Es la historia de Rosa, una mujer de vestido blanco que cambió el altar por la revolución, el velo por el sombrero de charro y el sí acepto por un balazo que resonó por los cuatro rincones de Morelos. Dicen que era muchacha de belleza brava, de esas que cuando pasaba por el mercado hacía hasta que los nopales se enderezaran de vergüenza.

Pero óiganse bien, si ella fuera solo bonita, no habría llegado a ser leyenda en las barrancas y los cerros. No, mi gente. Rosa tenía fuego en el pecho y acero en el alma. Cuando descubrió que el hombre con quien se iba a casar era traidor maldito, no lloró ni se arrodilló. Agarró la pistola y demostró que en Morelos, mujer es víbora pisada. y víbora pisada muerde.

 El sol todavía se desperezaba detrás de la sierra de la Juzco cuando Rosa despertó aquel sábado que habría de cambiar su vida para siempre. La casa de la hacienda, que quedaba al pie de la loma, ya hervía como olla de frijoles en el fuego. Las comadres llegando, el padre probando la voz y los músicos afinando el acordeón y el guitarrón para la fiesta que habría de ser de las grandes.

 Rosa se miró en el espejo rajado del cuarto y vio una muchacha de 20 años, cabello negro como ala de cuervo, piel morena del sol morense y unos ojos café que tenían el brillo de quien todavía creía en el amor. Mamá había bordado el vestido blanco con sus propias manos, cada puntada hecha con el cariño de quien veía a la hija convertirse en señora casada.

 Niña, estás preciosa como la mismísima Virgen de Guadalupe”, dijo doña Carmen poniéndole el velo en la cabeza a la muchacha. Rodrigo Mendoza es hombre de mucha suerte. Órale, que pie derecho el suyo. Rodrigo Mendoza, el nombre del novio, bailaba en la cabeza de Rosa como música de mariachi. Era hombre alto, de hablar pausado y sonrisa, que desarmaba hasta víbora venenosa.

 Tenía tierras ganado y una conversación tan dulce que hacía que cualquier doncella soñara con casamiento en el altar de la parroquia de la Asunción. Pero mientras las mujeres arreglaban el vestido, María Concepción, la más vieja de las bordadoras, se acercó al oído de la novia con cara de quien cargaba peso en la conciencia. Rosa, hija mía, hay una cosa que necesitas saber antes de decir el sí acepto. El corazón de la muchacha dio un brinco.

 Cuando comadre vieja habla bajito así, es porque la cosa es seria, [ __ ] ¿Qué fue, tía Concepción? Es sobre tu Rodrigo Mendoza, niña. Anoche estaba regresando de la novena cuando lo vi platicando con unos tipos raros allá en el atrio de la iglesia. Y la plática, hay niña, la plática no era cosa buena, ¿no? Rosa sintió que la sangre se le helaba en las venas.

 ¿Qué tipo de plática? María Concepción miró a los lados asegurándose de que nadie estuviera escuchando. Hablaban de un robo en la hacienda del patrón Hernández. Y tu novio, santísima Virgen, tu novio estaba en medio de la charla planeando cómo iban a hacer para llevarse el ganado sin dejar rastro. Las palabras de la vieja cayeron en la cabeza de Rosa como pedrada en techo de Teja.

 Rodrigo Mendoza, el hombre que iba a jurar, amar y respetar frente a Dios y todo el pueblo, era bandido, disfrazado de ascendado honesto. Tía Concepción, ¿estás segura de lo que está diciendo? Hija mía, ya viví demasiado tiempo para confundir plática de hombre derecho con charla de bandido. Él no es quien tú piensas que es.

 Rosa se sentó en la orilla de la cama, el vestido blanco extendido alrededor como nube de algodón. El corazón latía descompasado y una rabia [ __ ] comenzó a subir del pecho como enjambre de abejas atacadas. Durante dos años había soñado con ese día. Había abordado el ajuar, aprendido las recetas de la suegra y planeado cada detalle de la vida de casada.

 Y ahora descubría que todo era mentira, que el hombre que iba a ser su marido era ladrón de ganado y deshonesto como serpiente que se arrastra en el lodo. “Mamá!”, gritó doña Carmen desde el patio. “Ya es hora de llevar a la niña a la iglesia!” Rosa se levantó despacio, el velo moviéndose en el viento que entraba por la ventana abierta.

 miró al espejo una vez más, pero esta vez vio otra mujer, una muchacha que ya no iba a aceptar mentira ni traición callada. Debajo de la cama, en un baúl de cuero viejo que había sido delfinado papá, guardaba una pistola pequeña, pero certera. Había aprendido a tirar con el viejo Antonico cuando todavía era niña y la mano nunca le temblaba a la hora del disparo.

 Con cuidado para que nadie viera, escondió el arma entre los pliegues del vestido. Si Rodrigo Mendoza quería jugar al mentiroso, iba a descubrir que Rosa no era muchacha para hacerse tonta. La campana de la iglesia ya estaba tocando cuando salió de casa, linda como santa de iglesia nueva, pero con el corazón lleno de una rabia que quemaba más que fuego de ocote seco.

 Morelos, aquel día no sabía todavía que estaba a punto de conocer una nueva leyenda. La parroquia de la Asunción nunca había visto tanta gente junta. El pueblo vino de los cuatro rincones de la región, de la hacienda grande, del río de los ameles, hasta de las barrancas más hondas de la sierra.

 Todo mundo quería ver el casamiento de la hija de doña Carmen con Rodrigo Mendoza, que era considerado uno de los hombres más prósperos de la comarca. Las mujeres se abanicaban con abanicos de palma. Los hombres se acomodaban los sombreros de fieltro y los niños corrían entre las bancas de la iglesia como becerros sueltos en el corral. Padre Cícero, que había venido especial de Cuautla para celebrar la ceremonia, ya estaba en el altar con la Biblia abierta y la cara seria de quien va a bendecir una unión santa.

 Rodrigo Mendoza esperaba en el altar todo ataviado en su traje negro con una sonrisa que iba de oreja a oreja. Era hombre guapo de verdad, alto, de bigote bien recortado, dientes blancos que relucían cuando hablaba. Pero Rosa, caminando despacio por el pasillo de la iglesia con mamá del brazo, solo conseguía ver la cara de traidor mentiroso que la comadre María Concepción había desenmascarado.

 El acordeón tocaba una balsa triste, de esas que hacen que el corazón se apriete de nostalgia. Pero el corazón de Rosa solo sentía el peso frío de la pistola escondida entre los pliegues del vestido. A cada paso que daba, más certeza tenía de que no iba a dejar que esa farsa llegara al final. “Mi hija está linda como flor de nopal”, susurró doña Carmen sin saber que por debajo de la belleza de la muchacha hervía una rabia [ __ ] Cuando llegaron al altar, Rodrigo Mendoza extendió la mano para Rosa con aquella sonrisa de quien piensa que está engañando a todo mundo. Ella agarró la mano de él, pero por dentro

sentía ganas de escupir en el suelo. Amados hermanos, comenzó el padre Cícero con voz solemne, estamos aquí reunidos ante nuestro Señor Jesucristo para celebrar la unión de estos dos corazones. La plática del padre iba y venía, pero Rosa no escuchaba palabra ninguna. Sus ojos estaban fijos en el rostro de Rodrigo Mendoza, buscando alguna señal de arrepentimiento, alguna muestra de que todavía había honestidad en aquel hombre, pero no encontró nada, solo la cara de quien estaba satisfecho consigo mismo. Rodrigo Mendoza Santos,

dijo el padre volteándose hacia el novio. ¿Acepta usted a esta mujer por esposa para amar, respetar y honrar en la alegría y en la tristeza, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte lo separe? Acepto, respondió Rodrigo Mendoza con voz firme, apretando la mano de Rosa.

 El padre se volteó hacia la novia y todo mundo en la iglesia se quedó en silencio esperando escuchar el sí que iba a sellar aquella unión. Rosa María de la Concepción, pronunció el padre Cícero, ¿acepta usted a este hombre por esposo para amar, respetar y honrar en la alegría y en la tristeza, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe? Rosa miró bien hondo en los ojos de Rodrigo Mendoza.

 vio allá adentro toda la mentira, toda la falsedad, toda la deshonestidad que cargaba en el alma. Pensó en sus planes de robar el ganado del patrón Hernández. Pensó en cómo había engañado a ella y a toda la familia durante dos años enteros. No acepto”, gritó ella soltando la mano del novio.

 “Y no acepto, porque descubrí que el Señor es ladrón de ganado y mentiroso maldito.” Un murmullo de espanto corrió por la iglesia como viento de tormenta. Rodrigo Mendoza se puso blanco como algodón y el padre Cícero abrió los ojos sin entender lo que estaba pasando. “Rosa!”, gritó doña Carmen, “¿Qué historia es esta niña? La historia es que él no vale nada, mamá.

Anoche fue visto planeando robar el ganado del patrón Hernández. Rodrigo Mendoza dio un paso hacia delante, la cara ya cambiando para una expresión peligrosa. Estás loca, muchacha. ¿Quién fue el que te metió esa idea en la cabeza? Nadie me metió idea ninguna. No, la verdad apareció solita como agua que brota de la tierra seca.

 De repente, Rodrigo Mendoza perdió toda la compostura. La máscara de hombre derecho se cayó al suelo y lo que apareció fue la cara verdadera del bandido disfrazado. “Te vas a casar conmigo, quieras o no quieras”, gruñó él tratando de agarrar el brazo de Rosa. “Ya gasté dinero de más con esta fiesta. Fue en esa hora que Rosa mostró por qué mujer morelense ofendida es más peligrosa que víbora pisada.

 sacó la pistola de dentro del vestido, apuntó certero al pecho de Rodrigo Mendoza y disparó sin temblar la mano. El estruendo resonó por la iglesia como trueno de San Pedro Bravo. Rodrigo Mendoza se tambaleó, se llevó la mano al pecho, miró para Rosa con una mezcla de sorpresa y admiración y se desplomó en el suelo del altar. El pueblo gritó, las mujeres se santiguaron.

 El padre Cícero retrocedió para el fondo de la iglesia y Rosa se quedó ahí parada, todavía sosteniendo el arma humeante, el vestido blanco manchado de sangre. “Nadie me hace tonta dos veces”, dijo ella, la voz firme como piedra de río, “y quien quiera llevarme presa va a tener que agarrarme primero.

” Dicho esto, levantó la falda del vestido y corrió hacia la puerta de la iglesia, dejando atrás el altar. la fiesta y la vida que había soñado durante tanto tiempo. Morelos aquel día ganó una nueva leyenda, la de la novia que cambió el sí por un tiro certero.

 Rosa corrió por la puerta de la iglesia como alma en pena, huyendo del purgatorio. El vestido blanco volaba detrás de ella como fantasma de novia y los gritos del pueblo resonaban en la plaza de la matriz. Pero ella no miró para atrás. Ni una vez cuando Morelense decide que no va a ser víctima más, el mundo que se arregle. Detrás de ella se oía el ruido de la confusión.

 Banca de iglesia volcándose, mujer llorando, hombre gritando que llamaran a los rurales. Rodrigo Mendoza todavía estaba en el suelo del altar, gimiendo y pidiendo agua más amarillo que el lote seco. Agárrenla, berró su Joaquín, hermano del novio. Esa [ __ ] le disparó a mi hermano, pero Rosa ya tenía ventaja.

 Conocía cada piedra, cada árbol, cada atajo de aquel pueblo donde había nacido y crecido. corrió directo al fondo de la iglesia, saltó la cerca del cementerio y se mandó monte adentro. El alzán de ella, un caballo bravo que respondía por el nombre de Ventania, estaba pastando suelto en el potrero detrás de la casa de mamá.

 Era animal listo que conocía el modo de la dueña. Y cuando vio a Rosa corriendo en su dirección con aquel vestido onde, luego entendió que la cosa era seria. Ven acá, mi guerrero”, le gritó ella todavía jadeante. “Hoy nosotros dos vamos a necesitar correr más que el viento.

” Montó a pelo, sin silla ni freno, solo con la habilidad que había aprendido desde niña. El vestido de novia se quedó todo extendido en el lomo del animal y Rosa se quitó el velo de la cabeza, dejando que el cabello negro volara suelto en la brisa de la tarde. Ya se oía el tropel de los caballos de los perseguidores cuando ella tiró de las riendas y disparó cerro adentro.

Ventania corría como cosa mala, los cascos levantando nube de polvo rojizo que subía al cielo como señal de humo. La primera parada fue en la casa del finado papá, una choa abandonada que quedaba en la barranca de la nogalera. Ahí sabía que tenía ropa vieja guardada en el baúl y no podía seguir corriendo de vestido de novia. Era como andar con blanco pintado en la espalda.

 Se bajó del caballo, corrió para dentro de la casa que olía a tiempo pasado y hurgó en el baúl hasta encontrar unos pantalones de cuero y una camisa de manta que habían sido del viejo. Se cambió de ropa rapidito, se guardó la pistola en la cintura y agarró también un sombrero de cuero que papá usaba en los tiempos de vaquero.

 Cuando salió de la casa, ya no era más la rosa del vestido blanco. Era una muchacha montada de pantalones de cuero y sombrero jalado para abajo, que podía pasar por cualquier vaquero nuevo de los alrededores. Pero el tiempo era corto, ya se escuchaba el ruido de los caballos acercándose y las voces de los hombres gritando.

 Por aquí las huellas van para la barranca. Rosa montó en Ventania otra vez y siguió por el sendero que llevaba a la sierra de la Jusco. Era camino peligroso, lleno de piedra suelta y hoyo hondo, pero también era la única manera de despistar a los perseguidores.

 Durante dos horas cabalgó sin parar el sol ya bajando detrás de las sierras y pintando el cielo de rojo como sangre derramada. Ventania sudaba, pero no se quejaba. Caballo de morelense es animal de fibra, acostumbrado con sufrimiento y distancia. Cuando llegó a lo alto de la sierra, Rosa paró para mirar hacia atrás.

 Allá abajo, en la distancia, todavía se podían ver las luces del pueblo y el humo que subía de las casas. Era el lugar donde había nacido, donde había soñado casarse y criar hijos, donde había dejado a mamá llorando sin entender lo que había pasado. Una tristeza [ __ ] le apretó el pecho, pero también una rabia que no pasaba.

 Rodrigo Mendoza había arruinado todo, el casamiento, la familia, la vida que había planeado. Y ahora ella estaba ahí sola en medio del monte, sin saber para dónde ir ni qué hacer. Fue en esa hora que escuchó un ruido diferente viniendo de los pies de la sierra. No era el tropel de los caballos de los rurales, sino algo más peligroso, el silencio seco que antecede la emboscada.

 De repente, tres hombres surgieron de los matorrales, todos armados y con cara de quien no estaba jugando. El líder, un hombre alto y flaco como vara de pescar, apuntó el rifle en su dirección. Despacito ahí, muchacho”, dijo él pensando que Rosa era varón por causa de la ropa. “Bájate del caballo y ven acá con las manos donde las podamos ver.

” Rosa respiró hondo. Sabía que había caído en una emboscada de revolucionarios y que cualquier movimiento equivocado podía ser el último, pero también sabía que de esa manera, fugitiva y sin tener para dónde volver, tal vez aquellos hombres fueran la única oportunidad que tenía de sobrevivir en el monte Bravo.

 Levantó las manos despacio y se bajó del caballo, el corazón latiendo como tambor de fiesta. Pero la cara firme, como quien no le tiene miedo a hombre ninguno. El destino, aquel final de tarde, estaba a punto de presentar rosa a los zapatistas y la revolución nunca más sería la misma.

 Los tres revolucionarios rodearon a Rosa como sopilotes alrededor de Carroña, los rifles apuntados y los ojos desconfiados. El líder del grupo que respondía por el nombre de Antonio Bíbora era hombre conocido por toda la región. Tenía más muertes en la espalda que Santo tiene promesa. Y una cicatriz que cortaba la cara de arriba a abajo. Recuerdo de una pelea a machete que casi le costó la vida.

 Órale, muchacho! Dijo víbora, acercándose con el rifle todavía en la mano. ¿Qué andas haciendo cabalgando solo por estos rumbos? ¿No sabes que aquí es territorio nuestro? Rosa mantuvo las manos alzadas, pero la voz salió firme como piedra de cimiento. Ando huyendo de los rurales, señor. Maté a un tipo en el pueblo y ahora los federales andan en mi persecución.

 Los tres revolucionarios se miraron entre sí con interés. Matador fugitivo era mercancía valiosa en el mundo de la revolución. significaba alguien que ya había probado tener valor y que no podía volver más a la vida honesta. ¿Qué tipo fue ese que mataste?, preguntó José Trueno, el más joven del grupo, que tenía cara de niño, pero fama de tirador certero. Rodrigo Mendoza Santos.

 Descubrí que era ladrón de ganado y revolucionario disfrazado. Le di un tiro en el pecho justo en medio de la iglesia. Antonio Bíbora bajó el rifle y soltó una carcajada que resonó por la sierra. Rodrigo Mendoza, ese cabrón que se hacía pasar por asendado honesto. Órale, chamaco, le hiciste un favor a Morelos.

 Ese desgraciado debía morir hace tiempo. ¿Lo conocían?, preguntó Rosa todavía disfrazando la voz para sonar como muchacho. Conocerlo es poco, gruñó Víbora. Ese bastardo era informante de los federales. Fingía ser nuestro amigo, pero pasaba información a los rurales sobre nuestros movimientos. Por culpa de él, perdimos tres hombres buenos en una emboscada el mes pasado.

La revelación cayó en la cabeza de Rosa como balde de agua fría. Rodrigo Mendoza no era solo ladrón de ganado, era también traidor de los propios compañeros de lucha. La rabia que sentía por el exnovio creció todavía más y una satisfacción [ __ ] tomó cuenta del pecho.

 El tercer revolucionario, un hombre viejo y experimentado llamado Severino Luna, se acercó y examinó a Rosa de arriba a abajo. Tenía ojo entrenado para reconocer mentira y peligro, y alguna cosa en aquel muchacho no estaba cuadrando bien. “Muchacho, dime una cosa”, dijo Severino. la voz desconfiada. ¿Cómo es que un chamaco jovencito como tú tuvo valor de disparar a un hombre peligroso como Rodrigo Mendoza? Rosa pensó rápido. No podía contar la verdad sobre el casamiento y la traición.

 Iba a revelar que era mujer y en el mundo de la revolución mujer tenía que probar valor tres veces más que cualquier hombre. “Ese desgraciado mató a mi papá”, mintió ella poniendo todo el dolor que sentía en la voz. robó nuestro ganado y todavía asesinó al viejo cuando fue a reclamar. Juré en su tumba que me iba a vengar y hoy cumplí la promesa.

 La mentira sonó tan verdadera que hasta ella misma casi se la creyó. Los tres revolucionarios se miraron otra vez y Rosa vio que había pasado la prueba. ¿Cuál es tu nombre, muchacho?, preguntó Víbora. Rosa Silva, respondió ella, adaptando el propio nombre. Pues mira, Rosa Silva”, dijo víora, guardando el rifle en la espalda. “mataste a un enemigo nuestro.

 Estás huyendo de los federales y pareces tener valor de sobra. ¿Qué te parece unirte a nuestro grupo?” Rosa miró a los tres hombres que la rodeaban. Sabía que en el mundo de la revolución no existía término medio. O eras aceptado como hermano de armas o eras considerado enemigo. Y enemigo en el monte Bravo tenía destino cierto, fosa en la tierra.

 ¿Qué tipo de trabajo hacen ustedes?, preguntó ella. El mismo que todo revolucionario de respeto, respondió José Trueno. Agarramos lo que es nuestro por derecho. Protegemos a quien nos protege y ajustamos cuentas con quien lo merece. Vida difícil, pero vida libre. ¿Y cuál es el precio para entrar al grupo? Severino Luna se adelantó. La cara seria como tumba.

 El precio es sangre, muchacho. Tienes que hacer el juramento de lealtad eterna. Y quien rompe juramento de revolucionario, muere con tres balas en el pecho y una en la frente. Antonio Víbora sacó un puñal de la cintura, la hoja reluciendo en la luz del final de tarde.

 Si aceptas entrar a nuestro grupo, tienes que cortarte la palma de la mano y dejar que la sangre gote en la tierra. Es pacto que solo la muerte rompe. Rosa miró al puñal, después a los tres hombres, después a la inmensidad del monte que se extendía hasta donde la vista alcanzaba. No tenía más casa para volver, familia que la aceptara, ni futuro que no fuera vida de fugitiva.

 La revolución era peligrosa, pero por lo menos era vida con libertad y dignidad. Acepto”, dijo ella extendiendo la mano izquierda. Víbora hizo el corte certero en la palma de la mano de ella y la sangre roja goteó en la tierra seca como lluvia de verano. Enseguida cada uno de los tres revolucionarios hizo el mismo corte en la propia mano y todos mezclaron la sangre en el polvo del suelo.

 “Bienvenida al grupo de la víbora, hermano Rosa”, dijo el líder, apretando la mano lastimada de Rosa. De aquí para adelante. Tu vida es nuestra vida y nuestra muerte es tu muerte. En aquel momento, con el sol escondiéndose detrás de las sierras y la sangre todavía fresca en la tierra rajada, Rosa dejó de existir oficialmente.

 Nacía ahí Rosa Silva, la revolucionaria más joven y más peligrosa de Morelos. Aunque nadie supiera todavía que por debajo del sombrero de cuero y los pantalones de vaquero se escondían los ojos más bonitos y el alma más brava que aquellas tierras habían visto jamás. El destino aquella noche selló un pacto que iba a cambiar la historia de la revolución para siempre.

 El campamento del grupo quedaba en una barranca escondida entre las piedras de la sierra de Ajuzco, lugar que solo quien conocía el monte de palmo en palmo conseguía encontrar. Era escondite perfecto. Tenía agua del manantial que nunca se secaba, abrigo en las lajas de piedra y vista privilegiada de todos los caminos que subían a la sierra.

 Cuando llegaron con Rosa, ya era noche cerrada y la luna llena iluminaba el paisaje como farol de iglesia. El campamento hervía con más de 20 revolucionarios, todos armados hasta los dientes y con cara de quien no jugaba en el trabajo. “Miren lo que trajimos”, gritó Antonio Víbora a los compañeros. Un hermano más para nuestro grupo.

 Este muchacho aquí mató a Rodrigo Mendoza, aquel cabrón traidor. Los revolucionarios se acercaron para conocer al novato y Rosa se vio rodeada de hombres peligrosos que examinaban cada movimiento suyo. Tenía que seguir fingiendo ser muchacho. Eso significaba andar, hablar y actuar como hombre morelense, cosa que no era fácil, pero que estaba decidida a hacer.

 ¿Cuál es tu nombre, muchacho?”, preguntó un hombre enorme que respondía por toro bravo. “Rosa Silva”, respondió ella, manteniendo la voz grave. “Rosa, ¿qué nombre raro es ese para hombre?”, refunfuñó el otro. “Es el nombre que mi papá me dio y me gusta”, replicó Rosa con firmeza.

 Fue en esa hora que apareció el verdadero jefe del grupo, un hombre que hizo que todos los otros se callaran solo con la presencia. Era alto, fuerte, con cabellos negros que caían en los hombros y ojos verdes que parecían ver el alma de las personas. Usaba sombrero de charro adornado con monedas de plata, cananas cruzadas en el pecho y tenía en la cintura dos pistolas que relucían en la luz de la fogata.

Entonces tú eres el tal Rosa Silva que mató a Rodrigo Mendoza”, dijo él la voz grave como trueno distante. “Yo soy Emiliano Ferreira, pero el pueblo me llama Emiliano Tormenta. Este aquí es mi grupo y ahora tú formas parte de él.” Rosa miró para Emiliano Tormenta y sintió algo extraño en el pecho, una mezcla de miedo y fascinación que nunca había sentido antes.

 Era hombre guapo de verdad, de esos que hacen que mujer pierda el juicio, pero también tenía en la mirada una dureza que avisaba. Aquí no se juega con amor. Mucho gusto, jefe, dijo ella tratando de mantener la compostura. Emiliano se acercó y se quedó estudiando el rostro de Rosa con atención.

 Era hombre experimentado, que ya había visto mucha cosa en la vida y alguna cosa en aquel muchacho llamaba la atención de forma diferente. Eres muy jovencito, chamaco. ¿Cuántos años tienes? 20 años, jefe. Mm. Y nunca dejaste crecer barba. Rosa tragó seco. No había pensado en ese detalle y ahora veía que se podía complicar. Es que tardó para criar pelo en la cara, jefe. Problema de familia.

 Emiliano sonrió, pero fue una sonrisa que no llegó a los ojos. Está bien. Víbora me dijo que sabes tirar. Mañana vamos a probar esa habilidad. Durante los días que siguieron, Rosa fue aprendiendo las reglas del grupo y ganando la confianza de los compañeros. era lista, valiente y tenía una puntería que impresionaba hasta a los tiradores más experimentados.

 Pero lo que más llamaba la atención era la forma como Emiliano Tormenta la miraba, una mirada que mezclaba desconfianza, curiosidad y alguna cosa más peligrosa. Una noche, cuando todos ya dormían, Emiliano se acercó a Rosa, que estaba de guardia en la entrada de la barranca. Necesito hablar contigo”, dijo él sentándose en una piedra al lado. “Pues hable, jefe. Me intrigas, muchacho.

 ¿Hay alguna cosa en ti que no cuadra con los otros muchachos que han pasado por aquí?” El corazón de Rosa se aceleró, pero mantuvo la voz firme. “¿Qué tipo de cosa, jefe?” Emiliano se acercó más y ella pudo sentir el olor del mezcal en su aliento, mezclado con el perfume de cuero y pólvora que todos los revolucionarios cargaban.

 Tus modos, tu forma de hablar, la manera como te mueves parece más con De repente él extendió la mano y tocó el rostro de Rosa, los dedos ásperos deslizándose por la piel suave. Ella trató de alejarse, pero él le sostuvo la barbilla y la obligó a mirar en los ojos verdes. “Parece más con una mujer”, susurró él. La sangre de Rosa se heló en las venas.

 Si Emiliano descubría la verdad, podía significar muerte cierta o cosa peor. En el mundo de la revolución, mujer disfrazada de hombre podía ser vista como espía o traidora. Jefe, usted está equivocado”, dijo ella tratando de mantener la voz grave. “Soy hombre, sí.” Emiliano se rió bajito, una risa peligrosa que hizo que los pelos de rosa se erizaran.

 “Si tú eres hombre, yo soy padre”, dijo él jalando a Rosa para más cerca. “Y descubrí tu secreto, ahora vas a tener que complacerme de una manera diferente.” Fue ahí que Rosa mostró por qué había sobrevivido hasta ahí. En un movimiento rápido, sacó el puñal de la cintura y lo puso en la garganta de Emiliano. Si me pone un dedo encima, le corto el pescuezo como se corta pescuezo de chivo, sice ella, los ojos brillando peligrosos en la luz de la luna.

 Emiliano se quedó inmóvil, pero en los ojos de él apareció algo que Rosa no esperaba. Admiración. En vez de enojarse, sonrió con genuino respeto. “Ahora sí vi la verdadera Rosa Silva”, dijo él despacio. “Mujer, valiente, que no se entrega fácil. Me gusta eso y a mí me gusta hombre que respeta a la mujer”, replicó ella sin bajar el puñal.

 “Está bien, guerrera. Tu secreto está seguro conmigo, pero sepas que de aquí para adelante vas a ser mi protegida especial. Y en mi grupo, protegida especial tiene privilegios y obligaciones. Rosa bajó el puñal lentamente, pero mantuvo la guardia. Sabía que acababa de entrar en un juego peligroso con un hombre que podía ser su salvación o su perdición.

 La revolución, aquella noche de luna llena, ganó su primera mujer guerrera y Emiliano Tormenta. Ganó un desafío que iba a cambiar su vida para siempre. Tres semanas después del pacto de sangre, el nombre de Rosa Silva ya corría de boca en boca por los cuatro rincones de Morelos. No era solo porque había matado a Rodrigo Mendoza en la iglesia, era por la forma como actuaba en el grupo de Emiliano Tormenta, siempre al frente de los combates, siempre con la puntería certera que no fallaba, ni cuando la situación era de las bravas. En el

mercado de San Antonio, que acontecía todos los sábados en la plaza de la matriz, el pueblo solo hablaba del revolucionario nuevo que había aparecido en la región. Las comadres cuchicheaban entre los puestos de piloncillo, los hombres discutían en las bancas de la cantina y hasta los niños jugaban a ser Rosa Silva, el tirador certero.

 Dicen que es un chamaco de cara lisa que tira como Emiliano Zapata en los tiempos dorados. contaba su Raimundo, vendedor de corridos, a los clientes que se amontonaban alrededor del puesto. “Mentira tuya, Raimundo”, rebatía doña Josefa, que vendía queso de cabra. “Mi cuñado lo vio de lejos la semana pasada y dijo que parece más ángel vengador que revolucionario.

 Tiene cara de santo, pero va la certera. Santo, cosa ninguna!”, gritaba José de la tienda. Revolucionario es todo hijo del [ __ ] y ese Rosa Silva debe ser el peor de todos, que hasta los propios compañeros le tienen miedo. Pero quien realmente sabía de toda la historia era María Concepción, la vieja bordadora que había contado la verdad a Rosa el día del casamiento.

 escuchaba las conversas del pueblo y se quedaba callada moviendo la cabeza y pensando en la muchacha valiente que había llegado a ser leyenda en menos de un mes. Una tarde de sol rajante, cuando el mercado ya se estaba deshaciendo y solo quedaban los últimos compradores, llegó a la plaza un grupo de rurales comandado por el sargento Antonio de las Dolores.

 era policía viejo y experimentado, que ya había enfrentado más revolucionario que perro tiene pulgas, y venía con órdenes expresas del delegado para prender o matar a Rosa Silva. “Su Raimundo”, dijo el sargento acercándose al puesto de corridos. “Necesito que me cuente todo lo que sabe sobre ese tal Rosa Silva”. El corridista se puso nervioso, revolviendo los papeles sin mirar al policía.

 En Morelos, quien daba información a rural, podía acabar con bala en la nuca una noche oscura. Óigame, sargento, yo solo sé lo que el pueblo cuenta. Dicen que es revolucionario del grupo de Emiliano Tormenta, que anda por estas sierras, pero yo nunca vi ni quiero ver. ¿Y qué más dicen? que tiene puntería de hacer envidia a cualquier tirador, que es valiente como león bravo y que desde que entró al grupo ellos se pusieron todavía más peligrosos.

 El sargento Antonio de las Dolores frunció la frente. Conocía a Emiliano Tormenta de larga data y sabía que el revolucionario no aceptaba a cualquiera en el grupo. Si ese Rosa Silva había ganado la confianza del jefe, significaba que era hombre peligroso de verdad. ¿Y dónde anda ese grupo ahora? Eso ahí no lo sé, sargento. Revolucionario es como viento.

 Hoy está aquí, mañana está allá y nadie sabe por dónde pasa. Mientras tanto, en la barranca de la sierra de la Juzco, Rosa estaba sentada en una piedra limpiando el rifle y pensando en la vida que llevaba ahora. Era rica, era famosa, era temida por todo Morelos, pero también era prisionera de la propia fama, siempre mirando por encima del hombro. siempre esperando la bala que podía venir de cualquier dirección.

 ¿En qué piensas, guerrera?, preguntó Emiliano Tormenta, acercándose con aquel modo suyo de andar como dueño del mundo. Desde la noche en que él descubrió que era mujer, el trato había cambiado. No era más rudo ni amenazador, pero tampoco era cariñoso. Era una mezcla de respeto y deseo que dejaba a Rosa siempre alerta.

 Pienso si vale la pena, jefe”, respondió ella sin parar de limpiar el arma. Todo este oro, toda esta riqueza, pero sin poder visitar a mamá, sin poder dormir en paz, sin poder tener vida normal, Emiliano se sentó en una piedra al lado, el rostro serio como quien cargaba el peso del mundo en los hombros.

 Vida normal es para quien puede escoger rosa. Nosotros dos sabemos que después de todo lo que hicimos no hay vuelta a la vida de gente común. Pero tiene que haber una salida, insistió ella. ¿Alguna manera de parar con todo esto antes de que acabe en tragedia? Fue en esa hora que apareció corriendo Antonio Víbora, el rostro sudado y la cara de quien traía noticia de las feas.

“Jefe!”, gritó él todavía jadeante. Problema grande acercándose. ¿Qué fue ahora?, preguntó Emiliano levantándose rápido. El hacendado Euclides hizo acuerdo con el gobierno. Mandaron un batallón entero del ejército para la región, comandado por el mayor tertuliano Martín.

 Son 100 hombres bien armados con orden de limpiar morelos de revolucionarios. La noticia cayó en el campamento como bomba explotando. Soldados del ejército era fuerza que ni el grupo más valiente conseguía enfrentar en batalla abierta. Era preciso pensar en estrategia nueva o todo mundo iba a acabar muerto. Hay más, continuó Víbora.

 El mayor tertuliano ofreció amnistía para quien se entregue voluntariamente, perdón total y oportunidad de recomenzar la vida. Amnistía murmuró Rosa, la palabra resonando en la cabeza como esperanza distante. Emiliano la miró con aquellos ojos verdes que parecían leer el alma y ella vio algo que nunca había visto antes. Miedo, no miedo de morir, sino miedo de perderla.

 ¿Estás pensando en aceptar la amnistía?”, dijo él, la voz baja como confesión de padre. Estoy pensando, “Sí”, admitió Rosa. “No tengo miedo de morir luchando, jefe, pero tengo miedo de morir sin haber vivido. ¿Y qué es vivir para ti? Es poder volver a casa, ver a mamá otra vez, tal vez tener familia, criar hijos lejos de esta vida de sangre y violencia.

” Emiliano se quedó en silencio por un tiempo largo, mirando al horizonte donde el sol comenzaba a ponerse detrás de las sierras. Cuando habló, la voz salió cargada de una tristeza que Rosa nunca había oído antes. Si te entregas, Rosa, vas a tener que entregar a alguien del grupo para probar buena fe. Así es como funcionan esas amnistías.

 Tú ganas, perdón, pero alguien paga el precio. ¿Qué tipo de precio? información sobre nuestros escondites, nuestros métodos, nuestros planes. El gobierno no da perdón gratis, quiere algo a cambio. La realidad de la situación golpeó a Rosa como puñetazo en el estómago.

 Para ganar libertad tendría que traicionar a los hombres que se habían vuelto su familia, que habían arriesgado la vida por ella en la Sierra Seca, que habían dividido el oro conquistado. Y si me entrego sin dar información ninguna, ahí mueres en la cárcel. Ejemplo público para otros revolucionarios. No existe término medio guerrera. Aquella noche Rosa no consiguió dormir.

 Se quedó andando por los alrededores del campamento, el corazón dividido entre el deseo de libertad y la lealtad a los compañeros. Era elección imposible. Traicionar o morir, huir o luchar hasta el final. Fue cuando vio una luz acercándose en la oscuridad. Era jinete solitario cargando una linterna y un pañuelo blanco amarrado en una vara, señal de que venía en paz.

 ¿Quién viene ahí? gritó ella, apuntando el rifle en dirección del desconocido. Mensajero del mayor tertuliano respondió una voz joven. Vengo a hablar con Rosa Silva. El muchacho era soldado nuevo que ni parecía tener edad para estar en el ejército. Se bajó despacio, las manos siempre visibles y entregó a Rosa un sobre la mayor mandó esto especial para usted, dijo él.

 mandó decir que la oferta es por tiempo limitado. Rosa abrió el sobre con manos temblorosas y leyó la carta a la luz de la linterna del soldado. Las palabras bailaban enfrente de ella como llamas de fogata. Señorita Rosa, sé de su historia, sé de los motivos que la llevaron a la revolución y sé que no es bandida por naturaleza.

 Le ofrezco perdón completo y oportunidad de recomenzar la vida lejos de aquí con nueva identidad y protección del gobierno. A cambio, necesito apenas informaciones sobre la localización actual del grupo de Emiliano Tormenta. La oferta expira en tres días. Mayor Tertuliano Martín.

 Cuando terminó de leer, Rosa miró al soldado mensajero y vio en él la juventud que ella misma había perdido en el altar de la parroquia de la Asunción. “Dígale al mayor que voy a pensar en la propuesta”, dijo ella devolviendo la carta. Y si pregunta cuánto tiempo necesita, diga que tres días es tiempo de más para decidir entre la honra y la libertad, pero también es tiempo de más para escoger entre vivir y morir.

 El soldado montó en el caballo y partió en la oscuridad, dejando a Rosa sola con el peso de la decisión más difícil de la vida. sabía que en los próximos tres días el destino de todo el grupo y el suyo propio sería decidido. Y por primera vez, desde que había sacado la pistola en el altar de la iglesia, no sabía cuál era el camino correcto a seguir.

 En el segundo día, después de la llegada de la carta del mayor Tertuliano, Rosa decidió que necesitaba tiempo sola para pensar. Le dijo a Emiliano que iba a hacer reconocimiento en la región. Pero en verdad quería era alejarse del campamento y de las presiones que pesaban sobre ella como piedra de molino. Montó en Ventania y cabalgó sin rumbo, cierto, dejando que el corazón guiara el camino. Sin darse cuenta, fue a parar en las proximidades del pueblo de San Antonio, donde todo había comenzado.

 Era peligroso de más acercarse a la iglesia donde había disparado a Rodrigo Mendoza, pero alguna fuerza misteriosa la jalaba para allá. Paró en una loma que daba vista al pueblo y vio que la vida continuaba igual. El mismo movimiento en la plaza, las mismas casas de adobe, la misma campana de la iglesia que tocaba las horas. Parecía que el tiempo no había pasado, pero ella sabía que todo había cambiado para siempre.

 Fue cuando vio una figura conocida caminando por el camino que llevaba al cementerio. Era una mujer de negro cargando flores. Y aún de lejos, Rosa reconoció el modo de andar que conocía desde niña. “Mamá”, susurró ella, el corazón disparándose en el pecho. Doña Carmen estaba yendo a visitar la tumba de alguien, probablemente a rezar por los muertos o pagar promesa.

 Rosa bajó de la loma sin pensar en las consecuencias, guiada apenas por la nostalgia que carcomía el pecho hacía meses. Amarró a Ventania en un matorral distante y siguió a pie, siempre escondiéndose detrás de los árboles y piedras. Cuando llegó al cementerio, vio a mamá arrodillada delante de una fosa nueva con una cruz simple de madera que traía apenas el nombre Rosa. El choque fue como bofetada en la cara.

 Mamá había hecho una tumba para la hija pensando que había muerto el día del casamiento. Estaba ahí de luto cerrado, llorando por una hija que creía estar muerta. Hija mía, oía a doña Carmen susurrar entre lágrimas. Perdona a esta madre vieja que no supo protegerte. Perdona por no haber notado que estabas sufriendo. Rosa no aguantó más.

 Salió de detrás del árbol donde se escondía y caminó despacio en dirección de la madre, el corazón apretado como puño cerrado. Mamá. Doña Carmen se volteó despacio, como si hubiera oído voz de fantasma. Cuando vio a la hija parada ahí, vestida de revolucionaria, pero con la misma cara que había visto crecer, tiró las flores en el suelo y se llevó las manos a la boca.

 Rosa, ¿eres tú misma, hija mía? Soy yo, mamá, su hija, que usted pensaba que estaba muerta. Las dos se abrazaron en medio del cementerio, llorando como niñas perdidas. Era reencuentro que Rosa había soñado durante meses, pero que también traía el peso de todo el dolor que había causado. Niña, yo pensé que habías muerto aquel día terrible en la iglesia, soyozó doña Carmen.

 Cuando desapareciste, el pueblo dijo que los rurales te habían matado en el monte. No morí, mamá, pero tampoco viví. Entré a la revolución, me volví Rosa Silva y ahora ando huyendo hace meses. Doña Carmen alejó a la hija y la miró bien, viendo los cambios que la vida de bandida había traído.

 Rosa estaba más flaca, más dura, con cicatrices en la cara y una mirada que había visto cosas de más. “Dios mío, ¿qué le hicieron a mi niña?”, dijo ella tocando las marcas del rostro de la hija. “Nadie me hizo nada, mamá. Yo escogí este camino. Después de que maté a Rodrigo Mendoza no había más vuelta. Rodrigo Mendoza merecía morir, hija.

 Descubrí después que era bandido mismo, que engañó a nuestra familia toda. Hiciste justicia, pero la justicia tiene precio alto, mamá, y ahora estoy pagando. Las dos se sentaron en un banco de piedra que quedaba cerca de la tumba falsa. Y Rosa le contó todo a la madre. la entrada al grupo, los combates, el robo del oro y ahora la propuesta de amnistía que podía significar libertad o traición.

 ¿Y qué manda tu corazón hacer, hija?, preguntó doña Carmen después de oír toda la historia. Mi corazón está dividido, mamá. Una parte quiere aceptar la amnistía y volver a casa. Otra parte no consigue traicionar a los hombres que se volvieron mi familia. ¿Y ese Emiliano tormenta te gusta? Rosa se sonrojó, aún siendo mujer crecida y experimentada. Me gusta, sí, mamá, pero es amor peligroso que puede acabar mal para todo mundo.

Doña Carmen agarró las manos de la hija y las apretó con cariño. Hija, te voy a decir una cosa que aprendí en estos meses sin ti. La vida es corta de más para que vivamos presos en el pasado o con miedo del futuro. Si te gusta ese hombre, si él te hace bien y si pueden ser felices juntos, entonces lucha por eso. Y la amnistía, mamá, y la oportunidad de tener vida normal.

 Vida normal es ilusión rosa. Normal es cada uno encontrar su camino y ser feliz en él. Si tu camino es la revolución, entonces sé la mejor revolucionaria que puedas. Si tu camino es salir de esa vida, entonces sal, pero no traiciones a quien confía en ti.

 Fue en esa hora que llegaron voces de hombres acercándose al cementerio. Rosa reconoció el sonido. Eran rurales en patrullaje, probablemente buscándola. “Tengo que irme, mamá”, dijo ella levantándose rápido. “Ve, hija, pero acuérdate que siempre tienes un lugar aquí, no importa lo que pase.” Ah. Si consigo salir de esta vida, vuelvo a casa, lo prometo.

 Y si no consigues Rosa miró a la madre una última vez, grabando en la memoria el rostro amado, que tal vez no viera más. Si no consigo, por lo menos muero sabiendo que usted me perdonó. Salió corriendo del cementerio, pero antes de llegar donde había dejado a Ventania, oyó un grito que hizo que la sangre se le helara en las venas. Ahí está Rosa Silva, ródenla.

 Cinco rurales aparecieron de todas las direcciones, rifles apuntados y gritos de comando resonando por la mañana. Rosa sacó las pistolas y se preparó para la lucha, pero sabía que esta vez podía ser la última. El reencuentro con mamá había dado claridad sobre lo que quería hacer.

 Ahora solo necesitaba sobrevivir tiempo suficiente para hacer la elección correcta. El tiroteo comenzó como tormenta de granizo, con balas viniendo de todos los lados y rosa en el medio de la rueda, luchando como onza acorralada. Eran cinco rurales contra una revolucionaria, pero ella tenía ventaja de conocer cada piedra, cada árbol, cada hoyo de aquel cementerio donde jugaba cuando niña.

 Rodó para atrás de una lápida grande, los tiros quebrando el mármol y mandando pedazos volando en todas las direcciones. Ventania, su alzán fiel, estaba lejos de más para que consiguiera llegar hasta él sin volverse coladera de bala. Ríndete, Rosa Silva”, gritó el cabo que comandaba el grupo. “Estás rodeada y sin salida.

 Si me quieren agarrar, vengan a buscarme”, respondió ella, disparando dos tiros certeros que hicieron que los rurales se agacharan. La lucha duró casi una hora con Rosa, moviéndose como sombra entre las tumbas, usando toda la astucia que había aprendido en la revolución. Ya había derribado dos rurales y herido otros dos, pero la munición se estaba acabando y sabía que no podía resistir mucho más tiempo.

 Fue cuando oyó un tropel de caballo acercándose y por un momento pensó que eran refuerzos de los rurales, pero ahí reconoció los gritos de guerra que hicieron que su corazón disparara de alegría. Rosa Silva es nuestra hermana, berreaba la voz de Antonio Víbora. Emiliano Tormenta había venido con todo el grupo para salvarla.

 20 revolucionarios descendieron sobre el cementerio como nube de langostas, tirando y gritando, rodeando a los rurales que ahora se veían en desventaja mortal. El cabo de los rurales, viendo que la situación había volteado contra él, hizo la única cosa que podía hacer. Trató de usar a doña Carmen como escudo humano.

 “Paren de tirar o mato a la vieja!”, gritó él, sosteniendo a la madre de Rosa con un brazo y apuntando la pistola a la cabeza de ella con el otro. El silencio que cayó sobre el cementerio era de muerte. Todos los revolucionarios pararon de tirar y Rosa sintió que el mundo se desplomaba al ver a mamá en las manos del enemigo. “¡Suéltela!”, gritó Rosa. La conversación es conmigo, no con mujere.

Inocente, se rió el cabo. Esta ahí es madre de revolucionaria. En mi libro eso la hace cómplice. Emiliano se acercó despacio, las manos lejos de las armas tratando de negociar. Cabo, sea razonable. Suelte a la señora y llévese a Rosa. Es ella la que quieren, ¿no?, gritó doña Carmen con un valor que sorprendió a todos. Mi hija no se entrega para salvar a esta madre vieja.

Rosa, tú corres y no mires para atrás. El cabo apretó más el brazo en el cuello de doña Carmen, haciéndola gemir de dolor. Cállate, vieja. Rosa Silva. Tienes 10 segundos para entregarte o tu madre se convierte en difunta. Rosa miró a la madre, después a Emiliano, después a los compañeros de grupo que habían arriesgado la vida para salvarla.

 En aquel momento, todas las dudas que tenía sobre aceptar la amnistía se deshicieron como humo en el viento. Sabía lo que tenía que hacer. “Me entrego”, dijo ella tirando las pistolas en el suelo. “Pero primero usted suelta a mi madre.” “Rosa, no!”, gritó Emiliano. Es trampa. Tal vez sea respondió ella, mirando en los ojos verdes del hombre que amaba.

 Pero es la única oportunidad que mamá tiene. Comenzó a caminar en dirección del cabo, las manos alzadas, cada paso pesando como plomo. Cuando llegó a 3 m de distancia, el rural soltó a doña Carmen y apuntó el arma a Rosa. “Ahora ustedes todos salen despacio y nadie se lastima”, dijo él. a los revolucionarios.

 Pero el cabo había cometido un error fatal. Había bajado la guardia por creer que todo estaba resuelto. No vio a doña Carmen agarrar una piedra del suelo y no se dio cuenta cuando ella levantó el brazo para pegarle en la cabeza. La pedrada pegó al rural en la nuca, haciéndolo tambalearse y dando el tiempo que Rosa necesitaba.

en un movimiento rápido como rayo, sacó el puñal de la cintura y lo clavó en el pecho del hombre. Nadie amenaza a mi madre y sale vivo para contar historia, siceó ella. Los rurales restantes, viendo al cabo muerto y rodeados por revolucionarios furiosos, se rindieron sin más resistencia.

 Emiliano dio orden para amarrarlos en un árbol y dejarlos ahí. No mataba prisionero rendido, pero tampoco iba a facilitar la vida de ellos. “Mamá, ¿está lastimada?”, preguntó Rosa corriendo para abrazar a la madre. “No, hija, solo un poco asustada, pero orgullosa del valor que mostraste.

” Emiliano se acercó a las dos, el rostro serio como piedra de cementerio. “Rosa, ahora no hay más vuelta. Después de lo que pasó aquí, van a mandar el ejército entero detrás de nosotros. Lo sé, jefe, y por eso ya tomé mi decisión sobre la amnistía. ¿Cuál decisión? Rosa miró a la madre, después a los compañeros de grupo, después a Emiliano.

 Cuando habló, la voz salió firme como juramento hecho en la Biblia. No voy a aceptar amnistía ninguna. No voy a traicionarlos. Si el destino es morir en la revolución, entonces muero como revolucionaria de verdad. ¿Estás segura, guerrera? Nunca tuve tanta certeza de nada en la vida.

 Emiliano sonrió y fue una sonrisa que iluminó el rostro de él como sol naciendo detrás de la sierra. Entonces que sea. Vamos a enfrentar a ese ejército todo juntos y si morimos, morimos de manos dadas. Aquella tarde, cuando el grupo partió del cementerio llevando a doña Carmen para lugar seguro, Rosa sabía que había hecho la elección, que iba a definir el resto de la vida por más corta que fuera.

 El cerco final estaba solo comenzando, pero ya no estaba sola. tenía familia de sangre, familia de elección y un amor que valía más que toda la libertad del mundo. La guerra que se acercaba sería la mayor que Morelos había visto jamás. Pero Rosa, ahora definitivamente transformada en leyenda viva, estaba lista para escribirla con sangre, sudor y pólvora.

La batalla final aconteció una mañana de septiembre cuando el sol nacía rojo como sangre derramada y el viento traía olor de lluvia distante. El mayor Tertuliano había rodeado la sierra de Ajusco con 100 soldados del ejército, morteros, ametralladoras y orden expresa de no dejar que revolucionario ninguno saliera vivo de ahí.

 Emiliano Tormenta reunió a sus 18 hombres y una mujer en la barranca que había sido hogar de ellos durante tanto tiempo. Era fuerza pequeña contra enemigo poderoso, pero todos sabían que revolucionario acorralado lucha como animal bravo, y animal bravo siempre deja la marca antes de morir. “Mi gente”, dijo Emiliano, la voz resonando por las piedras de la barranca. Hoy puede ser nuestro último día en la tierra.

 Quien quiera salir todavía tiene tiempo. Ningún hombre se movió, ninguna mirada se desvió. Eran hermanos de armas, unidos por la sangre y por la lealtad, e iban a morir juntos como habían vivido. Entonces, que sea, continuó él, vamos a mostrar a esos soldados que meterse con revolucionario de Morelos no es broma.

 La lucha comenzó al mediodía, cuando el sol estaba alto y las piedras quemaban como brasa. Los soldados atacaron de todos los lados usando tácticas militares contra guerreros que conocían cada palmo de aquella sierra. Rosa se posicionó en el punto más alto de la barranca, de donde podía cubrir todo el campo de batalla con su rifle certero.

 A cada tiro, un soldado caía y luego el nombre Rosa Silva resonaba entre las tropas como maldición de aparición. Es ella gritaban los soldados, la revolucionaria que nunca falla. Emiliano luchaba como león herido, las dos pistolas escupiendo fuego y muerte. Antonio Víbora y Torravo defendían la entrada principal de la barranca, transformando cada piedra en fortín sangriento.

 La batalla duró 6 horas y cuando el sol comenzó a ponerse, el resultado era claro. De los 100 soldados que habían atacado la sierra, apenas 40 todavía estaban vivos y en condiciones de luchar. Pero de los 18 revolucionarios solo quedaban cinco. Rosa había llevado un tiro en la pierna izquierda.

 Emiliano estaba herido en el brazo derecho y Antonio Víbora tenía una bala alojada en el hombro, pero seguían tirando, seguían resistiendo, seguían mostrando que revolucionario no se entrega fácil. Fue cuando llegaron los refuerzos que el mayor tertuliano había pedido, más 50 soldados, artillería pesada y orden de acabar con la resistencia de cualquier manera.

 Jefe”, dijo Rosa cojeando hasta donde Emiliano se escondía detrás de una piedra grande. No vamos a aguantar otro ataque. Lo sé, guerrera, pero por lo menos vamos a morir como escogimos vivir. Libres, Emiliano. Ella agarró la mano herida de él y la apretó con cariño. Quiero que sepas que no me arrepiento de nada, ni del tiro en la iglesia, ni de la revolución, ni de haber escogido quedarme con ustedes.

 Yo tampoco me arrepiento, Rosa. Trajiste luz para mi vida oscura. Si existe otra vida después de esta, prometes que me buscas. Prometo. Y esta vez vamos a ser libres de verdad. Los dos se besaron ahí en medio de la guerra con el olor de pólvora en el aire y el sonido de los tiros resonando por la sierra.

 Era beso de despedida, de amor verdadero, de dos almas que se habían encontrado en la tormenta e iban a partir juntas para la eternidad. El ataque final comenzó al anochecer. Morteros explotaron en la barranca, ametralladoras barrieron las piedras y el mayor tertuliano personalmente lideró el asalto que iba a acabar con la leyenda del grupo de Emiliano Tormenta.

 Rosa y Emiliano lucharon lado a lado hasta el último cartucho, hasta la última bala, hasta el último suspiro. Cuando el humo bajó y el silencio volvió a la sierra, los soldados encontraron los dos cuerpos abrazados detrás de la piedra, donde habían hecho su última resistencia. El mayor tertuliano miró a los cuerpos de los revolucionarios muertos y movió la cabeza con algo que parecía respeto.

“Eran bandidos”, dijo él al sargento, “pero eran valientes. ¿Qué hacemos con los cuerpos mayor? Entierren a todos aquí mismo en la sierra. y dejen una cruz para marcar el lugar. Valor como ese merece ser recordado. Pero el pueblo de Morelos no necesitó cruz para recordar.

 La historia de Rosa, la novia que cambió el altar por la revolución y murió en los brazos del hombre que amaba. Se extendió por los cuatro rincones del centro de México. En los mercados los corridistas cantaban sus hazañas. En las ruedas de conversación, los viejos contaban sus aventuras. En las noches de luna llena, las madres arrullaban a los hijos cantando la canción de la revolucionaria que nunca se entregó.

 Y dicen que todavía hoy, cuando el viento sopla fuerte en la sierra de la Juzcoco, se puede oír el eco de dos tiros, uno de Rosa, otro de Emiliano, mezclados con una risa de libertad que nunca más se cayó. La leyenda había acabado, pero la memoria permanecía. Y en Morelos, donde la vida es dura y la muerte es cierta, no existe cosa más preciosa que una historia de amor y valor que resiste al tiempo.

 20 años después de la batalla en la sierra de la Juzco, Morelos había cambiado mucho. Llegaron carreteras, telégrafos y hasta unos pocos automóviles que espantaban al ganado en los caminos de tierra. Pero el pueblo todavía contaba las historias de los tiempos de la revolución, especialmente la de Rosa, que había llegado a ser leyenda mayor que la del propio Emiliano Zapata.

 Era una tarde de sol fuerte que llegó al pueblo de San Antonio un forastero montado en un caballo vallo, hombre alto, de bigote canoso y ojos que parecían haber visto mundo de más. Nadie sabía de dónde venía ni para dónde iba. Pero tenía modo de quien buscaba alguna cosa. “Oiga, señor”, preguntó él a su Raimundo, que todavía vendía corridos en la plaza de la matriz.

 “Dicen que aquí vivió una muchacha llamada Rosa. Es verdad.” El corridista miró al forastero con desconfianza. Después de tanto tiempo, todavía aparecía gente preguntando por la revolucionaria famosa, unos por curiosidad, otros por motivos que era mejor no saber. ¿Por qué quieres saber si no es indiscreción? Soy periodista de la capital, mintió el hombre.

 Estoy escribiendo un libro sobre los revolucionarios del pasado. Ah, sí. Rosa vivió aquí. Sí, señor. La casa de ella era allá en la loma. Pero ahora está abandonada. Doña Carmen, la madre de ella, murió hace unos 5 años. Murió hablando el nombre de la hija. El forastero agradeció la información y siguió en dirección de la casa abandonada.

 Era construcción simple de adobe y Teja, con el monte ya tomando cuenta del patio y las puertas golpeando en el viento. Entró despacio, como quien pisa en lugar sagrado. La casa todavía guardaba marcas de la vida que había tenido. Un espejo rajado en la pared, unas ollas de barro en el rincón de la cocina y en un estante viejo, un baúl de cuero que parecía tener historias que contar.

 El forastero abrió el baúl con cuidado y vio las reliquias de una vida interrumpida. Ropa de muchacha, unos libros de rezos, cartas amarillentas y en el fondo, envuelto en un trapo de percal, una cosa que hizo que el corazón se le disparara. Era un pañuelo rojo del tipo que los revolucionarios usaban en el cuello, pero ese tenía algo especial, una marca pequeña de labial en el rincón, todavía visible después de tanto tiempo, y bordadas las iniciales RS en hilo dorado. El hombre agarró el pañuelo con manos temblorosas y se lo llevó a la

nariz. Después de 20 años, todavía conseguía sentir un perfume débil de flores silvestres. El mismo que Rosa usaba cuando se arreglaba para los bailes del pueblo. “Rosa”, susurró él, y una lágrima se deslizó por el rostro curtido de sol y sufrimiento, porque el forastero no era periodista ninguno.

 Era José Emiliano Silva, hermano menor de Emiliano Tormenta, que había pasado dos décadas buscando por cualquier rastro de la mujer que el hermano había amado hasta la muerte. Emiliano le había contado en una carta escrita poco antes de la batalla final sobre el amor que sentía por Rosa, sobre cómo ella había cambiado la vida de él, sobre cómo quería que alguien de la familia supiera que había encontrado la felicidad antes de morir.

 José Emiliano había prometido al hermano muerto que un día iba a visitar los lugares donde Rosa había vivido. iba a conocer la historia de ella, iba a rendir homenaje a aquella que había dado sentido a los últimos meses de vida del revolucionario. Y ahora, sosteniendo el pañuelo que había pertenecido a ella, sentía que estaba cumpliendo la promesa.

 Salió de la casa abandonada y caminó hasta el cementerio, buscando la tumba falsa que doña Carmen había hecho para la hija. encontró la sepultura cubierta de monte con la cruz de madera ya carcomida por el tiempo, pero todavía se podía leer el nombre rosa grabado en la madera.

 Quitó el monte que cubría la lápida, arregló unas flores silvestres que recogió por el camino y dejó el pañuelo rojo sobre la cruz como ofrenda. Rosa, dijo él en voz alta, como si ella pudiera oír. Mi hermano mandó decir que te ama hasta hoy donde quiera que estén y que fue feliz al lado de una mujer como tú. El viento sopló en aquel momento, levantando el pañuelo rojo y haciéndolo bailar en el aire como fantasma colorido.

 José Emiliano sonrió, agarró el pañuelo de vuelta y lo guardó en el bolsillo de la camisa bien cerca del corazón. Cuando salió del cementerio, el sol ya se estaba poniendo detrás de las sierras, pintando el cielo con los mismos colores de sangre y oro que habían marcado los tiempos de la revolución. En la plaza de la matriz, su Raimundo todavía vendía corridos y una rueda de niños lo escuchaba contar la historia de Rosa por la milésima vez.

 Y fue así, decía el corridista, que la muchacha más valiente de Morelos escogió el amor en vez de la vida, la honra en vez de la seguridad y se volvió leyenda que nunca más se olvida. José Emiliano paró para escuchar el final de la historia y cuando su Raimundo terminó de hablar se acercó al grupo.

Su Raimundo dijo él, la historia que usted cuenta es bonita, pero hay un detalle que faltó. ¿Qué detalle ese, señor? El forastero sacó del bolsillo una bala de pistola vieja y oxidada que había encontrado en la sierra de la JZCO años atrás. En la base de la bala grabadas con la punta de un puñal estaban las iniciales RS. “Encontré esto en el lugar donde ella murió”, dijo él.

Era la última bala que Rosa tenía y, en vez de usarla contra los enemigos, grabó las propias iniciales como quien firma una carta de despedida. Entregó la bala a su Raimundo y montó en el caballo vallo, listo para partir. “Guárdelo”, dijo él. Un día, cuando alguien quiera saber si la historia de Rosa es verdad o leyenda, muestre esa bala, porque amor verdadero deja marca que el tiempo no borra.

Partió en el polvo del camino, cargando en el pecho el pañuelo rojo y en el corazón la certeza de que había cumplido la promesa hecha al hermano muerto. Y su Raimundo se quedó ahí sosteniendo la bala marcada, sabiendo que tenía en las manos la última marca dejada por la revolucionaria que escogió morir libre en vez de vivir aprisionada.

Morelos, aquella noche que llegaba, ganó un guardián más de la memoria de Rosa. Porque algunas historias son grandes de más para morir y algunos amores son eternos de más para ser olvidados.