El padre de Briar la vendió como si fuera ganado para pagar una deuda de juego. Ella se convirtió en la propiedad de un hombre de la montaña, un cazador silencioso cuyos ojos prometían una posesión salvaje que ella temía y deseaba en secreto.
Aquella noche, en una cabaña aislada de todo lo que conocía, descubriría el verdadero precio del honor de su familia, pagado no con oro, sino con su propio cuerpo y alma.
La nieve llegaba temprano al territorio de Dakota ese año de 1900, una promesa helada del duro invierno que se avecinaba. Briar lo sentía en el aire, un filo cortante que se colaba por las grietas de la modesta granja de su familia, una granja que se desmoronaba día a día bajo el peso de las deudas y la desesperación de su padre, Thomas.
A sus 21 años, Briar había visto como los sueños de su padre se convertían en polvo, ahogados en botellas de whisky barato y perdidos en partidas de cartas en el salón del pueblo. Ella era la única que mantenía la granja a flote, con sus manos encallecidas por el trabajo y una fuerza que no sabía de dónde sacaba.
Cuidaba de las pocas gallinas que quedaban, mantenía el huerto y remendaba la ropa de su padre, un hombre que ya era solo una sombra de sí mismo. Aquella tarde, el viento hullaba como un lobo hambriento cuando el hombre llegó. No lo oyó acercarse. Simplemente apareció en el umbral de la puerta una figura tan grande que bloqueaba la escasa luz del atardecer. Era Ronan, el cazador. Todos en el pequeño asentamiento cercano lo conocían.
o más bien conocían su leyenda. Un hombre que vivía en lo profundo de las colinas negras, solo un trampero y cazador, cuya habilidad era tan notoria como su carácter silencioso y uraño. Tenía 39 años, un hombre en la plenitud de su fuerza, con la cara curtida por el sol y el viento, y unos ojos grises como el cielo antes de una tormenta que parecían verlo todo, incluso los secretos más oscuros del alma.

Llevaba pieles de animales que él mismo había cazado, un rifle descansaba en su hombro con una familiaridad inquietante. No dijo nada al principio, solo la miró a ella, luego a su padre, que estaba sentado junto al fuego temblando, aunque no hacía frío dentro. “Thomas”, dijo Ronan, y su voz era como el retumbar de una avalancha lejana, grave y poderosa. “He venido a cobrar la deuda.” El padre de Briar se encogió. Ronan, por favor, no tengo el dinero.
La cosecha fue mala. Yo no me interesan tus excusas, lo cortó Ronan, sus ojos grises fijos en el hombre patético que tenía delante. Me debes el valor de 50 pieles de castor de primera calidad. Me prometiste el dinero hace dos lunas. He sido paciente solo un poco más de tiempo”, suplicó Thomas, sus ojos vidriosos por el alcohol y el miedo. Briar se interpusó entre ellos.
Odiaba ver a su padre humillarse, pero más odiaba a los hombres que como buitres venían a picotear los restos de su dignidad. “Mi padre le pagará, señor.” “Solo necesitamos tiempo”, dijo ella, su voz firme a pesar del latido acelerado de su corazón. Ronan finalmente posó su mirada en ella. Fue como ser tocada por el hielo y el fuego al mismo tiempo.
Sus ojos la recorrieron de pies a cabeza, sin disimulo, con una intensidad que la hizo sentir desnuda. Vio su cabello castaño rojizo, recogido en una trenza desordenada, las pecas que salpicaban su nariz y la determinación en sus ojos verdes. Era joven, pero no era débil. Y él pareció notar esa fuerza. El tiempo se ha acabado”, dijo Ronan, volviendo a mirar a Thomas.
La deuda se paga hoy con dinero o con otra cosa de valor. Un silencio denso cayó en la pequeña cabaña. El único sonido era el crepitar del fuego. Briar vio una idea terrible nacer en los ojos de su padre, una cobardía tan profunda que le revolvió el estómago. “Tengo algo de valor”, susurró Thomas sin atreverse a mirar a su hija. Ella.
El mundo de Briar se detuvo. Miró a su padre. incrédula, “Padre.” Él no respondió, solo agachó la cabeza. Ronan, por otro lado, no mostró sorpresa alguna. Su expresión no cambió, pero sus ojos se clavaron de nuevo embriar, esta vez con una intención diferente. Era una mirada posesiva, calculadora, como si estuviera evaluando una yegua en el mercado. La rabia, caliente y amarga subió por la garganta de Briar.
No, no soy una moneda de cambio, no soy una propiedad. se abalanzó hacia su padre, pero Ronan se movió con una velocidad sorprendente para un hombre de su tamaño. La sujetó por el brazo, su agarre firme como el acero, pero no doloroso. Era un control absoluto. Suéltame, siseo ella intentando zafarse.
Tu padre ha hecho una oferta, dijo Ronan, su voz un murmullo grave cerca de su oído, enviando un escalofrío por su espalda. Y yo estoy considerando aceptarla. Eres fuerte, joven, servirás. Servir para qué. Soy una persona, no un animal de carga, gritó su corazón latiendo con furia y pánico. Ronan la ignoró y se dirigió a Thomas.
El valor de 50 piel es por ella. La deuda queda saldada. Empaca sus cosas. Thomas asintió con la cabeza, miserable y aliviado a partes iguales. Se levantó y empezó a buscar un viejo saco evitando la mirada de su hija. La traición era tan absoluta, tan fría, que Briar sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
Su propio padre la estaba vendiendo a un extraño, a un hombre salvaje de las montañas, para salvar su propio pellejo. “Te odio”, le dijo a su padre con una voz cargada de veneno y dolor. “Te juro que te odiaré hasta el día de mi muerte.” Thomas no respondió. Ronan la sacó de la cabaña sin soltar su brazo.
Afuera, el aire frío golpeó su cara, pero no era nada comparado con el hielo que sentía en su interior. Un caballo grande y oscuro esperaba pacientemente su aliento formando nubes de Bao. Era una bestia magnífica, fuerte y bien cuidada como su dueño. “Sube”, le ordenó Ronan. Briar se negó plantando los pies en el suelo. No iré a ninguna parte contigo. Prefiero morir congelada aquí mismo.
Ronan la miró, una chispa de algo que podría haber sido diversión o irritación en sus ojos. Tienes agallas, muchacha. Eso es bueno. Las necesitarás. Y sin más preámbulo, la levantó del suelo como si no pesara nada. Briar soltó un grito de sorpresa y forcejeó. golpeando su pecho macizo con los puños, pero era como golpear una pared de roca.
La sentó de lado sobre el caballo delante de él y montó detrás de ella, envolviéndola con su cuerpo. Su calor era abrumador, el olor a pino, cuero y a hombre que emanaba de él la rodeaba por completo. Sus brazos eran como jaulas de acero a su alrededor. “Atesora tu odio, Briar”, le susurró al oído mientras espoleaba al caballo.
“Te mantendrá caliente en las noches frías que vendrán.” El viaje fue una pesadilla borrosa de árboles desnudos, nieve que empezaba a remolinarse y el movimiento constante y poderoso del caballo bajo ellos. Briar se mantuvo rígida, negándose a apoyarse en el pecho de Ronan, aunque el frío le calaba hasta los huesos.
No lloró. No le daría esa satisfacción. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso por la rabia y el miedo. Estaban adentrándose más y más en el bosque, alejándose de cualquier rastro de civilización. El sol se puso tiñiendo el cielo de tonos naranjas y púrpuras, y pronto la oscuridad los envolvió, solo rota por la pálida luz de la luna sobre la nieve.
Ronan no habló. Parecía navegar por el terreno de memoria, su presencia detrás de ella una constante opresiva y para su propia vergüenza, extrañamente tranquilizadora en la inmensidad salvaje. En un momento, mientras cruzaban un arroyo helado, el caballo resbaló ligeramente y Briar se desequilibró. Instintivamente, la mano de Ronan se apretó en su cintura, estabilizándola.
Su toque, incluso a través de la tela de su vestido, envió una sacudida de calor que la recorrió por completo. “Cuidado”, murmuró él. “O es que ya tienes prisa por probar el suelo helado?” Ella se apartó bruscamente de su toque. “Prefiero el suelo a tus manos sobre mí.
” Sintió, más que vio la leve sonrisa en la oscuridad. “Ya te acostumbrarás a mis manos, pequeña. Pronto las buscarás.” La insolencia de su comentario la dejó sin palabras, hirviendo de furia. ¿Cómo se atrevía a hablarle así? Como si su consentimiento no importara, como si ya la poseyera por completo. Se prometió a sí misma que nunca se doblegaría, le haría la vida imposible.
Él se arrepentiría de haberla tomado como pago. Finalmente, después de lo que parecieron horas, llegaron a un claro. En el centro había una cabaña, no era una choa miserable, sino una construcción sólida de troncos gruesos con una chimenea de piedra de la que salía un hilo de humo. La luz cálida se filtraba por una de las ventanas.
Era un refugio, un hogar y su prisión. Ronan desmontó con agilidad y luego la bajó a ella. Por un segundo, sus manos se quedaron en su cintura y sus cuerpos estuvieron pegados. Podía sentir la dureza de sus músculos a través de la ropa, el ritmo lento y constante de su corazón contra su espalda. Sus ojos se encontraron en la penumbra.
“Bienvenida a tu nuevo hogar, Briar”, dijo, su voz desprovista de toda emoción. Abrió la puerta y la empujó suavemente hacia adentro. El interior la sorprendió. Estaba impecablemente limpio y ordenado. Un gran fuego ardía en la chimenea, iluminando la habitación principal. Había una mesa de madera maciza, algunas sillas, estantes llenos de frascos y herramientas.
En una esquina, una enorme cama con un colchón de paja cubierto por una montaña de pieles de oso y lobo. Todo hablaba de autosuficiencia y de una masculinidad cruda y sin adornos. Era el cubil de un depredador. Tengo hambre. Y tú debes estar helada. Hay estofado en el fuego dijo Ronan, quitándose su pesado abrigo de piel y colgándolo en una percha.
Se movía por el espacio con una confianza absoluta, como el rey de su pequeño reino. Briar no se movió del umbral. No quiero tu comida. Él se giró lentamente. La paciencia en sus ojos parecía tener un límite muy fino. Se acercó a ella, sus pasos silenciosos sobre el suelo de madera. Se detuvo a escasos centímetros, obligándola a levantar la cabeza para mirarlo. Su altura era intimidante.
Su aroma la envolvía. Comerás”, dijo sin alzar la voz, pero con una autoridad que no admitía réplica. “No me sirves de nada si estás débil o enferma.” Extendió una mano y con un solo dedo apartó un mechón de pelo húmedo por la nieve de su cara. Su toque fue inesperadamente suave y la piel de briar se erizó. se apartó como si la hubieran quemado. No me toques.
Una sonrisa ladeada, casi imperceptible apareció en sus labios. Ah, pero te tocaré, Briar. Te tocaré mucho, pero primero come. Sirvió un cuenco de estofado humeante y se lo tendió. El olor a carne y verduras le abrió el apetito a pesar de sí misma. No había comido nada decente en días.
Con la mandíbula apretada, tomó el cuenco y se sentó lo más lejos posible de él en un rincón oscuro, de espaldas a la pared, como un animal acorralado. Comió en silencio, observándolo. Él se sentó a la mesa y devoró su propia ración, sin hacer ruido, sus movimientos eficientes y precisos. Cuando terminó, limpió los cuencos y se sentó en una silla cerca del fuego, afilando un largo cuchillo de casa con una piedra.
El sonido rítmico de la hoja contra la piedra era lo único que rompía el silencio, un sonido que le crispaba los nervios. Cada pasada del cuchillo parecía una amenaza velada. Finalmente dejó el cuchillog y la miró. La luz del fuego danzaba en su rostro, proyectando sombras que acentuaban la dureza de sus rasgos. “Es hora”, dijo simplemente.
Briar sintió que se le helaba la sangre. “¿Hora de qué?”, preguntó. aunque ya lo sabía de completar el trato. Tu padre te entregó a mí. La deuda no se salda con que me prepares la comida y mantengas el fuego. Eso lo puede hacer cualquiera. Se levantó y caminó hacia ella. Su sombra la cubrió.
Briar se levantó de un salto, retrocediendo hasta que su espalda chocó contra la fría pared de troncos. No tenía a donde huir. “Aléjate de mí”, susurró su voz temblorosa. Él la acorraló colocando una mano a cada lado de su cabeza contra la pared. Estaba atrapada. Su cuerpo imponente bloqueaba cualquier escapatoria. Su cercanía era sofocante, embriagadora.
Podía sentir el calor que irradiaba, ver el brillo oscuro en sus ojos. Inclinó la cabeza, su rostro a centímetros del de ella. Su aliento olía a café y a aire fresco de la montaña. “Ahora me perteneces, Briar”, gruñó él con voz de trueno, una vibración que resonó en el pecho de ella. “Y esta noche haremos el amor hasta que olvides a cualquier otro hombre antes que a mí.
Olvidarás el rostro de tu padre, olvidarás la granja, olvidarás tu propia vida. Hasta este momento, cuando amanezca, solo me recordarás a mí.” Briar esperaba dolor, esperaba brutalidad. Se preparó para lo peor, cerrando los ojos con fuerza, pero lo que vino a continuación la desarmó por completo. Esperaba que la rasgara la ropa, que la tomara con la misma violencia con la que cazaba a sus presas.
Pero en cambio, su mano, grande y callosa se posó en su mejilla. Su pulgar trazó suavemente la línea de su mandíbula. Fue un gesto tan inesperadamente tierno que la dejó sin aliento. Abrió los ojos confundida. La lujuria ardía en la mirada de Ronan. Sí, pero también había algo más, una curiosidad intensa, casi una reverencia.
“No tengas miedo de mí, pequeña tormenta”, murmuró. “No voy a romperte. Voy a venerarte.” comenzó a desabrochar los pequeños botones del frente de su vestido, sus dedos moviéndose con una destreza sorprendente. Cada botón que se abría dejaba su piel expuesta al aire cálido de la cabaña y al fuego de su mirada.
Su corazón latía tan fuerte que estaba segura de que él podía oírlo. El vestido cayó a sus pies, dejándola en su delgada en agua. Temblaba no solo de miedo, sino de una anticipación que la avergonzaba. Él retrocedió un paso para mirarla, sus ojos recorriendo cada centímetro de ella como si estuviera memorizando su figura. “Hermosa,” susurró la palabra cargada de una honestidad cruda.
Luego se arrodilló ante ella. Briar jadeó, incrédula. El gran y poderoso cazador, arrodillado a sus pies, tomó el borde de su en agua y lo besó. Luego subió la tela lentamente, besando sus rodillas, sus muslos, cada beso una brasa ardiente sobre su piel. Ella se apoyó contra la pared, sus piernas temblando, incapaces de sostenerla.
Nunca en su vida había imaginado algo así. Los hombres que había conocido eran torpes, bruscos. Ronan era un artista y su cuerpo era su lienzo. Cuando llegó a la curva de su cadera, se detuvo y la miró. ¿Aún quieres huir de mí, Briar? Ella no pudo responder, solo pudo negar con la cabeza, perdida en las sensaciones que él estaba despertando en ella.
Se puso de pie y la levantó en brazos, llevándola hacia la cama de pieles. La depositó suavemente en el centro, como si fuera la ofrenda más preciada. Se despojó de su propia ropa con una rapidez eficiente, revelando un cuerpo que parecía tallado en piedra.
Hombros anchos, un pecho cubierto de bello oscuro, músculos definidos por años de trabajo duro en la naturaleza. Era la personificación del poder masculino y todo él estaba enfocado en ella. Se tumbó a su lado y la atrajó hacia él. Quiero oírte, Briar, le susurró al oído, su aliento caliente herizando su piel. Quiero oír cada jadeo, cada gemido. Quiero que me digas lo que te gusta.
Sus manos comenzaron una exploración lenta y deliberada, aprendiendo su cuerpo, encontrando lugares que ella ni siquiera sabía que eran sensibles. La besó, no con brutalidad, sino con una pasión devoradora, su boca reclamando la suya, enseñándole un ritmo que la dejó sin aliento. Ella, que nunca había sido besada de esa manera, se encontró respondiendo, su cuerpo traicionando a su mente enojada.
Su posesión era de un tipo completamente diferente al que ella había temido. No era para humillarla, era para reclamarla, para marcarla como suya a través del placer. La desnudó por completo y la adoró con una destreza que la dejó sin aliento. La amó con una pasión feroz y una resistencia que parecía infinita, su cuerpo poderoso enseñándole al suyo nuevas cumbres de éxtasis.
La forma en que susurraba cosas sucias y apasionadas en su oído mientras se movía dentro de ella era a la vez escandalosa y excitante. Eres mía, ¿entiendes?, jadeaba él, sus caderas marcando un ritmo primario. Cada parte de ti, tu cuerpo, tu aliento, tus gritos, todo me pertenece ahora. Y ella gritó perdiéndose en el clímax que él le arrancaba. Pero él no se detuvo.
Cada vez que ella alcanzaba el límite, él la llevaba aún más alto, demostrándole que siempre había más. No estaba simplemente poseyendo su cuerpo, estaba borrando su pasado. Cada estocada era un recuerdo menos de su padre cobarde, cada vez o un pensamiento menos de su vida anterior. Estaba reescribiendo su futuro con el placer que solo él podía darle, marcando su alma con su esencia.
Horas más tarde, Briar yacía exhausta y temblorosa entre las pieles, envuelta en el calor del cuerpo de Ronan. El fuego se había reducido a brasas incandescentes y la cabaña estaba en penumbra. Su mente era un torbellino de emociones contradictorias.
La rabia por su situación seguía allí, una brasa ardiente en su pecho, pero ahora estaba mezclada con una confusión abrumadora y una gratitud física que la hacía sentirse culpable. Este hombre la había comprado, la había tratado como una propiedad y, sin embargo, la había tocado con una habilidad y una dedicación que la hacían sentir valiosa, adorada. Él la atrajo más cerca, su brazo pesado y protector sobre su cintura.
Ella podía sentir su respiración profunda y constante contra su nuca. Pensó que estaba dormido, pero entonces su voz grave rompió el silencio. Esto es solo el principio, Briar, murmuró contra su pelo. A partir de ahora, cada noche será así. Cada día trabajarás para mí y cada noche yo trabajaré para ti. Aprenderás a desear la oscuridad tanto como yo la deseo.
La promesa o la amenaza flotó en el aire silencioso de la cabaña. Briar cerró los ojos sin saber si estaba en una prisión o en un extraño y salvaje santuario. Solo sabía una cosa con certeza. El hombre que yacía a su lado había cumplido la primera parte de su promesa. Había comenzado a borrar su mundo y tenía el terrible presentimiento de que quisiera o no lo conseguiría.
Al amanecer, la luz grisácea del alba se filtró por la única ventana de la cabaña, dibujando un rectángulo pálido sobre el suelo de madera. Briar se despertó lentamente, su cuerpo dolorido, de una manera extraña y desconocida. No era un dolor agudo, sino un profundo y sordo cansancio en músculos que no sabía que tenía.
Estaba envuelta en las pieles pesadas y cálidas, y el calor del cuerpo de Ronan era un muro sólido a su espalda. Por un instante, el pánico de la noche anterior regresó, la memoria de su padre vendiéndola, la humillación. Pero luego otras memorias se superpusieron. La inesperada suavidad de las manos de Ronan, la forma en que su voz grave susurraba su nombre en la oscuridad, la abrumadora ola de placer que la había consumido una y otra vez.
Se sentía avergonzada y confundida. Su cuerpo había traicionado su mente, respondiendo con un ardor que todavía la hacía sonrojarse en la penumbra. se movió con cuidado, intentando deslizarse fuera de la cama sin despertarlo, pero el brazo que rodeaba su cintura se tensó. “No te vayas”, murmuró él, su voz ronca por el sueño, directamente en su oído.
Briar se quedó inmóvil. “Necesito necesito usar la letrina.” La excusa sonó débil incluso para ella. Ronan aflojó su agarre, pero no la soltó del todo. Se giró, atrayéndola para que quedara frente a él. En la tenue luz, sus ojos grises eran como charcos de plata líquida, estudiándola intensamente.
Le apartó un mechón de pelo de la cara, sus dedos rozando su mejilla. ¿Te hice daño? La pregunta la sorprendió. Esperaba órdenes, no preocupación. Negó con la cabeza. Estoy bien”, mintió, aunque se sentía completamente deshecha física y emocionalmente. “No mientas, Briar”, dijo en voz baja. “Puedo ver la sombra en tus ojos.” “No quise asustarte. Quería marcarte.
que supieras que aquí conmigo sentirás cosas que nunca creíste posibles. Se inclinó y la besó suavemente. Un beso que no exigía nada, solo ofrecía calor. Vuelve pronto. El frío de la mañana muerde con fuerza. La soltó y briar se apresuró a vestirse dándole la espalda, sintiendo su mirada clavada en ella. Fuera. El aire era tan frío que le dolió al respirar.
La nieve cubría todo con un manto blanco e ininterrumpido. El mundo parecía limpio y silencioso, una mentira que contrastaba con la agitación de su alma. Cuando regresó, el fuego ya crepitaba de nuevo y el olor a café y tocino frito llenaba la cabaña. Ronan estaba de pie junto al fuego, vestido solo con sus pantalones, su torso desnudo, una impresionante muestra de músculos y cicatrices.
Había una delgada línea blanca en su hombro, una marca más profunda en su costado. Historias de una vida dura grabadas en su piel. Le sirvió un plato y se sentaron a la mesa. El silencio era denso. Briar comía con la mirada baja, sin saber qué decir. Él había comprado su cuerpo, pero anoche había reclamado algo mucho más profundo.
¿Qué se supone que debo hacer ahora?, preguntó finalmente, rompiendo la tensión. Ronan tomó un sorbo de su café, observándola por encima del borde de la taza. Sobrevivir y aprender. Esta no es la vida de la granja. Aquí un error te puede costar la vida. Hoy te enseñaré a revisar mis trampas. Necesitas saberlo. Si algún día me pasa algo, no morirás de hambre.
La idea de que algo pudiera pasarle a él le provocó una punzada de inquietud que la sorprendió. rápidamente la reprimió. Él era su captor, no su protector. Tenía que recordarlo. Después de comer, la vistió como si fuera una muñeca. Le dio unas botas de piel forradas de lana que eran demasiado grandes, pero infinitamente más cálidas que las suyas.
La envolvió en un abrigo de piel de lobo que olía a él. “No te separarás de mí”, le ordenó. “Hallosos y lobos. No eres rival para ellos. El trabajo fue agotador. Se hundían en la nieve hasta las rodillas. El viento les cortaba la cara. Ronan se movía con una facilidad envidiable, su cuerpo acostumbrado al esfuerzo.
Él le mostró cómo identificar las huellas de los animales, como colocar una trampa sin dejar su propio olor, como reconocer que vallas eran venenosas. Sus instrucciones eran claras y precisas, su paciencia infinita. Cuando ella tropezó y cayó, él la levantó sin una palabra, simplemente asegurándose de que estaba bien antes de seguir. En una de las trampas encontraron un conejo.
Briar apartó la mirada cuando Ronan lo mató con un rápido y experto movimiento. “Debes aprender a hacer esto también”, le dijo. “Debes aprender a despellejarlo. Cierra los ojos si quieres, pero tus manos deben hacer el trabajo.” la obligó a tomar el cuchillo. Sus manos, grandes y firmes se colocaron sobre las de ella, guiándola en los primeros cortes. El contacto era eléctrico.
El calor de su cuerpo a su espalda la protegía del viento y su voz baja en su oído era la única guía en medio del vasto silencio blanco. “Aí es”, susurraba. Siente el filo, la separación de la piel del músculo es un acto de respeto. El animal nos da su vida para que nosotros podamos vivir. No se desperdicia nada.
A pesar del acto sangriento, sus palabras le dieron un extraño sentido de propósito. Al final del día estaba agotada hasta los huesos. De vuelta en la cabaña, mientras él preparaba la cena con el conejo que habían cazado, ella se sentó junto al fuego, sintiendo como el calor le devolvía la vida a sus entumecidos dedos.
Lo observó moverse por la cabaña, cada acción con una economía de movimiento perfecta. se dio cuenta de que en su propio mundo salvaje este hombre era un rey. Esa noche la tomó de nuevo, pero esta vez fue diferente. Ya no había un intento de borrar su pasado, sino un deseo de construir algo en el presente. La desnudó lentamente, besando cada centímetro de piel que revelaba.
la tumbó sobre la piel de oso frente al fuego y le hizo el amor con una lentitud tortuosa, observando como la luz de las llamas danzaba sobre su cuerpo, escuchando sus jadeos y susurrándole lo hermosa que era. “¿Te gusta esto, Riar?”, murmuraba, sus labios rozando la sensible piel de su cuello. Dime que te gusta sentirme dentro de ti. Dímelo. Sí, jadeó ella, incapaz de mentir, su cuerpo arqueándose para encontrar el suyo. Me gusta.
Mírame, ordenó él suavemente, y ella obedeció, sus ojos verdes encontrándose con sus intensos ojos grises. Cuando te entregas a mí, quiero ver tu alma. Y ella sintió que así era, que él miraba más allá de su piel, directamente a la mujer asustada y solitaria que había dentro, y la reclamaba también. Los días se convirtieron en semanas. Se estableció una rutina.
Briar aprendió a cocinar con lo que cazaban, a curtir pieles, a remendar la ropa de cuero con una aguja y un punzón. Descubrió que tenía una habilidad natural para ello. La vida era dura, implacable, pero simple. No había deudas, no había un padre borracho que la decepcionara, solo estaba la realidad inmediata de la supervivencia. Y estaba Ronan.
Él rara vez hablaba de sí mismo, pero a veces en la quietud de la noche, después de amarse ella le hacía preguntas. ¿Por qué vive solo? Él tardó mucho en responder, su mano acariciando su cabello en la oscuridad. La gente decepciona, traicionan. La naturaleza es honesta, te mata o te deja vivir. No hay mentiras en las montañas.
Tu familia, empezó ella, no tengo familia, la cortó su tono definitivo. Briar no volvió a preguntar, pero empezó a comprender la profunda soledad que lo rodeaba. Una soledad que él había elegido como una armadura. Ella, sin darse cuenta, se estaba convirtiendo en la única grieta en esa armadura.
Una noche, un aullido cercano despertó a abriar. El sonido era largo, solitario y espeluznante. Se sentó en la cama con el corazón desbocado. “Son solo lobos”, dijo Ronan, su voz tranquila a su lado. La atrajó de nuevo hacia el calor de su cuerpo. “Están cazando, están lejos. Suenan tan cerca”, susurró ella temblando. Él la abrazó con más fuerza. Estás a salvo aquí.
Nada te hará daño mientras yo esté vivo. Eres mi mujer, Briar, y yo protejo lo que es mío. Las palabras mi mujer resonaron en ella. No dijo mi propiedad o mi deuda, dijo mi mujer. Y en la forma en que lo dijo, había un orgullo feroz, una posesividad que ya no la asustaba, sino que la hacía sentir extrañamente segura.
se acurrucó contra él, inhalando su aroma a pino y a hombre. Ronan susurró, “Sí, alguna vez, alguna vez me dejarás ir.” El silencio que siguió fue más pesado que cualquier respuesta. Finalmente, él habló, su voz un murmullo grave. “Si quisieras irte de verdad, ¿a dónde irías?” de vuelta a un padre que te vendió, a una vida de miseria y trabajo para otros. Aquí eres la dueña de todo lo que ves.
Esta cabaña, este fuego, la comida en nuestra mesa, todo es tuyo tanto como mío. No respondió a su pregunta directamente, pero Briar entendió. La libertad que había perdido no era tan valiosa como la seguridad que estaba empezando a encontrar. se durmió escuchando el latido constante de su corazón, un ritmo que se estaba convirtiendo en la única canción de cuna que necesitaba.
A principios de diciembre, el cielo se tornó de un color plomiso y el aire se quedó quieto y pesado. “Viene una grande”, anunció Ronan una tarde mientras miraba al horizonte. “Una ventisca podríamos estar atrapados durante días.” Pasaron los dos días siguientes trabajando sin descanso. Cortaron más leña de la que briar creía posible, apilándola contra una pared de la cabaña.
Sacaron agua del pozo helado hasta llenar varias barricas. Aseguraron las pieles en el techo y revisaron cada grieta de la cabaña, rellenándolas con musgo y barro. Briar trabajó a su lado, sus músculos acostumbrados al esfuerzo, siguiendo sus órdenes sin dudar. Había un nuevo ritmo entre ellos. una camaradería nacida de la necesidad compartida.
Ya no era solo su cautiva, era su compañera en la lucha por la vida. La tormenta llegó en la noche. Empezó como un susurro, el viento silvando suavemente. Luego se convirtió en un gemido y finalmente en un rugido furioso que sacudía los cimientos de la cabaña. La nieve no caía, era arrojada horizontalmente con una fuerza increíble.
Mirar por la ventana era como mirar dentro de un torbellino de leche. Estaban completamente aislados el mundo. Durante tres días, el mundo exterior dejó de existir. El único universo era el interior de la cabaña. El tiempo se estiró y se encogió. Se sentaban junto al fuego durante horas en silencio, escuchando la furia de la tormenta.
Fue en esos días cuando Ronan comenzó a hablar de verdad. Le contó historias de su juventud, de cómo aprendió a casar con un viejo trampero la cota que lo acogió cuando era un niño huido. Le enseñó a jugar a las damas con un tablero tallado en madera y piezas hechas de piedras de diferentes colores.
Y por la noche, cuando el viento hullaba con más fuerza, su amor era un acto de desafío contra la tormenta, un fuego interior que los mantenía calientes y vivos. En el cuarto día, Briar se despertó con fiebre. Empezó como un escalofrío que no podía controlar, seguido de un calor que le quemaba la piel. Su cabeza palpitaba y su garganta estaba en carne viva.
Ronan se dio cuenta de inmediato, le tocó la frente con el dorso de la mano y su rostro se endureció con preocupación. “No puede ser”, murmuró. La envolvió en más pieles y le preparó un té caliente con hierbas que guardaba en un frasco, pero la fiebre no cedía. Para el anochecer, Briar estaba delirando, murmurando el nombre de su madre, muerta hacía mucho tiempo.
Ronan no se apartó de su lado, le ponía paños fríos en la frente, la obligaba a beber el té y la sostenía cuando los temblores la sacudían. En un momento de lucidez, ella abrió los ojos y lo vio mirándola. Una expresión de miedo puro en su rostro endurecido. Era una vulnerabilidad que nunca había visto en él.
Vas a estar bien”, le dijo su voz ronca de emoción. “Te vas a poner bien, Briar, te lo ordeno.” Pero al quinto día ella estaba peor. Su respiración era superficial y un zarpullido había aparecido en su pecho. Ronan revisó sus hierbas maldiciendo en voz baja. Le faltaba una, la raíz de oro, la única que sabía que podía combatir una infección tan grave.
Solo crecía en una ladera rocosa a media jornada de camino, una ladera que ahora estaría cubierta por metros de nieve y azotada por vientos mortales. “Tengo que irme”, le dijo a un abriarse mi inconsciente. Le acarició la mejilla. “Tengo que buscar una medicina para ti. Volveré. Prométeme que lucharás. Lucha por mí, Briar.
” La besó en los labios resecos y febriles una despedida desesperada. La envolvió en todas las pieles que tenían, apiló leña junto a la chimenea hasta que casi no podía moverse y se fue sumergiéndose en el infierno blanco. Briar estuvo a la deriva. El tiempo no tenía sentido. A veces sentía un frío glacial, otras veces ardía.
Soñaba con su infancia, con campos de girasoles y la sonrisa de su madre. Y luego soñaba con Ronan, su cara, sus manos, su voz. gritaba su nombre en la oscuridad, segura de que estaba sola y él nunca volvería. La soledad era un terror peor que la fiebre. El pensamiento de morir sola en esa cabaña era insoportable y fue ese terror el que la hizo luchar.
Se aferró a la imagen de su rostro, a la promesa de su regreso. Cuando la última brasa del fuego casi se había extinguido, la puerta se abrió de golpe y una figura cubierta de nieve y hielo se derrumbó en el suelo. Era Ronan. Su cara estaba amoratada por el frío, sus labios azules y agrietados.
En su mano enguantada sostenía un puñado de raíces retorcidas. Se arrastró hasta ella, demasiado exhausto para ponerse de pie. Volví, jadeó su aliento formando una nube de Bao. Te lo dije, lloró. Por primera vez desde que la habían apartado de su casa, Briar lloró no por miedo ni por rabia, sino por un alivio tan profundo que le dolió. Ronan preparó la medicina y la obligó a beberla.
El sabor era amargo y terrenal, pero sintió su calor extenderse por sus venas. Se derrumbó a su lado en la cama, demasiado débil para quitarse la ropa congelada, y cayó en un sueño profundo. Tardó dos días más en recuperarse. Cuando finalmente la fiebre se rompió, se despertó y encontró a Ronan observándola, su mano sosteniéndola de ella.
Estaba más delgado y la piel alrededor de sus ojos estaba tensa por la fatiga y la preocupación. Hola”, susurró ella, su voz apenas un grasnido. Una lenta sonrisa se extendió por el rostro de Ronan, transformándolo, borrando años de dureza. “Hola, pequeña tormenta.” Briar levantó la mano y tocó la barba de varios días en su mejilla. “Ariesgaste tu vida.
Tú eres mi vida, respondió él con sencillez, como si fuera la verdad más obvia del universo. Y en ese momento, Briar supo, con una certeza que la sacudió hasta el alma, que ya no era su prisionera, se había enamorado del hombre salvaje que la había comprado. La ventisca finalmente amainó, revelando un mundo transformado, cubierto por una capa de nieve tan profunda que cambiaba la forma del paisaje.
La cabaña parecía más pequeña, hundida en la blancura, pero dentro se había forjado un vínculo inquebrantable. Ya no había luchas de poder ni resentimiento. Había una aceptación silenciosa, un entendimiento mutuo. Ronan la cuidó hasta que recuperó todas sus fuerzas y en sus cuidados había una ternura que briar absorbía como una planta sedienta.
Él le cocinaba caldos, le cepillaba el pelo, la sostenía mientras ella daba sus primeros pasos vacilantes por la cabaña. El amor físico entre ellos también cambió. Era más lento, más profundo, una afirmación de la vida y del alivio de no haberse perdido el uno al otro.
Una tarde, semanas después, mientras remendaba una de las camisas de Ronan, la puerta de la cabaña se abrió sin previo aviso. Ambos se giraron de golpe, Ronan poniéndose de pie instintivamente y colocando abriar detrás de él. En el umbral había otro trampero. Era más bajo y corpulento que Ronan, con una barba rojiza y unos ojos pequeños y astutos que recorrieron la cabaña con avidez.
Vaya, vaya, Ronan, veo que finalmente te has buscado compañía, dijo el hombre, su voz con un deje burlón. Su mirada se posó embriar, pescarada y ofensiva, y una muy bonita. ¿Dónde la encontraste? La atrapaste en una de tus trampas para zorros. El cuerpo de Ronan se tensó como un resorte. Silas, dijo, su voz peligrosamente baja. No eres bienvenido aquí. Vete. Sila se rió, ignorando la amenaza.
Dio un paso adentro, sacudiéndose la nieve de las botas. Vamos, no seas tan arisco. Solo pasaba a ver si había sobrevivido a la tormenta. Veo que te mantuviste caliente. Sus ojos volvieron a abriar, recorriendo su figura de arriba a abajo. Debes de aburrirte mucho aquí sola con este viejo oso silencioso.
Bonita, ¿cuánto pide por una noche contigo? Seguro que puedo pagar más que lo que sea que le des. La vulgaridad del hombre hizo que la sangre debriar se helara. Pero antes de que pudiera sentir miedo, Ronan se movió. No fue rápido, fue deliberado. Un movimiento de pura depredación. Agarró a Silas por el cuello de su abrigo y lo levantó del suelo, estampándolo contra la pared.
El sonido del impacto resonó en la cabaña. Repite lo que has dicho gruñó Ronan, su cara a centímetros de la de Silas, sus ojos grises convertidos en hielo asesino. Te desafío a que lo repitas. Sila se puso pálido, sus ojos astutos ahora llenos de terror. Era solo una broma, Ronan. Ella no es una broma. Ella es mi mujer. Siseo Ronan. Su voz tan letal como el filo de un cuchillo.
Y si vuelves a mirarla, si vuelves a hablarle, si vuelvo a oler tu rastro al menos de un día de camino de esta cabaña, te casaré como un perro rabioso y dejaré tu cadáver para los cuervos. ¿Me entiendes? Sí, sí, entiendo. Farfuyó Silas. Ronan lo sostuvo un segundo más, asegurándose de que el mensaje había calado hondo.
Luego lo arrojó fuera a la nieve. Y si te vuelvo a ver, estarás muerto. Cerró la puerta de un portazo que hizo temblar las paredes y se apoyó en ella respirando profundamente, el control volviendo lentamente a él. Briar lo miraba con los ojos muy abiertos. Nunca lo había visto tan furioso, tan salvaje.
Pero esa salvajada no iba dirigida a ella, sino a protegerla. Él se giró y la miró, la furia en sus ojos siendo reemplazada por una preocupación inmediata. Se acercó y la tomó por los hombros, examinándola como si temiera que las sucias palabras de Silas la hubieran herido físicamente. ¿Estás bien? ¿Te? Te juro que sí.
No, estoy bien”, susurró ella, poniendo una mano en su pecho, sintiendo el martilleo de su corazón. “Me asusté, pero estoy bien.” Él la atrajo a sus brazos, un abrazo aplastante y protector. Hundió su cara en el pelo de ella. “Nadie volverá a hablarte así nunca. Nadie volverá a insultarte. Te lo juro.” Briar lo abrazó con fuerza, una ola de emoción abrumándola.
En los brazos de este hombre, en esta cabaña aislada, se sentía más respetada y más segura que en toda su vida. Él la veía, la valoraba, la había defendido no como una propiedad, sino como a alguien precioso. Esa noche no fue suficiente con hacer el amor. Se adoraron mutuamente. Fue una liberación de la atención, una reafirmación de su vínculo.
Me asusté tanto cuando ese hombre Silas te miró de esa manera murmuró Ronan después, mientras se hacían enredados. Sentí un fuego en mi sangre. Quería matarlo por faltarte al respeto. Briar acarició su rostro. Lo sé. Lo vi en tus ojos. Nunca nadie me había defendido así. Siempre te defenderé, dijo él ferozmente, capturando su boca en un beso apasionado. De hombres, de bestias, de tormentas.
Siempre con la llegada de la primavera, la nieve comenzó a derretirse, revelando la tierra marrón y la promesa de vida nueva. Los ríos se hincharon con el decielo y el sonido del agua corriendo se unió al canto de los pájaros. Un día, Ronan la encontró mirando por la ventana hacia el sendero apenas visible que conducía lejos de la cabaña.
“Pronto se agotará la sal y el café”, dijo, parándose detrás de ella. “Tendremos que ir al puesto comercial. Briar se tensó. El puesto comercial, el pueblo, gente. La idea que una vez habría sido una esperanza desesperada de escape, ahora la llenaba de temor. La cabaña se había convertido en su santuario. El mundo entero. No quiero ir, dijo en voz baja.
Él la giró suavemente para que lo mirara. ¿Tienes miedo? Tengo miedo de lo que hay allí. No de lo que hay aquí. Ronan abuecó su rostro entre sus manos. Irás conmigo. No te apartarás de mi lado. Nada te pasará. Sabía que él tenía razón. Necesitaban suministros y parte de ella sabía que tenía que enfrentar el mundo exterior tarde o temprano.
El viaje de dos días al puesto de comercio de Pier fue un contraste extraño con el viaje que la había llevado a la cabaña. Ahora cabalgaba sentada firmemente detrás de él, sus brazos rodeando su cintura, su cuerpo moviéndose en sintonía con el suyo. El paisaje, antes amenazador, ahora le resultaba familiar y hermoso. Él le señalaba los nidos de águilas en los riscos, las primeras flores silvestres que asomaban entre las rocas.
Era como si le estuviera mostrando las joyas de su reino. Pierra era un pequeño asentamiento de unas pocas docenas de cabañas de troncos y tiendas de lona construido alrededor de un río. Estaba lleno de tramperos, buscadores de oro, soldados y familias de colonos. El bullicio, los olores, las voces, todo era abrumador después de meses de silencio.
Briar se aferró instintivamente a Ronan mientras caminaban por la calle principal de Lodo. Sintió las miradas. Las mujeres la miraban con una mezcla de curiosidad y desaprobación. Los hombres con una lujuria apenas disimulada. Ronan pareció no darse cuenta o no le importó. Su mano descansaba protectoramente en la parte baja de su espalda, guiándola a través de la multitud.
“No les hagas caso”, murmuró sintiendo su tensión. “No son nada. En el puesto comercial, un edificio abarrotado de pieles, herramientas, telas y barriles de comida. Ronan negoció en silencio con el dueño, un francés corpulento llamado Michel. cambió sus pieles de castor, zorro y lobo por sacos de harina, sal, azúcar, café y algunas herramientas nuevas.
Mientras Ronan estaba ocupado, una voz la llamó. Briar, ¿eres tú? Briar se giró y vio a Marta, la esposa del herrero de su antiguo pueblo. La mujer parecía horrorizada. Dios mío, niña, todos pensamos que habías muerto en el invierno. Tu padre dijo, dijo que te habías escapado.
La mentira de su padre la golpeó como una bofetada. No había tenido el valor de decir la verdad. Estoy bien, Marta, dijo Briar, su voz más firme de lo que se sentía. Este es mi hombre, Ronan,”, añadió, volviéndose hacia Ronan, que ya se había acercado. Su presencia una advertencia silenciosa para la otra mujer. La mirada de Marta pasó de Ronan abriar llena de lástima.
Pero, querida, él es un salvaje. Vuelve al pueblo. Te ayudaremos. Este salvaje me salvó la vida. La interrumpió Briar, su tono cortante. Me salvó de una fiebre que me habría matado. Me protege y me cuida. Tengo más hogar en su cabaña de lo que nunca tuve en el pueblo. Ahora si nos disculpas. Tomó la mano de Ronan y lo apartó, dejando a Marta con la boca abierta. Afuera, Ronan la miró.
Una pregunta en sus ojos. Era la esposa del herrero, explicó ella. Cree que necesito ser rescatada. ¿Y lo necesitas? Preguntó él directamente. Briar lo miró. Miró su rostro curtido, sus ojos serios, el hombre que había arriesgado su vida por ella. No estoy exactamente donde quiero estar. La comprensión y el alivio que inundaron sus ojos fueron tan profundos que abriar se le cortó la respiración.
En ese momento, en medio de esa calle embarrada, supo que lo amaba total y desesperadamente. Él apretó su mano, un gesto que valía más que 1000 palabras, pero su momento fue interrumpido por la llegada de un hombre a caballo. Era un hombre bien vestido, con un abrigo de lana fina y un sombrero de copa. Su rostro le resultaba vagamente familiar a abriar.
Cuando desmontó, ella lo reconoció con un escalofrío. Era el señor Sterling, el banquero que le había quitado la granja a su familia, el hombre que la había mirado con una codicia fría en sus ojos mucho antes de que su padre se hundiera por completo. “Señorita Miller”, dijo Sterling, su voz suave, pero con un filo de acero. “¿Está usted bien?” He oído rumores preocupantes.
Sus ojos se posaron en Ronan con desprecio. La está molestando este individuo. No es asunto suyo, Sterling. Dijo Ronan, su cuerpo colocándose entre el banquero y Briar. Sterling sonrió una sonrisa desagradable. Ah, pero ahí se equivoca.
Como representante de la ley y el orden en esta región, el bienestar de una joven descarriada es ciertamente asunto mío. Se dirigió a Briar ignorando a Ronan. Señorita Miller, su padre está destrozado. No se preocupe, la llevaré de vuelta a la civilización. Este animal no volverá a ponerle una mano encima. Briard dio un paso al frente, poniéndose al lado de Ronan. No voy a ninguna parte con usted.
Y él no es un animal, es mi marido. La palabra marido salió de su boca antes de que pudiera pensarla, pero se sintió correcta. Se sintió como la verdad más absoluta de su vida. La sonrisa de Sterlink se desvaneció, reemplazada por la ira. Ya veo. Le ha lavado el cerebro. No importa. Serif gritó. Dos hombres corpulentos con estrellas de ojalata en el pecho que habían estado observando desde la puerta de la cantina se acercaron. Este hombre ha secuestrado a la señorita Miller. Arréstenlo. Los dos alguaciles
desenfundaron sus pistolas. La gente en la calle retrocedió formando un círculo. Ronan empujó a Briar detrás de él. “Briar, cuando te diga que corras, corre hacia los caballos y no mires atrás”, susurró. No, respondió ella en un susurro feroz. No te dejaré. Ronan no tuvo tiempo de discutir. El primer alguacil se abalanzó sobre él.
Ronan lo esquivó con una agilidad sorprendente y lo golpeó con un puñetazo que sonó como un árbol al caer. El segundo Albuail levantó su pistola, pero Ronan ya se estaba moviendo, lanzándose hacia él, desviando el arma justo cuando disparaba. La bala se estrelló contra el poste de madera de un porche. Sterling gritó de rabia. Atrápenlo. En el caos, Briar vio su oportunidad.
Mientras Ronan forcejeaba con el segundo aluacil, ella agarró un pesado saco de harina de la carreta que estaban cargando. Con toda la fuerza que tenía, lo balanceó y se lo estrelló en la cabeza a Sterling. El banquero se derrumbó con un gemido cubierto de un polvo blanco fantasmagórico. La distracción fue suficiente.
Ronan le quitó la pistola al alguacil y lo tiró al suelo. Se giró, agarró la mano de Briar y corrió hacia sus caballos. Montaron de un salto y Ronan espoleó a su montura, saliendo del pueblo a todo galope con las bolsas de suministros rebotando a su lado. Se oyeron más disparos detrás de ellos, pero pronto quedaron atrás, tragados por el sonido de los cascos de su caballo y el viento en sus oídos.
No pararon hasta que estuvieron bien adentrados en el bosque y solo entonces Ronan detuvo al caballo, cuyo pecho subía y bajaba agitadamente. Saltó al suelo y luego la ayudó a bajar. Ella temblaba de pies a cabeza, no de miedo, sino de adrenalina. Él la sujetó por los hombros, su mirada recorriendo su rostro. ¿Estás herida? No. ¿Y tú? Estoy bien”, dijo él y luego una rara sonrisa iluminó su rostro.
“¿Le rompiste un saco de harina en la cabeza al banquero?” A pesar de la situación, Briar se encontró sonriendo. “Supongo que sí.” Ronan se rió, un sonido profundo y genuino que Briar nunca había oído antes. La levantó del suelo y la hizo girar, su risa mezclándose con la de ella. Mi mujer, mi mujer feroz”, dijo volviéndola a bajar y capturando sus labios en un beso desesperado y apasionado.
Era un beso de alivio, de victoria, de algo mucho más profundo. Se besaron allí mismo en el corazón del bosque, como si el mundo entero hubiera desaparecido. Cuando se separaron, sin aliento, su expresión se tornó seria. No ha terminado, Briar. Él nos buscará. usará la ley, dirá que soy un secuestrador. Vendrán a la cabaña.
El miedo intentó apoderarse de Briar, pero lo apartó. Se había enfrentado a la civilización y la había encontrado corrupta y cruel. Su elección estaba hecha. Se puso de puntillas y lo besó de nuevo. Una promesa en sus labios. Entonces lucharemos contra ellos dijo con una determinación que no sabía que poseía. Juntos.
Él la miró, un amor y un respeto infinitos brillando en sus ojos. Juntos repitió su voz una promesa solemne. Eran dos personas contra el mundo, un proscrito y una mujer que se negaba a ser rescatada. Regresaron a la cabaña no como captor y cautiva, sino como dos guerreros que volvían a casa para defender su fortaleza.
Se habían convertido en socios, en iguales, forjados en el fuego de la adversidad. Ahora estaban verdaderamente unidos y sabían que Sterling y su ley falsa vendrían y estarían esperando. El regreso a la cabaña fue sombrío y decidido. El aire de victoria tras humillar a Sterling en el pueblo se había disipado, reemplazado por una tensión palpable. Ya no eran solo un hombre de la montaña y la mujer que había comprado.
Eran proscritos. fugitivos de una ley corrupta que los pintaría como monstruos. Ronan cabalgó con una rigidez en la espalda que Briar no había sentido antes, y su silencio no era el de siempre, lleno de paz, sino uno afilado, calculador. Al llegar, él desmontó y la ayudó a bajar, pero sus ojos no dejaban de escanear el bosque, los árboles, las sombras.
“No volverán hoy”, dijo como si respondiera a una pregunta no formulada. Les llevará al menos un día a organizar un grupo lo suficientemente grande y estúpido para adentrarse aquí. Esterling es un cobarde. No vendrá solo con sus dos matones. Briar asintió, aunque su corazón latía con fuerza contra sus costillas.
Entonces, ¿qué hacemos? Huir. Él la miró y en sus ojos grises vio la fiereza de un novo defendiendo su territorio. No, este es nuestro hogar. Me negué a huir de los hombres civilizados toda mi vida y no empezaré a hacerlo ahora. No cuando te tengo a ti que proteger. No huiremos, lucharemos. Su determinación era contagiosa. La llenó de una fuerza que no sabía que poseía.
Ya no era la chica asustada que su padre había vendido, era la mujer de Ronan. “Entonces lucharemos”, dijo su voz resonando con la de él. Dime qué debo hacer. Una chispa de orgullo brilló en sus ojos. Tomó su mano y la llevó dentro. Durante el resto del día y la mañana siguiente, la cabaña se transformó en una fortaleza.
Trabajaron juntos, un equipo silencioso y eficiente. Ronan le enseñó a cargar y disparar el rifle pesado, el mismo que había visto apoyado en la pared desde que llegó. sostuvo su cuerpo por detrás, ajustando su postura, su aliento cálido en su nuca mientras le susurraba instrucciones. “Apóyalo firmemente contra tu hombro.” Así, murmuró, su mano cubriéndola de ella en el guardamonte.
Siente su peso. No le tengas miedo. Es solo una herramienta. Conviértela en una parte de ti. Apunta con ambos ojos abiertos. Mira a tu objetivo, solo a tu objetivo. Ella disparó a una vieja lata que él colocó en un tocón. El retroceso la golpeó con fuerza y falló por mucho, pero Ronan solo asintió con paciencia. Otra vez siente el retroceso.
Espéralo. Conviértelo en tu amigo. Disparó una y otra vez hasta que sus hombros estuvieron doloridos y pudo darle a la lata tres de cada cinco veces. No era una experta, pero ya no era inofensiva. Mientras tanto, Ronan barricaba la única ventana con tablones gruesos, dejando solo una pequeña rendija para disparar.
Hizo lo mismo con la puerta trasera que rara vez usaban. Cortaron y trajeron más leña, apilaron munición y afilaron todos los cuchillos que poseían. Briar se aseguró de que tuvieran agua fresca y comida fácil de preparar. Mientras trabajaba, su mente volvía al pueblo, a la cara de Marta, llena de lástima. “Él es un salvaje, había dicho.
Quizás lo era, pero su salvajismo era honesto y protector. El mundo civilizado de Marta y Sterling estaba lleno de una crueldad mucho más retorcida, oculta bajo sombreros de copa y sonrisas falsas. No se arrepentía de su elección. Por la noche, la tensión se hizo casi insoportable. Se sentaron frente al fuego, el silencio solo roto por el crepitar de las llamas.
¿Tienes miedo?, le preguntó él finalmente, su voz grave en la penumbra. Sí, admitió ella. Pero no tengo miedo de morir, Ronan. Tengo miedo de perderte. Él extendió la mano y entrelazó sus dedos con los de ella. No vas a perderme. Mañana cuando vengan quiero que te quedes en el fondo. Dispararás solo si entran.
Tu única misión es sobrevivir, ¿entiendes? Mi misión es luchar a tu lado, replicó ella con fiereza. No me esconderé como una niña asustada. Él la miró, su corazón lleno de un amor tan abrumador que casi le dolía. Se levantó y la atrajó hacia él. Eres la mujer más valiente que he conocido”, susurró contra su cabello. La besó, un beso lento y profundo que hablaba de miedo y amor, de despedidas y promesas.
La llevó a la cama de pieles y esa noche su amor tuvo un matiz de desesperación. Cada caricia era un recuerdo, cada vez o un juramento silencioso. Se aferraron el uno al otro como si pudieran, con la fuerza de su unión, mantener a raya al mundo entero. Se amaron con una ferocidad que igualaba la tormenta que se cernía sobre ellos, susurrando confesiones en la oscuridad, marcando el alma del otro con una pasión febril que desafiaba a la muerte.
“Eres mía, Briar”, gruñó él mientras se movía dentro de ella. Su voz una promesa ronca. Mía para proteger, mía para amar. Siempre tuya, jadeó ella, arqueándose para recibirlo, sus cuerpos moviéndose en un ritmo antiguo y sagrado. Siempre tuya. Al amanecer no durmieron, esperaron y a media mañana llegaron. Eran seis hombres a caballo liderados por Sterling.
Se detuvieron en el borde del claro como una manada de lobos evaluando a su presa. Sterling, con una venda ridícula en la cabeza donde Briar lo había golpeado, gritó desde la seguridad de su caballo. Ronan, y sal con las manos en alto. Ha sido acusado del secuestro de la señorita Briar Miller. Entrégate y entrégala y quizás el juez tenga piedad.
Ronan observó a través de la rendija su rostro una máscara de calma letal. Veo que encontraste algunos hombres que no le temen a la muerte, Sterling. Gritó de vuelta. Dile a tu putita que salga. La llevaremos de vuelta a la civilización, gritó uno de los matones. Un segundo después, un disparo resonó. El sombrero del hombre salió volando de su cabeza.
El hombre gritó de sorpresa y se agachó sobre su caballo. “La próxima bala no apuntará al sombrero”, dijo la voz tranquila de Ronan desde la cabaña. “Briar está donde quiere estar. Es mi esposa. Ahora lárguense de mi tierra antes de que la riegue con su sangre.” La palabra esposa colgó en el aire una declaración de guerra.
Sterling, rojo de ira, hizo una señal. Los hombres se dispersaron buscando cobertura detrás de los árboles. Comenzó el asedio. Las balas astillaron la madera de la cabaña. El ruido era ensordecedor. Ronan se movía con una calma increíble, disparando con una precisión metódica. Un hombre gritó y cayó agarrándose la pierna.
Briar, con el corazón en la garganta recargaba el segundo rifle para él. Sus manos temblorosas, pero seguras. Sus movimientos eran un baile ensayado. Disparo, recarga, entrega. Una y otra vez. Las horas pasaron. El sol alcanzó su cenit. Sabían que no podían aguantar para siempre. Su munición era limitada.
Sterling y sus hombres estaban frustrados, pero no se iban. Estaban esperando a que se hiciera de noche. “No podemos quedarnos aquí”, dijo Ronan en un momento de calma, su rostro manchado de pólvora. “Nos quemarán por la noche. Tenemos que irnos.” “Innos. ¿Cómo? Hay una salida. Un túnel que cabé bajo el suelo hace años, por si alguna vez los inviernos eran demasiado duros para cazar.
Sale a un barranco a media milla de aquí.” Era una oportunidad. una pequeña esperanza. Esperaron a que el sol comenzara a ponerse cuando las sombras se alargaban. Ronan le dio un último y apasionado beso. Te amo, mi feroz Briar. No lo olvides nunca. También te amo, respondió ella. Hasta el final.
Ronan encendió la mecha de varias latas de pólvora que había preparado. Esto les dará una distracción. Cuando explote, corre por el túnel y no te detengas hasta llegar al final. Yo estaré justo detrás de ti. Levantó una trampilla oculta bajo una piel de oso. Un agujero oscuro se abrió en el suelo. La explosión sacudió la cabaña. El caos y los gritos afuera les dieron la cobertura que necesitaban.
Briar se deslizó en el túnel. La oscuridad y el olor a tierra la envolvieron. Ronan la siguió cerrando la trampilla. Se arrastraron a través del túnel estrecho el sonido de sus propias respiraciones jadeantes llenando el silencio. Al final del túnel salieron a un barranco cubierto de maleza oculto a la vista del claro.
Estaban libres, pero eran fugitivos sin nada más que la ropa que llevaban puesta. Miraron hacia atrás y vieron las primeras llamas comenzando a lamer las paredes de su hogar. habían perdido su santuario. Con el corazón apesadumbrado se adentraron en las profundidades del bosque, dejando atrás el humo y los gritos.
Viajaron durante días, sobreviviendo con lo que Ronan podía cazar con su cuchillo y un arco improvisado. Dormían en cuevas o bajo afloramientos rocosos, siempre en movimiento, siempre alerta. Bri nunca se quejó. El trabajo en la cabaña la había fortalecido. Demostró ser tan resistente como cualquier mujer de la frontera. Finalmente, Ronan la llevó a un lugar que ella nunca había imaginado.
Un pequeño campamento de tipis escondido en un valle protegido. Era el hogar de Kane. El anciano la cota que había criado a Ronan. Kané era un hombre viejo con la cara como un mapa arrugado de una vida larga y dura. Sus ojos oscuros eran afilados y sabios. Miró a Briar, no como a una extraña, sino como si estuviera leyendo su espíritu. Le dio la bienvenida sin hacer preguntas.
“Mi hijo ha vuelto a casa”, dijo, su voz como el susurro de las hojas secas, “y ha traído el espíritu de un halcón hembra con él. Se quedaron allí durante la primavera y el verano. Fue un tiempo de curación. Briar aprendió de las mujeres la cota. Aprendió sus costumbres, su forma de ver el mundo. Descubrió una comunidad y una aceptación que nunca había conocido.
Ronan, por su parte, pareció deshacerse de una parte de su armadura de soledad. Rodeado de la gente que lo había acogido, volvió a sonreír con más frecuencia, pero la sombra de Sterling se cernía sobre ellos. Un día, un joven explorador trajo noticias. Sterling no se había rendido, estaba obsesionado.
Había puesto una recompensa por la cabeza de Ronan y había ofrecido una fortuna por el retorno seguro de Briar. Y lo peor de todo, había traído a su padre, a Thomas, a Pierre, usándolo para ganarse la simpatía de la gente, pintándolo como un padre desconsolado cuyo único deseo era recuperar a su amada hija. La noticia la destrozó. Su padre una vez más era un peón en el juego de otro hombre.
Ronan vio su dolor. Podemos seguir huyendo hacia el norte. Nunca nos encontrará. No, dijo ella, su voz llena de una nueva resolución. No podemos seguir huyendo. Ha tomado a mi padre. Esto tiene que terminar. Tenemos que enfrentarlo. Regresaron a las colinas negras, a su propio territorio, pero esta vez no estaban solos.
Kan envió a dos de sus guerreros más sigilosos con ellos, no para luchar su batalla, sino para observar y asegurarse de que se hiciera justicia. Ronan y Briar hurdieron un plan. Sabían que Sterling era arrogante y predecible. lo atraerían a su terreno. Enviaron un mensaje a través de un trampero de confianza, diciendo que Briar quería entregarse, pero que solo hablaría con su padre.
Y tenía que ser en el viejo acerradero abandonado junto al río, un lugar lleno de trampas naturales. Como esperaban, Sterling mordió el anzuelo. Llegó al acerradero no solo con el padre de Briar, sino con una docena de hombres armados esperando una trampa. Pero la trampa no era la que él esperaba. Thomas Miller parecía un fantasma. Estaba demacrado. Sus manos temblaban.
Cuando vio a Briar esperándolo en el claro frente al acerradero, sus ojos se llenaron de lágrimas. Briar, susurró. Quédate donde estás, viejo. Ladró Sterling. Dile que venga aquí. Thomas miró a Sterling, luego de nuevo a su hija. En ese momento, algo dentro de él, algo que había estado muerto durante años, se despertó. Era la última chispa de amor paternal. No, dijo en voz baja.
¿Qué has dicho, Siseo Sterling? Dije que no, repitió Thomas más fuerte esta vez. La he defraudado toda su vida. No lo haré de nuevo. Corre, Briar. Es una trampa. La furia distorsionó el rostro de Sterling. Sacó su pistola. Viejo inútil. Pero antes de que pudiera disparar, Thomas se abalanzó sobre él.
No fue un ataque de un hombre fuerte, sino el acto desesperado de un hombre que no tenía nada que perder. Desvió el brazo de Sterling justo cuando la pistola se disparaba y la bala lo alcanzó en el hombro. Thomas se derrumbó con un grito. Esa fue la señal. Ronan, escondido en la estructura en ruinas del acerradero, abrió fuego, no para matar, sino para sembrar el caos.
Los dos guerreros la cota desde el bosque lanzaron flechas que encontraron su blanco en los brazos y piernas de los hombres de Esterlink, inmovilizándolos. La escaramuza fue corta y brutal. Los hombres de Sterling, en su mayoría matones a sueldo, no tenían estómago para una lucha en la que no podían ver a su enemigo. Pronto se rindieron o huyeron.
Sterling se encontró solo, de pie sobre el cuerpo herido de Thomas, con Ronan emergiendo de las sombras. su rifle apuntando directamente a su corazón. Se acabó, Sterling. El banquero, pálido de miedo, intentó una última jugada. Mátame y serás un asesino. Te buscarán hasta el fin del mundo.
No voy a matarte, dijo Ronan, su voz fría como el hielo. Vas a desear que lo hubiera hecho. En ese momento, dos figuras emergieron del bosque. Eran un mariscal federal y su ayudante, alertados por los guerreros de Kane. Llevaban semanas investigando a Sterling por estafa de tierras y corrupción. Las declaraciones de los hombres heridos y la evidencia del intento de asesinato de Thomas fueron el último clavo en su ataúd.
Mientras el mariscal se llevaba a un Sterling que despotricaba, Briar corrió hacia su padre. Padre. Él la miró, su rostro lleno de dolor y arrepentimiento. Lo siento, Briar, por todo. Yo yo te quiero, mi niña. Yo también te quiero, papá, susurró ella. las lágrimas corriendo por sus mejillas. Finalmente lo había perdonado, no porque se lo mereciera, sino porque ella necesitaba liberarse de ese peso.
Tomas sobrevivió, pero el hombre roto finalmente confesó todos sus crímenes y aceptó su castigo. Con el testimonio de Briar y Ronan, el nombre de Ronan fue limpiado. Se dictaminó que ella lo había acompañado por voluntad propia. Eran libres. rechazaron la idea de volver a la civilización.
Con la pequeña herencia que Thomas pudo dejarle abriar, compraron una parcela de tierra en lo profundo de las montañas, aún más aislada que la anterior. Construyeron una nueva cabaña, más grande y fuerte que la primera, con sus propias manos. Los años pasaron. La paz se instaló en sus vidas. Un año después de construir su nuevo hogar, Briar dio a luz a un niño de pelo oscuro y ojos grises como los de su padre, al que llamaron Kang.
Dos años después llegó una niña de cabello castaño rojizo y una voluntad de hierro a la que llamaron Ope. Una tarde de otoño, varios años después, Ronan observaba desde el porche de su cabaña. Bri estaba en el jardín enseñando a su pequeña hija cómo recoger las últimas calabazas, mientras su hijo, ya un niño pequeño y robusto, corría tras una mariposa, su risa resonando en el aire claro de la montaña.
La escena era tan pacífica, tan llena de amor, que el corazón de Ronan se hinchó en su pecho. Briar levantó la vista y sus miradas se encontraron a través del claro. Ella le sonrió, una sonrisa llena de todo lo que habían pasado y todo lo que habían construido. Él le devolvió la sonrisa. Este hombre, que una vez pensó que la naturaleza era la única cosa honesta en el mundo, había descubierto la verdad más profunda en el amor de una mujer y en la risa de sus hijos.
Sterling lo perdió todo por una obsesión, por un orgullo ciego, creyendo que su poder y su ley retorcida podían darle lo que quisiera. Pero cuando vio a Abriar, no como una víctima, sino como una guerrera, de pie junto al hombre que amaba, el arrepentimiento y la humillación le enseñaron la lección más dura de su vida.
La historia de Ronan Nibriar es un recordatorio poderoso de que el verdadero valor de una persona no está en el oro ni en el estatus, sino en el amor incondicional y el respeto mutuo. A veces las segundas oportunidades no son para recuperar lo que perdimos, sino para convertirnos a través del dolor y la lucha en la persona que siempre debimos ser.
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