¿Tú crees en los muertos? ¿Crees que pueden hablar que pueden advertir a los vivos sobre peligros que no ven? ¿O crees que la mente cuando está bajo mucho estrés puede crear voces? ¿Puede inventar llamadas telefónicas? ¿Puede hacerte escuchar exactamente lo que necesitas escuchar para sobrevivir? Mi nombre es Matilda Esperanza Villareal, tengo 72 años y hace exactamente 6 meses maté a mi esposo de 50 años de matrimonio con una sobredosis de sus propias medicinas para el corazón. Lo mate lentamente, cruelmente, mirándolo a

los ojos mientras agonizaba durante 3 horas en el suelo de nuestra cocina. Y antes de que juzgues mis actos, antes de que decidas si soy una asesina despiadada o una mujer que hizo justicia, necesitas conocer toda la verdad. Esta es una historia que va a dividir tu opinión, que va a hacerte cuestionar todo lo que creías sobre el bien y el mal, sobre el perdón y la venganza.

Porque lo que me pasó esa madrugada del 15 de enero, lo que escuché al otro lado del teléfono, fue algo que la ciencia no puede explicar y que la lógica no puede aceptar, pero que cambió mi vida para siempre y me llevó a descubrir una verdad tan horrible, tan brutal, que no me quedó más opción que convertirme en la mano vengadora que mi propia hija no pudo ser.

Te voy a contar una historia de traición, de mentiras enterradas durante décadas, de secretos familiares que matan y de llamadas telefónicas de ultratumba. Una historia que necesito sacar de mi pecho antes de morirme porque ya no aguanto más este peso en mi consciencia. Todo comenzó el 15 de enero de este año, a las 3 de la madrugada exactamente.

Yo estaba durmiendo profundamente en mi cama matrimonial al lado de Roberto, mi esposo de 75 años, con quien había compartido medio siglo de matrimonio, 50 años de amor, de peleas, de reconciliaciones, de proyectos juntos, de criar a nuestra única hija Carmen, de ver crecer a a nuestro nieto Julián.

Roberto y yo habíamos construido una vida sólida, tranquila, predecible. Él había sido contador público durante 40 años. Yo había sido ama de casa y costurera. Teníamos nuestra casita propia en un barrio clase media de Pereira, nuestros ahorros para la vejez, nuestras rutinas de ancianos que se conocen de memoria. Todas las mañanas nos levantábamos a las 6.

 Él tomaba sus medicinas para la presión y el corazón. Yo tomaba las mías para la diabetes y los huesos. Desayunábamos avena con pan tostado, viendo las noticias. Él leía el periódico, yo tejía o arreglaba ropa. En las tardes veíamos televisión juntos, hablábamos de los programas de los vecinos, de Julián, que venía a visitarnos los domingos.

 Era una vida apacible, sin grandes emociones, pero llena de la tranquilidad que da a haber llegado a los 70 años con salud, con dinero ahorrado, con una familia que nos quería. Por eso nunca me esperé lo que iba a pasar esa madrugada. El teléfono sonó a las 3:3 minutos de la madrugada. Lo sé, porque miré el reloj digital de la mesa de noche cuando el timbre me despertó. Roberto siguió durmiendo profundamente.

 Él siempre había tenido el sueño muy pesado y además tomaba pastillas para dormir desde que le habían diagnosticado ansiedad el año anterior. Contesté el teléfono medio dormida, esperando que fuera una llamada equivocada o alguna emergencia de algún vecino. “Aló”, dije con voz ronca. Del otro lado de la línea escuché una voz que me heló la sangre y me despertó completamente.

 Era la voz de mi hija Carmen, exactamente igual a como sonaba cuando estaba viva. El mismo tono, las mismas inflexiones, hasta la misma forma de respirar. “Mami”, me dijo con esa voz que llevaba 3 años sin escuchar. Necesito que me escuches con mucha atención. Mi corazón se detuvo. Carmen había muerto hacía exactamente 3 años, 2 meses y 11 días.

 Se había caído por las escaleras de nuestra propia casa. Un domingo por la tarde después de almorzar con nosotros. Había muerto instantáneamente del golpe en la cabeza contra el piso de mármol del hall de entrada. “Carmen”, susurré sintiendo como si todo el mundo se hubiera puesto de cabeza. “Carmen, ¿eres tú, mami? No tengo mucho tiempo”, me respondió la voz.

 “Necesito que sepas algo muy importante, algo que no pude decirte antes de morirme. Yo estaba temblando tanto que casi se me cae el teléfono. Mi mente racional me decía que era imposible, que los muertos no llaman por teléfono, que tenía que ser una broma cruel o una alucinación. Pero mi corazón de madre reconocía esa voz como reconocía los latidos de mi propio corazón.

 ¿Qué cosa, mi amor? Le pregunté con lágrimas corriendo por mis mejillas. ¿Qué necesitas decirme? Hubo un silencio largo del otro lado de la línea. Después, con una voz cargada de tristeza y urgencia, mi hija muerta me dijo las palabras que iban a cambiar mi vida para siempre. Mami, no confíes en papá. Él no es lo que tú crees que es.

 La línea se cortó inmediatamente. Me quedé con el auricular en la mano, escuchando el tono de marcar, sintiendo como si hubiera vivido la experiencia más real y más irreal de mi vida al mismo tiempo. Miré hacia Roberto. Seguía durmiendo placidamente, roncando suavemente como todas las noches.

 Se veía tan inofensivo, tan dulce, con su cabello blanco despeinado y sus arrugas de 75 años. ¿Cómo era posible que mi hija muerta me advirtiera que no confiara en él? No pude volver a dormir el resto de la noche. Me quedé despierta hasta que amaneció, dándole vueltas a esa llamada, tratando de encontrarle una explicación lógica.

 Tal vez había sido un sueño muy vívido. Tal vez mi mente después de 3 años de luto, había creado esa conversación como una forma de lidiar con el dolor. Tal vez alguien con una voz muy parecida a la de Carmen me había llamado por equivocación, pero por más explicaciones racionales que tratara de encontrar, no podía negar que había sentido a mi hija al otro lado de esa línea telefónica.

 Había sentido su presencia, su urgencia, su necesidad de advertirme sobre algo. Cuando Roberto se despertó a las 6, como siempre, actué completamente normal. Le preparé el desayuno, le di sus medicinas, hablamos del clima y de los programas de televisión que íbamos a ver esa noche, pero por primera vez en 50 años de matrimonio, lo observé con ojos diferentes. Había algo extraño en la forma como me miraba.

 Había algo sospechoso en la forma como manejaba sus medicinas y las mías. Había algo que yo hubiera pasado por alto durante décadas. Durante los siguientes días empecé a notar cosas que antes me habían parecido normales, pero que ahora me generaban dudas.

 Roberto siempre se encargaba de organizar nuestras medicinas en esos pastilleros semanales que tienen compartimientos para cada día. Siempre se encargaba de ir a la farmacia a comprar nuestros medicamentos. Siempre insistía en que yo tomara mis pastillas exactamente a las horas que él me indicaba. Es importante la disciplina con las medicinas, Matilda me decía, “A nuestra edad, un descuido puede ser mortal.

” Antes esas palabras me parecían las de un esposo cariñoso que se preocupaba por mi salud, pero después de la llamada empezaron a sonarme diferente. ¿Por qué tanta insistencia? ¿Por qué tanto control sobre algo tan personal como mis propias medicinas? También empecé a recordar detalles extraños de los últimos años. Desde que Roberto se había jubilado 5 años atrás, yo había empezado a sentirme más enferma, más débil, más confundida.

 Los médicos me habían dicho que era normal, que la edad traía sus achaques, que la diabetes y la osteoporosis eran enfermedades progresivas. Pero, ¿y si no era normal? ¿Y si había algo más? Empecé a observar más cuidadosamente la rutina de Roberto con las medicinas. Todas las noches, después de la cena, él iba a la cocina y preparaba nuestros pastilleros para la semana siguiente.

 Siempre lo hacía solo, siempre insistía en que no necesitaba ayuda. “Tú descansa, mi amor”, me decía. “Esto es cosa de hombres.” Una noche decidí espiarlo. Me hice la dormida en el sofá de la sala y lo observé por el reflejo del espejo del comedor mientras él manipulaba nuestras medicinas en la cocina. Lo que vi me perturbó profundamente.

Roberto no solo estaba organizando las pastillas en los compartimientos correspondientes, estaba abriendo algunas de mis cápsulas, vaciando el contenido y rellenándolas con un polvo blanco que sacaba de un frasquito que guardaba en su bolsillo. Mi corazón empezó a latir tan fuerte que temí que él pudiera escucharlo desde la cocina.

¿Qué era ese polvo? ¿Por qué estaba adulterando mis medicinas? ¿Desde cuándo lo hacía? Pero antes de que pudiera procesar completamente lo que había visto, Roberto guardó el frasquito y regresó a la sala. “Ya está listo todo para la semana, mi amor”, me dijo con esa sonrisa que había amado durante medio siglo.

 “¿Te sientes bien? Te veo un poco pálida.” “Estoy bien”, le mentí, solo un poco cansada. Esa noche tampoco pude dormir. Mi mente era un huracán de pensamientos terribles, de sospechas que no quería aceptar, de preguntas que no quería hacer. Roberto me estaba envenenando lentamente. Era eso lo que Carmen había tratado de advertirme.

 Mi esposo de 50 años, el hombre con quien había criado a mi hija, el hombre con quien había envejecido, se había convertido en mi verdugo. Al día siguiente, cuando Roberto salió a hacer las compras, como todos los sábados, decidí investigar. Busqué por toda la casa el frasquito que había visto la noche anterior. Lo encontré escondido detrás de unos libros en su escritorio.

Junto con otros elementos que me helaron la sangre. El frasquito contenía un polvo blanco que no reconocí, pero había una etiqueta pequeña pegada en el fondo. Guarfarina, anticoagulante de rata, veneno para ratas. Junto al frasquito había una carpeta con documentos que me destrozaron el corazón.

 Eran pólizas de seguros de vida que Roberto había sacado a mi nombre durante los últimos 5 años sin que yo lo supiera. Pólizas por montos enormes que él cobraría en caso de mi muerte. También había copias de movimientos bancarios que mostraban que Roberto había estado sacando dinero de nuestras cuentas de ahorros y transfiriéndolo a cuentas que estaban solo a su nombre.

 Durante 5 años había estado vaciando nuestros ahorros sistemáticamente, pero lo que me partió el alma fue encontrar un diario manuscrito donde Roberto había documentado su plan detalladamente. Matilda se está poniendo más débil cada semana. Las dosis pequeñas de guarfarina mezcladas con sus medicinas para la diabetes están funcionando perfectamente.

 Los médicos atribuyen su deterioro a la edad y a sus enfermedades preexistentes. Calculo que en 6 meses más tendré que aumentar la dosis para acelerar el proceso. Las pólizas de seguros cubren perfectamente los gastos del funeral y me dejan suficiente dinero para vivir cómodamente el resto de mi vida.

 En otra entrada, fechada solo dos semanas antes, había escrito, Matilda está empezando a hacer preguntas sobre sus medicinas. Ayer me preguntó por qué me las tomaba tan en serio. Voy a tener que ser más cuidadoso o acelerar el plan. No puedo permitir que sospeche algo.

 Y en la entrada más reciente, de hacía apenas tr días, la situación se está volviendo complicada. Matilda me ha estado observando más de lo normal. Ayer la encontré despierta cuando creía que estaba dormida. Tengo que terminar esto pronto. Voy a triplicar la dosis esta semana. Cuando terminé de leer, estaba temblando como una hoja. Mi esposo de 50 años me había estado envenenando lentamente durante 5 años.

 Había convertido nuestro hogar en una cámara de tortura silenciosa. Había convertido cada comida, cada medicina, cada gesto de cuidado en un acto de asesinato premeditado. Pero había algo más que me destrozó aún más que descubrir que mi esposo era un asesino. En la última página del diario, Roberto había escrito algo sobre Carmen. Carmen estaba empezando a sospechar algo sobre las medicinas de Matilda.

 El domingo pasado me hizo demasiadas preguntas sobre por qué yo me encargaba de todo lo relacionado con la salud de su madre. También noté que había estado revisando nuestros estados de cuenta bancarios cuando vino de almorzar. No puedo permitir que arruine mi plan cuando estoy tan cerca de lograrlo. Voy a tener que hacer algo al respecto.

 La fecha de esa entrada era exactamente el día antes de que Carmen muriera accidentalmente en nuestras escaleras. En ese momento entendí todo. Mi hija no había muerto en un accidente. Roberto la había matado porque había descubierto que me estaba envenenando y ahora estaba acelerando mi asesinato porque yo también estaba empezando a sospechar.

 Cerré el diario con manos temblorosas y lo guardé exactamente donde lo había encontrado. Roberto no podía saber que había descubierto su plan, porque si lo sabía, yo iba a terminar como Carmen, con el cuello roto al pie de unas escaleras. Cuando Roberto regresó de hacer las compras, actuó como si nada hubiera pasado. Me ayudó a guardar los viveres, me preparó una taza de té, me dio mis medicinas de la tarde con esa sonrisa cariñosa que ahora sabía que era la sonrisa de un asesino.

 ¿Cómo te sientes hoy, mi amor?, me preguntó acariciándome el cabello. Bien, le mentí, sabiendo que las medicinas que acababa de tragarme contenían el veneno que me iba a matar. Esa tarde, mientras él veía televisión tranquilamente, yo estaba planificando mi supervivencia. Sabía que no podía ir a la policía. ¿Quién me iba a creer? Era la palabra de una anciana de 72 años contra la de su esposo respetado de 75 años. Además, Roberto era muy inteligente.

 Probablemente ya había eliminado toda la evidencia comprometedora. sabía que no podía confrontarlo directamente. Si él se daba cuenta de que sabía la verdad, me iba a matar inmediatamente. Igual que había matado a Carmen, mi única opción era detenerlo antes de que me detuviera a mí.

 Mi única opción era convertirme en lo que él ya era, una asesina. Pero antes de tomar esa decisión final, necesitaba estar completamente segura. Necesitaba evidencia adicional. Necesitaba confirmar que no me estaba volviendo loca, que no estaba malinterpretando las cosas. Fue entonces cuando decidí llamar a Julián, mi nieto. Julián tenía 23 años y había sido muy cercano a su madre Carmen.

 Después de la muerte de ella, había estado viniendo a visitarnos todos los domingos religiosamente. Pero siempre había algo en sus ojos que me hacía pensar que él también tenía dudas sobre el accidente de Carmen. El domingo siguiente, cuando Julián vino a almorzar como siempre, esperé a que Roberto se fuera a dormir la siesta y le pedí que nos sentáramos en el jardín a hablar.

Julián, le dije con mucho cuidado, necesito preguntarte algo muy importante. ¿Tú crees que tu mamá se cayó por las escaleras por accidente? Mi nieto me miró con una expresión que no había visto antes. Era una mezcla de dolor, de ira y de algo que parecía alivio. Abuela me dijo en voz baja, yo siempre he tenido dudas sobre la muerte de mamá, pero nunca me atreví a decir nada porque no tenía pruebas.

 ¿Qué clase de dudas? Julián se quedó callado durante mucho tiempo, como si estuviera debatiendo consigo mismo si contarme o no algo muy importante. Finalmente me dijo, “Abuela, la semana antes de morir mamá me llamó muy preocupada. Me dijo que había estado notando cosas raras con tus medicinas, que había visto al abuelo manipulándolas de maneras extrañas.

También me dijo que había estado revisando los estados de cuenta bancarios y que faltaba mucho dinero. Mi corazón se aceleró. Carmen sí había descubierto el plan de Roberto. Mis sospechas eran correctas. ¿Qué más te dijo? Me dijo que iba a hablar contigo el domingo después del almuerzo, que iba a pedirte que fueran juntas a un médico diferente para que te hiciera exámenes independientes. Pero ese domingo fue cuando se murió.

 Julián hizo una pausa y después agregó algo que me confirmó definitivamente que mi hija había sido asesinada. Abuela, yo vi el cuerpo de mamá después del accidente. Tenía moretones en los brazos que no eran consistentes con una caída por las escaleras. Eran marcas de alguien que la había agarrado con fuerza. Porque nunca dijiste nada. Porque el abuelo Roberto es muy respetado. Porque no tenía evidencia concreta.

 porque pensé que nadie me iba a creer. Pero abuela, yo nunca he creído que mi mamá se cayó por accidente. En ese momento tomé la decisión más difícil de mi vida. Le conté a Julián todo lo que había descubierto. El veneno en mis medicinas, las pólizas de seguros, el diario donde Roberto documentaba mi asesinato lento, la llamada misteriosa de Carmen que me había alertado, sobre todo.

 Julián me escuchó con una expresión de horror creciente. Cuando terminé de contarle todo, me dijo, “Abuela, tenemos que ir a la policía. Tenemos que denunciarlo. ¿Con qué evidencia, mi amor?” Roberto es muy inteligente, probablemente ya se deshizo de todo lo comprometedor. Entonces, tenemos que encontrar evidencia nueva. Tenemos que grabarlo confesando, tenemos que pillarlo en el acto.

 Pero yo sabía que no teníamos tiempo para planes elaborados. Roberto había escrito en su diario que iba a triplicar la dosis esa semana. Si no actuaba rápidamente, yo iba a estar muerta en pocos días. Julián, le dije tomándole las manos. Necesito que confíes en mí. Necesito que me ayudes con algo, pero no me hagas preguntas sobre los detalles.

 ¿Qué necesitas que haga? Necesito que esta noche a las 9 llames a la casa y pidas hablar conmigo. Dile al abuelo que tienes una emergencia y que necesitas hablar conmigo a solas. Haz que se vaya de la sala durante por lo menos 10 minutos. Julián me miró con preocupación. Abuela, ¿qué vas a hacer? Voy a protegerme, le respondí. Voy a hacer lo que tu mamá no pudo hacer.

 Esa noche después de la cena, Roberto y yo nos sentamos a ver televisión como siempre. A las 9 en punto sonó el teléfono. Era Julián cumpliendo exactamente con lo que le había pedido. Abuelo, le dijo a Roberto. Necesito hablar con la abuela sobre algo privado. ¿Podrías darle el teléfono y dejarnos hablar a solas? Roberto, que siempre había sido muy respetuoso con los deseos de Julián, me pasó el auricular y se fue a su escritorio a revisar unos papeles.

¿Ya estás solo?, me preguntó Julián. Sí, le susurré. Abuela, por favor, ten cuidado. No hagas nada de lo que te puedas arrepentir, mi amor, le respondí. De lo único que me voy a arrepentir es de no haber protegido mejor a tu mamá. Cuando colgué el teléfono, fui a la cocina y saqué las medicinas de Roberto de su pastillero semanal.

 Eran tres pastillas para la presión arterial y dos para el corazón. Medicinas que él necesitaba tomar religiosamente porque sin ellas su corazón podía fallar en cuestión de horas. Con mucho cuidado abrí cada cápsula y vacié su contenido. Después la rellené con el mismo polvo blanco que Roberto había estado usando para envenenarme durante 5 años. guarfarina anticoagulante de rata, pero no me conformé con reemplazar sus medicinas regulares.

 También trituré 10 pastillas adicionales de sus medicamentos más fuertes y las mezclé con su leche de la noche, esa que siempre tomaba antes de acostarse para dormir mejor. Cuando Roberto regresó de su escritorio, yo ya estaba sentada en el sofá como si nada hubiera pasado. ¿Todo bien con Julián? Me preguntó. Sí, mi amor, solo necesitaba hablar sobre algunas cosas del trabajo. Roberto sonrió y se sentó a mi lado. Me voy a tomar mi leche y me voy a dormir.

 Mañana temprano tengo que ir al banco hasta arreglar unos asuntos. Probablemente iba a transferir más dinero de nuestras cuentas compartidas a sus cuentas personales. Probablemente iba a aumentar las pólizas de seguros de vida. Probablemente iba a acelerar mi asesinato porque se estaba quedando sin tiempo, pero Roberto no iba a llegar vivo al banco al día siguiente.

 Se tomó su leche envenenada con la misma tranquilidad con la que había estado envenenándome a mí durante 5 años. Se cepilló los dientes, se puso la pijama, me dio un beso de buenas noches en la frente. “Que duermas rico, mi amor”, me dijo con esa voz dulce que había usado para engañarme durante décadas. Igualmente, le respondí sabiendo que era la última vez que me iba a hablar. Roberto se acostó y se durmió rápidamente como siempre, pero a las 2 de la madrugada se despertó con dolores fuertes en el pecho. El veneno había empezado a hacer efecto.

 Matilda me dijo con voz ahogada. Me siento muy mal. Creo que estoy teniendo un infarto. ¿Qué te duele exactamente? Le pregunté con una calma que me sorprendió. El pecho, el brazo izquierdo. No puedo respirar bien. Roberto se levantó de la cama tambaleándose y trató de caminar hacia el teléfono para llamar una ambulancia, pero el veneno ya había empezado a afectar su coordinación.

Se tropezó y cayó al suelo de la cocina. Matilda me gritó desde el suelo. Ayúdame. Llama una ambulancia. Pero yo no me moví de la cama. Me quedé acostada escuchando como mi esposo de 50 años agonizaba lentamente en el suelo de nuestra cocina. Después de media hora de gemidos y súplicas, Roberto logró arrastrarse hasta donde yo estaba y agarrarse de mi brazo. “Por favor”, me suplicó con lágrimas en los ojos.

 “No me dejes morir. Llama una ambulancia.” Fue entonces cuando decidí bajarme de la cama y enfrentarlo. Me senté en el suelo al lado de él. lo suficientemente cerca para ver el terror en sus ojos, pero lo suficientemente lejos para que no pudiera agarrarme.

 “Roberto”, le dije con una voz que sonaba extrañamente calmada. “¿Sabes qué es lo que te está matando?” Él me miró confundido, luchando por respirar. ¿Qué? ¿Qué quieres decir? Te está matando, guarfarina, anticoagulante de rata. El mismo veneno que tú has estado poniéndome en mis medicinas durante 5 años. La expresión de Roberto cambió completamente. El terror se mezcló con una comprensión horrible.

 “Tú, tú sabías”, murmuró. “Sé todo le respondí. Sé que me has estado envenenando lentamente. Sé que robaste nuestros ahorros. Sé que sacaste pólizas de seguros a mi nombre sin que yo lo supiera. Y sobre todo, sé que mataste a Carmen porque ella había descubierto tu plan.” Roberto trató de negarlo, pero ya no tenía fuerzas.

 El veneno había empezado a afectar su sistema nervioso y apenas podía hablar. Matilda me susurró. Yo yo te amo. Todo lo que hice fue porque te amo. ¿Me amas? Le pregunté con una risa amarga. ¿Llamas amor a envenenar lentamente a tu esposa durante 5 años? ¿Llamas amor a matar a tu propia hija? Carmen. Carmen iba a arruinar todo murmuró con la voz cada vez más débil.

Iba a hacer que me metieran a la cárcel. Iba a dejarte sin nada. Carmen trataba de salvarme, le grité. Carmen era la única que se dio cuenta de que me estabas matando. Roberto cerró los ojos, respirando con mucha dificultad. Pensé que se iba a morir en ese momento, pero después los abrió otra vez y me miró con una expresión que jamás voy a olvidar.

Matilda me dijo con la voz apenas audible. ¿Sabes por qué lo hice realmente? Porque eres un monstruo”, le respondí. “No”, murmuró con una sonrisa cruel que me eló la sangre. Lo hice porque después de 50 años de matrimonio ya no te soportaba. Ya no soportaba tu voz, ya no soportaba tus rutinas, ya no soportaba tener que cuidarte en tu vejez. Hizo una pausa para respirar y después continuó.

 Cuando me jubilé y me di cuenta de que iba a tener que pasar las 24 horas del día contigo por el resto de mi vida, preferí matarte. Preferí cobrar los seguros y empezar una vida nueva en otra parte, con otra mujer más joven, más interesante. Esas palabras me dolieron más que todo lo demás, más que saber que me había estado envenenando, más que saber que había matado a Carmen, saber que después de medio siglo de matrimonio, después de haber criado una hija juntos, después de haber envejecido juntos, él simplemente ya no me soportaba. “¿Ya tenías a la

otra mujer?”, le pregunté. Roberto sonrió con esa sonrisa cruel a pesar de que se estaba muriendo. Claro que la tenía. Se llama Esperanza. Tiene 40 años y me estaba esperando para cuando tú murieras. Ya habíamos planeado mudarnos a Cartagena con el dinero de tus seguros. Ella sabía que me estabas matando. Claro que sabía. Ella fue quien me ayudó a conseguir la guarfarina.

 Ella fue quien me ayudó a calcular las dosis correctas. En ese momento entendí que Roberto no había actuado solo, que había una mujer de 40 años que había sido cómplice de mi asesinato lento, que había ayudado a planificar la muerte de Carmen, que estaba esperando pacientemente a que yo muriera para empezar su vida feliz con mi esposo.

¿Dónde está ella ahora? Le pregunté, esperándome en un apartamento que alquile con tu dinero. Me respondió con voz cada vez más débil. Mañana, mañana íbamos a acelerar tu muerte. íbamos a ponerte una dosis mortal en el desayuno.

 Roberto hizo un último esfuerzo para hablar, pero ya no importa, porque tú también vas a morir. La policía va a encontrar tu cuerpo al lado del mío. Van a pensar que nos matamos juntos, que fue un pacto suicida de ancianos enfermos. ¿Por qué iban a pensar eso? ¿Por qué? Murmuró con su última sonrisa malévola. La leche que tomé anoche no era la única cosa envenenada.

 Tus medicinas de esta mañana también tenían una dosis mortal de guarfarina. Calculé que tienes unas 6 horas antes de que empieces a tener los mismos síntomas que yo. Mi corazón se detuvo. Roberto me había atendido una trampa final. Incluso muriendo me había llevado con él. Nos vamos a morir juntos, Matilda susurró. como debe ser después de 50 años de matrimonio.

 Y con esas palabras, Roberto cerró los ojos y murió en el suelo de nuestra cocina con esa sonrisa cruel congelada en su cara para siempre. Me quedé sentada al lado de su cuerpo durante horas, esperando a que empezaran los síntomas del envenenamiento, esperando a morir de la misma forma horrible en que había muerto él. Pero las horas pasaron y yo seguía sintiéndome bien.

 No tenía dolores en el pecho, no tenía dificultad para respirar, no tenía ninguno de los síntomas que había visto en Roberto. Al amanecer llamé a Julián y le conté todo lo que había pasado. Él llegó inmediatamente con una ambulancia y la policía. Los médicos me examinaron y me hicieron exámenes de sangre. No encontraron rastros de guarfarina en mi organismo.

 Las medicinas que había tomado esa mañana eran las normales, no estaban adulteradas. Roberto me había mentido hasta en sus últimas palabras. Su última crueldad había sido hacerme creer que iba a morir con él. La policía encontró todas las evidencias que necesitaban. El frasquito de guarfarina, las pólizas de seguros, el diario donde Roberto documentaba mi asesinato, los estados de cuenta que mostraban el robo de nuestros ahorros.

 También encontraron a Esperanza, la cómplice de 40 años en el apartamento que Roberto había alquilado con mi dinero. Ella confesó todo inmediatamente tratando de salvar su propio pellejo. Confirmó que había ayudado a Roberto a envenenarme durante 5 años. confirmó que habían planeado matarme con una sobredosis después de mi muerte natural.

 Y lo más importante, confirmó que Roberto había empujado a Carmen por las escaleras porque ella había descubierto el plan. Esperanza está ahora en la cárcel, acusada de ser cómplice de intento de homicidio y homicidio. Probablemente va a pasar el resto de su vida encerrada. Y yo estoy aquí 6 meses después contándote esta historia.

 Oficialmente, Roberto murió de un infarto masivo causado por el estrés de ser descubierto como un asesino en potencia. La sobredosis de guarfarina en su organismo fue atribuida a un error médico o a una decisión suicida cuando se dio cuenta de que su crimen había sido descubierto. Nadie sospecha que yo lo maté intencionalmente.

Todos creen que fue justicia divina, que Roberto murió víctima de su propia maldad. Me arrepiento de haberlo matado jamás. Roberto asesinó a mi hija y trató de asesinarme a mí durante 5 años. Se merecía morir de la forma más dolorosa posible, pero hay algo que todavía me mantiene despierta por las noches. La llamada telefónica que recibí a las 3 de la madrugada.

La voz de Carmen advirtiéndome que no confiara en su padre. Hasta el día de hoy no sé si esa llamada fue real o si fue producto de mi imaginación. No sé si mi hija realmente me habló desde la tumba o si mi subconsciente creó esa conversación para alertarme sobre un peligro que ya sospechaba.

Julián nunca me ha confesado si fue él quien imitó la voz de su madre para salvarme la vida y yo nunca se lo he preguntado directamente porque tal vez hay ciertas verdades que es mejor no conocer. Lo único que sé con certeza es que esa llamada misteriosa me salvó la vida. Sin esa advertencia, Roberto habría logrado matarme y nadie habría sospechado nunca que había sido asesinato.

Carmen, desde donde esté, logró protegerme de la forma que no pudo protegerse a sí misma. Y Roberto pagó el precio por haber subestimado el amor de una madre y la determinación de una anciana que ya no tenía nada que perder.
Necesitaba soltar todo esto ya. Necesitaba este desahogo, perdón, pero necesitaba sacarme esto del pecho.