El cartel Z invadió una cantina. Jamás imaginaron quién era el cantinero. Son las 11:17 de la noche del viernes 8 de diciembre de 2024, cuando seis sicarios del CNG irrumpen en la cantina El Refugio en pleno centro histórico de Guadalajara. 40 clientes habituales beben cerveza y escuchan rancheras cuando las puertas se abren de golpe y entran hombres armados con fusiles de asalto.
Buscan a El Chivo, un fantasma del cartel de Sinaloa que supuestamente se esconde en la zona. Lo que no saben es que el cantinero tranquilo de 63 años que limpia vasos detrás de la barra es exactamente quien buscan y que ese hombre eliminó a 147 objetivos entre 1990 y 2005. El aire huele a pólvora, tequila derramado y miedo.
Lo que sucederá en los próximos minutos cambiará todo para siempre. Mario Soto lleva 19 años limpiando la misma barra de madera en la cantina, El Refugio. Sus manos arrugadas frotan el trapo húmedo sobre manchas de cerveza mientras los clientes habituales ríen y discuten sobre fútbol. El olor a carne asada se mezcla con el humo de cigarrillos baratos.
Mario tiene 63 años, cabello completamente blanco, una cicatriz que cruza su ceja izquierda. Para todos en el barrio es simplemente don Mario, el cantinero callado que nunca se mete en problemas. La cantina está ubicada en la calle Morelos número 342, a tres cuadras de la Catedral de Guadalajara.
Las paredes están decoradas con fotografías viejas de charros. y cantantes de mariachi. Hay 12 mesas de madera, una rocola antigua en la esquina, botellas de tequila alineadas detrás de la barra. Los viernes por la noche siempre está llena. Hoy no es excepción. 40 personas beben, conversan, olvidan sus problemas por unas horas. Mario sirve un tequila doble a don Refugio, un cliente de 70 años que viene desde hace 30. Salud, Mario, dice el viejo levantando su vaso.
Mario asiente en silencio, sin sonreír. Nunca habla más de lo necesario. Nunca cuenta historias personales. Nadie sabe realmente quién es. Nadie pregunta. En Guadalajara hay cosas que es mejor no saber. A las 11:17 de la noche, las puertas de madera se abren violentamente. Seis hombres entran con fusiles de asalto.
Visten jeans oscuros, camisas negras, gorras con la visera baja, sicarios. Todo el mundo reconoce la postura, la forma de caminar, la frialdad en los ojos. El comandante, un hombre de 35 años con tatuajes en el cuello, grita todos al suelo ahora. Las conversaciones se cortan, los vasos caen. La rocola sigue tocando una canción de Vicente Fernández. Los clientes obedecen inmediatamente.

Se tiran al piso, manos en la nuca, rostros contra las baldosas sucias. Una mujer llora en silencio. Un joven tiembla tan fuerte que sus rodillas golpean el suelo. El comandante camina entre los cuerpos apuntando con su fusil. Buscamos a el chivo, un exicario del cartel de Sinaloa. Sabemos que se esconde por aquí. Quien nos diga dónde está, vive.
Quien mienta muere. Mario permanece de pie detrás de la barra. No se mueve. Sigue sosteniendo el trapo húmedo en su mano derecha. Su expresión no cambia. observa a los sicarios con la misma calma con la que observaría a clientes pidiendo otra ronda. Uno de los sicarios, un muchacho de 23 años con acné en las mejillas, lo señala. Tú, viejo, al suelo.
Mario no responde, no obedece, simplemente coloca el trapo sobre la barra lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. El comandante se acerca a la barra con pasos pesados. Sus botas militares resuenan contra el piso. Se para frente a Mario, separados solo por la madera manchada de tequila. Eres sordo, abuelo te dije al suelo. Mario lo mira directamente a los ojos. No hay miedo en su mirada. No hay desafío tampoco.
Solo una quietud profunda, antigua, peligrosa. Esta es mi cantina, dice Mario con voz baja y ronca. Aquí no me arrodillo. El comandante sonríe. Es una sonrisa cruel, acostumbrada a la obediencia inmediata. Hace un gesto con la cabeza. Dos sicarios rodean la barra, agarran a Mario por los brazos, lo jalan hacia adelante.
Mario no resiste, deja que lo arrastren. Lo estrellan contra la pared junto a las botellas de tequila. Una botella de don Julio cae y se rompe. El olor a agabe inunda el aire. El comandante presiona el cañón de su fusil contra la frente de Mario. Última oportunidad, viejo.
¿Dónde está el chivo? Ahora que terminaste de leer el primer capítulo de esta historia, me gustaría saber algo. ¿Desde dónde nos estás viendo? Déjanos en los comentarios tu nombre y la ciudad desde donde sigues esta historia. Queremos saber quién está del otro lado de la pantalla acompañándonos en esta noche en la cantina El Refugio. Mario respira lentamente.
Siente el metal frío del cañón contra su piel arrugada. Huele el sudor nervioso de los sicarios, la pólvora reciente en sus armas, el miedo de los clientes tirados en el suelo. Ha estado en esta posición antes, muchas veces, hace 30 años. en otra vida cuando él era quien sostenía el arma.
“No sé quién es el chivo”, dice Mario con voz tranquila. “Nunca he escuchado ese nombre.” El comandante lo golpea con la culata del fusil en el estómago. Mario se dobla, cae de rodillas, tosce. El dolor es agudo, pero familiar. Ha recibido golpes peores. Ha sobrevivido torturas que estos muchachos ni siquiera pueden imaginar. Se queda en el suelo respirando profundo, esperando.
El comandante se agacha junto a él, le agarra el cabello blanco, le levanta la cabeza. Mientes, viejo todos en este barrio saben algo. Alguien vio a el chivo. Alguien lo escondió. Alguien le vendió comida. Uno de los sicarios, el muchacho joven con acné, camina entre los clientes en el suelo. Patea a un hombre de 40 años en las costillas.
¿Tú conoces a el chivo? El hombre niega desesperadamente llorando. No, señor, jamás he escuchado ese nombre. Lo juro por mi madre. El sicario le apunta a la cabeza. El hombre se orina encima. La mancha oscura se expande en sus pantalones. El sicario ríe. [ __ ] cobarde. Mario observa la escena desde el suelo. Ve el terror en los ojos de sus clientes. Don Refugio, el viejo de 70 años, tiembla violentamente.
La mujer que lloraba ahora reza en voz baja, un rosario apretado entre sus dedos. El joven de las rodillas temblorosas tiene los ojos cerrados como si no querer ver pudiera salvarlo. Mario conoce a estas personas. Vienen a su cantina desde hace años. Confían en él.
Creen que aquí están seguros y ahora están en el suelo, aterrorizados por su culpa. El comandante suelta el cabello de Mario y se pone de pie. Camina hacia el centro de la cantina. levanta su fusil y dispara tres veces al techo. El ruido es ensordecedor. Pedazos de yeso caen como nieve sucia. Los clientes gritan. Algunos se cubren la cabeza con las manos. El comandante grita sobre el eco de los disparos.
Escuchen bien. El CJNG controla Guadalajara. El cartel de Sinaloa ya no tiene poder aquí. El chivo es un perro viejo que necesita morir. Quien lo proteja muere con él. Mario se levanta lentamente, sus rodillas crujen, siente cada uno de sus 63 años en los huesos, pero también siente algo más, algo que había enterrado hace 19 años cuando decidió retirarse.
Una frialdad, una claridad, un instinto que nunca desaparece completamente, sin importar cuánto tiempo pase limpiando vasos y sirviendo tequila. Se apoya contra la barra, limpia sangre de su labio partido con el dorso de la mano. “Déjenlos ir”, dice con voz más fuerte. Ellos no saben nada. El comandante se voltea hacia Mario. Lo estudia con ojos entrecerrados. Hay algo en la postura del viejo cantinero que no encaja.
La mayoría de las personas a quienes apunta con un fusil tiemblan, suplican, lloran. Este viejo simplemente se para ahí sangrando, mirándolo como si los sicarios fueran una molestia menor. Y tú sí sabes algo, abuelo. El comandante camina de regreso hacia la barra. ¿Por qué defiendes a esta gente? ¿Qué te importa si mueren o no? Mario sostiene la mirada del comandante. No parpadea porque esta es mi cantina. Estas son mis reglas.
Aquí nadie lastima a mis clientes. El comandante ríe. Es una risa genuina, sorprendida. Tus reglas, viejo [ __ ] No entiendes la situación. Yo tengo el fusil. Yo pongo las reglas. Hace un gesto a sus hombres. Dos sicarios agarran a Mario nuevamente, lo arrastran hacia el centro de la cantina, lo tiran al suelo junto a los clientes atterrorizados. El comandante coloca su bota militar.
sobre la espalda de Mario, presionando su rostro contra las baldosas frías. Última vez, abuelo. ¿Dónde está el chivo? Mario siente el peso de la bota, el polvo del suelo en su boca, el silencio tenso de 40 personas esperando su respuesta. Cierra los ojos, ve imágenes de hace 30 años. Cuerpos cayendo, sangre en sus manos. El apodo que lo persiguió durante 13 años.
El chivo, el sicario más letal del cartel de Sinaloa. El hombre que eliminó a 147 objetivos sin fallar nunca. El comandante aumenta la presión de su bota. Mario siente una costilla crujir. El dolor es intenso, pero distante, como si le estuviera sucediendo a otra persona. Ha roto huesos antes, los suyos y los de otros. Sabe exactamente cuánta presión se necesita para fracturar una costilla, cuánta para perforar un pulmón. Este comandante es Amateur. No sabe lo que hace.
Solo está jugando a ser peligroso. Habla, viejo. O empiezo a matar a tus clientes uno por uno hasta que hables. Uno de los sicarios, un hombre gordo de 40 años con una cicatriz en la mejilla, arrastra a don Refugio por el brazo. El viejo de 70 años llora, suplica. Por favor, yo no sé nada. Tengo nietos. por favor.
El sicario lo pone de rodillas en el centro de la cantina, le apunta a la nuca con una pistola Glock 19. El comandante mira a Mario. Última oportunidad. ¿Dónde está el chivo? Mario abre los ojos. Ve a don Refugio temblando, llorando, esperando la muerte. Ve a los otros clientes en el suelo, paralizados de terror. Ve al sicario joven con acné.
nervioso, con el dedo en el gatillo, ve al comandante arrogante, seguro de su poder. Y en ese momento Mario toma una decisión, la misma decisión que juró nunca volver a tomar hace 19 años. Pero algunas promesas se rompen cuando no hay otra opción. El chivo no existe”, dice Mario con voz calmada, clara, sin rastro de miedo. El comandante frunce el seño. “¿Qué dijiste?” Mario repite más fuerte, “El chivo no existe.
Ese apodo lo inventaron hace 30 años para un sicario del cartel de Sinaloa que eliminó a 147 objetivos entre 1990 y 2005.” Yo soy el chivo. Me retiré hace 19 años. Abrí esta cantina para vivir en paz. Ustedes acaban de arruinar esa paz. El silencio que sigue es absoluto. La rócola dejó de tocar hace minutos. Nadie respira. Los seis sicarios se miran entre ellos.
El comandante quita su bota de la espalda de Mario. Da un paso atrás. Su expresión cambia de arrogancia a confusión. Luego a algo parecido al miedo. ¿Estás mintiendo? El chivo es un mito, una leyenda que los viejos del cartel de Sinaloa inventaron para asustar gente. Mario se levanta lentamente. Sus movimientos son diferentes.
Ahora ya no es el cantinero viejo y cansado. Hay una fluidez en cómo se mueve, una precisión, una economía de movimiento que solo viene de años de entrenamiento. Se limpia el polvo de su camisa blanca manchada de sangre. No es un mito. Pregúntale a tu jefe. Pregúntale a cualquiera que trabajó en el cartel de Sinaloa en los 90.
Pregúntale sobre el sicario que nunca falló. El que eliminó a tres comandantes del cartel del Golfo en una sola noche en Monterrey. El que entró solo a una casa de seguridad en Culiacán y salió con cinco objetivos muertos en 7 minutos. El sicario gordo con la cicatriz suelta a don Refugio. El viejo se arrastra de regreso hacia los otros clientes. El sicario joven con acné baja su arma.
Sus manos tiemblan. El comandante intenta mantener el control. Aunque fueras el chivo, eso fue hace 30 años. Ahora eres un viejo. Nosotros somos seis. Estamos armados. Tú no tienes nada. Mario sonríe por primera vez en toda la noche. Es una sonrisa fría, sin humor. Tengo 63 años, pero la memoria muscular no desaparece y ustedes cometieron tres errores. El comandante aprieta su fusil.
¿Qué errores? Mario cuenta con los dedos. Primero, entraron a mi territorio sin investigar quién soy. Segundo, amenazaron a gente inocente en mi cantina. Tercero, me dieron tiempo para decidir si vale la pena romper mi retiro. Camina lentamente hacia la barra. Los sicarios lo siguen con sus armas, pero nadie dispara.
Hay algo en la forma en que Mario se mueve que los paraliza. Una certeza, una ausencia total de miedo. Mario llega a la barra, se agacha detrás de ella. Los sicarios se tensan, apuntan. El comandante grita, “¡No te muevas!” Mario se levanta con las manos vacías. Tranquilos, solo voy a servirme un trago. Si van a matarme, prefiero morir con tequila en el estómago.
Toma una botella de herradura reposado, sirve un caballito, se lo toma de un trago. El líquido quema su garganta, sabe a decisiones irreversibles, a puentes quemados, a la vida que dejó atrás y que ahora regresa como un fantasma. Ahora quiero saber tu opinión. ¿Crees que Mario debió revelar su identidad o debió quedarse callado y dejar que los sicarios hicieran lo que quisieran? ¿Qué harías tú en su lugar? Déjanos tu respuesta en los comentarios.
Queremos saber qué piensas sobre la decisión que acaba de tomar el chivo. El comandante recupera su compostura, apunta directamente a la cabeza de Mario. No me importa quién fuiste, ahora eres un viejo en mi ciudad. El CNG controla Guadalajara. Tu tiempo terminó hace 20 años. Mario coloca el caballito vacío sobre la barra. 19 años. Y tienes razón. Mi tiempo terminó. Por eso me retiré.
Por eso abrí esta cantina. Por eso he servido tequila en lugar de matar gente durante casi dos décadas. Pero ustedes no me dejaron opción. Uno de los sicarios, un hombre delgado de 30 años con tatuajes de calaveras en los brazos, saca su teléfono celular, marca un número. Espera, comandante, déjeme verificar.
Habla en voz baja con alguien al otro lado. Mario escucha fragmentos. Dice que es el chivo. Sí, el de Sinaloa, 60 y tantos años. Cantina en el centro. El sicario escucha, su expresión cambia, palidece, cuelga lentamente, mira al comandante. Jefe, necesitamos irnos ahora. El comandante no se mueve. ¿Qué te dijeron? El sicario traga saliva.
Hablé con el tigre. dice que el chivo es real, que si es él estamos muertos, que el cartel de Sinaloa lo protegió durante años porque era su mejor activo, que cuando se retiró hicieron un pacto, él desaparece, ellos no lo buscan. Dice que nadie sabe dónde está hasta ahora. El comandante mira a Mario con nuevos ojos.
Ya no hay arrogancia, hay cálculo, miedo controlado. Mario camina alrededor de la barra hacia el centro de la cantina. Los sicarios retroceden instintivamente. Mantienen sus armas apuntadas, pero sus manos tiemblan. Mario se para junto a don Refugio, le ofrece su mano. El viejo la toma. Mario lo ayuda a levantarse.
Perdóname, don refugio. No quería que vieras esto. El viejo asiente todavía llorando. Mario mira a los otros clientes. Todos pueden irse. Salgan por la puerta trasera. No miren atrás. No hablen de esto con nadie. Olviden que estuvieron aquí esta noche. Los clientes se levantan torpemente.
Algunos lloran, otros tiemblan tanto que apenas pueden caminar. Se dirigen hacia la puerta trasera de la cantina junto a la cocina. El comandante no los detiene. Está demasiado ocupado observando a Mario tratando de decidir su próximo movimiento. En dos minutos la cantina está vacía, excepto por Mario y los seis sicarios.
El silencio es denso, cargado de violencia potencial. La rocola está apagada. Solo se escucha la respiración nerviosa de los sicarios y el tráfico distante de la calle Morelos. Mario se sienta en una de las sillas de madera, cruza las piernas, parece completamente relajado. Ahora podemos hablar con honestidad. Ustedes vinieron a buscar a el chivo. Me encontraron.
¿Qué van a hacer? El comandante baja su fusil ligeramente. ¿Por qué te retiraste? Los sicarios como tú no se retiran, terminan muertos o en prisión. Mario asiente. Tienes razón, pero yo tuve una razón. Una razón que valió más que el dinero, más que el poder, más que la reputación.
El sicario gordo con la cicatriz pregunta, ¿qué razón? Mario mira hacia la puerta trasera por donde salieron los clientes. Mi hija. En 2005, mi hija tenía 12 años. Su madre había muerto 3 años antes en un accidente. Yo era todo lo que tenía. Un día llegué a casa después de un trabajo en Tijuana. Tenía sangre en la camisa. Ella me vio. Me preguntó, “Papi, ¿qué haces?” No pude mentirle.
Vi el miedo en sus ojos, el miedo hacia mí, su propio padre. Esa noche decidí que terminaría. El comandante escucha, su expresión es ilegible. Y el cartel de Sinaloa te dejó ir así no más. Mario niega con la cabeza. Negocié. Había eliminado 147 objetivos para ellos. Nunca fallé. Nunca hablé, nunca dejé evidencia.
Les dije, “Me voy, desaparezco, cambio de identidad, a cambio, todo lo que sé sobre operaciones, rutas, contactos, muere conmigo.” Aceptaron. Me dieron dinero suficiente para empezar de nuevo. Vine a Guadalajara, abrí esta cantina, crié a mi hija. Ella ahora tiene 31 años, es doctora, vive en Ciudad de México, no sabe quién fui.
El sicario joven con acné baja su arma completamente. Entonces, ¿por qué revelaste tu identidad ahora? Pudiste quedarte callado, dejarnos buscar a alguien que no existe. Mario se levanta de la silla porque iban a matar a gente inocente. Porque don refugio tiene nietos. Porque esa mujer que lloraba tiene tres hijos esperándola en casa.
Porque pasé 19 años tratando de ser diferente del hombre que fui. No iba a dejar que murieran por mi silencio. El comandante levanta su fusil nuevamente. Bonita historia, viejo, pero tengo órdenes. Vine a eliminar a el chivo. No puedo regresar con las manos vacías. Mario asiente lentamente. Lo entiendo. Tienes un trabajo.
Yo también lo tuve. Sé cómo funciona, pero déjame hacerte una pregunta. ¿Realmente quieres intentar matarme? Porque si lo intentas, algunos de ustedes no saldrán vivos de esta cantina, tal vez ninguno. ¿Vale la pena? Los seis sicarios se miran entre ellos. El miedo es visible. Ahora ya no están seguros de nada.
El comandante mantiene su fusil apuntado, pero su dedo no está en el gatillo. Está calculando. Mario lo reconoce porque él hacía lo mismo hace 30 años. Evaluar riesgos, medir probabilidades de supervivencia, decidir si el objetivo vale las bajas potenciales. No estás armado, dice el comandante.
Finalmente revisamos la cantina cuando entramos. No hay armas aquí. Mario sonríe otra vez. Esa sonrisa fría, ¿estás seguro? Camina lentamente hacia la rocola en la esquina. Los sicarios lo siguen con sus armas. Mario mete la mano detrás de la máquina antigua. Hay un click metálico. Saca una pistola Glock 17 negra, bien mantenida. La coloca sobre una mesa cercana. Esta tiene 17 balas.
Camina hacia la barra. Se agacha. Otro clic. Saca una escopeta recortada, la coloca junto a la pistola. Esta tiene seis cartuchos. Camina hacia el cuadro de la Virgen de Guadalupe en la pared. Lo mueve. Detrás hay un compartimento. Saca un cuchillo de combate, lo coloca con las otras armas.
El sicario delgado, con tatuajes de calaveras retrocede hacia la puerta. Comandante, esto es una trampa. Debemos irnos. El comandante no se mueve. está fascinado y aterrorizado al mismo tiempo. ¿Has tenido esas armas aquí durante 19 años? Mario asiente. Esperaba nunca usarlas, pero un sicario retirado es como un alcohólico sobrio.
Siempre hay una parte de ti que sabe que podrías recaer, así que te preparas por si acaso. Mario regresa al centro de la cantina, se para a 3 m de las armas, a 5 m de los sicarios. Ahora tienen una decisión. Pueden intentar matarme. Tal vez lo logren. Son seis, son jóvenes, están armados. Pero yo conozco esta cantina, cada sombra, cada ángulo, cada rincón donde esconderme.
Y aunque tenga 63 años, todavía recuerdo cómo matar eficientemente. Algunos de ustedes morirán. Tal vez todos están dispuestos a arriesgar eso. El comandante baja su fusil lentamente. ¿Cuál es la alternativa? Mario camina hacia la barra, sirve seis caballitos de tequila, los coloca en fila. La alternativa es que se tomen un trago conmigo.
Luego se van, le dicen a su jefe que el chivo no existe, que fue un rumor falso, que perdieron el tiempo. Yo sigo sirviendo tequila, ustedes siguen vivos, todos ganamos. El comandante mira a los caballitos, mira a sus hombres, mira a Mario. Hay un momento de tensión absoluta. Nadie se mueve, nadie respira. El futuro se balancea en un filo de navaja.
Entonces el comandante camina hacia la barra, toma uno de los caballitos, lo huele. ¿Cómo sé que no está envenenado? Mario toma otro caballito, se lo bebe de un trago, porque si quisiera matarlos, ya estarían muertos. No necesito veneno. El comandante observa a Mario durante 5 segundos eternos. Luego se bebe el tequila. Los otros cinco sicarios se acercan lentamente. Cada uno toma un caballito. Beben en silencio.
El tequila quema. El momento es surreal. Seis sicarios del CJNG bebiendo con el sicario legendario del Cartel de Sinaloa en una cantina vacía. A medianoche. El comandante coloca su caballito vacío sobre la barra. ¿Por qué haces esto? Somos enemigos. Representamos al cartel que está eliminando al tuyo. Mario llena los caballitos nuevamente. Yo no tengo cartel.
Me retiré y ustedes no son mis enemigos. Son muchachos haciendo un trabajo peligroso porque probablemente no tienen mejores opciones. Yo fui como ustedes. Entré al cartel de Sinaloa a los 20 años porque necesitaba dinero para cuidar a mi madre enferma. Pensé que sería temporal. 13 años después había matado a 147 personas y no reconocía al hombre en el espejo.
El sicario joven con acné pregunta con voz temblorosa, “¿Cómo vives con eso? ¿Cómo duermes sabiendo lo que hiciste?” Mario lo mira directamente. No duermo bien nunca. Cada noche veo sus caras. 147 rostros. Algunos me suplicaron, otros me maldijeron, otros simplemente cerraron los ojos y esperaron. Lo recuerdo a todos. Esa es mi condena, no la prisión, no la muerte, el recuerdo.
El comandante sirve otra ronda. Esta vez él sirve. Mi jefe no va a aceptar que regrese sin resultados. Dirá que soy débil, que tengo miedo. Mario asiente. Entonces, inventa una historia mejor. Dile que encontraste evidencia de que el chivo murió hace 10 años. Cáncer está enterrado en algún cementerio de Culiacán. Yo te daré detalles suficientes para que suene creíble.
Nombres, fechas, lugares. Tu jefe estará satisfecho. Tú mantienes tu posición. Yo mantengo mi paz. El comandante considera la oferta. Bebe su tercer tequila. El alcohol empieza a relajar la tensión. ¿Por qué nos ayudarías? Entramos aquí para matarte.
Mario limpia la barra con su trapo, el mismo gesto que ha repetido miles de veces en 19 años. Porque ustedes no son diferentes de quien yo fui, y porque si los mato, mi hija eventualmente se enterará. Los periódicos escribirán sobre el tiroteo, investigarán, descubrirán quién soy. Todo lo que construí en estas dos décadas se derrumbará. Prefiero evitar eso.
El sicario gordo con la cicatriz se sienta en una de las sillas. Parece agotado. ¿Tu hija realmente no sabe nada? Mario niega con la cabeza. Nada. Le dije que trabajé en construcción, que ahorré dinero durante años, que su madre murió en un accidente de auto. Todas mentiras, pero mentiras necesarias. Ella creció creyendo que su padre era un hombre honesto.
Se graduó de la universidad, se convirtió en doctora, salva vidas. Es todo lo opuesto a lo que yo fui. Esa es mi redención. El sicario delgado con tatuajes de calaveras pregunta, “¿Alguna vez quisiste decirle la verdad?” Mario llena su propio caballito, lo observa contra la luz tenue de la cantina cada día, pero la verdad destruiría todo.
Me odiaría, cuestionaría cada recuerdo de su infancia. Se preguntaría si alguna vez la amé solo estaba tratando de limpiar mi conciencia. No puedo hacerle eso, así que cargo con el secreto. Es mi peso, no el de ella. El comandante se levanta, camina hacia las armas que Mario colocó sobre la mesa, toca la Glock 17. ¿Cuántas personas mataste con esta? Mario responde sin emoción. 18.
Entre 2003 y 2005. La última fue un comandante del cartel del Golfo en Nuevo Laredo. Después de ese trabajo decidí retirarme. Fue demasiado. Él tenía una foto de sus hijos en su cartera. La vi después. Tres niños probablemente crecieron sin padre por mi culpa. El sicario joven con acné se limpia lágrimas de los ojos.
Yo tengo un hijo, 2 años. Su madre no sabe que trabajo para el CJNG. Piensa que vendo autos, Mario asiente. Entonces, sal mientras puedas, antes de que sea demasiado tarde, antes de que tu hijo crezca y descubra quién eres, antes de que te maten o te encarcelen.
Hay otras formas de ganar dinero más difíciles, sí, pero no te destruyen el alma. El comandante regresa a la barra. No es tan simple. Una vez que entras, no sales. El cartel no deja ir a su gente, lo sabes. Mario sirve otra ronda. Yo salí, negocié, ofrecí algo que valía más que mi vida, mi silencio. Ustedes también tienen información valiosa, rutas, contactos, operaciones.
Pueden negociar o pueden desaparecer, cambiar de identidad, irse a otro estado, a Estados Unidos, a Centroamérica. Es posible, difícil, pero posible. El sicario gordo ríe amargamente. Hablas como si fuera fácil empezar de nuevo. Tengo 40 años. No tengo educación. No tengo habilidades legales. ¿Qué voy a hacer? ¿Trabajar en un Oxo por 120 pesos al día? Mario lo mira con comprensión.
Yo tampoco tenía habilidades legales. Aprendí a administrar una cantina. Tomó tiempo, cometí errores, perdí dinero los primeros dos años, pero sobreviví. Y cada noche que cierro esta cantina sin haber matado a nadie, es una victoria. El ambiente en la cantina ha cambiado completamente.
Ya no hay amenazas, ya no hay armas apuntadas. Solo hay siete hombres bebiendo tequila, compartiendo verdades incómodas en la madrugada. El comandante mira su reloj. Son las 12:43. Llevamos aquí una hora y media. Mi jefe va a llamar pronto preguntando por resultados. Mario saca una libreta vieja de debajo de la barra, escribe durante 2 minutos, arranca la página, se la da al comandante. Aquí están los detalles.
El chivo murió el 15 de marzo de 2014 de cáncer de pulmón en Culiacán. Está enterrado en el cementerio Jardines de Lumaya, sección B, tumba número 234. Su nombre real era Mario Soto, 63 años, sin familia. El funeral fue privado, solo asistieron tres personas. ¿Puedes verificar todo esto? Los registros existen porque yo los creé hace 10 años por si acaso.
El comandante lee la nota, la dobla, la guarda en su bolsillo. Estamos llegando al momento más intenso de esta historia. Lo que sucederá en los próximos capítulos cambiará todo. Pero antes de continuar, quiero que pienses, ¿crees que el comandante cumplirá su palabra o regresará con más sicarios para terminar el trabajo? ¿Puede un hombre como el chivo realmente encontrar paz? Sigue con nosotros porque lo que viene te dejará sin aliento.
El comandante guarda la nota y extiende su mano hacia Mario. Trato hecho. Le diré a mi jefe que el chivo está muerto. Tú sigues con tu cantina. Nosotros seguimos con nuestras vidas. Mario estrecha su mano. El apretón es firme. Hay un entendimiento silencioso entre dos hombres que conocen la violencia íntimamente. El comandante hace un gesto a sus hombres. Vámonos.
Los cinco sicarios se levantan, caminan hacia la puerta, pero entonces el sicario delgado, con tatuajes de calaveras se detiene. Se voltea. Esperen, hay un problema. El comandante frunce el seño. ¿Qué problema? El sicario señala hacia la calle a través de la ventana. Afuera hay tres camionetas. No son nuestras, acaban de llegar.
Mario camina hacia la ventana. Mira con cuidado. Ve tres camionetas negras estacionadas frente a la cantina. Hombres armados bajan. Cuenta rápidamente. 12 sicarios mejor armados que los seis que están dentro. El comandante maldice en voz baja, saca su teléfono, marca. Nadie contesta marca otro número tampoco. Nos traicionaron.
Alguien le dijo a otra célula que encontramos a el chivo. Vinieron a robarnos el crédito. Mario se aleja de la ventana. Su expresión es calmada, pero sus ojos están calculando. ¿Quién es el comandante de esa célula? El sicario gordo responde, el verdugo, 38 años, exmilitar, eliminó a 40 personas el año pasado. Es brutal, no negocia. Mario asiente lentamente.
Entonces, tenemos un problema compartido. Si el verdugo entra aquí, nos mata a todos. A ustedes por traidores, a mí por ser quien soy. El comandante mira las armas sobre la mesa. No son suficientes. Somos siete contra 12 y ellos tienen fusiles de asalto, granadas, chalecos antibalas.
Mario camina hacia la puerta trasera, la cierra con llave. Cierra también la puerta principal. No necesitamos más armas, necesitamos ventaja táctica. Los sicarios lo miran sin entender. Mario señala alrededor de la cantina. Este es mi territorio. Conozco cada centímetro. La puerta principal es la única entrada visible. Pero hay tres puntos débiles.
La ventana del baño, la puerta trasera de la cocina, el tragaluz del techo. El verdugo intentará entrar por los tres simultáneamente. Necesitamos cubrirlos todos. El comandante empieza a entender. Estás diciendo que nos ayudarás a defendernos. Mario, toma la Glock 17 de la mesa. Verifica el cargador. 17 balas.
No tengo opción. Si el verdugo me captura, me torturará para obtener información sobre el cartel de Sinaloa. Luego me matará. Luego investigará mi vida, encontrará a mi hija, la usará como mensaje. No puedo permitir eso. Lanza la escopeta recortada al comandante. Tú cubres la puerta principal.
Tus dos hombres más experimentados cubren la puerta trasera. Los otros tres cubren las ventanas. Afuera, los 12 sicarios del verdugo se organizan. Mario los observa desde una rendija en la ventana. Reconoce la formación. Táctica militar básica. Tres equipos de cuatro, uno frontal, dos flanqueando.
Tienen 30 segundos antes de que ataquen. Posiciones. Ahora los seis sicarios obedecen instintivamente. Hay algo en la voz de Mario que no admite dudas. La voz del chivo. La voz del sicario que eliminó 147 objetivos sin fallar nunca. El sicario joven con acné tiembla. mientras se posiciona junto a la ventana del baño.
Nunca he estado en un tiroteo real, solo he amenazado gente. Mario se arrodilla junto a él. Escucha, cuando empiecen a disparar, no pienses. Solo reacciona, apunta al centro de masa, dispara dos veces, muévete. No te quedes en el mismo lugar y respira. Si dejas de respirar, mueres. El muchacho asiente. Sus manos todavía tiemblan, pero hay determinación en sus ojos.
Afuera, el verdugo grita, “Mario Soto, sabemos quién eres. Sal con las manos arriba. Tienes 10 segundos.” Mario no responde. Cuenta mentalmente. 10 9 8. Revisa su pistola una última vez. 7 6 C Mira a los seis sicarios que hace una hora querían matarlo y que ahora dependen de él para sobrevivir. Cuatro, tres, dos, respira profundo. Uno, las puertas explotan hacia adentro.
El tiroteo comienza. La puerta principal se astilla bajo una ráfaga de fusil de asalto. El comandante dispara la escopeta recortada a través del humo y la madera destrozada. Un grito afuera, alguien cae. El sicario gordo y el delgado disparan desde la cocina cuando tres hombres intentan entrar por la puerta trasera. Vidrios explotan.
Balas perforan las paredes. El olor a pólvora llena la cantina. Mario se mueve con fluidez imposible para un hombre de 63 años. Dispara dos veces hacia la ventana del baño. Dos impactos. Un cuerpo cae. El sicario joven con acné dispara su pistola con los ojos cerrados. “Abre los ojos, grita Mario.
No puedes pelear ciego.” El muchacho abre los ojos, ve a un sicario trepando por la ventana, dispara tres veces. El sicario cae hacia atrás. El muchacho vomita inmediatamente. No hay tiempo para eso. Recarga. Mario le lanza un cargador extra. El muchacho recarga con manos temblorosas, pero funcionales. Está aprendiendo, está sobreviviendo. El verdugo grita órdenes afuera.
Equipo dos, rodeen por el callejón. Equipo tres, suban al techo. Mario escucha, calcula. Comandante, van por el tragaluz. El comandante mira hacia arriba. El tragaluz de vidrio en el techo está a 4 m de altura. No podemos cubrirlo desde aquí. Mario corre hacia la rocola, la empuja con fuerza sorprendente.
La máquina antigua se desliza. Debajo hay una trampilla. Ayúdenme. El sicario gordo corre hacia Mario. Juntos levantan la trampilla. Debajo hay un sótano pequeño. ¿Qué es esto?, pregunta el sicario. Refugio antiaéreo de los años 50. El dueño anterior era paranoico. Mario saca una caja de metal del sótano. Dentro hay granadas, tres viejas pero funcionales. Las compré hace 15 años.
Esperaba nunca usarlas. Toma una, le quita el seguro, la lanza por la ventana rota hacia donde están reagrupándose los sicarios del verdugo. La explosión sacude la cantina. Gritos afuera. Mario no espera. Lanza la segunda granada hacia la puerta trasera. Otra explosión. Más gritos. El tiroteo disminuye momentáneamente. Los sicarios del verdugo están desorientados, asustados. No esperaban resistencia organizada.
No esperaban granadas. El comandante aprovecha. Sale por la puerta principal, dispara la escopeta a quemarropa contra dos sicarios que intentaban entrar. Ambos caen. Regresa adentro. Antes de que puedan responder, el sicario delgado con tatuajes grita desde la cocina. Están retrocediendo, se están reagrupando.
Mario mira por la ventana, cuenta, ocho sicarios del verdugo siguen en pie. Cuatro muertos o heridos. No se están reagrupando. Están esperando refuerzos. El comandante recarga su escopeta. ¿Cuánto tiempo tenemos? Mario escucha. Sirenas a lo lejos. 5 minutos, tal vez menos. Alguien llamó a la policía. El comandante ríe sin humor. La policía no nos ayudará. La mitad trabaja para el cej.
Mario guarda su última granada. No necesitamos que nos ayuden, solo necesitamos que lleguen. El verdugo no querrá estar aquí cuando aparezcan. Demasiadas preguntas, demasiados testigos. Afuera. El verdugo grita, “Esto no termina aquí, chivo. Te encontraré. Encontraré a tu familia.” Mario se congela. Esas palabras cruzan una línea. Amenazar a su hija.
El único motivo por el cual se retiró. El único motivo por el cual ha vivido honestamente durante 19 años. Camina hacia la puerta principal. El comandante intenta detenerlo. ¿Qué haces? Te matarán. Mario lo aparta suavemente. Ya crucé demasiadas líneas esta noche. Una más no importa. Sale de la cantina con las manos vacías.
Los ocho sicarios del verdugo lo apuntan inmediatamente. El verdugo, un hombre enorme con cicatrices en el rostro y tatuajes en el cuello, camina hacia Mario. ¿Viniste a rendirte, viejo? Mario lo mira sin miedo. Vine a negociar. El verdugo ríe. No hay negociación. Mataste a cuatro de mis hombres, heriste a tres más. Vas a morir lentamente. Mario asiente.
Probablemente, pero antes de que eso pase, quiero que sepas algo. Tengo contactos en el cartel de Sinaloa. Gente que me debe favores, gente que prometió proteger a mi familia si algo me pasaba. Si me matas, si tocas a mi hija, ellos vendrán por ti. No solo por ti, por tu familia, tus hermanos, tus padres, tus hijos, todos. Ese es el trato que hice cuando me retiré.
El verdugo deja de reír. ¿Estás mintiendo? Mario saca un teléfono viejo de su bolsillo, marca un número, pone el altavoz. Una voz ronca contesta, “Mario, ¿eres tú? Mario responde, “Sí, compadre, tengo un problema. Un comandante del CJNG llamado el verdugo, amenazó a mi hija. Silencio al otro lado. Luego, dime dónde está.
Lo eliminamos esta noche. Mario mira a el verdugo. ¿Todavía quieres matarme? Las sirenas están más cerca ahora. 2 minutos, tal vez menos. El verdugo baja su arma lentamente. Sus ojos calculan. mide el riesgo. Iniciar una guerra con el cartel de Sinaloa por matar a un sicario retirado. No vale la pena.
Esto no termina aquí, chivo. Mario guarda su teléfono. Sí, termina aquí. Ahora te vas. Yo me voy. Nunca nos volvemos a ver. Olvidas que existo. Yo olvido tu nombre. Todos seguimos vivos. El verdugo escupe al suelo. Hace un gesto a sus hombres. Vámonos. Las tres camionetas negras arrancan. Desaparecen en la noche justo cuando las primeras patrullas llegan.
Cuatro patrullas de la policía estatal se estacionan frente a la cantina El Refugio. 12 oficiales bajan con armas. El comandante de la policía, un hombre de 50 años con bigote gris, entra a la cantina. Ve los vidrios rotos, las balas incrustadas en las paredes, la sangre en el piso. Ve a Mario y a los seis sicarios.
¿Qué pasó aquí? Mario responde con voz cansada. Intento de robo. Entraron armados. Nos defendimos. Se fueron cuando escucharon las sirenas. El comandante de policía no le cree. Nadie le creería, pero mira alrededor, ve la evidencia de un tiroteo masivo. Ve a siete hombres vivos cuando debería haber solo cadáveres. Alguien resultó herido. Mario niega.
Solo rasguños. Tuvimos suerte. El comandante observa a Mario durante 10 segundos. Hay reconocimiento en sus ojos. Conocimiento. Don Mario, usted es un hombre afortunado, muy afortunado. Sugiero que cierre su cantina por unos días, haga reparaciones, deje que las cosas se calmen. Mario asiente. Lo haré.
Gracias, comandante. La policía toma fotografías, recolecta evidencia, hace preguntas que nadie responde honestamente. En 40 minutos se van. Prometen investigar. Todos saben que no lo harán. En Guadalajara hay cosas que es mejor no investigar. Mario cierra la puerta destrozada lo mejor que puede. Se voltea hacia los seis sicarios. Pueden irse. Nuestro trato sigue en pie.
El chivo está muerto. Ustedes nunca estuvieron aquí esta noche. El comandante se acerca a Mario. Nos salvaste la vida dos veces. Primero, cuando decidiste no matarnos. Segundo, cuando peleaste junto a nosotros contra el verdugo. Mario sirve siete caballitos de tequila. La última ronda. No los salvé. Nos salvamos mutuamente. Eso es diferente.
Beben en silencio. El tequila sabe a supervivencia, a decisiones imposibles, a puentes quemados que nunca se reconstruirán. El comandante coloca su caballito vacío. ¿Qué harás ahora? Mario mira alrededor de su cantina destruida. 19 años de paz terminaron en una noche. Cerraré este lugar. Venderé el negocio. Me mudaré a otra ciudad. Empezaré de nuevo otra vez.
El sicario joven con acné pregunta, “¿Y tu hija?” Mario sonríe tristemente. Ella está segura en Ciudad de México. No sabe nada de esto. Nunca sabrá. Esa es la única victoria que importa. El comandante extiende su mano nuevamente. Gracias, Chivo, por la lección, por la oportunidad, por no matarnos cuando pudiste. Mario estrecha su mano. No soy el chivo. Ese hombre murió hace 19 años.
Soy solo Mario, un cantinero viejo que cometió errores y está tratando de vivir con ellos. Los seis sicarios salen de la cantina. Mario los observa caminar hacia sus camionetas. Se pregunta cuántos sobrevivirán el próximo año, cuántos tomarán su consejo y buscarán una salida.
¿Cuántos terminarán muertos en algún callejón de Guadalajara? Cierra la puerta. se queda solo en su cantina destruida. Se sienta en una silla, saca su teléfono, marca el número de su hija. Ella contesta adormilada, “Papá, son las 2 de la mañana. ¿Estás bien?” Mario cierra los ojos. “Sí, mija, estoy bien. Solo quería escuchar tu voz.
” Ella ríe suavemente. “Eres raro, papá, pero te quiero. Hablamos mañana.” Sí. Mario sonríe. Sí, mi hija, te quiero. Duerme bien. Cuelga. Las lágrimas corren por su rostro arrugado, lágrimas de alivio, de agotamiento, de gratitud, porque su hija está viva y segura y nunca sabrá lo que su padre hizo esta noche.
Se levanta, camina hacia la barra, toma la botella de herradura reposado, se sirve un último trago, brinda hacia las fotografías en la pared, hacia los recuerdos de 19 años sirviendo tequila en paz. Por la cantina el refugio, por los clientes que confiaron en mí, por las noches tranquilas que nunca volverán. Bebe el tequila quema, coloca el caballito vacío, apaga las luces, sale por la puerta trasera hacia el callejón oscuro, hacia el resto de su vida, hacia otro comienzo, otra identidad, otra oportunidad de ser alguien diferente del
hombre que fue. Antes de que termine esta historia, quiero que me digas, ¿cuál fue tu parte favorita? El momento en que Mario reveló su identidad, el tiroteo contra el verdugo, la conversación con los sicarios, déjamelo en los comentarios. Quiero saber qué momento te impactó más de esta noche en la cantina El Refugio.
Tres semanas después, la Fiscalía Especial contra el Crimen Organizado de Jalisco anuncia la captura de 18 integrantes del CJNG en una operación coordinada. Entre los capturados está el verdugo y su célula completa. Las autoridades decomizan 42 fusiles de asalto, 17 pistolas, 3200 cartuchos, cuatro vehículos blindados y 2,300,000 pesos en efectivo.
El operativo se basó en información anónima proporcionada por un testigo protegido. Nadie sabe quién fue el testigo. Nadie pregunta. En Ciudad de México, una doctora de 31 años llamada Ana Soto recibe una carta de su padre. Dice que vendió la cantina, que se mudó a Querétaro, que abrió una pequeña librería, que está bien, que la ama.
Ella sonríe, guarda la carta, regresa a su trabajo salvando vidas en el hospital general. Nunca sabrá que su padre salvó 40 vidas esa noche en Guadalajara. Nunca sabrá quién fue realmente. Y tal vez eso sea lo mejor. En Querétaro, un hombre de 63 años con cabello blanco abre una librería llamada El Refugio. Vende libros usados, prepara café para los clientes. Vive en un departamento pequeño arriba de la tienda.
Por las noches, cuando cierra, se sienta junto a la ventana y observa la calle tranquila. A veces piensa en los 147 rostros, a veces piensa en la noche del 8 de diciembre y veces piensa en quién pudo haber sido si hubiera tomado decisiones diferentes hace 30 años, pero principalmente piensa en su hija, en que está viva, en que está segura, en que es doctora, en que salva vidas en lugar de quitarlas.
Y en esas noches, cuando el peso de los recuerdos se vuelve insoportable, Mario Soto se sirve un caballito de tequila erradura reposado. Brinda hacia el pasado que dejó atrás, hacia el futuro incierto que todavía tiene por delante, hacia la posibilidad de redención que tal vez, solo tal vez todavía existe para un hombre como él.
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