacia ella, de repente recordó la conversación que había oído de aquellas dos chicas que hablaban sobre su complicado destino. Ahora estaba pasando por la misma situación. Ya no tenía marido y, por lo visto, tampoco trabajo. Y no sabía qué hacer con su vida.
Quiso evitar encontrarse con su marido, por mucho que le iba a costar. Tampoco él buscaba verla. De hecho, su única aparición en su vida fue una nota en la que le pedía perdón. Sin haber leído la nota hasta el final, Lorena la quemó, de la misma manera que había quemado todos los puentes que la conectaban con su exmarido.
Renunció a su trabajo una semana después de haber sido dada de alta. Y unos meses más tarde recibió de Sonsoles, que fue su amiga en la época del colegio, una oferta de trabajo en otra ciudad. La misma Sonsoles llevaba ya casi tres años trabajando de esta manera, y gracias a este trabajo pudo encontrar marido.
—Tal vez encuentres a alguien para ti —le sugirió Sonsoles con picardía al enterarse de lo que le había sucedido a Lorena—. Aquí, en el norte, sí que hay hombres, unos machotes de verdad, puro fuego. No son para nada como los chicos de nuestra zona.
Lorena no se animaba para volver a tener aventuras amorosas. Solo quería poder darle a su hijo una infancia feliz y a su tía una vejez agradable. Entonces, sin apenas dudarlo, aceptó la propuesta de su amiga. Ni siquiera se alarmó cuando supo que el puesto en cuestión era el de una señora de limpieza.
Cuando supo que en un mes recibiría tres veces más de lo que ganaba en su trabajo, se sintió dispuesta a viajar al norte tan pronto como hiciera falta. Así, al haber metido en su maleta solo lo esencial y al dejar a su pequeño hijo Guille al cuidado de su tía, Lorena se fue al norte. Trabajando duro y soñando con un próspero futuro, trató de olvidar el pasado.
Pero el pasado volvió a presentarse en su vida como una nube de tormenta. Un día le llamó su tía y le comentó la impactante noticia: su exmarido, Paco, había sido encarcelado.
—¿Por qué le encarcelaron? ¿Qué hizo? —dijo Lorena, y le extrañó lo perturbada que la dejó la noticia.
La tía, que solo sabía de oídas lo que había pasado, se quedó un momento pensativa, intentando recordar cada detalle.
—Dicen que se había convertido en una persona muy importante en la empresa —dijo finalmente—, una especie de director o algo así, no estoy muy segura. Cualquiera diría que tenía su vida resuelta y no le quedaba más que disfrutarlo. Pero qué va, Dios es consciente de todos nuestros pecados, uno tiene que pagar por todo. Y es que todos los males de la empresa le fueron achacando a tu Paco, y ahora tendrá que pasar años en la cárcel. Encima, dicen que la misma empresa ya dejó de existir. Todos se marcharon en distintas direcciones y ahora están quietos, esperando a ver qué pasa.
Lorena se imaginó a su exmarido en el juzgado siendo acusado, y se sintió mal. Seguía odiando a Paco, pero de ninguna manera le deseaba pena de cárcel.
—No digas que es mi Paco. Lo nuestro se acabó para siempre. Y oye, hablando en serio, ¿por qué me cuentas estas cosas? ¿Quieres que sienta pena por él o qué? —preguntó Lorena, molesta.
Tere titubeó al teléfono, diciendo que solo quería compartir la noticia con ella, pero Lorena ya no la escuchó. Guardó su teléfono en el bolsillo y miró hacia el cielo despejado de la región norteña del país. Un pensamiento extraño e inesperado vino a su mente, y era que tal vez, en algún lugar lejano, al otro lado del país, Paco también estaba mirando al cielo y pensando en ella.
Lorena apartó ese pensamiento de la cabeza y recogió la escoba caída para volver al trabajo. Y entonces, el pensamiento de su exmarido desapareció tan de repente como había venido.
Pasaron siete años. El encarcelamiento de Paco había llegado a su fin. Salió por las puertas de la prisión acompañado de una escolta, respiró a pleno pulmón el aire de diciembre, se volvió a su compañero y se despidió de él. Luego alzó las manos al cielo y sonrió.
—Ya está, ahora soy un hombre libre —gritó tan alto como pudo—. ¡Soy libre!
Paco se dio la vuelta y, con un paso rápido, sin volverse atrás, caminó por la calle que le llevó a la estación de autobuses. Durante todo el trayecto durmió a pierna suelta. Solo abrió los ojos cuando el viejo autobús se detuvo con un chirrido. Miró por la ventana. La ciudad a la que volvía después de tantos años había cambiado mucho.
Sentado en una mesa de una cafetería y comiendo con ansias un muslo de pollo a la parrilla, Paco pensó en el lugar al que podía ir. Nadie le esperaba en ninguna parte. Sus padres habían muerto hacía dos años, casi los dos al mismo tiempo: primero el padre y, unos meses después, su madre.
La casa que tenían y que quedó vacía seguramente se encontraba en un estado deplorable, y no tenía sentido volver allí. Por supuesto que Paco podía intentar buscar trabajo en esa misma ciudad, pero sabía que esa era una idea absurda. Era poco probable que alguien quisiera contratar a un exconvicto por fraude a una escala verdaderamente grande.
Sumergido por completo en esos pensamientos sombríos, se olvidó del pollo y apenas se habría acordado de él si una pequeña manita no hubiera alcanzado su plato, deslizándose por encima de la mesa. Paco agarró esa mano y miró al pequeño ladrón directamente a los ojos.
—Suélteme, señor, no volveré a hacerlo —dijo, suplicando con una voz llorosa.
El hombre soltó sus dedos y el niño enseguida intentó huir, pero tropezó con una pata de la mesa y se cayó, dejando caer varios platos. El dueño del restaurante no tardó en abalanzarse sobre él y le comenzó a sacudir por los hombros, amenazando con arrancarle las orejas. Y probablemente lo hubiera hecho si Paco no intervenía.
—Deje en paz a ese niño —dijo, tendiéndole el dinero al dueño—. La culpa es mía, le dio un susto sin querer.
Condujo al niño asustado a su mesa y movió el plato de pollo hacia él. El chico se puso a devorarlo con ganas y pronto solo dejó los huesos.
—¿Cuántos días llevas sin comer nada? —le preguntó Paco al niño.
El niño levantó la mano, dobló tres dedos cubiertos con grasa y se los mostró a Paco.
—Tres días —dijo en voz baja.
El hombre le pidió al camarero que trajera algo más de comida a su gusto y comenzó a preguntarle al niño cómo había llegado a esa vida.
—Me llamo Guille —se presentó—. Para empezar, vivo con mi madre. Mi abuela solía vivir con nosotros, pero murió hace poco y mi madre se enfermó. Ahora está en la cama y apenas se levanta. Tengo miedo de que ella también muera, como mi abuela.
De repente, el chico se distrajo de su relato porque el camarero trajo y colocó un tazón de sopa caliente frente a él. Guille apretó la cuchara en su puño y comenzó a engullir enérgicamente el contenido del tazón.
—Come —le animó Paco—. Pues para mí, Guille, hoy es un día especial. Acabo de salir de la cárcel.
Guille le miró asustado y luego preguntó:
—¿Qué significa cárcel?
Al hombre le sorprendió esa pregunta. Estuvo un rato pensando cómo responder y luego hizo un gesto amplio con la mano.
—La cárcel es un sitio muy malo. Sería mejor si nunca supieras lo que es —respondió.
—Mi papá también está en la cárcel —dijo Guille con enfado—. Estoy esperando a que salga, pero todavía no sale. Mamá dice que es un tonto por haber dejado que lo metieran allí.
Paco se rió, sacó dinero de su bolsillo, contó algunos billetes y los puso sobre la mesa.
—Y esto es para ti, Guille —dijo al entregarle un par de billetes al niño—. Comprarás medicamentos para tu madre. ¿Cómo se llama tu mamá?
El niño guardó el dinero y sonrió.
—Lori —respondió—, y de apellidos Morales Cano. Yo también tengo sus apellidos, los dos.
Luego se precipitó a agradecer al hombre y corrió hacia la salida. Paco salió disparado también para correr detrás del niño. Lo alcanzó en la puerta y logró agarrarlo del hombro.
—Mira, Guille —dijo, desalentado, poniéndose en cuclillas—, resulta que conozco a tu madre. Solíamos trabajar juntos. Soy su amigo, ¿sabes? Necesito verla urgentemente. Me llevarás con ella, ¿verdad?
Guille se limpió la nariz y le hizo señas para que le siguiera. Paco le siguió, casi sin recordar el camino. Todo un huracán atravesaba su cabeza, y también sentía un fuerte dolor en su pecho.
Al final, el niño lo llevó hasta una casa común, medio ruinosa, de tres plantas. Antes había pertenecido a un colegio, pero aquel colegio dejó de existir, y la casa les fue otorgada a las familias pobres, discapacitados y ancianos. Paco abrió con dificultad la puerta, que estaba atascada, dejando que Guille pasara primero, y pronto se encontró en un edificio que olía a humedad y a moho.
—Aquí es donde vivimos —dijo Guille con una triste sonrisa—. Mamá dijo que hubo tiempos cuando teníamos nuestro propio apartamento, y era grande. Luego ella y su abuela se mudaron aquí, y el apartamento quedó vendido. Nos hacía falta dinero —finalizó el niño su relato mientras se dirigía a una puerta.
Abrió la puerta y entró. Paco lo siguió. La habitación, como logró notar, era bastante pequeña, tenía cierto parecido con su celda de prisión. Cerca de la ventana, al lado del radiador, había una cama vieja, y sobre ella yacía, cubierta con una manta, su exmujer Lorena. A lo largo de la otra pared había una cama igual, que aparentemente le pertenecía a Guille.
Ese triste ambiente se completaba con una mesa revistero, sobre la cual se veían desparramadas unas cajas de medicamentos vacías y algunos libros.
—Mamá, mamá, un amigo ha venido a verte —gritó Guille, haciéndole cosquillas a su madre en la mejilla—. Nos dio dinero, ¡mira!
El niño sacó dinero de su bolsillo y lo puso sobre la almohada. Luego se sentó en la cama y esperó a ver qué pasaba a continuación. Lorena miró con ojos somnolientos a Paco, que estaba frente a ella, y soltó un grito.
—¿Cómo me has encontrado? —susurró, arrimando su espalda al radiador—. ¿Quién te dio mi dirección?
Paco señaló a Guille y luego le pidió al niño que saliera a jugar en el pasillo con su coche de juguete. Cuando se quedaron solos, el hombre se sentó en el suelo y permaneció en silencio durante un largo rato.
—¿Sabes, Lori? —dijo sin levantar los ojos, llenos de lágrimas—. En todo el tiempo que estuve en prisión no he parado de pensar en el daño que te hice. Pensé en que te había traicionado a ti, y también en cómo me engañaron en el trabajo. Fue por culpa de la misma Eva y del estafador de su padre. Justo será el karma o el boomerang que me alcanzó, no sé. Pagué mi mezquindad de sobra. Tenía muchas ganas de salir en libertad, de ser libre, de empezar una nueva vida. Pensé en que, en cuanto saliera, todo volvería a ser como antes, o mejor.
Y hoy conocí a Guille, a mi hijo, que es un mendigo y anda por ahí hambriento. Hasta tuve ganas de volver a la cárcel, de verdad te lo digo. Un sinvergüenza como yo no se merece estar aquí, y además ya no tiene su casa en ninguna parte, ni siquiera en el infierno.
—Dices unas cosas horribles —respondió Lorena con voz ronca—, pero me da pena Guille. ¿Con quién se va a quedar? No tiene ninguna tía, no tiene a nadie. Solo me tiene a mí. Pero es que voy a morir pronto.
—No digas tonterías —murmuró Paco—. ¿Por qué vas a morir? Todavía eres muy joven y hablas como una anciana.
Miró a Lorena, y ella, incapaz de soportar su mirada, se puso a llorar.
—Sigo pensando si me perdonaste o no —dijo Paco, suspirando y cubriendo su rostro con las manos—. Era importante para mí saberlo. Solía salir al patio, mirar al cielo y pensar en ti. ¿Y en quién más podría pensar? Le salvaste la vida a este idiota que soy yo, y mira cómo te pagué tu bondad.
—Ya te perdoné. Te perdoné hace mucho tiempo —respondió Lorena en voz baja.
Paco la cubrió con una manta y luego llamó a Guille, que estaba jugando en el pasillo, y lo sentó en su regazo.
—¿Sabes que soy tu papá? —preguntó con un tono serio, mirando a los ojos verdes del chico, que eran iguales que los suyos.
Guille arrugó la nariz con incredulidad y miró a su madre.
—¿Es mi papá? —preguntó—. ¿El de la cárcel?
Paco y Lorena asintieron al mismo tiempo, tratando de convencer a su incrédulo hijo.
—¡Sí! —gritó Guille de repente, bajando al suelo de un salto—. ¡Mi papá ha vuelto! ¡Ahora yo también tengo papá!
Saltó por el suelo y Paco y Lorena lo miraban abrazados, sin saber si reír o llorar.
A fin de mes, cuando Paco logró hacer que Lorena se pusiera mejor, la trasladó a ella y a su hijo al pueblo, a la casa de sus padres. La casa sí que necesitaba unas reformas, y decidió realizarlas en primavera.
Aun así, había preocupaciones. Paco tenía que conseguir un trabajo y matricular a Guille en el colegio. Con el trabajo le ayudó su vecino, don Gregorio, quien le ofreció un puesto como ayudante en su aserradero y le prometió un buen salario. A Paco le pareció bien. Don Gregorio le dio por adelantado la mitad de su salario y, además, trajo diez metros cúbicos de tablas para reparar la fachada de la casa.
—Con esto tendrán para la primera temporada, o sea, para reparar el porche, la cerca, quizá la fachada también. Y en primavera les traeré más —explicó don Gregorio, ayudando a Paco a descargar las tablas en el patio.
Paco le dio las gracias y don Gregorio se fue. El hombre miró alrededor del patio y llamó a Guille, que estaba jugando en la calle.
—Bueno, Guille, dentro de poco estamos en Navidad, ¿eh? —dijo el hombre, poniendo a su hijo sobre sus rodillas—. ¿Y acaso puede haber Navidad sin un árbol de Navidad?
Guille sonrió y se inquietó, aplaudiendo.
—¡Un árbol de Navidad! ¡Un árbol! ¡Vamos a traer un árbol del bosque! —gritó.
Paco se rió, sacudió la cabeza y dijo:
—No, hijo, compraremos uno en la feria, que ya estará cortado. Llama a tu mamá, vamos ahora mismo.
Guille llamó a su madre. Salieron los tres juntos por la puerta desvencijada y caminaron por la calle, charlando y riendo.
News
Durante la CENA, mi abuelo preguntó: ¿Te gustó el carro que te regalé el año pasado? Respondí que…
Durante la cena, mi abuelo preguntó, “¿Te gustó el carro que te regalé el año pasado?” Respondí que no había…
A los 53 años, Chiquinquirá Delgado Finalmente admite que fue Jorge Ramos…
Chiquinquirá Delgado no solo fue conductora, actriz y empresaria. Su vida estuvo atravesada por romances que jamás aceptó de frente,…
Compró a una chica sorda que nadie quería… pero ella escuchó cada palabra…
Decían que era sorda, que no podía oír nada. Su propia madrastra la vendió como una carga que nadie quería….
MILLONARIO ESTABA ENFERMO Y SOLO, NINGÚN HIJO LO VISITÓ pero ESTA NIÑA POBRE HACE ALGO…
Un millonario viudo llevaba meses gravemente enfermo, postrado y debilitado en su lujosa mansión. Ninguno de sus tres hijos mimados…
Mi Mamá convenció a mi novio para que se casara con mi hermana. Años después, en mi fiesta…
Mi madre convenció a mi novio de casarse con mi hermana. Le dijo, “Ella es más fuerte y mejor para…
Mi madrastra me pidió que le pagara 800 dólares de alquiler, así que…
Mi madrastra me exigió que le pagara $800 de alquiler, así que la eché a ella y a sus dos…
End of content
No more pages to load






