Yana subía la escalera a grandes zancadas, saltándose varios escalones de una vez. Su día, sin embargo, había empezado como siempre: el ajetreo de la mañana, los preparativos para ir al trabajo, el beso de su marido. Solo que, al llegar a la puerta, recordó que había olvidado su cartera. «¡Siempre con prisas!», pensó mientras regresaba al apartamento. La llave giró sin hacer ruido en la cerradura.

En el recibidor, Yana se quedó inmóvil: de la habitación salían voces en susurros —su marido y su suegra.
«Otra vez vino al amanecer…», pensó, irritada. Pero la frase siguiente le heló la sangre.

—Mi amor, mírate: ella no te quiere. ¡Te usa como si fueras una billetera! Y la niña… —murmuró la suegra, en voz baja— estoy segura de que no es tuya.

Yana se aferró a la pared; las piernas se le doblaron. El corazón le martilleaba. Esperaba una protesta, un gesto de defensa por ella y por su hija… Pero lo único que oyó fue un tímido:

—Mamá, basta…

—¿Basta? —replicó la madre—. Soy su madre: ¡yo veo claro! Mira la carita de la niña: ¡ni un rasgo tuyo! Y su carácter: exactamente como el de su madre. Terco, caprichoso…

Yana ya no podía seguir escuchando. De puntillas, se deslizó hasta la puerta de entrada, la abrió apenas… y la cerró de un portazo tan fuerte que pareció un trueno.

—¡Cariño! ¡Olvidé mi cartera!

Un silencio de plomo cayó en el dormitorio. Cuando Yana entró, la escena era casi idílica: su suegra decía que “había pasado por casualidad” a ver cómo estaba su hijo, y él fingía prepararse para ir al trabajo.

—¡Oh, mi Yanochka! —gorjeó Ludmila Petrovna—. Solo quería ver cómo estaban…

«Perfecto», pensó Yana, estirando una sonrisa educada. «Les voy a hacer una prueba de paternidad que van a recordar.»

El día en la oficina pareció durar una eternidad. Yana tecleaba, respondiendo correos de forma mecánica, mientras su mente revivía la escena de la mañana y las palabras venenosas de su suegra. «Veinte años de convivencia», se repetía, «y nunca deja sus insinuaciones».

En la pausa del almuerzo se encerró en el baño y rompió a llorar: no de tristeza, sino de rabia. Recordó el parto de Machenka, la mano de su marido apretando la suya, las lágrimas que derramó al ver a su hija. ¿Y ahora él la dejaba hablar, sembrar dudas?

—No, ni hablar —murmuró Yana ante su reflejo—. No voy a permitirlo.

Esa noche se quedó un poco más en el trabajo. Esperó a que su suegra se marchara —siempre llegaba después de las seis “a ver a su nieta”. Al volver, Yana se mostró sorprendentemente reservada. Su marido la miraba con inquietud, pero no se atrevía a tocar el tema.

—¿Estás cansada? —preguntó al fin.

—Un poco —respondió ella—. He estado pensando… Tal vez deberíamos renovar el cuarto de Machenka. Está creciendo, necesitaría más espacio para estudiar.

Él abrió la boca para objetar:

—No es el mejor momento para gastos…

pero se detuvo en seco bajo la mirada de ella.

—Claro —añadió Yana, con un tono cargado de ironía—, tu madre tiene razón: yo solo gasto tu dinero.

Él palideció.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, cariño. Absolutamente nada.

Esa noche, mientras él dormía, Yana sacó una vieja caja de documentos: acta de matrimonio, certificado de nacimiento de su hija, facturas médicas… Y por último: la solicitud de reconocimiento de paternidad, firmada de su puño y letra.
«A ver…», pensó mientras fotografiaba el documento, «quién va a jugar mejor sus cartas».

Al día siguiente, Yana pidió un día libre. Pasó por la notaría para legalizar las copias, y luego fue al banco: su extracto mostraba todas sus aportaciones al presupuesto familiar durante los últimos cinco años —sumas nada despreciables.

Esa noche llamó a Ludmila Petrovna:

—Ludmila Petrovna, venga a cenar mañana por la noche. Tenemos cosas importantes que hablar. En familia.

Pasó el día siguiente preparando esa cena como una operación decisiva: su famoso borsch —para que la suegra se atragante—, una tarta de manzana “del secreto familiar” que nadie más sabía reproducir, y la vajilla de porcelana que Ludmila Petrovna les había regalado en su boda.

Machenka corría a su alrededor, colocando los platos:

—Mamá, ¿por qué viene hoy la abuela? No es su cumpleaños.

—A veces, cariño, los adultos necesitan hablar.

—¿Vamos a pelear otra vez? —suspiró la niña.

Yana la abrazó.

—No, mi amor. Solo vamos a poner los puntos sobre las íes.

A las seis en punto sonó el timbre. La suegra llegó impecable con su traje nuevo, una sonrisa de superioridad en los labios.

—¡Mi Yanochka, qué olor tan delicioso! —piaba al entrar—. Espero que no sea congelado… ¡Siempre corriendo de un lado a otro!

—Claro que no, mamá. Todo es casero, como usted me enseñó.

El marido entró el último, visiblemente tenso. Yana vio cómo le temblaba la mano al servirse agua.

—Cariño —le dijo a Machenka—, ve a jugar a tu cuarto; esto es una conversación de adultos.

En cuanto se cerró la puerta, Yana sacó su fajo de documentos. Ludmila Petrovna se puso rígida.

—¿Qué es eso? —preguntó con voz forzada.

—Oh, solo unos papeles. Tiene razón, Ludmila Petrovna: aclaremos de una vez la cuestión de la paternidad.

—¿La paternidad? —balbuceó la suegra, palideciendo, y luego tratando de recomponerse—. Yo siempre dije que había que hacer una prueba…

Yana abrió lentamente la primera página:

—Pero, ¿acaso no tenemos algo más convincente?

Le mostró el acta notarial de reconocimiento de paternidad.

—Aquí, su hijo reconoció personalmente a Machenka como su hija. En el hospital, el mismo día de su nacimiento, sin ninguna presión.

—¡Eso no prueba nada! —se indignó la madre.

—Mamá —intervino de pronto el marido—, cállate. Es mi esposa y la madre de mi hija.

Entonces Yana sacó los extractos bancarios:

—Cada mes he contribuido tanto como él al hogar. Así que sus insinuaciones sobre mi supuesta vagancia, se las puede guardar.

Ludmila Petrovna se puso escarlata.

—¿Cómo te atreves?

—¡No, cómo se atreve USTED! —estalló Yana—. ¡Veinte años intentando destruir nuestra familia, sembrando dudas y manipulaciones!

—Hijo, ¿oyes cómo me habla?

—Lo oigo, mamá. Y estoy de acuerdo con cada palabra.

Cayó un silencio ensordecedor. Por primera vez, Yana vio en el rostro de su suegra no superioridad, sino incomprensión y miedo.

—¿Tú… traicionas a tu propia madre? —sollozó ella.

—No, mamá. Salvo a mi familia —respondió él, posando una mano en el hombro de Yana—. Debí hacerlo hace mucho. Perdóname, Yana.

Ludmila Petrovna se levantó de golpe.

—¿Así que es ella quien te puso en mi contra?

—¡Basta! —tronó el hijo—. Eres tú quien me puso en contra de mi esposa y mi hija con tus insinuaciones. Yo fui demasiado cobarde para detenerte.

La puerta del cuarto de Machenka se entreabrió. La niña, con los ojos brillantes de lágrimas, preguntó:

—Papá, ¿es verdad que ya no vamos a hablar con la abuela?

El corazón de Yana se encogió. A pesar de todo, la niña quería a su abuela.

—Ven aquí, mi tesoro —la invitó—. La abuela solo necesita tiempo para pensar en su comportamiento.

Ludmila Petrovna bajó la mirada, desarmada. Por primera vez en años, su máscara de superioridad se había caído, dejando una humildad torpe y confusa.

—Machenka, mi ángel… —murmuró abriendo los brazos. La niña se acurrucó en ellos, secándole las lágrimas a su abuela.

Yana cruzó una mirada con su marido, aliviada al ver que compartía su esperanza de reconciliación.

—Mamá —dijo él con voz suave—, no queremos romper los lazos, sino transformarlos. ¿Entiendes?

Ludmila Petrovna asintió, aún temblorosa.

—Quizá… —empezó, secándose las mejillas—. Quizá podríamos compartir la cena. Tu borsch huele tan bien…

Yana sonrió.

—Por supuesto. Machenka, ayúdame a poner la mesa.

Seis meses después, Yana miraba por la ventana a su suegra enseñándole a Machenka el arte de los pastelitos en la cocina de verano. Ludmila Petrovna explicaba, entusiasmada, mientras su nieta imitaba los gestos con aplicación.

—¿Te gusta la escena? —su marido la abrazó por detrás.

—¿Quién habría imaginado tantos cambios? —respondió Yana, sonriendo.

Los cambios fueron espectaculares. Después de aquella cena decisiva, la suegra pareció renacer. A veces volvían las viejas costumbres, pero ella hacía un esfuerzo sincero: llamaba antes de venir, pedía consejo para los regalos de Machenka e incluso fue a ver a un psicólogo para entender sus emociones.

—¿Sabes? —confesó el marido—. Estoy orgulloso de ti. Podrías haberlo roto todo, pero elegiste darle una oportunidad.

—Lo hice por todos nosotros, y sobre todo por Machenka.

Afuera se oían risas: la abuela y la niña estaban cubiertas de harina, riéndose a carcajadas mientras se limpiaban mutuamente.

—¡Mamá, papá! —gritó Machenka—. ¡Vengan! ¡La abuela nos va a enseñar sus famosos pastelitos!

—¿Vamos? —propuso el marido.

—Claro —respondió Yana—. Por fin somos una familia de verdad.

Al salir al patio, Yana pensó que a veces basta un poco de valentía y de verdad para reparar incluso las relaciones más difíciles.