El estadio Rose Bow de Pasadena rugía con 85,000 voces. Ese 10 de julio de 1999, el sol californiano caía como plomo fundido sobre el césped, donde dos elecciones femeninas de fútbol escribían historia. Estados Unidos enfrentaba a China en la final de la Copa Mundial femenina, pero en las gradas, envuelta entre la multitud, una joven mexicana de 23 años llamada Maribel Domínguez observaba cada jugada con una intensidad que quemaba.
Sus ojos cafés no parpadeaban mientras las jugadoras estadounidenses celebraban su victoria en penales. Brandy Chastin acababa de arrancar su camiseta en un grito de gloria que daría la vuelta al mundo. Pero Maribel no veía solo celebración, veía un futuro que todavía no le pertenecía.
Maribel había crecido en Hidalgo, en un México donde el fútbol femenino era poco más que un susurro olvidado. Mientras los niños soñaban con el Estadio Azteca, las niñas eran empujadas hacia otras direcciones, hacia otros sueños más apropiados.
Pero ella había nacido con una pelota pegada a los pies, con un hambre que no entendía de géneros ni de expectativas sociales. A los 6 años ya driblaba a sus primos en las calles polvorientas de parque de poblamiento. A los 10 su padre, un hombre de manos callosas y corazón inmenso, la inscribió en un equipo varonil porque no había opciones para mujeres.

Los muchachos se burlaban al principio, la empujaban, le hacían faltas duras pensando que abandonaría. No conocían a Maribel Domínguez Castelán. Cada golpe la hacía más fuerte. Cada humillación encendía un fuego más brillante en su pecho. Cuando tenía 12 años, su técnico en ese equipo masculino le dijo algo que grabaría en su alma como cicatriz sagrada.
Juegas mejor que la mitad de estos esquincles, pero el mundo no está listo para ti. Esas palabras podrían haber aplastado a cualquiera. A Maribel la convirtieron en acero templado. Si el mundo no estaba listo, ella lo prepararía a patadas. El camino hasta ese día en Pasadena había sido sembrado de espinas.
A los 16 años, Maribel finalmente encontró un equipo femenino en el club Atlas de Guadalajara. Era 1992 y el fútbol femenino mexicano apenas respiraba entre la indiferencia y el desdén. Los entrenamientos eran en canchas descuidadas, sin reflectores, sin recursos.
Mientras los equipos varoniles viajaban en autobuses con aire acondicionado, ellas se apretujaban en camionetas destartaladas. Mientras los hombres recibían patrocinios y salarios, ellas pagaban de su bolsillo el derecho a perseguir un sueño que pocos valoraban. Pero Maribel no jugaba por dinero ni por fama. Jugaba porque respirar y tocar el balón eran la misma cosa.
Jugaba porque cada gol era un grito contra todos los que le habían dicho que no, contra cada puerta cerrada, contra cada risa burlona. Y vaya que había burlones. En 1996, cuando la selección femenina mexicana apenas comenzaba a estructurarse formalmente, Maribel fue convocada. Tenía 20 años y un talento tan evidente que era imposible ignorarlo.
Pero el talento en un país que apenas reconocía el fútbol femenino no garantizaba nada. Las concentraciones de la selección eran espartanas, hoteles de tercera categoría, comidas escasas, entrenamientos en instalaciones que los equipos varoniles ni siquiera considerarían. Y las críticas, Dios, las críticas, periodistas deportivos que dedicaban segundos despectivos a mencionar los partidos femeninos, comentaristas que hacían chistes sobre mujeres jugando fútbol, aficionados que gritaban desde las tribunas que volvieran a la cocina. Cada palabra era un clavo, pero Maribel
construía con esos clavos una armadura impenetrable. En 1998, México clasificó milagrosamente para los Juegos Centroamericanos y del Caribe. Era la primera vez que muchas de esas jugadoras representarían a su país en un torneo internacional significativo. Maribel, ya capitana del equipo, cargaba sobre sus hombros delgados el peso de generaciones de mujeres mexicanas que habían soñado con ese momento. La presión era titánica.
Una derrota no sería solo una derrota deportiva, sería la confirmación para todos los escépticos de que las mujeres no merecían ese espacio. El torneo se jugó en Maracaibo, Venezuela. calor abrasador, humedad que convertía cada respiración en esfuerzo y rivales que llevaban años de ventaja en desarrollo.
Estados Unidos ya tenía una liga profesional femenina desde 1996. Brasil invertía en sus selecciones femeninas desde inicios de los 90. México llegaba con corazón y poco más. En el primer partido contra Guatemala, Maribel anotó dos goles. No eran goles normales, eran declaraciones de existencia. El primero, un tiro desde fuera del área que besó el ángulo superior con una precisión quirúrgica.
El segundo, un regate imposible entre tres defensoras que terminó con un disparo que explotó las redes. Los siguientes partidos fueron una montaña rusa emocional. Victorias ajustadas, empates agónicos, derrotas que dolían como heridas abiertas. Pero Maribel seguía siendo el faro. En cada partido, su número ocho era el último en abandonar la cancha.
Sus piernas sangraban por los raspones del césped maltratado. Sus pulmones ardían por el esfuerzo sobrehumano. Su mente nunca jamás consideró rendirse. México llegó a semifinales, un logro histórico que apenas mereció mención en los periódicos nacionales. Perdieron contra Cuba, pero Maribel había demostrado algo crucial.
Las mexicanas podían competir, podían ganar. merecían respeto. Regresó de Venezuela convertida en leyenda silenciosa. En Hidalgo, en su barrio, los niños ahora la detení para pedirle autógrafos. Las niñas la miraban con ojos brillantes, llenos de posibilidad, pero en los círculos oficiales del fútbol mexicano seguía siendo una anomalía incómoda.
Las inversiones para el equipo femenino eran migajas. Los horarios de entrenamiento, los peores, las oportunidades de jugar internacionalmente, casi inexistentes. Mientras Maribel veía como jugadoras estadounidenses y europeas firmaban contratos profesionales lucrativos, ella trabajaba medio tiempo como entrenadora de niños para pagar sus gastos básicos, pero algo había cambiado irreversiblemente en su interior después de ese torneo en Venezuela.
Había probado la gloria internacional, había sentido lo que significaba representar a México contra el mundo y ese sabor era adictivo. No importaba cuántas puertas se cerraran, ella encontraría ventanas. No importaba cuántos obstáculos aparecieran, los saltaría o los derribaría, porque Maribel Domínguez no había nacido para aceptar límites impuestos por otros.
El año 2000 llegó con promesas inciertas. Maribel tenía 24 años y su carrera en México comenzaba a estancarse. Había ganado todo lo que podía ganar en la Liga Femenil Mexicana con el Atlas, pero ese todo se sentía como nada comparado con las oportunidades que existían más allá de las fronteras. veía a jugadoras brasileñas brillar en Europa, a estadounidenses convertirse en iconos globales y se preguntaba qué tendría que hacer para que el mundo la viera realmente. La respuesta llegó en forma de carta desde Barcelona, a España. El
FC Barcelona femenino, un equipo que apenas comenzaba su proyecto serio en el fútbol femenino, había escuchado rumores sobre una mexicana extraordinaria. Necesitaban una delantera con hambre, con técnica, con ese fuego que no se enseña en ninguna academia.
Maribel leyó esa carta una, dos, 10 veces, temiendo que desapareciera como espejismo. Europa. El sueño que ni siquiera se había atrevido a soñar completamente porque parecía demasiado lejano, demasiado imposible para una mujer de Hidalgo que había crecido jugando descalza. Pero firmar con el Barcelona significaba abandonar todo lo conocido.
Significaba dejar a su familia, especialmente a su padre, quien había sido su primer entrenador, su primer creyente, su roca inquebrantable. significaba lanzarse a un continente donde no conocía a nadie, donde tendría que demostrar nuevamente su valía desde cero. La noche antes de tomar la decisión, su padre se sentó con ella en la pequeña sala de su casa.
“Hija,” le dijo con esa voz ronca de tanto grito de aliento desde las gradas, “te he visto jugar desde que aprendiste a caminar. Te he visto caer y levantarte mil veces. Si no vas, siempre te preguntarás qué hubiera pasado. Ve y enséñales quién es Maribel Domínguez. Barcelona en el 2000 no era la potencia femenina que sería décadas después.
El equipo femenino era tratado como proyecto secundario. Jugaba en instalaciones modestas y la asistencia a los partidos apenas llenaba pequeñas gradas. Pero para Maribel, que venía de México, donde las jugadoras eran prácticamente invisibles, Barcelona representaba un paso adelante monumental.
Al menos aquí había estructura, había entrenadores dedicados, había compañeras que vivían exclusivamente del fútbol. Los primeros meses fueron devastadores. El idioma era una barrera que la aislaba. Las tácticas europeas eran diferentes, más estructuradas, menos dependientes de la habilidad individual que ella dominaba. Sus compañeras españolas, aunque profesionales, la miraban con curiosidad, mezclada con escepticismo.
¿Quién era esta mexicana? ¿Realmente tenía el nivel para jugar en Europa? Maribel escuchaba los susurros en el vestuario. Entendía suficiente castellano para captar las dudas y cada duda era combustible. Su primer gol con el Barcelona llegó en el tercer partido. Recibió un pase filtrado en el área. Controló con el pecho mientras giraba y antes de que el balón tocara el suelo, disparó de bolea al ángulo. El portero ni siquiera se movió.
Las redes temblaron y el pequeño estadio estalló. Sus compañeras la rodearon con abrazos sorprendidos. En ese momento, Maribel dejó de ser la mexicana experimental para convertirse en la mexicana que puede cambiar partidos. Los goles comenzaron a fluir uno tras otro, cada uno más espectacular que el anterior, pero Europa también le enseñó crueldades nuevas.
En un partido contra el Athletic Club de Bilbao, una defensora le propinó una entrada criminal que le destrozó el tobillo izquierdo. Maribel cayó retorciéndose de dolor mientras la jugadora vasca se alejaba sin disculparse. La lesión la dejó fuera tres meses. Tres meses viendo desde las gradas, tres meses sintiendo su cuerpo atrofiarse mientras su mente gritaba por volver.
Las noches en su pequeño apartamento barcelonés eran oscuras. Se preguntaba si había valido la pena venir tan lejos solo para romperse. Se preguntaba si su carrera terminaría antes de realmente comenzar. La rehabilitación fue tortura sistemática. Cada ejercicio de fortalecimiento le arrancaba lágrimas que se negaba a dejar caer frente a los fisioterapeutas.
Cada intento de trotar enviaba lanzas de dolor desde el tobillo hasta la cadera, pero había algo en Maribel que simplemente no sabía rendirse. Era casi patológico esa incapacidad de aceptar la derrota. Cuando los médicos decían tres meses de recuperación, ella volvía en 2 y medio. Cuando le aconsejaban comenzar despacio, ella entrenaba el doble de lo recomendado.
Su cuerpo era un instrumento que había aprendido a afinar más allá de los límites normales. Regresó a las canchas en marzo del 2001 con una furia contenida. En su primer partido de vuelta anotó un hattrick. No eran goles de suerte o casualidad. eran sentencias judiciales contra cada duda, cada susurro, cada mirada de lástima que había recibido durante su lesión.
El primero fue un cabezazo potente en el área chica, el segundo una carrera de 60 m donde dejó atrás a cuatro defensoras antes de definir con delicadeza. El tercero, un tiro libre desde 25 m que se curvó imposiblemente sobre la barrera y besó el poste antes de entrar.
El técnico del Barcelona, un catalán gruñón llamado Josep, que raramente elogiaba a nadie, la abrazó después del partido. “No he visto a nadie con tu determinación”, le dijo en español entrecortado. “Juegas como si cada partido fuera el último de tu vida.” Y tenía razón. Maribel jugaba así porque había crecido sabiendo que cada oportunidad podía ser la última, que el fútbol femenino era tan precario que cualquier partido podía ser el final. Esa precariedad la había convertido en depredadora implacable.
Pero incluso con su éxito en Barcelona, Maribel sentía que faltaba algo fundamental. Había conquistado España, había silenciado a los escépticos, pero su corazón seguía sangrando verde, blanco y rojo. México, la selección mexicana, cada vez que regresaba para concentraciones con el equipo nacional, sentía que volvía a casa de verdad.
Las instalaciones eran peores, los recursos escasos, pero ese jersey tricolor pesaba más que cualquier trofeo de club. Representar a México no era solo deporte, era vindicación histórica. En 2002, la Federación Mexicana de Fútbol finalmente anunció que participarían en clasificatorios serios para torneos internacionales.
Era un milagro burocrático, resultado de años de presión, de jugadoras como Maribel que se negaban a desaparecer silenciosamente. El objetivo era clasificar para los Juegos Panamericanos de 2003 en República Dominicana. Para lograrlo tendrían que enfrentar a las potencias de la región, Estados Unidos, Canadá, Brasil, equipos con décadas de desarrollo profesional versus México que apenas comenzaba a gatear institucionalmente.
Maribel regresó de Barcelona específicamente para esos clasificatorios. sacrificó partidos importantes con su club porque México era prioridad absoluta. Sus compañeras españolas no entendían. “¿Por qué arriesgas tu carrera por un equipo que ni siquiera te paga?”, le preguntaban.
No había manera de explicarles que no se trataba de dinero. Se trataba de cada niña mexicana que había soñado con jugar fútbol y había sido aplastada. Se trataba de demostrar que México merecía estar en esa conversación global. Los clasificatorios comenzaron en San José, Costa Rica, en agosto de 2002. El calor era letal. La humedad transformaba cada movimiento en esfuerzo hercúleo.
México enfrentaría primero a Guatemala, luego a Honduras y, finalmente, el partido que definiría todo, Estados Unidos. Las estadounidenses eran campeonas mundiales vigentes, un equipo lleno de estrellas que ganaban cientos de miles de dólares anuales. Miaham, Brandy Chastin, Julie Foody. Nombres que resonaban globalmente. Contra ellas, México alinearía a un grupo de mujeres que trabajaban medio tiempo, que entrenaban en condiciones precarias, que jugaban por puro amor y orgullo nacional.
El primer partido contra Guatemala fue victoria contundente, 4 a0. Maribel anotó dos goles y dio dos asistencias, pero lo más importante fue el mensaje enviado. México venía en serio. El vestuario después del partido era celebración contenida. Las jugadoras sabían que Guatemala era apenas el aperitivo. Honduras sería más difícil y Estados Unidos.
Estados Unidos era la montaña que parecía imposible de escalar. Honduras resultó ser batalla campal. Las centroamericanas jugaron con dureza física extrema, conscientes de que su única posibilidad era intimidar a las mexicanas. Maribel recibió codazos, pisotones, jalones de cabello que el árbitro ignoraba sistemáticamente. En el minuto 72, con el partido empatado 1 a un, recibió una entrada por la espalda que la dejó tendida en el césped.
El dolor en la zona lumbar era atroz. El doctor del equipo corrió para atenderla mientras sus compañeras formaban un círculo protector. “¿Puedes continuar?”, le preguntó el médico. Maribel lo miró como si hubiera preguntado algo absurdo. No voy a salir de esta cancha, gruñó. 10 minutos después, todavía cojeando ligeramente, Maribel recibió el balón en tres cuartos de cancha. Tres defensoras hondureñas convergieron sobre ella. Debía pasar.
Cualquier entrenador diría que debía pasar. Pero Maribel vio espacio entre dos de ellas, un hueco de apenas centímetros. Se lanzó a través de ese espacio con una explosión de velocidad que dejó a las defensoras chocando entre sí. Quedó mano a mano con la portera. Tiempo se detuvo. Podía escuchar su respiración, sentir cada fibra muscular en tensión.
Disparó con su pierna mala, la izquierda, un tiro rastrero al poste largo. ¡Gol! México 2, Honduras 1. Final del partido. El vestuario después de la victoria contra Honduras era mezcla de euforia y terror anticipado. Habían ganado, estaban cerca de clasificar, pero ahora venía a Estados Unidos. El equipo estadounidense había llegado a Costa Rica en un autobús de lujo con nutricionistas, masajistas, todo un séquito profesional.
México llegó en un autobús regular de transporte público con una hielera de agua y sueños sobredimensionados. La noche antes del partido, Maribel no pudo dormir. Se quedó despierta en la cama compartida del hotel Modesto, mirando el techo, visualizando cada jugada posible. El día del partido amaneció con lluvia torrencial.
El estadio, una instalación modesta con capacidad para 5,000 personas. Estaba curiosamente lleno. Muchos centroamericanos habían venido específicamente a ver si México podía realizar el milagro. Estados Unidos era favorito abrumador. Las apuestas daban a México una probabilidad del 10% de victoria. Los comentaristas estadounidenses hablaban del partido como mero trámite antes de clasificar.
Esa arrogancia, esa certeza de superioridad era exactamente lo que Maribel necesitaba para encender su fuego interno. El himno mexicano sonó en las bocinas rotas del estadio. Maribel cantó cada palabra con lágrimas contenidas. A su lado, sus compañeras temblaban, algunas de nervios, otras de pura adrenalina.
Del otro lado de la cancha, las estadounidenses hacían estiramientos casuales, conversaban relajadamente, no estaban tomando a México en serio. Grave error. El pitazo inicial cortó el aire húmedo. Estados Unidos presionó inmediatamente buscando gol temprano para definir el partido rápido.
Sus jugadoras eran más altas, más fuertes físicamente, producto de años de entrenamiento profesional. Pero Maribel y sus compañeras tenían algo que no se puede comprar con presupuesto. Hambre. Hambre de demostrar, hambre de existir, hambre de escribir historia contra todos los pronósticos. El primer gol estadounidense llegó en el minuto 15.
Un tiro libre bien ejecutado que la portera mexicana apenas tocó con la punta de los dedos. 1 a0. Las jugadoras estadounidenses celebraron con profesionalismo frío. En las gradas, algunos aficionados comenzaron a abandonar el estadio, asumiendo que la paliza estaba iniciando. Pero en el centro del campo, Maribel miraba a sus compañeras con intensidad feroz. “Esto apenas comienza”, les gritó.
No vinimos hasta aquí para hacer decoración. México respondió con rabia organizada. Comenzaron a presionar más alto, a no respetar la reputación de sus rivales. En el minuto 28, Maribel recibió un pase en el borde del área. Una defensora estadounidense enorme, casi 1,80 de estatura, se le vino encima esperando quitarle el balón con pura fuerza. Maribel hizo algo inesperado.
En lugar de proteger el balón o pasar, lo picó sobre la defensora y aceleró alrededor de ella. La estadounidense quedó congelada, humillada. Maribel quedó frente a la portera y definió con precisión milimétrica. Uno a uno. El estadio explotó. Incluso los aficionados neutrales gritaban por México. En la banca estadounidense el entrenador gritaba instrucciones frenéticas.
Sus jugadoras ya no lucían relajadas. Había preocupación en sus rostros. México había dejado de ser víctima conveniente para convertirse en amenaza real. El resto del primer tiempo fue guerra declarada. Entradas duras, disputas áreas, tensión que podía cortarse con cuchillo. Al medio tiempo, el marcador seguía uno a uno, pero psicológicamente México ya había ganado algo crucial, respeto. El vestuario mexicano al medio tiempo era caos controlado.
Las jugadoras jadeaban, sudaban ríos, pero sus ojos brillaban con posibilidad. El entrenador, un veterano que había visto suficiente fútbol mexicano para saber reconocer momentos mágicos, apenas necesitó hablar. “Tienen miedo,” les dijo simplemente. Las estadounidenses tienen miedo porque se dieron cuenta de que podemos ganarles.
Ahora hay que demostrarlo durante 45 minutos más. Maribel bebía agua con manos temblorosas, no de nervios, sino de adrenalina pura. Sentía que todo en su vida la había preparado para este momento específico. Estados Unidos salió al segundo tiempo con estrategia modificada.
Decidieron jugar más físico, usar su ventaja de tamaño y fuerza para intimidar. En el minuto 52, una defensora estadounidense le propinó a Maribel un codazo en las costillas durante un corner que la dejó sin aire. El árbitro no marcó falta. Maribel se levantó despacio tocándose el costado, sabiendo que tendría moretones enormes al día siguiente.
La jugadora estadounidense pasó junto a ella y le susurró en inglés: “Welcome to real football, little girl. Bienvenida al fútbol real, niñita.” Esas palabras fueron el error más grande que esa defensora pudo cometer. Maribel no respondió verbalmente. No necesitaba palabras. Los siguientes 20 minutos fueron exhibición de fútbol de otro nivel.
Maribel recibía el balón y parecía bailar entre las defensoras estadounidenses. Regates imposibles, cambios de dirección que desafiaban la física, aceleraciones que dejaban a las rivales comiendo césped. El público había olvidado completamente las afiliaciones nacionales y simplemente aplaudía el espectáculo. En el minuto 73 ocurrió el momento que definiría todo.
México ganó un tiro libre a 23 met de la portería estadounidense. Posición complicada ligeramente hacia la izquierda. Maribel tomó el balón y lo colocó cuidadosamente en el punto indicado. Sus compañeras se acomodaban en el área preparadas para el rebote. Las defensoras estadounidenses formaron barrera de cinco jugadoras, todas altas, todas confiadas.
La capitana del equipo estadounidense, una mujer con 30 partidos mundiales en su historial, se paró en la barrera y gritó hacia Maribel, “Deja de rezar, esto no es iglesia.” Y rió con sus compañeras. Era burla, era intimidación, era la arrogancia de quien ha ganado todo y asume que seguirá ganando. Maribel miró a esa capitana directamente a los ojos.
No dijo nada, simplemente retrocedió seis pasos, respiró hondo y comenzó su carrera hacia el balón. El tiempo pareció expandirse. Podía escuchar cada grito en las gradas, cada respiración de las jugadoras en el área, el sonido de sus propios tacos contra el césped mojado.
Su pie derecho conectó con el balón en el punto exacto, con el ángulo perfecto, con la fuerza precisa. El balón salió como proyectil, describiendo una curva imposible hacia el ángulo superior derecho. La portera estadounidense ni siquiera extendió las manos. Sabía que era inútil. La barrera quedó congelada mientras el balón pasaba centímetros sobre sus cabezas. El sonido del balón golpeando las redes fue como trueno.
Por un segundo, el estadio quedó en silencio absoluto, como si el universo necesitara procesar lo que acababa de ocurrir. Entonces estalló. El rugido colectivo. Probablemente se escuchó hasta el centro de San José. México dos, Estados Unidos uno. Maribel cayó de rodillas en el césped. Sus compañeras la envolvieron en abrazo colectivo.
Algunas lloraban, otras gritaban incoherentemente. En las gradas, los aficionados mexicanos que habían hecho el viaje saltaban como poseídos. Maribel levantó la vista hacia donde estaba la capitana estadounidense. La mujer que había burlado, la que había sugerido que Maribel rezara en lugar de jugar. Ahora estaba pálida, en shock.
Sus compañeras la consolaban, pero la humillación era evidente en cada línea de su rostro. Los últimos 17 minutos fueron agónicos. Estados Unidos lanzó todo lo que tenía, buscando desesperadamente el empate. Disparos desde cualquier ángulo, corners consecutivos, presión asfixiante. La defensa mexicana se convirtió en muralla heroica.
Una de las defensoras, María, se lanzó a bloquear un disparo con el rostro y quedó sangrando de la nariz. Se negó a salir. Otra. Patricia jugó los últimos 10 minutos con un esguince de tobillo evidente, cojeando, pero sin rendirse. Y Maribel, cuando tenía el balón, lo protegía como si fuera el último de la tierra, arrastrándose hacia las esquinas para quemar segundos preciosos.
El árbitro marcó 5 minutos de tiempo agregado, 5 minutos que parecieron 5 horas. En el minuto 93, Estados Unidos tuvo su mejor oportunidad, un cabezazo a quemarropa que la portera mexicana Janet desvió milagrosamente con la punta de los dedos. El balón golpeó el travesaño y salió.
Fue el último suspiro estadounidense cuando finalmente el silvatazo final sonó. Las jugadoras mexicanas colapsaron en el césped, algunas por agotamiento, otras por emoción, todas por haber logrado lo imposible. Maribel quedó boca arriba mirando el cielo gris de Costa Rica. Las lágrimas corrían por sus sienes, mezclándose con sudor y lluvia. No podía moverse, no quería moverse.
Quería memorizar este momento, grabarlo en cada célula de su cuerpo. Habían derrotado a Estados Unidos. México, el equipo sin recursos, sin reconocimiento, sin nada, excepto corazón descomunal, había derrotado a las campeonas del mundo. Y ella, Maribel Domínguez Castelán, la niña de Hidalgo, que había crecido jugando con varones porque no había otra opción, había anotado el gol que lo hizo posible. El vestuario mexicano después del partido era escena de júbilo absoluto.
Las jugadoras gritaban, saltaban, se abrazaban, lloraban todo simultáneamente. El entrenador intentaba hablar, pero su voz se quebraba de emoción. Maribel estaba sentada en una esquina, todavía procesando cuando una de sus compañeras le mostró su teléfono celular. Las noticias en México comenzaban a llegar. El resultado se había vuelto viral.
Instantáneamente, redes sociales explotaban con celebraciones. Incluso los medios deportivos que tradicionalmente ignoraban el fútbol femenino, ahora transmitían repeticiones del gol de tiro libre una y otra vez. Pero más significativo que la atención mediática era lo que comenzaba a ocurrir en canchas de barrio por todo México.
Niñas que nunca habían considerado el fútbol seriamente, ahora pedían balones a sus padres. Madres que habían desalentado a sus hijas de jugar deportes de contacto, ahora repensaban esas posiciones. El gol de Maribel no solo había derrotado a Estados Unidos, había roto un techo invisible que había existido durante generaciones en la sociedad mexicana.
Si una mujer de Hidalgo podía humillar a las campeonas mundiales, entonces cualquier cosa era posible. Los días siguientes al partido fueron torbellino. México terminó clasificando para los Juegos Panamericanos con récord impresionante.
Las jugadoras regresaron al país como heroínas nacionales, aunque ese título vino con asterisco porque las celebraciones oficiales fueron tibias. La federación organizó un evento modesto, nada comparable a las recepciones que recibían los equipos masculinos. Pero en los barrios, en las colonias populares, la recepción fue épica.
Maribel no podía caminar por las calles de Hidalgo sin que la detuvieran para fotos, para abrazos, para agradecimientos. Lo que siguió fue periodo de transformación tanto personal como del fútbol femenino mexicano. Barcelona le ofreció a Maribel extensión de contrato con aumento significativo de salario. Otros clubes europeos comenzaron a interesarse, pero también comenzó a recibir ofertas inesperadas de ligas emergentes en Estados Unidos, específicamente de la Women’s United Soccer Association. La ironía era deliciosa.
El país cuya selección había humillado, ahora le ofrecía oportunidad profesional de verdad. Maribel pasó noches sin dormir considerando opciones. Quedarse en Barcelona significaba estabilidad y continuidad. Ir a Estados Unidos significaba entrar al corazón de la bestia, demostrar su valía diariamente contra las mejores.
Pero había otra consideración crucial, visibilidad. Si quería inspirar más cambio en México, necesitaba estar en el escenario más grande posible. La liga estadounidense, aunque nueva, tenía cobertura televisiva, presupuesto, infraestructura. Era la plataforma perfecta. En 2003 firmó con el Atlanta Beat de la USA. Fue decisión controvertida.
Algunos la acusaron de venderse, de abandonar su compromiso con el desarrollo del fútbol mexicano. Pero Maribel entendía algo que sus críticos no. Para cambiar el sistema desde afuera, necesitaba convertirse en símbolo tan grande que ignorarla fuera imposible. Necesitaba ser tan exitosa que la Federación Mexicana no tuviera opción, excepto invertir en el programa femenino. Atlanta fue choque cultural tremendo.
Las instalaciones del equipo eran de nivel olímpico. Los salarios, aunque modestos para estándares masculinos, eran suficientes para vivir dignamente del fútbol. Sus compañeras incluían varias campeonas mundiales estadounidenses. La tensión inicial era palpable. Algunas de esas jugadoras habían estado en aquel partido en Costa Rica. Recordaban la humillación.
Maribel podía sentir las miradas, escuchar los murmullos. No era bienvenida exactamente, pero había ganado respeto a la fuerza. Su primer partido en la WA fue contra el Washington Freedom, equipo que incluía a Mia Ham, posiblemente la futbolista más famosa del mundo en ese momento. El estadio tenía 8,000 aficionados, enorme comparado con lo que Maribel había experimentado en México o Barcelona.
Cuando anunció su nombre por los altavoces, hubo mezcla de aplausos y abucheos. Los fanáticos estadounidenses no habían olvidado aquella derrota en clasificatorios. Perfecto. Maribel funcionaba mejor cuando todos apostaban contra ella. 20 minutos dentro del partido, Maribel recibió pase en el medio campo.
Dos defensoras del Freedom convergieron sobre ella, incluida una que había jugado aquella final de la Copa Mundial del 99 que Maribel había visto desde las gradas. La mexicana hizo algo audaz. Intentó una rabona pasando el balón entre sus propias piernas para dejar atrás a ambas defensoras. Técnica arriesgada, casi irresponsable en situación de partido real, excepto que funcionó perfectamente.
Las defensoras chocaron entre sí mientras Maribel aceleraba con el balón. Quedó cara a cara con la portera, la misma Briana Scarry, que había sido heroína de aquella final contra China. Maribel podía sentir a la defensora recuperándose detrás de ella. podía escuchar los gritos del público. Tenía una fracción de segundo para decidir.
Disparó con exterior del pie, un tiro curvo que engañó completamente a Scurri. La portera saltó hacia un lado mientras el balón se curvaba hacia el otro. ¡Gol! Su primer gol en la Liga estadounidense era contra leyendas del fútbol mundial. La celebración fue contenida. Maribel levantó un dedo hacia el cielo dedicando el gol a su padre que seguía el partido desde México a través de transmisión de radio, porque las televisoras mexicanas no consideraban la liga femenina estadounidense digna de cobertura, pero sus compañeras del Atlanta Beat la rodearon con entusiasmo genuino. Había
demostrado que no era coincidencia ni suerte, era real, era especial. Los meses siguientes fueron montaña rusa profesional. Maribel alternaba actuaciones brillantes con lesiones frustrantes. El estilo físico de la liga estadounidense era brutal. Las defensoras no tenían piedad, conscientes de que su reputación dependía de detener a las estrellas.
Una entrada particularmente viciosa en junio le causó contusión severa en el muslo que la dejó fuera. 3 semanas. Durante esa recuperación, la WA comenzó a mostrar señales preocupantes de inestabilidad financiera. La Liga estaba perdiendo dinero aceleradamente. A pesar del talento en el campo, la asistencia era decepcionante.
Los patrocinadores se retiraban, los rumores de cierre circulaban constantemente. Para Maribel era de Jabú cruel. había dejado la precariedad del fútbol mexicano solo para encontrar que incluso en Estados Unidos, con toda su infraestructura, el fútbol femenino seguía siendo considerado producto no rentable. La frustración era abrumadora. ¿Qué más tenían que hacer para que el mundo las tomara en serio? En septiembre de 2003, apenas dos meses después de que Maribel anotara el gol ganador en un partido crucial de playoffs, la Busa anunció su suspensión de operaciones. La
liga colapsaba financieramente. Todas las jugadoras quedaban sin contrato de la noche a la mañana. Para las estadounidenses, con programas nacionales robustos, era contratiempo temporal. Para Maribel era potencial fin de carrera. Barcelona había contratado a otra delantera durante su ausencia.
Las opciones en Europa eran limitadas y México, su México querido, seguía sin tener una liga profesional femenina real. El periodo entre 2003 y 2004 fue el más oscuro de su carrera. Maribel regresó a México sin equipo, sin contrato, sin perspectivas claras. El fútbol femenino mexicano seguía siendo estructura precaria, sostenida más por voluntad que por recursos.
Jugó para equipos amatur, entrenó niños, hizo lo que fuera necesario para sobrevivir mientras mantenía sus habilidades afiladas. Hubo momentos, especialmente en noches de insomnio, donde consideró retirarse. Tenía 27 años. Había logrado más de lo que cualquiera esperaba. Quizás era tiempo de aceptar que el sueño tenía límites naturales, pero entonces ocurrió algo inesperado que cambiaría no solo su vida, sino la narrativa completa del fútbol femenino.
En 2004, Maribel recibió oferta del CF Puebla, un equipo tradicional de la primera división masculina mexicana, no para entrenar, no para trabajar en oficinas, para jugar. serían los primeros en México, quizás en toda América Latina, en intentar integrar a una mujer en un equipo masculino profesional. La propuesta era audaz hasta rayar en locura. Los directivos del Puebla no eran revolucionarios sociales, eran pragmáticos.
Habían visto lo que Maribel podía hacer. Calculaban que su talento superabaes controversias y tenían razón sobre el talento, pero subestimaron dramáticamente las controversias. Cuando anunciaron la contratación de Maribel, la reacción fue volcánica. Columnistas deportivos escribieron editoriales indignados sobre cómo esto destruiría el fútbol.
Jugadores masculinos dieron entrevistas cuestionando la cordura de la directiva. Las redes sociales, todavía en su infancia, pero creciendo, explotaron con opiniones virulentas. Es circo, decían. Es truco publicitario. Una mujer no tiene capacidad física para competir contra hombres. Los comentarios más venenosos venían disfrazados de preocupación. Va a resultar lastimada.
Es peligroso para ella. Pero Maribel sabía leer entre líneas. No era preocupación, era miedo, miedo de que ella pudiera tener éxito y destruir narrativas cómodas sobre limitaciones femeninas, miedo de que una mujer de Hidalgo pudiera ser mejor futbolista que muchos hombres que ganaban salarios profesionales.
La FIFA, órgano rector del fútbol mundial, reaccionó con velocidad sorprendente. En cuestión de semanas emitieron pronunciamiento prohibiendo a Maribel jugar con el Puebla. La justificación oficial era preocupaciones de seguridad y preservar la integridad de las competiciones segregadas por género. La justificación real era preservar el estatu cuo. Si Maribel tenía éxito con Puebla, abriría puerta para cuestionar todo el sistema de segregación en deportes profesionales.
El rechazo fue devastador, no solo por la oportunidad perdida, sino por lo que representaba. Todas las barreras que Maribel había roto, todos los límites que había trascendido, finalmente encontraba muro inamovible. La institución más poderosa del fútbol mundial decía, “No, fin de la discusión. La injusticia ardía en su garganta como ácido.
Había derrotado a campeonas mundiales. Había brillado en ligas profesionales, pero su género la descalificaba automáticamente de ciertas oportunidades, sin importar su talento. Durante semanas después de la decisión de la FIFA, Maribel cayó en depresión profunda. Se encerraba en su casa, ignoraba llamadas, apenas comía. Sus padres estaban aterrorizados viéndola marchitarse.
El fútbol había sido su vida entera, su identidad, su propósito. Y ahora ese propósito parecía arbitrariamente limitado por fuerzas más allá de su control. ¿Para qué seguir? Se preguntaba. ¿Para qué esforzarme si al final siempre habrá un techo impuesto por otros? La respuesta llegó de lugar inesperado. Sus fanáticos.
Comenzaron a llegar cartas, cientos de ellas, de niñas y mujeres por todo México. Eres mi heroína. Por ti empecé a jugar fútbol. Mi hija usa tu jersei y dice que quiere ser como tú. Maribel leyó cada carta con lágrimas corriendo por su rostro. Había estado tan enfocada en su propia batalla que había olvidado el impacto más amplio.
Su lucha no era solo por ella, era por todas esas voces que la veían como posibilidad, como prueba de que los sueños imposibles podían volverse reales. Lentamente, Maribel comenzó a emerger de la oscuridad. Si la FIFA cerraba una puerta, ella encontraría ventanas. No podía jugar profesionalmente con hombres, pero podía continuar elevando el perfil del fútbol femenino. Podía seguir siendo ejemplo viviente de excelencia.
Podía seguir pateando puertas hasta que eventualmente una se diera. La determinación que la había llevado desde las calles de Hidalgo hasta los estadios europeos comenzó a reactivarse. No había terminado ni cerca. El regreso de Maribel al fútbol femenino profesional vino a través de España nuevamente.
El RCD Español de Barcelona, rival histórico del FC Barcelona, ofreció contrato para su equipo femenino. Era 2005. Maribel tenía 29 años y aunque el rechazo de la FIFA había dolido profundamente, había también claridad nueva. Ya no necesitaba validación de instituciones que la rechazaban. Su validación venía de cada gol, cada victoria, cada vez que demostraba que las mujeres merecían el mismo respeto que los hombres en el deporte.
En el español, Maribel se convirtió en leyenda inmediata. anotó 23 goles en su primera temporada, récord del equipo, pero más que los números, era la manera en que jugaba. Cada partido era declaración política. Cada regate era argumento contra la discriminación. Cada celebración era grito de existencia. Los aficionados del español tradicional club de clase trabajadora la adoptaron como propia.
La mexicana le llamaban con cariño y las gradas coreaban su nombre incluso cuando no estaba jugando. Simultáneamente, Maribel continuaba siendo pilar de la selección mexicana. Los Juegos Panamericanos de 2003 en República Dominicana habían sido solo el comienzo. México clasificó para el Mundial femenino de 2007 en China, primera vez en la historia que el equipo mexicano llegaba a ese escenario.
Para Maribel, entonces de 31 años, era culminación de sueño que había comenzado casi dos décadas atrás viendo aquel mundial del 99 desde las gradas. China 2007 fue experiencia agridulce. México quedó en el grupo de la muerte junto con Inglaterra, Japón y Argentina.
El nivel de competencia era estratosférico, países que habían invertido décadas y millones en sus programas femeninos versus México, que seguía operando con presupuesto de subsistencia. Perdieron los tres partidos de fase de grupos, pero dignamente. Maribel anotó el primer gol mundialista en la historia del fútbol femenino mexicano.
Un tiro libre contra Inglaterra que selló su lugar en los libros de historia para siempre. El gol contra Inglaterra fue especialmente significativo porque ocurrió después de otra provocación. Una defensora inglesa durante un corner le había dicho a Maribel, “Go back to making tacos. This is our sport.” Vuelve a hacer tacos. Este es nuestro deporte.
El racismo casual del comentario encendió a Maribel de manera familiar. No respondió con palabras. 5 minutos después, cuando México ganó tiro libre en posición peligrosa, Maribel tomó el balón con la misma determinación que había mostrado años atrás contra Estados Unidos. El disparo fue perfecto, inalcanzable, una sentencia contra el racismo y el desprecio.
Mientras el balón entraba en las redes, Maribel corrió hacia la esquina donde estaban los aficionados mexicanos y se señaló el escudo en el pecho. No era solo un gol, era vindicación. Aunque México no avanzó de fase de grupos, el impacto de su participación fue monumental en casa. La televisión mexicana finalmente transmitió los partidos en horario estelar.
Millones vieron a Maribel y sus compañeras competir contra las mejores del mundo. Las inscripciones de niñas en programas de fútbol se dispararon un 300% en los meses siguientes al mundial. Las escuelas comenzaron a formar equipos femeninos. La federación ante la presión pública anunció inversiones modestas pero significativas en el programa femenino.
Maribel regresó de China consciente de que su carrera estaba entrando en fase final. Tenía 31 años, una eternidad en fútbol femenino, donde las carreras tendían a ser más cortas por falta de recursos médicos y de recuperación adecuados. Su cuerpo llevaba las cicatrices de 15 años de competencia al más alto nivel. Las rodillas crujían cada mañana.
Los tobillos, especialmente el izquierdo que había destrozado en Barcelona, nunca habían sanado completamente, pero su mente seguía afilada como navaja. Entre 2007 y 2010, Maribel jugó en varios equipos españoles y mexicanos, siempre siendo la estrella, siempre anotando goles imposibles, siempre desafiando expectativas. Cada temporada analistas predecían su declive.
Ya está vieja, ha perdido velocidad, debería retirarse con dignidad. Y cada temporada Maribel los callaba anotando 30 40 goles. No era solo talento natural, era conocimiento acumulado de años estudiando el juego. Sabía leer a las defensoras, anticipar movimientos, encontrar espacios que jugadoras más jóvenes y rápidas no veían. En 2009, a los 33 años, Maribel logró algo que parecía imposible. Clasificó con México para los Juegos Olímpicos de Londres 2012.
El torneo preolímpico fue en Vancouver, Canadá. México necesitaba terminar en el top dos de las Américas para clasificar. Los rivales eran Estados Unidos y Canadá, ambos en casa, ambos con recursos infinitamente superiores. Las probabilidades eran astronómicas, pero Maribel había pasado su vida entera convirtiéndolo astronómicamente improbable.
En realidad, el partido decisivo fue contra Canadá en un estadio lleno de 20,000 aficionados canadienses gritando, “¡México necesitaba al menos empatar para mantener vivas sus esperanzas”. Canadá presionó desde el primer minuto con la desesperación de anfitrionas que no podían fallar frente a su público.
Anotaron en el minuto 10 un gol que silenció a los pocos cientos de aficionados mexicanos presentes. Pero Maribel, capitán ahora, veterana de 1000 batallas, reunió a su equipo en el centro del campo. “Nos quedan 80 minutos”, les dijo. 80 minutos para escribir historia. ¿Quién se atreve a rendirse? Nadie se rindió. México peleó cada balón como si fuera el último. Maribel, aunque físicamente ya no podía dominar partidos completos como en su juventud, era maestra táctico estratégica.
Dirigía a sus compañeras, anticipaba jugadas, usaba su experiencia para compensar velocidad perdida. En el minuto 68, México ganó tiro de esquina. Maribel se paró para ejecutarlo, sabiendo que probablemente era una de sus últimas oportunidades de impactar el partido. El corner fue perfecto, curvo hacia el punto de penal donde una compañera cabeceó con potencia.
La portera canadiense desvió parcialmente, pero el balón quedó votando en el área pequeña. Maribel había seguido la jugada y llegó como bala para empujar el rebote. Dos defensoras canadienses también convergieron. Los tres cuerpos chocaron violentamente. Maribel sintió un codazo en el pómulo que le hizo ver estrellas, pero en ese caos de piernas y brazos logró tocar el balón lo suficiente para dirigirlo hacia la línea de gol.
Una defensora intentó despejar, pero solo consiguió golpear a Maribel en la frente. El balón cruzó la línea un instante antes de que la masacre humana colapsara sobre la portería. Gol. Uno a uno. Maribel quedó en el suelo sangrando de una ceja abierta, pero sonriendo. Sus compañeras la levantaron en un abrazo que le comprimió las costillas adoloridas.
El doctor del equipo corrió a revisar la herida en su ceja, pero Maribel lo apartó. “Cóseme en el vestuario después del partido”, gruñó. Ahora hay que defender este resultado y defender lo hicieron. Los últimos 22 minutos fueron defensa heroica. México se parapetó en su área absorbiendo el asalto canadiense con valentía suicida. Cuando el silvatazo final sonó, las jugadoras mexicanas colapsaron de alivio y agotamiento.
Habían clasificado a Londres 2012. Los Juegos Olímpicos de Londres 2012 representaban algo casi mitológico para Maribel. Tenía 36 años cuando el torneo comenzó. Era por mucho la jugadora más veterana del equipo mexicano. Muchas de sus compañeras habían crecido viéndola jugar, idolatrándola.
Ahora compartían vestuario con su heroína de infancia. La presión era inmensa, no solo competitiva, sino también simbólica. Este sería probablemente el último gran torneo de Maribel. Necesitaba que contara. El sorteo colocó a México en grupo con Brasil, Camerún y Nueva Zelanda. Brasil era potencia sudamericana con jugadoras como Marta, considerada por muchos la mejor futbolista de la historia.
México debutó contra Camerún en Coventry, una ciudad industrial del centro de Inglaterra. El estadio tenía 30,000 espectadores, la mayoría británicos simplemente disfrutando del fútbol olímpico. Maribel salió como capitana, llevando la banda sobre el brazo izquierdo como medalla de honor.
El partido contra Camerún fue victoria contundente 3 a0. Maribel no anotó, pero dio dos asistencias perfectas. Ya no era la goleadora imparable de su juventud, pero se había transformado en conductora, en cerebro del equipo. Leía el juego tres movimientos adelante. Encontraba pases que parecían imposibles desde ángulos improbables.
El siguiente partido contra Nueva Zelanda también fue victoria 4 a 2 con Maribel anotando finalmente su primer gol olímpico. un penal ejecutado con la calma de quien ha convertido cientos en su carrera. El partido decisivo contra Brasil fue en Newcastle, en el mítico St James Park. Brasil necesitaba ganar para asegurar el primer lugar del grupo.
México con dos victorias ya había clasificado a cuartos de final, pero Maribel quería más. Quería demostrar que México podía pararse de igual a igual contra cualquiera. Brasil alineó a todas sus estrellas. Marta, Cristián, Formiga, México alineó corazón y táctica. El partido fue exhibición de fútbol hermoso.
Brasil dominaba la posesión con su característico juego bonito, pero México era letal en contragolpes. Maribel y Marta se enfrentaron directamente en varios duelos individuales. Dos leyendas del fútbol femenino, dos mujeres que habían peleado batallas similares contra la indiferencia y el machismo de sus respectivas federaciones. Había respeto mutuo, evidente.
En un momento del segundo tiempo, después de que Maribel robara limpiamente el balón a Marta, la brasileña le extendió la mano para ayudarla a levantarse y le susurró algo en portugués que sonó como elogio. Maribel asintió con sonrisa cansada. Eran guerreras en la misma guerra, aunque vistieran colores diferentes. El partido terminó empate uno a un. México quedó segundo del grupo.
Enfrentaría a Canadá en cuartos de final. El reencuentro con las canadienses venía cargado de historia. Maribel todavía tenía pequeña cicatriz en la ceja de aquel partido clasificatorio. Canadá llegaba con ventaja psicológica. Estaban jugando prácticamente en casa y contaban con Christine Sinclair, una de las máximas goleadoras en la historia del fútbol femenino.
El partido se jugó en Coventry nuevamente y fue drama puro desde el pitazo inicial. Canadá anotó primero. México empató. Canadá volvió a adelantarse. México volvió a empatar. Cada gol era montaña rusa emocional. Maribel estaba por todas partes en el campo corriendo con pulmones que quemaban, con piernas que sentía de concreto.
A los 36 años su cuerpo le gritaba que parara, pero su mente no aceptaba rendición. En el minuto 80, con el marcador 2 a do y el tiempo regular acabándose, Maribel recibió el balón en el medio campo. Tenía dos opciones, pasar hacia los costados o intentar algo audaz. Eligió Audacia. Condujo el balón hacia delante mientras tres defensoras canadienses convergían.
en lugar de frenar o pasar, aceleró entre dos de ellas con explosión de velocidad que parecía imposible para su edad. Las dejó atrás, pero la tercera defensora la alcanzó dentro del área hubo contacto. Maribel cayó. El árbitro señaló penal. El estadio explotó en protestas canadienses.
Las jugadoras de Canadá rodearon al árbitro argumentando que Maribel se había tirado. Las repeticiones más tarde mostrarían que hubo contacto suficiente para justificar el penal, pero en ese momento todo era caos. Maribel tomó el balón para ejecutar el penal. Sus manos temblaban ligeramente mientras lo colocaba en el punto. No era nervios, era agotamiento físico extremo.
Había corrido más de 10 km en condiciones de presión máxima. La portera canadiense intentaba juegos psicológicos moviéndose en la línea hablándole. Maribel bloqueó todo, respiró hondo, corrió hacia el balón, pateó con su pierna derecha fuerte y a la derecha de la portera, gol. México 3, Canadá 2. Los últimos 10 minutos más tiempo agregado fueron agonía defensiva.
Canadá lanzó todo lo que tenía, desesperadas. México defendía con 11 jugadoras detrás del balón. Maribel, normalmente delantera, estaba en su propia área bloqueando disparos. Cuando finalmente el árbitro pitó el final, Maribel colapsó de rodillas. No podía creer lo que habían logrado. México en semifinales olímpicas. Era territorio totalmente inexplorado.
Ninguna selección mexicana, masculina o femenina había llegado tan lejos en Juegos Olímpicos en décadas. La semifinal fue contra Estados Unidos, por supuesto. El destino tenía sentido de simetría cruel. Maribel, ahora veterana de 36 años, enfrentaría nuevamente a las estadounidenses que había humillado una década atrás.
Pero este equipo estadounidense era diferente, más fuerte, incluía a jugadoras como Alex Morgan y Hope Solo. Era francamente el mejor equipo del torneo. México llegaba agotada física y emocionalmente. Las probabilidades eran brutales. El partido se jugó en el Old Trafford de Manchester, el teatro de los sueños. 70,000 espectadores llenaban el estadio. Estados Unidos dominó desde el inicio.
México apenas podía salir de su área. Los goles estadounidenses llegaron con regularidad cruel, 1 2 3 cu. Para el medio tiempo, el marcador era 4 a0, era masacre. En el vestuario, algunas jugadoras mexicanas lloraban. La humillación era completa, pero Maribel, capitana hasta el final, las reunió.
“Escúchenme”, dijo Maribel con voz ronca de tanto gritar instrucciones. “Sí, estamos perdiendo 4 a0. Sí, probablemente perderemos este partido.” Pero hay millones de niñas en México viendo este partido ahora mismo. ¿Qué quieren que vean? ¿Quieren que nos vean rendirnos o quieren que nos vean pelear hasta el último segundo sin importar el marcador? Las lágrimas se secaron, las cabezas se levantaron.
México salió al segundo tiempo no para ganar, sino para demostrar dignidad. Y vaya que pelearon. En el minuto 52, Maribel anotó, recibió un pase filtrado, burló a la defensora con regate simple efectivo y disparó al palo contrario 4 a 1. El gol no cambió el resultado del partido, pero cambió todo lo demás.
Significaba que México no se rendía. Significaba que incluso contra las mejores, incluso en derrota segura, las mexicanas peleaban. Estados Unidos anotó un quinto gol poco después, pero el mensaje había sido enviado. Cuando el partido terminó 5 a1, Maribel fue la última en abandonar el campo. Caminó lentamente hacia el túnel, memorizando cada detalle.
El césped perfecto de L Trafford, el rugido de la multitud, el peso de la derrota, pero también el orgullo de haber llegado donde ningún equipo mexicano había llegado antes. En el túnel, una de las jugadoras estadounidenses, veterana que había estado en aquel partido de clasificatorios una década atrás, se acercó.
Nunca olvidaré tu gol de tiro libre en Costa Rica”, le dijo en español entrecortado. “Cambiaste el juego para todas nosotras. Gracias.” México terminó cuarto lugar en los olímpicos después de perder el partido por la medalla de bronce contra Canadá. No era medalla, pero era el mejor resultado de un equipo mexicano de fútbol en Juegos Olímpicos en la era moderna. El regreso a México fue triunfal de todas formas.
Cientos de personas esperaban en el aeropuerto. Niñas con jersis de Maribel gritaban su nombre. Por primera vez, genuinamente por primera vez, el fútbol femenino mexicano era celebrado nacionalmente. Las jugadoras aparecieron en programas de televisión matutinos, dieron entrevistas en revistas deportivas, recibieron reconocimientos oficiales.
Maribel anunció su retiro de la selección nacional poco después de Londres, 36 años, 16 años vistiendo la camisa tricolor. 105 partidos oficiales, 82 goles. Los números apenas capturaban lo que realmente significaba. Había sido pionera, había sido guerrera, había sido símbolo.
Continuó jugando a nivel de clubes dos años más, primero en España y luego en México, antes de retirarse definitivamente en 2014 a los 38 años. Pero la historia de Maribel no terminaba en la cancha. Su verdadero legado estaba floreciendo por todo México. Para 2015, 3 años después de Londres, la Liga Femenil Mexicana finalmente se profesionalizaba de verdad.
Los equipos de primera división masculina estaban obligados a tener equipos femeninos. Las jugadoras comenzaban a recibir salarios dignos, las transmisiones televisivas eran regulares y todo partía de una línea directa hacia aquel gol de tiro libre en Costa Rica, hacia aquella mujer de Hidalgo que se había negado a aceptar que su género determinara sus límites.
Maribel se convirtió en entrenadora trabajando específicamente con equipos juveniles femeninos. quería asegurarse de que la siguiente generación no tuviera que pelear las mismas batallas que ella había peleado. Quería que pudieran enfocarse en perfeccionar su fútbol, no en justificar su existencia.
Los entrenamientos de Maribel eran legendarios por su intensidad. No permitía autocompasión ni excusas. “El mundo ya tiene suficientes razones para subestimarte”, les decía a sus jugadoras. “No les des más. Sé tan buena que no puedan ignorarte. En 2018, 6 años después de su retiro, Maribel fue inducida al Salón de la Fama del Fútbol Mexicano.
Era la primera mujer en recibir ese honor. La ceremonia fue en el estadio Azteca, aquel coloso que había visto a leyendas masculinas como Hugo Sánchez y Cuautemoc Blanco. Ahora reconocía a Maribel Domínguez como igual. En su discurso de aceptación, Maribel lloró abiertamente por primera vez en público. Esto no es por mí, dijo.
Esto es por cada niña que me escribió una carta. Por cada madre que decidió dejar a su hija jugar fútbol. Por cada padre que llevó a su hija a entrenamientos cuando todos decían que era pérdida de tiempo por todas las mujeres que vinieron antes que yo y pelearon cuando la pelea era aún más difícil.
El impacto de Maribel en la sociedad mexicana trascendió el fútbol. Se convirtió en símbolo del movimiento feminista, en ejemplo de que las mujeres podían sobresalir en espacios tradicionalmente masculinos. Universidades la invitaban a dar conferencias sobre persistencia y superación. Documentalistas filmaban su historia, periodistas escribían libros sobre su vida, pero ella siempre mantenía los pies en la tierra.
Soy solo una mujer de Hidalgo que amaba el fútbol, insistía, si yo pude, cualquiera puede. En 2020, cuando la pandemia paralizó el mundo, Maribel usó su plataforma para organizar entrenamientos virtuales gratuitos para niñas por todo México. Miles se conectaban cada semana para verla enseñar técnicas de regate, tiros, control de balón. Era su manera de seguir derribando barreras, asegurándose de que incluso en crisis las niñas mexicanas tuvieran acceso al deporte que tanto amaban.
Las sesiones se volvieron tan populares que eventualmente se convirtieron en serie de YouTube con millones de vistas. Para 2023, 11 años después de Londres, México clasificó al Mundial femenino de Australia y Nueva Zelanda. La mayoría de las jugadoras en ese equipo habían crecido viendo a Maribel. Algunas habían asistido a sus clínicas de entrenamiento, todas llevaban su legado como armadura invisible.
Cuando México ganó su primer partido mundialista en 20 años, las jugadoras celebraron señalando al cielo. En entrevistas posteriores, la capitana explicó ese gesto fue por Maribel, por mostrarnos que era posible, por abrir las puertas que estaban cerradas. Jugamos sobre sus hombros. Maribel, viendo el partido desde su casa en Hidalgo, rodeada de familia, lloró de orgullo.
Había dejado el juego hacía casi una década, pero seguía ganando victorias. Cada vez que una niña mexicana pateaba un balón soñando con gloria, Maribel ganaba. Cada vez que una mujer era contratada para entrenar equipos masculinos juveniles, Maribel ganaba. Cada vez que alguien desafiaba las limitaciones impuestas por género, Maribel ganaba.
Su verdadero gol no había sido aquel tiro libre contra Estados Unidos, aunque ese permanecería en la memoria colectiva. Su verdadero gol era haber cambiado la conversación completa. La vida de Maribel Domínguez era testimonio de que un individuo suficientemente determinado puede mover montañas.
Había comenzado en las calles polvorientas de Hidalgo, sin recursos, sin apoyo institucional, sin nada, excepto talento bruto y voluntad de acero. Había enfrentado machismo, racismo, instituciones que le decían no, puertas que se cerraban en su cara y había respondido a cada obstáculo, anotando otro gol imposible. No solo había abierto puertas para ella misma, había demolido muros enteros para generaciones que vendrían después.
Aquella capitana estadounidense que había burlado su rezo antes del tiro libre en Costa Rica, probablemente nunca imaginó que su comentario desdeñoso quedaría inmortalizado como preludio de humillación histórica. Maribel había demostrado que no necesitaba rezar, necesitaba creer en sí misma.
en su talento, en su derecho de existir en ese espacio. Y ese gol, aquel tiro libre perfecto que Silvo sobre la barrera de jugadoras estadounidenses y se metió en el ángulo inalcanzable, no solo había ganado un partido, había anunciado que una nueva era había llegado. Las mujeres mexicanas ya no pedirían permiso para soñar en grande.
Lo tomarían, lo conquistarían, lo merecían.
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