¿Creen que a los 48 años una mujer ya ha vivido todo lo que tenía que vivir? Que después de 25 años de matrimonio no queda nada por descubrir sobre una misma. Pues estoy aquí a mis 77 años para contarles que estaban todos equivocados. Me llamo Margarita Lucía Torres. Nací y me crié aquí en Aguascalientes.
Y hoy quiero compartir con ustedes la historia más intensa de mi vida. Una historia que comenzó con una traición descubierta. Pasó por un piso agrietado en el baño y terminó con un amor que ni siquiera sabía que aún era capaz de sentir. Si alguna vez se han sentido invisibles en su propio matrimonio, si han pensado que su vida amorosa había llegado a su fin, entonces siéntense y escuchen a esta anciana, porque lo que me pasó en esa casa con ese albañil en la cocina en 1996 cambió no solo mi vida, sino también lo que pensaba sobre el amor, el deseo y el
valor de volver a empezar. Hoy, casi 30 años después, puedo decir que fue la mejor decisión que tomé en mi vida. Pero en ese momento, ay, mi hijo, en ese momento no sabía si estaba haciendo lo correcto o si me había vuelto completamente loca. Era 1996. Acababa de cumplir 48 años en marzo y mi vida parecía un disco rayado tocando siempre la misma canción.
Me levantaba a las 5 de la mañana, preparaba el café para Sebastián, mi esposo, que trabajaba como supervisor en una fábrica de telas aquí en Aguascalientes. Salía a las 6:30, siempre con la misma cara de pocos amigos, siempre con ese aire de quien carga el mundo sobre sus espaldas. Nuestros hijos, Carlos Eduardo y Fernanda, ya se habían ido de casa. Carlos estaba en la ciudad de México, graduado en ingeniería y Fernanda se había casado el año anterior y vivía en Cuernavaca con su esposo.
La casa, que antes estaba llena de vida y ruido, ahora hacía eco de nuestros silencios. Sebastián y yo llevábamos 25 años casados. Nos conocimos en una bervena de barrio aquí en la ciudad en 1970, cuando yo tenía solo 22 años y él 26. Era un hombre guapo en esa época. alto, de cabello negro, bien cortado, siempre muy serio, pero que sabía cómo hacerme reír.
Me conquistó con esas largas conversaciones en el porche de la casa de mis padres, hablando sobre los planes que teníamos para el futuro. Margarita me decía en esos primeros años, “Vamos a formar una familia bonita, una casa buena, a darles estudios a nuestros hijos y eso fue lo que hicimos. Él trabajó duro. Yo también. Además de cuidar de la casa y de los hijos, siempre tuve mi ingreso haciendo costuras para las familias del barrio.
Era conocida por hacer los vestidos más bonitos para las bodas y fiestas de graduación, pero algo se había perdido en el camino. ¿Cuándo dejamos de platicar de verdad? ¿Cuándo dejó de mirarme como me miraba antes? No puedo precisar el momento exacto, pero sé que en 1996 nuestra rutina era esta.

Él llegaba del trabajo a las 6 de la tarde, cenaba viendo el noticiero, se bañaba y se acostaba a dormir. Los fines de semana eran para arreglar cosas en la casa, visitar a los parientes, ir a misa el domingo, siempre juntos, pero cada uno en su mundo. Nuestra cama se había convertido en solo un lugar para dormir. Hacía más de dos años que no teníamos intimidad de verdad.
No es que él no lo intentara a veces, pero era tan mecánico, tan sin cariño, que yo prefería fingir que estaba dormida. “Estoy cansada, Sebastián”, le decía. Y él refunfuñaba despacito, se volteaba hacia su lado y se dormía. Mirándome en el espejo en esa época veía a una mujer que todavía se conservaba bien. Mi cabello, que siempre fue mi orgullo, todavía estaba bonito, castaño oscuro, con solo unas cuantas canas. Me cuidaba.
Hacía caminatas tres veces a la semana en la plaza central. Usaba esas cremas que la vecina, doña Neide, me enseñaba se hacer con sábila. No era una anciana ni de lejos, pero me sentía invisible. ¿Será que es así? Me preguntaba a veces, sentada en el porche de nuestra casa en la calle de las flores viendo el movimiento del barrio.
¿Será que después de tantos años de matrimonio, esto es lo que queda? Esta convivencia sin chiste, sin sorpresas, sin ganas. Mis amigas del grupo de la iglesia no ayudaban mucho. Doña Concepción, casada desde hace muchísimos años, siempre decía, “Margarita, el matrimonio es así, mija. No todos los días son de luna de miel. Lo importante es tener respeto, tener compañerismo.” Y doña Rosa completaba.
Los hombres después de los 50 ya no son lo mismo. Una tiene que conformarse. Pero yo no quería conformarme. Sentía que todavía había vida en mí. Ganas de sentir mariposas en el estómago, de ser deseada, de sentirme una mujer de verdad. Era un pensamiento que hasta me daba culpa en esa época, porque me habían criado para creer que una mujer casada, madre de familia, no podía pensar en esas cosas.
Sebastián no era un mal hombre. Eso siempre me lo dejé claro. Nunca me levantó la mano. Siempre fue un buen proveedor, respetuoso con la familia, pero se había convertido en un extraño que compartía la misma casa conmigo cuando yo intentaba entablar conversación durante la cena. Él respondía con monosílabos, los ojos pegados a la televisión. ¿Qué tal el trabajo hoy? Normal. Carlos llamó.
dijo que está bien, Sebastián. Podríamos salir el sábado, ir a cenar fuera. Hace mucho que no lo hacemos. ¿Para qué, Margarita? La comida en casa es mejor y no gastamos dinero a lo tonto. Y así iban pasando los días, las semanas, los meses.
Yo me sentía como esas plantas que se quedan en un rincón oscuro de la casa, que van sobreviviendo, pero nunca florecen de verdad. Fue a principios de mayo de 1996 que empecé a notar algunos cambios en el comportamiento de Sebastián. Cambios pequeños, sutiles, que una esposa de 48 años no deja pasar desapercibidos, pero que en ese momento intenté ignorar, tal vez por miedo a lo que podría descubrir. Primero fue el perfume.
Sebastián nunca fue muy aficionado a los perfumes, siempre decía que eso era para hombres afeminados, pero de repente apareció en casa con una Saro que le regaló un colega del trabajo. Empezó a usarlo todos los días, incluso para ir a trabajar. Qué perfume tan bonito, Sebastián, le comenté una mañana. ¿Dónde lo compraste? Y él, sin mirarme a los ojos, respondió, fue un regalo.
El personal de la fábrica hizo una vaquita para el cumpleaños del supervisor. Después fue la ropa. El hombre que durante años usó las mismas camisas de vestir, siempre en colores neutros, blanco, azul claro, gris, de repente apareció con una camisa vino mucho más moderna. Margarita, necesito renovar el guardarropa. Estas ropas están muy viejas, me dijo.
Y me pidió que le planchara esa camisa nueva con un cuidado especial. El cabello también cambió. Sebastian siempre se cortaba el cabello con don Manuel, el barbero de la esquina que conocía desde hacía más de 15 años, pero apareció en casa una tarde con un corte diferente, más moderno, hecho en una barbería nueva del centro de la ciudad.
Gasté un poco más, pero se ve bien, ¿verdad?, se dijo a sí mismo, mirándose en el espejo de la sala con una vanidad que no veía en años. Pero lo que más me intrigó fueron las llamadas telefónicas. Empezaron a mediados de mayo. El teléfono sonaba, yo contestaba y la persona del otro lado colgaba. Sucedió tres, cuatro veces en la misma semana.
“Sastián, está pasando algo raro aquí en casa”, le comenté. El teléfono suena, contesto y la persona cuelga. Él apenas levantó los ojos del periódico. Debe ser una broma, Margarita. Esos muchachos de hoy no tienen nada que hacer. Pero yo sabía que no era una broma. Había algo en el silencio del otro lado de la línea.
Una respiración contenida, como si la persona estuviera esperando que una voz específica contestara. Una voz que no era la mía. Las salidas de casa también se volvieron más frecuentes. Sebastián, que siempre fue hogareño, empezó a pasar por la casa del compadre Juan después del trabajo. “Voy a platicar con Juan, a hablar de unas cosas”, decía.
Y llegaba a casa ya a la hora de la cena, a veces incluso más tarde. Cuando yo le preguntaba cómo estaba el compadre, él siempre tenía la misma respuesta. Bien, bien. Hablamos de trabajo y esas cosas. Lo que más me dolía era la forma en que él había dejado de verme.
Cuando me arreglaba para ir a misa el domingo, me ponía mi vestido blanco con flores rojas. Ese que él siempre dijo que le gustaba. Él ni siquiera comentaba. Antes me decía, “Estás bonita hoy, Margarita. Ahora ni me miraba bien. Una noche estaba cosiendo un vestido de novia para la hija de doña Benedita y decidí intentar una conversación más seria con él. Sebastián. Empecé guardando la costura en la caja.
Siento que estamos un poco distantes últimamente. ¿Será que no podríamos platicar más, salir un poco? Él estaba leyendo un periódico viejo y tardó en levantar los ojos. Distantes, Margarita. Vivimos en la misma casa, comemos en la misma mesa, dormimos en la misma cama. ¿Qué más quieres? Quiero que me mires como me mirabas antes. Quiero que platiquemos de verdad.
No solo la cuenta de la luz y las compras del mes, Sebastián suspiró de esa forma de quien está siendo molestado. Margarita, ya no somos niños. Eso de andarse con platicas es cosa de novios. Somos una pareja madura. Tenemos responsabilidades. Las responsabilidades no nos impiden ser cariñosos el uno con el otro, insistí. Estás imaginando cosas.
Todo está normal aquí en casa. Y con eso él dobló el periódico, se levantó del sillón y se fue al cuarto. Me quedé allí sola en la sala, sintiendo una opresión en el pecho que era una mezcla de tristeza y rabia. Tristeza por darme cuenta de que mi matrimonio estaba muriendo poco a poco y rabia porque él fingía no ver lo mismo que yo.
Fue en la última semana de mayo que sucedió algo que me dejó aún más desconfiada. Estaba acomodando la ropa para lavar, separando las piezas por color. Cuando encontré algo en el bolsillo del pantalón de vestir de Sebastián, un papelito doblado con una letra que no era la suya, lo abrí con el corazón acelerado. Extrañé el almuerzo de ayer. Besos, Emy.
Me quedé parada allí en el patio con el papelito temblando en mi mano, sintiendo que el mundo me daba vueltas. ¿Quién era Emy? ¿Y qué almuerzo era ese del que yo no sabía? Sebastián me había dicho que había almorzado en la fábrica, como siempre hacía. Guardé el papelito en el cajón de mi cómoda junto con los pañuelos que heredé de mi mamá. No sabía qué hacer con esa información, enfrentarlo.
Pero, ¿y si fuera un malentendido? ¿Y si realmente fuera solo una colega de trabajo? Una mujer de la fábrica que había escrito eso sin segundas intenciones. Pero en el fondo de mi corazón, yo ya sabía la verdad. Las señales estaban todas ahí, claras como el día. El perfume nuevo, la ropa diferente, las llamadas misteriosas, las salidas después del trabajo y ahora ese billetito. Mi esposo estaba teniendo un romance con otra mujer.
Si ya has notado o notas estos cambios en tu esposo, mi querida, ten cuidado porque algo no está bien. Dime en los comentarios si alguna vez te han traicionado. Me encantaría saber. Esa noche acostada a su lado, oí su respiración tranquila de quien duerme sin peso en la conciencia y me pregunté por cuánto tiempo estaba sucediendo eso, cuánto tiempo me habían visto la cara de tonta, cuántas veces me había mentido, inventado excusas, me había mirado a la cara y me había mentido descaradamente. Y lo peor de todo, ¿qué iba a hacer con
ese descubrimiento? No vas a creerlo. Si antes nuestra vida íntima ya estaba prácticamente muerta. Después de que encontré ese billetito, las cosas empeoraron aún más. Era como si Sebastian hubiera construido un muro invisible entre nosotros. Y yo lo sentía, sobre todo a la hora de acostarse.
Incluso en los últimos años, cuando las cosas ya no estaban bien, él todavía intentaba alguna cercanía de vez en cuando, una mano en mi hombro, un beso de buenas noches más largo, a veces incluso un intento de iniciar algo más íntimo, aunque sin mucho cariño, pero ahora ni eso. Llegaba del trabajo, se bañaba, cenaba, veía la televisión y se iba a acostar como si yo fuera solo un mueble más en la casa.
Se acostaba siempre de espaldas a mí, se jalaba la cobija hasta el cuello y en pocos minutos estaba roncando. Ni un buenas noches me daba como se debía. Una noche de junio decidí intentar una cercanía. Había pasado todo el día pensando en esa situación y una parte de mí todavía quería creer que las cosas podían volver a la normalidad.
Tal vez si yo me esforzaba más, si era más cariñosa, él volvería a verme como mujer. Me esmeré en la cena, hice ese mole que a él siempre le gustó. Puse la mesa bonita con el mantel bordado que me regaló mi suegra. Cuando llegó del trabajo, noté que estaba diferente, más arreglado de lo normal, con ese perfume nuevo que ahora ya conocía bien y un aire de quien venía de un lugar donde se sintió bien.
“Qué bonita cena”, dijo, “pero de una manera automática, sin mirarme bien. La hice especial para ti, respondí tratando de sonreír. Hace mucho que no hacemos una cena más especial, solo nosotros dos.” Él comió en silencio, los ojos pegados a la televisión.
Como siempre, yo intentaba entablar conversación, le preguntaba sobre el trabajo, le comentaba sobre la carta que había recibido de Fernanda, pero él respondía siempre con monosílabos. Después de la cena, cuando él se fue a bañar, yo me arreglé. Me puse esa camisola azul clara que tenía guardada desde hacía meses. Me puse perfume, me cepillé bien el cabello.
Cuando él salió del baño y me vio así, se detuvo por un segundo, pero enseguida desvió la mirada. Sebastián, lo llamé despacito cuando se acostó. ¿No quieres platicar un poco? Hace tanto que no platicamos de verdad. ¿Sobre qué, Margarita? Estoy cansado. Me acerqué a él en la cama. Le puse la mano en el brazo sobre nosotros. sobre cómo van las cosas entre nosotros. Él se puso rígido bajo mi toque.
Todo está bien entre nosotros. No, Sebastián, tú sabes que no está bien. Mi voz salió más ronca de lo que quería. Apenas nos hablamos, apenas nos miramos. ¿Cuándo fue la última vez que me besaste de verdad? Él suspiró de esa manera irritada. Margarita, ya no somos adolescentes. Eso de los besitos y las caricias es cosa de película.
No es cosa de película, es cosa de una pareja que se ama. Nos amamos a nuestra manera. Intenté besarlo entonces, pero él volteó la cara y mis labios solo tocaron su mejilla áspera, oliendo a jabón barato. Sentí que mi corazón se rompía un poquito más. Sebastián, por favor, insistí pasándole la mano por el pecho.
Hace tanto tiempo. Estoy muy cansado hoy, Margarita. Mañana platicamos. Pero yo sabía que mañana sería igual y al día siguiente también. Él se había desconectado completamente de mí como mujer. Yo era solo la persona que cocinaba, lavaba y planchaba su ropa. Nada más.
Me quedé despierta hasta la madrugada esa noche, oyéndolo dormir a mi lado, sintiéndome la mujer más sola del mundo. Cuando finalmente conseguí conciliar el sueño, soñé con los primeros años de nuestro matrimonio, cuando él me abrazaba por detrás mientras yo cocinaba, cuando me susurraba al oído que yo era la mujer más bonita de aguas calientes, me desperté con lágrimas en la cara.
A partir de ese día, dejé de intentar, dejé de arreglare para él. Dejé de esmerarme en la cena. Dejé de buscar cariño. Si él quería frialdad, iba a tener frialdad, pero por dentro yo me estaba muriendo poco a poco. Era julio cuando tuve la confirmación definitiva de que mi matrimonio había terminado.
Aunque oficialmente todavía estuviéramos juntos. Una amiga de la iglesia, doña Apolonia, vino a tomar café a casa una tarde de sábado. Estábamos platicando sobre la vida cuando ella, sin saber nada, comentó. Margarita, ayer vi a tu Sebastián en el restaurante El Rincón del Español, allí en el centro. Estaba con una mujer muy elegante. Pensé que era alguna pariente de ustedes que yo no conocía. La sangre se me heló.
Qué mujeron. Una morena guapa, bien vestida. Estaban platicando muy animados. Parecían íntimos. Hasta pensé en ir a saludarlos, pero tenía prisa. Conseguí mantener la compostura hasta que se fue, pero cuando cerré la puerta me desmoroné. Lloré como no lloraba en años.
Lloré por la mujer que había sido y que él había dejado de ver. Lloré por los sueños que habíamos construido juntos y que ahora eran polvo. Lloré por la humillación de saber que la mitad del barrio ya debía estar comentando sobre la traición de mi esposo. Esa noche, cuando él llegó a casa, tarde una vez más, con esa excusa barata de la plática con el compadre, lo miré bien a la cara.
Busqué algún vestigio de culpa, de remordimiento, cualquier cosa que demostrara que todavía tenía un poco de consideración por mí. No encontré nada, solo indiferencia. Fue en ese momento que tomé una decisión que lo cambiaría todo. Ya no me iba a rebajar rogando por la atención de un hombre que claramente ya no me quería. Si él podía buscar en otros brazos lo que no encontraba en los míos, tal vez era hora de que yo descubriera si todavía había vida en la mujer que vivía dentro de mí. Solo que no imaginaba que ese descubrimiento vendría de una forma tan inesperada, tan
intensa y que cambiaría por completo el rumbo de mi historia. Fue una tarde de lunes 12 de agosto de 1996 que tuve la confirmación definitiva y dolorosa de la traición. Una fecha que quedó grabada en mi memoria como un hito entre el antes y el después de mi vida.
Sebastian había salido a trabajar normalmente por la mañana con esa misma cara de siempre. dándome un beso seco en la frente, como si fuera un saludo de buenos días cualquiera. “Hasta más tarde, Margarita”, dijo tomando su portafolio y saliendo por la puerta. Yo estaba terminando de arreglar la cocina después del almuerzo cuando sonó el teléfono. Pensé que era Fernanda, que solía llamar desde Cuernavaca a esa hora o tal vez alguna clienta queriendo encargar una costura. “Hola, Margarita.
Soy Dirce, la cuñada de Juan”. Dirce era la cuñada del compadre Juan, ese que Sebastián visitaba tanto últimamente. Era una mujer sencilla, de las que no tienen pelos en la lengua, pero nunca se había metido en la vida de los demás. Hola, Dirce. Todo bien. ¿Qué pasó? Ella dudó por un momento y yo ya sentí que algo andaba mal.
Mira, Margarita, yo no quería ser quien te contara esto, pero creo que tienes derecho a saber. Ya no puedo fingir que no estoy viendo lo que está pasando. Mi corazón empezó a latir más rápido. ¿Qué está pasando, Dirce? Es sobre tu, Sebastián, muchacha. Él él está teniendo un romance con Marlene, la hija de doña Josefa de la calle del Comercio.
El suelo se me fue bajo los pies, Marlene, así que ella era la tal M del papelito. La conocía de vista, una morena guapa de unos 35 años, divorciada, que trabajaba en una tienda de ropa en el centro. “¿Cómo? ¿Cómo sabes eso?”, conseguí preguntar, la voz saliendo ronca. Margarita, la mitad del barrio ya lo sabe. Ni siquiera se están escondiendo.
Ya almuerzan juntos en el rincón del español dos o tres veces a la semana. Él va a la casa de ella casi todos los días después del trabajo. Ayer mismo mi vecino vio su coche estacionado allí hasta las 10 de la noche. Cada palabra de Dirce era como una apuñalada. No bastaba la traición. Era una traición pública descarada que se estaba convirtiendo en el tema de conversación de la ciudad pequeña.
“¿Por qué me estás contando esto ahora?”, le pregunté tratando de mantener la dignidad en la voz. “Porque eres una buena mujer, Margarita, y no mereces que te vean la cara de tonta. Y además, hay algo más. ¿Qué cosa, Dirce?” Dirce suspiró del otro lado de la línea. Ayer yo estaba en la farmacia de don Gerardo cuando ella entró.
Marlene estaba comprando estaba comprando una prueba de embarazo, Margarita. Sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Prueba de embarazo. A los 48 años yo descubría que mi esposo no solo me estaba traicionando, sino que posiblemente había embarazado a su amante. ¿Estás segura? Sí, lo estoy. Yo estaba justo detrás de ella en la fila. La oí pidiéndole al farmacéutico bien bajito, pero la oí.
Colgué el teléfono sin poder decir nada más. Me quedé allí parada en medio de la sala, sosteniendo el auricular, sintiendo que el mundo giraba a mi alrededor. 25 años de matrimonio, dos hijos criados juntos, toda una vida construida al lado de un hombre que ahora estaba viviendo otra vida con otra mujer.
Me senté en el sillón de la sala, ese mismo donde solía ser mis costuras, y lloré. Lloré de rabia, de humillación, de decepción. Lloré por la mujer que yo había sido y que él había desechado como si no valiera nada. Lloré por haber sido tan ingenua, por haber fingido no ver las señales, por haber creído en sus mentiras durante tanto tiempo.
Cuando conseguí calmarme un poco, empecé a pensar con más claridad. Todo tenía sentido ahora. El perfume nuevo, la ropa diferente, los retrasos, las salidas misteriosas, la frialdad conmigo. Él no solo estaba teniendo un romance pasajero, estaba viviendo otra relación, construyendo otra vida mientras me mantenía en casa como una sirvienta que además compartía la cama con él.
La humillación era doble. No solo estaba siendo traicionada, sino que toda la ciudad lo sabía y estaba comentando sobre mi situación. Me imaginé los chismes en las filas del banco, en los pasillos de la iglesia, en el tianguis del sábado. Pobrecita de Margarita. Su esposo anda con esa Marlene y ella ni lo sospecha.
O peor aún, Margarita debe saberlo y se está haciendo de la vista gorda. Cuando Sebastián llegó a casa esa noche a las 8:30, más tarde de lo normal, por supuesto, yo estaba en la cocina lavando los platos de la cena que había hecho solo para mí. Él entró con esa cara de siempre, me saludó con un seco hola y se fue directo a bañarse. Me quedé observándolo durante la cena, intentando ver al hombre que yo había amado durante tantos años.
¿Dónde estaba ese muchacho que me conquistó en la verena? ¿Cuándo se transformó en este extraño que masticaba en silencio frente a mí, pensando probablemente en la mujer con la que había pasado la tarde? ¿Qué tal el trabajo hoy? Le pregunté solo para ver si tendría el valor de mentirme a la cara una vez más.
Normal, mucho trabajo. ¿Y el compadre Juan, pasaste por su casa hoy? Él levantó los ojos del plato por un segundo con un brillo extraño en la mirada. No, hoy no me dio tiempo. Mentiroso. Según Dirce, él había pasado toda la tarde en la casa de Marlene. Sebastián, empecé decidiendo intentar una última vez.
Siento que estás diferente conmigo, distante. ¿Podríamos platicar sobre esto? Él suspiró irritado. Margarita, ya platicamos sobre esto. Todo está normal aquí en casa. Eres tú la que está imaginando cosas. En ese momento, mirándolo mentirme descaradamente a la cara, tomé una decisión. No lo iba a confrontar todavía.
No, primero necesitaba decidir qué hacer con mi vida, si iba a luchar por un matrimonio que tal vez ya estaba muerto desde hacía años o si iba a encontrar el valor para volver empezar. Pero una cosa sí sabía. Ya no me iba a rebajar rogando la atención de un hombre que claramente no me respetaba.
Si él quería vivir dos vidas, yo también tenía derecho a descubrir quién era yo, además de esposa y madre. Solo que no imaginaba que ese descubrimiento estaba más cerca de lo que pensaba y que vendría en forma de un problema en el baño que cambiaría por completo el rumbo de mi historia. Noté que Sebastián llegaba a casa siempre con el cabello peinado de forma diferente, como si se hubiera bañado en otro lugar antes de venir a casa. Noté que a veces llegaba con un leve olor a perfume femenino mezclado con el suyo. Noté que
su cartera siempre estaba más vacía de lo normal, probablemente gastando dinero en regalos y paseos para la amante. Una tarde, cuando él se estaba bañando, decidí echarle un vistazo más de cerca a sus cosas. Abrí el cajón donde guardaba sus documentos personales y encontré recibos de restaurantes, de florerías, hasta de una joyería del centro. fechas que coincidían con los días en que él llegaba más tarde a casa.
El descubrimiento más doloroso fue un recibo de una consulta médica privada ginecóloga. La fecha era de principios de septiembre. Dos semanas después de la conversación de Dirce sobre la prueba de embarazo, él había acompañado a Marlene a una consulta médica.
¿Qué nivel de intimidad era ese? ¿Qué futuro estaban planeando juntos? Pero en vez de desesperarme, empecé a fortalecerme por dentro. Cada descubrimiento, cada evidencia de la traición era como si encendiera una llama dentro de mí, una llama de dignidad, de rebeldía, de ganas de demostrarle a él y a todo el barrio que yo no era una pobre tonta para ser pisoteada. Empecé a mirarme en el espejo con otros ojos.
Tenía 48 años, pero aún me conservaba bien. Mi cuerpo, que había cargado a dos hijos y trabajado duro durante décadas, todavía tenía sus curvas en su lugar. Mi rostro, marcado por las experiencias de la vida, todavía tenía encanto. Mi cabello, siempre bien cuidado, enmarcaba el rostro que muchas mujeres de mi edad envidiaban.
¿Será que todavía puedo atraer a un hombre? Me preguntaba a veces, sola en el cuarto, observando mi reflejo. La pregunta me asustaba porque significaba que estaba pensando en posibilidades que una mujer casada, católica, practicante, madre de familia, ni siquiera debería considerar, pero lo estaba considerando. Me estaba imaginando libre, independiente, viviendo una vida donde fuera vista, deseada, valorada. Todavía no sabía cómo sería eso posible.
Pero el sueño estaba creciendo dentro de mí como una semilla que finalmente encontró tierra fértil. Durante ese periodo cambié algunas cosas en mi rutina. Volví a usar maquillaje en el día a día, no solo para las ocasiones especiales. Compré ropa nueva, más bonita, más femenina.
Empecé a ir a un gimnasio que había abierto cerca de casa, algo que Sebastián siempre dijo que era una tontería de mujeres ricas. ¿Para qué eso, Margarita? me preguntó cuando me vio llegar de la primera clase de gimnasia. “Para cuidar de mi salud”, le respondí. Y no era mentira. Estaba cuidando de mi salud física y mental, preparándome para una nueva etapa en la vida que aún no sabía cómo sería, pero que sabía que estaba llegando. Las amigas de la iglesia empezaron a comentar sobre mi cambio.
“Uy, Margarita, estás diferente, más guapa”, decía doña Concepción. ¿Qué crema estás usando? Y yo sonreía sabiendo que no era ninguna crema. Era la autoestima renaciendo. Era una mujer redescubriendo que todavía tenía valor. Sebastián, irónicamente, ni siquiera lo notaba.
estaba tan involucrado en su vida paralela que no se daba cuenta de que su esposa se estaba transformando justo debajo de sus narices. Llegaba a casa, comía, se bañaba, se dormía y por la mañana salía para otro día de su doble vida. Una noche, a finales de septiembre, acostada a su lado, oyendo sus ronquidos tranquilos de quien duerme sin culpa en la conciencia, tomé una decisión importante.
Ya no iba a esperar pasivamente a que algo sucediera. Iba a provocar cambios en mi vida. Iba a buscar mi independencia financiera y emocional. Empecé a aceptar más encargos de costura, a anunciar mi trabajo más allá del círculo de amigas. Me puse en contacto con tiendas del centro para ver si querían una costurera freelance. Empecé a guardar dinero escondido, creando mi propio fondo de emergencia.
Y fue en este periodo de transformación silenciosa que sucedió algo aparentemente trivial, pero que cambiaría por completo el rumbo de mi historia. El piso del baño empezó a tener una fuga. Al principio eran solo unas cuantas manchas de humedad en la esquina cerca del inodoro. Después la situación empeoró.
El agua empezó a filtrarse al cuarto de abajo que usábamos como bodega. El olor a Mo se apoderó del ambiente. “Sastián”, le dije una mañana de octubre. El baño tiene una fuga. Hay que arreglarlo urgentemente. Si no, va a arruinar toda la estructura de la casa. Él miró por encima del periódico con esa cara de fastidio.
Sí, voy a echarle un vistazo el fin de semana. Pero el fin de semana pasó y otro y otro. Sebastián siempre tenía una excusa para no arreglar el problema. Está lloviendo mucho. No se puede trabajar con piso mojado. Estoy cansado. La próxima semana lo arreglo. Necesito comprar el material primero. Voy a ver los precios. Mientras tanto, la fuga empeoraba.
El agua estaba empezando a te afectar la pared del cuarto del fondo y yo veía mi casa, mi patrimonio, deteriorándose mientras mi esposo no movía ni un dedo para resolverlo. Fue entonces que me di cuenta de la ironía de la situación. Al igual que nuestro matrimonio, nuestro baño tenía una fuga con problemas estructurales que necesitaban ser arreglados urgentemente.
Y al igual que con nuestra relación, Sebastián estaba ignorando el problema, dejando que las cosas empeoraran, esperando tal vez que yo me conformara con la situación, pero yo no me iba a conformar ni con la fuga, ni con la traición, ni con la vida sosa que él quería imponerme. Era hora de tomar una actitud y esa actitud comenzaría exactamente con el arreglo del baño.
No se vayan del video porque van a saber lo que hice. Se van a quedar impactadas con lo que va a suceder ahora. Ya dejen su me gusta y suscríbanse si no están suscritos. Era una mañana de lunes 28 de octubre de 1996. Tomé el directorio telefónico y empecé a buscar albañiles en la ciudad. Quería alguien nuevo que no conociera a nuestra familia, que no fuera a andar de chismoso por haber sido llamado para hacer un trabajo que el esposo debería estar haciendo.
Necesitaba a alguien competente, rápido y que pudiera empezar de inmediato. Fue cuando encontré el anuncio en la sección de clasificados del periódico local Rafael Silva, albañil y azulejero, servicios residenciales y comerciales. Presupuesto gratuito. Teléfono 315847. Llamé sin pensarlo dos veces. Hola, ¿es Rafael? Sí, a la orden.
La voz era joven, segura, educada, muy diferente a la manera áspera de los albañiles mayores que yo conocía. Mire, necesito arreglar una fuga en el baño de mi casa con urgencia. ¿Puede venir a echarle un vistazo hoy mismo? Sí, claro, señora. ¿Dónde vive? Calle de las Flores número 247, cerca de la plaza central.
Conozco la zona. Puedo estar ahí alrededor de las 2 de la tarde. ¿Le parece bien? Me parece perfecto. Colgué el teléfono con una sensación extraña. Una mezcla de alivio por finalmente estar tomando una actitud y una ansiedad inexplicable.
Tal vez era la primera vez en años que estaba tomando una decisión importante sola, sin consultar a Sebastián, sin pedir su opinión o aprobación. Pasé el resto de la mañana arreglando la casa, especialmente el área del baño, para que el albañil pudiera ver bien el problema. También me arreglé un poco más de lo normal, no sé por qué.
Tal vez fuera solo la costumbre de recibir a gente extraña en casa, pero me puse una blusa más bonita, me puse un labial discreto, me arreglé el cabello. A las 2 en punto oí un golpe en la puerta. Cuando abrí me sorprendí. Rafael Silva no era nada de lo que yo me esperaba. En mi cabeza me había imaginado a un hombre mayor, tal vez de la edad de Sebastián, con ese aire medio rústico de los albañiles de la región.
Pero el hombre que estaba en mi puerta tenía unos treint y tantos años. Era alto, moreno, con un cuerpo claramente definido por los años de trabajo físico. Llevaba una camiseta blanca sencilla que marcaba bien los músculos de los brazos y el pecho, unos pantalones de mezclilla gastados, pero limpios, y tenía una sonrisa franca que iluminó mi día gris. Buenas tardes, señora. Soy Rafael. hablamos por teléfono. Ah, sí, claro.
Pase, por favor. Mientras él entraba, noté más detalles. El cabello negro bien cortado, la barba de tres días que le daba un aire un poco rebelde, las manos grandes y callosas, pero limpias, y los ojos, Dios mío. Sus ojos eran de un castaño profundo que parecían ver más allá de la superficie de las cosas.
¿Me puede mostrar dónde está el problema, señora? Claro, es aquí en el baño. Caminé al frente mostrándole el camino y sentí que él estaba observando la casa con atención profesional. “Bonita casa”, comentó bien cuidada. “Gracias. Vivo aquí desde hace casi 20 años.” En el baño, Rafael se arrodilló para examinar la fuga de cerca. Me quedé allí parada, intentando no notar la forma en que su espalda se movía mientras analizaba el problema o cómo sus brazos se flexionaban cuando probaba la firmeza de los azulejos. “El problema es grave”, dijo levantándose y volteándose hacia
mí. Hay que cambiar todo el piso y rehacer el sellado. El agua se está filtrando por la estructura y podría dañar el techo si no se arregla pronto. Mi Mi esposo, es decir, el responsable de la casa, dijo que no era nada grave. Rafael sonrió de una forma que me hizo sentir como si entendiera exactamente lo que yo no estaba diciendo.
Señora, con todo respeto, pero quien le dijo eso no entiende nada de construcción. Si lo deja así, en 6 meses va a tener un problema estructural grave en toda la casa. Era exactamente lo que yo necesitaba oír, una confirmación de que mi decisión de no esperar más por Sebastián estaba en lo correcto.
¿Cuánto tiempo tardará en arreglarlo todo? Si empiezo mañana por la mañana, en tres días está listo. Trabajo solo, pero soy rápido y meticuloso. ¿Y cuánto costaría? Él hizo un cálculo rápido, anotando en una hoja de papel que sacó del bolsillo. El precio era justo dentro de lo que yo podía pagar con los ahorros de mis costuras.
“Puede empezar mañana”, decidí en el acto. “La señora no quiere hablar con su esposo antes?” La pregunta me tomó por sorpresa. ¿Cómo sabía él que yo estaba casada? El anillo, claro. Pero había algo en la forma en que lo preguntó. una delicadeza, como si él supiera que había alguna complicación en la historia. “No es necesario”, le respondí con firmeza.
“Yo decido sobre las reparaciones de la casa.” Él asintió sin hacer más preguntas, pero noté una pequeña sonrisa de aprobación en sus labios. Entonces, de acuerdo. Mañana a las 7 de la mañana estoy aquí con el material. Cuando se estaba yendo, se volteó en la puerta y dijo, “Señora, ¿puedo hacer una observación?” Claro, usted fue muy sabia en no dejar que este problema se prolongara. Las fugas son como otras cosas en la vida.
Cuanto más tardamos en arreglarlas, peor se ponen. Lo miré fijamente a los ojos cuando dijo eso y tuve la sensación de que no estábamos hablando solo sobre el baño. Esa noche, cuando Sebastián llegó a casa, más tarde de lo normal, por supuesto, le conté que había llamado a un albañil para arreglar la fuga. ¿Qué hiciste? me preguntó con una irritación que me sorprendió.
¿Por qué no me esperaste? Porque hace más de un mes que me estás diciendo que lo vas a arreglar y el problema solo está empeorando. No podía esperar más. ¿Cuánto le vas a pagar a ese tipo? Le dije la cantidad que era muy razonable. Pudiste haberlo conseguido más barato si me hubieras esperado. Dijo Sebastián.
Yo lo miré fijamente a los ojos. Si hubieras estado realmente interesado en arreglar el problema de nuestra casa, ya lo habrías arreglado hace mucho tiempo. Había algo en mi voz, una firmeza nueva que lo hizo mirarme con más atención.
Por un momento, pareció que iba a decir algo, pero luego simplemente refunfuñó algo sobre lo tercas que son las mujeres, y se fue a ver la televisión. Esa noche, acostada en la cama, pensé en mi encuentro con Rafael. No podía quitarme de la cabeza la forma en que me había mirado, con respeto, como si mi opinión importara. Hacía tanto tiempo que un hombre no me trataba así, como si yo fuera una persona inteligente y capaz, y no solo una figura decorativa.
Y había algo más, algo que yo no quería admitir ni a mí misma. Me había sentido atraída por él. Por primera vez en años había sentido ese hormigueo en el estómago, esa aceleración del corazón que creía muerta dentro de mí. “No seas ridícula, Margarita”, me susurré en la oscuridad. “Eres una mujer casada, madre de familia. Es un muchacho joven.
Debe tener la edad de Carlos Eduardo. Pero incluso intentando convencerme de que era una tontería, no podía dejar de pensar en él, en la forma en que sus ojos me habían mirado, en su sonrisa franca, en la sensación de protección y competencia que él transmitía.
Me dormí esa noche con una sensación que no había tenido en años. Expectativa por el día siguiente. Me levanté a la mañana siguiente con una energía que no sentía desde hacía meses. Era martes, 29 de octubre y Rafael llegaría a las 7 para empezar el trabajo. Sebastián había salido a trabajar con una cara más amargada de lo normal, todavía refunfuñando por yo haber tomado la decisión sola.
Más le vale a ese albañil que haga un buen trabajo, dijo antes de salir. Si hay algún problema, tú lo vas a tener que arreglar. No te preocupes, le respondí preparando el desayuno. Sé cuidar muy bien de los problemas de mi casa. Había una ironía en esas palabras que solo yo entendía.
Estaba aprendiendo a cuidar de muchas cosas, sola últimamente a las 6:30 de la mañana ya estaba arreglada y esperando. Me había esmerado un poco más en mi apariencia sin exagerar. Una blusa blanca con flores rojas que resaltaba mis ojos, unos pantalones de mezclilla oscuros que marcaban bien mi cuerpo aún en forma, el cabello suelto y bien peinado, un toque discreto de labial y un perfume suave.
¿Por qué te estás arreglando tanto para recibir a un albañil? Me pregunté en el espejo, pero en el fondo sabía la respuesta. Hacía tanto tiempo que no me sentía vista como mujer, que la perspectiva de pasar el día en compañía de un hombre que me había mirado con interés, despertaba una vanidad dormida.
A las 7 en punto, Rafael golpeó a la puerta, puntual como siempre. Cuando abrí, su mirada cambió por completo. Esta vez no la disimuló. me devoró con los ojos de la cabeza a los pies y yo vi el deseo estampado en su cara. “Buenos días, Margarita”, dijo sin más formalidades. “Buenos días, Rafael.” La tensión estaba en el aire desde el primer segundo. Durante el café, apenas podíamos platicar bien.
Yo me pasaba la mano por el cabello. Él se quedaba mirando mi boca. Cuando nuestros dedos se tocaron al pasar el azúcar, fue como si recibiéramos una descarga eléctrica. Rafael, dije tomando valor. Hoy terminas el trabajo, ¿verdad? Sí, desafortunadamente. ¿Por qué desafortunadamente? Él dejó de revolver su café y me miró a los ojos. Porque no quiero que termine.
No quiero dejar de verte. El corazón se me aceleró en el pecho. Ni yo. El trabajo de la mañana fue pura tortura. Cada vez que yo pasaba cerca de él, sentía mi cuerpo herizarse por completo. Él también estaba inquieto. Me llamaba para ver cosas innecesarias. Inventaba excusas para que yo me quedara cerca.
Alrededor de las 10, cuando le llevé agua, sucedió lo que estaba esperando desde hacía días. Estábamos en el pasillo, él saliendo del baño, yo yendo a la cocina. Nos topamos y esta vez él no me soltó. Margarita, dijo la voz ronca de deseo, ¿qué pasa? Ya no soporto fingir que no te deseo. Sus palabras fueron como fuego en la pólvora.
Todo ese deseo reprimido, todas esas ganas que yo venía guardando desde hacía días, explotaron de golpe. Ni yo, confesé, ya no lo soporto. Él me jaló hacia sí con fuerza. Me besó con una pasión que me hizo temblar por completo. Era un beso hambriento, desesperado, de quien ya no aguantaba más. esperar. Margarita, te deseo susurró en mi oído, haciéndome erizar por completo.
Yo también te deseo mucho. Empezó a besarme el cuello, sus manos recorriendo mi cuerpo por encima de la ropa. Yo estaba ardiendo, sintiendo sensaciones que no sentía en años. Ven dijo jalándome hacia el cuarto. No dije de repente, deteniéndome. Aquí no. Vamos para dentro de la casa. Él me miró sin entender. En la cocina, dije decidida. Te quiero ahora, aquí mismo.
El deseo en sus ojos se intensificó. Sin decir nada más, me levantó en brazos y me llevó a la cocina. Me sentó en la barra, se puso entre mis piernas y me besó con una intensidad que me dejó mareada. ¿Estás segura? Preguntó con sus manos ya subiendo por mi falda. Absolutamente. Hace tanto que no me siento mujer, no necesité decir nada más.
Allí mismo, en mi cocina, a media mañana, Rafael me amó como no era amada desde hacía años. Fue intenso, fue desesperado, fue todo lo que mi cuerpo había estado suplicando durante tanto tiempo. Después nos quedamos abrazados, todavía jadeando, intentando volver a la realidad. “Dios mío”, susurré. “¿Qué hicimos? Hicimos lo que debimos haber hecho desde el primer día”, dijo acariciándome la cara.
“Te amo, Margarita. Yo también te amo.” En ese momento oímos el ruido de un coche que se detenía frente a la casa. La sangre se me heló. “Sastián”, susurré en pánico. Rafael me ayudó a bajar de la barra. Nos arreglamos la ropa corriendo. Él salió por la parte de atrás mientras yo corría al baño a arreglare el cabello y el maquillaje.
Cuando Sebastián entró, encontró a su esposa aparentemente normal preparando el almuerzo. “Llegaste temprano hoy”, le comenté intentando controlar mi respiración. “Salí más temprano de la reunión”, dijo. Pero había algo extraño en su voz. Mi corazón latía mil, pero ya no de miedo. Era la adrenalina pura de quien acababa de vivir el momento más intenso de los últimos años. Esa tarde, cuando Sebastián se fue a trabajar de nuevo, Rafael volvió.
Esta vez no necesitamos palabras. Sabíamos que habíamos cruzado una línea y que ya no había vuelta atrás. El fuego que se había encendido entre nosotros ya no se ibas a apagar. Y cuando sus labios tocaron los míos de nuevo, supe que la mujer que había estado dormida durante tanto tiempo finalmente había despertado para siempre. Sebastián se sentó a la mesa de la cocina con una expresión que nunca antes había visto.
Serio, decidido, pero también un poco culpable. Margarita, necesitamos hablar. ¿Sobre qué? Sobre nosotros, sobre nuestro matrimonio. ¿Qué pasa con nuestro matrimonio? Él respiró hondo, como quien va a sumergirse en aguas profundas. Margarita, creo que ha llegado la hora de ser honestos el uno con el otro. Sentí que la sangre se me helaba en las venas.
Honesto sobre qué? Sobre el hecho de que nuestro matrimonio terminó hace mucho tiempo. Sobre el hecho de que él se detuvo buscando las palabras correctas. sobre el hecho de que estás teniendo un romance con Marlene, completé decidiendo que era hora de poner las cartas sobre la mesa. Su expresión fue de sorpresa total.
¿Cómo? ¿Cómo lo sabes, Sebastián? No soy tonta. Los perfumes, la ropa nueva, los retrasos, las mentiras sobre las reuniones. ¿Crees que no me di cuenta? Él bajó la mirada finalmente mostrando algo de vergüenza. ¿Desde cuándo lo sabes? meses y no fue difícil descubrirlo, ni siquiera se están escondiendo ya. ¿Por qué nunca dijiste nada? Era una pregunta justa.
¿Por qué yo misma había guardado silencio durante tanto tiempo? Porque al principio todavía tenía la esperanza de que ustedes dos se cansaran el uno del otro. Después porque me di cuenta de que ya no me importaba. No te importaba, Sebastián, ¿cuándo fue la última vez que me miraste como mujer? ¿Cuándo fue la última vez que platicamos de verdad? ¿Cuándo fue la última vez que demostraste que yo todavía significaba algo en tu vida? Él se quedó en silencio porque sabía que yo tenía razón. ¿Desde cuándo estás con ella? Pregunté. Unos 8
meses. 8 meses. Casi un año de mentiras, de traición, de falta de respeto. ¿Y qué piensan hacer? Ella está embarazada, Margarita. Ah, la noticia que ya esperaba. pero que aún así me impactó embarazada, sí, de 5 meses. 5co meses. Entonces, cuando yo estaba intentando salvar nuestro matrimonio, pidiendo cariño, rogando por atención, él ya estaba construyendo una nueva familia con otra mujer.
Y ahora, ahora creo que ha llegado la hora de que oficialicemos el final. Marlí quiere que asuma la relación públicamente y creo que ella tiene razón. Me quedé allí sentada procesando la información. Mi esposo de 25 años me estaba pidiendo el divorcio para asumir a su amante embarazada. En otras circunstancias sería devastador.
Pero en ese momento, con el cuerpo aún caliente del amor de Rafael, con su perfume todavía en mi piel, sentí solo alivio. “Está bien”, dije simplemente. “Está bien, Sebastián. Nuestro matrimonio murió hace mucho tiempo. Solo estábamos sosteniendo a un muerto. Si quieres oficializarlo, vamos a oficializarlo. Él me miró con sorpresa.
¿No vas a pelear? ¿No vas a armar un escándalo? ¿Para qué? ¿Para mantener a un hombre que ya no me quiere? ¿Para forzar una convivencia que no le hace bien a ninguno de los dos? Y la casa, el patrimonio. Lo arreglamos todo de forma civilizada. Soy una mujer independiente. Sé arreglármelas. Sebastián siguió mirándome como si no me reconociera.
Estás muy tranquila, Margarita, muy diferente. Si él supiera cuán diferente estaba, si él supiera que dos horas antes otro hombre me había amado en la cama donde él dormía todas las noches. Si él supiera que yo también había encontrado a alguien que me hacía sentir viva de nuevo. Estoy en paz, le dije honestamente. Finalmente estoy en paz.
Hay hay otra persona? La pregunta me tomó por sorpresa. ¿Sería el momento de contarle sobre Rafael? ¿Sería justo lanzarle la verdad a la cara a él también? Sí la hay, respondí mirándolo a los ojos. Sí la hay. Su expresión cambió por completo. Sorpresa, rabia, indignación. ¿Quién? Eso no importa. Lo que importa es que los dos encontramos a otras personas.
Lo que importa es que ha llegado la hora de ser honestos y seguir adelante. ¿Desde cuándo? Eso es importante. Quiero saber desde cuándo mi esposa me está traicionando. La ironía de la situación era absurda. El hombre que me había traicionado durante 8 meses estaba indignado porque yo también había encontrado a alguien. Sebastián, dejemos la hipocresía. Tú tuviste 8 meses para contarme sobre Marlene y no lo hiciste.
Yo lo descubrí sola. De la misma forma tú puedes descubrir el resto solo también. Él se levantó de la mesa nervioso. ¿Quién es Margarita? ¿Es alguien que conozco? No te lo voy a decir. ¿Está casado también? ¿No es joven? La pregunta me hizo sonrojar delatándome. Sebastián se dio cuenta de inmediato.
Dios mío, es un muchacho joven, ¿verdad? Una mujer de 48 años con un muchacho joven. ¿Y cuál es el problema? Un hombre de 53 con una mujer de 35. ¿No es raro? Es diferente. Diferente. ¿Por qué? Porque tú eres hombre y yo soy mujer. La discusión se estaba calentando y me di cuenta de que no llevaría a nada. Sebastián, paremos con esto. Los dos nos equivocamos.
Los dos encontramos a otras personas. Vamos a separarnos de forma civilizada y cada uno sigue su vida. No es tan sencillo, Margarita. ¿Por qué no? Porque yo no esperaba esto de ti. ¿Qué? ¿Que yo encontrara a alguien que me valorara, que me tratara como mujer, que me hiciera sentir deseada? Las palabras salieron con más emoción de lo que yo quería, revelando cuánto significaba Rafael para mí. Sebastián se dio cuenta. Estás enamorada.
dijo como si fuera una acusación. Sí, lo estoy. Por primera vez en años estoy enamorada. ¿Y él? ¿élvén? ¿O solo se está aprovechando de una mujer mayor y necesitada? La ofensa me golpeó de lleno, pero en vez de hacerme sentir mal, me enfureció. Sí, me ama. Me ama de verdad. Me trata como a una reina. Me hace sentir especial.
Me mira como si yo fuera la mujer más bonita del mundo. Todo lo que tú dejaste de hacer años. Sebastián se quedó en silencio por un largo momento, después suspiró. Entonces, esto es todo. 25 años de matrimonio terminaron así. No terminaron así, Sebastián. Terminaron cuando decidiste buscar en otra mujer lo que tenías en casa.
Terminaron cuando dejaste de verme como esposa y me convertiste en una sirvienta. Terminaron cuando elegiste mentir en lugar de ser honesto. Él asintió, reconociendo que yo tenía razón. Y ahora, ahora nos separamos. Tú vas a vivir tu nueva vida con Marlene y el bebé. Y yo voy a vivir mi nueva vida también con ese muchacho, con Rafael. La primera vez que pronunciaba su nombre a Sebastián. Era extraño, pero liberador.
Rafael repitió, “¿Qué edad tiene?” “3, 11 años menor que tú.” “¿Y qué?” “Mlen, es 18 años menor que tú. Es diferente.” No, no es diferente, Sebastián. El amor no tiene edad. Él se rió, pero era una risa amarga. Amor, ¿crees que un muchacho de 37 años puede amar de verdad a una mujer de 48? Estoy segura, de la misma forma que estoy segura de que yo también lo amo.
Y los hijos, ¿qué les vamos a decir a Carlos y a Fernanda? La verdad que sus padres se separaron porque ya no pudieron hacer que el matrimonio funcionara y que cada uno encontró una nueva oportunidad de ser feliz. Sebastián negó con la cabeza. Nunca imaginé que esto llegaría a esto. Ni yo, pero llegó. Nos quedamos en silencio por unos minutos, cada uno absorto en sus propios pensamientos.
25 años de historia compartida llegando a su fin en una plática en la cocina. Margarita dijo finalmente, “¿Qué? Yo yo lo siento por todo. Yo también lo siento. Siento que no pudimos hacer que funcionara. Vas a estar bien y tú también lo vas a estar.” Él se levantó como si el peso de la conversación hubiera acabado con sus energías. Voy a dormir en la sala hoy.
Mañana platicamos sobre los detalles prácticos. Está bien. Cuando él salió de la cocina, me quedé allí sentada intentando procesar todo lo que había sucedido en una sola tarde. Había traicionado a mi esposo, había sido amada como nunca y había oficializado el final de mi matrimonio. Pero en lugar de sentirme destrozada, me sentía libre.
Finalmente libre para vivir mi vida sin mentiras, sin fingimientos, sin la prisión de un matrimonio que hacía mucho tiempo había dejado de existir. El sábado por la mañana nos sentamos a la mesa de la cocina con papeles, calculadora y mucha sinceridad. La casa se quedaría conmigo. Después de todo, yo había contribuido tanto a comprarla como él, y él estaba ansioso por irse y vivir con Marlene.
Dividiríamos los ahorros a la mitad, los muebles, cada uno se llevaría lo que quisiera, sin peleas. ¿Estás segura de que puedes mantenerte sola? Preguntó él en una tardía muestra de preocupación. Sí, mis costuras me están dando un buen ingreso y voy a expandir el negocio. Además, Rafael me ofreció una sociedad en su empresa de construcción.
Sebastián hizo una mueca al oír el nombre de Rafael, pero no comentó nada. ¿Y cuándo les vamos a decir a los hijos? Era la parte que más temía. Carlos Eduardo y Fernanda tenían derecho a saber. Pero, ¿cómo explicarles que sus padres después de 25 años de matrimonio, se habían separado porque ambos habían encontrado a otras personas? Vamos a llamarlos hoy por la noche, decidí.
Juntos vamos a decirles la verdad. La conversación con los hijos fue más difícil de lo que esperaba. Carlos Eduardo, siempre más racional, hizo mil preguntas sobre aspectos prácticos, dónde iba a vivir cada uno? ¿Cómo quedaría la situación financiera si habían intentado terapia de pareja? Fernanda, más emotiva y con 5 meses de embarazo, lloró mucho.
Pero ustedes se veían tan bien juntos, dijo entre soyozos. ¿Cómo que encontraron a otras personas, hija? Le expliqué con paciencia. A veces el amor se acaba, aunque uno no quiera, y a veces uno encuentra una nueva oportunidad de ser feliz. Pero mamá, ya tienes 48 años, ¿no? Es un poco tarde para volver a empezar. La pregunta me dolió porque venía de mi propia hija.
Fernanda, el amor no tiene edad. 48 años no es el final de la vida. Y ese Rafael Carlos Eduardo intervino en la conversación. ¿Qué edad tiene? 37. El silencio del otro lado de la línea fue incómodo. Mamá, dijo Carlos Eduardo finalmente. ¿Estás segura de lo que estás haciendo? un muchacho de 37 años.
¿Crees que no se está aprovechando de la situación? Era la misma duda que Sebastián había sembrado. ¿Será que mis propios hijos también creían imposible que un hombre más joven pudiera amarme de verdad? Carlos, Rafael me ama y yo lo amo a él. Sé que parece extraño. Sé que van a necesitar tiempo para aceptarlo, pero así es.
La conversación terminó con promesas de que nos visitarían pronto para conocer mejor la situación. No fueron conversaciones fáciles, pero al menos ahora todos sabían la verdad. El lunes siguiente, Sebastián hizo las maletas y se mudó a la casa que había rentado para él y Marlene. No sentí tristeza, solo una extraña sensación de vacío, no de pérdida, sino de un espacio que se estaba creando para algo nuevo.
“Cuídate mucho, Margarita”, me dijo en la puerta cargando la última maleta. “Tú también, Sebastián, y sé feliz. Tú también mereces ser feliz. Fue nuestra despedida. Sin drama, sin lágrimas, sin grandes declaraciones. Solo dos adultos reconociendo que habían llegado al final de una etapa y estaban listos para empezar otra.
Pero si creíamos que nuestra separación pasaría desapercibida, estábamos muy equivocados. Aguascalientes era una ciudad pequeña en 1996, donde todo el mundo conocía a todo el mundo. Y una pareja tradicional como nosotros, separándose después de 25 años, se convirtió en el tema de la semana. Los chismes comenzaron el martes.
Doña Apolonia, mi vecina, apareció en casa con la excusa de pedir azúcar prestada, pero en realidad quería saber los detalles. Margarita, ¿es verdad que tú y Sebastián se separaron? Sí, es verdad. Dios mío. Pero se veían tan bien juntos. ¿Qué pasó Polonia? Son cosas de la vida. A veces las personas toman caminos diferentes, pero separarse después de tanto tiempo, algo grave debió haber pasado. Cada uno encontró una nueva oportunidad de ser feliz. Nueva oportunidad.
Encontraron a otras personas. Sí, lo hicimos. Los dos. ¿Ustedes dos tienen a otras personas? Sí, las tenemos. La noticia se extendió por el barrio como fuego en paja seca. El miércoles, cuando fui al mercado, sentí las miradas y los susurros. El jueves, cuando pasé por la farmacia, el farmacéutico me miró con una curiosidad mal disimulada. Pero fue el viernes que el escándalo realmente explotó.
Rafael apareció en casa a media tarde para que platicáramos sobre nuestros planes, ahora que yo estaba oficialmente separada. Cuando él estaba saliendo, la vecina de al lado, doña Benedita, estaba casualmente regando las plantas de la banqueta, dicho y hecho, en dos horas, toda la calle sabía que Margarita estaba recibiendo a un muchacho nuevo en casa.
En 4 horas, la mitad del barrio ya estaba comentándolo. El sábado la historia se había extendido a otros barrios. Margarita de la calle de las flores anda con un albañil jovencito. Debe tener unos 30 años. Podría ser su hijo. Qué vergüenza. Una mujer de esa edad persiguiendo a un muchacho. Dicen que por eso se separó de Sebastián. Cambió a su esposo por un jovencito.
Las versiones de la historia se fueron multiplicando y distorsionando. En una versión, yo había abandonado a Sebastián para estar con Rafael. En otra, Rafael era un aprovechado que andaba tras mi dinero. En una tercera yo estaba pasando por una crisis de la mediana edad y haciendo locuras. La presión social fue intensa.
En la misa del domingo sentí las miradas de juicio de la congregación. Las mujeres de mi edad me miraban con una mezcla de escándalo y envidia mal disimulada. los hombres con un interés malicioso. Me di cuenta de que había perdido varias amistades, pero también me di cuenta de que no me importaba.
Prefería estar sola que estar rodeada de personas que querían verme infeliz para sentirse mejor consigo mismas. Si creen que esta anciana hizo lo correcto al actuar de esa manera, pongan en los comentarios. Hiciste lo correcto. Me encantará saber su opinión, mi querida. Los voy a leer toditos. La situación empeoró cuando Doña Remedios, la mayor chismosa del barrio, descubrió la edad exacta de Rafael.
No sé cómo consiguió la información. Tal vez le preguntó directamente a alguien que lo conocía o lo investigó de alguna manera, pero todo el barrio sabía que mi novio tenía exactamente 37 años. La oí comentando en voz alta en la fila de la carnicería, claramente queriendo que yo escuchara. podría ser su hijo.
Los chismes adquirieron una crueldad nueva. Ya no era solo la separación o sobre yo haber encontrado a alguien nuevo. Era específicamente sobre la edad, sobre ser inadecuado, sobre yo estar haciendo el ridículo. Pero, ¿creen que me quedé callada? Fui hacia ella, le pregunté qué le importaba mi vida. Ella se quedó refunfuñando.
Fue cuando agarré un pedazo de caca de perro que estaba en la calle. Me la ensucié en la mano y se la restregué por toda la cara para que aprendiera a no volver a hablar de mi vida. La gente que estaba en la fila se quedó muerta de la risa de ella. Los comentarios eran asquerosos, reduciendo nuestra relación a algo puramente físico, como si una mujer de mi edad no pudiera tener una relación amorosa genuina.
La presión se puso tan intensa que empecé a evitar salir de casa innecesariamente. Hacía las compras básicas y volvía rápidamente. Dejé de ir a lugares donde sabía que me encontraría con conocidos. Prácticamente me estaba aislando socialmente. Fue Rafael quien me hizo darme cuenta de que eso estaba mal. Margarita, no puedes esconderte para siempre.
No me estoy escondiendo, solo estoy evitando molestias. Pero esa no es vida. Tienes derecho a ir y venir, a ir a los lugares que siempre has ido. Rafael, no entiendes. La gente me mira como si yo fuera un raro, como si fuera ridícula. ¿Y qué? Deja los que miren, déjalos que hablen. Quien te conoce de verdad sabe qué clase de persona eres. Pero es difícil, lo sé.
Pero si nos escondemos, si nos avergonzamos de nuestro amor, ellos van a haber ganado. Rafael tenía razón. Estaba permitiendo que la opinión de los demás controlara mi vida exactamente como lo había hecho durante años en mi matrimonio fracasado. ¿Sabes qué vamos a hacer? Dijo él decidido. ¿Qué? Vamos a salir juntos públicamente.
Vamos a cenar en el restaurante más concurrido de la ciudad. Vamos a ir al cine. Vamos a mostrarle a todo el mundo que no nos avergonzamos de nuestra relación. La idea me aterrorizó y me emocionó al mismo tiempo. ¿Estás seguro? Absolutamente, Margarita. Si queremos estar juntos, vamos a tener que enfrentar estos prejuicios de frente. No podemos vivir escondiéndonos para siempre.
La cena en el restaurante El Rincón del Español en el centro de la ciudad se programó para el sábado 7 de diciembre de 1996. Era el restaurante más tradicional y concurrido de Aguas Calientes, donde toda la sociedad local solía reunirse los fines de semana. Si queríamos hacer una declaración pública, no podría haber mejor escenario. Pasé toda la semana nerviosa cambiando de opinión varias veces. A veces creía que era una locura.
A veces me sentía valiente y decidida. Rafael, notando mi ansiedad, apareció en casa el viernes por la noche con una sorpresa. Margarita, tengo algo para ti. ¿Qué es? Él sacó una pequeña caja del bolsillo. Mi corazón se aceleró. No podía ser lo que yo estaba pensando. Tranquila, dijo riéndose de mi expresión. Todavía no es un anillo de compromiso.
Abrí la caja y encontré un collar delicado con un dije en forma de corazón. Era sencillo, pero bonito, claramente elegido con cariño. Rafael, qué hermoso. ¿Pero por qué? Porque mañana nos vamos a mostrar públicamente como pareja por primera vez. Quiero que uses algo que te recuerde lo mucho que te amo. Las lágrimas me vinieron a los ojos. Gracias. Es hermoso.
¿Me lo puedes poner? Me di la vuelta y sentí sus manos delicadas poniéndome el collar en el cuello. Cuando me volteé hacia el espejo, vi a una mujer radiante, enamorada, usando un regalo del hombre que amaba. ¿Estás lista para mañana?, me preguntó. Lo estoy. ¿Y tú? Estoy listo. Vamos a mostrarle a todo este barrio que el amor verdadero no tiene edad. El sábado me arreglé como nunca.
Elegí mi vestido más bonito, un rosa pálido que siempre me favoreció. Zapatos de tacón bajo. El collar que Rafael me había regalado. Me esmeré en el maquillaje, en el cabello, en el perfume. Cuando me miré en el espejo, vi a una mujer elegante, segura, enamorada. Rafael apareció a las 7 en punto, guapísimo, en un traje azul oscuro que yo nunca había visto.
Estaba claro que él también se había preparado especialmente para la ocasión. Estás deslumbrante”, me dijo, ofreciéndome su brazo. “Tú también estás muy guapo.” Caminamos por el centro de la ciudad del brazo y enseguida sentí las miradas de la gente en la calle. Algunos de curiosidad, otros de desaprobación, pero todos notando nuestra presencia.
Cuando llegamos al restaurante, el mesero nos recibió con profesionalidad, pero noté su sorpresa al ver nuestra diferencia de edad. Nos llevó a una mesa en el centro del salón. exactamente donde queríamos estar, visibles para todos. El restaurante estaba lleno, como esperábamos. Reconocí a varias personas conocidas, parejas de amigos de la época de mi matrimonio, familias tradicionales de la ciudad, incluso algunos colegas de Sebastián.
Las conversaciones disminuyeron notablemente cuando entramos y sentí todos los ojos sobre nosotros. “¿Nerviosa?”, preguntó Rafael despacito un poco. “¿Y tú? más bien orgulloso, orgulloso de estar con la mujer más bonita del restaurante. Durante la cena intentamos mantener una conversación normal, pero era imposible ignorar los susurros de las otras mesas.
Así es, es ella misma, oí comentando a unas mesas de distancia. Margarita, la que se separó de Sebastián y ese debe ser el tal albañil. Vaya, qué diferencia de edad. Podría ser su hijo. Qué valor, ¿verdad? Yo no tendría ese valor o esa desvergüenza.
Los comentarios dolían, pero me obligué a mantener la cabeza en alto, a sonreírle a Rafael, a comportarme como una mujer enamorada que tenía todo el derecho de estar allí. En medio de la cena sucedió algo que lo cambió todo. Marlene entró en el restaurante acompañada de dos amigas. Estaba visiblemente embarazada ahora de unos 7 meses y cuando me vio se acercó directamente a nuestra mesa. Margarita me dijo llegando muy cerca.
Puedo hablar contigo. Rafael se puso tenso, listo para defenderme si era necesario, pero le hice una seña para que se calmara. Claro, Marlene, quiero pedirte disculpas, me dijo para mi completa sorpresa. Por lo que pasó, por el tiempo que duró. Sé que lo sabías y sé que debiste haber sufrido mucho. La sinceridad en su voz me desarmó por completo. Marlen, déjame hablar.
Sebastián me contó que tú también encontraste a alguien y viéndolos a ustedes dos aquí, puedo ver que es un amor verdadero. Están radiantes juntos. Miré a Rafael, que sonrió discretamente. Gracias. Y quiero que sepas que nunca quise destruir tu familia. Las cosas simplemente sucedieron. Lo sé. Y al final todos encontramos nuestra verdadera felicidad. Marlene sonrió aliviada. Así es.
Bueno, los dejo cenar en paz. Solo quería decirles eso. Cuando ella se fue, me di cuenta de que varias personas habían oído nuestra conversación y algo interesante sucedió. En lugar de más chismes y juicios, vi rostros de comprensión, incluso de admiración. “Fue muy valiente de su parte”, comentó Rafael. “Sí, lo fue. Y sabes qué más? Fue liberador. Ahora todo el mundo sabe que nuestra separación fue lo mejor para todos los involucrados.
El resto de la cena transcurrió de forma más tranquila. La gente siguió mirando, pero con menos malicia. Algunos incluso vinieron a saludarnos, incluyendo a una pareja de viejos amigos que dijo estar feliz de verme tan bien y radiante. Cuando salimos del restaurante del brazo me sentí diferente, más ligera, más libre, más orgullosa de quién era y de las elecciones que había tomado.
¿Cómo te sientes?, preguntó Rafael. Libre. Finalmente libre. En los meses que siguieron, nuestra vida se fue normalizando gradualmente. Los chismes disminuyeron. La gente se acostumbró a nuestra presencia y algunos incluso se convirtieron en amigos genuinos de la pareja. Carlos Eduardo y Fernanda vinieron a visitarnos en enero de 1997 y después de una resistencia inicial terminaron queriendo a Rafael.
Se ganó a mi hijo hablando de fútbol y coches y se ganó a mi hija siendo atento con ella durante el embarazo. Mamá, me dijo Fernanda en privado, ustedes son felices juntos. Eso es lo que importa. Gracias, hija. Y él te ama de verdad. Cualquiera puede verlo. En marzo de 1997, Rafael me pidió que me casara con él. Fue en una puesta de sol en la plaza de la matriz, en el mismo lugar donde nos encontramos por primera vez fuera de casa. Sencillo, romántico, perfecto.
Margarita, ¿te casas conmigo? Sí, claro que sí. Nos casamos en junio de 1997 en una ceremonia pequeña pero emotiva con mis hijos presentes, algunos amigos verdaderos y sin los prejuicios del pasado. El padre Miguel de una iglesia más abierta celebró nuestra unión con cariño y respeto. Y ahora aquí estoy, a mis 77 años contando esta historia para ustedes.
Rafael y estuvimos juntos durante 28 años hasta que él falleció en 2024. A los 66 años fueron los años más felices de mi vida. Tuvimos una vida hermosa juntos. Él expandió su empresa de construcción y yo creé un pequeño taller de costura que llegó a emplear a 10 personas.
Viajamos por México, conocimos otros países, construimos una casa hermosa donde fuimos muy felices. Rafael nunca me hizo sentir vieja, nunca me hizo cuestionar nuestra diferencia de edad, al contrario, me hizo sentir joven, bonita, deseada hasta el último día que pasamos juntos.
Y espero haberlo hecho feliz también con mi experiencia de vida, mi estabilidad emocional, mi amor maduro y verdadero. Sebastián se casó con Marlene y tuvieron otros dos hijos, además del primero. Con el tiempo nos volvimos amigos cordiales, especialmente después de que los nietos llegaron y empezaron a unir a las familias. Él falleció en 2019 y estuve presente en el velorio dando mis condolencias a su viuda y a sus hijos.
Si han llegado hasta aquí en mi historia, quiero dejarles algunas reflexiones. Primero, nunca es tarde para volver a empezar. A los 48 años pensé que mi vida amorosa se había acabado, pero en realidad solo estaba comenzando la mejor etapa. Segundo, el amor no tiene edad. Lo que importa no son los años que nos separan, sino los sentimientos que nos unen.
Rafael y yo lo demostramos a pesar de los prejuicios. Tercero, no dejen que la opinión de los demás controle sus vidas. Casi pierdo la oportunidad de ser feliz porque me preocupaba lo que los vecinos iban a decir. Al final, los que realmente importan son las personas que nos aman y nos desean el bien. Y por último, tengan valor. Valor para salir de relaciones que ya no funcionan.
Valor para buscar lo que realmente desean. Valor para enfrentar los prejuicios y los juicios. Hoy sola en esta casa que construí con Rafael, pero rodeada por el amor de mis hijos, nietos y bisnietos, puedo decir que tomé las decisiones correctas.
Mi vida no fue perfecta, pero fue auténtica, fue valiente, fue verdadera. Y si una mujer de 48 años de Aguas Calientes pudo volver a empezar y ser feliz, ustedes también pueden. No importa la edad, no importan las circunstancias, no importa lo que los demás vayan a decir. La vida es una sola y merece ser vivida con amor, con pasión, con valor.
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MI ESPOSO ENTERRABA BOTELLAS EN EL PATIO CADA LUNA LLENA. CUANDO LAS DESENTERRÉ, ENCONTRÉ ALGO…
Mi marido decía que eran hechizos para la prosperidad. Mi marido decía que eran hechizos para la prosperidad. Pero aquellas…
BILLONARIO FINGE ESTAR DORMIDO PARA PROBAR A LA HIJA DE LA EMPLEADA… PERO SE SORPRENDE CON LO QUE…
El millonario desconfiado fingió estar dormido para poner a prueba a la hija de la empleada, pero lo que vio…
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