Frente a la iglesia, un español de 2,35 tumba de un solo golpe al herrero del pueblo y grita, “Cuando caiga villa, su destino será un ejemplo para todos. El miedo manda, pero ese día el miedo encontró su final. Bienvenido al canal Cuentos de Villa. Dinos desde dónde nos estás escuchando, compadre.

Cuentan los viejos de Valle de Allende que por el verano de 1914, cuando el aire olía a pólvora y promesas rotas, llegó al pueblo una sombra que caminaba en dos patas. Lo llamaban el gigante y no era nombre puesto a la ligera. media más de dos varas de alto.

Tenía espaldas anchas como yugo de bueyes y puños del tamaño de martillos de herrero. Había venido del sur, dicen, contratado por el coronel Esteban Mondragón, un huertista de los bravos que se había hecho fuerte en las lomas de Parral, con la promesa de limpiar Chihuahua de villistas de una vez por todas.

El español, porque español era, aunque hablaba cristiano, como si hubiera mamado en pechos mexicanos, tenía una misión que iba más allá de la simple matanza. No se trataba no más de matar a Villa, sino de quebrarlo como símbolo. Mondragón lo sabía bien. Mientras el centauro del norte siguiera cabalgando por estas tierras, la gente humilde no perdería la esperanza.

Y un pueblo con esperanza es pueblo que no se rinde. Necesito que lo hagas públicamente, le había dicho el coronel la noche en que cerraron el trato contando monedas de oro sobre la mesa de una cantina en Santa Rosalía. Que lo vean caer todos. Que sepan que Pancho Villa no es más que un hombre y que los hombres mueren igual que las moscas.

El gigante había asentido sin más palabras. No era hombre de muchas, pero cuando hablaba la tierra parecía temblar. Su voz salía de adentro como trueno distante y sus ojos, pequeños y negros como frijoles quemados. Tenían esa frialdad que solo se veen los que han matado tanto que ya no cuentan. Los primeros días de su llegada a Valle de Allende fueron como los primeros días de una tormenta.

Se sentía el peligro en el aire, pero todavía no se veía de dónde vendría el rayo. El gigante se instaló en la cantina de don Aurelio, un lugar pequeño pero céntrico, donde todos los hombres del pueblo se juntaban al caer la tarde para hablar de la cosecha, del clima y en voz baja de la guerra que les comía a los hijos uno por uno.

 La primera señal de lo que venía pasó el martes por la mañana. Don Crisanto, el herrero del pueblo, hombre recio que había forjado herraduras para los caballos de villa más de una vez entró a la cantina buscando nada más que un trago de mezcal para quitarse el sabor amargo de la madrugada. El gigante estaba solo en una mesa del rincón desayunando huevos y machaca con tortillas del tamaño de sombreros.

 Usted es el que anda preguntando por Villa”, dijo don Crisanto sin malicia, no más por curiosidad. El gigante alzó la vista despacio. Sus ojos encontraron los del herrero y don Aurelio, que limpiaba vasos detrás de la barra, sintió que el aire se espesaba como antes de granizar.

 “¿Y si fuera?”, contestó el español sin dejar de masticar. Pues no más por saber, siguió don Crisanto, que era hombre de ley, pero también de valor. Villa es gente querida por aquí. Sería una lástima que alguien viniera a buscarlo para hacerle daño. El gigante se puso de pie lentamente, como montaña que decide moverse. Don Crisanto era hombre alto, pero junto al español parecía niño.

 La diferencia no era solo de estatura, sino de presencia. Donde Don Crisanto irradiaba la fuerza honesta del trabajo, el gigante emanaba algo oscuro, algo que helaba la sangre. Escúchame bien, herrero, dijo, y su voz llenó el cuarto pequeño como agua que se desborda.

 Yo no vengo a hacerle daño a Villa, vengo a matarlo y cuando lo haga voy a exhibir su derrota ahí enfrente de la iglesia para que todos los insolentes como tú vean qué les pasa a los que se meten con gente que no deben. Don Crisanto sintió que la boca se le secaba, pero no retrocedió. era hombre de honor, y el honor no se negocia ni ante gigantes.

 Será si puede, murmuró, más para sí mismo que para el español. El puñetazo llegó tan rápido que don Aurelio no lo vio venir. Solo escuchó el golpe seco y terrible como hacha contra tronco. Y luego vio a don Crisanto en el suelo con sangre saliéndole de la boca y los ojos vidriosos. El gigante se quedó parado sobre él.

 respirando apenas como si acabara de espantar una mosca. “Si Villa tiene huevos, que venga a buscarme”, dijo en voz alta para que todos en el pueblo lo oyeran. “Estaré esperándolo aquí, en esta plaza de cuando se le hinchen las pelotas de enfrentarme.” Don Aurelio corrió a ayudar al herrero que respiraba con dificultad. Cuando logró incorporarlo, don Crisanto escupió sangre y dos dientes.

 “Vámonos de aquí, don Crisanto”, susurró el cantinero. “Este cabrón no está acuerdo, pero don Crisanto, aunque dolido, no había perdido la dignidad. No”, dijo con voz ronca. Mi pueblo es mi pueblo. Aquí nací y aquí me van a enterrar. Pero este hijo de no va a durar mucho. Villa va a venir y cuando venga este va a conocer lo que es la tierra de Chihuahua. El gigante se rió.

 Una risa que sonaba como piedras rodando por un barranco. Villa repitió saboreando el nombre. Villa es puro cuento, un bandido con suerte que se cree general. Yo he matado 20 como él y todos murieron igual, de rodillas pidiendo perdón. Las palabras del español corrieron por el pueblo como reguero de pólvora.

 Para el atardecer no había quien no supiera que había llegado un demonio con figura de hombre, buscando pelea con el mismísimo Pancho Villa. Los hombres caminaban con la cabeza agachada, las mujeres encerraban a sus hijos temprano y hasta los perros parecían ladrar más que dito.

 Esta noche en la casa de don Evaristo, el hombre más viejo del pueblo y por eso el más respetado, se juntaron los principales para decidir qué hacer. Hay que mandar aviso a Villa dijo doña Carmen, la partera que tenía más arrestos que muchos hombres. No podemos dejar que este animal ande suelto por aquí. ¿Y si villa no viene? preguntó don Baristo preocupado. Y si decide que no vale la pena arriesgar su gente por nosotros.

 Villa siempre viene, contestó don Crisanto, que había llegado con la cara hinchada, pero con los ojos claros. Ese hombre no deja votado a su pueblo, nunca lo ha hecho. Pero este no es cualquier insistió don Aurelio. Este cabrón es peligroso, de verdad. Lo vi mover la mano y ni tiempo tuve de parpadear. Don Crisanto estaba en el suelo antes de que yo pudiera respirar.

El silencio cayó sobre el grupo como manta húmeda. Todos sabían que el cantinero tenía razón. El gigante no era de los matones comunes que habían visto pasar por el pueblo durante la guerra. Era algo distinto, algo que ponía los nervios de punta solo con verlo caminar. Ni modo,” dijo finalmente doña Carmen.

Sea como sea, hay que mandar el recado. Villa tiene derecho a saber que lo andan buscando y nosotros tenemos derecho a pedirle ayuda. Don Evaristo asintió despacio. “Está bien, ¿quién se avienta el viaje?” “Yo voy,”, dijo una voz desde la puerta. Todos voltearon. Era Miguelito, el hijo menor de don Evaristo, un chamaco de 15 años que tenía la mala costumbre de aparecer donde no lo llamaban. “Tú ni madres”, contestó su padre.

 “Esto es cosa de hombres. Soy más rápido que cualquiera de ustedes”, insistió el muchacho. “Conozco todas las veredas de la sierra y mi caballo no le pide nada al de nadie. Puedo llegar al campamento de villa y regresar antes de que se den cuenta de que me fui. Los hombres se miraron entre sí. El chamaco tenía razón, pero mandarlo era arriesgado. Si lo agarraban los federales o los rurales, no nomás lo matarían.

 Lo harían sufrir primero para sacarle información. Es peligroso, mi hijo dijo doña Carmen con cariño. Si te pasa algo, tu padre no se lo perdona nunca. Y si no hago nada, este pueblo se va al contestó Miguelito con firmeza, que sorprendió a todos. Villa necesita saber y yo soy el único que puede llegar sin que me vean.

Don Evaristo miró a su hijo con ojos llenos de orgullo y miedo. El niño que había criado se estaba convirtiendo en hombre delante de sus ojos y eso siempre dolía y alegraba a la vez. Ándale, pues, dijo finalmente, pero con una condición, sales antes del amanecer y no te detienes por nada ni por nadie.

 Llega donde villa, le das el recado y te regresas volando. ¿Entendido? ¿Entendido, papá? Esa madrugada, mientras el pueblo dormía bajo el peso de la amenaza, Miguelito encillo su caballo y se perdió en los caminos de la sierra, llevando en el pecho la esperanza de toda su gente.

 No sabía que su viaje cambiaría el destino de Valle de Allende para siempre, ni que antes de volver a ver su casa tendría que enfrentar horrores que ningún muchacho debería conocer. En la cantina de don Aurelio, el gigante seguía bebiendo mezcal como si fuera agua, esperando. Sabía que el mensaje llegaría a villa. Lo deseaba. Todo estaba saliendo según el plan del coronel Mondragón, que en ese momento ultimaba los detalles de la emboscada desde su campamento en las lomas.

 150 federales esperaban la señal para cerrar la trampa que acabaría con el centauro del norte. de una vez por todas. Pero el plan tenía una falla que ninguno de los dos había considerado, el corazón de un soldado que había visto demasiada injusticia y que esa misma noche se levantaría de su petate decidido a hacer lo correcto, aunque le costara la vida.

 El campamento de villa se extendía como ciudad de lona entre los riscos de la sierra de Chihuahua, donde el viento corría libre. Y el agua bajaba clara desde los manantiales. Era temprano en la mañana cuando los centinelas vieron llegar a un muchacho montado en un caballo colorado que parecía más espíritu que animal.

 Tanto se movía entre las piedras y los matorrales. Miguelito había cabalgado toda la noche, parando solo para que su caballo bebiera en los arroyos y descansara cuando las cuestas se ponían muy empinadas. Traía la camisa empapada de sudor y los ojos rojos de no dormir, pero también algo más, una urgencia que se le notaba en cada gesto en la forma como miraba hacia atrás por el camino, como si esperara ver perseguidores.

 “Alto ahí!”, gritó uno de los dorados cuando el muchacho entró al perímetro. “¿Quién vive?” “Vengo de valle de Allende”, contestó Miguelito sin desmontar con la voz ronca. Traigo un mensaje para el general Villa. Es urgente. El soldado, que se llamaba Macario y tenía cara de indio y corazón de hermano, vio algo en los ojos del chamaco que lo convenció. “Sígueme”, le dijo.

 “Pero despacito, el general está desayunando y no le gusta que lo apuren cuando está comiendo.” Caminaron entre las tiendas mientras el campamento despertaba. Los hombres de villa salían de sus petates, se lavaban la cara en las palanganas, revisaban sus armas y preparaban el café. Había algo en el ambiente de esos hombres que Miguelito nunca había sentido.

 Una mezcla de disciplina y libertad, de respeto y familiaridad que hacía que uno se sintiera seguro solo con estar cerca. Villa estaba sentado en una silla de cuero bajo la sombra de un mezquite, desayunando huevos rancheros y frijoles refritos con tortillas recién hechas. Al lado tenía una taza de café negro y humeante y en las piernas una pistola 44 que parecía parte de su cuerpo.

 Cuando vio llegar al muchacho, no alzó la vista inmediatamente, pero miguelito notó que los músculos del general se tensaron como los de un gato que siente peligro. “Mi general”, dijo Macario, “Este chamaco viene de Valle de Allende con un mensaje.

” Villa terminó de masticar despacio, se limpió la boca con el dorso de la mano y entonces sí levantó los ojos. Miguelito sintió que esa mirada lo atravesaba como bala. No era cruel ni amenazante, pero sí profunda, como si pudiera ver todo lo que uno llevaba adentro. ¿Cómo te llamas, muchacho? Miguel Herrera, mi general. Pero me dicen, Miguelito, hijo de don Evaristo. Sí, señor. Villa asintió.

 Conocía a Don Evaristo desde antes de la guerra, cuando todavía era comerciante y no general. Era hombre de palabra y de ley, de los que no hablaban de más ni prometían lo que no podían cumplir. ¿Qué pasó en tu pueblo, miguelito? El chamaco respiró hondo, como cuando uno se prepara para meterse a un río frío. Llegó un hombre, mi general, un español muy grande, dice que lo mandaron a matarlo y anda preguntando por usted, por todo el pueblo.

 Ayer le pegó a don Crisanto, el herrero, no más porque le dijo que usted era gente querida. Villa siguió comiendo, pero miguelito notó que ahora masticaba más lento. ¿Qué tan grande?, preguntó sin dejar de mirar al muchacho. Como dos hombres juntos, mi general, y fuerte como toro. Don Crisanto es hombre recio, pero a este lo tumbó de un solo golpe.

 ¿Cómo se llama?, le dicen el gigante. No sé si tenga otro nombre. Por primera vez que había llegado, Miguelito vio algo cambiar en los ojos de Villa. No era miedo. El general no conocía esa palabra, pero sí una atención diferente, como la de un cazador que detecta una presa peligrosa.

 ¿Y qué más dijo este gigante? Que lo va a estar esperando en la plaza del pueblo y que cuando lo mate va a colgar su cabeza en la iglesia para que todos vean lo que les pasa a los que se meten con él. Villa dejó de comer y se puso de pie. Miguelito se asombró de lo alto que era el general, no tanto como el gigante, pero sí más de lo que esperaba y de lo tranquilo que se veía a pesar de la amenaza.

 ¿Algo más, chamaco? Miguelito dudó un momento. Había algo más, algo que había visto en el viaje de regreso, pero que no sabía si era importante. Al final decidió contarlo. Mi general, cuando venía para acá, vi soldados federales en las lomas que rodean Valle de Allende. Muchos, como que se estaban escondiendo. Ahora sí, Villa se puso tenso del todo.

 se quedó callado un momento, mirando hacia el horizonte, como si estuviera leyendo algo escrito en las nubes. ¿Cuántos calculaste? No podría decir con seguridad, mi general, porque los vi de lejos y estaba oscuro, pero eran bastantes, 100, tal vez más. Villa se sentó de nuevo, pero ya no para seguir desayunando.

 Se inclinó hacia delante con los codos en las rodillas y miró al muchacho directamente a los ojos. Miguelito, ¿tú sabes lo que significa todo esto? No, mi general. Significa que este gigante no vino solo a retarme, vino a tenderme una trampa. La idea es que yo vaya a pelear con él mientras los federales me caen encima por todos lados. El chamaco sintió que el estómago se le revolvía.

 Sin querer había traído una trampa hasta su héroe. “Perdón, mi general”, murmuró. Si hubiera sabido, no, muchacho. Lo interrumpió Villa con una sonrisa que no tenía nada de cruel. Hiciste bien en venir. Muy bien. Si no me hubieras avisado de los federales, yo habría ido directo a la trampa sin saber. Ahora sé lo que me espera y eso lo cambia todo.

 Villa se puso de pie y gritó, “Fierro, Urbina, vengan acá.” En menos de un minuto aparecieron dos hombres que Miguelito reconoció por las historias que se contaban en su pueblo. Rodolfo Fierro era delgado y pálido, con ojos que parecían canicas y tenía fama de ser el más letal de todos los dorados. Tomás Urbina era más fornido, con bigote espeso y cara bonachona que engañaba.

Dicen que en la batalla era feroz como lobo. ¿Qué pasó, general?, preguntó Fierro. Villa les contó lo que había dicho Miguelito, despacio y sin quitarle ni poner nada. Cuando terminó, los dos hombres se miraron entre sí con una expresión que el muchacho no supo interpretar. Es una trampa obvia, dijo Urbina.

Demasiado obvia, pero no podemos ignorarla, agregó Fierro. Si no va, van a decir que Pancho Villa le tiene miedo a un español y si voy me matan. completó Villa. Al menos eso creen ellos. Se quedaron callados un momento pensando. Miguelito los observaba, admirado de estar presenciando una decisión que cambiaría el destino de su pueblo y tal vez de toda la región.

 “¿Cuántos hombres tenemos disponibles aquí?”, preguntó Villa. 82, contestó Fierro inmediatamente. Todos los dorados más la compañía de Martín López y de los federales que sabemos que son del coronel Mondragón, dijo Urbina. Ese cabrón ha estado jode y jode por toda la sierra tratando de echarnos la mano. Es de los huertistas duros de los que no perdonan.

 Villa caminó unos pasos, siempre pensando. Miguelito notó que el general tenía una forma especial de moverse cuando estaba tomando decisiones importantes, como felino que calcula cada paso antes de saltar. Está bien”, dijo finalmente, “Vamos a darles lo que quieren. Voy a ir a pelear con el gigante.

” General, empezó fierro, pero Villa lo cayó con un gesto. Pero no como ellos esperan. Urbina, quiero que tomes 40 hombres y se metan en valle de Allende por la noche antes de que llegue yo. Que se acomoden en los techos, en las ventanas, en todos los lugares donde puedan cubrir la plaza. ¿Y los federales?”, preguntó Urbina.

 “De esos me encargo yo,”, contestó Villa con una sonrisa que no prometía nada bueno para los enemigos. “Fierro, tú vas a tomar otros 40 hombres y los vas a posicionar en las lomas donde están escondidos los federales, pero sin que te vean. Cuando empiecen a disparar, les caes por la espalda.” Y usted, preguntó fierro.

 Yo voy a hacer exactamente lo que esperan. Llegar a la plaza solo a pelear con el gigante. La diferencia es que ya no voy a estar solo. Miguelito sintió una mezcla de admiración y preocupación. El plan sonaba arriesgado, aunque él no era soldado para entender todos los detalles. “¿Y si algo sale mal?”, se atrevió a preguntar.

 Villa lo miró con paciencia, como maestro que explica una lección difícil. Muchacho, en esta vida siempre puede salir algo mal. Por eso uno hace planes para que salga todo perfecto, sino para que cuando salga mal no sea catástrofe. ¿Entiendes? Creo que sí, mi general. Además, agregó Villa y esta vez la sonrisa fue genuina.

 Tu pueblo me está pidiendo ayuda y yo no abandono a mi gente nunca. En ese momento, como si hubiera estado esperando la oportunidad, se acercó otro hombre. Era más joven que los demás, con cara de estudiante y ropa menos correteada. Miguelito no lo reconoció. “General”, dijo el recién llegado. “¿Puedo hablar con usted?” Villa lo miró con atención.

 Felipe, ¿qué necesitas? Es sobre la situación de Valle de Allende, mi general. Tengo información adicional. Felipe Ángeles, porque ese era el hombre, tenía una presencia distinta a la de los demás. Donde fierro era pura tensión y urbina pura fuerza, ángeles irradiaba una tranquilidad que daba confianza. “A ver, cuéntanos,”, dijo Villa. “Anoche llegó a nuestro campamento un desertor federal. Venía del destacamento del coronel Mondragón.

dice que el plan es exactamente como usted se imagina, usar al gigante como carnada y después atacar con toda la fuerza. ¿Algo más? Sí. El desertor dice que Mondragón tiene órdenes directas del general Huerta. No se trata solo de una operación local.

 Si logran matar a Villa, van a usar su muerte para desmoralizar a toda la división del norte. Villa asintió despacio. La información confirmaba lo que ya sospechaba. Esto no era solo una trampa personal, sino parte de una estrategia más grande. ¿Por qué desertó ese hombre?, preguntó Urbina. Dice que se cansó de las atrocidades, contestó Ángeles. Mondragón ha estado ejecutando prisioneros y civiles por toda la región. El desertor vio demasiado.

 ¿Se puede confiar en él? Yo creo que sí, dijo Ángeles, pero sobre todo su información coincide con lo que nos dice este muchacho. Villa se quedó pensativo un momento más, luego se dirigió a Miguelito. Chamaco, quiero que te quedes aquí hasta que todo esto termine.

 Tu pueblo va a estar en zona de guerra y tu papá no me perdonaría si te pasa algo, pero mi general, nada de peros. Vas a quedarte aquí y esa es una orden. Cuando todo acabe, te llevo de regreso personalmente. Miguelito quiso protestar, pero algo en la voz de Villa le dijo que no era momento de discutir.

 “Sí, mi general, está bien”, dijo Villa dirigiéndose a sus hombres. “Ya saben qué hacer. Salimos en una hora.” Y recuerden, esto no es solo por matar a un gigante, es por enseñarles a estos cabrones que no se puede jugar con la gente de Chihuahua. Mientras los hombres se dispersaban para prepararse, Villa se acercó de nuevo a Miguelito. Muchacho, quiero que sepas una cosa.

 Tu viaje de anoche salvó muchas vidas. No solo la mía, sino la de mucha gente de tu pueblo. Eso no se olvida. No más hice lo que tenía que hacer, mi general. Exacto, dijo Villa. Hiciste lo que tenías que hacer y eso, créeme, no es tan común como debería ser. El general se alejó hacia su tienda para prepararse y Miguelito se quedó parado bajo el mezquite, viendo cómo el campamento se transformaba en una máquina de guerra.

 Los hombres revisaban armas, ensillaban caballos, cargaban municiones, todo con una eficiencia silenciosa que hablaba de años de experiencia. En unas horas, Valle de Allende sería testigo de una batalla que determinaría mucho más que la muerte de un gigante. Sería el lugar donde se decidiría si la esperanza seguía viva en el corazón de los humildes o si la prepotencia de los poderosos lograba aplastarla para siempre.

 Miguelito no lo sabía, pero su viaje nocturno había puesto en marcha fuerzas que cambiarían el destino de muchos. El muchacho que había salido de valle de Allende ya no era el mismo que había llegado al campamento de villa. Había hecho su primera contribución a la historia y eso lo convertía en hombre antes de tiempo.

 La tarde se extendía como manta dorada sobre las lomas de Chihuahua, cuando Villa y sus hombres comenzaron el descenso hacia Valle de Allende. iban divididos en tres grupos, cada uno tomando rutas diferentes para no levantar sospechas. El plan era simple en apariencia, pero complejo en su ejecución. Llegar sin ser vistos, posicionarse sin ser detectados y convertir la trampa de los federales en su propia perdición.

 Urbina cabalgaba al frente del primer grupo, 40 dorados escogidos entre los más silenciosos y certeros. Su misión era infiltrarse en el pueblo durante la noche y ocupar posiciones estratégicas en torno a la plaza. Conocía Valle de Allende desde niño. Había pasado temporadas trabajando en las haciendas cercanas antes de unirse a villa.

 Y sabía cada callejón, cada azotea, cada rincón donde un hombre armado podía esconderse sin ser visto. Recuerden, les había dicho antes de partir, mañana en la plaza va a haber mucha gente, mujeres, niños, ancianos. Si tienen que disparar, que no sea ni un solo tiro que pueda lastimar a un inocente. Nuestros enemigos son los federales y el gigante, nadie más. Los hombres habían asentido en silencio.

Todos conocían la regla de villa. La guerra era contra los soldados y los caciques, nunca contra el pueblo. Quien rompiera esa regla no duraba mucho en la división del norte. Fierro, por su parte, se dirigía hacia las lomas con su grupo, moviéndose como fantasma entre los matorrales y las rocas. Su trabajo era el más delicado.

 Tenía que localizar exactamente donde estaban escondidos los federales de Mondragón, acercarse lo suficiente para atacarlos por sorpresa, pero no tanto como para ser descubierto antes de tiempo. Era una tarea hecha a su medida. Rodolfo Fierro tenía fama de poder volverse invisible cuando quería, de aparecer donde menos se esperaba y de matar con una precisión que parecía sobrenatural.

 Villa, mientras tanto, tomaba la ruta más directa, pero también la más arriesgada. Iba con solo dos hombres, Macario, y otro dorado llamado Juventino, fingiendo ser comerciantes que se dirigían al pueblo por negocios. Llevaban rifles escondidos bajo sarapes y pistolas en fundas ocultas, pero a primera vista parecían arrieros comunes.

 El trayecto le daba tiempo para pensar y Villa necesitaba pensar. La trampa de Mondragón era inteligente, tenía que reconocerlo. Usar al gigante como carnada era una idea que podía funcionar porque apelaba no solo al orgullo de Villa, sino a algo más profundo, su compromiso con la gente que confiaba en él.

 Cualquier otro general habría mandado a sus hombres a resolver el problema o simplemente habría ignorado el desafío. Pero Villa no podía hacer eso. Su fuerza no venía solo de sus armas o de su estrategia militar, sino de la fe que el pueblo ponía en él. Y esa fe se alimentaba de gestos como este aparecer personalmente cuando su gente lo necesitaba.

 General, dijo Macario mientras cabalgaban por un sendero pedregoso, ¿no le preocupa que sea una trampa dentro de otra trampa? Villa lo miró con curiosidad. ¿Qué quieres decir? Pues que tal vez Mondragón sepa que nosotros sabemos de la trampa y haya preparado algo más. La observación era inteligente. Villa sonríó.

 Puede ser, Macario, pero en la guerra, como en el juego, llega un momento en que tienes que apostar con las cartas que tienes, no con las que te gustaría tener. Nosotros sabemos que hay federales escondidos en las lomas, sabemos que quieren emboscarnos y sabemos que tienen un gigante esperándome en la plaza. Con eso podemos trabajar.

 Y si sale mal, si sale mal morimos, contestó Villa sin dramatismo. Pero si no hacemos nada, la gente de Valle de Allende vive con miedo y nosotros perdemos algo que vale más que la vida, el respeto de nuestro pueblo. Juventino, que hasta entonces había guardado silencio, se atrevió a hacer una pregunta. Mi general, ¿usted cree que pueda ganarle al gigante? Villa se tomó su tiempo para responder.

 No era hombre vanidoso y sabía que la pregunta era legítima. No sé, juventino, no lo he visto pelear, pero sí sé una cosa. Los hombres muy grandes suelen confiar demasiado en su tamaño y el tamaño no siempre gana las peleas. ¿Qué las gana entonces? La cabeza, muchacho. La cabeza y el corazón.

 Si tienes las dos cosas trabajando juntas, puedes vencer a cualquiera. Mientras hablaban en Valle de Allén, la tensión se podía cortar con machete. El gigante había pasado el día bebiendo en la cantina de don Aurelio, pero sin embriagarse. Bebía con control, como quien toma medicina.

 De vez en cuando salía a la plaza y gritaba insultos contra Villa, desafiándolo a aparecer, asegurando que lo estaba esperando. La gente del pueblo se movía con cautela, tratando de hacer sus quehaceres normales, pero siempre pendiente de dónde estaba el español. Don Crisanto, todavía con la cara hinchada del golpe del día anterior, había pasado la tarde afilando herramientas en su taller.

 No por trabajo, con la tensión que había, nadie pensaba en herraduras o arados, sino para mantener las manos ocupadas mientras la cabeza le daba vueltas. Doña Carmen, la partera, había organizado a las mujeres para que tuvieran agua limpia y vendas preparadas. No sabía exactamente qué iba a pasar, pero su instinto le decía que habría heridos que atender.

 Era mujer práctica, de las que se preparan para lo peor, esperando lo mejor. Don Evaristo, por su parte, no había podido concentrarse en nada desde que su hijo miguelito había partido hacia la sierra. se la había pasado asomándose por la ventana, esperando ver aparecer el caballo colorado por el camino. No sabía si el muchacho había llegado bien al campamento de Villa ni si el general había decidido venir.

 El no saber lo estaba matando despacio. Cuando el sol comenzó a ocultarse detrás de las montañas, don Aurelio cerró su cantina más temprano que de costumbre, no porque no quisiera vender, los tiempos de guerra hacían que cada peso contara, sino porque la presencia del gigante había vuelto el lugar insoportable.

 El español se había quedado sentado en su mesa del rincón limpiando sus armas con una dedicación que daba escalofríos. Vámonos de aquí”, le había dicho don Aurelio a su mujer. “Esa bestia no es cristiana. Se ve en los ojos.” Pero antes de poder salir, el gigante lo llamó. Cantinero. Don Aurelio se detuvo sintiendo que las piernas se le aflojaban. “Sí, señor.

 Mañana va a venir Villa.” No era pregunta, era afirmación. Don Aurelio no supo qué contestar. Cuando venga, siguió el gigante, quiero que le digas algo de mi parte. ¿Qué cosa? Que su final va a ser lento, que voy a someterlo por completo antes de acabarlo y que cuando termine con él voy a hacer lo mismo con todos los cabrones que lo apoyan en este pueblo de Don Aurelio sintió que la boca se le secaba.

 No era la amenaza lo que más lo asustaba, sino la tranquilidad con que la había dicho el español. como quien comenta el clima. “Yo no tengo nada que ver con política, señor”, murmuró. “Todos tienen que ver con política,”, contestó el gigante. La diferencia es que algunos lo admiten y otros se hacen Don Aurelio salió de la cantina sintiendo que las piernas le temblaban.

 Su mujer lo estaba esperando en la puerta y cuando vio su cara supo que algo malo había pasado. ¿Qué te dijo? Cosas feas, María, cosas muy feas. Esa noche, Valle de Allende se durmió inquieto. Los perros ladraban más de lo normal. Los niños lloraban sin razón aparente y las mujeres se despertaban a cada ruido pensando que ya había empezado la violencia.

 En las lomas que rodeaban el pueblo, el coronel Mondragón ultimaba los detalles de su emboscada. Tenía 120 hombres bien armados y posicionados con órdenes claras. Esperar a que Villa llegara a la plaza, dejar que empezara la pelea con el gigante y entonces atacar desde todos los flancos. Era un plan que no podía fallar, o al menos eso creía. Lo que Mondragón no sabía era que mientras él organizaba a sus federales, Urbina y sus dorados ya se estaban infiltrando en Valle de Allende, moviéndose entre las sombras como gatos de monte. Uno por uno fueron ocupando posiciones en las

azoteas, en las ventanas que daban a la plaza, en los campanarios de la iglesia. Para cuando el coronel terminó de revisar sus posiciones, ya tenía 40 enemigos dentro del pueblo esperando la orden de villa para actuar. Fierro, por su parte, había localizado el campamento federal y estaba estudiando sus movimientos.

 Los había contado con precisión. 120 hombres, cuatro ametralladores, ligeras, munición abundante, una fuerza considerable, pero mal posicionada. Mondragón había pensado en atacar, no en defenderse. Sus hombres estaban dispersos en una línea demasiado larga, sin reservas ni posiciones de repliegue.

 Era el error típico de quien subestima al enemigo. Villa, mientras tanto, había llegado a las afueras de Valle de Allende y esperaba escondido en un bosquecillo de mezquites, aguardando que amaneciera. había mandado a Macario y Juventino de regreso con órdenes específicas para coordinar el ataque y ahora estaba solo, como había planeado desde el principio.

 La soledad le daba tiempo para reflexionar sobre lo que estaba a punto de hacer. No era la primera vez que arriesgaba su vida en combate singular. Había peleado contra soldados federales, rurales, caciques abusivos y bandidos por toda la sierra. Pero esta tenía algo diferente. El gigante no era un hombre común y la trampa que lo rodeaba tampoco era común.

 Pero más allá del peligro personal, Villa sabía que esta batalla tendría un significado más profundo. Si ganaba, no solo salvaría a Valle de Allende, mandaría un mensaje a todos los pueblos de Chihuahua, de que la revolución seguía viva, de que los humildes todavía tenían quien los defendiera. Si perdía, en cambio, su muerte sería el principio del fin para muchas esperanzas.

 Ni modo”, murmuró para sí mismo usando la expresión que había escuchado tantas veces en boca de su gente. “Será lo que Dios quiera.” Se acomodó contra el tronco de un mezquite y cerró los ojos, no para dormir, sino para descansar el cuerpo antes de la batalla. En unas horas, Valle de Allende sería testigo de un enfrentamiento que se recordaría por generaciones.

 Y él, Francisco Villa, estaría en el centro de todo, jugándose no solo la vida, sino el futuro de un sueño que muchos compartían, pero pocos se atrevían a defender. El amanecer llegó lento, como si también supiera que ese día sería especial. Cuando los primeros rayos de sol tocaron las montañas que rodeaban valle de Allende, todo estaba listo para que comenzara una historia que los corridos cantarían durante décadas.

 El sol había levantado apenas lo suficiente para calentar las piedras de la plaza cuando Villa montó su caballo y se dirigió hacia Valle de Allende. Iba solo como había prometido, pero llevaba en el pecho la seguridad de saber que sus hombres estaban donde debían estar.

 El plan era arriesgado, sí, pero había algo en el aire de esa mañana que le daba confianza. Tal vez era la forma como los pájaros cantaban o la manera como el viento movía las ramas de los mezquites. O tal vez era simplemente que después de tantos años de guerra había aprendido a reconocer cuando el destino estaba de su lado.

 En la plaza de Valle de Allende, el gigante esperaba de pie junto a la fuente seca que había en el centro. No se había sentado en toda la noche como si el descanso fuera cosa de débiles. Tenía los brazos cruzados y la mirada fija en el camino por donde debía llegar Villa. A su alrededor, la gente del pueblo se había ido congregando desde temprano, manteniendo una distancia prudente, pero sin querer perderse lo que iba a pasar.

Don Evaristo estaba ahí con el corazón dividido entre la esperanza de ver a Villa triunfar y el miedo de que a su hijo le hubiera pasado algo en la sierra. Doña Carmen había llegado con su maletín de partera, que también servía de botiquín para heridas de guerra, y se había colocado cerca de la iglesia donde podría atender a quien lo necesitara.

 Don Crisanto estaba junto a la puerta de su taller con un martillo en la mano, no para pelear. Sabía que no era rival para nadie en un combate, sino para sentirse menos inútil. Cuando el sonido de las herraduras empezó a escucharse por la calle principal, un silencio espeso cayó sobre la plaza.

 Villa apareció montado en su caballo alán, con el sombrero calado y la mano descansando sobre la pistola. Venía despacio, sin prisa, como quien llega a una cita que tenía desde hace mucho tiempo. Al verlo, el gigante sonríó. Era una sonrisa sin alegría, fría como metal. “Así que por fin llegaste, Villa”, gritó para que todos lo oyeran.

 “Ya me estaba aburriendo de esperar.” Villa desmontó sin contestar inmediatamente. Amarró las riendas de su caballo a un poste y caminó hacia el centro de la plaza. Solo cuando estuvo a unos 10 pasos del español, habló, “Aquí estoy. ¿Qué es lo que quieres?” “Lo que quiero,”, contestó el gigante, “es partirte la madre delante de toda esta gente para que vean que no eres más que un bandido con suerte.” “¿Y después qué?”, preguntó Villa con tranquilidad.

 “Después de matarme, ¿qué vas a hacer?” La pregunta desconcertó un poco al español. Había esperado brabuconadas, amenazas, tal vez súplicas, no una conversación calmada. Después me voy a cobrar mi dinero y me largo de este país de Ah, dijo Villa, o sea, que no tienes nada personal contra mí, no más es trabajo. Exacto, trabajo bien pagado.

 Villa asintió como si la respuesta le hubiera dado la información que necesitaba. Está bien, pero antes de empezar quiero preguntarte algo. ¿Sabes por qué me busca esta gente? El gigante miró alrededor de la plaza, a las caras tensas, pero esperanzadas del pueblo. Porque les tienes lavado el cerebro con tus pendejadas de justicia. No, contestó Villa, me buscan porque los caciques les quitan sus tierras, porque los federales les violan a sus hijas, porque los jefes políticos les cobran impuestos que no pueden pagar. Me buscan porque necesitan que alguien defienda lo que es suyo. ¿Y

qué chingados me importa eso a mí? Nada, admitió Villa. Y por eso vas a perder. El gigante se rió con ganas. Una risa que resonó por toda la plaza. Voy a perder por ser honesto. Mira, Villa, yo no me ando con pendejadas románticas. Yo mato por dinero y soy muy bueno en lo que hago. He quebrado el cuello a 20 hombres como tú.

 Puede ser, dijo Villa, pero ninguno de esos 20 tenía lo que yo tengo. Y qué es lo que tienes que sea tan especial. Villa extendió los brazos señalando hacia la gente que los rodeaba. Los tengo a ellos y ellos me tienen a mí. En ese momento, el gigante decidió que ya había platicado suficiente. Se quitó la camisa mostrando un torso que parecía tallado en piedra lleno de cicatrices viejas.

 Era realmente impresionante. Músculos que se notaban aún bajo la grasa, brazos como troncos de árbol, manos enormes con nudillos ya marcados por tantos golpes. Villa también se desabrochó la camisa, pero sin quitársela del todo. Era notablemente más pequeño que su oponente, pero tenía algo que el español no.

 la tranquilidad del que sabe que está haciendo lo correcto. Últimas palabras, Villa. Sí, contestó el general. Que Dios perdone lo que voy a hacer. El gigante se lanzó al ataque como toro enfurecido, confiando en su fuerza para terminar la pelea de un solo golpe. Pero Villa no estaba donde esperaba encontrarlo. Se había movido hacia un lado en el último momento y el puño del español encontró solo aire.

 El pueblo contuvo la respiración. Era evidente que Villa no podía ganar enfrentando fuerza con fuerza. tendría que usar otra cosa. El segundo ataque del gigante fue más calculado. Esta vez no se lanzó a ciegas, sino que trató de acorralar a villa contra la fuente. El general retrocedió paso a paso, esquivando golpes que habrían derribado a un caballo.

 Uno de los puños del español pasó tan cerca de su cabeza que sintió el aire moverse. La táctica de Villa empezó a volverse clara. iba a cansar al gigante, lo iba a hacer moverse, sudar, gastar energía en ataques que no conectaban. Era una estrategia arriesgada. Un solo golpe del español sería suficiente para acabar con todo, pero era la única que tenía posibilidades de funcionar. Por 10 minutos la pelea fue un baile mortal.

 El gigante atacaba con la fuerza de un yunque. Villa esquivaba con la gracia de un torero. Poco a poco el español empezó a respirar más pesado. No estaba acostumbrado a que sus peleas duraran tanto. Normalmente uno o dos golpes bastaban para resolver cualquier cosa. “Quédate quieto, cabrón”, jadeó limpiándose el sudor de la frente.

 “¿Para qué?”, contestó Villa, que apenas había empezado a sudar. para que me mates más fácil. Fue entonces cuando el gigante cometió su primer error grave. Furioso por no poder conectar ningún golpe, se lanzó con todo lo que tenía, poniendo toda su fuerza en un solo puñetazo, que habría destrozado la cabeza de Villa si hubiera dado en el blanco, pero no dio.

 Villa se agachó en el último segundo y el gigante perdió el equilibrio. Por un momento, apenas un parpadeo quedó vulnerable. Villa no desperdició la oportunidad, le pegó tres golpes rápidos en las costillas. donde había notado que el español respiraba con dificultad. No eran golpes que fueran a tumbarlo, pero sí lo suficientes para dañarlo.

 El gigante se recuperó rápidamente, pero ahora tenía algo nuevo en los ojos. Sorpresa. Nadie le había pegado en años. Y descubrir que podía recibir daño lo descolocó. Eres más cabrón de lo que pensaba admitió sobándose las costillas. Todavía no has visto nada”, contestó Villa. “La segunda fase de la pelea fue diferente.

 El gigante, ya sin la confianza ciega del principio, peleó más cauteloso. Villa, por su parte, empezó a atacar más, aprovechando que su oponente había perdido parte de su velocidad inicial. Fue una guerra de desgaste. Golpe a golpe, esquive a esquive, los dos hombres se fueron lastimando mutuamente. Villa sangraba de la boca y tenía la camisa desgarrada. El gigante tenía un ojo hinchado y respiraba como fuelle.

 La gente de la plaza seguía cada movimiento en silencio, como si estuviera viendo una ceremonia religiosa. Para ellos, esto no era solo una pelea, era un símbolo de todo lo que había pasado en los últimos años. Villa representaba sus esperanzas, el gigante representaba sus miedos.

 El momento decisivo llegó cuando el español, desesperado por terminar la pelea, intentó agarrar a Villa del cuello para estrangularlo. Era un movimiento que le había funcionado muchas veces, usar su ventaja de tamaño para inmovilizar al oponente y después matarlo lentamente. Pero Villa había estado esperando exactamente eso.

 En cuanto sintió las manos del gigante acercarse a su garganta, se dejó caer hacia atrás, llevándose al español con él. Los dos rodaron por el suelo, pero Villa tenía la ventaja de la posición. Lo que siguió fue brutal y rápido. Villa, usando una técnica que había aprendido peleando en las cantinas de su juventud, logró ponerse detrás del gigante y aplicarle una llave que le cortó la respiración.

El español era más fuerte. Pero no podía usar su fuerza desde esa posición. Por unos segundos terribles, los dos hombres lucharon en el suelo. El gigante trataba de liberarse. Villa trataba de mantener la presión. La plaza entera contuvo la respiración. Finalmente, el gigante se quedó inmóvil, no muerto, pero inconsciente.

Villa se puso de pie despacio, jadeando, con la ropa hecha girones y sangre corriéndole por la cara. Miró al español caído y después levantó la vista hacia la gente del pueblo. No hubo gritos de triunfo, no hubo celebración. Había algo en el ambiente que le decía a todos que la pelea había terminado, pero la batalla todavía no. Y tenían razón.

 En las lomas que rodeaban Valle de Allende, el coronel Mondragón había visto caer a su gigante y estaba dando la orden de atacar. 120 federales se preparaban para cerrar la trampa que creían seguía siendo perfecta. Lo que no sabían era que Fierro los había estado esperando todo el tiempo y que los 40 dorados escondidos en el pueblo también estaban listos para pelear.

 La verdadera batalla estaba a punto de comenzar. El primer disparo sonó como látigo en el aire seco de la mañana. vino de las lomas del norte, donde el coronel Mondragón había posicionado a sus mejores tiradores. La bala levantó una nube de polvo junto a los pies de Villa, que había estado esperando exactamente eso.

 Sin vacilar, se arrojó detrás de la fuente seca que estaba en el centro de la plaza, gritando, “¡Al suelo todo el mund!” La gente de Valle de Allende se tiró al piso como si hubieran estado ensayando toda la vida para ese momento. Sabían de guerras, habían vivido demasiadas y sabían que cuando empezaban los balazos, lo primero era buscar refugio.

 Pero antes de que los federales pudieran disparar una segunda vez, la plaza se llenó del ruido más hermoso que Villa había escuchado en mucho tiempo. sonido de los rifles de sus dorados, respondiendo desde todas las direcciones. Urbina había hecho su trabajo a la perfección.

 Sus hombres estaban apostados en las azoteas, detrás de las ventanas, en el campanario de la iglesia, en cada esquina desde donde se pudiera defender la plaza. Cuando los federales abrieron fuego, se encontraron con una lluvia de plomo que venía de lugares que ni siquiera sabían que existían. Al mismo tiempo, en las lomas, Fierro atacó con sus 40 hombres.

 Los federales de Mondragón, confiados en su posición ventajosa y en el factor sorpresa, no estaban preparados para recibir un ataque por la espalda. El combate en las alturas fue breve, pero brutal. Fierro y sus dorados lucharon como diablos, aprovechando cada roca, cada matorral, cada ventaja del terreno que conocían como la palma de la mano. Villa, desde su posición detrás de la fuente podía escuchar el desarrollo de la batalla por el sonido de los disparos.

 Los rifles de sus hombres tenían un sonido diferente al de las armas federales, más limpio, más preciso, y por eso sabía que las cosas iban bien. El gigante había recuperado la conciencia y estaba sentado contra la pared de la iglesia, todavía aturdido por la llave que Villa le había aplicado. Al escuchar los balazos trató de ponerse de pie, pero el general lo detuvo con una seña.

 “Quédate ahí, grandote. Esto ya no es tu pelea. ¿Qué chingados está pasando?”, preguntó el español con la voz ronca. “Está pasando que tu jefe mondragón pensó que era muy listo”, contestó Villa. “Pero se le olvidó que para cazar a un lobo tienes que saber pensar como lobo. La batalla duró menos de una hora.

 Los federales, atacados por dos frentes y sin posibilidad de comunicarse entre sí, se desorganizaron rápidamente. Algunos trataron de huir, otros se rindieron, unos pocos pelearon hasta el final, pero el resultado era inevitable desde el momento en que Fierro atacó por la espalda. Cuando el último disparo se apagó en el eco de las montañas, un silencio diferente cayó sobre valle de Allende.

 Era el silencio que viene después de la tormenta, cuando uno sabe que ya puede respirar tranquilo. Villa se puso de pie y caminó hacia el centro de la plaza. Sus hombres empezaron a aparecer desde sus posiciones, algunos heridos, pero todos vivos. Urbina bajó del campanario de la iglesia con una sonrisa que le ocupaba toda la cara.

¿Cómo nos fue, general? Como siempre, Tomás. Como siempre. Fierro llegó poco después, trayendo consigo a un hombre con uniforme de coronel. Era Mondragón, capturado mientras trataba de escapar por una vereda de cabras. tenía la cara pálida y los ojos llenos de odio.

 “General Villa”, dijo Fierro, “le traigo un regalo.” Villa miró al coronel federal sin demostrar emociones. “Coronel Mondragón, supongo, para servirle”, contestó el prisionero con sarcasmo. “Algo que quiera decir antes de que decidamos qué hacer con usted, que usted no es más que un bandido con suerte y que tarde o temprano va a caer como todos los bandidos.

 Villa asintió como si la respuesta no lo sorprendiera. Puede ser, pero usted no va a estar ahí para verlo. Se dirigió a Fierro. ¿Cuántos federales perdimos? 32 muertos, 40 prisioneros. El resto huyó. De los nuestros, tres heridos leves, ningún muerto. Villa se quedó pensando un momento.

 Después se acercó a el gigante que seguía sentado contra la pared de la iglesia. ¿Y tú qué, español? ¿Tienes algo que decir? El gigante lo miró con una mezcla de respeto y resentimiento. Que peleaste bien, mejor de lo que esperaba. Nada más. ¿Qué más quieres que diga? Me contrataron para matarte. No pude. Y ahora supongo que tú me vas a matar a mí.

 Villa estudió la cara del hombre que había aterrorizado a Valle de Allende durante días. No había arrepentimiento en sus ojos, pero tampoco la crueldad gratuita que había visto en otros. Era un asesino profesional, sí, pero al menos era honesto respecto a lo que era. Dime una cosa, le preguntó. Si te dejo ir, ¿vas a volver a buscarme? Depende de quién me pague.

 La respuesta era simple y directa. Villa la apreció. Y si nadie te paga, ¿qué vas a hacer? Largarme de México. Este país está muy loco para mi gusto. Villa se quedó callado un momento más. Alrededor de la plaza, la gente de Valle de Allende había salido de sus refugios y se acercaba lentamente, todavía sin atreverse a creer que todo había terminado.

 Los dorados revisaban las armas, contaban las municiones, atendían a los heridos. Finalmente, Villa tomó una decisión. “Que no vuelva a caminar”, le dijo a Fierro, señalando al gigante. “¿Cómo dice mi general? Asegúrate de que no pueda andar en varios meses. Fierro miró al español y después a Villa. Y después, después lo soltamos. Que se vaya como pueda. El gigante no protestó.

 Sabía que, considerando lo que había hecho, irse con las piernas rotas era mejor destino del que podía esperar. Fierro hizo el trabajo rápido y eficiente, dos golpes precisos con la culata de su rifle y el gigante quedó inutilizado, pero vivo. “Ahí tienes tu libertad”, le dijo Villa. “Úsala para algo mejor la próxima vez.

” Con Mondragón fue diferente. El coronel había sido responsable de demasiadas atrocidades como para merecer clemencia. Además, su plan no había sido solo matar a Villa, sino destruir la esperanza de todo un pueblo. Eso no se perdonaba. Villa no le dio discursos largos ni explicaciones morales.

 Simplemente ordenó que se cumpliera su destino. Y Fierro se encargó del asunto con la misma frialdad que había mostrado antes. Cuando todo terminó, Villa se dirigió al pueblo reunido en la plaza. Gente de Valle de Allende”, dijo con la voz cansada pero firme, “ya pueden vivir tranquilos. Los federales que los molestaban están muertos o presos.

 El gigante que los amenazaba se va del pueblo y no va a regresar.” Don Evaristo se acercó con lágrimas en los ojos. “General, ¿cómo está mi muchacho? Miguelito llegó bien.” Villa sonrió por primera vez en todo el día. Su hijo está viendo Nevaristo. Está en mi campamento sano y salvo.

 Y quiero que sepa una cosa, sin él esta batalla no se habría podido ganar. Ese chamaco es un héroe. El viejo se hinchó de orgullo. ¿Cuándo lo voy a ver? Ahora mismo, contestó Villa. Se viene conmigo de regreso, si usted quiere. Una hora después, cuando los dorados se preparaban para partir, Villa se despidió del pueblo como siempre hacía, sin ceremonia, pero con cariño genuino.

 “Cuídense mucho,” les dijo, y recuerden, si alguien más viene a molestarlos, manden aviso. Esta es su tierra y nadie tiene derecho a quitársela. Montó su caballo y se alejó por el camino de la sierra, seguido por sus hombres. La gente de Valle de Allende los vio partir hasta que se perdieron en la polvareda del horizonte. En la plaza quedaron dos postes nuevos clavados frente a la iglesia.

 En ellos habían dejado una advertencia con los restos de Mondragón y de uno de sus capitanes más crueles, no la del gigante, porque Villa había cumplido su palabra de dejarlo ir. Las cabezas no estaban ahí por venganza, sino como recordatorio para que cualquiera que pensara en lastimar a la gente de Valle de Allende supiera lo que le esperaba.

Los corridos empezaron a cantarse esa misma noche, alrededor de los fogones de las haciendas y en las cantinas de los pueblos vecinos. Contaban la historia del gigante que vino a matar a villa y terminó derrotado por la astucia del centauro del norte.

 Contaban también de la emboscada que se volvió contra quienes la atendieron y de cómo la justicia del pueblo había triunfado una vez más. Pero el corrido que más se cantó, el que más se recordó, no era sobre villa ni sobre la batalla. Era sobre un muchacho de 15 años que había cabalgado toda la noche por senderos peligrosos para salvar a su pueblo. Porque al final las guerras las ganan los generales, pero las hacen posibles los héroes anónimos, que arriesgan todo por hacer lo correcto.

 En Valle de Allende, la vida regresó lentamente a la normalidad. Los hombres volvieron a sus trabajos, las mujeres a sus quehaceres, los niños a sus juegos. Pero algo había cambiado para siempre. Ya no había miedo en las calles, ni en las casas, ni en los corazones, porque habían aprendido una lección que ningún tirano podría quitarles, que cuando el pueblo se une y encuentra a quien lo defienda, no hay gigante que pueda vencerlo, ni trampa que pueda destruirlo.

 Y esa al final era la verdadera revolución. M.