Ella estaba sentada sola en la boda hasta que el millonario le susurró, “Finge que estás conmigo. Disfrútala. El gran salón del hotel de cinco estrellas en Surich estaba adornado con rosas blancas y velas plateadas.
Todo desprendía un lujo tan evidente que resultaba casi abrumador. Lucía Fernández estaba sentada sola en una mesa redonda junto a la pared, intentando mantener una expresión tranquila, aunque sus manos sudaban levemente. Su vestido azul marino ceñía su figura esbelta y los tacones negros que había elegido hacían que cada paso suyo en la alfombra roja fuera algo torpe.
Apenas conocía a alguien más allí, aparte de su mejor amiga Mariana, la novia, que en ese momento estaba tomada de la mano de su recién esposo mientras sonreía radiante bajo los flashes del fotógrafo. “Sola, ¿verdad?”, preguntó una mujer desde la mesa de al lado con media sonrisa. Lucía asintió con una mueca breve. Sabía que la estaban observando.
No era la primera vez que ocurría en una boda de esa magnitud. Los murmullos empezaron a fluir como siempre. Ella vino sola. No tiene pareja. Se ve algo fuera de lugar, ¿no? Lucía suspiró y llevó la copa a los labios para ocultar su incomodidad tras un sorbo de vino. Generalmente no le importaban las miradas ajenas, pero aquella noche, bajo la presión de ese ambiente lleno de apariencias, la soledad se sentía amplificada hasta un nivel casi insoportable. Miró el reloj. Apenas eran las 8.
muy temprano para irse sin parecer grosera. Cuando estaba por levantarse para buscar aire fresco, un hombre alto apareció junto a su mesa y se sentó con decisión, como si ese asiento le hubiera pertenecido desde siempre. Sus facciones eran marcadas con una mirada penetrante que hizo que varias personas voltearan de inmediato.
Lucía se quedó quieta, sorprendida, cuando el hombre se inclinó hacia ella y susurró con voz profunda. “Finjamos que estás conmigo.” El corazón de Lucía dio un salto. “Perdón”, respondió en voz baja, apartándose un poco. Él no la miraba directamente, sino que mantenía los ojos fijos en un grupo de invitados unas mesas más adelante.

Están hablando de ti y de mí también. Si no te molesta, pretendamos que vinimos juntos. Lucía soltó una risa breve, entre fastidiada y divertida. Y se supone que debo hacer de novia de un completo desconocido. Fue entonces cuando él giró el rostro hacia ella. Tenía unos ojos grises intensos.
fríos y calculadores, pero con un destello oculto que la descolocó. Bajó un poco la voz, tan cerca que Lucía alcanzó a percibir el aroma de sándalo que emanaba de su cuello. Solo finjamos. Confía en mí. Así evitarás esas miradas incómodas y yo esquivaré una cita arreglada que no me interesa. Ambos ganamos. Lucía mordió su labio dudando.
En el fondo sabía que tenía razón. Ya varias miradas habían cambiado de la burla a la curiosidad. Ahora parecían pensar, “Ah, la chica sola en realidad si tenía pareja.” “Está bien”, dijo con una media sonrisa desafiante. “¿Pero hasta dónde piensas llevar este numerito?” Él arqueó una ceja y con apenas una curva en los labios, contestó, “Déjalo en mis manos.
” Acto seguido, apoyó el brazo sobre el respaldo de su silla con una naturalidad tan íntima que varios invitados se taparon la boca riéndose entre murmullos. Lucía se tensó. Peligro, pensó. Este hombre sabe demasiado bien cómo interpretar un papel. ¿Cómo te llamas? Preguntó ella en voz baja. Alejandro Morel. El nombre no le era desconocido. Lucía Tragó Saliva era el joven director ejecutivo más temido en el mundo financiero de Suiza, famoso por su frialdad y por arrasar con cualquiera que se interpusiera en sus negocios. En serio, estoy fingiendo ser la novia
de Alejandro Morel, pensó. Antes de que pudiera reaccionar, él le sirvió más vino con calma, como si fueran pareja de toda la vida. Relájate”, dijo con serenidad Lucía Fernández, murmuró ella. “Ya lo sabía”, contestó Alejandro con tranquilidad, clavando sus ojos en los de ella. “Tengo buena memoria para los rostros que valen la pena.
” Lucía tuvo que apartar la mirada. Su corazón latía demasiado rápido y no entendía si era incomodidad o algo más. El resto de la velada se convirtió en una especie de teatro silencioso. Cuando un invitado se acercó a su mesa, Alejandro la presentó como alguien muy especial con voz firme y mirada segura. Lucía, aunque nerviosa, siguió la corriente y sonrió como si todo fuera real.
“Hacen una pareja encantadora”, comentó una señora con tono cargado de insinuaciones. Lucía casi suelta una carcajada. Yo, una periodista financiera adicta al café instantáneo, supuestamente de la mano de este arrogante magnate. Pero bajo las miradas inquisitivas, el papel no le resultaba tan insoportable.
Cada vez que flaqueaba, Alejandro se inclinaba a murmurarle algún comentario irónico o cambiaba hábilmente de tema para salvar la situación. “Eres buen actor”, le murmuró ella mientras se servía en postre. “¿Y quién dijo que estaba actuando? replicó él, esposando otra de esas sonrisas mínimas que la desarmaban.
Lucía apartó la vista sintiendo que el calor le subía al rostro. Entre las luces del salón y la música suave, cualquiera hubiera jurado que eran novios de verdad. Ella bebió un poco más de vino y se repitió que todo era solo una actuación. Mañana todo volvería a la normalidad, pero en el fondo algo le decía que aquel simple susurro de Finge, “Que estás conmigo”.
había marcado el inicio de una historia que ninguno de los dos podía prever. Lucía pensó que aquella pequeña actuación terminaría en cuanto las luces del salón bajaran y los fuegos artificiales iluminaran la noche. A la mañana siguiente volvería a su mundo de reportajes, cafés a medio tomar y hojas de cálculo interminables. Pero la vida rara vez deja que las cosas sigan un plan tan sencillo.
Tres días después, cuando salía de la redacción cansada, un auto negro y brillante se detuvo justo frente a ella. La ventana bajó despacio, revelando un rostro demasiado familiar. Alejandro Morel. Lucía se quedó helada. No me digas que viniste a comprar el periódico, ironizó ella, intentando disimular su sorpresa. Él consultó su reloj con gesto tranquilo.
Si no estás ocupada, necesito 5 minutos de tu tiempo. Suena entrevista política. bromeó, pero aún así abrió la puerta y subió al auto. El interior lujoso contrastaba con sus zapatos desgastados por tantas caminatas en la ciudad. Alejandro no perdió tiempo en rodeos. ¿Recuerdas lo que te dije en la boda? Imposible olvidarlo respondió Lucía con media sonrisa.
Casi me ahogo de tanto fingir sonrisas frente a esas señoras. El borde de sus labios se curvó apenas. La situación es esta. La prensa y algunos inversionistas están presionando. Piensan que algo anda mal conmigo porque no tengo pareja ni familia. Mis acciones no dependen de eso, pero los rumores me resultan insoportables. Lucía lo miró con suspicacia.
¿Y qué quieres que siga fingiendo? Exacto. Alejandro la miró fijamente sin pestañar. Necesito a alguien inteligente, que sepa manejarse, que no se derrumbe frente a la prensa. En la boda jugaste el papel a la perfección. Lucía soltó una carcajada incrédula. Vaya cumplido.
En vez de decirme eres hermosa, me dices eres buena actriz. Ambas son ciertas, contestó él con calma, dejándola sin palabras. El silencio llenó el auto por unos segundos. Lucía sabía que debía rechazarlo. No tenía tiempo para jugar a la novia falsa de nadie. Pero entonces un pensamiento le cruzó la mente. A través de esa farsa tendría acceso a los círculos más poderosos de la élite financiera, justo donde se cocinaba el escándalo que su periódico investigaba desde hacía meses.
“Tal vez sea la puerta que necesito”, pensó. Apoyó el mentón en la mano y fingió de liberar. “¿Y cómo piensas compensarme por este papel? respeto, discreción y conveniencia”, respondió sin dudar. “Yo no soy tan barata, Morel. Quiero tener derecho a alargarme cuando me artes.” Una risa suave se escapó de él, cálida y rara, como hielo resquebrajándose bajo el sol.
“Hecho, y yo me reservo el derecho a terminarlo si te conviertes en un desastre de relaciones públicas. El único desastre aquí es tu traje tan perfecto que hace que las demás me miren como si te estuviera colgando”, replicó ella. “Entonces te miraré con suficiente devoción para que crean lo contrario.
” Su tono fue plano, pero había un brillo travieso en sus ojos. Lucía tragó saliva. Este hombre realmente sabe cómo descolocar a cualquiera. Trato temporal, dijo al fin, extendiendo la mano. Él la tomó con firmeza, cálida y segura. Solo finge, Fernández. Sí, finge, repitió ella, aunque algo dentro de su pecho le gritaba que estaba entrando en un juego peligroso.
Al día siguiente, la primera prueba llegó. Alejandro la llevó a una gala benéfica en un museo de Ginebra. ¿Estás segura de esto? Estos son zapatos nuevos y puedo caerme en la alfombra roja, susurró Lucía mientras bajaba del auto. Si te caes, te cargo, contestó él sin un ápice de humor.
¿Te das cuenta de que con frases así no me ayudas a concentrarme? Justo ese es el plan. Le ofreció la mano como todo un caballero de otra época. Cuando entraron al salón, todas las miradas se giraron hacia ellos. Los murmullos no tardaron en levantarse. Alejandro Morel tiene novia. ¿Quién es ella? Lucía respiró hondo y sonrió con elegancia. Actúa, Fernández.
Es como escribir un reportaje encubierto. Alejandro se inclinó hacia su oído, su voz rozándole la piel. Tu sonrisa es mejor que la de la boda. Parece menos forzada. Deberías intentarlo tú también. Tu cara de estatua no ayuda. Le respondió en susurros. Él dejó que una curva mínima suavizara su expresión. Así.
Lucía lo miró de reojo y su corazón tropezó. sea, esa media sonrisa es más peligrosa que cualquier informe financiero falsificado. La gala se desarrolló y, para sorpresa de Lucía, actuaban como una pareja de verdad, sin tropezar en ningún momento. Alejandro sostenía su mano al presentarla con empresarios y ella manejaba a los periodistas con soltura.
Cuando todo terminó, ya en el auto, los dos suspiraron aliviados. “Debo admitirlo,”, dijo Lucía. Naciste para esto. Alejandro ajustó la corbata sin mirarla. Para los demás basta con mantener la frialdad. Pero contigo no tengo que fingir tanto. Lucía se quedó sin palabras, mirando hacia la ventana para ocultar la sonrisa que intentaba escapar.
“Ten cuidado, Fernández”, se dijo en silencio. “Este jueguito puede dejar de ser fingido antes de lo que imaginas”. Los días siguientes, el nombre de Lucía comenzó a sonar en boca de la alta sociedad suiza, no por su trabajo como periodista, sino por ser la novia inesperada de Alejandro Morel.
Ella se lo preguntaba constantemente cómo terminé en este enredo. Y cada vez que veía su reflejo en un vestido prestado y con invitaciones en su bolso, se recordaba. Es solo una oportunidad. Actúa el papel, observa, consigue pruebas. Un viernes por la noche, Alejandro la llevó a una gala de recaudación en un museo de arte.
El salón brillaba con luces deslumbrantes, los cuadros colgaban como piezas de ajedrez y la gente se movía con la misma estrategia calculada. “No estés nerviosa”, le dijo él al entrar con la mano firme en su cintura. “No lo estoy”, respondió justo antes de tropezar con la alfombra. Alejandro la sostuvo rápido, frunciendo el ceño. Con cuidado, no quiero que mi novia falsa sea el chiste de la noche. Lucía le lanzó una mirada fulminante.
Podría simplemente decir que me veo hermosa. Él la observó con esos ojos fríos que a veces dejaban escapar un destello cálido. Te ves hermosa, pero tus zapatos son los traidores aquí. Lucía mordió su labio para contener la risa y se enderezó retomando el papel. Durante la velada tuvieron que mostrarse cariñosos bajo las miradas de todos.
Alejandro mantenía la compostura de ejecutivo, pero cada vez que ella cometía algún error, él la cubría con naturalidad. En un momento dejó caer una cuchara dentro de su copa de vino, produciendo un estruendo que hizo girar cabezas. se sonrojó al instante. Sin dudar, Alejandro golpeó su propia copa suavemente con la cuchara y levantó un brindis improvisado.
Propongo un brindis por el éxito de esta noche. La multitud lo siguió entre aplausos y risas, borrando el momento incómodo. Lucía lo miró con asombro. Así que el famoso ejecutivo helado si sabe salvar situaciones. Él inclinó apenas la cabeza. Hiciste bien en sonreír. Se vio natural. Entonces siempre sonríó falso ironizó.
Él no respondió, solo dejó escapar esa media curva en los labios que tanto la desarmaba. Mientras fingían, Lucía no olvidaba su verdadero objetivo. Cada vez que Alejandro se entretenía con algún socio, ella se acercaba a las mesas a escuchar conversaciones al azar. Una noche junto al buffet alcanzó a oír a dos empresarios hablar en voz baja sobre transferencias hacia cuentas en las Islas Caimán. Ese detalle encendió su instinto periodístico.
Memorizó el nombre de la empresa y las cifras que mencionaron. Al regresar a la mesa, Alejandro la miró con sospecha. ¿Dónde estabas? ¿Consiguiendo más postre? Le mostró un pequeño mus con una sonrisa angelical. Él la observó unos segundos como si pudiera leerle la mente, pero al final negó levemente con la cabeza. No desaparezca sin avisar.
Ni siquiera una novia falsa lo haría. Lucía sonrió, aunque por dentro se mantenía alerta. Es más perspicaz de lo que pensé. Mientras recorrían la galería de arte, Alejandro se detuvo frente a un cuadro en tonos azul profundo. Su voz, normalmente tan firme, bajó de golpe. A mi madre le encantaba este color.
Decía que le recordaba al mar de su infancia. Lucía lo miró sorprendida. Era la primera vez que lo escuchaba hablar de algo tan personal. Notó que su mirada ya no era fría, sino cargada de recuerdos. No pensé que hablarías de tu familia”, dijo ella suavemente. “Ni yo pensé que lo haría esta noche”, respondió él casi con un murmullo. Ese destello de vulnerabilidad removió algo en Lucía.
De pronto, Alejandro ya no era solo el ejecutivo distante que usaba la frialdad como armadura. También era un hombre con rincones ocultos, con heridas que no mostraba. De camino a casa, el silencio llenaba el auto. Lucía jugueteaba con la tarjeta de invitación en su bolso, recordándose que debía seguir atenta. Necesito seguir la pista del dinero en las caimán.
Pero, ¿y si él está implicado? Miró de reojo a Alejandro, que observaba por la ventana con expresión impasible. “¿Qué pasa?”, preguntó él al notar su mirada. Nada, solo pensaba que me pondré para seguir haciendo de tu novia mañana. Alejandro dejó escapar una mínima sonrisa. Ponte lo que te haga sentir cómoda. Lo demás lo manejo yo.
Lucía respondió con una sonrisa tenue, aunque por dentro sentía un torbellino. Todo era un papel, sí, pero cada vez se sentía más real. El sábado por la noche, Alejandro apareció frente a su apartamento en el mismo auto elegante. Ella suspiró al verlo tan impecable como siempre. ¿Y ahora qué? Otra gala llena de champaña y discursos aburridos.
Preguntó mientras se acomodaba en el asiento. No, esta vez será distinto. Menos vino, más música. 15 minutos después llegaron a un teatro antiguo en el centro de Ginebra. En el letrero se leía Concierto especial de Bethoven y Rachmaninov. Lucía lo miró boqueabierta.
De verdad me trajiste a un concierto de música clásica. Mi novia de mentira también merece un toque de realidad. Si no, cualquiera descubrirá el guion”, respondió él con toda seriedad. Ella rió por lo bajo y lo siguió al interior. El teatro resplandecía con luces doradas, techos altos pintados con frescos y butacas de tercio pelo rojo.
Cuando las luces bajaron y la orquesta comenzó, Lucía sintió como el sonido la envolvía. Alejandro estaba sentado erguido a su lado, el semblante relajado por primera vez entre una pieza y otra, murmuró en voz baja. Mi madre solía tocar melodías como estás por las noches. Me decía Alejandro, puede ser lo que quieras, pero nunca dejes de escuchar. Lucía lo observó en silencio. Era la primera vez que lo oía hablar tan abiertamente de su infancia. ¿Y tu padre? preguntó con cuidado.
Él era diferente. Para él silencio valía más que la música. Creía que un Morel debía ser fuerte, perfecto, sin errores. Suena asfixiante. Él giró el rostro hacia ella, sus ojos grises brillando con la tenue luz. Lo fue, pero sin esa exigencia no estaría donde estoy. No me dejó otra opción. Lucía tuvo que morderse la lengua para no acariciar su mano. Se limitó a sonreírle con suavidad.
Tal vez olvidó que a veces lo imperfecto es lo más inolvidable. Alejandro soltó una exhalación casi imperceptible. Puede que tengas razón. Después del concierto caminaron hasta una pequeña cafetería cerca de la plaza. Nada de lujos, mesas de madera, luces cálidas y aroma a café recién hecho. Lucía se burló en cuanto se sentaron.
Jamás pensé ver a Alejandro Morel en una cafetería común. No lo digas muy alto. Si alguien se entera, perderé mi imagen de hombre frío replicó él tomando un sorbo de cappuchino. Ella soltó una carcajada. Poco a poco, entre risas y comentarios, Lucía se dio cuenta de que detrás del ejecutivo implacable había un hombre que aún podía sorprenderla.
Por un momento casi olvidó que tenía una misión, pero cuando Alejandro salió a contestar una llamada, Lucía aprovechó, sacó su celular y revisó las fotos que había tomado, placas con nombres de donantes, sobres de aportaciones, listas de patrocinadores.
Varios coincidían con los nombres en los documentos que investigaba sobre fondos sospechosos. Su corazón latió con fuerza. Esto es un avance. guardó el teléfono justo cuando él regresaba. ¿Todo bien?, preguntó él con una chispa de sospecha en la mirada. Sí, solo pensaba que mañana debería usar tacones más bajos para que dejes de burlarte de mis tropiezos”, contestó con tono ligero. Él sonrió de lado.
“Entonces tendré que tomarte de la mano para que no traicionen tus zapatos otra vez.” Las palabras la desarmaron y soltó una carcajada nerviosa. Esa noche, ya en su pequeño apartamento, abrió su laptop. Los nombres que había escuchado y los que aparecían en sus fotos empezaban a formar un patrón inquietante. “Estoy más cerca de la verdad”, pensó.
Pero al mismo tiempo su mente no dejaba de repetir las frases de Alejandro sobre su madre. Su deber como periodista chocaba con algo nuevo que nacía en su pecho. ¿Y si Morel era culpable? ¿Y si no? Su corazón y su conciencia empezaban a librar una batalla silenciosa. Unos días después, revisando informes financieros en su computadora, Lucía se detuvo en seco.
Había una compañía llamada CB Holdings, vinculada directamente con transacciones turbias y transferencias hacia paraísos fiscales. El detalle que la dejó sin aire fue el nombre del propietario, Grupo Morel. Se recostó en la silla con la cabeza dando vueltas. Estoy fingiendo ser la novia del mismísimo dueño de esta empresa sospechosa.
Su instinto periodístico le gritaba que era la oportunidad para destapar un escándalo, pero algo en su corazón susurraba lo contrario. La confusión la acompañó hasta la noche en que Alejandro la invitó a un cumpleaños privado. Nada de corbatas ni vestidos de gala, más cócteles, menos formalidad. Lucía aceptó pensando que podría oír algo útil.
La fiesta era completamente distinta a lo que esperaba. Luces de neón, música jazz mezclada con pop y gente riendo sin preocuparse por las apariencias. Lucía se sentó en la barra moviendo la copa entre sus manos. Si mañana escribiera un artículo titulado El CO de hielo baila cha, los inversionistas se desmayan, pensó divertida.
¿Qué te hace sonreír sola? preguntó Alejandro acercándose con un vaso de whisky y la corbata suelta. Nada, solo imaginaba algunos titulares. Morel bailando borracho provoca caída del mercado en 3%. Él arqueó una ceja divertido. Si eso pasara, perdería por lo menos un 10%. Lucía estalló en risa. No podía creer que él tuviera sentido del humor. La noche avanzó entre música y copas.
Cuando la mayoría se había ido, salieron juntos. El aire fresco de Ginebra acariciaba sus rostros mientras bajaban por unas escaleras de piedra iluminadas por faroles. “¿Estás un poco mareado?”, preguntó Lucía ladeando la cabeza. “¿Puedo manejarlo?”, respondió él, aunque sus pasos eran más lentos.
De pronto se detuvo y la miró con una intensidad distinta, sus ojos grises brillando con calidez inusual. Lucía, Cuque, balbuceó ella, retrocediendo medio paso hasta quedar contra la pared. Haces que olvide que todo esto es un simple teatro. Y sin darle tiempo de reaccionar, la besó.
El beso fue corto pero intenso, mezclando el sabor del whisky con su aroma inconfundible. Lucía se quedó inmóvil con el corazón golpeándole el pecho. Cuando él se apartó, seguía tan cerca que su respiración la rozaba. ¿Estás loco?”, susurró ella con las mejillas ardiendo. “Tal vez”, contestó él con esa sonrisa fugaz que tanto la desarmaba. Lucía se llevó la mano a los labios sin saber si reír o gritar.
Parte de ella pensaba, “Dios, el cío de hielo acaba de besarme.” Otra le recordaba, “No olvides lo de Cía Be Holdings. No olvides tu misión.” Seguimos fingiendo”, dijo con voz temblorosa. “Sí.” Alejandro asintió, aunque su mirada decía todo lo contrario, “Pero hay momentos en que ya no quiero actuar.” El camino de regreso fue silencioso.
Ella miraba por la ventana con la mente hecha un nudo. Había encontrado una pista sobre lavado de dinero y al mismo tiempo un beso que no podía sacarse de la cabeza. Hagamos un juego para quienes leen los comentarios. Escribe la palabra galleta en la sección de comentarios. Solo los que llegaron hasta aquí lo entenderán. Continuemos con la historia.
La noche después del beso, Lucía no pudo dormir. Su laptop seguía abierta en el escritorio, iluminando la habitación con un informe financiero que no se atrevía a leer de nuevo. Ahí estaba el nombre de CB Holdings y las firmas que confirmaban transferencias sospechosas. El problema era que todo apuntaba al grupo Morel. Se llevó las manos a la cara riendo con amargura.
Genial, Fernández. te besa el mismo hombre al que deberías investigar. El lunes en la redacción, su compañero de escritorio se acercó con voz baja. Lucía, llegó información nueva, unas copias de documentos. Según esto, la firma final en las operaciones de CLB es de Alejandro Morel.
El corazón de Lucía se detuvo un segundo. ¿Estás seguro? 70%. No son originales, solo filtraciones. Falta confirmación. Ella sintió intentando aparentar calma, aunque por dentro sentía que el aire se le escapaba. Alejandro, el hombre que acababa de confiarle recuerdos de su madre, el mismo que le había robado un beso que todavía la hacía temblar.
Su mente de periodista gritaba, “¡Es tu oportunidad!” Pero su corazón insistía, “¿Y si es inocente? Esa tarde recibió una llamada inesperada. “¿Estás libre?”, preguntó Alejandro con voz firme. “Quiero que vengas a la sede del grupo. Hay algo que necesito mostrarte.” Lucía dudó, pero al final aceptó. También era una oportunidad para observar más de cerca.
El edificio del grupo Morel, en pleno centro de Zich, se alzaba imponente con sus paredes de vidrio reflejando la ciudad. Al entrar, Lucía sintió que cruzaba a otro mundo. Decenas de empleados caminaban con pasos rápidos, cada uno con un aire de disciplina impecable. El ascensor los llevó hasta el piso 50. La oficina de Alejandro parecía un museo moderno, ventanales de piso a techo con vista panorámica, un escritorio de nogal pulido y estantes con libros de tapas de cuero.
“Impresionada”, preguntó él notando su expresión. Ponle una cocina y me mudo aquí”, contestó Lucía medio en broma. Él dejó escapar una mueca apenas perceptible. No lo disfrutarías. Trabajar aquí no es cómodo, pero quiero mostrarte algo. La condujo hasta un enorme mapa del mundo con decenas de pines rojos. “Este es mi plan de expansión”, explicó con voz grave.
Energía limpia en Asia, biotecnología en Europa, educación en línea en Sudamérica. No solo quiero ganancias, quiero dejar algo de valor para la próxima generación. Lucía lo escuchó atónita. No era el retrato de lobo helado del que hablaban los medios. Parecía un hombre soñando con transformar el mundo.
“Suenas como candidato al Nobel”, ironizó ella, aunque por dentro se le encogía el pecho. Él sonrió con un brillo diferente en los ojos. “¿Siempre tienes que esconderte tras el sarcasmo?” Lucía apartó la mirada incómoda. Se sintió culpable. Mientras él le abría su mundo, ella guardaba en su bolso una memoria USB llena de documentos que podrían hundirlo.
Esa noche, Alejandro la invitó a cenar en un restaurante junto al lago de Lucerna. No había periodistas ni trajes de gala, solo mesas con velas y el murmullo del agua. Lucía miraba el menú sin leerlo realmente. En su mente no dejaba de parpadear una sola palabra. Firma. ¿Estás bien?, preguntó Alejandro inclinándose. Sí, solo hambre.
Si tienes hambre, pedimos todo el menú. Su tono era tan serio que Lucía no pudo contener la risa. ¿Piensas diversificar tu imperio con restaurantes? Si tú aceptas comer suficiente, tal vez. Contestó sin titubear. Por primera vez en mucho tiempo ella se sintió ligera, pero cada vez que sus miradas se encontraban, el recuerdo del documento volvía como una sombra.
Después de cenar, caminaron por la orilla del lago. Las luces reflejadas en el agua creaban un ambiente casi irreal. Nunca sientes”, dijo él de pronto, “que cargas con expectativas imposibles, como si nunca fuera suficiente.” Lucía se detuvo un segundo. “¿Lo preguntas por ti o por mí?” “Por ambos.” Alejandro la miró fijamente.
Nunca había conocido a alguien tan independiente y directa como tú, y aún así dan ganas de protegerte. El rubor subió de golpe al rostro de Lucía. Deberías beber menos vino. Te hace decir cosas que se malinterpretan. No es el vino, contestó él serio. Ella desvió la mirada con el corazón latiendo a 1.
Por un lado, quería gritarle, “¡Firmaste esos papeles?” Pero no pudo. No todavía. Al volver a su apartamento, encendió la laptop y abrió el documento escaneado. El trazo era claro, seguro, idéntico a la firma de Alejandro. Podía ser falso o podía ser real. Apoyó la frente en las manos con la respiración agitada.
Justicia o amor, Fernández, decide. El dilema la atormentó toda la noche. Al día siguiente, su jefe en la redacción la llamó a la oficina. Con las gafas caídas sobre la nariz y el escritorio cubierto de carpetas, su tono fue tajante. Tienes la firma, Lucía. ¿Qué esperas para escribir? Todavía no está confirmada”, respondió ella esquivando la mirada.
El editor golpeó la mesa con fuerza. “No podemos esperar. O entregas la nota en una semana o se la paso a otro.” Roberts la publicaría en dos días y convertiría a Morel en el villano perfecto. ¿Quieres eso? Lucía se quedó helada. Roberts era un periodista despiadado conocido por destrozar reputaciones en pocas líneas. “Está bien”, dijo.
“Finalmente la escribiré yo.” Salió de la oficina con las piernas pesadas como si cargara cadenas. Esa noche, frente a la pantalla en blanco, no pudo escribir ni una palabra. “¿Qué estás haciendo, Fernández?”, se dijo a sí misma. Su conciencia periodística la empujaba, pero su corazón se negaba.
Alejandro no encajaba con la imagen de un criminal y sin embargo, esa firma. Miró la caja que contenía la pluma que él le había regalado días antes con su nombre grabado. Sintió un nudo en el pecho. Si él era inocente, un artículo precipitado lo destruiría. Si era culpable, enamorarse de él sería su mayor vergüenza. Pasaron los días y los rumores en la redacción crecían.
Dicen que Fernández tiene la bomba del año. Si Roberts la toma, Morel está acabado. Lucía apretó los labios. Decidió que si alguien iba a escribir esa historia sería ella. Así al menos podría ganar tiempo y quizá descubrir la verdad. Entró a la oficina del jefe con voz firme. Yo lo haré. El artículo será mío.
Él sonrió satisfecho. Una semana, ni un día más. Lucía salió con el corazón latiendo, desbocado. Había sellado su propio destino. Esa noche, en su cama, escribió y borró mensajes en el celular una y otra vez. Necesitamos hablar de tu empresa. Borrar. Tengo algo importante que decirte. Borrar.
Al final solo escribió, “Necesito verte a solas.” La respuesta llegó en segundos mañana en mi oficina. Lucía dejó el teléfono a un lado con el pecho encogido. Sabía que al día siguiente todo podía estallar. La mañana siguiente amaneció luminosa en Zich, pero para Lucía el sol no significaba nada.
Apenas había dormido unas horas y cada vez que cerraba los ojos veía dos imágenes, la firma de Alejandro estampada en los documentos de Cob Holdings y la forma en que él la había mirado la noche del beso. Cuando sonó su celular, el corazón le dio un vuelco. Baja. Estoy esperando. Leyó el mensaje una y otra vez. Alejandro estaba frente a su edificio. Un nudo se formó en su garganta.
Ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar cuando llamaron a la puerta. Al abrir lo encontró ahí, llenando el marco con su altura y esa presencia que parecía dominar todo espacio. Sus ojos grises estaban más fríos que nunca. Alejandro balbuceó. No digas mi nombre como si tuvieras derecho cortó él con voz áspera cada palabra como un cuchillo.
Te acercaste a mí solo por tu historia, ¿verdad? Lucía sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Yo te confié cosas que nunca había dicho. Te llevé a mi casa, te presenté a Isabelle y tú, se lebró la voz un instante, pero enseguida volvió a endurecerla. Tú eres la periodista que escarva en mi empresa.
Lucía respiró hondo con las manos temblando. Sí, me acerqué a ti por mi trabajo. Encontré irregularidades. Sí. ¿Y crees que soy el culpable? ¿Que soy un estafador más? Su tron noó con rabia. Ella apretó los labios con lágrimas ardiendo en los ojos. No lo sé. Tengo pruebas con tu firma. No puedo ignorarlas. Pero tampoco puedo ignorar lo que siento.
No quiero creer que seas culpable. El silencio fue brutal. Solo el eco de su propio corazón llenaba el espacio. Alejandro la miró como si intentara descifrarla, pero lo único que dejó escapar fue una carcajada amarga. ¿Y esperas que confíe en ti después de todo? Me convertiste en una broma. Yo que nunca confié en nadie terminé cayendo en la trampa de una reportera.
Alejandro, por favor, escúchame. Se acabó, Lucía. No quiero volver a verte. Dio media vuelta y salió cerrando la puerta con un golpe seco que resonó en el silencio de la habitación. Lucía se derrumbó en la silla con el rostro enterrado entre las manos. Todo se había roto en un instante.
Por un segundo pensó en abandonar la nota, en borrar los archivos, en renunciar. Pero la voz de su conciencia le susurró, si es culpable, no puedes callar. Y si es inocente, la verdad lo salvará. Ese día vagó por la redacción como un fantasma. Sus compañeros murmuraban, su jefe la presionaba y la pantalla de su laptop brillaba con un cursor que parpadeaba como una burla.
Escribía unas líneas y las borraba enseguida. Al caer la noche, se asomó por la ventana de su pequeño departamento. En algún lugar de la ciudad, Alejandro estaría en su oficina de vidrio, tan distante como inalcanzable. “Yo nunca quise hacerte daño”, susurró en la oscuridad. Los días siguientes fueron un torbellino. Los medios empezaron a publicar especulaciones.
El nombre de Morel estaba en boca de todos y su imperio tambaleaba. Roberts, su colega más despiadado, estaba ansioso por robarle la nota. Una noche, mientras revisaba correos en un café casi vacío, Lucía recibió un mensaje anónimo. El verdadero responsable es Ernesto Vidal. Ten cuidado.
Adjunto había un archivo con documentos, contratos, transferencias, firmas. Todo apuntaba al vicepresidente del grupo, el hombre en quien Alejandro más confiaba. Lucía se quedó helada. Si eso era cierto, Alejandro había sido traicionado desde adentro y ella lo había acusado en su corazón. Cuando salió del café con la carpeta en su bolso, notó que alguien la seguía.
Pasos pesados la acompañaban bajo las farolas. Dos hombres le bloquearon el paso en la esquina. El señor Vidal dice que dejes de escarvar. ¿No querrás desaparecer o sí? Dijo uno con una sonrisa torcida. Lucía retrocedió, el pulso desbocado. Yo, no me asustan. Uno levantó la mano y el brillo metálico de un arma se reflejó bajo la luz. Lucía tragó saliva paralizada. Un rugido de motor irrumpió la escena.
Un auto negro frenó de golpe y la puerta se abrió de par en par. Alejandro apareció alto, imponente, con su traje oscuro y la mirada helada como acero. “Atrévanse a tocarla”, dijo con voz grave. No necesitó gritar. Su tono bastó para hacer que los hombres se miraran entre sí y recularan hacia la sombra, maldiciendo entre dientes.
Lucía se dejó caer contra la pared temblando. S. ¿Cómo supiste dónde estaba? Preguntó con voz quebrada. Alejandro no se movió de su sitio. La mirada aún fija en el lugar por donde habían huído los hombres. Tengo la costumbre de no abandonar a quien alguna vez estuvo a mi lado. Su tono fue cortante, sin un rastro de ternura.
Lucía quiso gritarle que él no era culpable, que tenía pruebas contra Vidal. Quiso sacar los documentos de su bolso y mostrárselos, pero sus ojos eran tan fríos, tan inaccesibles, que las palabras se le atoraron en la garganta. Alejandro, yo no digas nada. Te salvé porque no pienso cargar con la culpa de tu sangre en mis manos. Nada más.
La puñalada fue directa. Lucía apretó los puños sintiendo que las lágrimas le nublaban la vista. No me crees, susurró. Él soltó una risa amarga. Después de todo lo que escondiste, ¿esperas que confíe en ti? Olvídalo. Se dio media vuelta y se alejó hasta el auto. Ella lo vio desaparecer en la noche con el corazón hecho pedazos.
Se quedó sola, las lágrimas corriendo por sus mejillas. No me crees, pero lo voy a demostrar. Voy a limpiar tu nombre, aunque nunca quieras volver a verme. Esa misma madrugada encendió su laptop y comenzó a escribir con dedos temblorosos.
Sabía que Ernesto Vidal no se quedaría de brazos cruzados, que arriesgaba su carrera y quizás su vida, pero también sabía que era la única forma de salvar la verdad y salvar al hombre que amaba. El amanecer encontró a Lucía frente a su computadora, los ojos rojos de cansancio y el corazón latiendo con fuerza. Durante horas había escrito y borrado párrafos buscando la forma de exponer a Ernesto Vidal sin destruir por completo a Alejandro.
Finalmente dio con un borrador que reunía los datos más sólidos, transferencias ilegales, firmas falsificadas y documentos que apuntaban directamente al vicepresidente. Al publicarse, la ciudad entera explotó. El titular no era llamativo, pero cada palabra pesaba como plomo. El verdadero responsable tras el escándalo del grupo Morel, Ernesto Vidal, Lucía detalló cómo se habían desviado fondos, presentó evidencias de firmas alteradas y dejó claro que Alejandro había sido víctima de una traición interna.
El artículo se expandió como pólvora. Los periódicos lo replicaron, los noticieros lo discutieron y las acciones del grupo dejaron de caer en picada. Pero Ernesto no pensaba quedarse de brazos cruzados. Aquella misma tarde, cuando Lucía salía de la redacción con el bolso al hombro, un auto oscuro se interpusó en su camino.
No tuvo tiempo de reaccionar, alguien la sujetó y una tela impregnada en un líquido químico le cubrió la boca. El mundo se volvió borroso. Despertó atada a una silla en un almacén abandonado. El aire olía a óxido y humedad. Frente a ella, con una calma venenosa, estaba Ernesto Vidal. “Señorita Fernández”, dijo con una sonrisa helada. “Me ha decepcionado. Le advertí que no se metiera en lo que no le corresponde.
” Lucía apretó los labios, aunque la voz le temblaba. “¿De verdad cree que puede ocultar la verdad para siempre?” “La verdad.” Ernesto sacó una navaja brillante de su bolsillo, girándola con parsimonia. La verdad solo existe mientras la persona que la sostiene esté viva. Y usted, señorita, ya me estorba demasiado. Lucía tragó saliva.
El miedo la ahogaba, pero aún así reunió fuerzas. Prefiero morir antes que dejar que siga manchando el nombre de Alejandro. Los ojos de Ernesto se endurecieron. Eres testaruda. Odio a la gente testaruda. En ese instante, un estruendo retumbó. El rugido de un motor y después gritos de policías. La puerta se abrió de golpe.
Alejandro entró primero, seguido de varios agentes. “Suéltala, Vidal”, rugió con la voz cargada de furia. Ernesto reaccionó de inmediato, colocando el filo de la navaja contra el cuello de Lucía. Un paso más y la mato aquí mismo. El corazón de Alejandro casi se detuvo.
Cada fibra de su cuerpo gritaba que corriera hacia ella, pero se contuvo, sus ojos grises ardiendo. No lo hagas, Ernesto, aún puedes entregarte. No arruines más tu vida. Mi vida rió Ernesto con amargura. Todo lo construí para ti, Morel. Yo mantuve tu empresa en pie y ahora me pagas entregándome a la policía. Fuiste tú quien se vendió. Yo nunca pedí traiciones, replicó Alejandro con la voz quebrada por la rabia contenida.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. Los policías se movían lentamente, esperando una oportunidad. Lucía sentía el frío del filo en su piel, pero no apartaba la mirada de Alejandro. Alejandro, susurró apenas audible. Ese murmullo bastó. En un movimiento instintivo, Alejandro se lanzó hacia adelante justo cuando Ernesto dudó, sujetó a Lucía con fuerza y la empujó hacia atrás, lejos de la navaja.
Un disparo resonó en el aire. Los policías redujeron al vicepresidente en segundos. Lucía cayó al suelo jadeando. Apenas sintió un ardor en el brazo y vio la sangre manchar su blusa. Lucía Alejandro la sostuvo con el rostro descompuesto. Su máscara de frialdad había desaparecido. “Estoy bien, solo es un corte”, susurró ella, aunque su voz era débil.
“No cierres los ojos. ¿Me escuchas? No te atrevas a dejarme”, dijo él con desesperación, apretando su mano contra la herida para detener la sangre. Los paramédicos entraron de inmediato, colocándola en una camilla. Alejandro subió a la ambulancia sin soltar su mano ni un segundo. Mientras avanzaban con sirenas encendidas, murmuraba como una oración. Por favor, Dios, no me la quites.
Renuncio a todo, a la empresa, al dinero, a la reputación, pero déjame que viva. En el hospital, las puertas de urgencia se cerraron y Alejandro se quedó fuera con la camisa manchada de sangre y las manos temblando. Nunca antes había sentido tanto miedo. Los minutos pasaban eternos hasta que por fin un médico salió. Está estable. La herida no fue profunda.
Se recuperará. El aire volvió a entrar en los pulmones de Alejandro como si hubiera estado ahogándose. Horas después entró en la habitación blanca donde Lucía descansaba conectada a suero. Se sentó a su lado y tomó su mano entre las suyas. Sus ojos grises estaban enrojecidos, cansados, desprovistos de la dureza habitual.
“Lo siento”, susurró contra su piel. Lo siento por no haberte creído, por haberte dejado sola. Perdóname. El silencio de la habitación se rompió cuando ella movió los dedos y sus pestañas comenzaron a temblar. Alejandro se inclinó con el corazón en un puño. Lucía. Ella abrió lentamente los ojos.
Ah, Alejandro, estoy aquí. No me muevo de tu lado. Ella respiró hondo, agotada, pero consciente. Entonces sigo viva. Él dejó escapar una risa entrecortada de alivio. Más que nunca. Y no pienso volver a soltarte. Las lágrimas resbalaron por el rostro de Lucía. Yo también oculté cosas.
Me acerqué a ti con un propósito y luego mi corazón me traicionó. No quería enamorarme de ti, pero lo hice. Alejandro apoyó la frente en su mano, la voz quebrada. Desde el día que casi tropezaste con esos tacones, supe que mi vida ya no era solo mía, pero fui demasiado orgulloso para admitirlo. Lucía sonrió débilmente. El gran Alejandro Morel hablando de tacones y de orgullo.
Eso sí que es un titular. Él también sonrió con los ojos humedecidos. Ya no quiero fingir más. Quiero que esto sea real, que el mundo entero sepa que eres la mujer de mi vida. Lucía apretó su mano con la poca fuerza que tenía. Entonces, prométeme algo. No me dejes sola nunca más. Te lo juro, nunca.
Y esa noche, en la soledad del hospital, ambos entendieron que ya no había papeles que fingir ni muros que mantener en pie. Lo que había nacido entre ellos, por más extraño que hubiera comenzado, era verdadero. Hagamos otra broma para quienes solo revisan la caja de comentarios. Escriban la palabra chocolate.
Los que llegaron hasta aquí entenderán el chiste. Continuemos con la historia. Los días siguientes pasaron entre vendajes, revisiones médicas y noches en vela. Lucía se recuperaba poco a poco en el hospital y Alejandro apenas se movía de su lado. Había convertido la habitación en su oficina improvisada.
Revisaba informes en silencio junto a la ventana, atendía llamadas en voz baja y hasta intentó pelar una manzana, cortándola tan torpemente que Isabelle, su hermana, no pudo evitar reír. “Si papá te viera usando un cuchillo así, se desmayaría”, bromeó ella mientras tomaba el control de la fruta. Lucía sonrió desde la cama con el corazón calentándose ante esa escena doméstica. Alejandro, siempre tan impecable, ahora se mostraba torpe y humano.
“Nunca he hecho esto por nadie”, admitió él con una media sonrisa. “Siéntete especial.” Lucía lo miró a los ojos, sintiendo que ya no era el hombre frío del que todos hablaban. Días más tarde, cuando por fin le dieron el alta, Alejandro la tomó de la mano y la guió hasta un auto que la llevó directo al jardín de la residencia familiar en Lausana.
Allí, frente a decenas de periodistas, anunció lo que muchos esperaban, una conferencia para limpiar su nombre. Los flacias estallaban mientras Alejandro, impecable en un traje oscuro, se paraba frente a la tril. Soy Alejandro Morel, comenzó con voz firme. Y quiero dejar algo en claro. No soy culpable de los crímenes que se me han atribuido. El verdadero responsable, Ernesto Vidal, ya está bajo custodia.
Y debo agradecer a una persona que, arriesgando su vida, sacó a la luz la verdad. se volvió hacia un lado y extendió la mano. Lucía, con un vestido sencillo y aún con el brazo vendado, dio un paso al frente. El murmullo de la prensa se convirtió en un rugido. Alejandro la sostuvo con firmeza y la miró como si nada más importara.
Ella es Lucía Fernández, continuó. Y es la mujer que quiero a mi lado. Los fotógrafos capturaron cada gesto, cada mirada. Para el mundo ya no era la periodista incógnita que se había infiltrado en un baile elegante. Era la mujer que había salvado al hombre más poderoso de la industria financiera suiza.
Lucía sintió las piernas temblarle, pero al ver la mirada decidida de Alejandro, supo que ya no había vuelta atrás. Esa noche, lejos de la prensa, volvieron a la residencia. Isabelle los esperaba con una sonrisa que mezclaba alivio y picardía. Al fin, dijo abrazando a Lucía, creí que mi hermano iba a vivir encerrado en su torre de hielo para siempre. Lucía rió sonrojada.
Alejandro bufó en silencio, pero no soltó la mano de Lucía ni un segundo. Los días siguientes fueron extraños para ambos. Por primera vez no tenían que fingir. Caminaban juntos por el jardín, compartían desayunos en silencio cómodo y a veces Alejandro la sorprendía con comentarios tan inesperados que Lucía no podía dejar de reír.
Una tarde, mientras él le ajustaba la cadena de un collar sobre los hombros, ella rodó los ojos. Pareces mi estilista. No un estilista, corrigió él con suavidad. Solo un hombre que aprecia la belleza. Lucía se mordió el labio intentando contener una sonrisa nerviosa. Ese Alejandro, el que se permitía ser tierno y directo, era mucho más peligroso para su corazón que el ejecutivo de hielo.
Pero en medio de la calma, la conciencia de Lucía no la dejaba tranquila. Recordaba cada mentira, cada omisión. Sí, había destapado a Vidal, pero también había usado a Alejandro para llegar a la verdad. Y aunque él dese haberla perdonado, ella sentía la necesidad de confesarlo todo con claridad. Una noche, mientras paseaban por el muelle del lago de Lucerna, reunió valor.
Alejandro, hay algo que necesito decirte. Él la miró con atención. Te escucho. Lucía respiró profundo. Cuando te conocí, solo pensaba en la historia, en encontrar pruebas, en llegar a la raíz de lo que estaba pasando con tu empresa. Y sí, me acerqué a ti con ese objetivo. Él no respondió de inmediato.
Caminó unos pasos más con las manos en los bolsillos mientras la brisa agitaba su cabello. “Ya lo sé”, dijo. Al fin. “Siempre lo supe, Lucía. Ella lo miró confundida. ¿Cómo? Tus ojos nunca fueron los de una mujer que solo quería brillar en fiestas. Observabas, escuchabas, analizabas todo. Lo noté desde la boda. Lucía bajó la cabeza avergonzada. Lo siento, te usé, aunque después ya no pude controlarlo.
Alejandro se detuvo y tomó su rostro entre las manos. Deja de disculparte. Sí, me dolió, pero al final también fuiste la única en confiar en que yo no era culpable y la única capaz de arriesgar su vida por mí. Ella sintió las lágrimas subir, pero las detuvo con un beso en la frente.
Ahora quiero que lo que tengamos no dependa de fingir ni de misiones ocultas. Quiero que seas mi verdad, no mi mentira. Lucía lo abrazó fuerte, como si con ese gesto pudiera borrar todas las heridas pasadas. Días después, Alejandro sorprendió a todos con una decisión inesperada. Invitó solo a familiares y amigos cercanos a una ceremonia íntima en el jardín de su residencia.
Nada de lujos excesivos, nada de miles de invitados, solo rosas, cintas blancas y una tarde soleada. Lucía estaba tras las puertas de vidrio que daban al jardín con un vestido blanco sencillo, sin adornos extravagantes. Isabelle la acompañaba ajustándole el velo con una sonrisa cómplice. Respira, Lucía.
Mi hermano te está esperando ahí afuera, más nervioso que tú. Lucía soltó una risa nerviosa. Alejandro, nervioso. Eso sí que quiero verlo. La música comenzó a sonar y las puertas se abrieron. Lucía caminó lentamente por el pasillo cubierto de pétalos. La multitud era pequeña, pero todos los ojos estaban puestos en ella.
Al llegar frente a Alejandro, lo encontró en un traje negro impecable, con los ojos grises brillando más que nunca. Su expresión, que siempre había sido un muro, ahora estaba abierta, vulnerable, emocionada. El ministro inició la ceremonia con palabras sencillas. Hoy no celebramos un juego ni una apariencia. Hoy somos testigos de un amor verdadero.
Lucía apretó la mano de Alejandro, sintiendo que su corazón estaba a punto de estallar. Yo fingí al inicio”, dijo ella con voz temblorosa, “pero pronto entendí que lo que sentía no era un papel, era real. Prometo estar a tu lado en la luz y en la oscuridad. Y por cierto, prometo elegir mejores zapatos para no hacerte sufrir.” Los invitados rieron suavemente.
Alejandro también sonrió. Esa sonrisa rara que Lucía había aprendido a amar. Yo pensé que debía ser perfecto y frío para protegerlo todo, confesó él. Pero contigo aprendí que lo único perfecto es ser uno mismo. Prometo creerte siempre, incluso cuando el mundo dude. El ministro los miró con ternura.
Pueden besarse. Alejandro se inclinó y rozó sus labios con los de ella. Los aplausos estallaron. Isabella aplaudía entre lágrimas y risas. Y Lucía sintió que todo el peso de las dudas, de las mentiras y de las máscaras se derrumbaba en ese instante. Ahora ya no había necesidad de fingir. El jardín aún olía a rosas cuando la ceremonia terminó.
No hubo un banquete enorme ni cientos de invitados. Solo una mesa larga bajo las luces cálidas, copas de vino, risas suaves y la gente que realmente importaba. Isabelle levantó su copa y brindó con una sonrisa emocionada. a mi hermano, que juraba que nunca se casaría, y a Lucía, que tuvo el valor de derribar su muralla de hielo. Los presentes aplaudieron entre risas.
Lucía se sonrojó, pero Alejandro, lejos de incomodarse, inclinó la copa hacia ella. Por nosotros. La tarde se convirtió en noche y poco a poco el jardín fue quedando en silencio. Ya sin fotógrafos ni murmullos, Alejandro llevó a Lucía hasta el muelle de madera que se extendía sobre el lago. El reflejo de la luna iluminaba el agua y hacía que todo pareciera un sueño.
¿Te das cuenta de lo irónico que es?, dijo Lucía riendo nerviosa. Todo comenzó fingiendo. Y ahora no hay nada más real, respondió él tomándola por la cintura. Lucía lo miró a los ojos y se dio cuenta de que ya no quedaban rastros del ejecutivo distante que conoció. Ese Alejandro se había transformado en alguien que podía sonreír, equivocarse y hasta mostrar miedo.
“Prometiste no soltarme nunca”, susurró ella. “Y lo cumpliré”, contestó él. antes de besarla bajo el cielo estrellado. Los días siguientes fueron un respiro tras la tormenta. Lucía se mudó a la residencia en la descubrió un Alejandro completamente distinto, el hombre que discutía con ella sobre qué desayuno preparar, el que prefería sentarse con un café a leer el periódico en silencio, el que se irritaba cuando no encontraba sus gemelos de plata.
Nunca pensé verte buscando entre cojines como un niño travieso”, dijo ella una mañana al verlo revolviendo el sofá. “Y nunca pensé tener a alguien que se ría de mí en mi propia casa”, replicó él, aunque sus labios delataban una sonrisa. Lucía también aprendió a convivir con la presión externa. Los medios la señalaban como la periodista que se había convertido en esposa del magnate.
Algunos la alababan, otros la criticaban, pero ella había decidido que no dejaría que los titulares dictaran su vida. Una tarde, Alejandro regresó temprano de la oficina y la encontró trabajando en su laptop, rodeada de papeles. “Sigues siendo periodista, aunque ya no lo necesites”, observó él cruzando los brazos. “No lo hago por necesidad.
Lo hago porque es lo que soy,”, contestó ella sin apartar la vista de la pantalla. Él se acercó y cerró la computadora suavemente. “Entonces, no renuncies a eso, pero prométeme que ya no arriesgarás tu vida sola.” Lucía lo miró con seriedad. “¿Y tú prométeme que no volverás a desconfiar de mí?” Alejandro asintió sin dudar. He aprendido mi lección.
El ambiente en la casa se volvió más cálido. Isabelle solía visitarlos y siempre hacía bromas sobre cómo Lucía había humanizado a su hermano. “Antes eras insoportable”, le dijo un día riendo. “Ahora hasta sabe sonreír.” Alejandro bufó, pero Lucía notó que esa clase de comentarios ya no le molestaban.
Al contrario, parecía disfrutar de la idea de haber cambiado. El amor, sin embargo, no eliminaba los desafíos. Alejandro aún debía limpiar la imagen de su empresa y reconstruir la confianza de los socios. Lucía, por su parte, debía enfrentar la desconfianza de algunos colegas que la acusaban de venderse al hombre al que investigaba. Una noche, agotada por los rumores, se dejó caer en la cama con un suspiro.
“Dicen que traicioné a mi profesión por ti”, murmuró. Alejandro se recostó a su lado y le acarició el cabello. “No les debes explicaciones. Eres la razón por la que la verdad salió a la luz y la verdad es lo único que importa.” Lucía lo abrazó fuerte. Prométeme que pase lo que pase no perderemos esto. Lo prometo dijo él besole frente.
Unos días después decidieron volver al lugar donde todo comenzó, el hotel de Zich, donde Mariana, la mejor amiga de Lucía, se había casado. Esta vez no había trajes de gala ni orquestas, solo ellos dos entrando de la mano en el mismo salón iluminado por lámparas de cristal. Aquí fue donde me pediste fingir, recordó Lucía. sonriendo.
“Y aquí fue donde entendí que mi vida cambiaría para siempre”, contestó Alejandro. Se quedaron un momento en silencio observando el salón vacío. Era como cerrar un círculo. Lo que había empezado como un acuerdo absurdo ahora era la base de un amor que había sobrevivido a la traición, al peligro y a las dudas. De regreso a casa, Alejandro la sorprendió con un pequeño paquete. “¿Qué es esto?”, preguntó Lucía abriéndolo.
Era un par de zapatos de tacón bajo, elegantes pero cómodos. “Para que nunca vuelvas a tropezar”, dijo él con una sonrisa traviesa. Lucía rió emocionada. “Eres imposible y tú me amas así”, replicó él, acercándose a besarla. La vida juntos recién empezaba y aunque sabían que no sería perfecta, también sabían que ya no había máscaras ni mentiras.
Solo ellos aprendiendo a ser pareja más allá de los titulares. Esa noche, mientras veían los fuegos artificiales reflejarse en el lago, Lucía apoyó la cabeza en el hombro de Alejandro y pensó que por primera vez en mucho tiempo la palabra futuro no le daba miedo. El tiempo pasó y con él llegaron nuevas rutinas que, para sorpresa de Lucía, resultaron más valiosas que los grandes eventos.
No eran las galas ni las ruedas de prensa lo que le recordaban lo mucho que habían cambiado sus vidas, sino los momentos pequeños: desayunar juntos mientras el sol entraba por las ventanas, caminar descalzos por el jardín después de la lluvia o discutir quién cocinaba mejor, aunque ambos sabían que Alejandro apenas podía freír un huevo.
Una tarde de otoño paseaban por el centro de Ginebra sin guardaespaldas ni autos lujosos. Era extraño para los dos sentirse anónimos entre la multitud. Pero también liberador. Lucía tomó un helado y se lo pasó a Alejandro. Vamos, prueba. Él arqueó una ceja helado en la calle. Soy un morel. Eres mi esposo y vas a probarlo.
Alejandro suspiró con fingida resignación y le dio una cucharada. Su gesto se transformó en una sonrisa inesperada. Está bueno. Lucía estalló en risa. No puedo creerlo. Alejandro Morel descubriendo un helado de vainilla en plena calle. Esto sí merece un titular. Él negó con la cabeza, pero en sus ojos grises había un brillo distinto, uno que decía que estaba feliz.
Las heridas del pasado no desaparecieron de inmediato. Hubo momentos de tensión con socios que aún desconfiaban, con periodistas que cuestionaban la relación y con empleados que tenían cambios en la empresa. Pero poco a poco, con paciencia y transparencia, Alejandro demostró que su imperio no estaba cimentado en mentiras.
Lucía, por su parte, recuperó su voz como periodista. No dejó de escribir, aunque ahora elegía con cuidado sus batallas. publicó reportaje sobre corrupción en otras empresas, sobre abusos financieros y sobre historias humanas que pasaban desapercibidas. Cada vez que lo hacía, Alejandro la leía en silencio y luego le dejaba sobre el escritorio una nota breve. Estoy orgulloso de ti.
Una noche, mientras cenaban en la terraza de la residencia de la Lucía observó el cielo estrellado y habló en voz baja. ¿Sabes qué pienso a veces? Que todo pudo haber terminado mal. que si aquella noche en la boda no te hubieras acercado a mí, ahora yo estaría en otro lugar escribiendo notas anónimas y tú seguirías siendo el hombre de hielo que todos temían. Alejandro dejó el tenedor a un lado y la miró fijamente.
Tal vez, pero me alegro de haberme atrevido, aunque fuera con un simple susurro. Lucía sonrió recordando aquel instante que había cambiado su destino. “Finjamos que estás conmigo”, repitió ella imitando su voz grave. “Y mira donde nos llevó la mentira más sincera de todas”, contestó él inclinándose para besarla.
El otoño avanzaba y los rumores finalmente se apagaron. La gente dejó de verlos como un escándalo y empezó a verlos como una pareja que había sobrevivido a todo, a la mentira, al peligro y al miedo. Un domingo cualquiera, organizaron una pequeña reunión en el jardín con amigos y antiguos compañeros de Lucía.
Entre ellos estaba Mariana, la amiga cuya boda había sido el inicio de todo. “Todavía no me lo creo”, dijo Mariana abrazándola. Todo empezó porque estaba sentada sola en mi boda. Lucía rió con complicidad. Y ahora mírame casada con el hombre que me pidió fingir por unos minutos. Mariana le guiñó un ojo.
A veces lo inesperado es lo mejor que puede pasarnos. Al caer la noche, Alejandro tomó la mano de Lucía y la llevó hasta el borde del lago. El reflejo de las luces iluminaba el agua tranquila. Quiero que recordemos siempre esto,” dijo él con tono serio, “que incluso en medio de la tormenta elegimos creer el uno en el otro.” Lucía apretó su mano.
“¿Y que dejamos de fingir para empezar a vivir de verdad?” Se quedaron en silencio observando las estrellas. Ya no había máscaras ni dudas, solo un futuro compartido. Y esa noche, mientras los fuegos artificiales iluminaban el cielo sobre el lago, Lucía y Alejandro se abrazaron con la certeza de que ya no quedaban dudas. Lo suyo era para siempre.
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