El sol dorado de Guadalajara pintaba las piedras antiguas de la plaza principal, cuando Teresa Esperanza Morales, a los 17 años caminaba apresurada entre los puestos del mercado. Sus cabellos castaños danzaban al viento, recogidos por una cinta azul que su madre había abordado con tanto cariño. Era una mañana de sábado de 1952 y el mundo parecía palpitar con posibilidades infinitas. Teresa cargaba una canasta de mimbre llena de chiles, tomates y cilantro.

 Su vestido de algodón blanco con pequeñas flores azules se mecía con cada paso y sus ojos oscuros brillaban con la inocencia de quien aún creía que la vida era un cuento de hadas esperando ser vivido. Fue entonces cuando lo vio. Miguel Ángel Hernández, de 19 años, alto y de complexión fuerte, estaba parado frente al puesto de flores, sosteniendo un ramo de claveles rojos.

 Su camisa blanca, perfectamente planchada, contrastaba con su piel morena curtida por el sol del campo. Tenía el cabello negro peinado hacia atrás con brillantina y cuando sonrió al ver a Teresa, sus dientes blancos iluminaron toda su cara. “Disculpe, señorita”, dijo Miguel quitándose su sombrero de paja. “¿Podría decirme qué flores le gustan más a una dama?” Teresa se detuvo sintiendo que las mejillas se le encendían como brasas.

 Nunca antes un joven le había hablado con tanta cortesía y mucho menos uno tan apuesto. Pues balbuceó acomodándose la cinta del cabello. Creo que las gardenias son muy hermosas. Huelen como el cielo. Miguel sonrió aún más amplio. Como el cielo repitió como si fuera la frase más poética que hubiera escuchado. Entonces serán gardenias.

 compró el ramo más grande de gardenias blancas que tenía la vendedora y con una reverencia digna de un caballero se las ofreció a Teresa. Para usted, señorita, que huele como el cielo. Teresa sintió que el corazón le galopaba como caballo desbocado. Jamás había recibido flores de un hombre y mucho menos de alguien que la miraba como si fuera la cosa más bella del mundo.

 No puedo aceptarlas”, susurró, aunque cada fibra de su ser deseaba tomarlas. “Mi papá, su papá no tiene por qué enterarse”, dijo Miguel suavemente. “Solo son flores de un admirador que espera conocer su nombre.” “Teresa.” Teresa Morales, respondió ella, tomando finalmente las gardenias.

 Y usted, Miguel Ángel Hernández, a sus órdenes, hizo otra reverencia y desde este momento el hombre más afortunado de Guadalajara. Los meses siguientes fueron como un sueño dorado. Miguel trabajaba en la hacienda de la familia Vázquez, donde criaban ganado y cultivaban maíz. Cada tarde después del trabajo se bañaba en el río, se peinaba cuidadosamente y caminaba los 5 km hasta el pueblo para ver a Teresa, aunque fuera solo por unos minutos.

 Se encontraban en secreto en la fuente de la plaza, bajo la sombra del gran ahuegüete que había visto pasar generaciones de enamorados. Teresa le llevaba tortillas hechas por ella misma y Miguel le contaba historias de su infancia, de sus sueños, de tener su propia tierra, de construir una casa donde pudieran ser felices para siempre. Cuando me case contigo”, le dijo una tarde de octubre, mientras las hojas secas caían como confeti dorado a su alrededor. “Te voy a construir la casa más bonita de todo Jalisco.

 Tendrá un jardín lleno de gardenias y todas las mañanas despertarás con su perfume.” Teresa reía sintiéndose la mujer más amada del mundo. En esos momentos el futuro brillaba como las estrellas que comenzaban a aparecer en el cielo violeta del atardecer. Pero había un problema, un problema grande, imponente y terrible, como una tormenta en el horizonte. Don Aurelio Morales.

 Don Aurelio Morales era un hombre que inspiraba respeto y en igual medida temor. A los 52 años había construido un pequeño imperio en Guadalajara, dos tiendas de abarrotes, una casa de dos pisos en el centro del pueblo y una reputación de hombre honrado pero inflexible. Su bigote canoso, siempre perfectamente recortado, se erizaba cuando algo lo contrariaba.

 Sus ojos grises, heredados de un abuelo español, podían ser tiernos como lluvia de abril o fríos como granizo de enero, dependiendo de su estado de ánimo. Para don Aurelio, Teresa era su joya más preciada, la única hija mujer entre tres hijos varones, nacida cuando él y su esposa ya habían perdido la esperanza de tener una niña.

 La había criado como a una princesa, protegiéndola del mundo con la ferocidad de un león guardando a su cachorro. “Las mujeres de bien,” le decía constantemente, “no andan solas en la calle. Las mujeres de bien se casan con hombres de posición que puedan mantenerlas como señoras. Y Miguel Ángel Hernández, por más bueno y trabajador que fuera, no era lo que don Aurelio tenía en mente para su pequeña Teresa.

 La tormenta estalló una noche de noviembre cuando don Aurelio llegó temprano de una de sus tiendas y encontró a Teresa cosiendo junto a la ventana, tarareando una canción de amor con una sonrisa que no había visto antes. ¿Qué te tiene tan contenta, hija?, preguntó, pero había algo en su voz que hizo que Teresa sintiera un escalofrío.

 Nada especial, papá, solo es una noche hermosa. Don Aurelio se acercó a la ventana y miró hacia la plaza. En ese momento, Miguel pasaba por ahí con su paso característico y su sombrero ladeo, silvando la misma canción que Teresa había estado tarareando. Ese muchacho, murmuró don Aurelio, lo he visto rondando por aquí últimamente. El corazón de Teresa se detuvo. Había sido tan cuidadosa, tan discreta.

 No sé de quién hablas, papá. Pero don Aurelio no era tonto. Había llegado donde estaba leyendo a las personas como si fueran libros abiertos. Esa misma noche esperó hasta que Miguel apareció en la plaza, como había estado haciendo durante meses. Don Aurelio salió de su casa con paso firme y se dirigió directamente hacia el joven.

“Usted debe ser Miguel Ángel Hernández”, dijo. Y no era una pregunta. Miguel se quitó el sombrero inmediatamente. Sí, señor, para servirle. No me sirve para nada, replicó don Aurelio con voz cortante. Pero sí quiere algo de mí, ¿verdad? Miguel tragó saliva.

 Sabía que este momento llegaría tarde o temprano, pero había esperado estar mejor preparado. Señor Morales, yo yo amo a su hija Teresa con todo mi corazón y toda mi alma y quisiera pedirle su mano en matrimonio. La risa de don Aurelio fue seca como hojas muertas. su mano en matrimonio. Usted, un peón sin tierra ni apellido, quiere casarse con mi hija. Señor, yo trabajo duro. Tengo planes, sueños.

Los sueños no ponen comida en la mesa, interrumpió don Aurelio. Los sueños no compran vestidos ni medicinas. Los sueños no dan respetabilidad a una mujer. Miguel se irguió sintiendo que la dignidad era lo único que le quedaba. Yo puedo darle todo eso, Señor.

 Tal vez no ahora, pero pero ¿qué espera que mi hija viva de promesas? Que críe hijos en una choza mientras usted persigue quimeras. Las palabras de don Aurelio eran como puñaladas. Pero lo que más dolía a Miguel era saber que en cierto modo el padre de Teresa tenía razón. Él no tenía nada que ofrecer, excepto su amor.

 Y en un mundo donde el amor no pagaba las cuentas, eso parecía muy poco. Escúcheme bien, muchacho. Continuó don Aurelio, acercándose tanto que Miguel pudo oler el tabaco en su aliento. Mi hija va a casarse con alguien de su clase, con el hijo de don Roberto Vázquez, por ejemplo, que tiene tierras y futuro asegurado.

 Usted olvídese de ella, porque si no no terminó la frase, pero la amenaza flotó en el aire como humo espeso. Miguel sintió que el mundo se desmoronaba a sus pies, pero cuando levantó los ojos y vio a Teresa asomada a la ventana de su casa, con lágrimas corriendo por sus mejillas, supo que no podía rendirse. Con todo respeto, don Aurelio, dijo con voz temblorosa, pero firme.

 Yo no puedo olvidarme de Teresa y creo que ella tampoco puede olvidarse de mí. Esa noche Teresa lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Su padre había entrado a la casa hecho una furia, gritando sobre muchachos sinvergüenzas y hijas desobedientes. Le había prohibido salir sola, le había quitado cualquier libertad que tuviera.

 “Vas a ver lo que es bueno para ti”, le había dicho. Ese muchacho solo te va a traer sufrimientos y pobreza. Los hombres como él no cambian, Teresa. Nacen pobres y mueren pobres y se llevan a sus mujeres con ellos a la miseria. Las palabras se clavaron en el corazón de Teresa como espinas. amaba a Miguel con toda su alma, pero la voz de su padre plantó una semilla de duda que con el tiempo crecería en las profundidades de su corazón como una enredadera venenosa.

 Los meses que siguieron fueron los más difíciles que Teresa había vivido. Don Aurelio la mantenía prácticamente prisionera en casa, acompañándola incluso cuando iba a misa los domingos. había hablado con toda la familia, con los vecinos, con medio pueblo, para que vigilaran a su hija y le informaran de cualquier contacto con ese peón.

 Pero el amor verdadero encuentra siempre una manera. Miguel comenzó a trabajar en la panadería de la familia García, que estaba justo enfrente de la casa de los Morales. Cada mañana, cuando Teresa se asomaba a la ventana, él estaba ahí cargando costales de harina con una sonrisa que le decía que no se había rendido, que nunca se rendiría. La hermana menor de Miguel Esperanza, se convirtió en su cómplice.

 Era una niña de apenas 12 años, pero lista como un zorro y valiente como un león. Llevaba cartas de Miguel a Teresa escondidas en canastas de pan dulce que vendía puerta por puerta. Las cartas de Miguel eran poesía pura. Mi querida Teresa, cada mañana que no puedo verte es como un día sin sol, pero sé que este invierno pasará. Y pronto vendrá nuestra primavera.

 He estado ahorrando cada centavo que gano. Ya tengo suficiente para comprar un terreno pequeño y con mis propias manos construiré nuestra casa. No será un palacio, mi amor, pero será nuestro hogar y eso la hará más hermosa que cualquier mansión. Teresa guardaba cada carta como si fuera un tesoro, escondiéndolas entre las páginas de su libro de oraciones.

 Por las noches las releía a la luz de una vela y sentía que Miguel estaba ahí con ella, susurrándole palabras de amor al oído. También le escribía cartas llenas de lágrimas y esperanza. Mi querido Miguel, papá dice que eres pobre, pero yo sé que tienes el corazón más rico del mundo.

 Dice que no tienes futuro, pero yo veo en tus ojos un mañana lleno de luz. No importa cuánto trate de convencerme de lo contrario, mi corazón te pertenece y te pertenecerá hasta mi último aliento. Pero las palabras de don Aurelio comenzaron a hacer mella en la mente de Teresa. Cada noche, cuando se acostaba, escuchaba los consejos de su padre repitiéndose como ecos en su cabeza. Los hombres pobres siguen siendo pobres.

 Te vas a arrepentir toda tu vida. vas a pasar hambre y necesidades. Tus hijos van a sufrir por tu capricho. Y aunque su corazón gritaba que eso no era cierto, una parte pequeña pero insidiosa de su mente comenzó a preguntarse, “¿Y si papá tiene razón? ¿Y si Miguel nunca puede darme la seguridad que necesito? ¿Y si tengo hijos y no puedo alimentarlos?” La semilla de la duda había sido plantada. Mientras tanto, Miguel trabajaba como un hombre poseído.

 Se levantaba antes del amanecer para trabajar en la panadería y por las tardes se iba a la hacienda Vázquez para hacer trabajos extra. Cargaba costales, reparaba cercas, ayudaba en las cosechas. Sus manos se llenaron de callos y su espalda se resintió del esfuerzo, pero cada peso que ganaba lo acercaba más a su sueño de casarse con Teresa. Don Aurelio, por su parte, no se quedó de brazos cruzados.

 intensificó su campaña para convencer a Teresa de que se olvidara de Miguel y considerara al hijo de don Roberto Vázquez. Ricardo Vázquez es un muchacho decente, le decía durante las cenas. Estudió en la capital, tiene modales finos y cuando se case va a heredar la mitad de las tierras de su padre. Con él tendrías una vida cómoda, Teresa.

 Nunca te faltaría nada. Pero papá, yo no lo amo. El amor se aprende, hija. Los matrimonios felices se construyen sobre la base del respeto y la seguridad, no sobre sentimientos que se desvanecen con los años. Y ahí estaba otra vez la semilla venenosa creciendo en el corazón de Teresa.

 Era cierto que el amor se desvanecía, era cierta que la pobreza mataba el amor. Era una tonta por creer en los cuentos de hadas. La crisis llegó en febrero de 1953, cuando don Aurelio organizó una cena para que Teresa conociera adecuadamente a Ricardo Vázquez. Ricardo era efectivamente un joven apuesto y educado.

 Tenía 22 años, cabello rubio cenizo, ojos azules y modales refinados. Hablaba de sus viajes a México DF, de los libros que había leído, de los planes que tenía para modernizar las haciendas de su familia. “Mi padre dice que usted borda muy bien, señorita Teresa”, le dijo durante la cena. Me gustaría mucho ver sus trabajos algún día.

 Teresa sonrió cortésmente, pero se sentía como una actriz, representando un papel que no había elegido. Ricardo era todo lo que su padre quería para ella, rico, educado, con futuro asegurado. Pero cuando lo miraba no sentía mariposas en el estómago. Cuando él hablaba no se le aceleraba el corazón, no había magia, no había esa conexión inexplicable que sentía con Miguel.

Esa noche, después de que Ricardo se fuera, don Aurelio entró al cuarto de Teresa con una sonrisa triunfante. ¿Viste qué muchacho tan fino? ¿Viste cómo te hablaba? Con qué respeto? Eso es un hombre de verdad, Teresa, no un peón que no tiene ni dónde caerse muerto. Papá, por favor. No, hija, escúchame. Don Roberto ya me habló.

 Ricardo está muy interesado en Podríamos anunciar el compromiso en Semana Santa y la boda sería en diciembre. Imagínate una boda por todo lo alto, con vestido de satén blanco, con músicos y flores, como mereces. Teresa sintió que las paredes se cerraban sobre ella. La boda que su padre describía sonaba hermosa, pero era una boda sin amor, un matrimonio sin alma.

 Esa misma noche esperó hasta que toda la casa estuviera dormida y por primera vez en meses, desobedeciendo todas las órdenes de su padre, salió sigilosamente de casa. Miguel la esperaba en su lugar de siempre, junto a la fuente de la plaza. Cuando la vio llegar, corrió hacia ella y la abrazó como si fuera la cosa más preciada del mundo.

 Teresa, mi amor, pensé que ya no vendríamos nunca más. Miguel, soyozó Teresa contra su pecho. Papá quiere casarme con Ricardo Vázquez. Dice que van a anunciar el compromiso en Semana Santa. Miguel se quedó helado. Sabía que este momento llegaría, pero no se había preparado para el dolor que sintió, como si le hubieran arrancado el corazón del pecho. No puede ser, murmuró. Tú me amas a mí, Teresa.

 Lo sé, lo siento cuando me miras. Sí, te amo, Miguel. Te amo más que a mi propia vida. Pero papá dice, “Al con lo que diga tu papá.” Explotó Miguel. y después se arrepintió inmediatamente de su arrebato. “Perdóname, Teresa, no quise gritarte, pero es que no puedo perderte, no puedo.

” Se separó de ella y la tomó por los hombros, mirándola directamente a los ojos. “Cásate conmigo, Teresa, ahora, mañana, cuando tú digas, “No tengo mucho que ofrecerte, pero te juro por la Virgen de Guadalupe que voy a trabajar día y noche para darte todo lo que mereces. Miguel, mi papá nunca, tu papá no tiene que saberlo hasta que ya sea demasiado tarde para impedirlo.

 El padre Jiménez me conoce desde que era niño. Él nos casaría. Teresa sintió que el mundo giraba a su alrededor. Su corazón le gritaba que dijera que sí, que corriera hacia el amor y la felicidad. Pero la voz de su padre resonaba en su mente como un tambor de guerra. Los hombres pobres siguen siendo pobres. Te vas a arrepentir. Tus hijos van a sufrir. Necesito tiempo para pensarlo”, susurró.

Miguel la tomó entre sus brazos y la besó con toda la desesperación de un hombre que siente que está perdiendo el amor de su vida. No pienses, mi amor. Siente qué te dice tu corazón. Y el corazón de Teresa le gritaba una sola palabra. Sí. La boda se celebró al amanecer del 15 de marzo de 1953 en la pequeña iglesia de San Judas Tadeo, en las afueras de Guadalajara.

Solo estuvieron presentes Esperanza, la hermana de Miguel como testigo y don Joaquín, el sacristán anciano que había conocido a Miguel desde niño. El padre Jiménez, un hombre de 70 años con ojos bondadosos y manos temblorosas, había accedido a casarlos después de que Miguel le confesara toda la historia.

El viejo sacerdote había visto suficientes amores verdaderos en su vida para reconocer uno cuando lo tenía enfrente. Teresa llevaba un vestido blanco sencillo que había cosido en secreto durante las últimas semanas, trabajando a la luz de las velas después de que toda su familia se fuera a dormir.

 No era el vestido de Satén con que soñaba su padre. Pero cuando Miguel la vio caminar hacia el altar con los primeros rayos del sol iluminando su rostro, pensó que jamás había existido una novia más hermosa. Tú, Miguel Ángel Hernández, aceptas a Teresa Esperanza Morales como tu esposa para amarla y respetarla en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza todos los días de tu vida.

Sí, acepto”, respondió Miguel con voz firme, aunque las manos le temblaban cuando tomó las de Teresa. “Tú, Teresa, Esperanza Morales, aceptas a Miguel Ángel Hernández como tu esposo para amarlo y respetarlo en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza todos los días de tu vida.” Teresa miró los ojos de Miguel, esos ojos oscuros llenos de amor y de promesas.

 y sintió que todas sus dudas se desvanecían como niebla matutina. Sí, acepto. Cuando el padre Jiménez los declaró marido y mujer, Miguel besó a Teresa con tanta ternura que ella sintió que su corazón se derretía como miel al sol. En ese momento, parada en esa iglesia humilde, con su vestido sencillo y sin ningún lujo alrededor, Teresa se sintió la mujer más rica y afortunada del mundo, pero la felicidad duró poco.

Don Aurelio descubrió la fuga de Teresa cuando fue a despertarla para el desayuno y encontró la cama vacía y una carta sobre la almohada. Querido papá, cuando lea esta carta ya seré la esposa de Miguel Ángel Hernández. Sé que está enojado conmigo y sé que piensa que he cometido el error más grande de mi vida, pero también sé que tengo que seguir a mi corazón.

 Miguel me ama como ningún hombre me amará jamás y yo lo amo con toda mi alma. Le prometo que seré una buena esposa, una mujer honrada y que haré todo lo posible. para ser feliz. Algún día espero que pueda perdonarme y ver que tomé la decisión correcta. Su hija que lo ama, Teresa. La furia de don Aurelio fue como un volcán en erupción. Gritó, maldijo.

 Amenazó con desheredar a Teresa, con perseguir a Miguel hasta los confines de la tierra. Pero cuando su esposa, doña Carmen, le puso una mano en el hombro y le dijo suavemente, “Ya está hecho, Aurelio.” El hombre orgulloso se desplomó en una silla y lloró como no había llorado desde la muerte de su propio padre. “La perdí, Carmen.

” Soyozaba. “Perdí mi niña por culpa de ese. Ese no la perdiste.” Le dijo su esposa con sabiduría. Solo se hizo mujer y tal vez, solo tal vez ese muchacho la haga feliz. Pero don Aurelio no podía Su orgullo herido y su amor paternal mal entendido se convirtieron en una ira que duraría años.

 Miguel y Teresa se fueron a vivir a una casita de adobe que Miguel había estado construyendo en secreto durante meses en un terreno que había comprado con todos sus ahorros. La casa tenía solo dos cuartos, una cocina pequeña y un jardín donde Teresa plantó las gardenias que Miguel le había prometido desde el primer día. Era pobre, sí. Los muebles eran escasos y usados. Las paredes estaban sin pintar y el piso era de tierra apisonada.

 Pero cuando Teresa se despertaba cada mañana en los brazos de Miguel con el perfume de las gardenias entrando por la ventana, se sentía más rica que la mujer del presidente de la República. Miguel trabajaba desde antes del amanecer hasta después del anochecer. Seguía en la panadería por las mañanas y hacía trabajos de albañilería por las tardes.

Sus manos se pusieron ásperas como lija y su espalda se encorbó por el esfuerzo, pero nunca se quejaba. Cada peso que ganaba era un ladrillo más en la construcción de su futuro juntos. Teresa aprendió a hacer rendir cada centavo. Compraba solo lo indispensable en el mercado, remendaba la ropa una y otra vez y cultivaba verduras en su pequeño jardín.

 Por las noches, cuando Miguel llegaba agotado del trabajo, ella le masajeaba los hombros mientras le contaba las pequeñas aventuras de su día, cómo había logrado regatear el precio de los tomates, cómo había intercambiado huevos de sus gallinas por hilo para coser, cómo había aprendido una nueva receta de la vecina.

 Los primeros años fueron duros, pero estaban llenos de amor. Se amaban con la pasión de dos personas que habían luchado por estar juntas, que habían desafiado al mundo entero por su derecho a amarse. En las noches, después de cenar sus tortillas con frijoles y salsa, se sentaban en el pequeño portal de su casa a ver las estrellas.

 Miguel le contaba sus planes, cómo iba a agrandar la casa, cómo iba a comprar más tierra, cómo sus hijos jugarían en un jardín lleno de flores. “¿Cuántos hijos quieres?”, le preguntó Teresa una noche recostada en su hombro. “Los que Dios nos mande”, respondió Miguel besándole el cabello, “pero que sean muchos para que esta casa se llene de risas”.

 Teresa sonríó, pero en el fondo de su corazón una vocecita susurraba las palabras de su padre. Y si no puedes alimentarlos y si Miguel no puede mantenerlos. La primera prueba llegó en 1955 cuando Teresa quedó embarazada de su primer hijo. Miguel estaba loco de felicidad, pero también aterrado. Un hijo significaba más gastos, más responsabilidades y él apenas ganaba lo suficiente para mantener a Teresa y a él.

 “Voy a conseguir más trabajo,” le prometió, aunque tenga que trabajar las 24 horas del día. y casi lo hizo. Miguel consiguió trabajo adicional cargando bultos en la estación del tren los fines de semana. Llegaba a casa el domingo por la noche tan cansado que se quedaba dormido en su silla antes de terminar de cenar.

 Teresa veía como su marido se mataba trabajando y sentía una mezcla de amor y preocupación que la desgarraba por dentro. Lo amaba por su dedicación, por su valor, por cómo luchaba por ella y por el bebé que venía en camino, pero también se preocupaba por su salud, por su futuro, por la posibilidad de que toda esa lucha no fuera suficiente.

 El pequeño Miguel Aurelio nació en febrero de 1956 en la misma cama donde había sido concebido con la ayuda de doña Remedios, la partera del pueblo. Cuando Teresa vio a su hijo por primera vez, con sus ojitos cerrados y sus puñitos apretados, se enamoró de él instantáneamente. Miguel lloró cuando cargó a su hijo por primera vez.

 lloró de felicidad, de amor, de gratitud hacia Dios por haberle dado una familia, pero también lloró de miedo porque se dio cuenta de que ahora tenía en sus manos frágiles dos vidas que dependían completamente de él. “Es hermoso”, susurró Teresa viendo como Miguel acunaba al bebé. Se parece a ti. Que Dios haga que sea mejor hombre que su padre”, respondió Miguel con una solemnidad que hizo que Teresa se le estrujara el corazón.

 La llegada del bebé trajo alegría inmensa, pero también gastos inesperados. Las medicinas para Teresa después del parto, los pañales, la leche. Cuando ella no pudo amamantar lo suficiente, los pesos se escurrían como agua entre los dedos. Una noche, cuando el pequeño Miguel tenía 6 meses y lloraba de hambre porque ya no había leche en la casa, Teresa se sentó en su cama y lloró de desesperación.

 Por primera vez que se casó, las palabras de su padre resonaron en su mente con fuerza devastadora. Te vas a arrepentir, vas a pasar hambre, tus hijos van a sufrir. Había cometido un error, había condenado a su hijo a una vida de privaciones por seguir su corazón en lugar de su cabeza. Miguel llegó esa noche con dinero suficiente para comprar leche para toda una semana.

 Había vendido su reloj, el único objeto de valor que tenía, heredado de su padre. Nunca más, le juró a Teresa, tomándola entre sus brazos mientras ella lloraba. Nunca más nuestro hijo va a tener hambre. Te lo prometo. Y cumplió su promesa. Miguel consiguió trabajo como capataz en una hacienda más grande, con mejor sueldo.

 Se mudaron a una casa más espaciosa, con piso de cemento y agua corriente. Tuvieron cuatro hijos más. Carmen Esperanza en 1958, José Aurelio en 1960, María del Socorro en 1963 y finalmente Rafael Miguel en 1966. Con cada hijo que llegaba, Miguel trabajaba más duro. Con cada mejora en sus condiciones de vida, Teresa se sentía más segura.

 La casita humilde se convirtió en una casa cómoda. La pobreza extrema se transformó en una vida modesta pero digna. Pero la semilla de duda que don Aurelio había plantado años atrás siguió ahí, dormida, pero no muerta en el corazón de Teresa. Los años pasaron como páginas de un libro hermoso. Miguel y Teresa construyeron una vida que desde afuera parecía perfecta.

 Sus cinco hijos crecieron sanos y fuertes, llenando la casa de risas, travesuras y el caos hermoso de una familia numerosa. Miguel había logrado comprar más tierra y establecer su propio negocio de construcción. Ya no era el peón sin futuro que don Aurelio había despreciado.

 Se había convertido en un hombre respetado en el pueblo, conocido por su honradez y su trabajo de calidad. Teresa se había transformado en una matrona querida por todos. Organizaba las festividades de la iglesia, ayudaba a las mujeres jóvenes que se casaban y su casa siempre tenía las puertas abiertas para quien necesitara un plato de comida caliente o un consejo sabio. “Viste qué familia más bonita tiene Miguel”, comentaban las señoras en el mercado.

 Y Teresa, qué mujer tan buena, se nota que se adoran. Y era cierto, después de 15 años de matrimonio, Miguel seguía mirando a Teresa como si fuera la primera vez que la veía. Le llevaba flores cada viernes, la abrazaba por la cintura cuando ella cocinaba. Le susurraba palabras de amor al oído cuando creía que nadie los veía.

 Teresa correspondía a ese amor con toda su alma. había aprendido a ver más allá de las dificultades económicas que habían enfrentado y se sentía orgullosa del hombre extraordinario que había elegido como esposo. Miguel era un padre devoto, un marido tierno, un hombre íntegro que se había ganado el respeto de toda la comunidad.

 Pero en lo más profundo de su corazón, en un lugar secreto que ni siquiera ella misma visitaba muy a menudo, seguía viviendo aquella vocecita que le susurraba las palabras de su padre. Y si algún día no es suficiente, ¿y si algo malo pasa? ¿Y si te quedas sola y sin nada? La crisis llegó en 1971 cuando Miguel sufrió un accidente en una de sus obras. Un andamio mal asegurado se desplomó y Miguel cayó desde 3 m de altura.

 Estuvo tr meses sin poder trabajar, con la espalda lesionada y sin ingresos. Los ahorros que habían acumulado se agotaron rápidamente. Las facturas del doctor, las medicinas, los gastos de la casa y los cinco hijos, todo se acumulaba como una montaña imposible de escalar. Teresa vendió sus joyas, las pocas que tenía.

Vendió los muebles buenos del comedor. Pidió prestado a los vecinos, a los amigos, a cualquiera que pudiera ayudarlos. Una noche, cuando Miguel dormía con ayuda de los calmantes y los niños estaban acostados, Teresa se sentó en la cocina con un cuaderno y una pluma tratando de hacer cuentas que no salían por ningún lado.

 Los números bailaban frente a sus ojos borrosos por las lágrimas. En ese momento de desesperación, la voz de su padre resonó en su mente con más fuerza que nunca. Los hombres pobres siguen siendo pobres. Un día vas a necesitar algo y no vas a tener nada. Siempre vas a depender de otros.

 Fue entonces cuando Teresa tomó una decisión que cambiaría el resto de su vida. Al día siguiente fue al banco y abrió una cuenta de ahorros a su nombre sin decirle nada a Miguel. depositó los 5 pesos que le habían sobrado después de comprar las medicinas de su esposo. Es solo por si acaso, se dijo a sí misma, solo una pequeña seguridad por si alguna vez la necesitamos. Cuando Miguel se recuperó y volvió al trabajo más fuerte y determinado que nunca, Teresa siguió guardando dinero en secreto.

 Cada semana, cuando iba al mercado, apartaba unos pesos de lo que Miguel le daba para los gastos de la casa. Un peso aquí, 3 pesos allá, 5 pesos cuando había una pequeña ganancia extra. No era mucho y ella se justificaba diciéndose que era por el bien de la familia. ¿Qué pasaría si Miguel se enfermaba otra vez? ¿Qué pasaría si el negocio iba mal? ¿Qué pasaría si ella se quedaba viuda con cinco hijos que alimentar? La cuenta secreta creció lentamente, peso a peso, mes a mes, año tras año.

 Teresa se volvió experta en economizar sin que Miguel se diera cuenta. Compraba la carne más barata y la preparaba de tal manera que parecía un manjar. remendaba la ropa con tal maestría que parecía nueva. Cultivaba más verduras en su jardín y compraba menos en el mercado.

 Miguel, por su parte, seguía trabajando incansablemente para darle a su familia lo mejor que podía. Nunca sospechó que su esposa estaba guardando dinero a sus espaldas, porque en su mente todo lo que él ganaba era para la familia y todo lo que Teresa hacía era por amor. Los años 70 y 80 fueron décadas de crecimiento para la familia Hernández Morales.

 Los hijos mayores empezaron a trabajar y a ayudar con los gastos de la casa. Miguel Aurelio se hizo maestro. Carmen Esperanza se casó con un comerciante próspero. José Aurelio siguió los pasos de su padre en la construcción. La casa se agrandó otra vez. Tuvieron un automóvil, un televisor, una estufa de gas.

 Miguel cumplió todas las promesas que le había hecho a Teresa cuando eran jóvenes. Le dio una vida cómoda, hijos sanos, una posición respetable en la sociedad. Pero Teresa siguió guardando dinero en secreto. Era como una compulsión que no podía controlar. Cada peso que lograba ahorrar era como un pequeño escudo contra el destino incierto. En su cuenta secreta ya había varios miles de pesos, una fortuna considerable para una familia de clase media de aquellos tiempos.

 ¿Por qué sigues haciendo esto? se preguntaba a sí misma algunas noches cuando la culpa la desvelaba. Miguel ha demostrado que puede mantener a la familia. Nunca nos ha faltado nada importante. Pero entonces recordaba aquellos meses terribles después del accidente de Miguel, cuando habían estado al borde de perderlo todo, y la voz de su padre volvía a susurrarle. Nunca sabes lo que puede pasar.

 Es mejor estar preparada. Los hombres pueden fallar. Lo más doloroso era que Teresa amaba a Miguel más cada día que pasaba. Veía cómo se mataba trabajando por ella y por sus hijos. Veía su dedicación, su honradez, su amor incondicional. Sabía que era injusto tener esa cuenta secreta, que era como una traición silenciosa al hombre que había sacrificado su vida entera por hacerla feliz, pero no podía parar.

 En 1985, cuando cumplieron 32 años de casados, Miguel le organizó una fiesta sorpresa. Invitó a toda la familia, a los amigos, a medio pueblo. Rentó un mariachi, mandó hacer un pastel de tres pisos, decoró el jardín con luces de colores. Por la mujer más hermosa del mundo, dijo Miguel en su brindis con los ojos brillantes de amor.

 por Teresa, que me ha dado la vida más feliz que un hombre puede soñar, por 32 años de paraíso y por todos los que nos quedan por vivir. Teresa lloró esa noche, pero no solo de felicidad, también lloró de culpa porque sabía que tenía un secreto que empañaba la pureza del amor que Miguel le profesaba. Los años 90 trajeron la llegada de los nietos.

 La casa se llenó otra vez de risas infantiles, de pequeños pies corriendo por los pasillos, de la alegría renovada que traen las nuevas generaciones. Miguel se convirtió en el abuelo más consentidor del mundo. Construyó columpios en el jardín. Les enseñó a sus nietos a hacer papalotes. Les contaba historias de cuando era joven y había conquistado a la abuela más hermosa de Guadalajara.

 Teresa, por su parte, se deleitaba siendo abuela. Cocinaba los platillos favoritos de cada nieto, les tejía suéteres, les cantaba las mismas canciones de cuna que había cantado a sus propios hijos. La cuenta secreta siguió creciendo. Para entonces, Teresa ya tenía una cantidad considerable de dinero guardado, suficiente para vivir varios años si algo le pasaba a Miguel.

 suficiente para no depender de nadie si se quedaba sola, pero también suficiente para sentir que estaba traicionando 40 años de matrimonio perfecto. El nuevo milenio llegó con celebraciones y esperanza. Miguel y Teresa, ahora en sus 60 veían como sus hijos habían formado sus propias familias exitosas, como sus nietos crecían sanos y felices, como la vida les había dado mucho más de lo que habían soñado cuando eran dos jóvenes enamorados desafiando al mundo.

 Miguel había vendido su negocio de construcción y se había semiretirado. Tenía algunos proyectos pequeños, más por gusto que por necesidad. La casa estaba pagada, tenían ahorros suficientes para vivir cómodamente y los hijos ya no dependían económicamente de ellos. “Mira todo lo que construimos, mi amor”, le decía Miguel a Teresa mientras caminaban por su jardín, ahora lleno de gardenias, rosas y jacarandas.

 ¿Quién iba a decir que aquel peón sin futuro iba a lograr todo esto? Teresa sonreía, pero por dentro se desgarraba. ¿Cómo podía decirle a Miguel que a pesar de todo lo que habían logrado juntos, ella había estado guardando dinero en secreto durante más de 30 años? ¿Cómo podía explicarle que en lo más profundo de su corazón una parte de ella nunca había confiado completamente en que él pudiera mantenerlo siempre? La cuenta secreta había crecido hasta convertirse en una suma considerable.

 Con los intereses acumulados durante décadas, Teresa tenía guardado lo suficiente para vivir independientemente por muchos años. Era su plan de escape, aunque ya no recordaba exactamente de qué estaba escapando. Miguel, ajeno al tormento interno de su esposa, vivía sus años dorados con la satisfacción del deber cumplido. Había logrado todo lo que se había propuesto.

 Darle a Teresa una vida digna, criar cinco hijos exitosos, ganarse el respeto de su comunidad. ¿Sabes de qué me siento más orgulloso? le dijo una tarde mientras veían la televisión. No de la casa ni del dinero que logramos ahorrar. Me siento orgulloso de que nunca, en casi 50 años hemos dormido enojados, que nunca hemos dejado que el sol se oculte sobre nuestra ira. Era cierto.

 Miguel y Teresa habían tenido sus desacuerdos como todas las parejas, pero siempre los habían resuelto antes de acostarse. Se pedían perdón, se reconciliaban, reafirmaban su amor. Pero Teresa tenía un secreto que no había compartido con Miguel ni una sola vez. Los primeros signos de que algo no estaba bien aparecieron en 2010. Teresa empezó a olvidar cosas pequeñas.

 ¿Dónde había puesto las llaves? Si había apagado la estufa el nombre del nieto más pequeño. Es la edad, decía Miguel quitándole importancia. A mí también se me olvidan las cosas, pero Teresa sabía que era algo más. Había días en que se sentía confundida, perdida en su propia casa.

 Había noches en que se despertaba y no recordaba dónde estaba. El diagnóstico llegó en 2015. Demencia senil etapa temprana. Es progresiva, les explicó el doctor. Va a empeorar gradualmente. Tendrán días buenos y días malos, pero la tendencia será hacia el deterioro. Miguel recibió la noticia como un puñetazo en el estómago. Su Teresa, su amor eterno, su compañera de vida, se estaba desvaneciendo ante sus ojos. “No importa”, le dijo esa noche, abrazándola mientras ella lloraba.

 Te voy a cuidar como tú me cuidaste cuando tuve el accidente. Vamos a enfrentar esto juntos como hemos enfrentado todo. Y lo hizo. Miguel se convirtió en el cuidador más devoto que se pueda imaginar. Le daba sus medicinas, la acompañaba a todas sus citas médicas, la ayudaba cuando se confundía, la consolaba cuando se asustaba.

 Teresa tenía momentos de lucidez en los que era completamente ella misma y momentos de confusión en los que parecía perdida en un mundo que solo ella podía ver. Durante uno de sus momentos lúcidos en 2018, Teresa tomó una decisión. Fue al banco sola y cerró su cuenta secreta. convirtió todo el dinero en efectivo y lo guardó en una caja de metal escondida en el fondo de su armario. “Algún día se lo voy a decir”, murmuró para sí misma.

“Algún día voy a encontrar el valor para confesarle todo.” Pero los días pasaban y las oportunidades se desvanecían junto con su memoria. En 2020, la pandemia mundial los obligó a aislarse en casa. Miguel y Teresa, ya en sus 80 pasaron meses encerrados, dependiendo únicamente el uno del otro.

 Fueron meses difíciles, pero también hermosos. Sin las distracciones del mundo exterior, redescubrieron el placer simple de estar juntos. Miguel le leía libros a Teresa cuando ella no podía concentrarse para leer sola. Teresa le preparaba sus platillos favoritos cuando tenía días buenos.

 ¿Sabes qué?”, le dijo Miguel una tarde mientras veían el atardecer desde su jardín. “A pesar de todo lo que hemos pasado, a pesar de la enfermedad, a pesar de estar viejos y cansados, estos han sido algunos de los días más felices de mi vida”. Teresa lo miró con ojos llenos de amor y dolor. “Miguel, hay algo que necesito decirte.

 ¿Qué es mi amor?” Pero en ese momento la mente de Teresa se nubló otra vez y no pudo recordar qué era lo que quería confesar. Los últimos años fueron una montaña rusa emocional. Teresa tenía días en que era completamente ella misma, brillante y lúcida, y días en que no reconocía ni a sus propios hijos. Miguel envejeció visiblemente bajo la carga de cuidarla. Sus cabellos se volvieron completamente blancos, su espalda se encorbó.

 Sus manos desarrollaron un temblor constante, pero nunca se quejó, nunca perdió la paciencia, nunca dejó de tratarla con el mismo amor y respeto que le había tenido desde el primer día. Es mi Teresa”, le decía a sus hijos cuando ellos sugerían contratar una enfermera. La mujer que dejó todo por casarse conmigo, la que me dio los hijos más hermosos del mundo, la que ha sido mi compañera durante 70 años. Yo la voy a cuidar hasta mi último aliento.

 Marzo de 2025. Teresa tenía 90 años, Miguel 92. Habían estado casados durante 72 años. una vida entera dedicada al amor mutuo. La salud de Teresa se había deteriorado significativamente en los últimos meses. Ya no podía caminar sin ayuda. Había perdido mucho peso y pasaba la mayor parte del día durmiendo o en un estado de semiconciencia.

Miguel, a pesar de su edad avanzada, seguía cuidándola con la devoción de un santo. Le daba de comer en la boca cuando no podía hacerlo sola. Le cambiaba los pañales sin una queja. Le hablaba con amor, aunque ella no siempre lo reconociera. Los hijos se turnaban para ayudar, pero Miguel insistía en hacer la mayor parte del cuidado él mismo.

 Es mi mujer repetía, mi responsabilidad, mi privilegio. Una tarde de marzo, inusualmente calurosa para la temporada. Teresa tuvo uno de sus momentos de lucidez más claros en meses. Despertó de su siesta y vio a Miguel sentado junto a su cama leyendo un libro con la ayuda de una lupa.

 Miguel, dijo con voz débil pero clara. Él dejó caer el libro inmediatamente y mi amor y se acercó, “¿Cómo te sientes? ¿Necesitas algo?” Teresa lo miró con ojos que por primera vez en mucho tiempo estaban completamente enfocados y presentes. Miguel, necesito decirte algo, algo importante. Claro, mi amor, te escucho. Teresa trató de incorporarse en la cama, pero no tenía fuerzas.

 Miguel la ayudó acomodándole las almohadas detrás de la espalda. Miguel comenzó y después se detuvo como si estuviera reuniendo valor. Miguel, he guardado un secreto durante muchos años, un secreto que me ha atormentado toda la vida. Miguel frunció el ceño preocupado de qué podía tratarse.

 En 72 años de matrimonio, no podía imaginar qué secreto terrible podría haber estado guardando su Teresa. Qué secreto, mi amor, sea lo que sea, ya no importa. Nada puede cambiar lo que hemos vivido juntos. Teresa comenzó a llorar. Lágrimas que rodaron por sus mejillas arrugadas como arroolluelos de dolor acumulado. Miguel, durante todos estos años, desde que tuviste el accidente en 1971, he estado guardando dinero a escondidas. Miguel parpadeó confundido. Dinero.

 ¿De qué estaba hablando? No entiendo, Teresa. Cada semana, cada mes, apartaba un poco del dinero que me dabas para los gastos. lo guardaba en el banco, en una cuenta que tú no conocías. Las palabras salían entrecortadas como si cada una le costara un esfuerzo enorme. Era era por si algún día necesitaba huir. Miguel sintió como si el mundo se detuviera.

Huir. Su Teresa había querido huir de él. Huirr, murmuró. Huirr de mí. No, sí, no era eso exactamente. Teresa se aferró a la mano de Miguel con una fuerza sorprendente. Era era por las palabras de mi papá. Nunca pude sacarme de la cabeza lo que me decía, que los hombres pobres siguen siendo pobres, que iba a pasar necesidades, que mis hijos iban a sufrir.

 Y después del accidente, cuando no teníamos nada, cuando pensé que íbamos a perder la casa, Miguel sentía como si alguien le estuviera clavando puñales en el pecho. Su Teresa, su amor puro, su compañera fiel, había estado planeando abandonarlo durante décadas. Entonces, ¿naste en mí?”, preguntó con voz rota. “Todos estos años siempre pensaste que iba a fallarte.” No.

 Gritó Teresa con toda la fuerza que le quedaba. “Te amaba, Miguel. Te amé desde el primer día y te amé hasta el último momento de mi vida consciente, pero tenía miedo, un miedo terrible, irracional, que no podía controlar. Teresa lloraba desconsoladamente. Ahora era más fuerte que yo. Cada peso que guardaba era como como un calmante para la ansiedad.

 No era porque quisiera dejarte, era porque tenía terror de quedarme sin nada, de no poder cuidar a nuestros hijos, de ser una carga para ti. Miguel se quedó en silencio durante varios minutos que parecieron eternidad. Sentía como si toda su vida, todos sus recuerdos se estuvieran reorganizando en su mente. Había sido todo una mentira. Había vivido 72 años con una mujer que siempre había tenido un pie fuera de la puerta. ¿Cuánto?, preguntó finalmente.

 ¿Qué? ¿Cuánto dinero guardaste? Teresa cerró los ojos como si la respuesta le doliera físicamente. Al final, con todos los intereses, casi 200,000 pesos, Miguel se quedó helado. 200,000 pesos. Una fortuna. Suficiente para que Teresa hubiera vivido independientemente durante años. Suficiente para dónde está ahora. En una caja de metal, en mi armario, detrás de mis vestidos viejos.

 Miguel se levantó lentamente de la silla y caminó hacia el armario de Teresa. Sus manos temblaban mientras apartaba los vestidos que conocía también. Los vestidos que había visto a Teresa usar durante décadas. Ahí estaba una caja de metal pesada escondida en la parte más oscura del armario. La abrió. El dinero estaba ahí.

 Billetes de diferentes denominaciones organizados en fajos perfectos, algunos ya amarillentos por el tiempo. Décadas de ahorro secreto, décadas de desconfianza, décadas de mentira silenciosa. Miguel volvió a la cama con la caja en las manos, la puso sobre la mesita de noche y se sentó otra vez junto a Teresa.

 ¿Alguna vez, alguna vez pensaste en usarlo, enme? Teresa negó con la cabeza vigorosamente. Jamás, Miguel, jamás, ni siquiera en nuestros peores momentos, ni cuando estabas enfermo, ni cuando peleábamos, ni cuando los niños eran pequeños y todo era tan difícil. El dinero estaba ahí, pero yo nunca, nunca pude imaginarme la vida sin ti.

 Entonces, ¿por qué lo guardaste durante tantos años? Teresa lo miró con ojos llenos de una tristeza infinita. Porque soy una cobarde, Miguel, porque nunca pude confiar completamente, ni siquiera en ti, que me demostraste todos los días durante 72 años que eras digno de toda mi confianza. Se quedaron en silencio durante varios minutos.

 Miguel miraba la caja de dinero como si fuera una serpiente venenosa. Teresa lloraba silenciosamente, esperando el veredicto del hombre que había amado toda su vida. Finalmente, Miguel habló. “¿Sabes qué es lo que más me duele, Teresa?” Ella negó con la cabeza temiendo la respuesta. No es que hayas guardado el dinero, no es que hayas desconfiado de mí.

 Lo que más me duele es que hayas cargado con esta culpa durante tantos años, que hayas vivido atormentada por algo que al final nunca hiciste. Teresa lo miró confundida. ¿Qué quieres decir? Miguel tomó las manos de Teresa entre las suyas, esas manos arrugadas que habían trabajado incansablemente durante décadas, que habían acariciado a sus hijos, que lo habían consolado en sus momentos más difíciles.

 Quiere decir que guardaste dinero para huir, pero nunca huiste, que tuviste miedo, pero nunca dejaste que ese miedo fuera más fuerte que tu amor. que durante 72 años, todos los días, elegiste quedarte conmigo. Las lágrimas de Teresa cambiaron de naturaleza. Ya no eran lágrimas de culpa, sino de alivio.

 ¿No estás enojado conmigo? Miguel sonrió. Esa sonrisa que había enamorado a Teresa desde el primer día que lo vio en el mercado. Teresa, mi amor, mi vida entera, ¿cómo voy a estar enojado contigo por tener miedo? El miedo no es un crimen, mi amor. El miedo es humano. Se inclinó y le dio un beso en la frente.

 Lo que me importa no es que hayas guardado dinero por si tenías que huir. Lo que me importa es que nunca lo usaste, que todos los días durante 72 años elegiste el amor por encima del miedo. Teresa sollozó, pero ahora eran soyosos de liberación. Te amo, Miguel. Te amé desde el primer momento y te voy a amar hasta después de la muerte.

 Y yo a ti, mi Teresa, y ya no quiero que cargues ni un momento más con esta culpa. Miguel tomó la caja de dinero y la puso en las manos de Teresa. Este dinero es tuyo. Te lo ganaste con tu trabajo, con tu dedicación a esta familia. Y si alguna vez te hace sentir más segura tenerlo, entonces me alegro de que lo tengas. No lo quiero”, susurró Teresa.

 “Nunca lo quise realmente, solo quería solo quería sentirme segura. Entonces, ya no lo necesitas”, dijo Miguel suavemente. Porque después de 72 años ya sabes que estás segura que nunca vas a estar sola, que siempre vas a tener alguien que te ame más que a su propia vida. Teresa sonrió por primera vez en meses.

 ¿Qué vamos a hacer con el dinero? Miguel pensó por un momento, “Lo que tú quieras, mi amor, es tuyo. Quiero que sea para nuestros nietos, para su educación, para sus sueños, para que no tengan que tener miedo nunca como lo tuve yo.” Miguel asintió. Me parece perfecto.

 Se quedaron abrazados durante horas dos ancianos que habían compartido una vida entera de amor, perdón y comprensión. Teresa murió tres días después de su confesión, en paz y rodeada de amor. Había vivido 90 años extraordinarios. Había criado cinco hijos magníficos. Había conocido 23 nietos y había amado y sido amada por el mismo hombre durante 72 años. Miguel vivió 6 meses más.

 se fue en su sueño con una sonrisa en los labios, como si estuviera yendo a un encuentro largamente esperado. En el funeral, todos hablaron del amor extraordinario que Miguel y Teresa se habían tenido, de cómo habían desafiado al mundo por estar juntos, de cómo habían construido una familia hermosa, de cómo habían sido ejemplo de fidelidad y devoción durante más de siete décadas.

 Solo Miguel Aurelio, el hijo mayor, conocía la historia completa. Su padre se la había contado la noche antes de morir. “¿Papá está enojado con mamá?”, le había preguntado su nieta más pequeña después del funeral. Miguel Aurelio sonrió recordando las palabras exactas que su padre había usado. “No, mi niña, tu abuelo no estaba enojado con tu abuela, estaba orgulloso de ella.” Orgulloso.

¿Por qué? Porque durante 72 años, todos los días, tu abuela eligió el amor por encima del miedo. Y esa, pequeña, es la decisión más valiente que puede tomar un ser humano. El dinero que Teresa había guardado durante décadas se convirtió en becas de estudio para todos sus nietos.

Cada uno de ellos pudo estudiar una carrera universitaria, cumplir sus sueños, construir sus propias vidas exitosas y todos ellos crecieron conociendo la historia de sus abuelos. Dos jóvenes que se amaron tanto que desafiaron al mundo entero, que construyeron una vida hermosa sobre la base del trabajo y la dedicación y que demostraron que el amor verdadero puede perdonar cualquier debilidad humana.

La casa donde Miguel y Teresa vivieron sus últimos años se convirtió en el lugar de reunión de la familia extendida. En las paredes colgaban fotos de 72 años de matrimonio, la boda humilde en la iglesia de San Judas, Tadeo. Los primeros años de pobreza y lucha, los hijos pequeños corriendo por el jardín, las bodas de plata y oro, los nietos llegando uno tras otro.

Y en el jardín, las gardenias que Miguel había plantado para Teresa seguían floreciendo cada primavera, llenando el aire con su perfume celestial, recordando a todos que había existido un amor tan grande que había vencido al tiempo, a la pobreza, al miedo y hasta a la muerte misma.

Esta es la historia de Teresa y Miguel, dos almas que se encontraron en una plaza de Guadalajara y decidieron amarse para toda la eternidad. Es la historia de un amor que sobrevivió a todo, a la oposición familiar, a la pobreza, a los accidentes, a la enfermedad, a los secretos y al tiempo mismo. Porque al final lo que importa no es que hayamos tenido miedo, lo que importa es que a pesar del miedo hayamos elegido el amor. Y ese amor cuando es verdadero, cuando es puro, cuando es eterno, ese amor nunca muere.