En un teatro lleno de admiradores, una mujer se levantó con valentía y dijo en voz alta lo impensable, “Usted no merece que lo llamen rey.” Todos quedaron en silencio, esperando un escándalo. Pero lo que Vicente Fernández respondió no fue enojo ni soberbia, sino una verdad tan profunda que conmovió a cada corazón.
El único rey verdadero es Jesucristo. Lo que siguió fue un testimonio de vida, de lucha y de fe que hizo llorar a todo el público y que hoy puede tocar también tu alma. La tarde en Guadalajara parecía como cualquier otra, con el calor suave que invitaba a sentarse en la sombra de los árboles y escuchar el canto lejano de los pájaros.
Dentro de un teatro pequeño, pero elegante se reunían decenas de personas mayores, muchos de ellos con canas que brillaban bajo las luces. Eran hombres y mujeres que habían acompañado a Vicente Fernández a lo largo de toda su carrera, desde los primeros discos hasta los grandes conciertos en el rancho Los Tres Potrillos.
Para ellos, Vicente no era solo un cantante, era parte de sus recuerdos, de sus amores de juventud, de sus despedidas, de los días en que el bolero ranchero se escuchaba en las radios de madera en cada hogar mexicano. El ambiente era de respeto y de emoción. Vicente, ya con los años marcados en el rostro, pero con la misma mirada firme de siempre, respondía con calma a las preguntas de un pequeño grupo de periodistas y admiradores, que habían sido invitados a un encuentro íntimo.

No era un concierto ni una conferencia de prensa multitudinaria, sino algo más humano, una charla donde la gente podía mirarlo a los ojos y sentir que hablaban con el hombre detrás de la leyenda. Los asistentes escuchaban atentos. Algunos lloraban al recordar viejos tiempos.
Otros sonreían al contarle cómo una canción suya había acompañado el día de su boda o el entierro de un ser querido. Vicente, como siempre, agradecía con humildad, inclinando la cabeza y diciendo, “Gracias, muchas gracias. Ustedes son los que me han sostenido. Pero entonces, en medio de esa atmósfera casi sagrada, ocurrió algo inesperado. Una mujer de unos 70 años, con el cabello recogido en un moño apretado y la voz fuerte de alguien que no teme decir lo que piensa, se levantó de su asiento. Su gesto interrumpió la calma del lugar.
con un tono firme que resonó en todo el teatro, exclamó, “Usted no merece que lo llamen rey.” El silencio cayó de golpe, como si alguien hubiera apagado todas las luces del alma. La gente giró la cabeza incrédula, mirando a la mujer con ojos abiertos y seños fruncidos.
Algunos murmuraron entre dientes, “¿Cómo se atreve? ¡Qué falta de respeto! Otros, sin embargo, guardaron silencio, esperando ver cómo reaccionaría Vicente. El momento parecía eterno. El murmullo del público se mezclaba con la respiración contenida de quienes no podían creer lo que escuchaban. El título de El rey era casi sagrado para sus seguidores. Era un reconocimiento popular, algo que había nacido del pueblo mismo, no de un capricho ni de un premio.
Que alguien se atreviera a cuestionarlo en voz alta era para muchos una provocación imperdonable. Vicente, sentado en su silla de madera, con las manos entrelazadas sobre las rodillas, no se apresuró a responder. Su rostro permaneció sereno. No hubo enojo, no hubo indignación. bajó la mirada hacia el suelo como si buscara una respuesta en el silencio.
Sus labios se apretaron levemente y se escuchó un suspiro profundo, tan profundo, que hasta los más alejados del escenario pudieron percibirlo. En ese instante, quienes lo conocían bien sabían que algo estaba por suceder. Vicente no era un hombre de explosiones fáciles. A lo largo de su vida había enfrentado críticas.
burlas y hasta traiciones. Pero lo que siempre lo distinguía era su manera de transformar un ataque en una lección. La mujer lo miraba desafiante, con los brazos cruzados y el rostro endurecido. No parecía arrepentida de lo que había dicho. Por el contrario, esperaba una respuesta contundente.
Quizá pensaba que Vicente levantaría la voz, que se defendería con orgullo de charro herido. Quizá esperaba que el público lo aplaudiera por reclamar su trono. Pero lo que vendría después no sería ni grito ni soberbia. Lo que Vicente estaba a punto de decir cambiaría por completo la atmósfera del lugar y tocaría las fibras más profundas de quienes lo escuchaban.
Los segundos parecían minutos. Un murmullo recorría la sala mientras todos contenían la respiración. Los ojos de la gente iban de Vicente a la mujer como si presenciaran un duelo invisible. Nadie sabía lo que pasaría a continuación. Fue entonces en medio de ese silencio tenso que Vicente levantó lentamente la cabeza.
Su mirada, lejos de mostrar enojo, estaba llena de ternura. Un brillo especial iluminaba sus ojos, como si detrás de ellos hubiera una certeza más grande que cualquier título. Su voz, grave y pausada comenzó a sonar con la claridad de un río que corre sin prisa, pero con fuerza imparable.
El público entero se inclinó hacia delante esperando la primera palabra y fue ahí, justo en ese instante donde el corazón de la historia comenzó a latir con fuerza. El teatro entero estaba en silencio. Podía escucharse el crujido de una silla cuando alguien se acomodaba nervioso o el suspiro de una mujer que apretaba un pañuelo contra el pecho. La frase había quedado suspendida en el aire.
Usted no merece que lo llamen rey. Era como una piedra lanzada en medio de un lago tranquilo, cuyas ondas seguían expandiéndose en el alma de todos los presentes. Vicente permanecía sentado sin mover un solo músculo. El foco de luz lo iluminaba con fuerza, dejando ver cada arruga marcada por los años, cada línea de su rostro forjada por las batallas de la vida.
Era un hombre que había visto la gloria, pero también el dolor. Esa calma que mostraba no era indiferencia, era la calma de quien ha aprendido a esperar el momento correcto para hablar. La mujer seguía de pie con los brazos cruzados como si desafiara al cantante. Algunos espectadores empezaron a levantar la voz para defenderlo. Respete a don Vicente. Cállese, señora.
No sabe lo que dice. Pero Vicente levantó ligeramente la mano pidiendo silencio. El gesto bastó para que todos se callaran de inmediato. Era como si su autoridad no necesitara gritos ni gestos de poder, sino simplemente la presencia serena que lo había acompañado toda su vida. Él bajo la mirada.
se quedó unos segundos viendo el piso de madera del escenario como quien busca una respuesta más allá de las palabras humanas. Cerró los ojos un instante, respiró profundamente y al abrirlos la gente notó algo distinto. Sus ojos tenían un brillo especial, un resplandor que no provenía de la fama ni de los aplausos, sino de algo más profundo, casi espiritual. Con voz grave, pero serena, comenzó a hablar.
Señora, usted tiene razón. La frase cayó como un rayo. Algunos se llevaron la mano al pecho, otros abrieron los ojos con incredulidad. ¿Cómo podía él, el rey de la música ranchera, aceptar esas palabras sin defenderse? ¿Cómo podía dar la razón a quien lo había desafiado en público? Pero Vicente no había terminado.
Se inclinó un poco hacia adelante, mirando directamente a la mujer que lo cuestionaba, y añadió con la voz firme, sin titubeos, yo no merezco ese título. El único rey verdadero es Jesucristo. Hubo un silencio absoluto. Por un momento, parecía que hasta el aire del teatro había dejado de moverse. Nadie aplaudió, nadie habló.
Todos estaban procesando aquellas palabras que más que una respuesta sonaban como una confesión de fe. Un anciano en la primera fila empezó a llorar en silencio mientras murmuraba una oración. Una señora mayor con rosario en mano lo apretaba fuerte contra el corazón. Incluso la mujer que lo había desafiado sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No esperaba esa respuesta.
Tal vez imaginaba orgullo, rabia o una defensa de su trayectoria, pero lo que recibió fue humildad. Vicente, con la voz más suave continuó: “No lo digo por modestia ni por costumbre, lo digo porque es la verdad. Yo soy un hombre que canta nada más, pero mi vida, mi voz y mis días se los debo a Jesús. Él es quien me ha sostenido en mis peores momentos.
Y si alguien merece que lo llamen rey, es él, no yo. El público entero estaba conmovido. Algunos se limpiaban lágrimas sinvergüenza, otros inclinaban la cabeza como si estuvieran en misa. El teatro, que minutos antes parecía escenario de un enfrentamiento, ahora se había transformado en un templo improvisado. La mujer, que había lanzado la provocación, bajó lentamente los brazos.
Sus ojos comenzaron a humedecerse. Tal vez no esperaba que sus palabras sirvieran como detonante de una confesión tan profunda. Vicente no la miraba con reproche, sino con ternura, como quien entiende que hasta los ataques pueden ser oportunidades para hablar de lo que realmente importa. En ese instante la gente entendió que no estaba frente a una respuesta común.
Lo que estaban presenciando era un momento de fe, un testimonio que trascendía la música, los aplausos y los títulos. Y así, en medio de ese silencio cargado de emoción, el corazón de todos comenzó a latir al mismo ritmo, el de un hombre que con toda su fama y su grandeza reconocía públicamente que el verdadero rey no estaba en el escenario, sino en el cielo.
Vicente se quedó un instante en silencio después de pronunciar esas palabras. Sus ojos se pasearon lentamente por el teatro, observando los rostros emocionados, las lágrimas contenidas, las manos entrelazadas en oración. Luego, con la voz más calmada y profunda que nunca, comenzó a hablar como quien abre una herida y deja salir toda la verdad.
Cuando yo era niño allá en Genitán, mi madre me llevaba a misa cada domingo. Éramos pobres, muy pobres. Pero ella me enseñó que con fe uno nunca está solo. Recuerdo que me tomaba de la mano y me decía, “Chente, no importa lo que falte en la mesa, lo que nunca puede faltar es la oración.” Y yo con mis ojitos de chamaco veía como ella se arrodillaba con tanta devoción que hasta parecía que hablaba directamente con Jesús.
El público escuchaba en un silencio reverente, como si cada palabra de Vicente fuera un eco de sus propias memorias de infancia. Muchos recordaban también a sus madres rezando el rosario frente a una veladora, pidiendo por sus hijos, por la comida, por la salud. Vicente sonrió con tristeza y continuó. A veces no teníamos ni para comer carne.
Había días en que cenábamos frijoles con tortillas duras y gracias a Dios veía a mi madre llorar en silencio porque no alcanzaba para más. Pero también la veía levantarse, mirar al cielo y decir, Jesús proveerá. Esa fe la que me sostuvo desde niño, porque si algo entendí temprano es que la vida no se trata de ser rey en este mundo, sino de reconocer al verdadero rey que nos cuida desde arriba. Un murmullo recorrió el teatro.
No era un murmullo de duda, sino de emoción compartida. Varias personas se secaban los ojos recordando sus propias historias de escasez y fe. Vicente bajó un poco la voz como si quisiera hablar de lo más íntimo de su corazón. ¿Saben una cosa? Cuando yo empecé a cantar en las cantinas, muchas veces no me querían pagar. Me decían que mi voz no valía que me dedicara a otra cosa.
Yo llegaba a mi casa con el alma destrozada, pero me arrodillaba y decía, “Señor, si este es mi camino, dame fuerzas para seguir y si no lo es, muéstrame otro.” Y siempre, siempre encontraba una razón para seguir cantando. Esa razón no era la fama ni el dinero, era que yo sentía que Jesús me escuchaba y me daba fuerzas.
La confesión de fe se volvió aún más fuerte cuando relató una de sus noches más duras. Hubo un tiempo en que pensé que todo había terminado. Yo ya había tocado puertas. Me habían cerrado tantas veces que me sentía derrotado. Esa noche, solo en un cuarto, lloré como nunca y ahí, de rodillas le pedí a Jesús que me levantara.
Al día siguiente, no sé cómo, me llamaron para un trabajo que me abrió un camino nuevo. ¿Qué les quiero decir con esto? que yo no soy el rey. El verdadero rey es Jesús, porque sin él yo seguiría tirado en aquel cuarto. Las palabras golpearon con fuerza el corazón de cada oyente. Eran confesiones que no siempre se escuchaban en público, menos de alguien con tanta fama y prestigio.
Vicente no hablaba de triunfos ni de aplausos. Hablaba de lágrimas, de oraciones, de noches oscuras iluminadas solo por la fe. El teatro estaba envuelto en una atmósfera indescriptible. No era un simple encuentro con un artista, era un encuentro con un hombre que compartía la raíz de su fuerza, su fe en Cristo. La mujer que lo había cuestionado estaba ahora visiblemente conmovida.
Sus ojos brillaban de lágrimas, sus labios temblaban. Aquella frase que había lanzado como provocación se le había devuelto convertida en una lección de humildad y esperanza. Vicente, con voz temblorosa pero segura, cerró su confesión, diciendo, “Si algo aprendí en esta vida, es que el oro, la fama y los aplausos se acaban.
Pero lo que nunca muere es el amor de Jesús. Él fue, es y siempre será el único rey. Un aplauso espontáneo surgió de una esquina del teatro, luego otro y otro más. En segundos todos estaban aplaudiendo de pie, no por la carrera de Vicente, sino por la fe y la humildad que acababan de presenciar.
El aplauso resonaba como un trueno contenido que finalmente había estallado. La gente no aplaudía solo por respeto, sino porque sentía que el alma misma les pedía hacerlo. Pero en medio de esa ovación, Vicente no levantó los brazos ni sonríó con soberbia. No buscaba el triunfo de un artista frente al público, sino el testimonio de un hombre frente a sus semejantes.
Cuando el ruido disminuyó, él se levantó lentamente de la silla. Su andar era pausado, firme, con la dignidad de un charro que había recorrido tanto el escenario como la vida. Bajó un par de escalones del escenario y se dirigió directamente hacia la mujer que lo había desafiado. El teatro contuvo la respiración.
Nadie sabía si iba a reclamarle, a ignorarla o simplemente a pasar de largo, pero no hizo nada de eso. Vicente extendió su mano, tomó la de la mujer con suavidad y, mirándola a los ojos, le dijo con voz llena de ternura, “No se equivoque, señora. Usted no me ofendió. Me dio la oportunidad de decir lo más importante de mi vida. Yo no soy rey. Yo soy un hombre común que canta.
El único que merece ese título, el único que reina de verdad es Jesucristo. La mujer, sorprendida por aquel gesto inesperado, intentó hablar, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Sus labios temblaban y de sus ojos brotaron lágrimas silenciosas. Vicente, sin soltar su mano, continuó con la voz grave y serena. Si usted cree que me quitó algo, le digo que no, porque a mí nunca me interesó ese título.
Lo que me importa es que mi música lleve un poco de consuelo, que despierte recuerdos bonitos y que acerque a la gente a lo que de verdad vale la pena. la fe, la familia y el amor. El público entero estaba conmovido. Varias personas comenzaron a llorar abiertamente sin preocuparse por ocultarlo. Una señora del fondo murmuró en voz alta, “Así habla un verdadero hombre de Dios.
” Vicente soltó despacio la mano de la mujer y en un gesto inesperado, la abrazó con cariño. Ella, que minutos antes lo había enfrentado, ahora se apoyaba en su hombro, temblando y llorando como una niña. Perdóneme, don Vicente, alcanzó a decir entre sollozos, no hay nada que perdonar, señora. Al contrario, gracias por recordarnos que no debemos enaltecer a los hombres, sino al único que reina en el cielo, respondió él con voz suave.
Ese abrazo rompió cualquier barrera de orgullo o distancia. El teatro, que antes parecía un lugar dividido entre defensores y detractores, se había convertido en un espacio de reconciliación. Los presentes entendieron que la humildad de Vicente era tan grande como su talento, que en lugar de defender su fama, había decidido usar ese momento para hablar de su fe.
Un hombre en primera fila, de cabello blanco y sombrero charro en mano, se levantó y gritó con voz quebrada, “¡Viva Cristo Rey!” El público respondió con un coro improvisado. Viva. Vicente sonríó agradecido y volvió lentamente al escenario. Cada paso que daba parecía un testimonio más de lo que acababa de decir.
Él no era un rey terrenal, era un siervo agradecido que reconocía a su señor. Cuando llegó nuevamente a su silla, se sentó despacio, tomó un vaso de agua y antes de seguir concluyó aquella lección con palabras sencillas pero poderosas. El orgullo nos divide, pero la humildad nos une. Y si mi voz sirve para recordarles que Jesús es el único rey, entonces mi vida ha valido la pena.
Las palmas volvieron a llenar el recinto, pero esta vez no eran aplausos de espectáculo, sino de gratitud. Gratitud por un hombre que no se escudó en su fama, sino que la usó para mostrar a todos que la grandeza no está en ser admirado, sino en saber arrodillarse ante Dios. El ambiente en el teatro ya no era el mismo.
Lo que había empezado como un encuentro común entre un ídolo y su público se había convertido en un momento espiritual casi sagrado. El silencio, interrumpido solo por algunos soyozos y suspiros, invitaba a Vicente a seguir hablando. Y él, con los ojos humedecidos y la voz cargada de recuerdos, comenzó a abrir su corazón. Miren, yo no siempre tuve los lujos ni los aplausos que ven ahora. Hubo un tiempo en que la vida me golpeó tan duro que pensé en rendirme.
Quiero contarles algo que nunca olvido. El público se inclinó hacia adelante, expectante. Era joven todavía y andaba buscando dónde cantar. Caminaba por cantinas y bares de Guadalajara, ofreciendo mi voz por unas monedas. Muchas veces después de horas de cantar me decían, “No hay paga, muchacho, lárgate.
” Yo regresaba a casa con la garganta cansada y el corazón hecho pedazos y lo único que me sostenía era arrodillarme y pedirle a Jesús que me diera fuerzas para seguir. Se escucharon murmullos de aprobación. Muchos de los presentes sabían lo que era sufrir humillaciones, trabajar y no recibir lo justo.
Vicente hizo una pausa y con voz más profunda añadió, “Hubo una noche que marcó mi vida. No teníamos ni para cenar y yo me encerré en un cuarto oscuro. Ahí solo lloré como un niño. Sentía que no valía nada, que no tenía futuro. Pero mientras lloraba, levanté la mirada al cielo y dije, “Señor, si realmente quieres que yo cante, dame una señal, dame fuerza, porque yo ya no puedo más.” Sus ojos brillaban mientras relataba aquella escena.
Y les juro, hermanos, que al día siguiente apareció una oportunidad. Una persona me escuchó cantar y me ofreció trabajo. Era poco, pero fue el comienzo de algo nuevo. Yo no lo vi como casualidad. Para mí fue Jesús diciéndome, “Levántate, yo estoy contigo.” Las lágrimas comenzaron a rodar por los rostros del público.
Era imposible no identificarse con esas luchas, con esos momentos de desesperanza, donde lo único que queda es la fe. Vicente continuó con voz temblorosa, pero firme. En esta vida he pasado por enfermedades, por traiciones, por dolores que muchos no conocen. Y en cada uno de esos momentos, cuando pensé que todo estaba perdido, fue Jesús quien me levantó. Por eso, cuando me llaman rey, yo digo, “No.
Rey es el que nunca me abandonó. Rey es el que me sostuvo cuando nadie más creía en mí.” La sala entera estaba conmovida. Algunas personas se tomaban de las manos como si compartieran un mismo dolor y una misma esperanza. Otros murmuraban oraciones en voz baja.
Vicente inclinó la cabeza como si hablara consigo mismo y añadió, “Si de algo me siento orgulloso, no es de mis discos, ni de mis conciertos, ni de los estadios llenos. De lo que me siento orgulloso es de haber aprendido que la verdadera grandeza está en reconocer que somos débiles y que necesitamos al verdadero rey que es Cristo. Todo lo demás se acaba, hermanos.
Todo lo demás se olvida. La mujer que lo había cuestionado seguía llorando en silencio. Ya no era la voz desafiante que había levantado el teatro con su reclamo, sino una anciana quebrantada. que entendía que aquel hombre frente a ella hablaba con el corazón. Un hombre del público gritó con la voz ahogada por la emoción.
Así se habla, don Vicente con el alma. Vicente levantó la mirada y asintió con humildad. No había orgullo en sus gestos, solo gratitud. Y concluyó aquel recuerdo diciendo, “Yo sé que muchos de ustedes también han pasado noches de dolor, de soledad, de hambre, de lágrimas. Y si hoy les digo esto es para recordarles que no están solos, que así como Jesús me levantó a mí, también los puede levantar a ustedes. Él es el único rey que nunca falla.
” El aplauso fue inmediato, pero no era un aplauso ruidoso de concierto, sino uno suave, lleno de respeto, casi como una oración hecha con las palmas. Las palabras de Vicente habían dejado el teatro en un estado difícil de describir. Era como si el aire mismo se hubiera vuelto más denso, cargado de recuerdos, de fe, de nostalgia. Nadie se movía demasiado.
Nadie quería romper ese ambiente que parecía sagrado. Muchos, hombres y mujeres de cabellos grises, lloraban abiertamente sin sentir vergüenza. Se miraban entre sí, compartiendo la certeza de que acababan de escuchar algo que iba más allá de un discurso. Era un testimonio de vida. Un hombre en la tercera fila de bastón en mano se puso de pie con esfuerzo.
Su voz, quebrada por los años, pero firme, resonó. Gracias, don Vicente, por recordarnos que lo más grande no está en este mundo, sino en Cristo. El público lo acompañó con un murmullo de aprobación. Algunos levantaban la vista al cielo, otros juntaban las manos como en oración. El teatro se había transformado en un lugar de encuentro espiritual.
Entonces, todos los ojos se dirigieron a la mujer que había iniciado todo. Ella, que con sus palabras había desatado la tormenta, estaba ahora sentada, encogida, con el rostro cubierto de lágrimas. Sus manos temblaban mientras buscaba un pañuelo en su bolso, pero parecía que no lograba contener el llanto. Con voz entrecortada murmuró, “Perdóneme, don Vicente, no sabía lo que decía.
” La frase se escuchó débil, pero clara en el silencio del lugar. Fue como una confesión pública, como un acto de humildad. Los presentes no la juzgaron, al contrario, muchos comenzaron a sentir como si también ellos en algún momento de sus vidas hubieran dudado o cuestionado lo que no comprendían. Vicente se levantó nuevamente de su silla, caminó despacio hacia la mujer y al llegar frente a ella se inclinó suavemente y la abrazó. Fue un abrazo sincero, sin reproche, sin distancia.
La mujer se dejó caer en sus brazos como si hubiera encontrado descanso después de años de carga. Con voz suave, casi paternal, Vicente le dijo al oído, “No tiene que pedirme perdón, señora. Sus palabras me dieron la oportunidad de decir lo que llevaba en el corazón. Y créame, Jesús también la perdona porque él es misericordioso.
El público estalló en un aplauso, pero no era un aplauso de espectáculo, sino de reconciliación. Era como si cada persona en la sala hubiera recibido una enseñanza personal. Una señora del fondo levantó la voz emocionada. Así nos habla un verdadero hijo de Dios. Los aplausos se mezclaron con gritos de viva Cristo Rey y Dios bendiga a Vicente.
El teatro se estremecía de emoción, no por un show, sino por una experiencia espiritual compartida. La mujer, todavía con lágrimas en los ojos, miró a Vicente y le susurró con gratitud. Hoy aprendí que la grandeza no está en los títulos, sino en el corazón humilde. Vicente, con la mirada llena de ternura, le acarició el hombro y regresó al escenario.
se sentó despacio como quien lleva consigo la paz después de la tormenta y dijo en voz firme, “Hermanos, si algo quiero que se lleven de este día, no es un recuerdo mío, sino de aquel que me dio la vida, que me dio la voz y que me levantó cuando caí. A él sea la gloria, a Jesús, el único rey.” El público entero se puso de pie.
Algunos lloraban, otros aplaudían, otros rezaban, pero todos coincidían en lo mismo. Lo que habían vivido en ese teatro no se parecía a ningún concierto ni a ninguna entrevista. Era algo que quedaría marcado para siempre en sus corazones. El teatro entero estaba de pie. Algunos aplaudían, otros lloraban, otros simplemente se quedaban quietos con las manos en el pecho, como si no quisieran que aquel momento terminara nunca.
Vicente, sentado en el escenario, miraba a todos con gratitud sincera. No había soberbia en su rostro, solo paz. Esperó a que los aplausos se calmaran y con voz suave pero firme comenzó a hablar. Amigos, hermanas, hermanos, quiero decirles algo desde lo más profundo de mi corazón.
Yo no sé cuántos años más me dé la vida, pero sé que cada día que me levanto lo hago gracias a la misericordia de Dios. Si ustedes me han llamado rey, les agradezco el cariño, pero nunca olviden que el único que merece ese título es Jesucristo. El público respondió con un fuerte amén, como si estuvieran en una iglesia y no en un teatro. Vicente prosiguió recordando su propia fragilidad. He tenido salud, pero también enfermedad.
He tenido amigos fieles y también traiciones. He conocido el éxito y también el fracaso. Y en todas esas etapas lo único que se mantuvo firme fue el amor de Jesús. Él es mi fortaleza, mi refugio, mi verdadero rey. Sus palabras resonaban como una homilía sencilla, llena de verdad y de vida.
No eran adornos ni frases preparadas, eran confesiones de un hombre que había aprendido a ver la mano de Dios en cada paso de su camino. Conmovido, Vicente se levantó una vez más, caminó hasta el borde del escenario, mirando a cada rincón del teatro, como si quisiera grabar en su memoria los rostros de quienes lo escuchaban. Les pido una cosa, no se queden con mis canciones solamente.
Quédense con la certeza de que nunca están solos. Cuando la vida les pese, cuando sientan que ya no pueden más, acuérdense de levantar los ojos al cielo y decir, “Jesús, tú eres mi rey, ayúdame. Él nunca falla.” El silencio volvió a llenar el lugar. Muchos tenían lágrimas rodando por sus mejillas. Algunas parejas de ancianos se tomaban de las manos con fuerza, como si renovaran su fe en medio de aquella enseñanza inesperada.
Vicente alzó su sombrero charro, lo sostuvo en el aire y dijo con solemnidad, “Gracias por tanto cariño. Gracias por acompañarme en esta vida de canciones y de recuerdos. Pero hoy, más que pedirles aplausos, quiero pedirles que nunca olviden al verdadero rey, a Cristo Jesús, que vive y reina por siempre. Los presentes se pusieron de pie nuevamente.
Algunos levantaron rosarios, otros velitas encendidas que habían llevado en sus bolsas y todos juntos comenzaron a aplaudir con lágrimas en los ojos. Era un aplauso distinto, no dirigido al ídolo, sino a la fe que él había proclamado. La mujer, que lo había cuestionado al inicio, estaba entre los más emocionados. Ahora, con el rostro lleno de lágrimas, miraba a Vicente con gratitud y murmuraba: “Gracias, Señor, por haber usado a este hombre para recordarme lo que había olvidado.” Vicente inclinó la cabeza una última vez. en señal de respeto y antes
de abandonar el escenario, dijo con una sonrisa tranquila: “Que Dios los bendiga siempre y que en sus hogares nunca falte la fe, porque con ella todo es posible.” El teatro estalló en un último aplauso. No era el final de un concierto, era el final de una experiencia que cada persona guardaría en su corazón como un tesoro.
Esa noche muchos salieron con la certeza de que habían visto a un hombre grande, no por su fama, sino por su humildad, y todos coincidían en lo mismo. Vicente Fernández no necesitaba el título de rey porque ya había mostrado quién era su verdadero rey.
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