Golpearon a mi mamá. Se está muriendo, dijo la niña con la voz rota por el pánico. Pero la forma en que el granjero gigante los impactó a todos después de escuchar esas palabras fue algo que nadie, ni en el pueblo más cercano ni en la imaginación más salvaje, podría haber previsto.
Aquel hombre era una leyenda solitaria, un gigante que vivía apartado del mundo porque lo odiaba. Una pequeña niña apareció en su puerta buscando ayuda para su madre moribunda, la víctima de una crueldad sin nombre. Todos esperaban que la ignorara. que la dejara a su suerte como hacía con el resto de la humanidad.
Pero lo que hizo por ellas no solo cambió sus destinos para siempre, sino que forjó un nuevo tipo de familia en el corazón de la desolación.
El viento aullaba como un animal herido en las afueras de la cabaña de Santiago, un sonido que había aprendido a interpretar como el lenguaje mismo de la soledad.
Era un hombre hecho a la medida de la tierra que habitaba, vasto, duro y silencioso, con más de 2 metros de altura y hombros tan anchos que apenas pasaba por las puertas que él mismo había construido. Santiago era una figura imponente, casi mítica para los pocos que se atrevían a aventurarse en los límites de su propiedad.
Su rostro, enmarcado por una barba densa y oscura, estaba curtido por el sol y el frío, y sus ojos, de un azul tan profundo como un lago congelado, rara vez mostraban algo más que una severa indiferencia. Hacía años que había dado la espalda al mundo de los hombres, un mundo que solo le había enseñado sobre la traición y el dolor, y había encontrado una paz precaria en el aislamiento, rodeado únicamente por los pinos susurrantes y la mirada cautelosa de la fauna salvaje.
Su cabaña era su fortaleza, un santuario construido con sus propias manos, cada tronco un testimonio de su fuerza, cada clavo un recordatorio de su decisión de permanecer solo. Dentro todo estaba hecho a su escala. La mesa era más alta, la silla más robusta, la cama un armazón de madera maciza que habría soportado el peso de un oso.

Su vida era una rutina inmutable, dictada por el sol y las estaciones. Cuidar de su pequeño huerto, cortar leña, reparar lo que el tiempo desgastaba y, sobre todo asegurarse de que nadie invadiera su santuario. La gente del pueblo cercano de Oakaben lo llamaba el gigante de la montaña, un apodo dicho a media voz, mitad con miedo, mitad con un respeto a regañadientes. Sabían que era mejor dejarlo en paz. Un gigante dormido que no convenía despertar.
Aquella mañana helada, sin embargo, la rutina de Santiago se hizo añicos. El golpeteo en su puerta fue tan débil que al principio pensó que era una rama arrastrada por el viento, pero luego sonó de nuevo, insistente, desesperado. Era un sonido humano, un sonido que no había escuchado en su puerta en casi una década.
Un gruñido profundo retumbó en su pecho, la molestia grabada en cada línea de su rostro. ¿Quién se atrevía a perturbar su paz? Abrió la puerta con un movimiento brusco, su enorme figura bloqueando por completo la entrada, listo para ahuyentar a cualquier necio que hubiera perdido el camino. Pero no encontró a un cazador perdido, ni a un adolescente buscando emociones.
Frente a él, temblando de frío y de miedo, había una niña. No tendría más de seis o 7 años. con el cabello enredado lleno de hojas secas, el rostro cubierto de mugre lágrimas congeladas, y unos ojos enormes y aterrorizados que lo miraban como si él fuera la última esperanza del mundo.
Llevaba un vestido andrajoso, totalmente inadecuado para el frío cortante de la montaña. Por un largo momento, Santiago se quedó inmóvil, una montaña de carne y hueso confrontada por la fragilidad más absoluta. Su primer instinto fue cerrar la puerta, volver al silencio, fingir que nunca había pasado.
Pero entonces la niña habló y su voz, apenas un susurro quebrado, atravesó la armadura que había construido alrededor de su corazón. “Por favor, señor”, suplicó levantando una manita temblorosa. “Golpearon a mi mamá. Se está muriendo.” Esas palabras colgaron en el aire helado, cargadas con un peso que ni siquiera Santiago podía ignorar.
vio el pánico puro en los ojos de la niña, una desesperación tan genuina que le revolvió algo en las entrañas, algo que creía muerto y enterrado desde hacía mucho tiempo. Miró más allá de la niña hacia el denso bosque del que había salido, y luego de nuevo a ese pequeño rostro que suplicaba ayuda sin condiciones.
En ese instante, la elección que tomó no fue la del recluso que odiaba el mundo, sino la del hombre que una vez fue un hombre que sabía lo que era luchar por los indefensos. Un suspiro pesado, como el de un árbol viejo a punto de caer, escapó de sus labios. Se agachó, un movimiento lento y calculado para no asustarla más, y su voz, cuando finalmente habló, fue un estruendo grave y ronco, como rocas rozándose. ¿Dónde está?, preguntó.
Y esa simple pregunta fue el comienzo de todo. La niña, a quien más tarde conocería como mía, no necesitó más. con un soyoso de alivio, agarró el borde de su rudo pantalón y tiró de él, guiándolo hacia la oscuridad del bosque, hacia la mujer que necesitaba un milagro y el gigante, que sin saberlo estaba a punto de convertirse en uno.
El corazón de Santiago latía con una fuerza sorda y pesada mientras seguía la pequeña figura que se abría paso entre los árboles. Cada crujido de una rama bajo sus pesadas botas sonaba como una advertencia en el silencio del bosque. Su mente, acostumbrada a la quietud era un torbellino, era una trampa. Los bandidos y los hombres desesperados a veces usaban trucos como ese en estas tierras salvajes.
Pero al mirar a la niña, a la forma en que su pequeña mano se aferraba a su pantalón como a una ancla en una tormenta, supo que el miedo de ella era real. Era una sensación que conocía demasiado bien. Avanzaron durante lo que parecieron minutos eternos, internándose más en un terreno que él conocía como la palma de su mano, pero que ahora se sentía extrañamente hostil.
Mía se detenía cada pocos pasos para mirar hacia atrás, asegurándose de que el gigante la seguía, y sus ojos transmitían una urgencia que aceleraba el pulso de Santiago. Finalmente, la niña se detuvo cerca de un afloramiento rocoso a la sombra de un viejo roble cuyas raíces se aferraban a la tierra como garras. Allí, susurró señalando con un dedo tembloroso.
Santiago siguió su mirada y su sangre se heló. Tirada en el suelo helado, parcialmente oculta por los arbustos, había una mujer estaba inmóvil, con el rostro pálido y magullado, un corte profundo la frente del que aún manaba un hilo de sangre que se había oscurecido sobre su piel.
Su ropa estaba rasgada y sucia, y uno de sus brazos yacía en un ángulo antinatural. Por un terrible segundo, Santiago pensó que habían llegado demasiado tarde. Se acercó con zancadas largas y silenciosas, arrodillándose a su lado. El movimiento fue sorprendentemente ágil para un hombre de su tamaño. Puso dos dedos callosos en el cuello de la mujer buscando el pulso. Lo encontró débil y errático, pero estaba allí.
Un latido de vida aferrándose desesperadamente, una oleada de furia pura, un calor blanco y abrasador, recorrió a Santiago. Era una rabia que no había sentido en años, una rabia volcánica dirigida a quienes eran capaces de hacerle esto a una mujer, de dejarla morir en el frío frente a su hija. Sus ojos se oscurecieron y por un momento el hombre civilizado desapareció, dejando solo al depredador alfa de esa montaña, un guardián territorial cuya furia había sido despertada. Con una delicadeza que contradecía su tamaño y su ira, deslizó
un brazo por debajo de las rodillas de la mujer y el otro por su espalda. La levantó del suelo como si no pesara más que una pluma. El cuerpo de ella estaba laxo en sus brazos. Su cabeza rodó para apoyarse contra su pecho. Pudo oler el aroma a tierra y a pino en su cabello y también el olor metálico de la sangre. Mías soyosó a su lado con los ojos fijos en el rostro inconsciente de su madre.
Va a estar bien, dijo Santiago. Y aunque su voz era grave, había un tono de certeza inquebrantable en ella. Era una promesa para la niña y para sí mismo. No la dejaría morir. Se giró y comenzó el camino de regreso a su cabaña, moviéndose con una velocidad y seguridad asombrosas.
La mujer en sus brazos, a quien aún no conocía como Isabela, era una carga frágil contra su pecho macizo y cada paso que daba era un juramento silencioso de protección. El mundo exterior había irrumpido en su santuario, trayendo consigo violencia y desesperación, pero ahora estaban bajo su techo, bajo su cuidado.
Y en esa montaña nada ni nadie se atrevería a desafiar al gigante una vez que había decidido proteger a los suyos. Dentro de la cabaña, el calor del hogar crepitaba en la chimenea, creando un agudo contraste con el frío mortal del exterior. Santiago depositó a Isabela con sumo cuidado en su propia cama, la única cama de la casa. Era enorme, hecha para él, y ella parecía pequeña y perdida entre las gruesas mantas de lana.
La luz del fuego danzaba sobre su rostro magullado, revelando la gravedad de sus heridas. Mía se quedó junto a la cama sin querer apartarse de su madre, sus pequeñas manos apretadas en un puño. “Necesito que me ayudes”, le dijo Santiago a la niña, su voz más suave de lo que la había usado en años.
“¿Puedes traerme agua del barril junto a la cocina?” La niña asintió agradecida por tener una tarea y corrió a cumplirla. Santiago, mientras tanto, buscó en un viejo baúl de madera su botiquín de primeros auxilios. No era gran cosa, pero contenía lo esencial. Antisépticos caseros hechos con hierbas, vendas limpias, ungüentos para los golpes. Durante sus años de soledad se había convertido en su propio médico.
Mía regresó con un cuenco de agua, derramando un poco en el suelo de madera por el temblor de sus manos. Santiago lo tomó sin decir nada y humedeció un paño limpio. Con una concentración absoluta, comenzó a limpiar la sangre y el barro del rostro de Isabela. Sus manos, que podían partir un tronco de un solo hachazo, se movían con la precisión de un cirujano.
Cada toque era ligero, cada movimiento deliberado para no causar más dolor. Mientras limpiaba el corte en su frente, pudo ver mejor su rostro. A pesar de los moretones y la hinchazón, era evidente que era una mujer hermosa. Tenía pómulos altos, una nariz recta y labios que, incluso pálidos y partidos, tenían una curva decidida.
Su cabello oscuro se derramaba sobre la almohada como un río de seda negra. Una punzada de algo indefinible lo atravesó, una mezcla de compasión y una feroz posesividad. “Mi mamá se llama Isabela”, susurró Mía como si leyera sus pensamientos. “Y yo soy mía”. Santiago asintió sin apartar la vista de su trabajo. “Soy Santiago.
” Después de limpiar las heridas, aplicó un unüento de caléndula y árnica en los peores moretones. Cuando llegó a su brazo, confirmó lo que sospechaba. Estaba roto. Con cuidado, lo inmovilizó con un par de tablillas de madera lijada y lo vendó con firmeza. Isabela gimió suavemente durante el proceso, una señal de que estaba saliendo de la inconsciencia, pero no despertó.
Una vez que terminó, cubrió a Isabela hasta la barbilla con las mantas y se giró hacia Mía. La niña estaba pálida de agotamiento y miedo. ¿Tienes hambre?, le preguntó Santiago. Mía asintió en silencio. Santiago fue a la pequeña cocina y puso una olla con caldo de pollo en el fuego.
El aroma pronto llenó la cabaña, un olor a hogar y anormalidad que era extrañamente reconfortante. Sirvió un tazón humeante para la niña y le dio un trozo de pan duro. Mía comió con avidez. Sus ojos nunca se apartaban de su madre. Cuando terminó, sus párpados comenzaron a caer. El agotamiento finalmente la estaba venciendo.
Santiago tomó una de sus mantas de repuesto, la colocó en la gran silla de respaldo alto cerca del fuego y levantó a Mía en brazos. La niña, en lugar de asustarse por su tamaño, se acurrucó contra su pecho y se durmió casi al instante con un pequeño suspiro. La depositó en la silla, la arropó bien y se quedó mirándola. Era tan pequeña, tan vulnerable. El silencio volvió a llenar la cabaña, pero era un silencio diferente.
Ya no era el silencio vacío de la soledad, sino un silencio expectante, lleno de la respiración suave de dos extrañas que habían destrozado su mundo. Santiago se sentó en el suelo junto a la chimenea, apoyando la espalda contra la pared de piedra. Su rifle de casa, siempre limpio y listo, descansaba a su lado. Se quedó allí vigilando. Un guardián silencioso para la mujer en su cama y la niña junto al fuego. La noche cayó, pero Santiago no durmió.
Sus oídos estaban alerta a cada sonido del bosque. Sus ojos escudriñaban la oscuridad a través de la ventana. Quienes quiera que hubieran hecho esto, podrían estar buscándolas. Y si venían, lo encontrarían a él esperando. Una nueva determinación se había asentado en su alma, dura y fría como el acero.
Estas dos personas eran ahora su responsabilidad y Santiago nunca jamás había fallado a una responsabilidad. Isabela despertó con una sensación de dolor punzante en la cabeza y una desorientación total. Por un momento, no supo dónde estaba. No era su cama, no era su hogar.
El techo sobre ella era de vigas de madera oscura y gruesa, y el aire olía a pino y a humo de leña. El miedo la atenazó, un pánico helado que la hizo intentar incorporarse. Un gemido de dolor se le escapó cuando un dolor agudo le recorrió el brazo y la cabeza. Tranquila, no te muevas. La voz era profunda, un retumbo que parecía hacer vibrar las paredes. Isabela giró la cabeza lentamente y lo vio.
Sentado en una silla no muy lejos de la cama, había un hombre de un tamaño que apenas parecía real. Era enorme, un gigante sacado de un cuento de hadas con una barba espesa y unos ojos azules que la observaban con una intensidad inescrutable. El pánico se transformó en terror. ¿Era el uno de ellos? El que la había no podía ser. Sus manos eran enormes, pero estaban limpias y había una taza de agua en la mesita de noche a su lado.
“Mía”, susurró su voz rasposa y débil. “¿Dónde está mi hija?” “Está a salvo”, respondió él. Está durmiendo junto al fuego. Isabela siguió su mirada y vio el pequeño bulto acurrucado en una silla grande, envuelta en una manta. Un soy de alivio se le escapó. estaba a salvo. Su bebé estaba a salvo. Intentó agradecerle, pero las palabras no salían.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas, lágrimas de dolor, de miedo y de una gratitud abrumadora. El hombre, Santiago, se levantó y se acercó. Isabela instintivamente se encogió, pero él solo tomó un paño limpio y húmedo y con una torpeza extrañamente tierna le secó las lágrimas del rostro. Su toque era áspero, la piel de sus dedos callosa, pero sorprendentemente suave. “No llores, te deshidratarás”, dijo en un tono práctico, casi como si estuviera hablando del clima. Le acercó la taza de agua a los labios. Bebe despacio.
Isabela bebió, el agua fresca aliviando la sequedad de su garganta. Mientras bebía, sus ojos no se apartaron de él. Estudió su rostro. No era un rostro cruel. Estaba marcado por la dureza de la vida, sí, pero no había maldad en él. Había cansancio, una profunda soledad y algo más, algo protector.
¿Quién eres?, preguntó ella, su voz un poco más fuerte. Santiago, esta es mi casa. Tu hija me encontró en el bosque. Los recuerdos comenzaron a volver a ella en fragmentos borrosos y aterradores. Los hombres, sus risas crueles, el dolor, el miedo por mía. Le dijo a su hija que corriera, que buscara ayuda, sin saber si alguien la encontraría.
Nos nos atacaron dijo la voz temblando. Estaban buscando. Se detuvo. El miedo volviendo a reflejarse en sus ojos. No tienes que hablar de ello ahora. La interrumpió Santiago. Ahora necesitas descansar y recuperarte. Nadie os encontrará aquí. Estáis a salvo. Sus palabras eran simples, directas, pero tenían el peso de una montaña.
Isabel asintió por primera vez en días una pequeña chispa de seguridad. Este hombre, este gigante solitario, era su santuario. Los días siguientes se fundieron en una rutina tranquila y sanadora. Santiago era un cuidador sorprendentemente atento. Preparaba caldos nutritivos y tés de hierbas que, según él, ayudaban a reducir la hinchazón y el dolor.
Cambiaba sus vendajes con una regularidad metódica, sus manos grandes y firmes, pero siempre gentiles. Apenas hablaban. El silencio era el lenguaje principal de la cabaña, pero no era un silencio incómodo, estaba lleno de acciones. Santiago cortando leña, Isabela observándolo desde la cama, Mía dibujando en el suelo con un trozo de carbón que él le había dado.
Mía fue el puente entre ellos. La niña, una vez superado el sock inicial, recuperó parte de su alegría infantil. parecía no tenerle miedo a Santiago, al contrario, lo seguía por la cabaña como una pequeña sombra, haciéndole preguntas interminables. “¿Por qué eres tan grande?”, le preguntó un día mientras él reparaba una herramienta. Santiago se detuvo y la miró.
“Supongo que nací así”, respondió simplemente. “¿Y por qué vives solo?” Esa pregunta pareció golpearlo. Se quedó en silencio por un momento, sus ojos perdidos en el recuerdo. “Porque a veces la gente, decepciona,” dijo finalmente en voz baja. Isabela, que lo había oído desde la cama, sintió una punzada de tristeza por él.
podía ver la muralla que había construido a su alrededor, una muralla que Mía, con su inocencia estaba derribando ladrillo a ladrillo. Una tarde, mientras Santiago estaba fuera, Isabela sintió la suficiente fuerza como para levantarse. Se movió con lentitud, apoyándose en los muebles. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. vio a Santiago partiendo leña. Cada golpe del hacha era preciso, poderoso.
Los músculos de su espalda y brazos se tensaban con el esfuerzo bajo su camisa gastada. Había una gracia salvaje en su fuerza, una conexión con la naturaleza que lo rodeaba que era casi hipnótica. No era solo un hombre grande, era parte de esa montaña, tan sólido y perdurable como las rocas. De repente, él se detuvo como siera su mirada. se giró y sus ojos se encontraron a través del cristal.
Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Isabela no vio al recluso, ni al gigante temido. Vio a un hombre solitario que la había salvado, que cuidaba de su hija como si fuera suya, que le había dado un refugio sin pedir nada a cambio. Su corazón latió un poco más rápido y un leve rubor subió a sus mejillas.
Santiago mantuvo la mirada por un segundo más y luego asintió levemente, como en reconocimiento antes de volver a su trabajo. Pero Isabela vio el cambio en él. La tensión en sus hombros pareció relajarse un poco y el siguiente golpe de su hacha pareció menos un trabajo y más una expresión de energía contenida. Esa noche la atmósfera en la cabaña había cambiado.
Isabela estaba sentada en la silla junto al fuego, envuelta en una manta mientras Mía dormía en la cama. Santiago estaba sentado en el suelo afilando un cuchillo de casa con una piedra. “Gracias”, dijo Isabela de repente, rompiendo el silencio. Santiago levantó la vista, sus ojos azules brillando a la luz del fuego. “No tienes que agradecerme.” “Sí, tengo que hacerlo. Nos salvaste la vida, nos diste refugio.
Nunca podré pagártelo.” “No hay nada que pagar”, dijo él, su voz un murmullo grave. Cualquiera habría hecho lo mismo. Isabela sonrió con tristeza. No, no cualquiera lo habría hecho. La mayoría habría cerrado la puerta. La mayoría de la gente tiene miedo de los problemas de los demás. Santiago dejó el cuchillo y la piedra a un lado y la miró fijamente.
Quizás, pero tu hija no me dio opción. Hay cosas que un hombre no puede ignorar. Se quedaron en silencio de nuevo, pero esta vez era diferente. Estaba cargado de un entendimiento mutuo. Había nacido un vínculo entre ellos, forjado en la crisis, alimentado por la gratitud y la protección. Era un vínculo frágil, pero en la soledad de esa montaña se sentía tan fuerte como los viejos árboles que los rodeaban.
Isabela se dio cuenta de que el miedo que había sentido al verlo por primera vez se había desvanecido por completo. Ahora, cuando lo miraba, solo sentía una abrumadora sensación de seguridad. En los brazos de ese gigante, en la fortaleza de su cabaña, se sentía más segura de lo que se había sentido en toda su vida. Y ese sentimiento en sí mismo era tan aterrador como reconfortante.
A medida que las heridas físicas de Isabela comenzaban a sanar, las heridas de su alma seguían abiertas y sangrantes. Una noche, mientras una tormenta azotaba la cabaña, los recuerdos volvieron con una fuerza brutal. se despertó de una pesadilla con un grito ahogado, sudando y temblando, las imágenes de rostro sonrientes y crueles grabadas en su mente.
Santiago estuvo a su lado en un instante, su enorme presencia llenando la habitación. Había estado durmiendo en el suelo cerca del fuego, un guardián perpetuo. “Fue solo un sueño”, dijo su voz tranquila y firme, “Un ancla en la oscuridad.” Isabel la negó con la cabeza, las lágrimas corrían libremente por su rostro. No fue un sueño, fue real. Van a volver. Lo sé. Vienen a por mía.
Santiago se sentó en el borde de la cama. Una acción que hizo que el robusto armazón crujiera. No la tocó, pero su cercanía era extrañamente reconfortante. “Cuéntamelo”, dijo en voz baja. “Cuéntame todo. No puedo protegeros sin no sé de qué.” Isabela respiró hondo, tratando de calmar los temblores que la sacudían.
Y entonces las palabras comenzaron a salir, un torrente de dolor y miedo. Le contó sobre su esposo David, un geólogo bueno y soñador que había fallecido un año antes de una enfermedad repentina. Antes de morir le había confesado que había encontrado algo en las colinas de su pequeña granja, un pequeño filón de oro, no lo suficiente para hacerse ricos, pero sí para asegurar el futuro de Mía. No se lo había dicho a nadie, solo a ella, y le había hecho un mapa.
le contó como después de su muerte los rumores habían comenzado a extenderse por el pueblo. Historias exageradas sobre un tesoro escondido. Un hombre llamado Ricardo Vargas, un terrateniente cruel y codicioso del Valle Vecino, se había obsesionado con la idea. Había intentado comprar su granja por una miseria, pero Isabela se había negado.
Era el hogar de Mía, el único legado de su padre. Entonces empezó a presionarnos. Continuó Isabela, su voz apenas un susurro. Sus hombres merodeaban, asustaban a nuestro ganado. El serif del pueblo es un cobarde. Está en el bolsillo de Ricardo. Nadie nos ayudó. El otro día vinieron a la casa.
Ricardo y dos de sus matones querían el mapa. Les dije que no existía, que eran solo rumores. Su voz se quebró. No me creyeron. Empezaron a destrozar la casa y luego me golpearon. Me dijeron que si no les daba el mapa la próxima vez, se llevarían a Mía. Recordó el terror puro, como había logrado crear una distracción y gritarle a Mía que corriera hacia el bosque, que corriera hacia la montaña y no mirara atrás mientras ella recibía el peor de los castigos.
No sé cómo logré escapar después. Solo sé que tenía que encontrar a mi hija. Santiago escuchó cada palabra en un silencio absoluto, su rostro una máscara de piedra, pero sus ojos eran dos fragmentos de hielo a punto de estallar.
Cuando Isabela terminó, la única emoción visible era un ligero temblor en su mandíbula, un músculo que se contraía una y otra vez. se levantó y caminó hacia la ventana, mirando hacia la noche oscura y tormentosa. “Ricardo Vargas”, dijo, el nombre sonando como una sentencia de muerte. “Lo conozco de oídas. Un hombre que se cree rey de estas tierras porque tiene más dinero y menos escrúpulos que los demás.
” Se volvió hacia ella, y la furia contenida en su mirada era tan potente como la tormenta de fuera. “No volverán a tocarte, ni a ti ni a mía. Te doy mi palabra.” Isabela lo creyó. Había una finalidad en su voz, una promesa grabada en hierro. Se sentía culpable por haberlo arrastrado a sus problemas, a su peligro. No tenías por qué hacer esto, Santiago. Esta no es tu lucha.
Él se acercó de nuevo a la cama y por primera vez se atrevió a tocarla. Puso su enorme mano sobre el hombro de ella con cuidado de no hacerle daño. Su calor se filtró a través de la fina tela de su camisa. un calor sólido y tranquilizador. “Lo es ahora”, dijo simplemente. En ese momento algo cambió profundamente entre ellos.
La barrera invisible que lo separaba se disolvió en la vulnerabilidad compartida de la noche. Isabela levantó la mano y cubrió la de él con la suya. Era como una pequeña hoja sobre la corteza de un roble. No dijeron nada más, pero las palabras no eran necesarias. Ella le había confiado su mayor miedo y él le había ofrecido su fuerza como escudo.
La gratitud de ella se encontró con la necesidad de él de proteger y en esa unión silenciosa nació algo más profundo, más íntimo. Era un sentimiento sin nombre que crecía en la seguridad de la cabaña mientras la tormenta rugía afuera, impotente para tocar a los que estaban dentro. Los días que siguieron a la confesión de Isabela estuvieron cargados de una nueva tensión.
No era una tensión entre ellos, sino una tensión contra el mundo exterior. Santiago se volvió más vigilante, sus sentidos constantemente alerta. A menudo se sentaba en el porche durante horas, inmóvil como una gárgola, su rifle descansando sobre sus rodillas, sus ojos azules explorando incansablemente la línea de árboles.
Había una nueva dinámica entre él Isabela. Ahora que él conocía su historia, había una intimidad tácita. compartían miradas que decían más que las palabras. Cuando le traía una taza de té, sus dedos se rozaban durante un segundo más de lo necesario, enviando una pequeña corriente eléctrica a través de ambos.
Isabela, sintiéndose más fuerte, comenzó a tomar parte en las tareas de la cabaña. Insistió en cocinar y, aunque al principio Santiago se mostró reacio dejarla esforzarse, pronto se dio. La cabaña, que siempre había sido un espacio puramente funcional y masculino, comenzó a sentirse como un hogar.
El aroma de guiso o pan recién horneado se mezclaba con el olor a madera y cuero. Un día, mientras Isabela estaba amasando pan en la gran mesa de la cocina, se tambaleó un mareo repentino producto de su recuperación. Santiago, que estaba cerca reparando una correa de cuero, se movió con una velocidad sorprendente. Sus brazos la rodearon para evitar que cayera.
Isabela se encontró presionada contra su pecho sólido y musculoso. Podía sentir el latido constante y fuerte de su corazón contra su espalda, oler su aroma a aire libre, sudor y jabón rústico. “Con cuidado”, murmuró él, su aliento cálido en su cabello. Su voz era un trueno suave muy cerca de su oído.
Isabela se apoyó en él por un momento, cerrando los ojos, disfrutando de la sensación de ser sostenida, de estar completamente a salvo. “Gracias”, susurró ella. su propia voz un poco temblorosa por la repentina cercanía. Cuando se apartó, sus mejillas estaban sonrojadas. Santiago no la soltó de inmediato. Sus manos permanecieron en su cintura, grandes y posesivas. Sus ojos se encontraron y en la profundidad azul de su mirada, Isabela vio algo que la dejó sin aliento, un hambre, un deseo crudo y tierno que la hizo sentir a la vez vulnerable y poderosa. “Tienes harina en la nariz”, dijo él, su voz ronca, y con
un pulgar rozó suavemente la punta de su nariz, un gesto de una intimidad tan inesperada que el corazón de Isabela dio un vuelco. Luego la soltó y volvió a su trabajo como si nada hubiera pasado, pero la electricidad de ese momento permaneció en el aire. Mía, ajena a la creciente tensión entre los adultos, estaba floreciendo.
La montaña era su nuevo patio de recreo. Santiago le había enseñado a reconocer las huellas de los animales, los cantos de los pájaros y que vayas eran seguras para comer. Había tallado para ella pequeños animales de madera con una habilidad sorprendente.
Ver al gigante arrodillado en el suelo, mostrando a Mía como un ciervo de madera podía beber de un cuenco de agua, hacía que el corazón de Isabela se derritiera. Él era un padre para su hija de una manera que nunca esperó. Le contaba historias sobre las estrellas por la noche. Historias que él mismo inventaba sobre constelaciones que eran osos y cazadores gigantes.
Era en esos momentos que Isabela veía al hombre detrás de la muralla, un hombre con un corazón capaz de una gran ternura, un corazón herido que estaba aprendiendo a sanar. Una tarde, mientras el sol se ponía tiñiendo el cielo de naranja y púrpura, Santiago regresó de una de sus patrullas por el perímetro de su tierra. Su rostro estaba sombrío. “Vienen”, dijo sin preámbulos.
Isabela sintió que se le helaba la sangre. “¿Estás seguro?” Encontré huellas frescas de varios hombres y caballos en el límite sur y algo más. Sacó un trozo de tela de su bolsillo. Estaba sucio, pero Isabela lo reconoció al instante. Era un trozo del pañuelo que llevaba Mía el día del ataque. Debió habérsele caído cuando corrió. Lo han encontrado.
Saben que estáis en mi territorio. Es solo cuestión de tiempo antes de que decidan venir a buscaros. El miedo amenazó con paralizar a Isabela, pero entonces miró el rostro de Santiago. No había miedo en él, solo una calma mortal y una determinación de acero. “Tenemos que irnos”, dijo ella, presa del pánico. “No podemos ponerte en más peligro.
Irse no es una opción”, replicó Santiago con firmeza. Ricardo Vargas no es del tipo que se rinde. Os perseguiría donde quiera que fuerais. No, la lucha termina aquí, en mi terreno. Fue hacia el rincón donde guardaba sus armas. No solo tenía el rifle de casa. Sacó una escopeta de dos cañones y una pistola que Isabela no había visto antes.
Comenzó a limpiar y cargar las armas con movimientos eficientes y practist. Isabela lo observó fascinada y aterrorizada. ¿Quién eres, Santiago? Preguntó en voz baja. ¿De dónde sacaste todo esto? ¿Cómo sabes pelear? Santiago se detuvo y la miró, sus ojos oscuros por los recuerdos. Hubo un tiempo, hace mucho, en que no vivía en una montaña dijo con voz grave.
Llevaba a un uniforme. Luché en guerras lejanas y luego traté de mantener la paz en ciudades que no la querían. Vi lo que los hombres se hacen unos a otros por codicia, por poder, por nada. Me traicionaron las mismas personas a las que juré proteger, así que me fui.
Pensé que si me alejaba de la humanidad podría dejar todo eso atrás. Hizo una pausa, su mirada se desvió hacia mía, que dormía plácidamente en su cama improvisada. Pero supongo que hay cosas de las que un hombre no puede huir y hay cosas por las que un hombre debe luchar. Volvió a mirarla y esta vez había una vulnerabilidad en sus ojos que nunca antes había mostrado. Isabela, pase lo que pase, Mía estará a salvo.
Te lo juro. La forma en que dijo su nombre, por primera vez con tanta familiaridad y emoción resonó en lo más profundo de ella. se acercó a él, se puso de puntillas y besó suavemente su mejilla áspera y barbuda. Fue un gesto espontáneo, lleno de gratitud, miedo y algo que se parecía peligrosamente al amor.
Santiago se quedó completamente inmóvil, como si un rayo lo hubiera alcanzado. Lentamente levantó una mano y tocó el lugar donde sus labios habían estado, sus ojos fijos en los de ella, llenos de una emoción abrumadora. La inminente batalla había sellado su vínculo de una vez por todas. Ya no eran solo un protector y sus protegidas eran un frente unido.
Eran una familia nacida del peligro y a punto de ser probada por el fuego. Y mientras la luna se alzaba sobre la montaña silenciosa, Santiago se preparó para la guerra. No como el soldado que una vez fue luchando por extraños en tierras extrañas, sino como un hombre que finalmente había encontrado algo por lo que valía la pena luchar y morir, un hogar.
La mañana siguiente llegó con una quietud antinatural. El aire estaba cargado, denso de expectación. Santiago había pasado la noche fortificando la cabaña, bloqueando las ventanas inferiores con pesadas tablas de madera, dejando solo pequeñas aberturas para disparar. Había movido a Isabela y a Mía a la pequeña bodega de la cabaña, un espacio excavado en la tierra bajo el suelo de madera, fresco y seguro.
Mia dormía ajena al peligro, pero Isabela se negó a quedarse de brazos cruzados. Subió de nuevo a la cabantera principal. su rostro pálido pero decidido. “¿Qué puedo hacer?”, preguntó Santiago, que estaba revisando sus municiones, la miró sorprendido. “Tu trabajo es mantener a mía a salvo abajo. Ella está a salvo. Ahora quiero ayudar. No voy a esconderme mientras tú luchas solo por nosotras.
” vio la determinación en sus ojos, el mismo fuego que había admirado desde el principio, y supo que era inútil discutir. Bien, se dio. ¿Sabes usar un rifle, verdad? Isabela asintió. Mi padre me enseñó a casar cuando era niña. Santiago le pasó su viejo rifle de casa y una caja de cartuchos. Entonces, quédate en la ventana del fondo. Cubre la retaguardia.
No dispares a menos que no tengas otra opción. Tu principal objetivo es mantenerte a salvo y avisarme si ves algo. Isabela tomó el rifle, el peso del arma frío y sólido en sus manos. Lo haré. Pasaron las horas. El sol subió alto en el cielo. El silencio se estiraba, cada vez más tenso. Fue entonces cuando lo oyeron. El sonido lejano de caballos, el murmullo de voces masculinas acercándose.
Santiago le hizo una seña a Isabela para que tomara su posición y él se situó junto a la ventana delantera, la enorme escopeta en sus manos. Pronto emergieron del bosque. Eran cinco hombres a caballo liderados por un hombre corpulento de rostro cruel que sin duda era Ricardo Vargas. Se detuvieron a una distancia prudencial de la cabaña, observándola como lobos rodeando a su presa.
Santiago! gritó Vargas, su voz llena de una arrogancia desmedida. Sé que las tienes ahí dentro, la mujer y la mocosa, entrégamelas y puede que te deje vivir en tu miserable montaña. Santiago no respondió. Permaneció en silencio, observando, calculando. “No me ignores, maldito fenómeno”, gritó Vargas, enfurecido por el silencio. “Sabemos que tienes a la mujer.
Solo queremos lo que es nuestro. Danos el mapa y nos iremos. El silencio de Santiago fue su única respuesta, una réplica más poderosa y desafiante que cualquier grito. Enfurecido, Vargas sacó su pistola. Como quieras, muchachos, quemad esa cabaña. Dos de los hombres desmontaron y se acercaron con antorchas. Fue entonces cuando Santiago actuó.
El estruendo de la escopeta fue ensordecedor, un rugido que hizo eco en todo el valle. Uno de los hombres con una antorcha gritó y cayó al suelo agarrándose la pierna destrozada. El otro soltó la antorcha y corrió a cubrirse. Comenzó el infierno. Los hombres de Vargas empezaron a disparar contra la cabaña.
Las balas se estrellaban contra la madera con golpes sordos. Santiago respondió al fuego con una precisión letal, usando la cobertura de su fortaleza. Un segundo hombre cayó. Desde la ventana trasera. Isabela vio a uno de los matones tratando de rodear la cabaña. Su corazón martilleaba en su pecho.
Recordó las lecciones de su padre. Respira hondo, apunta con calma, aprieta el gatillo, no lo jales. Apuntó y el rifle dio una patada contra su hombro. El hombre gritó y se desplomó. Había herido su hombro. No podría usar su arma. Dentro. Santiago escuchó el disparo y una rara sonrisa cruzó su rostro. No estaba solo en esto.
Vargas, viendo a sus hombres caer o ser heridos, entró en pánico y rabia, se cubrió detrás de un árbol y disparó frenéticamente. Voy a matarte, gigante, y luego me encargaré de ellas. La batalla se prolongó. Parecía una eternidad. Finalmente, solo quedaron Vargas y un secuaz. Se dieron cuenta de que no podían ganar. habían subestimado gravemente al hombre de la montaña.
“Retirada”, gritó Vargas. Se subieron a sus caballos y galoparon de vuelta al bosque, llevándose a sus heridos. El silencio volvió a caer sobre el claro, un silencio ahora salpicado por el olor a pólvora y los gemidos de los hombres que habían dejado atrás. Santiago no salió de inmediato.
Esperó escuchando, asegurándose de que no era una trampa. Cuando estuvo seguro, abrió la puerta. Isabela corrió a su lado. ¿Estás bien? ¿Te han herido? Él la revisó rápidamente, asegurándose de que estaba ilesa. Estoy bien. ¿Y tú? Estoy bien, respondió ella, aunque temblaba de pies a cabeza por la adrenalina.
Santiago miró a los hombres que quedaban en el suelo, se acercó, les quitó las armas y vendó sus heridas de forma rudimentaria. Largaos de mi tierra”, les gruñó, y decidle a Vargas que si alguna vez vuelve a acercarse a ellas, la próxima vez no apuntaré a las piernas. Los hombres aterrorizados se alejaron cojeando tan rápido como pudieron. La batalla había terminado. Por ahora Santiago se volvió hacia Isabela.
La luz del sol poniente iluminaba su rostro, sucio de pólvora, pero radiante de coraje. Sin pensarlo, la atrajó hacia él y la abrazó con fuerza. Isabela se aferró a él hundiendo el rostro en su pecho, inhalando su olor, sintiendo la seguridad de sus brazos. No había sido solo la cabaña la que la había protegido, había sido él.
Era su fortaleza, su guardián. Santiago la sostuvo, su corazón latiendo con fuerza contra el de ella. Había vuelto a luchar. Había vuelto a enfrentarse a la oscuridad del mundo, pero esta vez era diferente. Esta vez tenía una razón. tenía a alguien a quien proteger. Tenía un hogar que defender. Se apartó un poco para mirarla a los ojos.
Con una mano apartó un mechón de pelo de su rostro y acarició su mejilla. “Se acabó”, susurró. Y entonces inclinó la cabeza y la besó. No fue un beso tierno ni tentativo. Fue un beso feroz, posesivo, un beso que hablaba de la batalla librada y de la promesa de un futuro. Isabela le devolvió el beso con la misma intensidad. Todo su miedo, su gratitud y su amor floreciente volcados en ese gesto.
En medio de la violencia y el caos habían encontrado algo puro y verdadero. En esa montaña, bajo la atenta mirada de los viejos pinos, el gigante solitario y la madre fugitiva habían dejado de ser dos almas perdidas para convertirse en el comienzo de algo nuevo. El peligro no había terminado, ambos lo sabían. Vargas era un hombre vengativo, pero mientras estaban allí en los brazos del otro se sentían invencibles.
La amenaza seguía acechando las sombras, pero dentro de la cabaña, la luz de una nueva esperanza ardía más brillante que nunca, lista para enfrentar lo que la noche tuviera que traer. El beso terminó, pero la corriente entre ellos permaneció. Un arco de energía pura en el aire cargado de pólvora.
Santiago aún sostenía el rostro de Isabela entre sus enormes manos, sus pulgares acariciando suavemente sus pómulos. La miraba como si intentara memorizar cada detalle, como si temiera que si parpadeaba ella podría desaparecer. Isabela, por su parte, tenía la mano apoyada en su pecho, sintiendo el martilleo de su corazón, un ritmo tan salvaje y poderoso como el hombre mismo.
Estaba sin aliento, no por el miedo de la batalla, sino por la abrumadora emoción que la inundaba. En un solo beso, Santiago había derribado todas sus defensas restantes. Él fue el primero en romper el silencio. Su voz era un murmullo ronco y profundo, lleno de una vulnerabilidad que nunca le habría creído capaz de poseer.
Isabela, se detuvo luchando por encontrar las palabras, un gigante reducido a una torpeza casi infantil por la fuerza de sus sentimientos. Ella le sonrió. Una sonrisa temblorosa pero genuina. No tienes que decir nada, Santiago puso su otra mano sobre la de él, entrelazando sus dedos con los suyos. Lo sentí.
Él cerró los ojos por un segundo, un suspiro de alivio escapando de sus labios. Cuando los abrió de nuevo, la intensidad en ellos se había suavizado, reemplazada por una ternura que la envolvió como la manta más cálida. Se inclinó y la besó de nuevo, esta vez con más suavidad, con menos desesperación y más reverencia.
Fue un beso que sellaba una promesa, un beso que hablaba de comienzos y no de finales. El momento fue interrumpido por un pequeño soy proveniente de la puerta de la bodega. Ambos se giraron y vieron a Mía de pie, con los ojos muy abiertos y asustados, abrazando a uno de los animalitos de madera que Santiago le había tallado. El sonido del tiroteo la había despertado.
Isabela se separó de Santiago al instante y corrió hacia su hija, arrodillándose para abrazarla con fuerza. Ya pasó. Mi amor, ya pasó. Mamá está aquí. Estamos a salvo. Santiago se acercó, su enorme sombra cayendo sobre ellas. Mía lo miró desde el hombro de su madre, sus ojos aún llenos de miedo. Él se arrodilló también, un movimiento lento y deliberado para no intimidarla.
“Tenías miedo, ¿verdad, pequeña?”, preguntó en voz baja. Mia asintió, enterrando su rostro en el cuello de su madre. Es normal tener miedo. Los ruidos fuertes asustan. Continuó Santiago. Pero a veces tenemos que hacer ruidos fuertes para ahuyentar a los lobos malos. Y eso es lo que hicimos. Tu mamá y yo.
Ahuyentamos a los lobos. Levantó una mano y con un dedo secó una lágrima de la mejilla de Mía. Ya no volverán. La seguridad en su voz pareció calmar a la niña. Levantó la vista y miró a Santiago y luego a su madre. Y luego de nuevo a Santiago. Tú eres nuestro guardián, preguntó con la lógica inocente de un niño. El corazón de Santiago se apretó.
Miró a Isabela por encima de la cabeza de la niña y la emoción en sus ojos era un libro abierto. Sí, pequeña, lo soy. Siempre lo seré. Esa noche la atmósfera en la cabaña fue completamente diferente. La batalla los había cambiado. Los había unido de una forma irrevocable. Mientras Isabela preparaba una cena sencilla con las provisiones que tenían, Santiago terminaba de asegurar la cabaña, reemplazando las tablas rotas y limpiando los restos de la pelea. Trabajaban en un silencio cómodo, moviéndose el uno alrededor del
otro con una familiaridad recién descubierta. Después de que Mía se durmiera, agotada por la terrible experiencia, se sentaron juntos frente al fuego. Isabela estaba curando un pequeño rasguño en el brazo de Santiago, un corte superficial de un trozo de madera astillada. Sus dedos eran suaves mientras limpiaba la herida.
“Podría haber sido mucho peor”, dijo ella en voz baja. “Fuiste increíble ahí fuera. Nunca había visto a nadie luchar así.” No deberías haberlo visto, respondió él, su voz teñida de pesar. No quería que vieras esa parte de mí. Vi la parte de ti que nos protegió, replicó ella, levantando la vista para encontrar sus ojos.
Vi al hombre que arriesgó su vida por dos extrañas. No hay nada de que avergonzarse en eso, Santiago. Al contrario, él suspiró, el sonido profundo y cansado. Esa vida la dejé atrás por una razón. Te lo dije, la violencia engendra más violencia. Creí que si me aislaba, podría mantener mis manos limpias. “Tus manos no están sucias”, dijo Isabela con firmeza.
“Están manchadas de pólvora porque defendiste a tu familia.” La palabra familia flotó en el aire entre ellos, cargada de un significado que ninguno de los dos se atrevió a explorar del todo, pero que ambos sintieron profundamente. Isabela terminó de vendarle el brazo y sus manos permanecieron sobre él.
Santiago cubrió sus manos con la suya, una mano enorme que las envolvía por completo. “Ricardo Vargas volverá”, dijo él, su voz grave. “Esto no ha terminado. Es un hombre orgulloso y humillado. Volverá con más hombres y la próxima vez no serán tan descuidados. Lo sé”, admitió Isabela. “Entonces, ¿qué hacemos? No podemos vivir así, esperando un asedio. No, coincidió Santiago.
Tenemos que cambiar las reglas del juego. Tenemos que llevarle la pelea a él, pero no con armas. No, aquí necesitamos ayuda. Necesitamos la ley. Isabela lo miró con escepticismo. Dijiste que el serif de Oakaben es un cobarde que está en el bolsillo de Vargas. El Seriff Henderson lo, confirmó Santiago, pero no es el único representante de la ley en este estado.
A 30 millas al norte, en la capital del condado, hay un mariscal federal, un hombre llamado Elías Bance. Lo conocí una vez hace mucho tiempo. Es un hombre duro, pero justo. Si podemos llegar a él y contarle lo que está pasando, él traerá a sus hombres. Él no se dejará intimidar por un matón local como Vargas. La idea encendió una chispa de esperanza en Isabela.
Pero, ¿cómo llegamos hasta él? Está un día de viaje y si nos vamos, Vargas podría. No nos iremos, dijo Santiago. Iré yo solo. Puedo moverme más rápido y con más sigilo. Saldré antes del amanecer a pie. Conozco los senderos de la montaña. Estaré allí mañana por la tarde. Tú y mía os quedaréis aquí. estaréis más seguras dentro de la cabaña que en campo abierto. La idea de que él se fuera la llenó de un miedo helado.
Solas, Santiago, no después de lo de hoy. Eres más fuerte de lo que crees, Isabela la interrumpió, su mirada intensa. Le diste a uno de ellos en el hombro con un rifle que no habías tocado en años. Puedes proteger a Mía por un día. Dejaré la escopeta y munición suficiente. Bloquea la puerta por dentro y no abras a nadie bajo ninguna circunstancia.
Ni siquiera si oyes mi voz, por si es un truco, usaremos una señal. Tocaré la puerta tres veces, haré una pausa y luego dos veces más. Solo entonces sabrás que soy yo. Era un plan arriesgado, pero era el único que tenían. Isabela asintió a regañadientes, confiando en su juicio. “Ten cuidado, Santiago.” “Siempre lo tengo,” dijo él.
Se quedaron en silencio por un momento, el crepitar del fuego llenando el vacío. Santiago levantó la mano y acarició su mejilla, su pulgar trazando la línea de su mandíbula. “Cuando todo esto termine”, comenzó su voz más suave. “Sí”, lo animó ella, el corazón latiendo con expectación. Él pareció luchar de nuevo con las palabras. La expresión de sus emociones no era su fuerte. En lugar de hablar, se inclinó y la besó.
Fue un beso lento, profundo, lleno de la promesa de ese cuando. Isabela se entregó al beso, sus brazos rodeando su cuello, atrayéndolo más cerca. Todo el miedo y la incertidumbre del día se disolvieron en la certeza de sus labios sobre los de ella. Esa noche, por primera vez, no durmieron separados. Santiago no se unió a ella en la cama, que aún sentía como el santuario de ella, sino que trajo su rollo de mantas y durmió en el suelo junto a la cama, lo suficientemente cerca como para que Isabela, si estiraba la mano, pudiera tocar su hombro. Saber
que estaba allí tan cerca, un guardián incluso en el sueño, le dio a Isabela la primera noche de paz verdadera desde que su pesadilla había comenzado. Mucho antes de que los primeros rayos del alba tiñieran el cielo de gris, Santiago ya estaba despierto y preparándose. Se movía por la cabaña con un silencio fantasmal para no despertarlas.
Isabela, sin embargo, se despertó por la ausencia de su presencia junto a la cama. abrió los ojos y lo vio de pie junto a la puerta, ya vestido para el viaje, una pequeña mochila a la espalda y su rifle en la mano. La luz de la luna que se filtraba por la ventana delineaba su enorme silueta. “Santiago, susurró ella.
Él se giró y aunque no podía ver su expresión en la penumbra, sintió su mirada sobre ella. Se acercó a la cama. Te he despertado. No te irás sin despedirte, ¿verdad?” Él negó con la cabeza. No pensaba hacerlo. Se sentó en el borde de la cama y tomó su mano. Sus manos estaban frías por el aire de la mañana. Escúchame, Isabela.
Todo saldrá bien. Solo quédate dentro. Mantén a mía ocupada. que no se asuste. Volveré tan pronto como pueda, probablemente mañana por la noche o al día siguiente como muy tarde con ayuda. No me preocupa la cabaña dijo ella apretando su mano. Me preocupas tú. Vargas estará furioso. Sus hombres podrían estar patrullando.
Conozco esta montaña mejor que mi propio rostro, le aseguró. Ellos buscan a un hombre en un caballo por el camino principal, no a un fantasma entre los árboles. Se inclinó y la besó suavemente. Estaré pensando en ti a cada paso. Y yo en ti, respondió ella suavemente, para no molestar el agarre de la mujer. Él le soltó la mano y se puso de pie.
Fue hasta donde Mia dormía, se inclinó y depositó un beso casi imperceptible en su frente. El gesto fue tan increíblemente tierno que a Isabela se le llenaron los ojos de lágrimas. Se enderezó y le dirigió una última mirada, un asentimiento de cabeza que era una promesa y una despedida. Y luego se deslizó por la puerta y desapareció en la oscuridad, tan silencioso como había llegado a su vida.
Isabela se levantó y aseguró la puerta por dentro con la pesada tranca de madera que Santiago había instalado. Se sintió terriblemente sola. La cabaña, que se había convertido en un refugio, ahora parecía una jaula. El día se extendió ante ella, una eternidad de espera y ansiedad. Trató de mantener la normalidad por mía.
Hicieron pan, jugaron con los animales de madera y leyeron el único libro de cuentos infantiles que habían logrado salvar. Pero cada crujido del bosque, cada silvido del viento, hacía que su corazón diera un vuelco. Se encontraba constantemente mirando por las pequeñas aberturas de las ventanas, escudriñando el bosque en busca de cualquier señal de movimiento, el pesado rifle de casa nunca lejos de su alcance.
Mientras tanto, Santiago se movía por el bosque con la velocidad y la eficiencia de un depredador nativo. Evitaba los senderos conocidos, moviéndose a través del denso sotobosque, sus pies encontrando apoyo en el terreno irregular, sin hacer apenas ruido.
El aire frío de la mañana llenaba sus pulmones y la soledad del bosque, que una vez había sido su consuelo, ahora se sentía como una carga. Cada kilómetro que lo alejaba de la cabaña aumentaba su ansiedad. Dejar a Isabela y Mía solas, incluso por un corto tiempo, iba en contra de cada instinto protector que la batalla había despertado en él, pero sabía que era necesario continuar escondiéndose, solo pospondría lo inevitable. Necesitaban cortar el mal de raíz.
A media mañana, mientras descendía por una ladera empinada, se detuvo en seco. Escuchó el sonido inconfundible de cascos de caballo en el valle de abajo. Se ocultó detrás de un conjunto de rocas y observó. Eran tres de los hombres de Vargas patrullando el camino que conducía al pueblo. Estaban alerta con los rifles en la mano.
Santiago los observó con ojos fríos, su mano apretando su propio rifle. Podría eliminarlos fácilmente desde su posición elevada, uno por uno. El viejo instinto, el del soldado, gritaba por hacerlo, pero el hombre en el que se estaba convirtiendo, el protector, le dijo que no. Matarlo solo empeoraría las cosas. lo convertiría en un fugitivo y pondría en peligro la ayuda legal que buscaba.
No podía arriesgar el futuro por una venganza inmediata. Con un autocontrol de hierro, esperó a que pasaran y luego continuó su camino, tomando una ruta aún más tortuosa para evitar cualquier otro encuentro. Mientras el sol comenzaba a descender en la cabaña, Isabela estaba llevando a mí a la cama. La niña estaba inquieta.
¿Cuándo volverá, Santiago?, preguntó abrazando con fuerza su osito de madera tallada. “Pronto, mi amor”, le aseguró Isabela. “tuvo que ir a hacer un recado muy importante, pero volverá muy pronto.” “Le extraño”, dijo Mía. “Yo también, cariño.” Yo también. Después de que Mia finalmente se durmiera, Isabela se sentó de nuevo junto al fuego, la escopeta apoyada contra la silla.
El silencio era ensordecedor. Se sentía expuesta, vulnerable. El coraje que había sentido durante la batalla se había desvanecido, reemplazado por un miedo persistente. No era miedo por ella misma, sino por mía. Y sorprendentemente un miedo profundo por Santiago. Solo ahí fuera en la oscuridad.
se dio cuenta con una claridad que la golpeó como un rayo de que en algún momento durante los últimos días se había enamorado del gigante de la montaña. No era solo gratitud, era algo mucho más profundo. Amaba su fuerza silenciosa, su inesperada ternura, la forma en que sus ojos se suavizaban cuando miraba a Mia. Amaba al hombre herido que se escondía del mundo y que había abierto su fortaleza por ellas.
Estaba tan perdida en sus pensamientos que casi no lo oía al principio. Un arañazo, un sonido suave en la puerta principal. Su corazón se detuvo. No eran los golpes, no era la señal. Agarró la escopeta, el metal frío bajo sus dedos sudorosos y se acercó a la puerta sigilosamente. ¿Quién está ahí? Llamó. Su voz temblorosa pero firme. Silencio.
Luego una voz yante y familiar. Sabemos que estás ahí, Isabela. El gigante te ha dejado sola, ¿verdad? Era Ricardo Vargas. Isabela sintió que la sangre se le helaba en las venas. ¿Cómo? Tenemos ojos por todas partes. Se burló él desde el otro lado de la puerta. Lo vimos irse esta mañana.
Parece que no le importas tanto después de todo. Abandonándote a tu suerte. Ahora abre la puerta. No queremos hacerle daño a la niña, solo danos el mapa y te dejaremos en paz para siempre. Es tu última oportunidad. Isabela se apoyó contra la puerta, su mente corriendo a toda velocidad. Estaban jugando con ella, tratando de asustarla para que cometiera un error. Recordó las palabras de Santiago.
No abras a nadie. Apuntó la escopeta hacia la puerta, su cuerpo temblando, pero su determinación endureciéndose. No tengo ningún mapa. Ricardo, lárgate de aquí antes de que te vuele la cabeza. Se escuchó una risa cruel. Valiente. Muy bien, quédate en tu jaula, pero esto no ha terminado.
Escuchó el sonido de pasos alejándose y luego el galope de un caballo. Se quedó junto a la puerta durante mucho tiempo, sin moverse, el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Vargas sabía que Santiago se había ido. Sabía que estaban solas. ¿Qué iba a hacer? ¿Volvería con más hombres? ¿Intaría quemar la cabaña como había amenazado antes? La noche se hizo más oscura y cada sombra parecía una amenaza. Isabela no durmió.
Se quedó sentada en la silla vigilando, rezando por el regreso de Santiago, rezando por el amanecer. Santiago llegó a la capital del condado al atardecer del día siguiente, cubierto de polvo y agotado, pero impulsado por una urgencia febril. El pueblo era más grande que Oakaben, con edificios de ladrillo y calles concurridas.
preguntó por la oficina del mariscal federal y fue dirigido a un pequeño edificio de aspecto oficial al final de la calle principal. Dentro, un ayudante joven y con cara de aburrido levantó la vista de su periódico. “Busco al mariscal Bance”, dijo Santiago, su tamaño y su aspecto rudo, haciendo que el ayudante se enderezara en su silla. “No está”, respondió el ayudante.
“¿Y cuándo volverá?” “No lo hará. se jubiló el mes pasado. El nuevo mariscal, el mariscal Thomson, está fuera de la ciudad investigando un robo de trenes. No volverá en una semana, quizás más. Las palabras golpearon a Santiago como un puñetazo en el estómago. Una semana. No tenían una semana. Era una causa perdida. Sintió una oleada de desesperación.
Todo este viaje, todo este riesgo, para nada. Salió de la oficina. La frustración y la rabia ardiendo en su interior. ¿Y ahora qué? Volver solo para enfrentarse a Vargas y a toda su banda. Sería un suicidio. Lo matarían y luego se llevarían a Isabela y a Mía. Se detuvo en medio de la calle, sintiéndose más perdido y desamparado que cuando decidió aislarse del mundo.
Estaba apoyado contra un poste tratando de pensar, de encontrar una salida cuando una voz familiar lo llamó. Santiago, ¿eres tú, Santiago Miller? Santiago se giró y vio a un hombre mayor de rostro curtido y ojos amables, que lo miraba con una mezcla de sorpresa y reconocimiento.
Era Ben Carter, un viejo sargento que había servido con él en el ejército, uno de los pocos hombres buenos que había conocido. “Ven”, dijo Santiago, la sorpresa evidente en su voz. “¿Qué demonios haces aquí?” “Me retiré aquí”, sonríó. Ven, mi esposa es de por aquí. La pregunta es, ¿qué hace esto aquí? La última vez que supe de ti, habías desaparecido de la faz de la tierra. Pareces un hombre que ha visto un fantasma.
Peor que eso, ven, dijo Santiago, la desesperación filtrándose en su voz. Estoy en un gran problema. Ben lo miró, vio la urgencia y la seriedad en los ojos de su viejo amigo. ¿Qué clase de problema? Santiago dudó por un momento. Confiar en la gente le había traído nada más que dolor en el pasado.
Pero mirar a los ojos honestos de Ben, recordar al hombre que una vez le había salvado la vida en el campo de batalla, tomó una decisión. Necesito tu ayuda. Es sobre una mujer y su hija. Durante la siguiente hora, en una tranquila taberna, Santiago le contó a Ben toda la historia, desde la aparición de Mía en su puerta hasta su viaje fallido para encontrar al mariscal.
Ben escuchó en silencio, su expresión cada vez más sombría. Cuando Santiago terminó, Ben se quedó pensativo por un momento, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Ricardo Vargas, dijo con desdén, conozco su reputación, un cáncer en estas tierras. Y el nuevo mariscal Thompson es joven y más interesado en los casos llamativos que en ayudar a los granjeros locales.
Entonces, no hay nada que hacer, dijo Santiago con resignación. No he dicho eso”, dijo Ben. Una chispa encendiéndose en sus ojos. “Puede que yo esté retirado, pero todavía conozco a algunos muchachos, hombres que sirvieron con nosotros, que se establecieron por aquí. Hombres que no le temen a un matón como Vargas y que saben la diferencia entre el bien y el mal.
Puede que no seamos la ley oficial, pero podemos impartir un poco de justicia a la antigua usanza.” Una nueva esperanza comenzó a nacer en el pecho de Santiago. ¿Lo harías? ¿Me ayudarías? Ben sonrió. Servimos juntos, Santiago. Luchamos codo con codo. Nunca dejas atrás a un hermano. Y por lo que me cuentas de esta mujer y esta niña, parece que finalmente has encontrado algo por lo que vale la pena luchar de nuevo. Claro que te ayudaré.
Reúne los hombres que puedas. ¿Cuántos crees que puedes conseguir? Dame hasta mañana por la mañana, dijo Ben. Su rostro endureciéndose con determinación. Tendrás tu propio pequeño ejército. Mientras Ben se iba a reunir a sus viejos camaradas, Santiago sintió por primera vez en años que no estaba solo. Tenía aliados. Tenía una oportunidad.
Ahora solo tenía que rezar para poder volver con Isabela y Mia a tiempo. Su corazón le decía que cada segundo contaba y que el peligro en la montaña estaba lejos de haber terminado. La noche en la cabaña fue la más larga en la vida de Isabela. Después de la visita de Vargas, se sintió como un animal en una trampa. Cada sonido la sobresaltaba.
Estaban ahí fuera observando, esperando. Se negó a sucumbir al pánico. Mía dependía de ella. Santiago dependía de que ella fuera fuerte. Recorrió la cabaña comprobando las barricadas de Santiago una y otra vez. Se sentó con la escopeta en el regazo. No por elección, sino por necesidad. Mirando el fuego, su mente volvió al beso que había compartido con Santiago.
Ese beso se convirtió en su ancla, un faro de calor en la fría oscuridad de su miedo. Le dio la fuerza para seguir adelante, para creer que él volvería. Por la mañana estaba agotada, pero resuelta. Decidió que no podía seguir escondiéndose como una presa asustada. Si iban a atacarla, no la encontrarían acurrucada en un rincón.
Siguiendo el ejemplo de Santiago, comenzó a prepararse para una defensa. Recordó cómo había usado el terreno a su favor. Llenó cubos con agua en caso de incendio. Preparó más vendajes. Cada acción era un acto de desafío contra el miedo que intentaba consumirla. Mientras trabajaba, Mía se despertó y vino a su lado. Mamá, ¿estás triste? Isabela se obligó a sonreír. No, mi amor, solo estoy ocupada.
Hoy vamos a jugar un juego. Vamos a construir el fuerte más fuerte del mundo aquí mismo en nuestra cabaña. Mía aplaudió emocionada con la idea. Juntas apilaron más mantas y muebles contra las paredes, creando pequeñas fortalezas dentro de la fortaleza principal. Para Mía era un juego, pero para Isabela era una forma de mantenerse cuerda, de transformar su miedo en acción.
Al caer la tarde de ese segundo día, la tensión era casi insoportable. Isabela miraba por la ventana, rezando para ver la figura de Santiago emergiendo del bosque, pero el bosque permanecía en silencio. Entonces oyó un ruido. No era en la puerta, venía del tejado, un ruido de algo arrastrándose. Alguien estaba en el techo, probablemente tratando de acceder por la chimenea.
Su sangre se heló, agarró la escopeta y corrió hacia la chimenea, su corazón latiendo salvajemente. invitó a Mia que se escondiera en la bodega. Apuntó el arma hacia la abertura oscura de la chimenea, esperando su aliento contenido. Justo en ese momento, escuchó los golpes en la puerta. Tres golpes, una pausa, dos golpes más, la señal.
Una oleada de alivio tan poderosa que casi la hizo caer de rodillas la invadió. Santiago gritó corriendo hacia la puerta y quitando la pesada tranca. La abrió de golpe y se encontró cara a cara. No con Santiago, sino con Ricardo Vargas, una sonrisa torcida y triunfante en su rostro. Detrás de él, varios de sus hombres la apuntaban con sus armas. “Sorpresa”, dijo Vargas. “Parece que tu gigante es más predecible de lo que pensaba.” La habían engañado.
El ruido en el tejado había sido una distracción para hacerla bajar la guardia. Su corazón se hundió en un abismo de terror. Estaba atrapada y Santiago no estaba allí para salvarla. El mundo de Isabela se contrajó y se convirtió en el rostro sonriente y cruel de Ricardo Vargas. Por un instante, el terror la paralizó por completo. Su mente gritaba.
Era una trampa, una trampa mortal, y ella había caído de cabeza en ella. El sonido en el tejado, la imitación perfecta de la señal de Santiago, habían jugado con su esperanza. La habían convertido en un arma contra ella misma. Pero entonces vio por encima del hombro de Vargas el brillo de pánico en los ojos de uno de sus matones, un hombre más joven que los demás, y la parálisis de Isabela se transformó en una furia glacial. Mía estaba en la bodega.
Mía era todo lo que importaba. Enderezó la espalda y aunque su corazón era un pájaro atrapado contra sus costillas, su rostro se convirtió en una máscara de desafío. Levantó la escopeta, aunque sabía que era inútil contra tantos hombres, un gesto de pura obstinación. Sal de mi casa”, siceó, su voz temblando, pero llena de veneno. Vargas se rió, un sonido desagradable que no llegó a sus ojos fríos y calculadores.
“Tu casa, se burló. Pronto todo esto será mío. La montaña, la cabaña y el oro. Ahora baja el arma bonita. No queremos estropear esa cara antes de divertirnos un poco.” Hizo una seña y dos de sus hombres se abalanzaron sobre ella. Isabela apretó el gatillo. El estruendo de la escopeta llenó el aire, pero en su pánico y con los hombres tan cerca, la perdigonada se incrustó inofensivamente en el marco de la puerta. Se la arrancaron de las manos, el retroceso y la fuerza bruta la enviaron al suelo. Uno de ellos la
sujetó por los brazos, retorciéndolos dolorosamente detrás de su espalda y levantándola. luchadora”, exclamó Vargas con una sonrisa de lobo. “Me gusta eso. Hace que la victoria sea mucho más dulce. Ahora, por última vez, ¿dónde está el mapa?” “No hay ningún mapa, idiota!”, gritó ella, luchando inútilmente contra el agarre de su captor.
Es una leyenda, un cuento de viejas para codiciosos como tú. El rostro de Vargas se oscureció, se acercó y la abofeteó con fuerza. El golpe hizo que la cabeza de Isabela girara, el sabor metálico de la sangre llenando su boca. Mentira, sé que existe y sé que me lo darás. O quizás la niña sea más cooperativa. El terror volvió con toda su fuerza ante la mención de Mía.
No, a ella no la toques. No te atrevas a tocarla. Entonces, dime, ¿dónde está el mapa? Vargas se paseaba por la pequeña cabaña, derribando la mesa de Santiago, tirando los pocos libros al fuego. Era la encarnación del caos, destruyendo el santuario de paz que habían construido. “Busquen por todas partes,” ordenó a sus hombres, “Revisen debajo de las tablas del suelo, en la chimenea, en cada maldito rincón”.
Mientras sus matones comenzaban a destrozar la cabaña, Vargas se arrodilló frente a Isabela. Voy a encontrarlo y cuando lo haga me preguntaré qué hacer contigo. Santiago no va a volver para salvarte. Mis hombres lo vieron en el pueblo del condado. Lo vieron hablando con el viejo Ben Carter, probablemente intentando reunir a un par de viejos borrachos para venir a jugar a los héroes.
Sacó un cuchillo y trazó una línea fría por la mejilla de Isabela, sin llegar a cortar la piel. Pero llegarán demasiado tarde para cuando lleguen, si es que llegan, solo encontrarán cenizas. Se levantó y se dirigió hacia la trampilla de la bodega. Y ahora, conozcamos a la pequeña. No! Gritó Isabela con una fuerza que no sabía que poseía. Aléjate de ella.
Su grito fue tan desesperado, tan primordial, que incluso Vargas se detuvo por un segundo. Ella sabía que tenía que ganar tiempo. Tenía que darle a Santiago una oportunidad de volver. Cualquier cosa. Espera, dijo la voz rota. El mapa no está aquí. Los ojos de Vargas brillaron con codicia. Ah, no. ¿Y dónde está? Lo enterré. Mintió Isabela, las palabras saliendo a trompicones.
Cerca del viejo roble donde Santiago me encontró. Solo yo sé el lugar exacto. Vargas la estudió, su mente calculadora sopesando sus palabras. Inteligente. Muy inteligente. Bueno, entonces irás con nosotros y nos lo mostrarás. No puedo ir a ninguna parte hasta que sepa que mi hija está a salvo. Déjame verla.
Era una apuesta desesperada. Vargas vaciló, luego sonrió. De acuerdo, te dejaré despedirte. Traed a la niña. Uno de sus hombres abrió la trampilla y bajó. Un momento después volvió a subir con Mia, que lloraba aterrorizada. En el instante en que Mia vio a su madre retenida, sus pequeños hoyosos se convirtieron en un grito desgarrador.
“Mamá, está bien, mi amor. Está bien”, dijo Isabela, esforzándose por mantener la calma en su voz. “Mamá está aquí.” El hombre que la sostenía la empujó hacia Vargas, quien agarró a Mía del brazo. La niña chilló. Ese sonido, el sonido del terror de su hija en las manos de ese monstruo, rompió algo dentro de Isabela.
Ya no había plan, ya no había estrategia, solo había instinto maternal en su forma más pura y salvaje. Con un rugido se retorció y mordió la mano del hombre que la sujetaba. Él gritó de dolor y aflojó el agarre por una fracción de segundo. Fue suficiente. Isabela se lanzó hacia delante, no hacia la puerta, sino hacia la chimenea.
Agarró el pesado atizador de hierro del fuego y se giró con los ojos ardiendo de una furia de leona. El primero que se acerque a ella gritó blandiendo el atizador incandescente, “Le quemaré los ojos.” Los hombres retrocedieron instintivamente ante el calor y la locura en sus ojos. Incluso Vargas pareció sorprendido. Justo en ese momento, un sonido atravesó la noche. Un silvido agudo, casi como el de un halcón, que pareció venir de todas las direcciones a la vez.
Los hombres de Vargas se miraron confundidos. Luego, el panel de una de las ventanas barricadas estalló hacia adentro con un estruendo de madera astillada y una figura oscura saltó a la habitación. No era Santiago, era un hombre mayor, pero ágil, con ojos duros como el acero. Era Ben Carter. Antes de que nadie pudiera reaccionar, estaba en medio de ellos, moviéndose con la eficiencia de un profesional, golpeando a un hombre con la culata de su rifle y desarmando a otro con un movimiento rápido. Casi simultáneamente,
otra ventana en el lado opuesto de la cabaña se rompió y allí, llenando el marco como una aparición de pesadilla, estaba Santiago. No entró en la habitación, simplemente se quedó allí, la enorme escopeta en sus manos, sus ojos azules ardiendo con una furia tan fría y vasta como un glaciar.
La visión de Isabela, con sangre en el labio y un atizador en la mano, protegiendo a su hija del círculo de hombres, fue como combustible para su furia. “Vargas”, dijo Santiago, y su voz no era humana. Era el estruendo de una avalancha, la promesa de una aniquilación total. Suéltala. Vargas, presa del pánico, agarró a Mía y la puso delante de él como un escudo, colocando la punta de su cuchillo en el delicado cuello de la niña. Aléjate, gigante. Hola, Mato. Lo juro por Dios, lo haré.
Los ojos de Santiago se estrecharon. Isabela gritó, pero entonces algo inesperado sucedió. Una de las tablas del suelo, justo detrás de Vargas, se levantó. Una mano surgió de la oscuridad de la bodega. agarró el tobillo de Vargas y tiró con una fuerza sorprendente. Vargas gritó, perdió el equilibrio y soltó a Mía.
Del agujero emergió un tercer hombre, uno de los antiguos camaradas de Ben. Isabela no esperó, se lanzó hacia delante y arrebató a Mía, rodando por el suelo con ella para ponerla a salvo en un rincón. La cabaña explotó en un caos de violencia controlada. Los hombres de Ben, que habían rodeado la casa, entraron por todas las aberturas.
Eran cuatro. Más Santiago y Ben, seis veteranos contra los matones de Vargas. No fue una pelea, fue una ejecución táctica. En menos de un minuto, los hombres de Vargas estaban en el suelo gimiendo, desarmados e inmovilizados. Todo, excepto Vargas mismo.
Cuando perdió el equilibrio, se recuperó y corrió hacia la puerta trasera, desesperado por escapar. Pero Santiago ya estaba en movimiento. Se movió con una velocidad aterradora para un hombre de su tamaño cortándole el paso. No usó la escopeta, la tiró a un lado. Esto era personal. Vargas, atrapado, intentó apuñalarlo con su cuchillo.
Santiago simplemente atrapó la muñeca de Vargas en el aire, sus enormes dedos rodeándola como bandas de acero. Se oyó un repugnante crujido de huesos y Vargas gritó de agonía. El cuchillo cayendo de sus dedos entumecidos. Santiago no había terminado. Agarró a Vargas por el cuello de la camisa y lo levantó del suelo con una sola mano, como si no pesara nada. Lo estampó contra la pared de troncos de la cabaña. La fuerza del impacto hizo que toda la estructura temblara.
Vargas jadeaba, sus pies colgando en el aire, su rostro congestionado y morado. “Tocaste a mi familia”, gruñó Santiago, su rostro a centímetros del de Vargas, cada palabra un golpe. La promesa de una muerte violenta y segura estaba en sus ojos. “Santiago, no.” La voz de Isabela cortó la neblina roja de su ira.
Se giró para verla de pie, sosteniendo a Mía, con lágrimas corriendo por su rostro, pero con los ojos firmes. “No vale la pena. No te conviertas en él. La súplica en su voz lo alcanzó. Miró su rostro asustado pero amoroso y luego a la pequeña Mía que se escondía detrás de ella mirando con ojos aterrorizados.
Lo que decían sus ojos era claro. Necesitamos un protector, no un asesino. Respiró hondo, luchando contra el monstruo dentro de él, la parte del que quería terminar con vargas de la manera más brutal posible. Con un rugido final de frustración y rabia, arrojó a Vargas al suelo como un saco de basura.
Vargas se desplomó en un montón, tosiendo y farfullando. Ben Carter se acercó y puso una bota en la espalda de Vargas, apuntándole con el rifle. Se acabó, Ricardo. Pasarás mucho tiempo en una jaula por esto. El peligro había pasado. El silencio descendió sobre la cabaña, solo interrumpido por los gemidos de los hombres heridos y la respiración agitada de todos.
Santiago se quedó inmóvil por un momento, el temblor de la adrenalina recorriendo su cuerpo. Luego, lentamente se volvió hacia Isabela. Ella corrió hacia él. Mía, todavía en sus brazos, estiró sus pequeñas manos hacia Santiago.
Él las recibió en un abrazo, envolviéndolas a ambas con sus enormes brazos, enterrando su rostro en el cabello de Isabela, inhalando su aroma, asegurándose de que eran reales, que estaban a salvo. “Pensé que te había perdido”, susurró ella en su pecho. “Nunca”, respondió él, su voz ronca de emoción. “Nunca te dejaré a ninguna de las dos.” Se quedaron así por un largo tiempo, una isla de alivio y amor en medio de la destrucción.
Ben y sus hombres ataron a Vargas y a sus matones, preparándolos para el largo viaje de regreso a la capital del condado, donde se asegurarían de que enfrentaran la justicia, incluso si el mariscal local no estaba interesado. Cuando finalmente estuvieron solos, con Mía dormida profundamente la cama, agotada por el terror y el alivio, Isabela y Santiago se sentaron frente al fuego en la cabaña destrozada.
Isabela limpió la sangre del labio de Santiago, una herida que ni siquiera se había dado cuenta de que tenía. “Toda tu casa”, dijo ella, mirando la destrucción a su alrededor. “Es solo madera”, respondió él, sin apartar la mirada de ella. “Se puede reconstruir las casas se pueden reconstruir las vidas son más frágiles.” Tomó su mano, entrelazando sus dedos con los de ella.
Isabela, cuando te vi de pie allí, defendiéndolas con nada más que fuego y furia, me di cuenta de algo. Me había estado escondiendo aquí durante años, no del mundo, sino de mí mismo. Me estaba escondiendo del hombre que era capaz de sentir tanto que me aterraba. miedo a perder algo de nuevo. Pero esta noche, enfrentando la idea de perderte, fue el único miedo verdadero que he conocido.
Ella le acarició la mejilla barbuda. Yo también tuve miedo. No de ellos. Tuve miedo de que no volvieras. En estas últimas semanas, esta cabaña, tú os habéis convertido en mi hogar. El único hogar que Mía y yo hemos conocido, donde nos sentimos verdaderamente seguras. Quiero que siempre sea vuestro hogar”, dijo él, su voz cargada de una seriedad absoluta.
“Quédate aquí, quedaos conmigo, déjame cuidar de vosotras, déjame ser el padre de mía. Déjame ser tu hombre, tu esposo.” La propuesta, tan directa, tan honesta, en medio del caos, fue la cosa más hermosa que Isabela había oído jamás. Las lágrimas brotaron de sus ojos de nuevo, pero esta vez eran lágrimas de alegría. Sí. susurró. “Sí, Santiago, sí a todo.
” Él la atrajó hacia un beso, un beso que era una promesa de todos los mañanas, de todas las mañanas tranquilas y noches seguras por venir. En ese beso estaba la promesa de reconstruir no solo la cabaña, sino sus vidas juntas. En los meses que siguieron, la montaña presenció una transformación. Con la ayuda de Ben y sus amigos, la cabaña no solo fue reparada, sino ampliada.
Santiago, con una sonrisa que ya no era una rareza en su rostro, construyó una nueva habitación para mí, pintada de un color amarillo pálido que Isabela había elegido. La tierra de Ricardo Vargas fue confiscada por el estado y la paz regresó a la región.
Santiago e Isabela se casaron en una ceremonia sencilla en el Claro, frente a la cabaña, con Ben como padrino y Mía como la niña de las flores más feliz del mundo. Un año después del ataque, Isabela estaba sentada en el porche de su hogar reconstruido, meciéndose suavemente en una silla nueva que Santiago había hecho para ella.
Observaba a Mía, que ahora tenía casi 8 años, correr por el prado con un cachorro que Santiago le había regalado, sus risas resonando en el aire limpio de la montaña. La puerta se abrió detrás de ella y unos brazos fuertes y familiares la rodearon por detrás, una mano grande y cálida descansando protectoramente sobre su vientre prominentemente abultado. Santiago se inclinó y besó la parte superior de su cabeza.
¿En qué piensa la mujer más hermosa de esta montaña? Ella se apoyó en él con un suspiro de absoluta felicidad. En lo increíble que es todo esto, en como el peor día de mi vida me llevó al mejor hombre del mundo. Él le dio la vuelta en sus brazos para mirarla a la cara. ¿Sabes? A veces por la noche cuando os oigo respirar a ti y a mí, todavía no puedo creer que sea real, que ya no estoy solo.
Nunca volverás a estar solo, le aseguró ella, poniendo su mano sobre la de él en su vientre. Sintieron una pequeña patada desde adentro. Nuestra familia está creciendo. Siempre habrá demasiado ruido para que te sientas solo. Él sonrió, una sonrisa ancha y genuina que transformó por completo su rostro. se inclinó y la besó profundamente.
Un beso lleno de amor, pasión y la promesa de un futuro brillante. Miraron juntos el atardecer la pequeña familia que había nacido de la violencia y se había forjado en el amor, una prueba de que incluso en los lugares más salvajes, el corazón puede encontrar un hogar.
La historia de Santiago e Isabela es un poderoso recordatorio de que el verdadero valor de una familia no reside en las tradiciones ni en los apellidos, sino en el amor incondicional y el respeto mutuo.
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