El estadio de la Universidad de Texas se quedó en silencio cuando las nueve jóvenes mayas bajaron del autobús escolar amarillo que las había llevado desde un pueblo de Yucatán que ni siquiera aparecía en Google Maps. Llevaban uniformes improvisados hechos con retazos de tela, guantes de béisbol remendados con hilo de eneken y algo que dejó boqueabiertos a los 8000 espectadores. Ninguna llevaba zapatos deportivos.

Sus pies descalzos pisaron el césped perfectamente cortado del diamante como si fuera la tierra roja de su comunidad natal. Sitlali, de 19 años, caminó hacia el montículo del lanzador con la misma tranquilidad con que había recorrido durante toda su vida los senderos de Yaksuna. Suipil blanco, bordado con flores rojas y amarillas ondeaba suavemente con la brisa tejana, creando un contraste imposible con las gradas llenas de universitarios que habían venido a presenciar lo que los medios llamaban una curiosidad antropológica del deporte. Necesitamos más personas que conozcan estas historias increíbles que nacen del corazón de México. Lo que nadie en ese estadio sabía era que estaban a punto de presenciar algo que cambiaría para siempre la percepción mundial sobre el deporte, la tradición y la resistencia cultural.

Porque Sidlali y sus compañeras no habían venido a Austin para ser observadas como una atracción folclórica. habían venido a demostrar que se puede conquistar el mundo sin renunciar a quien eres. Ysuna aparece en los mapas oficiales como un punto microscópico perdido entre la selva de Yucatán y las ruinas mayas que los turistas nunca visitan.

 Con apenas 800 habitantes, este pueblo maya había sobrevivido cinco siglos de intentos de asimilación, manteniendo vivas sus tradiciones como brasas que se niegan a apagarse. Las casas de mampostería se alternaban con palapas tradicionales y en cada patio trasero las abuelas seguían enseñando a las nietas el arte milenario de bordar wipiles mientras les contaban historias en Maya yucateco que ningún libro de texto recogía.

 Sitlali había crecido en este universo donde el tiempo fluía de manera diferente al resto del mundo. Su madre, Itzel trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer haciendo tortillas de maíz criollo para vender en el único mercado del pueblo. Mientras su padre, don Abelardo, se levantaba a las 4 de la mañana para cuidar las colmenas de abejas meliponas que habían pertenecido a su familia durante generaciones.

 La miel de estas abejas sagradas para los mayas se vendía a turistas en Mérida, proporcionando el único ingreso estable que, como la mayoría en Yaksuná, vivía al día. Pero Sitlali era diferente desde pequeña. Mientras las otras niñas se contentaban con los juegos tradicionales bajo la sombra de los árboles de SEIBA, ella había desarrollado una obsesión inexplicable con una pelota de béisbol desgastada que había encontrado abandonada junto a la carretera.

 Nadie en el pueblo sabía de dónde había salido esa pelota, ni por qué una niña maya de 8 años pasaba horas lanzándola contra la pared de la iglesia colonial. Pero pronto toda la comunidad se acostumbró al sonido rítmico que marcaba las tardes de Jacksun como un tambor ceremonial. Esta niña está loca”, comentaban las señoras mientras lavaban ropa en el cenote comunitario.

 “¿Para qué sirve tirar una pelota todo el día? Debería estar aprendiendo a tejer como las demás”. Pero la bisabuela de Sitlali, doña Esperanza, una mujer de 94 años, cuya memoria guardaba historias que se remontaban a la época de la guerra de castas, veía algo diferente en los juegos de su bisnieta. Una tarde, mientras observaba a la niña practicar sus lanzamientos, con la concentración de una sacerdotisa maya realizando un ritual sagrado, le dijo palabras que Sitlali recordaría toda su vida.

 Hija, los antiguos mayas jugaban pelota para hablar con los dioses. Tú estás jugando para hablar con tu destino. Sigue lanzando porque algo grande viene hacia ti. A los 12 años, Sitlali había convertido el lote baldío detrás de la escuela primaria en un diamante improvisado, marcando las bases con piedras pintadas de blanco y convenciendo a sus compañeras de clase para que formaran equipos.

 Sus uniformes eran los mismos wipiles que usaban para ir a clases y sus tacos eran los pies descalzos que conocían cada piedra, cada hoyo, cada irregularidad del terreno, como si fueran extensiones de su propio cuerpo. El primer partido oficial de Sitlali fue contra las niñas de la escuela de Chemax, el pueblo vecino, cuando ella tenía 14 años.

 Los maestros habían organizado el encuentro como parte de las actividades del día del niño, sin imaginar que estaban presenciando el nacimiento de algo extraordinario. Sitlali lanzó durante siete entradas completas, permitiendo solo dos hits y ponchando a 12 bateadoras. Pero lo que más impresionó a los espectadores no fueron sus estadísticas, sino la manera en que jugaba, con una naturalidad que hacía que el béisbol pareciera un baile ancestral ejecutado en perfecta armonía con la Tierra. “Nunca había visto a alguien lanzar así”, comentó el profesor de educación física de Chemax después

del partido. Es como si la pelota fuera parte de ella, como si no estuviera lanzando, sino conversando con el aire. Esa noche, mientras Jacksuna celebraba la victoria con Tamales y Atole Agrio en la plaza principal, Sitlali se sentó junto a su bisabuela bajo la seiva sagrada que había sido testigo de cinco siglos de historia maya.

 “Abuela, ¿crees que algún día podré jugar en lugares grandes como los que salen en la televisión?” Doña Esperanza miró hacia las estrellas que brillaban con la claridad imposible del cielo yucateco, sin contaminación lumínica que la sopacara. Hija, nuestros ancestros construyeron pirámides que tocaban las nubes.

 Nosotros podemos hacer cualquier cosa que nos propongamos, siempre y cuando no olvidemos quiénes somos. Juega donde quieras, brilla donde puedas, pero nunca te quites el juipil que lleva bordada la historia de tu pueblo. A los 17 años, Sitlali había organizado un equipo femenino de softball que incluía a sus primas, vecinas y amigas de la escuela preparatoria.

 Se llamaban las amazonas de Yaksuna, un nombre que había surgido cuando el maestro de historia les contó sobre las mujeres guerreras de la mitología griega. Si ellas eran amazonas con espadas, había dicho Sitlali, nosotras somos amazonas con pelotas. El equipo entrenaba todas las tardes después de terminar sus labores domésticas, cuando el sol comenzaba a descender y la temperatura se volvía soportable.

 No tenían un campo reglamentario, ni equipamiento profesional, ni entrenador certificado. Tenían algo más valioso, una pasión que nacía del alma y una determinación que había sido forjada por generaciones de mujeres mayas que habían aprendido a sobrevivir contra todas las probabilidades. Sus entrenamientos eran una mezcla única de técnica deportiva y ritmo de vida campesino.

 Corrían entre los surcos de maíz de sus padres para mejorar la agilidad. Cargaban bultos de enquén para desarrollar fuerza en los brazos y practicaban bateo con mazorcas secas lanzadas por turnos. Los guantes los habían hecho ellas mismas, cosiendo retazos de cuero que conseguían en la curtiembre del pueblo vecino, rellenándolos con algodón de los árboles de Ceiviaba.

 ¿Para qué quieren jugar béisbol?, preguntaban los padres más conservadores. Eso es para hombres y además para hombres de la ciudad. Ustedes son mujeres mayas. Su lugar está en la casa, cuidando a los hijos y preservando las tradiciones. Pero las amazonas de Jacksuná tenían una respuesta que silenciaba a los críticos. Estamos preservando las tradiciones, solo que creando una nueva. Y tenían razón.

 Cada partido que jugaban era una afirmación de identidad cultural. Cada carrera que anotaban era una declaración de que las mujeres mayas podían conquistar cualquier territorio, incluso uno tan ajeno a su experiencia como un diamante de béisbol. Cada victoria era una prueba de que la modernidad y la tradición no tenían por qué ser enemigas irreconciliables. El momento decisivo llegó cuando cumplió 18 años.

 Un video de sus lanzamientos grabado con el teléfono celular de un turista que había llegado perdido a Ycksuna se volvió viral en redes sociales con el hashtag la lanzadora maya. En tres días había acumulado más de 2 millones de visualizaciones y comentarios en 12 idiomas diferentes. Periodistas deportivos de Ciudad de México comenzaron a llamar a la presidencia municipal pidiendo información sobre la fenómeno del béisbol yucateco, pero para Sitlali el reconocimiento mediático era menos importante que algo mucho más profundo.

Había demostrado que una joven maya de un pueblo perdido en la selva podía hacer que el mundo volteara a verla, no renunciando a su identidad, sino precisamente abrazándola con más fuerza que nunca. La llamada que cambiaría la vida de Sitlali llegó un martes por la mañana, mientras ella ayudaba a su madre a preparar masa para las tortillas que venderían en el mercado.

 El teléfono de la presidencia municipal sonó con una insistencia que despertó a todo el pueblo, porque en Yaksuná las llamadas internacionales eran tan raras como las nevadas. Habla Sitlali, la lanzadora, preguntó una voz femenina desde Ciudad de México con un acento que delataba años de educación universitaria. Soy Patricia Mendoza de la Federación Mexicana de Softball.

 Hemos visto sus videos y queremos invitarla a participar en un torneo nacional. El silencio que siguió fue tan profundo que Patricia pensó que se había cortado la comunicación. Del otro lado de la línea, Sitlali procesaba información que sonaba tan irreal como una leyenda maya, un torneo nacional, la Federación Mexicana, los mismos que organizaban competencias que salían en televisión.

 ¿Qué necesito para participar? logró articular finalmente con la voz entrecortada por la emoción. Bueno, necesitará un equipo de al menos nueve jugadoras, uniformes reglamentarios, equipo certificado y, por supuesto, cubrir los gastos de transportación y hospedaje en la capital. El torneo es en seis semanas. Cuando Patricia colgó, Sidlali se quedó mirando el teléfono como si fuera un objeto mágico que acabara de concederle un deseo imposible.

 Pero al mismo tiempo la realidad comenzó a asentarse como barro después de la lluvia. Uniformes reglamentarios. Su equipo jugaba con wipiles bordados, equipo certificado. Sus guantes estaban hechos con retazos de cuero y relleno de algodón. Gastos de transportación. La mayoría de las amazonas de Jacksuna nunca habían salido del estado de Yucatán.

 Esa noche, Sidlali convocó a una reunión extraordinaria en la plaza del pueblo. Bajo la luz amarillenta de los pocos faroles que funcionaban, les contó a sus compañeras de equipo sobre la invitación que había recibido. Las reacciones fueron tan diversas como los bordados de sus wipiles. “Estás loca”, exclamó Carmen, su prima mayor.

 “¿Cómo vamos a competir contra equipos de la ciudad que han entrenado toda su vida? con entrenadores profesionales. Además, ¿de dónde vamos a sacar el dinero?, añadió María José, cuya familia vivía de la venta de artesanías a los pocos turistas que se aventuraban hasta Jacksuna. Mi papá dice que el viaje a Ciudad de México cuesta más que lo que ganamos en tres meses.

 Pero Esperanza, la catcher del equipo y nieta de la bisabuela de Sidlali, tenía otra perspectiva. Y si esta es la oportunidad que hemos estado esperando sin saberlo y si estamos destinadas a mostrarle al mundo que las mujeres mayas podemos hacer cosas extraordinarias. El debate continuó hasta pasada la medianoche con argumentos que iban desde lo práctico hasta lo filosófico.

 Algunos padres se oponían categóricamente, alegando que sus hijas perderían tiempo valioso que deberían dedicar a prepararse para el matrimonio y la maternidad. Otros veían en la invitación una oportunidad única de poner a Jacksuná en el mapa nacional. Fue doña Esperanza, la bisabuela de Sidlali, quien zanjó la discusión con la autoridad que le daban nueve décadas de vida y la sabiduría acumulada de ser la memoria viviente del pueblo.

 Hace 100 años, nuestros abuelos pelearon en la guerra de castas para defender nuestro derecho a existir como pueblo maya. Hace 50 años nuestros padres lucharon para que tuviéramos escuelas donde pudiéramos aprender español sin olvidar maya. Ahora ustedes tienen la oportunidad de luchar en un campo diferente para demostrar que seguimos aquí, que seguimos siendo fuertes, que seguimos siendo mayas.

 Sus palabras cayeron sobre la asamblea como semillas en tierra fértil. Una por una, las jugadoras del equipo comenzaron a asentir. Si sus ancestros habían enfrentado batallas literales para preservar su cultura, ellas podían enfrentar un torneo de softball. La logística de hacer realidad del sueño resultó más compleja que ganar el campeonato estatal de matemáticas. Primero estaba el problema del dinero.

El costo total del viaje, incluyendo transportación, hospedaje, comida y las cuotas de inscripción, ascendía a 45,000 pes, una cantidad que representaba el ingreso anual de dos familias promedio de Jacksuna. La solución llegó de donde menos lo esperaban, la diáspora maya.

 Cuando la noticia del torneo se esparció por las redes sociales, mayas yucatecos que habían emigrado a Estados Unidos, especialmente a California y Texas, comenzaron a enviar donaciones pequeñas pero constantes. $10 desde Los Ángeles, 20 desde Houston, 50 desde Chicago. Cada transferencia venía acompañada de mensajes en maya y español que hablaban de orgullo, representación y esperanza.

 “Nosotros ya no podemos regresar”, escribió un remitente desde San Francisco. “Pero ustedes pueden llevar nuestro corazón a donde nosotros no pudimos llegar.” El segundo desafío era el equipamiento. Los uniformes reglamentarios costaban 800es por jugadora. una inversión imposible para familias que destinaban la mayoría de sus ingresos a necesidades básicas.

 La creatividad maya, forjada por siglos de hacer mucho con poco, encontró una solución elegante. Las madres y abuelas del pueblo se organizaron para confeccionar uniformes que cumplieran con las regulaciones técnicas, pero mantuvieran elementos de identidad cultural. Trabajaron durante tres semanas, desde el amanecer hasta altas horas de la noche, creando pantalones y camisetas que desde lejos parecían uniformes deportivos convencionales, pero que de cerca revelaban bordados discretos en los puños y cuellos. Pequeñas flores de flambollán en hilo rojo, grecas mallas en amarillo y en el

pecho izquierdo, donde normalmente iría el logo de un patrocinador, llevaban bordado en hilo dorado el glifo maya, que significa corazón fuerte. Los guantes fueron el desafío más técnico. Después de investigar en internet sobre las especificaciones reglamentarias, don Rutilio, el talabartero del pueblo, desarrolló un método para crear guantes que cumplieran con las normas oficiales, utilizando cuero de res curtido localmente y un relleno especial hecho con fibra de enquen procesada. El resultado eran guantes que parecían

artesanías. pero funcionaban como equipamiento deportivo profesional. El entrenamiento se intensificó durante las seis semanas previas al torneo. Las amazonas de Jsun entrenaban de 5 a 7 de la mañana antes de que el calor yucateco se volviera insoportable y de 6 a 8 de la noche, cuando el sol comenzaba a declinar, los entrenamientos eran una fusión única de técnica deportiva moderna y sabiduría corporal ancestral.

 Sitlali había conseguido videos de entrenamientos profesionales de softball en YouTube, que estudiaba religiosamente en el único café internet del pueblo, pero adaptaba las técnicas que aprendía a la realidad física y cultural de su equipo. En lugar de hacer rutinas de gimnasio, sus compañeras cargaban bultos de maíz.

 En lugar de correr en caminadoras, corrían por los senderos de terracería que conectaban Jacksuna con las comunidades vecinas. En lugar de practicar con máquinas lanzadoras, se turnaban para lanzarse unas a otras con la precisión que habían desarrollado, arrojando piedras a los pájaros que amenazaban las milpas. La preparación mental fue igual de importante que la física.

 Doña Esperanza, la bisabuela de Sitlali, se convirtió en una especie de coach espiritual del equipo, enseñándoles antiguas técnicas mayas de concentración y control de la respiración que habían sido utilizadas por guerreros y sacerdotes durante ceremonias religiosas. Cuando estén en el campo, les decía, no piensen en ganar o perder, piensen en representar a todas las mujeres mayas que nunca tuvieron esta oportunidad.

 Jueguen para las abuelas que tejieron los huipiles que llevan puestos. Jueguen para las niñas que las están viendo y soñando conseguir sus pasos. La noche antes de partir hacia Ciudad de México, Jacksuná organizó una ceremonia de despedida que combinaba elementos católicos y mayas en la síntesis cultural que caracterizaba a la región.

 El padre Miguel bendijo al equipo en la iglesia, mientras que don Aurelio, el único Hemen, sacerdote maya, que quedaba en el pueblo, realizó una ceremonia de protección en el cenote sagrado, pidiendo a los antiguos dioses que cuidaran a las jóvenes en su viaje al mundo de los azules, los blancos, los de afuera.

 Cuando el autobús que las llevaría a Mérida para tomar el avión a la capital arribó a las 5 de la mañana, todo el pueblo estaba despierto para despedirlas. Niños, adultos y ancianos se agolparon alrededor del vehículo, cargando a las amazonas con bendiciones, consejos y pequeños amuletos de protección. Sitlali subió al autobús cargando no solo su bolsa de deportes, sino el peso simbólico de ser la primera mujer de Jacksuna en salir del pueblo para competir a nivel nacional en cualquier disciplina.

 Mientras el vehículo se alejaba por la carretera de terracería, levantando una nube de polvo rojizo que se alzaba hacia el cielo como incienso de despedida, ella observó por la ventana trasera como su comunidad se hacía cada vez más pequeña hasta desaparecer entre la vegetación tropical, pero no se sentía triste ni nostálgica.

 Se sentía como los antiguos navegantes mayas que habían surcado el Caribe en canoas, llevando con ellos no solo mercancías para comerciar, sino la responsabilidad de representar dignamente a su civilización ante pueblos desconocidos. El viaje hacia su destino había comenzado, pero en realidad Sitlali sabía que había empezado años atrás, el día que encontró esa pelota perdida junto a la carretera y decidió que los sueños imposibles son los únicos que vale la pena perseguir.

 La llegada a Ciudad de México fue como aterrizar en otro planeta, el aeropuerto internacional con sus techos de vidrio y acero que se extendían hacia el infinito, sus escaleras eléctricas que se movían solas y el rumor constante de miles de personas hablando en idiomas que las amazonas de Yaksuná no reconocían, representaba todo lo opuesto a la tranquilidad ancestral de su pueblo natal.

 Sitlali y sus compañeras caminaron por los pasillos alfombrados, cargando sus bolsas de lona hechas a mano, vestidas con sus mejores wipiles de fiesta, mientras los viajeros internacionales las observaban con la curiosidad reservada para las postales folclóricas. Algunas personas sacaban fotografías disimuladamente como si fueran turistas documentando una atracción exótica que había aparecido inesperadamente en el aeropuerto más moderno de América Latina.

 “Estas son las que van a jugar softball”, escuchó Sitlali, que comentaba una mujer ejecutiva mientras hablaba por teléfono. Parecen más bien de una exposición cultural que de una competencia deportiva. El comentario dolió más que cualquier pelotazo que hubiera recibido durante los entrenamientos, pero Sitlali mantuvo la cabeza en alto.

 Había prometido a su bisabuela que representaría dignamente a su pueblo y eso incluía no responder a las provocaciones de quienes las juzgaban por su apariencia antes de conocer sus capacidades. El hotel donde se hospedarían durante el torneo estaba ubicado en la zona deportiva de la capital, rodeado de instalaciones olímpicas y complejos de entrenamiento de alta tecnología.

 El contraste con su realidad diaria era tan extremo que algunas de sus compañeras se sentían físicamente mareadas. Carmen, que nunca había visto un edificio de más de dos pisos, tuvo que sentarse en el lobby durante 20 minutos. para procesar la existencia de estructuras que se alzaban hacia las nubes como las pirámides de sus ancestros, pero hechas de cristal y concreto en lugar de piedra labrada.

 La recepción en el hotel fue el primer indicador de lo que les esperaba durante los próximos días. El recepcionista, un joven capitalino con actitud de superioridad apenas disimulada, las miró de arriba a abajo antes de revisar la reservación en su computadora. Amazonas de Jacksuna leyó con dificultad, pronunciando el nombre Maya como si tuviera piedras en la boca.

 Estas son las jugadoras. Somos las representantes de Yucatán, respondió Sitlali con la dignidad tranquila que había heredado de generaciones de mujeres mayas acostumbradas a defender su lugar en el mundo. Ah, claro, murmuró el recepcionista entregándoles las llaves de dos habitaciones que había reservado la federación.

 El torneo empieza mañana a las 8 de la mañana. Tienen que estar en el complejo deportivo a las 7 para el registro. Esa noche, mientras cenaban en el restaurante del hotel, las amazonas de Yaksuna se convirtieron involuntariamente en el centro de atención de todos los presentes. Los otros equipos participantes provenientes de estados como Nuevo León, Jalisco, Sonora y el Estado de México las observaban con una mezcla de curiosidad, condescendencia y diversión mal disimulada. Miren nada más.

comentó en voz alta una jugadora del equipo de Monterrey, dirigiéndose a sus compañeras, pero hablando lo suficientemente fuerte para que todos escucharan. ¿De verdad van a competir vestidas así? Esto parece más bien un festival cultural que un torneo deportivo. Sus compañeras rieron con el tipo de humor cruel que nace de la inseguridad y se alimenta del desprecio hacia lo diferente.

 Pero lo que más lastimó a Sidlali no fueron las burlas abiertas, sino las miradas de lástima de algunos entrenadores, como si fueran niñas perdidas que habían llegado al evento por error. No se preocupen”, le susurró Patricia Mendoza, la funcionaria de la federación que las había invitado, acercándose discretamente a su mesa.

 “Mañana en el campo es donde importa lo que pueden hacer, no lo que llevan puesto.” Pero incluso Patricia parecía haber desarrollado dudas sobre su decisión de incluir al equipo maya en el torneo nacional. Sus ojos mostraban la preocupación de alguien que comenzaba a darse cuenta de que había subestimado la diferencia entre una invitación bien intencionada y la realidad brutal de la competencia deportiva de élite.

 La mañana del primer partido amaneció gris y lluviosa, como si el cielo de la capital quisiera añadir drama adicional a una situación que ya era tensa por naturaleza. Las amazonas de Jacksuna llegaron al complejo deportivo vistiendo sus uniformes únicos, una fusión de reglamentación deportiva y identidad cultural que las hacía destacar como flores tropicales en un jardín de concreto.

 El complejo olímpico mexicano era una catedral del deporte moderno con instalaciones que habían albergado competencias internacionales y atletas que habían representado a México en Juegos Olímpicos. Los diamantes de softball estaban perfectamente mantenidos con césped que parecía alfombra verde y gradas metálicas que podían albergar a miles de espectadores. Su primer rival sería el equipo de Nuevo León, las actuales campeonas nacionales, integrado por jóvenes que habían crecido en programas deportivos universitarios con entrenadores certificados internacionalmente y equipamiento de última generación. Llegaron al estadio

en un autobús con aire acondicionado que tenía pintado en los costados el logo de sus patrocinadores principales, una cadena de tiendas deportivas y una universidad privada de Monterrey. El contraste era tan evidente que los pocos periodistas deportivos que habían llegado a cubrir el torneo se enfocaron inmediatamente en la disparidad visual.

Las cámaras de televisión captaron con detalle moroso la diferencia entre uniformes que costaban miles de pesos y habían sido diseñados por empresas internacionales versus los uniformes artesanales bordados por abuelas mayas en una comunidad sin acceso a internet.

 “Esto va a ser una masacre”, comentó un cronista deportivo mientras ajustaba su cámara. Es casi cruel poner a estas muchachas contra jugadoras que han entrenado toda su vida para esto. El calentamiento previo al partido se convirtió en un estudio de antropología deportiva. Las regiomontanas ejecutaban rutinas de estiramiento que parecían coreografías de danza moderna, utilizando implementos de entrenamiento que costaban más que el presupuesto anual de educación de Jacksuna.

 Sus lanzamientos de práctica seguían patrones geométricos perfectos calculados por entrenadores que habían estudiado biomecánica deportiva en universidades estadounidenses. Las amazonas de Yaksuná se calentaron de manera completamente diferente. Formaron un círculo, se tomaron de las manos y comenzaron a entonar una canción maya que hablaba de fuerza, unidad y protección ancestral.

 Sus voces se alzaron sobre el ruido del tráfico capitalino como una oración que viajaba desde el corazón de la selva yucateca hasta el concreto de la megalópolis más grande de América del Norte. Los espectadores, que habían llegado temprano al estadio se quedaron en silencio, algunos grabando con sus teléfonos celulares un momento que intuían histórico, otros simplemente absortos en la belleza extraña de escuchar Maya yucateco resonando en un estadio de softball de la capital mexicana. Cuando terminaron su canto ceremonial, las amazonas se dispersaron

por el campo para sus lanzamientos de práctica. Y fue entonces cuando algo extraordinario comenzó a suceder. Los lanzamientos de Sidlali, ejecutados con la técnica única que había desarrollado combinando mecánica moderna con sabiduría corporal ancestral, comenzaron a llamar la atención de entrenadores y jugadoras de otros equipos.

 “¿Vieron esa velocidad?”, murmuró el entrenador de Jalisco, consultando discretamente el radar que había llevado para analizar a la competencia. está lanzando a 90 km porh con una técnica que nunca había visto. Y miren la precisión, añadió su asistente observando como Sitlali ubicaba cada lanzamiento exactamente donde quería. Es como si la pelota fuera parte de ella.

 Las jugadoras de Nuevo León, que habían llegado al estadio con la confianza arrogante de quien espera una victoria fácil, comenzaron a intercambiar miradas de preocupación. Lo que habían esperado encontrar era un equipo pintoresco que proporcionaría una victoria cómoda antes de enfrentar a rivales más serios. Lo que estaban viendo era algo completamente diferente, una precisión técnica que desafiaba explicaciones convencionales y una intensidad competitiva que había nacido de algo más profundo que el entrenamiento deportivo. Cuando el árbitro gritó playball para iniciar el

partido, las 200 personas que habían llegado al estadio como espectadores casuales se encontraron presenciando algo que ninguno de ellos había esperado ver. No era solo un partido de softbol, era un choque de mundos, una confrontación entre dos visiones completamente diferentes de lo que significaba competir, ganar y representar a una comunidad.

 Sitlali tomó posición en el montículo del lanzador con su uniforme bordado ondulando suavemente en la brisa capitalina, sus pies descalzos firmemente plantados en la goma de lanzar y en sus ojos la misma determinación férrea que había caracterizado a las mujeres mayas durante 500 años de resistencia cultural.

 La primera bateadora de Nuevo León se acercó al plato con la confianza de quien había estudiado videos de todas las lanzadoras del torneo, excepto de esta desconocida que había aparecido de la nada. Esperaba enfrentar lanzamientos amater que podría conectar fácilmente para comenzar el partido con ventaja psicológica.

 El primer lanzamiento de Sitlali cortó el aire con una velocidad y precisión que hizo que la bateadora parpadeara dos veces antes de darse cuenta de que ya tenía un strike en su cuenta. El silencio del estadio se volvió tangible, como si 200 personas hubieran contenido la respiración al mismo tiempo. El segundo lanzamiento fue aún más impresionante, una curva que parecía dirigirse directamente hacia la bateadora antes de curvarse en el último momento para cruzar perfectamente por la zona de strike. La jugadora de Nuevo León hizo un swing desesperado que cortó

el aire sin tocar la pelota. Strike 2 gritó el árbitro y en las gradas comenzaron a escucharse murmullos de asombro. El tercer lanzamiento fue una recta que la bateadora nunca vio venir. Cuando intentó hacer swing, la pelota ya estaba firmemente asentada en el guante de esperanza. La catcher maya strike 3.

Ponchada. El rugido que se alzó desde las gradas no venía de los familiares de las amazonas de Jacksuna, porque ninguno había podido costear el viaje a la capital. Venía de espectadores neutrales que habían comenzado a darse cuenta de que estaban presenciando algo extraordinario. David enfrentando a Goliat en versión softball femenino.

 La segunda bateadora llegó al plato con una actitud completamente diferente. Había visto lo que le había pasado a su compañera y sabía que no estaba enfrentando a una amater rural. Pero el resultado fue el mismo. Tres lanzamientos, tres strikes, otra ponchada que hizo que el entrenador de Nuevo León se pusiera de pie en el duout con expresión de incredulidad total.

 Cuando Sitlali ponchó también a la tercera bateadora para completar la primera entrada, el estadio estalló en aplausos que resonaron entre las estructuras de concreto como truenos de tormenta tropical. Los periodistas comenzaron a hacer llamadas frenéticas a sus editores, entendiendo que habían venido a cubrir una noticia deportiva rutinaria y se habían topado con una historia que trascendía cualquier categoría conocida.

 “No puede ser real”, murmuró el cronista de TV Azteca mientras revisaba las estadísticas en su tablet. tres ponchadas consecutivas contra las campeonas nacionales con lanzamientos que están registrando velocidades de nivel profesional. Pero la verdadera sorpresa llegó cuando las amazonas de Jacksuna salieron a batear. Su aproximación al plato era completamente diferente a todo lo que enseñaban las escuelas de béisbol convencionales.

 No adoptaban la postura clásica de los manuales técnicos, sino que se colocaban de manera que parecía más natural, más orgánica, como si estuvieran simplemente conversando con la pelota en lugar de tratando de dominarla. Carmen, la primera bateadora maya, conectó un sencillo al jardín central. que sorprendió a la defensa de Nuevo León por su colocación perfecta.

 No había sido un swing potente, sino inteligente, dirigiendo la pelota exactamente donde no había defensoras. corrió hacia primera base con la fluidez de quien había pasado la infancia corriendo descalza por senderos irregulares, alcanzando la base antes de que la pelota llegara al guante de la primera base. María José conectó otro sencillo, esta vez por el jardín derecho, avanzando a Carmen hacia segunda base.

Luego fue el turno de Esperanza, quien sorprendió a todos con un doble que rodó hasta la esquina del jardín izquierdo, impulsando las dos primeras carreras del partido. En el dugaut de Nuevo León, el ambiente había pasado de la confianza arrogante al pánico mal disimulado. El entrenador llamó tiempo muerto para reunir a sus jugadoras en un círculo de emergencia.

 ¿Qué está pasando aquí?, preguntó con la voz tensa de quien ve colapsar todos sus planes estratégicos. Se supone que esto iba a ser un calentamiento antes de los partidos difíciles. No entiendo su técnica, respondió la shortstop, la jugadora más experimentada del equipo. Batean de manera completamente diferente a todo lo que hemos estudiado. Es como si jugaran un deporte distinto con las mismas reglas. Tenía razón.

 Las amazonas deuna habían desarrollado su propio estilo de juego, una fusión única de técnica deportiva moderna y sabiduría corporal ancestral, que las hacía impredecibles para oponentes acostumbradas a patrones estratégicos convencionales. corrían las bases con una intuición que parecía sobrenatural, anticipando movimientos defensivos con una lectura del juego que no se enseñaba en ningún manual.

 Al final de la tercera entrada, las amazonas de Jacksun lideraban 4-0 y el estadio se había llenado con espectadores que habían llegado atraídos por los rumores de que algo extraordinario estaba sucediendo en el diamante número tres. trabajadores del complejo deportivo, atletas de otras disciplinas y hasta algunos periodistas que habían venido a cubrir eventos diferentes se agolpaban en las gradas para ser testigos de lo que ya se estaba convirtiendo en leyenda urbana.

 Las redes sociales comenzaron a explotar con videos grabados por espectadores. El hashtag Amazonas de Jacksuna se volvió tendencia nacional en menos de 2 horas, acompañado de comentarios que iban desde la admiración deportiva hasta reflexiones profundas sobre identidad, tradición y el verdadero significado de representar a una comunidad. Esto es México”, escribió un usuario desde Guadalajara.

 Esto es lo que somos cuando no tenemos miedo de ser nosotros mismos. Mis lágrimas no paran, comentó una mujer desde Oaxaca. Estas mujeres están demostrando que la grandeza no necesita permiso de nadie. El partido terminó 82 a favor de las amazonas de Jacksuná con Sitlali completando nueve entradas y ponchando a 14 de las 27 bateadoras que enfrentó.

 Cuando el árbitro gritó el último out, el estadio se puso de pie en una ovación que duró 5 minutos completos. Pero lo más extraordinario no fue la victoria deportiva, sino lo que sucedió después. Las jugadoras de Nuevo León, que habían llegado al estadio con actitudes de superioridad, se acercaron una por una a felicitar a sus vencedoras con un respeto que iba más allá de la cortesía deportiva.

 ¿Cómo hicieron eso?, le preguntó la capitana regomontana a Sitlali mientras se estrechaban las manos. Nunca habíamos visto nada parecido. Jugamos con el corazón, respondió Sitlali y simplemente. Ustedes juegan con la cabeza. Las dos formas funcionan, pero nosotras jugamos por nuestra familia, por nuestro pueblo, por nuestras abuelas que tejieron estos uniformes.

 Eso nos da una fuerza que no se puede entrenar en ningún gimnasio. Esa noche, mientras las amazonas de Jacksuná cenaban en el restaurante del hotel, ya no eran las curiosidades folclóricas que habían llegado 24 horas antes. eran las sensaciones del torneo, las protagonistas de una historia que había capturado la imaginación de todo el país.

 Los otros equipos las miraban con respeto, los periodistas hacían cola para entrevistarlas y los funcionarios de la Federación Mexicana de Softball comenzaban a hacer cálculos sobre las implicaciones mediáticas y comerciales de lo que estaba sucediendo. para Sitlali, sentada junto a sus compañeras mientras planeaban la estrategia para el siguiente partido. La satisfacción más profunda no venía de la victoria deportiva, sino de algo mucho más trascendente.

 Habían demostrado que era posible conquistar el mundo sin renunciar a quién eres. El torneo apenas había comenzado, pero ya habían ganado algo más importante que cualquier campeonato. el respeto hacia su identidad, su cultura y su derecho a brillar siendo exactamente quienes habían elegido ser.

 Tres meses después de conquistar el campeonato nacional, con una racha de siete victorias consecutivas que había reescrito los récords del softball mexicano, las amazonas de Jacksun recibieron una invitación que ni en sus sueños más ambiciosos habían imaginado. La Universidad de Texas las invitaba a realizar un partido de exhibición antes del inicio de la temporada de softball universitario estadounidense.

 La llamada llegó directamente del Athletic Director de los Texas Longhorns, una institución deportiva que manejaba presupuestos más grandes que el PIB de algunos países centroamericanos. Habían visto los videos virales del torneo nacional, leído los artículos que se habían publicado en Sports Illustrated y ESPN Deportes y decidido que querían ser parte de una historia que estaba trascendiendo el deporte para convertirse en un fenómeno cultural global.

 Queremos que vengan a Austin a jugar contra nuestro equipo universitario”, explicó por teléfono Robert Anderson, el director deportivo. Será un partido de exhibición, pero lo transmitiremos en vivo por ESPN y lo promocionaremos como un evento especial. Cubriremos todos los gastos, vuelos, hospedaje, comida y les pagaremos una suma considerable por su participación.

 La suma que mencionó era equivalente a 3 años del presupuesto municipal de Jacksuna, pero para Sitlali y sus compañeras el dinero era secundario comparado con la oportunidad histórica que se les presentaba. Serían las primeras mujeres mayas en pisar un estadio universitario estadounidense como atletas principales, no como curiosidades antropológicas.

 La preparación para el viaje a Estados Unidos requirió un nivel de coordinación que puso a prueba todos los recursos de la comunidad maya. Conseguir pasaportes para jóvenes que nunca habían necesitado documentos internacionales implicó viajes múltiples a Mérida, trámites burocráticos que duraron semanas y la intervención de funcionarios consulares que no podían creer que estuvieran procesando documentos para un equipo de softball indígena que iba a jugar en Texas.

 Pero el desafío más complejo fue cultural, cómo mantener su identidad maya en un contexto donde todo estaría diseñado para que se asimilaran a estándares estadounidenses. Podrían seguir jugando con sus uniformes bordados o tendrían que adoptar la uniformidad visual que caracterizaba al deporte universitario norteamericano? La respuesta vino de doña Esperanza, la bisabuela de Sitlali, durante una reunión comunitaria donde se discutían los términos de la participación.

 Mijas, ustedes van a Estados Unidos no a volverse gringas, sino a demostrarles a los gringos lo que significa ser maya. Si les gusta cómo son, bien, si no les gusta, también bien. Pero vayan siendo ustedes mismas, porque eso es lo único que realmente tenemos para ofrecer al mundo. Sus palabras se convirtieron en el mantra del equipo durante las semanas de preparación intensiva.

 Entrenaron con más disciplina que nunca, pero sin cambiar los elementos fundamentales de su identidad. Seguirían jugando descalzas si así se sentían más cómodas. Seguirían vistiendo sus uniformes bordados por las abuelas del pueblo. Seguirían cantando en maya antes de cada partido.

 El vuelo de Mérida a Austin fue la primera experiencia aérea para ocho de las nueve integrantes del equipo. Hitlali había volado una vez durante el torneo nacional, pero para sus compañeras despegar del suelo en una máquina de metal que pesaba toneladas era tan surrealista como las historias de los dioses mayas que volaban transformados en quetzales. Carmen se aferró al brazo de Sitlali durante todo el despegue, susurrando oraciones en maya que habían aprendido de sus abuelas para protegerse durante los viajes largos.

 María José no pudo evitar llorar cuando vio Yucatán convertirse en un mapa de colores verdes y azules que se extendía hasta el horizonte, consciente de que estaba viendo su tierra desde la perspectiva de los dioses ancestrales. La llegada al aeropuerto de Austin Berstrom fue como aterrizar en una dimensión paralela, donde todo funcionaba con una eficiencia que contrastaba brutalmente con el ritmo pausado de Jacksuna.

 Escaleras eléctricas que se movían más rápido que sus reflejos, anuncios en inglés que resonaban como música alienígena y una diversidad étnica que incluía todas las combinaciones posibles de la especie humana. El recibimiento, sin embargo, superó todas sus expectativas.

 Un comité oficial de la universidad las esperaba con letreros de bienvenida escritos en español y para su asombro algunos en Maya Yucateco, que habían preparado con ayuda de profesores del departamento de antropología. Cámaras de televisión local la siguieron desde el momento en que salieron del área de equipajes, convirtiendo su llegada en un evento mediático que interrumpió la programación regular de tres cadenas de televisión de Austin.

 Welcome to Texas, Amazonas de Jacksuna”, gritó una multitud de estudiantes universitarios que se habían enterado de su llegada a través de redes sociales y habían decidido recibirlas como heroínas deportivas. Algunos llevaban carteles escritos en español con frases como orgullo maya yucatán en Texas, mientras que otros habían investigado suficiente para crear pancartas con símbolos mayas auténticos.

 El hotel donde se hospedaron estaba ubicado en el centro de Austin, una ciudad que combinaba la modernidad tecnológica de Silicon Valley con la calidez cultural del sur de Estados Unidos. Su suite ocupaba el piso 15 de un rascacielos con vistas panorámicas hacia el río Colorado y el downtown de una ciudad que se enorgullecía de su eslogan Keep Austin mantén Austin raro.

 esa primera noche, mientras cenaban en un restaurante mexicano cuya comida sabía vagamente familiar, pero completamente diferente a la auténtica cocina yucateca, Sitlali reflexionó sobre la extraordinaria cadena de eventos que las había llevado desde un pueblo sin asfaltar hasta una ciudad estadounidense donde ser raro era motivo de celebración.

 ¿Se dan cuenta de que mañana vamos a jugar en un estadio que tiene más capacidad que la población de todo nuestro municipio? Le preguntó a sus compañeras mientras observaba por la ventana las luces de Austin, que se extendían hacia el horizonte como estrellas terrestres.

 Y lo vamos a hacer siendo nosotras mismas, respondió Esperanza, la catcher, con la determinación serena que había caracterizado a todas las mujeres de su familia, tal como prometimos a nuestras abuelas. La mañana del partido amaneció con ese tipo de cielo azul perfecto que solo existe en Texas, sin una sola nube que empañara la inmensidad celestial.

 El estadio de la Universidad de Texas era una catedral del deporte universitario estadounidense con capacidad para 15,000 espectadores y facilidades técnicas que incluían pantallas gigantes de alta definición, sistemas de sonido que podían escucharse a kilómetros de distancia y cámaras de televisión posicionadas en ángulos que capturarían cada momento del evento histórico.

 Las amazonas de Jacksuna llegaron al estadio 3 horas antes del primer lanzamiento, no porque necesitaran tanto tiempo de calentamiento, sino porque querían absorber completamente la magnitud de lo que estaba sucediendo. Caminaron por el campo perfectamente manicurado, tocaron las bases que brillaban bajo el sol tejano y se situaron en el montículo del lanzador, donde Sitlali realizaría sus lanzamientos.

 ante la audiencia más grande de su vida. El contraste con sus oponentes del día era dramático, pero familiar. Las Texas Longhols eran un equipo universitario de élite integrado por jóvenes que habían recibido becas deportivas completas después de destacar en programas de softball de preparatoria que contaban con entrenadores profesionales, instalaciones de entrenamiento que costaban millones de dólares y sistemas de reclutamiento que identificaban talento desde la escuela primaria.

 Sus uniformes eran obras maestras de ingeniería textil, diseñados con materiales que regulaban la temperatura corporal y reducían la fricción. Sus guantes habían sido fabricados por artesanos especializados en productos deportivos de alta gama. Sus zapatos incorporaban tecnología de amortiguación que había sido desarrollada originalmente para astronautas.

 Pero cuando las puertas del estadio se abrieron al público, algo extraordinario comenzó a suceder. En lugar de los 3000 espectadores que habían calculado los organizadores para un partido de exhibición en día de semana, comenzaron a llegar oleadas de personas que transformaron el evento en un fenómeno social que trascendía el deporte.

 Llegaron familias meéxicoamericanas completas, abuelos que habían cruzado la frontera décadas atrás trayendo a nietos nacidos en Texas para que fueran testigos de algo que les conectaría con sus raíces culturales. Llegaron profesores universitarios especializados en estudios latinoamericanos con sus estudiantes, entendiendo que estaban presenciando una lección de antropología cultural en tiempo real.

 Llegaron activistas de derechos indígenas, periodistas internacionales y curiosos que simplemente habían escuchado que algo histórico estaba sucediendo en el estadio universitario. Cuando las amazonas de Jacksuna salieron del dugout para el calentamiento previo al partido, vestidas con sus uniformes bordados que brillaban bajo las luces del estadio como obras de arte textil, el rugido que se alzó desde las gradas fue tan poderoso que se sintió como un temblor.

 15000 personas puestas de pie aplaudiendo, gritando y muchas llorando al ver a nueve jóvenes mayas caminando por un campo de softball estadounidense con la dignidad de embajadoras culturales. Las cámaras de ESPN captaron cada detalle de la ceremonia de presentación. Sitlali, parada en el montículo del lanzador, con su cabello negro trenzado, según la tradición maya, y sus pies descalzos, firmemente plantados en la goma de lanzar, saludó a las cuatro direcciones sagradas antes de realizar su primer lanzamiento de calentamiento. El gesto transmitido en vivo a millones de hogares en Estados Unidos y México se

convirtió instantáneamente en un símbolo de resistencia cultural que trascendía cualquier contexto deportivo. El primer lanzamiento oficial del partido cortó el aire tejano con una velocidad que registró 94 millas por hora en el radar del estadio, provocando un murmullo de asombro entre espectadores, que no esperaban esa potencia de una joven que parecía más delicada que poderosa.

 Pero lo que realmente impresionó a los expertos en softball que comentaban el partido para ESPN no fue la velocidad, sino la precisión quirúrgica con que Sitlali ubicaba cada lanzamiento exactamente donde quería. En mis 20 años cubriendo softball universitario”, comentó Linda Martínez, la analista de ESPN, “nunca había visto control de zona como este.

Es como si pudiera pintar la esquina del plato con los ojos cerrados. El partido se desarrolló como una sinfonía de contrastes culturales que mantuvo a los espectadores en suspense emocional constante. Las Texas Longhorns jugaban con la disciplina técnica y la preparación científica que caracterizaba al deporte universitario estadounidense.

Las amazonas de Jacksun jugaban con una intuición que parecía conectarlas directamente con fuerzas que sus oponentes no podían comprender ni anticipar. Cada entrada se convertía en una lección de antropología deportiva transmitida en vivo. Cuando Carmen robó segunda base con una lectura del piter que desafió todos los análisis estadísticos computarizados, los comentaristas se quedaron sin palabras técnicas para explicar lo que habían presenciado.

 Cuando María José conectó un triple que rodó hasta la esquina más lejana del jardín derecho, corriendo las bases con una fluidez que parecía más danza que atletismo, las cámaras siguieron cada paso como si estuvieran documentando una nueva forma de movimiento humano, pero el momento que definiría el partido y posiblemente la vida de Sitlali llegó en la séptima entrada con el marcador empatado 3-3 y las bases llenas.

La mejor bateadora de Texas se acercó al plato con la confianza de quien había conectado Home Runs contra las mejores lanzadoras del circuito universitario estadounidense. Sitlali se detuvo en el montículo, respiró profundamente y por un momento cerró los ojos. En ese instante de concentración absoluta, escuchó la voz de su bisabuela diciéndole, “Lanza con el corazón, mi hija. Lanza por todas las mujeres mayas que nunca tuvieron esta oportunidad.

” Cuando abrió los ojos, ya no estaba solo jugando softball, estaba realizando un acto de afirmación cultural que resonaría durante generaciones. El lanzamiento que siguió fue perfecto en todos los sentidos técnicos y mágicos. Una recta que cortó la zona de strike como un rayo imposible de conectar que selló la victoria 4-3 para las amazonas de Jacksun ante un estadio que estalló en una ovación que duró 10 minutos y se sintió en todo Austin.

 Cuando el último out fue registrado, Sitlali no celebró como los atletas profesionales. quitó su gorra bordada, se arrodilló en el montículo del lanzador y tocó la tierra del estadio con la palma de su mano, agradeciendo a la madre tierra por permitirle representar dignamente a su pueblo en territorio lejano.

 La imagen de esa joven maya arrodillada en un estadio estadounidense, con sus pies descalzos y su uniforme bordado por abuelas de Yucatán, se convirtió en la fotografía deportiva más compartida en redes sociales de toda la década. Pero para Sitlali, la satisfacción más profunda no venía de la victoria deportiva, sino de haber cumplido la promesa que había hecho a su comunidad.

brillar en el escenario mundial siendo exactamente quién era. Esa noche, durante la cena de celebración en el hotel, recibió una llamada que cambiaría nuevamente el rumbo de su vida. Era un representante de la Major League Baséball que había visto el partido y quería discutir la posibilidad de que se convirtiera en la primera mujer maya en firmar un contrato profesional en Estados Unidos.

Pero esa es otra historia, una que comenzó el día que una niña de Yaksuna encontró una pelota perdida junto a la carretera y decidió que los sueños imposibles son los únicos que vale la pena perseguir.