El rey Alfonso de Balaquia siempre puso el deber por encima del deseo. 4 años atrás tomó una decisión cruel. Desterrar a su esposa Eleonora porque no podía darle un heredero. Su reino exigía un descendiente legítimo para asegurar la continuidad de la corona.

Y Alfonso, convencido de que era el precio a pagar por la estabilidad de su linaje, sacrificó su propia felicidad. Pero el pasado que creyó haber enterrado regresa con fuerza cuando un mensaje revela un secreto imposible de ignorar. Eleonora nunca estuvo sola y dos niños gemelos llevan su sangre.

Decidido a enfrentar la verdad, Alfonso parte en su búsqueda sin imaginar que su mayor desafío no será reclamar a sus herederos, sino recuperar la confianza de la única mujer que una vez conquistó su corazón. En un reino donde el poder lo es todo, puede el amor desafiar el destino.
Las arañas de cristal titilaban con el fulgor de mil velas, proyectando reflejos dorados sobre las paredes cubiertas de tapices. El aire estaba impregnado de perfumes florales y del aroma sutil del vino especiado.

En el gran salón del palacio real de Balaquia, la nobleza se congregaba con el brillo de la expectativa en los ojos. Damas vestidas con sedas importadas, caballeros envueltos en terciopelos oscuros, ministros y consejeros con el rostro pétreo de quienes siempre sabían más de lo que decían.

Al centro de la estancia, sobre una tarima ornamentada con el escudo real, se alzaba el trono. A su lado, de pie con la espalda erguida y el porte de un monarca al que nadie se atrevía a desafiar, estaba Alfonso I de Balaquia. Su redingote negro, con bordados en hilo de oro, resaltaba la firmeza de sus hombros y la severidad de su expresión.

 Parecía el rey que todos esperaban, inquebrantable. solemne, dueño de su destino y del de su pueblo, pero dentro de su pecho algo era distinto. Las palabras que estaba a punto de pronunciar lo oprimían de una forma que no lograba comprender. Durante 4 años había postergado aquel momento, esquivando cada insinuación de la corte, cada sugerencia de su madre, cada expectativa que pesaba sobre su nombre.

Había gobernado con pulso firme, había sofocado revueltas, mantenido la estabilidad del reino y asegurado alianzas estratégicas. Sin embargo, la única deuda que seguía sin saldar era la de asegurar su linaje. La reina madre Beatrix de Balaquia había sido clara.

 El reino necesitaba una nueva soberana, una esposa adecuada, con sangre pura y un vientre que garantizara la descendencia. y había encontrado la candidata perfecta. Alfonso desvió la mirada un instante hacia la mujer a su derecha. Lady Ingrid de Altenberg, rubia, elegante, de modales impecables. Su vestido azul noche realzaba su delicada figura y su piel clara, intachable, como correspondía a una futura reina.

 poseía el aire de una mujer consciente de su posición, con el mentón levemente elevado y una sonrisa que, aunque discreta, revelaba satisfacción. El murmullo del salón se disipó cuando el heraldo dio un paso al frente y golpeó el suelo con su bastón de plata. La expectación se hizo absoluta. Alfonso inspiró con discreción, sintiendo el peso de la corona sobre su cabeza como un grillete invisible.

 Esta noche su voz resonó con la calma de quien ha reflexionado cada palabra. Tengo el honor de anunciar el compromiso entre la casa real de Balakia y la distinguida casa de Altenberg. Las palabras flotaron en el aire como el tañido de una campana. Lady Ingrid ha sido elegida para convertirse en mi esposa y con ello en la futura reina de Balaquia. El silencio duró apenas un instante.

Luego el salón estalló en aplausos. El júbilo de la corte fue inmediato. Copas se alzaron, sonrisas se intercambiaron. La música comenzó a llenar la estancia con un aire de celebración. Ministros y embajadores se aproximaron a Ingrid con felicitaciones mientras la reina madre Beatrix de Balaquia observaba desde su lugar con el porte altivo de una mujer que acababa de ganar una batalla.

 Alfonso inclinó la cabeza en gesto de cortesía hacia Ingrid, quien respondió con una reverencia medida. Todo había salido como debía, todo estaba en orden. Entonces, ¿por qué sentía aquel vacío insondable en el pecho? Mientras la corte celebraba, mientras Ingrid aceptaba la enhorabuena de la nobleza y los músicos elevaban su arte para dar comienzo al baile, Alfonso sintió la urgencia de apartarse.

 Cruzó el salón con pasos firmes, ignorando las miradas curiosas. Se detuvo en una de las grandes puertas de cristal que daban a los jardines, permitiéndose respirar en la fría brisa nocturna. Cerró los ojos un instante y sin quererlo, una imagen se formó en su mente. Un recuerdo, un par de ojos azules, fieros e inolvidables.

 Elora, el nombre le golpeó con la misma fuerza de la primera vez que la vio. 4 años. 4 años desde que la desterró. 4 años en los que su nombre había sido borrado de la corte. en los que nadie se atrevía a mencionarla en su presencia. 4 años de intentar convencerse de que había hecho lo correcto.

 Pero aquella noche, con el eco de su propia voz anunciando un compromiso que no deseaba, la sombra de Eleonora lo perseguía más que nunca. Muy lejos de allí, en una aldea apartada del norte, una mujer leía con el seño fruncido un mensaje recién llegado de la capital. La vela a su lado titiló con el viento nocturno, proyectando sombras danzantes sobre la mesa de madera desgastada. Eleonora leyó aquellas líneas una vez más, como si al hacerlo el significado pudiera cambiar, pero la tinta seguía allí, cruel e implacable.

 El rey Alfonso Io de Balaquia ha anunciado su compromiso con Lady Ingrid de Altenberg. La noticia no debería haberle causado nada. No debería haber sentido aquel frío en el pecho ni aquel nudo en la garganta. No debería haber sentido nada en absoluto. Pero lo sintió.

 Se puso de pie con lentitud, apartando la silla con un movimiento controlado. El fuego de la chimenea proyectaba un brillo dorado sobre su cabello castaño oscuro, pero sus ojos azules estaban ensombrecidos. 4 años. 4 años. había vivido en el exilio. 4 años en los que aprendió a olvidarlo. 4 años en los que se convenció de que su vida era mejor lejos de los muros que la habían visto caer en desgracia, pero ni siquiera la distancia podía borrar la verdad.

 giró sobre sus pasos dirigiéndose al pequeño cuarto contiguo. Al abrir la puerta, dos pequeñas figuras dormían bajo la tenue luz de una lámpara de aceite. Su respiración era tranquila, su mundo aún intacto. Los contempló en silencio, con el corazón latiendo en un ritmo doloroso y contenido.

 El rey Alfonso Io de Balaquia podía haberla olvidado, pero su sangre corría por las venas de aquellos niños. Y muy pronto alguien más lo sabría. A kilómetros de allí, en una taberna al borde del camino, un hombre de rostro enjuto y vestimenta discreta plegaba con cuidado un pergamino recién escrito. Lo selló con la oscuro y lo deslizó en el bolsillo de su abrigo.

 Afuera, su caballo aguardaba en la penumbra, inquieto por el viento helado que barría la noche. El espía montó con destreza y sin más dilación se perdió en la oscuridad. Horas después, en el despacho privado del palacio, un mensajero depositaba un sobre el escritorio del rey. Alfonso, aún vestido con su traje de gala, se inclinó sobre la mesa, frotándose el puente de la nariz con impaciencia.

 No esperaba correspondencia aquella noche. Con un gesto perezoso, rompió el sello y desplegó el pergamino. Majestad, en el norte vive una mujer de su pasado. En su hogar hay dos niños que podrían interesarle. Son gemelos. La niña tiene el cabello de su madre, pero el niño, su porte y sus ojos no dejan lugar a dudas.

 Si es cierto lo que vi, su sangre no se ha perdido, pero no estará oculta por mucho tiempo. Alfonso leyó la misiva con el seño fruncido, un mensaje anónimo, unas pocas líneas trazadas con una escritura rápida, sin adornos, pero la información que contenía era lo suficientemente poderosa como para hacer que el aire en la estancia pareciera más denso. Dos niños, gemelos, ojos dorados.

 Su mano se cerró en torno al pergamino el norte. Eleonora. El peso de su nombre cayó sobre él como un golpe. Se levantó de su asiento con brusquedad. Preparen mis cosas. Partimos al amanecer. El viento del norte rugía entre las montañas cuando el estandarte real de Baláquia apareció en el horizonte.

 El séquito avanzaba con un aire solemne, sus caballos levantando nubes de polvo en los caminos irregulares. Alfonso cabalgaba al frente, la capa oscura ondeando tras él como una sombra imponente. Su mirada permanecía fija en la lejana silueta del poblado que se dibujaba entre colinas cubiertas de nieve derretida. Su visita era, en apariencia una simple inspección a las tierras fronterizas.

Nadie debía sospechar el verdadero motivo de su viaje. Nadie debía saber que la culpa nunca lo había abandonado del todo. Había repetido tantas veces que hizo lo correcto, que casi logró creérselo. Le dijeron que un rey debía asegurar su linaje, que un trono sin heredero era un reino débil, que su deber estaba por encima de todo, incluso del amor.

 Y él, cegado por la obligación y el peso de su corona, aceptó lo que su madre y sus consejeros le aseguraban que era lo mejor para Balaquia. Convenció a todos de que su decisión fue firme, pero nunca logró convencerse a sí mismo. Porque en las noches más silenciosas, cuando el eco de la corte se desvanecía y la soledad de su habitación lo envolvía, su mente regresaba una y otra vez a la misma imagen.

 Eleonora de pie en el umbral de la puerta con el orgullo intacto y el corazón destrozado. Ahora, después de 4 años de intentar olvidar, el pasado volvía a él con la fuerza de un golpe certero. La aldea apareció ante sus ojos, modesta, lejana de la fastuosidad de la corte. Casas de piedra y madera se alineaban en torno a una plaza pequeña donde campesinos y comerciantes llevaban a cabo sus vidas con indiferencia ante la realeza.

 La brisa traía consigo el aroma del pan recién horneado, deleno mojado y de la leña ardiendo en los hogares. Aquel lugar no debía significar nada para él y sin embargo, el peso en su pecho aumentaba con cada paso que daba. Detuvo su caballo al llegar al centro de la plaza y descendió con calma, aunque su mente era un torbellino.

 Los aldeanos lo miraban con respeto, algunos con temor. Un rey en sus tierras no era un buen augurio. Uno de sus hombres se adelantó y preguntó por el paradero de una mujer que vivía en las afueras, en una casa junto al río. Alfonso no esperó la respuesta. Sabía que ella estaba allí. lo supo desde el momento en que puso un pie en aquel lugar.

 Eleonora dobló la tela con movimientos lentos y mecánicos, con la respiración contenida y el pulso desbocado. Había creído que su mundo era inalcanzable, que su vida seguiría el curso tranquilo que había construido con tanto esfuerzo. Pero esa mañana, cuando escuchó los cascos de los caballos y las voces de los guardias reales en la plaza, todo su cuerpo se tensó con un pánico helado.

 se asomó por la ventana y lo vio alto, imponente, vestido con el negro regio que parecía absorber la luz a su alrededor. Sus ojos dorados escrutaban la aldea con el mismo juicio que usaba para gobernar. 4 años no lo habían cambiado. Seguía siendo el mismo hombre que la había desterrado con una frialdad, que la había desgarrado por dentro.

 Su mente gritó que cerrara la puerta y que se ocultara, pero su cuerpo permaneció inmóvil. Su orgullo herido no le permitió huir. Un golpe seco resonó en la madera. Abre la puerta, Eleonora. El sonido de su voz la atravesó como un cuchillo. Sus manos se crisparon sobre la tela que sostenía. Respiró hondo y con un gesto calculado abrió la puerta.

 El silencio entre ellos fue un abismo. Alfonso la recorrió con la mirada, con el desconcierto de quien contempla un recuerdo hecho carne. Ella estaba allí frente a él, más real de lo que había sido en sus pesadillas y en sus recuerdos. Su cabello, más largo, caía en ondas sobre sus hombros. Su piel tenía el leve rastro del sol del campo, pero sus ojos, aquellos ojos que alguna vez fueron su refugio, lo miraban con una frialdad que lo desarmó más de lo que quiso admitir. Eleonora sostuvo su mirada sin parpadear. No esperaba recibir la visita

de mi rey. La forma en que pronunció aquellas palabras con ese matiz de burla y desprecio le encendió la sangre. No vengas con falsos formalismos. ¿Sabes por qué estoy aquí? Ella arqueó una ceja como si aquella afirmación le divirtiera. Lo ignoro. En realidad no creí que un rey tuviera tiempo de viajar hasta los confines del reino por una campesina desterrada. El tono de su voz lo irritó profundamente, pero no tenía paciencia para juegos.

 Dio un paso al frente, invadiendo su espacio. No juegues conmigo, Eleonora. Recibí un mensaje. Me han dicho que mi sangre no está perdida. El color desapareció de las mejillas de ella. Alfonso lo notó y supo en ese instante que la sospecha que había crecido en su pecho desde que leyó aquellas palabras era cierta. ¿Dónde están? Su voz descendió a un tono grave y amenazante.

 Quiero verlos ahora. Eleonora sintió un escalofrío, pero su expresión no cambió. No tienes derecho a exigir nada. Los latidos en la 100 de Alfonso se intensificaron. Son mis hijos. La bofetada no fue física, pero su efecto lo hizo tambalearse. Eleonora lo miró con los labios entreabiertos, con una ira que parecía a punto de estallar.

 Tus hijos, ¿recuerdas ahora que los tienes? 4 años. 4 años de silencio. 4 años en los que me abandonaste. 4 años en los que nunca preguntaste por mí y ahora vienes a exigir. Las palabras de Eleonora se estrellaban contra él como látigos. No lo sabía. Ella soltó una risa sin alegría. No quisiste saberlo.

 Antes de que él pudiera responder, un sonido interrumpió el duelo de miradas. Una risita infantil. Alfonso giró la cabeza con el corazón en la garganta. Al fondo de la estancia, junto a una mesa de madera, un niño de cabello oscuro y ojos dorados lo observaba con curiosidad. A su lado, una niña idéntica a él sostenía un pequeño muñeco de trapo.

 Gabriel tenía la mirada seria, evaluando cada detalle, mientras Amalia, más confiada, inclinaba la cabeza con una mezcla de cautela y curiosidad. El tiempo pareció suspenderse. Su mente se negó a procesarlo al principio, pero allí estaban. No era una mentira, no era una ilusión, eran suyos.

 Los niños lo miraban sin temor, sin conciencia del terremoto que acababan de desatar. Alfonso sintió que le faltaba el aire, su sangre. Eleonora se movió instintivamente, poniéndose entre él y los pequeños. No. La voz de ella fue firme como una barrera inquebrantable. Alfonso la miró sin comprender. “Son míos, son míos, corrigió ella. No permitiré que los arranques de su hogar.

” Él sintió la ira treparle por la columna. No son solo tuyos, son los herederos del trono. Eleonora se irguió. Los mantendré lejos de ese mundo. El corazón de Alfonso latía con violencia. No permitiré que los escondas de mí. Los niños, ajenos a la tormenta que se desataba sobre ellos, se abrazaron el uno al otro, sintiendo en el aire la tensión que aún no entendían.

 Los ojos de Alfonso volvieron a Eleonora con una furia contenida. Esto no ha terminado. Ella no parpadeó. Nunca debería haber comenzado. Alfonso entonces comprendió que aquella batalla no se ganaría con decretos ni con títulos. A pesar de ser el rey, no quería acercarse a sus hijos por imposición, ni mucho menos asustarlos.

 Y Eleonora no era una mujer que se diera con facilidad y él no era un hombre que aceptara la derrota. Eleonora cerró la puerta con la respiración entrecortada. apoyó la espalda contra la madera, sintiendo la solidez fría bajo sus manos temblorosas. Aquel hombre, aquel rey, aquel fantasma de su pasado, estaba allí. Sabía la verdad. Lo había visto en sus ojos dorados, en el desconcierto brutal que lo había dejado sin palabras.

 No había más escapatoria. Se llevó una mano al pecho en un intento inútil de calmar el latido frenético que amenazaba con ahogarla. No debía flaquear, no podía. Alfonso no tardó en reaccionar. Con pasos firmes cruzó la estancia y golpeó la puerta con fuerza contenida. No pienses que puedes esconderte de mí, Eleonora. Ella apretó los dientes.

 La furia en su voz era palpable, pero no la intimidaba. No tengo nada que explicarte, respondió con tono gélido. El picaporte se movió. Abre. Vete. Un golpe seco resonó en la madera. No voy a irme sin respuestas. Eleonora exhaló con fuerza y con un movimiento decidido abrió la puerta de golpe.

 La tensión entre ambos era un hilo tenso a punto de romperse. Respuestas. Espetó con una sonrisa amarga. 4 años de abandono y ahora te interesa la verdad. Alfonso la miró con los ojos encendidos, pero no por ira. sino por algo más peligroso, algo que ni siquiera él parecía comprender. “Ya te dije que no sabía que existían.

 Cuando te fuiste, no sabía que estabas embarazada.” Eleonora soltó una carcajada incrédula. “¿Cuándo me fui? Tú me expulsaste del palacio sin siquiera despedirte de mí. Descubrí que estaba embarazada semanas después de mi partida, pero jamás te preocupaste por saber qué había sido de mí. No tuve otra opción.

 respondió el rey, esforzándose por ocultar la culpa que había cargado durante años. Eleonora lo miró por un instante sin hablar. Sus labios se entreabrieron como si fuera a reír, pero no lo hizo, solo dejó escapar un suspiro entrecortado. Y entonces su voz surgió afilada como una navaja. Opción. Las palabras le ardían en la garganta. ¿Crees que tuve opción cuando me desterraste como si fuera una intrusa en tu vida? Cuando me arrebataste mi nombre, mi hogar, mi dignidad. Los ojos de Alfonso se oscurecieron.

 Hice lo que debía hacer. No. Su voz descendió hasta un susurro tembloroso. Hiciste lo que te convenía. Dos pares de ojos dorados los observaban desde la penumbra. Gabriel y Amalia se habían quedado cerca, parcialmente ocultos detrás del umbral, estudiando el rey en silencio, no con miedo, sino con esa curiosidad infantil que traspasaba las barreras del tiempo y la sangre. Hasta que Gabriel se tensó.

 No entendía del todo la conversación entre los adultos, pero algo en la voz del hombre frente a él lo puso en alerta. Amalia, en cambio, miró a su madre con la frente fruncida. esperando una respuesta. Eleonora sintió un nudo en la garganta. No podía discutir con Alfonso frente a ellos. “Los niños no necesitan presenciar esto”, dijo en voz baja.

 Alfonso los miró y por un momento Eleonora vio algo en su expresión. No era furia, ni sorpresa, ni siquiera indignación. Era vulnerabilidad, pero él la enterró tan rápido como apareció. Con un gesto de la mano, Eleonora indicó a Gabriel y Amalia que se retiraran. Aunque ninguno de los dos quería moverse, finalmente lo hicieron.

 Gabriel echó una última mirada a Alfonso antes de desaparecer por el pasillo, asegurándose de que su madre no estuviera en peligro. Cuando quedaron solos, Alfonso dio un paso más. ¿Puedo protegerlos? Eleonora sintió una punzada en el pecho, pero no la dejó salir. Protegerlos de qué, de ti. Alfonso no respondió. Son mis hijos.

 Son míos”, corrigió ella, su voz afilada como una navaja. Durante 4 años nadie los protegió más que yo. Durante 4 años nadie estuvo a su lado más que yo. No puedes aparecer de repente y reclamar lo que nunca fue tuyo. Alfonso sintió el golpe de esas palabras en el pecho, pero entonces la vio. No solo la furia en sus ojos, no solo el dolor.

 La misma mujer que había amado, la misma mujer que había perdido. Eleonora sintió su mirada recorrerla con una intensidad sofocante. La distancia entre ellos se acortó en un instante, no físicamente, pero sí en algo mucho más peligroso. Por un segundo, no eran rey y desterrada, eran lo que fueron. Y eso era lo más aterrador de todo. Eleonora fue la primera en apartar la mirada. Vete.

 Su voz fue baja, pero definitiva. Alfonso se quedó inmóvil. Por un instante pareció querer decir algo más, algo que rompiera la muralla que lo separaba, pero no lo hizo. Cerró los puños con tanta fuerza que los nudillos se volvieron blancos. giró sobre sus talones y se alejó con pasos firmes, pero sin poder evitar un último vistazo a la mujer que 4 años después aún lo hacía perder el control. Esto no ha terminado. Eleonora sostuvo su mirada.

 Para mí sí. Pero mientras lo veía salir de su casa, supo que era mentira. A kilómetros de allí, en el corazón del palacio, una tormenta diferente estaba a punto de estallar. Una penumbra silenciosa de sus aposentos privados, lejos de los pasillos dorados donde la corte murmuraba suposiciones, Beatrix de Balaquia permaneció de pie junto a la ventana, contemplando las luces distantes de la ciudad.

La carta que acababa de recibir reposaba en su escritorio. El sello de la acre oscuro aún intacto. No necesitaba abrirla, ya sabía lo que decía. Las palabras de su informante resonaban en su mente con la calma de un hecho irrefutable. Eleonora, niños, herederos. Respiró con lentitud. No sintió sorpresa ni ira.

 sentía algo mucho más certero, un cálculo inmediato de posibilidades y consecuencias. La puerta se abrió sin previo aviso, así que es cierto. La voz de Darian irrumpió en la estancia como una grieta en la tranquilidad de la noche. Beatrix giró apenas el rostro, observando como su sobrino cruzaba el umbral con su habitual arrogancia.

 Lo estudió con la mirada, sin expresión alguna. Darian dejó caer su capa sobre un sillón y se sirvió vino sin pedir permiso. La bastarda ha vuelto. Continuó con una sonrisa ladeada. Y no sola, sino con dos pequeños bastardos que amenazan con destruir todo lo que usted construyó.

 Beatrix permaneció en silencio, dejando que el peso de sus palabras flotara en el aire. Modera tu lenguaje”, dijo finalmente con voz suave, aunque el filo de una advertencia subyacía en cada sílaba. “La precipitación nunca te ha favorecido.” Darian alzó una ceja con fingida curiosidad. “¿No es este el momento de actuar?” Beatrix se acercó con movimientos medidos y tomó la copa de vino de su sobrino.

 Con la misma calma con la que había gobernado en las sombras durante más de dos décadas, se sentó en un sillón de respaldo alto, cruzando las piernas con elegancia. “Actuar sin observar es el juego de los necios”, murmuró antes de llevar la copa a los labios. Y yo no juego. Darian se recargó contra la chimenea con aire casual, pero la impaciencia brillaba en sus ojos oscuros. Me atrevería a decir que este es el mayor problema al que nos hemos enfrentado en años.

 Si Alfonso reconoce a esos niños, todo lo que has planeado para él con Lady Ingrid se vendrá abajo. ¿De qué servirá una alianza si el rey ya tiene herederos? Hizo una pausa y suavizó el tono, eligiendo sus palabras con precisión. no debía apresurarse. Si Alfonso no tenía descendencia, él sería el próximo en la línea de sucesión.

 La reina madre podía hablar de alianzas, estabilidad y matrimonios estratégicos, pero Darian solo veía una verdad innegable. Mientras el rey no tuviera hijos, la corona estaba a su alcance y ahora esos bastardos surgían de la nada para arrebatárselo todo. Beatrix inclinó la cabeza levemente. Siempre has sido impaciente, Darian.

 Pero dime, ¿realmente crees que Alfonso actuará sin titubear? El joven entrecerró los ojos. Esos niños son su sangre. No tardará en reclamarlos. Beatrix sonríó. una mueca apenas perceptible en sus labios perfectamente delineados. “¡Oh, querido sobrino”, tomó la copa entre los dedos, girando el cristal con languidez.

 “¿Olvidas quién lo crió?” Darian frunció el ceño. “¿Qué quiere decir?” Alfonso siempre ha tenido debilidades. Es su maldición y su herencia. Su padre también era así al principio. Por un instante, su mirada se perdió en las sombras de la habitación. No habló de más, nunca lo hacía, pero en aquel instante se dibujó en su mente la imagen de su esposo, el difunto rey, un hombre al que ella moldeó con paciencia de hierro.

Un hombre que durante los primeros años de su reinado creyó en el amor antes de que Beatrix le enseñara que el poder no se comparte. No cometeré el mismo error, Musito, más para sí que para Darian. Error. Dejar que una mujer arruine un reino. Darian soltó una carcajada seca. Usted misma es una mujer. Beatrix le dirigió una mirada helada. Soy más que eso.

 El silencio se extendió entre ambos. Darian comprendió que aquella conversación había terminado. Se alejó de la chimenea y se ajustó los guantes con una expresión indescifrable. Entonces, ¿peraremos? Beatrix asintió con calma. Observaremos y cuando Alfonso haga su jugada sabremos cuál será la nuestra.

 El joven hizo una leve inclinación de cabeza antes de retirarse, pero la reina madre no lo siguió con la mirada. Se quedó en su sillón con el fuego proyectando destellos dorados sobre su vestido negro. Durante años había trabajado para borrar el nombre de Eleonora del trono. No permitiría que volviera a ensuciarlo.

 Y si su hijo no era lo suficientemente fuerte para hacer lo necesario, ella lo haría por él. El sonido de los cascos de los caballos irrumpió en la tranquilidad de la aldea. Una polvareda se alzó sobre el camino de tierra y las sombras de los jinetes se proyectaron sobre las casas modestas. Los aldeanos se apartaron observando con temor como un grupo de soldados reales desmontaba frente a la pequeña casa junto al río.

 El capitán, un hombre de rostro curtido por años de servicio, se acercó a la puerta y golpeó con fuerza. Por orden de su majestad, Alfonso Io de Balaquia, la señora Eleonora debe presentarse de inmediato en la capital. Dentro de la casa, Eleonora se puso rígida. había esperado esto de alguna manera. Desde el instante en que Alfonso apareció en su hogar hace unos días, su mundo comenzó a desmoronarse. Pero saberlo no hacía que el golpe fuera menos cruel. Había considerado huir.

 Lo había pensado cada noche desde que el rey cruzó el umbral de su puerta. Pero cada posibilidad terminaba en la misma conclusión. No tenía escapatoria. Desde su visita, Alfonso había dejado hombres apostados en las cercanías con la excusa de protegerlos. Pero Eleonora sabía la verdad. Eran sus carceleros.

 Incluso si lograba salir de la aldea, él no tardaría en encontrarla. Y si intentaba escapar con los niños, los pondría en peligro. No podía arriesgarse a que fueran arrebatados de sus brazos. Así que no había huído, pero eso no significaba que estaba dispuesta a rendirse. Se giró lentamente y encontró a los niños observándola con inocente curiosidad.

 No entendían el peligro que los acechaba, la tormenta que caía sobre ellos. Inspiró hondo y abrió la puerta con el porte digno de una reina. No tienen derecho a llevarme. El capitán se irguió con solemnidad. Son órdenes del rey. Ele leonora sintió que su furia ardía bajo su piel. Por supuesto que eran órdenes de Alfonso.

 ¿Qué otra cosa podía esperar de él? Mis hijos no van a ninguna parte. El soldado tituó apenas antes de responder. La orden es llevarla solo a usted, mi señora. Las palabras no fueron un alivio. Si la separaban de sus hijos, no habría garantía de que no intentaran arrebatárselos después. El capitán extendió una mano hacia ella con la clara intención de hacerla subir a uno de los caballos.

 Eleonora dio un paso atrás. No iré con ustedes. El hombre frunció el ceño, pero antes de que pudiera responder, una nueva voz se impuso sobre la tensión. No es necesario que lo haga. Las miradas se giraron hacia el camino. Alfonso estaba allí, aún sobre su caballo, con la capa oscura ondeando tras él y la expresión de un hombre que acababa de tomar una decisión irrevocable.

 Eleonora sintió que la rabia la consumía. Alfonso desmontó con movimientos controlados, acercándose con la autoridad de un rey y la determinación de un hombre que no estaba dispuesto a discutir. “Te llevaré yo mismo.” Eleonora apretó los puños. “No puedes obligarme.” Alfonso sostuvo su mirada. “Si te resistes, mi madre encontrará una excusa para apresarte.

 Si te vas conmigo, puedo asegurarte que nadie te tocará.” Eleonora comprendió. Beatrix estaba detrás de esto. No era Alfonso quien había enviado a los soldados. Era la reina madre, moviendo sus piezas con la precisión de quien no deja cabos sueltos. Apretó la mandíbula y miró a sus hijos. No podía permitir que presenciaran su humillación. Alzó el rostro con orgullo. Si voy contigo, mis hijos vendrán también.

 El rostro de Alfonso no cambió, pero su respuesta fue inmediata. Por supuesto, el corazón de Eleonora latía con fuerza. No confiaba en él, no confiaba en ninguno de ellos, pero quedarse tampoco era una opción. La decisión ya estaba tomada. La procesión avanzaba bajo un cielo encapotado con el estandarte real ondeando sobre las caballerías que flanqueaban el carruaje en el que viajaban Eleonora y sus hijos.

 El camino empedrado se volvía más ruidoso a medida que se acercaban a la capital con los rumores del pueblo extendiéndose como un incendio desde el interior del carruaje. Eleonora observaba las torres del palacio elevarse en la distancia. Había jurado no volver nunca. Sus dedos se aferraban al borde del asiento, resistiendo la oleada de emociones que amenazaban con ahogarla.

Frente a ella, Gabriel miraba por la ventana con el ceño fruncido, sus ojos dorados, llenos de una desconfianza que no pertenecía a un niño de su edad. Amalia, en cambio, parecía menos tensa. Su curiosidad infantil la hacía estudiar cada detalle de la ciudad que se desplegaba ante ellos. Pero Eleonora sentía lo que ellos aún no comprendían.

Ese lugar no era su hogar, era una jaula. El carruaje se detuvo. Las puertas se abrieron y Alfonso fue el primero en descender. Su capa negra ondeó con el viento mientras extendía la mano hacia el interior del carruaje. Déjame ayudarte. Eleonora lo miró con frialdad. No necesito tu ayuda. No tomó su mano.

 Descendió con la dignidad de una mujer que no se dejaba doblegar, ignorando el cosquilleo de cientos de ojos sobre ella. Un murmullo recorrió la multitud que se había reunido frente al palacio. La noticia de su regreso había viajado más rápido que el propio carruaje. La desterrada estaba de vuelta y no venía sola. El gran vestíbulo del palacio se alzaba con su misma imponencia de siempre, iluminado por candelabros de cristal y vigilado por retratos de antiguos monarcas.

 Eleonora lo cruzó con pasos firmes, sosteniendo la mano de Amalia. Gabriel caminaba a su otro lado, sin apartar los ojos de los soldados y ministros que los observaban con cautela. Pero el verdadero peso de la sala estaba en lo alto de la escalera principal. Beatrix de Balakia los esperaba con la elegancia intacta, vestida de terciopelo negro y con las manos enguantadas reposando sobre el pasamanos de mármol.

 Su mirada azul recorrió la escena con una frialdad calculada, deteniéndose finalmente en los dos niños que acompañaban a Eleonora. Por un instante, el silencio fue absoluto. Era la primera vez que veía a sus nietos. no reaccionó de inmediato. Sus ojos, entrenados para la observación implacable estudiaron los rostros infantiles con un detenimiento quirúrgico.

 Buscaba algo en ellos y lo encontró. Gabriel la miraba fijamente con los ojos de su padre, con la misma intensidad con la que Alfonso solía desafiarla de niño. Amalia, en cambio, bajó la mirada, pero su expresión no era de miedo, era una mezcla de curiosidad y precaución. Beatrix tardó solo un segundo en recuperar su compostura.

 Cuando habló, su voz fue tan suave como letal. Veo que no llega sola, Eleonora. La tensión en el aire se volvió sofocante. Eleonora no respondió de inmediato. Mantuvo el mentón en alto y sostuvo la mirada de la mujer que años atrás había orquestado su desgracia. No lo hago. Beatrix esbozó una sonrisa pequeña, pero carente de calidez. Curioso. No recuerdo que llevaras compañía cuando partiste.

 Eleonora sintió el golpe de esas palabras, pero no lo dejó ver. 4 años es mucho tiempo. Me temo que la corte tiene varias historias que actualizar. Un destello de diversión cruel cruzó por los ojos de Beatrix. Estoy segura de que sí. El choque de voluntades terminó cuando Alfonso se adelantó. Este no es el momento para juegos. Su tono fue firme.

 Eleonora y los niños se hospedarán en el ala este del palacio. Beatrix bajó lentamente los escalones con la gracia de una mujer que no necesitaba levantar la voz para hacer que todos la escucharan. En el ala este repitió con una sonrisa que no llegó a sus ojos. Qué interesante elección.

 Sus palabras iban dirigidas a Alfonso, pero su mirada seguía fija en Eleonora. Esperemos que nuestra invitada no tenga la costumbre de huir en mitad de la noche. Eleonora sostuvo su mirada con un fuego contenido. No tengo necesidad de huir. Beatrix inclinó apenas la cabeza como si aquello la divirtiera. Veremos cuánto dura esa certeza. Horas después, en la intimidad del ala este, Eleonora se encontraba junto a la chimenea, observando las llamas con la mente a la deriva.

 Gabriel y Amalia dormían extenuados por la tensión del día. Un sonido en la puerta la hizo girarse. Era Alfonso. Se detuvo en el umbral con una expresión que Eleonora no supo interpretar. ¿Qué quieres? Alfonso cerró la puerta con calma. Hablar. No hay nada que decir. Lo hay. El silencio se estiró entre ellos, pesado con los años que los separaban. Alfonso avanzó con pasos lentos.

 Su mirada se deslizó hacia la cama donde dormían sus hijos, los niños que nunca supo que existían hasta hace pocos días. ¿Cómo están? Eleonora se cruzó de brazos. Cansados, confundidos, no entienden este mundo. Alfonso asintió. Se quedó observando a Gabriel, quien dormía con el ceño fruncido, incluso en reposo.

 “Se parece a ti cuando te enfadas”, murmuró con una sombra de sonrisa. Eleonora no respondió. Alfonso volvió a mirarla. No quiero que esto sea más difícil de lo que ya es. Entonces, déjanos ir. Alfonso apretó la mandíbula. No. Eleonora soltó una risa amarga. Por supuesto. ¿Cómo iba a esperar algo distinto de ti? Alfonso suspiró y desvió la mirada hacia la chimenea.

 No sé cómo hacerlo, Eleonora. Ella frunció el ceño. ¿Hacer qué? Alfonso volvió a mirarla y en su expresión había algo que la desarmó. Ser padre. Por primera vez desde que regresó al palacio, Eleonora no tuvo una respuesta afilada. se quedó en silencio, viendo como Alfonso observaba a sus hijos con una mezcla de anhelo y temor.

 Y fue en ese instante cuando comprendió algo. Alfonso podía ser un rey, un hombre podero, alguien que había cometido errores irreparables. Pero en ese momento no era ninguna de esas cosas, solo era un hombre que no sabía cómo acercarse a sus propios hijos. Eleonora cerró los ojos por un instante. Tal vez después de todo no era la única que tenía miedo.

 Los pasillos del palacio vibraban con murmullos sofocados. Cada rincón escondía miradas furtivas, abanicos que se alzaban para encubrir sonrisas maliciosas y voces que se reducían a susurros en cuanto el leonora pasaba. El aire pesaba con la carga de la expectación.

 Vestida con la sobriedad de una mujer que no pretendía impresionar a nadie, Eleonora caminó con la cabeza erguida. Su vestido, de un azul profundo, no tenía los bordados ostentosos de las damas que la rodeaban, pero su porte dejaba claro que ninguna joya podía sustituir la verdadera nobleza. Los miembros de la corte, reunidos en la gran sala de audiencias la observaron con ojos llenos de curiosidad y veneno.

La desterrada había vuelto y traía consigo la prueba viviente de que nunca había dejado de pertenecer a la familia real. En el otro extremo del salón, sobre un estrado de mármol, Alfonso se mantenía de pie. Su expresión era inescrutable, pero sus ojos se clavaron en ella con una intensidad que Eleonora prefirió ignorar.

 El silencio se rompió cuando una mujer cruzó el salón con la arrogancia de quien se sabe observada. Lady Ingrid de Eltenberg. Eleonora no necesitó que nadie le dijera su nombre. La mujer que había sido elegida para ocupar su lugar tenía el porte impecable de alguien criado para la perfección.

 Su cabello rubio recogido con precisión, su vestido marfil resaltando la pureza que deseaba proyectar, sus labios curvados en una sonrisa que no llegaba a sus ojos. “Vaya sorpresa”, murmuró deteniéndose a una distancia calculada de Eleonora. “No esperaba verte en la corte y mucho menos en estas circunstancias.” Eleonora sostuvo su mirada sin pestañar. “Las circunstancias suelen ser caprichosas.

 Lady Ingrid alzó una ceja con aire de indulgencia. Desde luego, pero me temo que la corte tiene memoria y no olvida fácilmente. Un murmullo recorrió la sala como una serpiente deslizándose entre los presentes. Eleonora sintió la mirada de todos sobre su piel, como si esperaran que titubeara, pero si Ingrid pensaba que unas pocas palabras bien elegidas la harían temblar, estaba equivocada.

Eso es cierto”, dijo Eleonora con suavidad, pero con el filo de una daga. “Espero que recuerden entonces que antes de ser desterrada fui su reina.” El golpe fue certero. La sonrisa de Ingrid se tensó por un fugaz instante antes de recomponerse.

 “Una reina sin corona”, replicó, “no es más que una historia olvidada.” Antes de que Eleonora pudiera responder, la voz de Beatrix de Balaquia resonó en la sala. es suficiente. Las palabras no fueron pronunciadas con dureza, pero lograron lo que ninguna voz elevada habría conseguido, un silencio absoluto. La reina madre se encontraba sentada en un sillón alto, un poco apartado del trono de Alfonso, pero con la autoridad de quien llevaba el verdadero poder entre sus manos.

 Vestida de tercio pelo oscuro con perlas adornando sus muñecas y cuello y radiaba una serenidad letal. Sus ojos se posaron en Alfonso con una paciencia afilada. “El trono no puede arriesgarse por una mujer que fue desterrada”, dijo con calma. “La corte entera lo sabe.” Alfonso no apartó la mirada. “El trono no se arriesga.” Su voz fue clara, firme.

 Lo que sí estaría en riesgo es el honor del reino si se ignora la verdad. Beatrix inclinó la cabeza apenas, como si lo analizara con renovado interés. ¿Y qué verdad es esa? El salón entero contuvo el aliento. Mis hijos dijo Alfonso con una certeza implacable. Mi sangre. Beatrix entrecerró los ojos. Los niños aún no han sido reconocidos. Lo serán.

 Las palabras de Alfonso no eran una promesa, eran una sentencia. Un estremecimiento recorrió la corte. El rey no se retractaba, no titubeaba. Beatrix, sin embargo, no mostró reacción alguna. “Espero que pienses con claridad antes de tomar una decisión precipitada”, dijo finalmente. “La corona no pertenece a un hombre, sino a la historia que lo precede y a la estabilidad que deja tras él.

” y yo no permitiré que mi historia se construya sobre la mentira. Beatrix lo observó durante un largo instante. No estaba derrotada, pero entendía que la batalla de ese día había concluido. “Como desees, hijo mío”, murmuró con una pequeña sonrisa. “Pero recuerda que la historia no solo la escriben los reyes, sino también sus enemigos”.

 El silencio en la sala se volvió más denso que nunca. Alfonso no respondió. No necesitaba hacerlo. Su postura lo decía todo. Eleonora, que había permanecido callada durante aquel enfrentamiento, sintió algo que no esperaba. Admiración. No por el rey, sino por el hombre que por primera vez en años parecía dispuesto a desafiar a la sombra de su madre.

 Se giró para marcharse, pero cuando lo hizo, sintió un rose en su mano. Alfonso, de pie junto a ella, la había tocado apenas. Fue un rose accidental, un contacto fugaz, pero fue suficiente. Eleonora inhaló con fuerza y en ese instante Alfonso giró el rostro hacia ella. Sus miradas se encontraron. Fue solo un segundo, solo un respiro sostenido entre dos almas que alguna vez fueron una.

 Y en ese breve instante, en medio de la batalla de poder que los rodeaba, recordaron recordaron lo que habían sido. Recordaron lo que habían perdido y lo más peligroso de todo. Recordaron lo que aún podrían ser. El eco de las palabras de Alfonso aún flotaba en los rincones del palacio cuando la audiencia terminó.

 La corte había sido testigo de su desafío a la reina madre y de su decisión irrevocable de reconocer a Gabriel y Amalia como sus herederos. Pero no todos estaban dispuestos a aceptar aquello sin resistencia. Las miradas que se intercambiaban entre los nobles eran cuchillos afilados, destilando escepticismo, indignación y miedo.

 Eleonora sintió el peso de cada una de ellas mientras avanzaba por los pasillos del castillo. Había enfrentado la hostilidad antes, pero nunca con los ojos de todo un reino sobre ella. Aún llevaba el mentón en alto cuando cruzó el umbral de sus aposentos. Pero en cuanto la puerta se cerró tras ella, su cuerpo se tensó. Había sido una batalla y las batallas siempre dejaban heridas.

 No tuvo tiempo de recomponerse. El sonido de la puerta abriéndose la hizo girar. Era Alfonso. La tensión en el aire era palpable. “Deberías haber esperado a que te anunciara”, dijo ella con frialdad. Dudo que me hubieras recibido. No lo negó. Alfonso avanzó unos pasos con el seño fruncido, como si estuviera debatiéndose entre hablar o marcharse.

 “Has soportado bien el juicio de la corte.” Eleonora rió sin humor. “No es la primera vez que me miran como si fuera una intrusa en mi propio hogar.” La frase hizo que Alfonso tensara la mandíbula. Hubo un instante de silencio antes de que él suspirara y desviara la mirada hacia la chimenea encendida. “Aquí solía gustarte sentarte en las tardes de invierno”, murmuró.

“Más para sí mismo que para ella.” Eleonora parpadeó. No esperaba una mención al pasado. “No veo por qué recordarlo”, respondió con dureza. “Porque es parte de lo que fuimos.” Eleonora apretó los labios. Lo que fuimos ya no existe. Tal vez no. Alfonso la miró entonces con una intensidad que la atrapó. Pero eso no significa que todo lo que sentíamos desapareció.

 Eleonora sintió un estremecimiento. Se obligó a sostenerle la mirada, aunque el peso de sus palabras la caló hasta los huesos. No hables de sentimientos, es demasiado tarde para eso. Se giró dándole la espalda, como si aquel gesto pudiera alejarlo. Alfonso no insistió. se quedó donde estaba con las manos cerradas en puños, pero sin moverse.

 “Espero que descanses”, dijo finalmente con voz tensa. Cuando la puerta se cerró detrás de él, Eleonora soltó el aire sin darse cuenta de que lo había estado conteniendo. El silencio en el ala este del palacio era casi sepulcral. Eleonora observaba a sus hijos mientras comían en la mesa pequeña junto a la ventana. Gabriel, serio como siempre, masticaba con lentitud su mente claramente en otro lugar.

 Amalia, en cambio, parecía menos tensa que en los días anteriores. Fue entonces cuando su hija rompió el silencio. Mamá. Eleonora levantó la vista. Sí. Amalia miró de reojo a Gabriel como si temiera que él la reprendiera, pero su hermano solo la observó en silencio, expectante. Finalmente, la niña bajó la voz. El rey siempre fue así.

 Eleonora se detuvo por un instante. Así, ¿cómo? Amalia se encogió de hombros. tan serio. Eleonora se forzó a sonreír, aunque su pecho se sintió pesado. Eso no importa, pequeña. Amalia no insistió, pero la chispa de curiosidad en sus ojos no desapareció. Gabriel, por su parte, no dijo nada, pero cuando terminó su comida, se levantó de la silla y miró a su madre con firmeza. “No lo necesitamos”, dijo con voz baja, pero decidida.

Eleonora sintió un nudo en la garganta. Lo sé, mi amor. Pero en el fondo algo dentro de ella se agitó, porque por primera vez en 4 años no estaba segura de si esa afirmación seguía siendo cierta. El crepúsculo tenía el cielo de un rojo apagado cuando Darian cruzó los corredores del palacio con pasos calculados, pero su interior hervía con impaciencia.

 La noticia del regreso de Eleonora se había extendido como un incendio y con ella los rumores sobre los hijos del rey. No podía permitirlo. Si Alfonso reconocía a esos bastardos, él nunca tendría la oportunidad de reclamar la corona. Apretó los dientes al llegar a los aposentos de Lady Ingrid de Altenberg. sin molestarse en anunciarse, abrió la puerta de un golpe.

 Ella estaba de pie ante el espejo, ajustándose un broche dorado con movimientos precisos. Sus ojos se encontraron con los de Darian a través del reflejo, pero no se giró. “No suelo recibir visitas sin previo aviso”, murmuró con frialdad. Darian avanzó sin rodeos. No tenemos tiempo para juegos. Eleonora y esos niños deben desaparecer.

 Lady Ingrid entonces se volvió dejando que su vestido marfil flotara con elegancia. Hablas como si fuera tan simple y tú hablas como si tuviéramos opción. La futura reina, o mejor dicho, la mujer que debía haber sido reina, estudió a Darian con cautela antes de esbozar una leve sonrisa.

 Siempre hay una opción y la más efectiva no es la violencia, sino el veneno que corroe la reputación. Darian arqueó una ceja. Explícate. La corte ya desconfía de Eleonora. Beatrix puede fingir neutralidad, pero en el fondo nunca permitirá que esa mujer reine junto a Alfonso. Solo necesitamos dar el empujón final para que sea ella misma quien la destruya. Darian cruzó los brazos.

 ¿Y cuál sería ese empujón? Lady Ingrid tomó un pergamino de la mesa deslizando los dedos por el sello real con expresión pensativa. A los nobles no les importan los escándalos, sino la legitimidad. Si queremos deshacernos de Eleonora, basta con sembrar una sola duda. ¿Y si esos niños no son del rey? El plan de Ingrid hizo que una sonrisa se dibujara en el rostro de Darian.

 Al día siguiente, la corte se reunió en el gran salón de audiencias. El ambiente estaba cargado de una tensión invisible y Eleonora sentía cada mirada sobre su piel. La sospecha flotaba en el aire. Los primeros minutos transcurrieron con la solemnidad habitual, pero todo cambió cuando Lady Ingrid avanzó hasta el centro de la sala. “Hemos presentado una petición formal ante la corte.

” Su voz resonó con claridad, solicitando pruebas que confirmen el linaje real de los niños que la señora Eleonora de Balaquia ha traído consigo. El silencio fue absoluto. Eleonora no necesitaba mirar a su alrededor para saber que todos los ojos estaban fijos en ella. Sintió la presión de cientos de miradas clavándose en su piel, la sensación sofocante de ser un animal acorralado. Su instinto le gritaba que tomara a sus hijos.

 y huyera antes de que la arrastraran a otra humillación pública. Alfonso había prometido protegerla a ella y a los niños, pero realmente tendría la fuerza para enfrentarse a su prometida, a la nobleza y a su propia madre. En su mente, las opciones se desmoronaban una a una. Podía irse esa misma noche, desaparecer con sus hijos y empezar de nuevo en un lugar donde nadie la reconociera. Sería lo más fácil.

 Pero, ¿qué pasaría si huía? ¿Acaso no le estaría enseñando a sus hijos que siempre deben huir en lugar de pelear? No, no podía huir. Respiró hondo y habló su voz firme e implacable. No tengo nada que demostrarles. Mis hijos no son un espectáculo para el entretenimiento de la corte. Lady Ingrid mantuvo su sonrisa impecable. Eso significa que se niega.

Antes de que Eleonora pudiera responder, Alfonso se puso de pie, su presencia dominando la sala. Basta. Su tono no era de súplica, sino de autoridad. Bajó los escalones del estrado y se colocó al lado de Eleonora, mirando a la corte con dureza. Esto es un insulto. Lady Ingrid no se inmutó. Lo es.

 No veo razón para rechazar la petición. Si los niños son verdaderamente sus herederos, el reino debe tener certeza de ello. Beatrix, que hasta entonces había permanecido en silencio, inclinó ligeramente la cabeza. Estoy de acuerdo con Lady Ingrid. Eleonora sintió su pulso acelerarse. Beatrix continuó. Una prueba resolverá este asunto sin más disputas.

 El frío recorrió la piel de Eleonora. Fue entonces cuando Alfonso habló. Los nobles de Balaquia pueden cuestionar muchas cosas, pero nadie cuestiona la palabra de su rey. El salón conto. El aliento. Estos niños son míos. Su voz era una sentencia. Gabriel y Amalia de Balaquia son mis herederos legítimos.

 Un murmullo inquieto recorrió la corte, abanicos alzándose para ocultar expresiones de asombro o disgusto. Darian soltó una carcajada sarcástica. ¡Qué conmovedor! Alfonso lo ignoró y se volvió hacia su madre. Si querían una respuesta, ahora la tienen. Eleonora observó en silencio y por primera vez vio algo diferente en Alfonso. Estaba dispuesto a desafiar a Beatrix. Estaba dispuesto a enfrentarse a toda la corte.

 Por ella, por sus hijos. Beatrix no mostró emoción alguna, pero sus ojos afilados brillaron con frialdad. Entonces, que así sea. Se puso de pie con la misma gracia con la que gobernaba en las sombras. Pero recuerda, Alfonso, su voz fue un susurro letal. La historia no la escriben solo los reyes, también la escriben aquellos que saben esperar el momento adecuado.

 Con esa última advertencia, salió del salón, dejando tras de sí un silencio espeso y abrumador. Eleonora soltó el aire lentamente, como si hubiera estado conteniéndolo todo este tiempo. Alfonso la miró de reojo, pero ella no dijo nada. Había decidido quedarse, había decidido pelear. Pero la guerra apenas comenzaba.

 La noche se derramaba sobre el palacio como un velo oscuro, apenas interrumpido por la luz temblorosa de los faroles dispersos en los jardines. Un aire gélido soplaba desde las montañas, trayendo consigo el eco de un peligro que aún no se revelaba por completo. En los aposentos que le habían sido asignados, Eleonora dormía con el sueño inquieto de quien nunca se permite bajar la guardia.

 A su lado, Gabriel y Amalia descansaban abrazados, sus cuerpos pequeños formando un refugio mutuo. Eran su única certeza en un mundo que intentaba separarlos. No escuchó el primer ruido, un crujido leve, un movimiento en las sombras, pero su instinto la despertó. Abrió los ojos y vio la silueta oscura en la puerta. El terror la golpeó como un latigazo.

 Se incorporó de inmediato, el corazón desbocado en el pecho. Un segundo después, otra sombra cruzó la estancia y unas manos se cerraron sobre su brazo, inmovilizándola antes de que pudiera gritar. “No hagas ruido, Eleonora”, susurró una voz familiar y cruel. “No hagas esto más difícil de lo que ya es, Darian”.

 Eleonora se debatió con todas sus fuerzas, pero otro hombre se interpuso y la sujetó por la cintura, obligándola a quedarse quieta. No los toquen jadeó con desesperación. Pero ya era tarde. Otro hombre tomó a Gabriel en brazos y aunque el niño se despertó y luchó con fiereza, su cuerpo era demasiado pequeño para oponer resistencia.

 pateó, arañó y trató de morder el brazo del soldado, pero el hombre solo apretó más su agarre. “Déjame”, gritó Gabriel con una furia que no debía existir en un niño de su edad. Amalia, en cambio, tardó un segundo más en reaccionar. miró a su madre, después a su hermano y en sus ojos apareció un pánico absoluto.

 Mamá se aferró con fuerza a la cabecera de la cama, intentando no ser arrancada de su hogar. “Déjenlos”, rugió Eleonora forcejeando con todas sus fuerzas. “Alfonso, los matará si les ponen un solo dedo encima.” Darian la miró con diversión. Tal vez, pero cuando despierte ya será demasiado tarde. Darian nunca había sido un hombre paciente. La espera lo desesperaba. La prudencia le resultaba insoportable.

 Había pasado demasiado tiempo viendo como todo lo que ansiaba se le escapaba de las manos. El poder, la corona, el favor de la reina madre. Ya no podía permitirse perder más. Por eso aquella noche no pensó en estrategias ni en riesgos. No podía esperar. No quería esperar. Actuar era lo único que importaba.

 Reunió a unos cuantos hombres, dio órdenes apresuradas y decidió que la sorpresa bastaría para ejecutar su plan. No pensó en cedarlos, no pensó en el ruido que harían. No pensó en los guardias del palacio, no pensó en Alfonso, solo pensó en ganar. Pero cuando la impaciencia guía una acción, el error es inevitable. Los niños forcejearon, gritaron, lloraron, pero los hombres los arrastraron sin piedad hacia la puerta.

Eleonora, impulsada por el pánico, encontró una fuerza que no sabía que tenía. se liberó de un tirón y se lanzó hacia Amalia, sujetándola con desesperación. Corre, mi amor, corre. La niña logró zafarse y corrió hacia la puerta, pero antes de que pudiera alcanzarla, un brazo la atrapó en el aire y la levantó sin esfuerzo.

 “¡Qué conmovedor”, murmuró Darian mirando la escena con indiferencia. “Pero esto termina aquí.” Levantó una mano y uno de los hombres sacó una daga. Eleonora sintió el miedo volverse un hierro candente en su pecho. Entonces la puerta estalló. El estruendo fue tan repentino que los hombres se giraron en alerta, desenfundando sus armas. Y allí estaba él.

 Alfonso entró como un vendaval, la capa ondeando tras él, los ojos ardiendo con un furor que oscurecía su semblante. La escena se congeló. Darian no tuvo tiempo de reaccionar antes de que el puño del rey se estrellara contra su rostro. El impacto lo hizo trastavillar hacia atrás golpeándose contra la pared. Los guardias intentaron reaccionar, pero Alfonso ya estaba sobre ellos.

 Sacó su espada y la colocó contra la garganta de uno de los hombres. Suéltala. El soldado tembló. Amalia forcejeó en sus brazos con lágrimas en los ojos. Suéltala. El filo de la espada presionó la piel del hombre que soltó a la niña de inmediato. Amalia corrió hacia su madre y se aferró a ella con soyosos ahogados. Gabriel logró zafarse del otro captor y corrió hacia Alfonso, pero esta vez no con miedo.

 Corrió hacia él porque sabía que lo protegería. El niño se lanzó contra el pecho del rey, su pequeño cuerpo temblando. El silencio en la habitación era espeso. Darián, con un hilo de sangre corriendo por su labio, se incorporó con dificultad. Vas a matarme, primo? Los ojos de Alfonso eran puro fuego. No, pero desearás que lo haga. Levantó la mirada hacia los guardias que habían acudido al alboroto. Arresten a Darian.

Hubo un instante de vacilación, pero nadie se atrevió a desafiarlo. Dos soldados se adelantaron y tomaron a Darian por los brazos. No puedes hacer esto gruñó entre dientes. No tienes derecho. Alfonso lo observó con una frialdad aterradora. Intentaste secuestrar a mis hijos. No solo tengo derecho. Tengo la obligación.

 Darian intentó resistirse, pero los guardias lo sujetaron con firmeza. Alfonso se giró lentamente hacia la puerta y allí, de pie en la penumbra del pasillo, estaba Beatrix. Eleonora sintió como el aire de la habitación se volvía más denso. La reina madre observó la escena con una expresión inmutable. ¿Odenaste esto?, preguntó Alfonso su voz como un filo de acero.

 Beatrix no respondió de inmediato. Esa es la conclusión a la que has llegado. Alfonso dio un paso hacia ella. Si descubro que tuviste algo que ver. Beatrix lo interrumpió con un leve suspiro. Siempre tan impetuoso. El silencio entre ellos era una batalla sin necesidad de espadas. Alfonso tomó aire y con un gesto ordenó a los guardias que se llevaran a Darian.

 Cuando la habitación quedó en calma, Alfonso miró a Eleonora. ¿Estás bien? Pero Eleonora no respondió. solo observó la escena. Alfonso sosteniendo a Gabriel en un brazo y Amalia aferrada a su pierna. Por primera vez sus hijos no solo eran suyos, habían encontrado a su padre y eso la aterraba más que cualquier conspiración.

 El gran salón de audiencias estaba repleto, pero el silencio era absoluto. La nobleza entera se había congregado para presenciar el destino de Darian de Balaquia. El hombre que había osado conspirar contra la corona. Bajo la luz tenue de los candelabros, su silueta permanecía erguida en el centro de la sala con las muñecas atadas por gruesas cadenas de hierro.

 Su rostro aún mostraba la marca del golpe que Alfonso le había propinado la noche del intento de secuestro, pero su orgullo permanecía intacto. No temía la muerte. Pero cuando levantó la mirada y vio la frialdad en los ojos de Alfonso, comprendió que su destino podría ser mucho peor que eso. Alfonso, sentado en el trono, lo observaba con la dureza de un rey que no otorgaba segundas oportunidades.

 Darian de Balakia, su voz resonó con la firmeza de un decreto inapelable. Has conspirado contra la corona, atentado contra la seguridad de mis hijos y puesto en riesgo la estabilidad del reino. Darian sonrió con un deje de burla. ¿Y qué otra cosa esperaba su majestad? Si no hubiera engendrado esos bastardos, yo habría sido su sucesor. Un murmullo escandalizado recorrió la sala como un viento helado.

Los ojos de Alfonso se oscurecieron. Por esa misma razón, tu castigo debe ser un recordatorio para cualquiera que intente desafiar la corona. Darian alzó el mentón, esperando la sentencia con aparente indiferencia. La traición suele castigarse con la muerte, pero no quiero que se conviertas en un mártir, continuó Alfonso con una calma letal.

 Por lo tanto, serás desterrado de Balaquia, no como un hombre libre, sino como un prisionero. Darián frunció el seño por primera vez. ¿Qué significa eso? Alfonso no titubeó. Serás encerrado de por vida en la fortaleza de Dragova, en las montañas del norte. Nadie podrá visitarte, nadie podrá ayudarte.

 Pasarás el resto de tus días solo, olvidado, lejos de todo lo que alguna vez quisiste. Un silencio denso se apoderó del salón. El exilio era una cosa, pero una prisión perpetua en el frío del norte, en un castillo donde nadie sobrevivía sin perder la cordura. Eso era un destino peor que la muerte. Darian sintió que la ira le subía por la garganta. No puedes hacer esto. Alfonso se inclinó levemente hacia adelante.

 Ya lo hice. Los guardias se adelantaron y sujetaron a Darian por los brazos. Por primera vez él forcejeó con una rabia feroz en su mirada. Entonces su vista se dirigió hacia Beatrix. Su última oportunidad. Su tía siempre lo había protegido, siempre había maniobrado en su favor, pero cuando sus ojos se encontraron con los de la reina madre, solo vio frialdad.

 Beatrix no movió un solo músculo. Darian sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No vas a decir nada”, gruñó aún forcejeando. “Tía, di algo.” Beatrix inclinó la cabeza apenas con la paciencia de una mujer que contempla un tablero de ajedrez en el que ya no quedan piezas útiles. “Has cometido errores que no puedo corregir.

” La frase cayó sobre Darian como un golpe seco. No había súplica que pudiera salvarlo. Los guardias lo sujetaron con más firmeza. Darián. Aún con su orgullo herido, trató de mantener la compostura mientras era arrastrado fuera de la sala, pero antes de cruzar las grandes puertas se giró una última vez. No miró a Alfonso, no miró a Eleonora, miró a Beatrix.

Y el odio que ardió en su mirada fue lo último que le ofreció antes de desaparecer por los pasillos oscuros del palacio. La corte había presenciado la caída de un hombre, pero el reino entero recordaría la caída de un enemigo. Horas después de la sentencia de Darian, en los pasillos más apartados del palacio, Lady Ingrid de Altenberg esperaba frente a los aposentos de Beatrix. La reina madre la había hecho llamar.

 Ingrid se alizó el vestido con manos temblorosas. Había esperado este momento con una mezcla de miedo y esperanza. Cuando la puerta finalmente se abrió, encontró a Beatrix sentada junto a la chimenea con un libro abierto en su regazo y una copa de vino en la mano. La escena era tan serena que le heló la sangre. “Lady Ingrid”, murmuró la reina madre sin levantar la vista del libro.

Qué inesperado. Ingrid dio un paso al frente, su orgullo aún intacto, pero su voz contenía una súplica apenas disfrazada. “Vuestra majestad, aún hay tiempo para corregir esto. Alfonso ha cometido un error, pero si usted interviene.” Beatrix cerró el libro con un leve susurro y alzó la vista. “Un error.” Ingrid tragó saliva.

 No puedo aceptar que mi compromiso con el rey se rompa de esta manera. Fui elegida para ser su esposa, para ser la reina. Beatrix la observó en silencio durante unos segundos largos e incómodos. Era la mirada de un depredador que decide si su presa aún tiene valor. Finalmente, la reina madre dejó la copa sobre la mesa y entrelazó los dedos sobre su regazo.

 “Fuiste elegida porque servías a un propósito.” Ingrid sintió como su pecho se apretaba. Pero aún puedo servir. Beatrix ladeó la cabeza con una media sonrisa. No, querida, ya no puedes. La respuesta fue como una bofetada. Ingrid sintió un nudo en la garganta. Por primera vez comprendió la verdad. Nunca fue más que una pieza en el tablero de Beatrix. Y ahora esa pieza ya no tenía valor.

 La reina madre se puso de pie con elegancia, caminando hacia la ventana. Sería prudente que regresaras a Altenberg antes de que la corte te olvide por completo. Lady Ingrid sintió que todo el aire abandonaba sus pulmones. No quedaba nada por hacer. No quedaba nada por decir. Mantuvo la cabeza erguida al dar media vuelta y salir de la habitación.

 No le daría a Beatrix la satisfacción de verla humillada. Pero cuando cruzó los grandes portones del palacio y subió a su carruaje, se permitió una última lágrima. El palacio de Balaquia se alejaba. Con él se desvanecían sus sueños de realeza. Eleonora la vio partir desde uno de los balcones, observando como su carruaje desaparecía entre la bruma matinal. La nobleza la había rechazado.

El compromiso con el rey se había disuelto y su presencia ya no tenía valor en la corte. Cuando giró el rostro, encontró a Alfonso de pie junto a ella. “¿No la despedirás?”, preguntó Eleonora sin mirarlo. “No hay nada que decir”, respondió él. Eleonora sintió el peso de esas palabras en su propio pecho. Nada que decir.

 4 años atrás había sido ella quien abandonó el palacio sin despedidas, sin promesas, sin derecho a una segunda oportunidad. Alfonso no era el mismo hombre que la había condenado al exilio, pero podía confiar en que no volvería a elegir el deber sobre todo lo demás. Su mirada se encontró con la de él. No había rencor en sus ojos, pero tampoco había rendición.

 No aún. La lluvia golpeaba suavemente contra los ventanales del palacio, llenando los pasillos con un murmullo melancólico. La mañana era gris, el cielo nublado como si el destino mismo dudara de lo que estaba a punto de ocurrir. En el interior de sus aposentos, Eleonora cerró el último baúl con manos firmes. Sus cosas estaban listas.

 Sus hijos también se marchaba, pero no estaba segura de si debía hacerlo. Desde la noche del secuestro, el palacio se había convertido en una prisión de sombras. A pesar de las promesas de Alfonso, a pesar de la caída de Darian y la humillación de Ingrid, Eleonora sabía que la corte jamás la aceptaría. Y entonces llegó Beatrix.

La reina madre apareció en el umbral con la serenidad de un vendaval que destruye sin hacer ruido. Sabía que harías lo correcto. Su voz era tan suave como el filo de un cuchillo. Siempre supe que no pertenecías a este lugar. Eleonora sostuvo la mirada con firmeza. Entonces, no hay nada más que decir. Beatrix inclinó levemente la cabeza como si la estudiara por última vez.

Solo una advertencia antes de que te marches. La pausa fue calculada. Eleonora no respondió, pero su pulso se aceleró. Lo sabía. Sabía que Beatrix había venido a sembrar una última duda en su mente. Y entonces la reina madre susurró, “El amor de un rey nunca es eterno.” El golpe fue seco, sin necesidad de elevar la voz.

 Eleonora sintió como el aire se volvía más denso. Beatrix esbozó una leve sonrisa, un gesto casi compasivo. No eres la primera mujer que cree que puede cambiar a un hombre como él. Cada palabra era una trampa y Eleonora estaba cayendo en ella. Alfonso cree que ahora puede desafiarme, pero el peso de la corona es más fuerte que cualquier promesa. Con el tiempo se dará cuenta. Ele cerró los puños.

Si cree que su hijo puede atarme a este lugar con falsas promesas, se equivoca. Beatrix alzó una ceja con calma calculada. Falsas promesas. Entonces, ¿ya has decidido que él no es sincero? Ele sintió una punzada en el pecho. Alfonso siempre ha sido sincero cuando le conviene. Beatrix no tuvo que decir más nada. Ya había logrado lo que quería.

 Se giró con la elegancia de una reina. y caminó hacia la puerta. Entonces, espero que tengas un viaje seguro. Cuando la puerta se cerró, el leonora sintió que la habitación se volvía más pequeña. Había tomado la decisión correcta. Se sentó en el borde de la cama con las manos temblorosas sobre su regazo. Respiró hondo, pero su pecho aún se sentía oprimido.

 Y si Beatrix tenía razón. ¿Y si Alfonso no podía desafiar a la corte por ella? Y si un día su amor también se desvanecía. Eleonora miró a su alrededor la habitación, el palacio, los recuerdos que intentaba ignorar. Había sido su hogar alguna vez, pero podía volver a hacerlo. El sonido de la puerta abriéndose la sacó de sus pensamientos y entonces lo vio.

 Alfonso estaba de pie en el umbral, la mirada intensa, el cuerpo rígido, como si supiera exactamente lo que estaba a punto de perder y no pensaba permitirlo. ¿Te vas? Eleonora sintió que su corazón tamborileaba contra sus costillas. Es lo mejor. Alfonso cerró la puerta con lentitud y avanzó hacia ella. ¿Para quién? Ele se obligó a sostenerle la mirada.

 Para todos. Alfonso negó con la cabeza. Para todos, excepto para mí. El silencio entre ellos era un abismo. Pero Alfonso no estaba dispuesto a dejar que la mujer que amaba se marchara con sus hijos. Si mi reino es un obstáculo para tenerte, lo dejaré todo. Las palabras la atravesaron como un rayo.

 No puedes decir eso. Alfonso dio un paso más, su voz un susurro cargado de verdad. Puedo y lo haré. Eleonora cerró los ojos sintiendo el peso de todo lo que había perdido y de todo lo que aún podía recuperar. Las lágrimas que había contenido durante 4 años cayeron sin resistencia. Alfonso extendió la mano, pero no la tocó.

 Esperó porque esta vez la elección era solo de ella y por primera vez Eleonora sintió que ya no tenía miedo. El sol de la tarde filtraba su luz dorada a través de los altos ventanales del gran salón. La corte estaba reunida. El murmullo de la nobleza era un río de voces contenidas, expectantes, llenas de incertidumbre. Habían asistido a audiencias solemnes, a juicios y conspiraciones, pero nunca antes a un momento como aquel.

 Los heraldos proclamaron la decisión real con voces firmes. Sus palabras resonaron entre las columnas de mármol y se esparcieron como un eco ineludible. Desde este día, Gabriel y Amalia de Balaquia son reconocidos oficialmente como herederos legítimos del rey Alfonso I. El decreto estaba firmado, sellado, grabado en la historia. Un rumor recorrió la sala como un viento súbito.

 Algunos lo celebraron, otros se miraron con desconfianza, pero nadie se atrevió a oponerse. En el centro del estrado, Alfonso se mantenía firme con la autoridad incuestionable de un monarca que no negociaba su destino. Junto a él, Eleonora observaba el salón sin miedo, con la cabeza erguida, y la mirada de una mujer que había regresado, no por la voluntad de otros, sino por la suya propia.

 Pero en el interior del palacio, lejos de las miradas de la corte, había una última batalla que Alfonso debía ganar, la última conversación con sus hijos. El sol se filtraba tenuemente a través de los vitrales del ala este del palacio. En el interior de la habitación, Gabriel y Amalia estaban sentados en un gran sofá con la mirada fija en el hombre que hasta hacía poco solo era una sombra en sus vidas.

Alfonso se arrodilló frente a ellos sin la armadura del rey, sin la autoridad del monarca, solo como su padre. Quería verlos antes de la ceremonia. Gabriel no respondió. Aún no había decidido qué pensar de él. Amalia, en cambio, inclinó la cabeza con curiosidad. Siempre fuiste un rey. La pregunta lo tomó por sorpresa.

Se esperaba muchas cosas, pero no eso. Desde que tenía un poco más de tu edad, contestó con una pequeña sonrisa. ¿Y te gustaba hacerlo? Alfonso la miró con más seriedad, algunas veces así, otras no tanto. Amalia frunció los labios pensativa. Mi mamá dice que a veces tenemos que hacer cosas que no queremos. Tu mamá es muy sabia.

 La niña asintió satisfecha con la respuesta. Luego, sin previo aviso, se inclinó y le dio un abrazo torpe, pero sincero. Alfonso sintió como su pecho se oprimía. Te quiero, papá. La palabra lo golpeó con más fuerza que cualquier batalla, porque esta vez nadie lo había obligado a escucharlo. Cuando Amalia se apartó, miró a Gabriel.

 Su hermano mayor no decía nada, pero Alfonso veía la tormenta en sus ojos. “Gabriel,” su voz fue firme, pero suave. “Sé que no tengo derecho a pedirte nada. Solo quiero que sepas que aunque no me llames así todavía, siempre estaré aquí para ti. El niño no respondió de inmediato. Miró hacia la ventana como si estuviera luchando contra algo en su interior. Finalmente bajó la vista y murmuró sin mirarlo. Está bien, papá.

No fue un abrazo, no fue un gesto grandioso, pero fue suficiente. Horas después, en la intimidad de la biblioteca, Eleonora observaba la ciudad desde la ventana con las manos apoyadas en el alfizar de mármol. No quedaban dudas, no quedaban razones para huir. Pero eso no significaba que no quería respuestas.

 Sintió la presencia de Alfonso antes de que él hablara. ¿En qué piensas? Ella se giró lentamente. En lo que viene después, él la estudió con detenimiento. Sabía que no era una pregunta cualquiera. ¿Sigues dudando? Eleonora cruzó los brazos. Quiero saber si todo esto es solo una batalla que quieres ganar.

 ¿Crees que esto es un juego para mí? Creo que los reyes están acostumbrados a ganar. Alfonso se acercó hasta que solo unos centímetros los separaban. No quiero ganarte, Eleonora. Ella sostuvo su mirada buscando algún atisbo de duda, alguna señal de que las palabras de Beatrix podían ser ciertas, pero no encontró ninguna.

 Y si la corte sigue sin aceptarme, no gobiernan ellos. Y si tu madre intenta algo más, no me importa. Si intenta algo, la enfrentaremos juntos. Eleonora inspiró hondo, conteniendo la oleada de emociones que la recorrían. No te lo haré fácil. Alfonso sonrió. Nunca lo hiciste. Y con eso ella supo que no había nada más que decir. Los preparativos fueron rápidos.

El reino no podía permitirse prolongar la incertidumbre. Y así, en el plazo de pocos días, la corte fue convocada nuevamente, esta vez no para presenciar una disputa, sino para ser testigo de un juramento. En la catedral de Balaquia, entre el resplandor de los candelabros y el perfume de las flores frescas, Alfonso y Eleonora se casaron de nuevo.

No hubo alianzas políticas, ni promesas forzadas, ni un reino exigiendo su sacrificio. Solo estaban ellos. Cuando Alfonso tomó su mano, lo hizo con la certeza de un hombre que había elegido. Y cuando Eleonora pronunció su voto, su voz no tembló. Los aplausos de la nobleza se alzaron como un trueno cuando los esposos se miraron a los ojos y sellaron su unión. El gran salón resplandecía con la luz de los candelabros. La música flotaba en el aire.

 Los vestidos se deslizaban como ríos de seda sobre el mármol pulido, pero en medio de todo solo había una visión que importaba. Eleonora, vestida de blanco y dorado, con los hombros desnudos y la mirada encendida, Alfonso avanzó hacia ella con la certeza de un hombre que ya no tenía nada que temer. “Baila conmigo.

” No era una petición, era una promesa. Ele no respondió con palabras. solo extendió su mano y dejó que él la guiara al centro de la pista. La música comenzó y cuando Alfonso la rodeó con su brazo, ella sintió que el mundo se desvanecía. Las miradas de la corte los seguían, pero ninguno de los dos les prestó atención.

 Algunos observaban con aprobación, otros con recelo, pero nadie podía cambiar lo inevitable. En lo alto de la escalinata, Beatrix los observaba en silencio, no derrotada, pero sabiendo que por primera vez Alfonso no era su marioneta, la reina madre tomó una copa de vino y la llevó a sus labios con la elegancia imperturbable de quien sabe que la historia aún no ha terminado.

 Pero esta vez no era ella quien la estaba escribiendo. Leonora y Alfonso se miraron en medio del baile y supieron, sin necesidad de palabras que nada volvería a separarlos. El sol del atardecer se derramaba sobre los vastos campos de Balaquia, pintando el cielo con tonos de oro y carmín. Desde las colinas más altas del reino, el viento traía consigo el murmullo de una nueva era, una era de paz, una era de justicia, pero también una era construida sobre el eco de batallas libradas en la sombra, de promesas que sobrevivieron al tiempo y de corazones que, contra todo pronóstico, aprendieron

a sanar. Los años no habían hecho mella en la esencia de Alfonso y Eleonora. El tiempo le había robado algo de la severidad en la mirada a él, dejando en su lugar una intensidad más serena, más firme. Seguía siendo el mismo monarca indomable, pero ya no era un hombre solo.

 Eleonora, por su parte, había encontrado su propio lugar, no como la sombra de un rey, sino como la reina que nadie pudo ignorar. Las cortes extranjeras hablaban de ella con una mezcla de asombro y desconcierto. La plebella que se convirtió en reina, la mujer que había sido desterrada y regresó para cambiar el destino de un reino. El pueblo la llamaba la reina del pueblo.

 Bajo su mandato, las leyes que una vez dividieron a la nobleza de los más humildes fueron reformadas. Las aldeas recibieron mejores condiciones, los huérfanos encontraron refugios reales y los campesinos dejaron de ser invisibles ante la corona. Por primera vez en generaciones, Balakia no solo tenía un rey fuerte, sino también un corazón.

 Pero más allá de los títulos y los decretos, había algo que el tiempo nunca había podido desgastar. su amor. Había resistido la traición, el exilio, la guerra y la desconfianza. Y después de todo seguía intacto. Aún discutían, aún chocaban con la misma intensidad de sus primeros encuentros, pero cada discusión terminaba con la misma certeza. No había nadie más por quien estuvieran dispuestos a luchar.

 Los gemelos crecieron como herederos de dos mundos. Gabriel, serio y reflexivo, heredó la determinación de su padre y la ferocidad silenciosa de su madre. Pero mientras el rey no esperaba que él fuera un príncipe como cualquier otro, Gabriel demostró que tenía su propia visión. Años después, con solo 16 años, se convirtió en el primer príncipe en recorrer el reino disfrazado de Pleevello, conociendo a su gente más allá de los muros del palacio.

 “No puedo gobernar a quienes no conozco,” solía decir. Y así el futuro rey de Balaquia aprendió que el poder no venía de la sangre, sino de la confianza de su pueblo. Amalia, en cambio, desafió toda tradición desde el momento en que pudo hablar. Porque una princesa no puede luchar.

 Alfonso intentó reprimir su sonrisa cuando la escuchó decirlo por primera vez. Eleonora, por su parte, le puso una espada de entrenamiento en las manos antes de que la corte pudiera responder. Con el tiempo, Amalia se convirtió en la primera mujer en entrenarse con la guardia real. Dicen que cuando tenía 12 años derrotó en combate a un joven soldado en el patio de entrenamiento.

 Dicen que cuando tenía 15 salvó a un grupo de niños de ser atacados por bandidos en un viaje a las montañas. Dicen muchas cosas de ella, pero lo cierto es que la princesa de Balaquia nunca necesitó ser rescatada. Ella era la que salvaba. La sombra de la reina madre se fue desdibujando con los años. No perdió su título, pero su poder dejó de ser absoluto desde el día en que Alfonso desafió su voluntad. Los consejeros que antes temían su mirada dejaron de inclinarse ante ella.

 La corte, que una vez la consideró intocable, aprendió a seguir a un rey que ya no se dejaba manipular. Pero no fue el poder lo que la destruyó, fue el silencio. A medida que los años pasaban, las voces que antes susurraban su nombre comenzaron a apagarse hasta que un día nadie la mencionó más.

El día en que se retiró a una residencia en las afueras de la capital, no hubo despedidas ni súplicas para que se quedara. Se dice que pasó sus últimos días contemplando la ciudad desde la ventana de su habitación. viendo el reino que alguna vez moldeó con sus propias manos, ahora gobernado por una mujer que nunca debió haber vuelto. Tal vez en esos momentos se preguntó si realmente había ganado alguna vez.

Tal vez por primera vez en su vida entendió lo que significaba perder. Años después, cuando el sol de un nuevo siglo comenzó a iluminar Balaquia, los cambios que Alfonso y Eleonora habían traído ya no podían ser deshechos. Los campesinos ya no eran solo sombras en las aldeas. Las mujeres ya no eran solo espectadoras de la política.

La nobleza ya no tenía el poder absoluto sobre los destinos de quienes gobernaban. Y en el corazón de todo, un rey y una reina, que no fueron elegidos por conveniencia, sino por una promesa que el tiempo nunca pudo quebrar. La historia de Alfonso y Eleonora se convirtió en leyenda. No solo porque vencieron a la corte, no solo porque desafiaron a la reina madre, no solo porque reescribieron el destino de un reino, sino porque fueron la prueba de que el amor verdadero no solo sobrevive a las adversidades, las convierte en parte de su historia. Y mientras el viento susurraba

entre los muros del castillo, la silueta de una pareja aún podía verse en la torre más alta, observando el horizonte. un rey, una reina, dos almas que contra todo pronóstico habían encontrado el único lugar al que siempre pertenecieron, el uno en los brazos del otro.

Así termina la emocionante historia de Alfonso y Eleonora, un amor que desafió el destino y cambió el futuro de un reino.