Esa perra llevaba meses fingiendo malestares para trabajar menos. Cree que soy tonto. A una mujer floja es peor que una bestia enferma. ¿Acaso no dice la Biblia que el que no trabaja no come? Yo solo hice lo que cualquier patrón cristiano haría, darle a esa mujer a la gana una lección de humildad. Abajo dignifica, compa.
Y si ella no podía cargar a un niño y chambear al mismo tiempo? Pues que cargara la cruz de Cristo para aprender el verdadero sacrificio. ¿No crees que la pereza es pecado? Pues yo le voy a quitar ese pecado del alma ahora, compadre. Nadie sabe si ese ascendado estaba en su juicio mientras cometía esa crueldad sin fin. Pero de algo puedes estar seguro.
Cuando esto llegue a oídos de Pancho Villa, la venganza vendrá con fuego y pólvora. Pero primero entiende cómo realmente empezó todo.
Para entender la justicia del centauro del norte, primero hay que entender la injusticia del desierto. Y esa tarde [ __ ] en el patio principal de la hacienda, el refugio de don Marcelino Ugarte, la injusticia tenía nombre de mujer y vientre abultado. El sol de abril caía como martillo sobre el yunque del desierto. Ese sol que raja las piedras y quema hasta las intenciones. No había ni una nube en el cielo, solo esa bola de fuego que parecía haberse acercado tres palmos a la tierra no más para castigar a los vivos.

Tania Morales, de apenas 22 años, pero con la sabiduría de quien ha conocido la pobreza desde la cuna, lavaba la ropa de los patrones en el río seco que bordeaba la hacienda. El agua llegaba de un pozo lejano, traída en burros, y cada gota valía más que la vida de un peón. Sus manos, curtidas por el trabajo, pero aún jóvenes, frotaban las camisas de lino de don Marcelino contra las piedras del lavadero.
El vientre le pesaba como si cargara una sandía completa, pero no se quejaba. Las mujeres de su estirpe no se quejaban. Trabajaban hasta que el cuerpo dijera basta. Y esa tarde el cuerpo dijo, “Basta.” Tania sintió que el mundo se le oscurecía como si alguien hubiera corrido una cortina negra delante de sus ojos.
La vista se le nubló, las piernas le temblaron como vara verde y tuvo que apoyarse contra la pared de adobe del lavadero para no caer redonda al suelo. La mano se le fue instintiva al vientre, protegiéndolo, sintiendo como la criatura se movía adentro ajena a la debilidad que atacaba a su madre. Fue ese momento de flaqueza, ese instante humano de necesitar aire y sombra, lo que don Marcelino Ugarte necesitaba para su teatro del horror.
El hacendado venía montado en su caballo tordillo, revisando sus dominios como un rey inspeccionando su reino cuando vio a Tania recargada contra la pared. Para él, esa imagen no era la de una mujer embarazada vencida por el calor, sino la de una empleada olgazana, buscando excusas para no trabajar. Don Marcelino Ugarte no era un hombre cualquiera.
Era de esos católicos que usan la religión como látigo para castigar a los demás mientras ellos viven en el pecado de la soberbia. Rico por herencia, poderoso por contactos, cruel por naturaleza. Tenía 45 años y la cara marcada por la avaricia, con ojos pequeños que siempre buscaban defectos en los otros y una boca que nunca había pronunciado una palabra de compasión.
Su fortuna había crecido vendiendo armas a todos los bandos de la revolución. Carrancistas, villistas, federales. Le daba igual mientras pagaran en oro. El ascendado desmontó del caballo con la parsimonia de quien sabe que tiene todo el tiempo del mundo para hacer maldades. Caminó hasta donde estaba Tania, los pasos resonando en el patio como martillazos en ataúd.
Ella levantó la vista todavía mareada, y en los ojos del patrón vio algo que la hizo estremecerse. El brillo de quien ha encontrado una excusa para ejercer su crueldad. ¿Qué es esto, mujer?, preguntó don Marcelino con voz melosa. Esa voz que usaba cuando estaba a punto de hacer algo terrible. ¿Acaso la carga que llevas en el vientre te impide cumplir con tus obligaciones? Tania intentó explicar.
balbuceó algo sobre el calor y el mareo, pero él no la dejó terminar. La pereza es pecado mortal y todo pecado merece penitencia. El ascendado mandó llamar a Honorato, el carpintero de la hacienda, un hombre bueno que tuvo que obedecer la orden más horrible de su vida. Quiero que me hagas una cruz”, le dijo don Marcelino.
No una cruz de adorno, sino una cruz pesada, de mezquite macizo, del tamaño de un hombre adulto con astillas y todo. Honorato lo miró sin entender hasta que el patrón le explicó su propósito diabólico. Esta mujer va a aprender lo que significa cargar con el peso de Cristo, tal como él cargó con el peso de nuestros pecados. La noticia corrió por la hacienda como fuego en zacatal seco.
Los peones fueron obligados a dejar sus labores para presenciar el espectáculo. Vinieron del campo de maíz, del corral, de los establos, formando un círculo de testigos mudos alrededor del patio principal. Entre ellos estaba Braulio Herrera, el marido de Tania, un vaquero de 28 años, fuerte como toro, pero manso como cordero, con manos grandes acostumbradas a domar potros, pero incapaces de tocar a una mujer que no fuera con cariño. Cuando Braulio vio la cruz de Mezquite, sintió que se le helaba la sangre en las venas. Era una
monstruosidad de madera, pesada, tosca, llena de astillas que se clavarían en la piel de quien la cargara. “Patrón!”, gritó corriendo hacia don Marcelino. “Mi mujer está esperando criatura. no puede cargar eso. Pero dos de los guardias blancos del hacendado, comandados por abundio, lo sujetaron de los brazos y lo obligaron a mantenerse quieto. Vas a ver calladito le dijeron, o te va peor.
Don Marcelino se dirigió entonces a todos los presentes con la voz de predicador que había aprendido imitando al párroco del pueblo. La olgazanería es enemiga del alma cristiana. proclamó señalando a Tania con el dedo acusador. Esta mujer debe aprender que el trabajo dignifica y que quien no trabaja con gozo merece cargar con la cruz del Señor hasta que entienda el valor del sacrificio.
Fue entonces cuando trajeron la cruz y la pusieron sobre los hombros de Tania. El peso de la madera la hizo tambalear como borracha. Era como si le hubieran puesto una viga entera encima y con el vientre abultado y la criatura que se movía adentro, cada paso se convertía en una tortura.
Las astillas del mesquite se le clavaban en los hombros a través del reboso y pronto empezó a sangrar poquito a poco unas goticas que se mezclaban con el sudor y el polvo. La orden de don Marcelino era clara y diabólica. Tania debía caminar de un extremo al otro del patio una y otra vez bajo el sol que rajaba las piedras hasta que él se cansara de mirar.
Y para mayor comodidad, el asendado se sentó en su silla de mimbre en la galería de la Casa Grande. Mandó que le trajeran una jarra de agua fresca con hielo traído desde la sierra y se dispuso a disfrutar su espectáculo privado como quien va a una función de teatro. Cada paso de Tania era un martirio que partía el alma. Las piernas le temblaban, no solo por el peso de la cruz, sino por el peso del niño que llevaba adentro.
El sudor se le mezclaba con las lágrimas silenciosas que le rodaban por las mejillas. El pueblo la miraba con el corazón en la mano, pero con la boca cerrada por el miedo. Sabían que cualquier protesta significaría sumarse al castigo. Y don Marcelino era hombre de cumplir sus amenazas. Braulio forcejeaba entre los guardias que lo sujetaban, los ojos inyectados de rabia y de dolor, viendo a su mujer sufrir esa humillación que ningún ser humano merecía.
“Déjenme ir a ella”, gritaba, pero sus palabras se perdían en el aire seco del desierto. Los otros hombres de la hacienda apretaban los puños, pero ninguno se atrevía a desafiar la autoridad del patrón. Y así siguió la procesión del horror, con Tania arrastrando los pies por el patio polvoriento, la cruz hundiéndole los hombros, el sol quemándole la cabeza, y don Marcelino bebiendo su agua fresca mientras contemplaba su obra maestra de crueldad.
Pero lo que ese hombre no sabía, lo que no podía imaginar en su mente enferma de poder, era que las noticias de una injusticia así de grande no se quedan guardadas en el silencio de una hacienda. Porque el viento del desierto, ese mismo viento que llevaba el polvo y la sed, también llevaba las palabras. Y esas palabras, cargadas de dolor y de rabia iban a llegar muy pronto a los oídos de un hombre que no perdonaba las ofensas contra las mujeres, un hombre cuyo nombre bastaba para que los hacendados abusivos temblaran en sus camas. Francisco Villa, el centauro del norte. La tortura no acabó cuando el sol
se puso tras las montañas de la sierra. Don Marcelino Ugarte se divirtió hasta que las estrellas empezaron a parpadear en el cielo negro del desierto. Y solo entonces, cuando ya no podía ver bien el sufrimiento de Tania, mandó que le quitaran la cruz de los hombros. Pero el daño, hermano, ese ya estaba hecho.
La mujer, cuando la bajaron del madero, ya no era la misma. Su cuerpo, molido de cansancio y dolor, se desplomó en el suelo del patio como costal de frijol vacío. Braulio corrió hacia ella en cuanto los guardias lo soltaron y la levantó en brazos con la delicadeza de quien carga un pajarito herido. Tania tenía los ojos perdidos, como si hubiera visto al mismísimo [ __ ] cara a cara, y respiraba entrecortado, como animal que ha corrido hasta reventar.
Los hombros le sangraban donde las astillas del mesquite se habían enterrado y el rebozo estaba desgarrado y manchado de sangre seca. “¡Mi amor, mi amor”, le susurraba Braulio mientras la llevaba al jacal que compartían en los fondos de la hacienda. “Ya pasó todo, ya no te van a lastimar más.
” Pero Tania no respondía, solo temblaba con un temblor que venía de muy adentro del alma lastimada. Sus labios se movían sin hacer ruido, como si rezara o como si maldijera. ¿Quién sabe. El jacal donde vivían era humilde, pero limpio, con paredes de adobe y techo de tejamanil, apenas un cuarto con una cama de petate, una mesa coja y un brasero para cocinar. La única luz venía de una veladora de cebo que alumbraba débil y parpadosa.
Braulio acostó a su mujer con cuidado, le limpió las heridas de los hombros con agua tibia y se quedó velándola toda la noche, rezándole a la Virgen de Guadalupe que no le fuera a quitar a su esposa y al hijo que esperaban. Pero la Virgen esa noche tenía otros planes. Cerca de la medianoche, Tania empezó con una fiebre que la hacía delirar.
Hablaba dormida, gritaba que se quitaran la cruz de encima, pedía que no la lastimaran más. La temperatura le subía y le bajaba como marea, y Braulio no sabía qué hacer más que ponerle trapos mojados en la frente y seguir rezando. Fue entonces cuando llegó Macaria, la partera del pueblo, una mujer de 60 años que había traído al mundo a la mitad de los niños de la región.
Venía envuelta en su reboso negro, con su morral lleno de hierbas y oraciones, alertada por Casimira, la lavandera que era comadre de Tania. Macaria tomó un vistazo a la enferma y meneó la cabeza. Está muy mal, dijo. El susto y el maltrato le adelantaron el parto. Esta criatura quiere nacer, pero la madre no tiene fuerzas. Y como si hubiera escuchado las palabras de la partera, a Tania se le rompió la fuente.
El agua se derramó sobre el petate mezclada con sangre y empezaron los dolores del parto. Pero no eran dolores normales de mujer que va a dar a luz, sino dolores de animal herido, gritos que desgarraban la noche y hacían que hasta los perros de la hacienda se escondieran. “Sálgase, Braulio”, le ordenó Macaria. Esto no es para hombres. Pero él se negaba a irse.
Se aferró a la mano de su mujer como náufrago a tabla hasta que la partera tuvo que empujarlo fuera del jacal. Si quiere ayudar, le gritó, vaya a buscar más agua caliente y más trapos limpios, pero no se quede aquí estorbando. Braulio salió como sonámbulo, pero no fue por agua. Se fue directo al patio donde habían torturado a su mujer.
Se arrodilló en la tierra donde habían caído las gotas de sangre de Tania. Y allí se puso a llorar como no había llorado desde niño. Lloraba de rabia, de impotencia, de ver a la mujer que amaba sufrir por capricho de un hombre malvado. Y entre lágrima y lágrima hizo una promesa que la tierra seca del desierto oyó.
Si mi mujer se muere, yo voy a cobrar esta cuenta, aunque me cueste la vida. Adentro del Jacal, la batalla entre la vida y la muerte estaba pareja. Tani apujaba con las pocas fuerzas que le quedaban, pero el cuerpo no le respondía. El parto se había complicado. La criatura venía mal acomodada y la madre perdía sangre con cada contracción. Macaria hacía lo que podía con sus manos expertas.
y sus oraciones aprendidas de su abuela curandera, pero sabía que necesitaba un milagro. El milagro no llegó para Tania, pero sí para su hijo. Cuando ya empezaba a clarear el día, cuando los gallos cantaron el amanecer, se oyó el llanto de un niño que nacía en medio de tanto dolor.
Era un varón pequeño pero fuerte, con pulmones que anunciaban su llegada al mundo con gritos de guerrero. Aia lo envolvió en un trapo limpio y se lo puso en el pecho a Tania para que sintiera el calor de su hijo. Tania abrió los ojos, vio al niño y por un momento su cara se iluminó con una sonrisa débil, pero verdadera.
Levantó la mano temblorosa para tocarle la carita, le susurró algo que nadie más alcanzó a oír y luego cerró los ojos para siempre. Se fue así no más, como se van las flores cuando ya dieron su fruto, en silencio y sin aspavientos. Braulio entró cuando todo había terminado.
Vio a su mujer quieta como muñeca de trapo, con una expresión de paz que no había tenido en sus últimas horas, y al niño llorando sobre su pecho inmóvil. El dolor que sintió fue como balazo en el centro del alma, un dolor que no se quita con medicina. ni se cura con tiempo. Macaria le entregó al niño. Es varón, le dijo, sano y fuerte. Va a ser un hombre de bien.
Braulio tomó a su hijo en brazos, lo miró a los ojos que ya se empezaban a abrir y vio en ellos algo de Tania, algo que se había quedado vivo. “Te voy a llamar Sebastián”, le dijo. “Por el santo que protege a los que sufren injusticias.” Enterraron a Tania esa misma tarde en un pedacito de tierra al fondo de la hacienda, bajo un mezquite viejo que daba sombra generosa.
No hubo cura, no hubo misa, no hubo más que la pena de los que la quisieron. Braulio hizo una cruz tosca con dos palos amarrados y la plantó en la cabecera de la tumba. Algunos peones se acercaron a acompañarlo, pero nadie se atrevía a hablar mucho porque sabían que don Marcelino tenía ojos y oídos en todas partes.
Esa noche, cuando ya todos se habían ido a dormir, llegó al velorio un hombre que pocos conocían, pero todos respetaban. Se llamaba Crescencio, aunque todos le decían el cuervo por su costumbre de vestirse de negro y aparecer donde había desgracias. Era un corrido cantor que viajaba de pueblo en pueblo llevando noticias, cantando historias de la revolución y conociendo todo lo que pasaba desde Chihuahua hasta Sonora.
Crescencio era un hombre delgado de unos 35 años, con cara de coyote viejo y ojos que habían visto demasiadas cosas. Tocaba una guitarra que tenía más historia que música y sabía corridos de todos los generales, desde Villa hasta Zapata. Pero esa noche no venía a cantar, venía a escuchar.
Se acercó a Braulio, que estaba sentado junto a la tumba de Tania con el niño en brazos, y se sentó a su lado sin decir palabra. Durante un rato largo, los dos hombres se quedaron callados, oyendo nada más el viento que soplaba entre las ramas del mesquite. Finalmente, Crescencio habló con voz ronca de polvo y tabaco. “Oí lo que pasó”, dijo.
Oí cómo torturó ese desgraciado a tu mujer. Braulio no respondió, pero las lágrimas que le rodaron por las mejillas fueron respuesta suficiente. ¿Sabes una cosa, hermano? Siguió Cresencio. Hay un hombre que no perdona este tipo de maldades, un hombre que ha hecho de la justicia su religión y del castigo a los abusivos su misión de vida.
Braulio levantó la cabeza. Sabía de quién hablaba Crescencio, como sabía todo el mundo en esas tierras. El nombre de Francisco Villa era conocido desde los llanos de Chihuahua hasta las montañas de Durango. Unos lo llamaban bandido, otros lo llamaban libertador, pero todos sabían que era un hombre que cumplía su palabra y que no toleraba las injusticias contra los débiles.
Pero, ¿cómo llegar hasta él?, preguntó Braulio con voz quebrada. Dicen que anda por todas partes y por ninguna, que aparece donde menos lo esperan y desaparece como humo. Cresencio sonrió por primera vez en la noche, una sonrisa triste, pero llena de esperanza. Déjame eso a mí, hermano. Yo tengo mis caminos, mis contactos. La gente del pueblo sabe cosas y las noticias vuelan más rápido que las balas cuando se trata de injusticias así de grandes.
Se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones y puso la mano en el hombro de Braulio. Cuida al niño, críalo fuerte y no pierdas la esperanza. La cuenta de don Marcelino Ugarte se va a cobrar, te lo prometo. Y con esas palabras, Crescencio desapareció en la oscuridad del desierto, llevándose consigo la historia de Tania y la promesa de que esa historia llegaría a los oídos correctos.
Porque en tiempos de revolución las noticias de las injusticias viajan más rápido que los caballos y siempre encuentran el camino hacia los hombres que tienen el poder y la voluntad de hacer justicia. En algún lugar de la Sierra Madre, Francisco Villa estaba a punto de recibir una noticia que iba a cambiar el destino de una hacienda, de un ascendado y de todos los que habían callado ante la crueldad.
La rueda de la justicia revolucionaria estaba a punto de empezar a girar y cuando esa rueda giraba nadie podía detenerla. Crescencio no perdió tiempo. Al amanecer del día siguiente ya estaba ensillando su caballo, un alazán curtido que conocía los caminos del desierto, como conoce el arriero las veredas de la sierra.
En sus alforjas llevaba lo básico para el viaje. Tortillas secas, cesina salada, una cantimplora llena y la guitarra que nunca lo abandonaba. Pero lo más importante que llevaba era la historia de Tania, una historia que ardía en su pecho como brasa viva. Encontrar a Francisco Villa no era cosa fácil. El centauro del norte y sus dorados se movían por el territorio como viento de tormenta.
Aparecían donde menos los esperaban y desaparecían antes de que nadie pudiera seguirles el rastro. Pero Crescencio tenía sus contactos, una red de informantes que incluía desde arrieros hasta vendedoras de tortillas, desde telegrafistas hasta cantineros, toda gente sencilla que admiraba al general rebelde y le hacía llegar información cuando la necesitaba.
El primer día cabalgó hacia el norte, siguiendo el río Santa María, que en esa época del año era apenas un hilo de agua entre las piedras. Paró en un pueblito llamado San Jerónimo, donde conocía a un viejo que tenía fama de saber todo lo que pasaba en 50 leguas a la redonda. El viejo, que se llamaba Eusebio y vendía pulque en un jacal a la orilla del camino, le dio la primera pista.
Hace tres días pasó por aquí un destacamento de federales”, le dijo Eusebio mientras le servía un jarro de pulque espumoso. Iban rumbo al oeste persiguiendo fantasmas. Dicen que villa anda por los rumbos de casas grandes, pero yo creo que eso es puro cuento para despistar.
Si yo fuera villa, estaría donde nadie me busca, en el mero corazón de la sierra. Crescencio agradeció la información. y siguió su camino. Durante dos días más anduvo preguntando, siguiendo rumores, descartando pistas falsas. En un pueblo le dijeron que Villa había atacado un tren cerca de Chihuahua, en otro que lo habían visto comprando ganado en Sonora.
Todo eran historias contradictorias, pero Crescencio sabía que en el centro de todas las mentiras siempre hay un poquito de verdad. Fue en el cuarto día cuando la suerte le sonríó. Estaba descansando en la sombra de un álamo cerca de un aguaje cuando vio acercarse a un grupo de jinetes. Eran cinco hombres armados con sombreros de ala ancha y cartucheras cruzadas al pecho, montados en caballos buenos que habían corrido mucho.
Tenían esa manera de moverse que tienen los hombres de villa, alerta, pero relajada. Listos para la pelea, pero sin buscarla. El que venía al frente era un hombre joven de unos 25 años con bigote espeso y cicatriz en la mejilla izquierda. Crescencio lo reconoció inmediatamente.
Era Martín López, uno de los lugarenientes de Villa, hombre de confianza del general y conocido por su puntería con el rifle. Los dos se habían topado antes en otras ocasiones, y López sabía que Crescencio era hombre de palabra. “¿Qué andas haciendo por estos rumbos, cuervo?”, le preguntó López mientras desmontaba para abrevar su caballo.
“¿No será que traes algún mensaje para el general?” Crescencio asintió con gravedad. “Traigo algo que tiene que oír el general Villa, algo que le va a hervir la sangre cuando se entere.” López lo estudió con los ojos entornados, evaluándolo, midiendo si el mensaje valía la pena o si era otro de tantos que querían ver al general para pedirle favores.
“Habla”, le dijo finalmente. “Si vale la pena, te llevo con él. Si es pura palabrería, te vas por donde viniste. Cresencio le contó la historia completa desde el desmayo de Tania hasta su muerte en el parto, pasando por la crueldad de don Marcelino y la humillación de la cruz.
López escuchó sin interrumpir, pero su cara se fue endureciendo con cada detalle. Cuando Cresencio terminó, López escupió en el suelo y maldijo en voz baja. [ __ ] asendado, desgraciado murmuró. Esa sí es cuenta que tiene que cobrarse. Se volvió hacia sus hombres. Muchachos, cambio de planes. Vamos de regreso con el general. Este compadre viene con nosotros.
Y así fue como Crescencio llegó al campamento de Villa escondido en una cañada entre dos cerros pelones. protegido por rocas y nopales que lo hacían invisible desde la distancia. Era un campamento temporal de esos que se levantaban en una noche y se desbarataban en una hora, pero que por esos días albergaba a casi 200 hombres, la florata de la división del norte. El olor del campamento era inconfundible.
Café negro, tabaco, cuero sudado de caballos, pólvora y tortillas calientes. Los dorados estaban repartidos en grupos pequeños, unos limpiando armas, otros cerrando caballos, algunos echados a la sombra jugando cartas o contando historias, todos armados hasta los dientes, todos listos para montar y salir al combate en cuanto el general diera la orden.
Francisco Villa estaba sentado en una piedra plana estudiando un mapa extendido sobre una mesa improvisada con tablones. A su lado estaba Rodolfo Fierro, su lugar teniente más temido, un hombre alto y delgado que tenía fama de no perdonar nunca una ofensa y de cumplir las órdenes del general sin hacer preguntas. Milla tenía 43 años en ese tiempo.
Estaba en la flor de su poder militar, con la barba recortada y los ojos que brillaban con la inteligencia de quien ha aprendido la guerra en el campo de batalla. Cuando López se acercó con Crescencio, Villa levantó la vista del mapa. “¿Qué traes, Martín?”, preguntó con esa voz ronca que había gritado órdenes en 100 combates. Noticias buenas o malas.
Ni buenas ni malas, mi general, respondió López. Traigo noticias que van a hacer que usted quiera ensillar a Siete Leguas ahora mismo para ir a cobrar una cuenta muy pendiente. Villa miró a Crescencio de arriba a abajo, midiendo al hombre que tenía enfrente. “Tú eres el que llaman el cuervo”, le preguntó el corrido cantor que anda por todos lados llevando historias.
Crescencio asintió nervioso, pero decidido. Habla entonces, hermano, a ver qué historia traes que tiene tan alterado a López. Rey ahí, bajo el sol de la tarde que se colaba entre las rocas del cerro, Crescencio volvió a contar la historia de Tania, pero esta vez la contó como sabía contarla, con el ritmo y la cadencia de quien está acostumbrado a cautivar a su audiencia.
describió el calor del desierto, la humillación de la cruz, el sufrimiento de una mujer embarazada obligada a cargar el símbolo de Cristo como castigo por una flaqueza humana. Villa escuchaba sin moverse, pero su cara se iba transformando. Los ojos se le fueron endureciendo hasta convertirse en pedazos de obsidiana.
La mandíbula se le tensó como cuerda de guitarra y las manos se le fueron cerrando en puños sin que él se diera cuenta. Cuando Crescencio llegó a la parte donde Tania moría en el parto, Villa se levantó de la piedra como resorte y empezó a caminar de un lado para otro como tigre enjaulado. “¿Cómo se llama ese hijo de la chingada?”, preguntó con voz que cortaba como navaja.
¿Dónde está su [ __ ] hacienda? Don Marcelino Ugarte, respondió Crescencio, dueño de la hacienda El Refugio a dos jornadas de aquí hacia el sureste. Dicen que es hombre rico, que tiene guardias armados y contactos en el gobierno. Villa se detuvo frente a Crescencio, lo miró directo a los ojos y habló con la voz que usaba cuando tomaba decisiones que no tenían vuelta atrás.
Hermano, esa cuenta se va a cobrar. Te doy mi palabra de revolucionario y de hombre que no tolera las injusticias contra las mujeres. Ese desgraciado va a pagar por lo que hizo y va a pagarlo caro. Se volvió hacia Fierro y hacia López. Preparen a 50 hombres de los mejores. Vamos a hacerle una visita a don Marcelino Ugarte y le vamos a enseñar qué se siente cargar una cruz cuando no se puede más. Sus ojos brillaron con una luz peligrosa.
Pero antes quiero saber todo sobre esa hacienda. ¿Cuántos hombres tiene? ¿Cómo está defendida? ¿Cuándo baja la guardia? Esta operación se va a hacer bien hecha como corresponde a la memoria de esa pobre mujer. Y así fue como la historia de Tania llegó a oídos del hombre indicado, del único hombre en todo Chihuahua, que tenía el poder y la voluntad de hacer justicia.
La rueda de la venganza ya estaba en movimiento y don Marcelino Ugarte, que se creía intocable en su hacienda, estaba a punto de recibir la visita más terrible de su vida. Los preparativos para la operación empezaron esa misma noche. Villa no era hombre de tomar decisiones a la ligera cuando se trataba de operaciones militares, pero tampoco era de los que dejaban pasar mucho tiempo cuando había una injusticia que cobrar.
mandó llamar a tres de sus hombres más experimentados, Fierro para la estrategia, López para el reconocimiento y al gero Urbina para que seleccionara a los mejores jinetes. “Escúchenme bien”, les dijo reunidos alrededor del mapa que había extendido sobre la mesa improvisada. “Esto no es un asalto cualquiera.
No vamos por dinero, no vamos por armas, no vamos por ganado. Vamos a hacer justicia. Y la justicia tiene que ser ejemplar, tiene que quedar grabada en la memoria de todos los cabrones que se creen con derecho a maltratar a las mujeres. Fierro, que tenía fama de ser el más despiadado de los lugarenientes de Villa, asintió con una sonrisa que daba escalofríos.
¿Qué órdenes tenemos sobre el ascendado, mi general? ¿Lo ejecutamos de una vez o le damos oportunidad de sufrir un poquito? Villa lo miró con esos ojos que habían visto demasiada guerra. Rodolfo, este desgraciado va a pagar por lo que hizo, pero va a pagarlo de la manera correcta. No somos carniceros, somos revolucionarios. La justicia tiene que tener sentido, tiene que enseñar algo a los que la vean.
se quedó callado un momento pensando, “Ese hombre hizo cargar una cruz a una mujer embarazada, pues va a aprender en carne propia lo que se siente cargar esa cruz.” López se inclinó sobre el mapa señalando la ubicación aproximada de la hacienda. “Mi general, según lo que me contó el cuervo, la hacienda está bien defendida. Tiene como 20 guardias blancos, todos armados con rifles Mauser, y la Casa Grande está construida como fortaleza, con muros gruesos y pocas ventanas.
Pero también me dijo que el asendado acostumbra a dar fiestas religiosas y en esas ocasiones baja la guardia porque recibe visitas de otros ascendados de la región. ¿Cuándo es la próxima fiesta?, preguntó Villa. Crescencio, que había estado escuchando en silencio, se aclaró la garganta.
Mi general, el sábado que viene es la fiesta de Santa Rita, patrona de los imposibles. Don Marcelino siempre la celebra a lo grande. Invita a todos los ricos de la comarca. Dicen que hasta el presidente municipal va a estar ahí. Villa se frotó la barba calculando. Perfecto. Nada mejor que un teatro lleno para una función de justicia. se dirigió al gero. Urbina.
Selecciona a 50 hombres, pero que sean de los más disciplinados. No quiero borrachos, no quiero pendencieros, quiero soldados que sepan obedecer órdenes. Esta operación se va a hacer limpia, sin excesos innecesarios. Durante los siguientes tres días, el campamento se convirtió en un hervidero de actividad.
Los hombres seleccionados limpiaron sus armas hasta que brillaron como espejos. Revisaron sus caballos, prepararon sus equipos. Villa mandó espías a la hacienda para que estudiaran los movimientos de los guardias, las rutinas del lugar, los puntos débiles de las defensas.
El espía que regresó con más información fue un muchacho llamado Jesús Morales, hermano menor de Tania. El joven de apenas 18 años se había enlistado con Villa después de enterarse de la muerte de su hermana y conocía la hacienda como la palma de su mano porque había trabajado ahí desde niño. Sus ojos ardían con ganas de venganza, pero Villa sabía controlar esos impulsos.
Tranquilo, muchacho,” le dijo cuando Jesús le pidió permiso para ser el primero en entrar a la casa grande. La venganza que no se cocina a fuego lento se quema y queda amarga. Tu hermana va a tener justicia, pero va a ser una justicia que valga la pena recordar.
Jesús le explicó al general todos los detalles de la hacienda. ¿Dónde dormían los guardias? ¿Por dónde entraba el agua? ¿Cuál era la rutina de don Marcelino? ¿Dónde guardaba sus armas? ¿Cómo estaba distribuida la casa grande? También le contó algo que Villa encontró especialmente interesante. Durante las fiestas religiosas, don Marcelino acostumbraba a hacer un altar en el patio principal con una cruz grande que él mismo bendecía como si fuera sacerdote.
¿Una cruz?, preguntó Villa con una sonrisa que no llegaba a los ojos. ¿Qué tan grande es esa cruz? Del tamaño de un hombre, mi general, respondió Jesús, la misma que hizo cargar a mi hermana. Villa intercambió miradas con fierro. Los dos hombres estaban pensando lo mismo y no necesitaban palabras para entenderse.
La justicia poética estaba tomando forma en sus mentes, una justicia que iba a convertir el símbolo del tormento de Tania en el instrumento de la retribución para su verdugo. El viernes por la noche, cuando ya todo estaba listo, Villa reunió a sus 50 hombres elegidos. Los vio ahí parados frente a él, curtidos por el sol del desierto y endurecidos por la guerra, pero también capaces de conmoverse ante una injusticia.
Estos eran sus dorados, la élite de la división del norte, hombres que lo seguirían al mismísimo infierno si él se los pidiera. Muchachos, empezó con vos que llegaba hasta el último rincón del campamento. Mañana vamos a hacer una operación especial. No vamos contra federales, no vamos contra carrancistas, vamos contra algo peor, contra un hijo de la chingada que torturó a una mujer embarazada hasta matarla.
Van a ver cosas que les van a hervir la sangre, van a querer sacar las pistolas y resolver todo a balazos, pero no lo van a hacer porque somos soldados, no asesinos. Los hombres lo escuchaban en silencio absoluto, con esa atención que solo Villa sabía despertar en sus tropas.
Quiero que recuerden que llevamos el nombre de la revolución en nuestras cartucheras, que representamos la esperanza de todos los pobres y oprimidos de México. Lo que hagamos mañana se va a contar en corridos, se va a recordar en las cantinas, se va a susurrar en los mercados. Tiene que ser algo de lo que nos sintamos orgullosos. Fierro se acercó al general y las órdenes específicas, mi general. Villa lo miró.
Después miró a todos sus hombres. Las órdenes son simples. Entramos sin hacer ruido. Neutralizamos a los guardias sin matarl si es posible. Tomamos el control de la situación y le damos a don Marcelino Ugarte una lección que no va a olvidar jamás. Pero la ejecución final de la justicia no va a ser nuestra, va a ser de quien tiene más derecho a cobrar esa cuenta.
Los dorados se miraron entre ellos intrigados. Villa rara vez delegaba la aplicación de la justicia, especialmente en casos tan graves como este. Pero el general tenía sus razones y sus hombres habían aprendido a confiar en su criterio. Braulio Herrera va a venir con nosotros, continuó Villa.
Es el viudo de la mujer que mató ese desgraciado. Él va a decidir cómo se paga esta cuenta y nosotros vamos a estar ahí para asegurar que se pague completa. Crescencio, que había estado preparando su caballo para regresar a su vida de corrido cantor ambulante, se acercó a Villa. Mi general, mi trabajo ya está hecho. La historia llegó a donde tenía que llegar.
Villa le puso la mano en el hombro. Tu trabajo apenas está empezando, hermano. Mañana vas a ver nacer una historia que vas a contar el resto de tu vida. Una historia de justicia verdadera de la que se hace cuando los pobres se cansan de ser pisoteados, le brillaron los ojos.
Y cuando la cuentes en las cantinas y en las plazas, asegúrate de que todos sepan que en México, mientras viva Francisco Villa, ningún rico se va a salir con la suya, maltratando a las mujeres del pueblo. Esa noche, mientras los hombres afilaban sus cuchillos y revisaban sus pistolas, Villa se quedó despierto mirando las estrellas del desierto.
pensaba en Tania, una mujer a la que nunca había conocido, pero por la que estaba dispuesto a arriesgar la vida de 50 de sus mejores hombres. pensaba en todas las mujeres que habían sufrido injusticias similares, en todas las que seguirían sufriendo si él y hombres como él no tomaban cartas en el asunto.
Al amanecer del sábado, cuando las primeras luces del día apenas empezaban a asomarse por encima de la sierra, los 50 jinetes se pusieron en marcha. Iban en silencio como fantasmas del desierto, levantando apenas una nube de polvo en su paso.
Villa iba al frente, montado en siete leguas, su caballo de batalla, y a su lado cabalgaba Braulio Herrera con el niño Sebastián envuelto en un rebozo y amarrado al pecho. La hacienda El Refugio estaba a punto de recibir una visita que iba a cambiar para siempre la historia de esas tierras. Y don Marcelino Ugarte estaba a punto de descubrir que en el México revolucionario todas las cuentas pendientes, tarde o temprano se cobraban.
La cabalgata hacia la hacienda El Refugio fue como una procesión silenciosa de jinetes fantasma. Villa había ordenado que no se hablara durante el viaje, que no se fumara, que no se cantara. Solo el sonido sordo de los cascos en la tierra seca y el crujir ocasional del cuero de las monturas rompían el silencio del desierto.
Iban, como sombras largas proyectadas por el sol de la mañana 50 hombres con un propósito que les quemaba en el pecho más que el calor del día. Braulio cabalgaba junto a Villa con el niño Sebastián pegado al pecho, envuelto en el reboso de su madre muerta. El pequeño dormía mecido por el movimiento del caballo, ajeno al destino que lo esperaba.
De vez en cuando abría los ojos y miraba el mundo con esa curiosidad de los recién nacidos, como si tratara de entender por qué había llegado a un lugar lleno de tanto dolor. A media mañana, cuando el sol ya empezaba a calentar en serio, Villa levantó la mano y la columna se detuvo. Estaban en una loma desde donde se podía ver la hacienda abajo en el valle, como una mancha blanca en medio del verde de los mezquites y los álamos que crecían cerca del río seco.
Desde esa distancia se veían las banderas mexicanas ondeando en los mastiles del patio principal y se escuchaba débil pero clara la música de una banda que tocaba balses y marchas religiosas. Ahí está la guarida del lobo”, murmuró Fierro estudiando la hacienda con unos gemelos de campaña. Se ve movimiento en el patio principal. Hay carricoches llegando con invitados.
Parece que la fiesta ya empezó. Villa tomó los gemelos y observó detenidamente. La hacienda era efectivamente como una fortaleza con muros altos de adobe y pocas aberturas. Pero Villa había tomado fortalezas más difíciles que esa. Lo que más le llamó la atención fue el altar improvisado en el centro del patio con flores, velas y en el centro una cruz de mezquite del tamaño de un hombre.
La misma cruz que había sido el instrumento de tortura de Tania. Miren nada más, dijo con voz que cortaba como vidrio roto. El desgraciado tiene exhibida el arma del crimen como si fuera un trofeo. Se volvió hacia Braulio. Esa es la cruz, hermano. Braulio asintió con la mandíbula apretada y los ojos brillando de rabia contenida.
Esa mismita, mi general, la reconocería aunque estuviera ciego. Ahí es donde murió Mitia. Villa le devolvió los gemelos a fierro y se dirigió a sus hombres. Escúchenme bien, muchachos. Vamos a entrar como invitados a la fiesta. Nada de gritos, nada de disparos innecesarios. Queremos sorprenderlos, no espantarlos.
La idea es que cuando se den cuenta de quiénes somos, ya sea demasiado tarde para hacer nada. López se acercó al general. ¿Cómo vamos a entrar, mi general? Los guardias van a reconocernos desde lejos. Villa sonrió con esa sonrisa que sus enemigos habían aprendido a temer.
Jesús Morales me contó que don Marcelino espera la visita de unos ascendados de Sonora que nunca han estado en estas tierras. Nosotros vamos a ser esos ascendados. Se volvió hacia el gero. Urbina. Gero. Escoge a 10 hombres de los más presentables. Que se vean como capataces ricos. Los demás van a entrar por diferentes lados, unos por la cocina, otros por los establos, otros por el corral. Cuando yo dé la señal, todos convergen en el patio principal.
Los preparativos tomaron una hora. 10 de los dorados se cambiaron los sombreros de guerra por sombreros charros. Se quitaron las cartucheras cruzadas y se pusieron sacos de vestir que habían traído para la ocasión. Villa se puso un traje gris que le había quitado a un acendado carrancista en Parral y hasta se perfumó con agua de colonia para oler a rico. La transformación era tan convincente que hasta sus propios hombres tardaron en reconocerlo.
Recuerden, les dijo antes de empezar el descenso hacia la Hacienda, somos acendados de Sonora que venimos a conocer al famoso don Marcelino Ugarte. Hablamos despacio como gente educada y nos comportamos como señores hasta que llegue el momento de mostrar quiénes somos realmente. La entrada a la hacienda fue más fácil de lo esperado.
Los guardias de la puerta, relajados por el ambiente festivo y la llegada constante de invitados, apenas revisaron las identificaciones falsas que Villa había conseguido. El general y sus 10 acompañantes fueron recibidos como huéspedes de honor y hasta les ofrecieron tequila de bienvenida. Don Marcelino Ugarte estaba en su elemento, vestido con su mejor traje negro, paseándose entre los invitados como gallo en su gallinero.
Tenía la cara colorada por el alcohol y la satisfacción, recibiendo felicitaciones por la hermosa celebración en honor de Santa Rita. Cuando vio llegar a Villa y su grupo, se acercó con los brazos abiertos y esa sonrisa falsa que ponen los ricos cuando quieren impresionar a otros ricos.
Bienvenidos, señores de Sonora, exclamó con voz melosa. Soy Marcelino Ugarte, dueño de esta humilde hacienda. Espero que el viaje no haya sido muy pesado. Le tendió la mano a Villa, que se la estrechó con la fuerza justa para no despertar sospechas. “Para nada, don Marcelino,” respondió Villa con acento refinado que había aprendido imitando a los generales federales.
“El paisaje de Chihuahua es hermoso y la hospitalidad mexicana es legendaria. Soy Doroteo Arango, ganadero de Hermosillo y estos son mis socios.” El nombre que había usado Villa no era casualidad. Doroteo Arango era su nombre verdadero, el que había llevado antes de convertirse en Francisco Villa, antes de que la revolución lo convirtiera en leyenda, era como si hubiera decidido presentarse ante su víctima con su identidad original, la del hombre que había conocido la injusticia en carne propia. Don Marcelino los guió por la fiesta, presumiendo sus riquezas,
contando anécdotas de sus negocios, alardeando de sus contactos políticos. Villa escuchaba con paciencia, pero sus ojos no dejaban de buscar a sus hombres. Uno por uno los fue ubicando. Fierro había entrado por la cocina y ya estaba mezclado entre los invitados.
López había llegado por los establos y conversaba con otros supuestos ganaderos. El gerero Urbina estaba cerca de la banda de música, aparentando escuchar las canciones. Mientras tanto, el resto de los dorados se iban infiltrando silenciosamente en la hacienda. Neutralizaron a los guardias uno por uno, no matándolos, sino noqueándolos y atándolos en lugares donde no pudieran dar la alarma.
Era una operación quirúrgica ejecutada con la precisión que solo dan años de guerra y la disciplina férrea de una tropa de élite. La señal que Villa había acordado con sus hombres era simple, pero efectiva. Cuando él se acercara al altar de Santa Rita y tocara la cruz de Mesquite, todos sabrían que había llegado el momento de actuar.
Y ese momento estaba a punto de llegar porque don Marcelino, orgulloso de su pieza central, lo estaba llevando directamente hacia el altar. “Mire usted esta cruz, don Doroteo,” decía el ascendado con voz llena de orgullo. “La mandé a hacer especialmente para las celebraciones religiosas. Es de mezquite puro, madera noble del desierto, bendecida por el mismo párroco del pueblo.
Se acercó a la cruz y la acarició como si fuera una reliquia sagrada. Esta cruz ha visto milagros, amigo mío. Ha servido para enseñar lecciones importantes a gente que necesitaba aprender humildad cristiana. Villa sintió que la sangre se le calentaba en las venas, pero mantuvo la compostura. Lecciones de humildad?”, preguntó con voz aparentemente curiosa.
“¿Cómo es eso, don Marcelino?” El asendado sonrió con esa sonrisa que había tenido mientras veía sufrir a Tania. “Pues hace poco tuve que corregir a una empleada holgazana, una india que se hacía la enferma para no trabajar. Le puse esta cruz en los hombros para que aprendiera lo que Cristo sufrió por nosotros.
” Fue una lección muy efectiva, aunque desafortunadamente la mujer no resistió la educación. Esas palabras fueron como cerillo en barril de pólvora. Villa extendió la mano y tocó la cruz de Mezquite, pero ya no como parte de su actuación, sino como quien toca la evidencia de un crimen que clama justicia.
Al sentir la madera áspera bajo sus dedos, le pareció que podía sentir todavía el dolor de Tania, el peso de su sufrimiento, el eco de sus lágrimas. En ese momento, sin necesidad de más señales, la fiesta de don Marcelino Ugarte se convirtió en algo completamente diferente. Los invitados elegantes empezaron a darse cuenta de que algunos de los supuestos ascendados tenían caras conocidas, caras que habían visto en carteles de Cebusca, caras que aparecían en los periódicos acompañadas de historias de batallas y asaltos.
El miedo comenzó a extenderse entre los presentes como mancha de aceite. Fierro fue el primero en quitarse la máscara de la cortesía. Con un movimiento fluido, se arrancó el saco elegante y apareció con sus cartucheras cruzadas al pecho y su pistola en la mano.
“Buenas tardes, señores”, dijo con voz que elaba la sangre. “Lamento interrumpir la fiesta, pero tenemos un asunto pendiente que resolver. Los gritos de las mujeres y las exclamaciones de terror de los hombres llenaron el patio. Algunos invitados trataron de correr hacia las salidas, pero se encontraron con más dorados que habían aparecido como por arte de magia, bloqueando todas las vías de escape.
La elegante fiesta religiosa se había convertido en una pesadilla de la que no había forma de despertar. Villa se volvió lentamente hacia don Marcelino, que había perdido todo el color de la cara y temblaba como hoja en vendaval. Permíteme presentarme correctamente, don Marcelino, dijo con voz que había recuperado su tono natural, ronco y peligroso.
Soy Francisco Villa y he venido a cobrar una cuenta que tienes pendiente con una mujer que se llamaba Tania. El nombre de Francisco Villa cayó sobre la fiesta como rayo en cielo despejado. Los invitados se quedaron petrificados, algunos con las copas de tequila a medio camino de los labios, otros con la boca abierta sin poder articular palabra.
Don Marcelino Ugarte sintió que las piernas se le convertían en gelatina y tuvo que apoyarse en el altar de Santa Rita para no caer redondo al suelo. No, no puede ser. balbuceó el asendado con la voz quebrada por el terror. “Usted es, usted es, Soy Francisco Villa”, repitió el general quitándose el sombrero charro y dejando ver su cara conocida en todo México. “Y he venido a cobrarte una cuenta que tienes pendiente con la justicia del pueblo.
” Sus ojos se clavaron en los de don Marcelino como balas. ¿Te acuerdas de Tania Morales, desgraciado? ¿Te acuerdas de la mujer embarazada que torturaste con esta misma cruz? Don Marcelino trató de retroceder, pero ya no había a dónde ir. Los dorados habían formado un círculo cerrado alrededor del altar y los invitados, aterrorizados se habían pegado a las paredes como ratones acorralados.
Yo yo no sabía. Ella se desmayó. Solo quería enseñarle una lección cristiana. Villa se acercó al acendado paso a paso, como felino que acecha a su presa. Una lección cristiana. Torturar a una mujer embarazada te parece cristiano su voz subía de tono, cargándose de toda la indignación que llevaba guardada desde que escuchó la historia.
Verla sufrir bajo el sol mientras tú bebías agua fresca te parecía una enseñanza de Dios. El patio se había convertido en un tribunal al aire libre. Los peones de la hacienda, que habían sido obligados a trabajar durante la fiesta, empezaron a asomarse desde las cocinas, los establos, los corrales. Reconocieron a Villa inmediatamente y en sus ojos se encendió una luz que no habían tenido en años.
La luz de la esperanza, la luz de saber que finalmente alguien iba a hacer justicia. Traigan al viudo”, ordenó Villa. Dos de sus hombres fueron por Braulio, que había estado esperando fuera de la hacienda con el niño. Cuando el vaquero entró al patio cargando a su hijo huérfano, un murmullo de compasión corrió entre los peones. Todos conocían la historia.
Todos habían sido testigos mudos de la crueldad de don Marcelino. Braulio se acercó al altar donde estaba la cruz de Mezquite. La tocó con la mano libre y sus ojos se llenaron de lágrimas que había estado conteniendo desde la muerte de su esposa. “Aquí murió Mitania”, dijo con voz ronca, hablándole directamente a don Marcelino. “Aquí se acabó su vida por culpa de tu maldad.
” Don Marcelino intentó una última súplica desesperada. Puedo pagarles. Tengo oro, tengo ganado, tengo tierras, lo que ustedes quieran. Villa lo interrumpió con una risa amarga. ¿Crees que venimos por tu dinero, miserable? Tu dinero está manchado con la sangre de los pobres que has explotado.
No queremos tu oro, queremos justicia. Se volvió hacia sus hombres. Traigan la cruz. Cuatro de los dorados levantaron la cruz de Mezquite del altar y la pusieron frente a don Marcelino. Era la misma cruz, pesada, tosca, llena de astillas, que había sido el instrumento de tortura de Tania. Al verla de cerca, el ascendado empezó a temblar incontrolablemente, imaginando lo que venía.
“La cuenta se va a pagar con la misma moneda”, declaró Villa con solemnidad de juez. Esta cruz va a enseñarte lo que sintió esa pobre mujer cuando la obligaste a cargarla bajo el sol del desierto. Hizo una seña a sus hombres. Pónganle la cruz en los hombros. Los dorados levantaron la pesada estructura de mezquite y la colocaron sobre los hombros de don Marcelino.
El peso lo hizo tambalear inmediatamente y las astillas se le clavaron en los hombros a través del saco elegante. “No puedo, es muy pesada. Voy a morirme”, gritó el ascendado. “Tania también decía que no podía”, replicó Villa con voz de hielo. “Pero tú la obligaste a seguir caminando hasta que no pudo más.” Se dirigió a todo el patio.
“Este hombre va a caminar con esa cruz hasta que entienda lo que es el sufrimiento de los pobres.” Y así empezó la penitencia de don Marcelino Ugarte. Paso a paso, tambaleándose bajo el peso de la madera, el ascendado empezó a recorrer el mismo camino que había obligado a recorrer a Tania. Pero ahora el público era diferente. Los peones ya no miraban con miedo, sino con una satisfacción justiciera que llevaban años esperando.
Algunos hasta empezaron a gritar insultos y a tirarle basura. Así se siente, patrón, gritó una de las lavanderas. Ahora sabe lo que es cargar cruz. Los gritos se multiplicaron y pronto todo el patio era un coro de voces que llevaban años calladas por el miedo. Don Marcelino caminó durante una hora bajo el sol que ya pegaba fuerte. Se caía, se levantaba, volvía a caer.
La cruz se le hundía más en los hombros, la sangre le manchaba la camisa elegante, el sudor se le mezclaba con las lágrimas de humillación. Cuando finalmente Villa ordenó que pararan, el ascendado ya no era más que un guiñapo humano tirado en el polvo de su propio patio. “Ahora viene la parte más importante”, dijo Villa acercándose a Braulio. “Hermano, la justicia es tuya.
Tú decides cómo se paga esta cuenta.” Le tendió su propia pistola, una Colt 45, que había sido su compañera en 100 batallas. Braulio tomó el arma con mano temblorosa, miró al acendado tirado en el suelo, después miró a su hijo que dormía en sus brazos. Después miró la cruz manchada de sangre. “Quiero que sepa por qué va a morir.
” Dijo con voz que sonó más fuerte de lo que él mismo esperaba. Se acercó a don Marcelino, que lo miraba con ojos suplicantes. “¡Levántese”, le ordenó. El haendado se incorporó con dificultad, temblando como hoja en vendaval. ¿Quiere que le dispare en el pie o en la mano?, preguntó Braulio con frialdad que elaba la sangre.
Don Marcelino lo miró sin entender, con la esperanza loca de que tal vez solo iba a herirlo. “En en la mano”, susurró. Braulio apuntó al pie derecho y disparó. El asendado gritó de dolor y se desplomó, agarrándose el pie destrozado. “Le mentí”, dijo Braulio sin emoción, “Igual que usted le mintió a mi mujer cuando le dijo que la cruz la iba a hacer mejor cristiana.
Apuntó al otro pie y volvió a disparar. Don Marcelino ya no podía ni gritar, solo gemía como animal herido. Esto es por cada paso que obligó a dar a Tania, declaró Braulio. El tercer disparo fue a la mano izquierda. Esto es por cada lágrima que derramó mi mujer. El cuarto disparo fue a la mano derecha y esto es por el hijo que nunca va a conocer a su madre.
Don Marcelino yacía en el suelo destrozado, agonizando, pero todavía consciente. Braulio se inclinó sobre él, le habló al oído. Esto es por Tania Morales, la mujer más buena que pisó esta tierra. La mujer que usted mató con su crueldad. El último disparo resonó en el patio como trueno de justicia.
Don Marcelino Ugarte había pagado su cuenta completa y su reinado de terror había llegado a su fin. El silencio que siguió fue total y profundo. Ni siquiera los niños lloraban. Villa se acercó a Braulio, le puso la mano en el hombro. La justicia está hecha, hermano. Tu mujer puede descansar en paz. Braulio entregó la pistola a Villa, se persignó y besó la frente de su hijo.
Ya está, mi hijo le susurró al niño. Tu mamá ya tiene justicia. Ahora vamos a empezar una vida nueva. Villa se subió a los escalones del portal de la Casa Grande, desde donde podía ver a todo el mundo. Los peones se habían acercado formando un círculo alrededor del altar dondecía el cuerpo de don Marcelino. Los invitados elegantes permanecían pegados a las paredes, aterrorizados, pero obligados a presenciar la lección.
Escúchenme todos, gritó Villa con voz que llegaba a los últimos rincones de la hacienda. Lo que pasó aquí hoy no es venganza, es justicia. Don Marcelino Ugarte pagó por sus crímenes, pero su muerte no va a servir de nada si ustedes no aprenden la lección. Su mirada recorrió las caras de los peones, de los invitados, de sus propios hombres.
A partir de hoy, estas tierras van a tener nuevas leyes. La primera ley es que ningún patrón va a volver a maltratar a una mujer. El que lo haga va a tener que vérselas conmigo. La segunda ley es que el trabajo se va a pagar justo, sin robos, sin engaños.
Y la tercera ley es que nadie, absolutamente nadie, se va a sentir con derecho a humillar a otro ser humano. Los peones empezaron a murmurar entre ellos con una mezcla de incredulidad y esperanza. Era posible que las cosas realmente fueran a cambiar. Era posible que por fin alguien hubiera venido a defenderlos. Villa levantó la voz aún más. Esta hacienda ahora es de ustedes, los que la han trabajado toda la vida.
Van a formar una cooperativa, van a elegir sus propios jefes, van a repartirse las ganancias como hermanos. Y si alguien trata de quitárselas, manden aviso a Francisco Villa. Mientras yo viva, los pobres de México van a tener quien los defienda. El grito de alegría que se levantó del patio fue ensordecedor. Los peones abrazaban a villa, besaban las manos de los dorados, lloraban de emoción.
Era como si hubieran despertado de una pesadilla que había durado toda la vida. Pero Villa sabía que su trabajo ahí había terminado. Se acercó a Braulio una última vez. Hermano, cuida a ese niño. Enséñale que su madre no murió en vano, que murió para que México fuera más justo. Y cuando sea grande, cuéntale la historia completa para que sepa de qué lado tiene que estar cuando llegue su hora de elegir. Los dorados empezaron a prepararse para partir.
Habían venido a hacer justicia y la justicia estaba hecha. Pero cuando se dirigían hacia sus caballos, Villa se detuvo una última vez junto a la cruz de Mesquite, manchada ahora con la sangre del hacendado. Que esta cruz se quede aquí, ordenó, pero no como símbolo de sufrimiento, sino como recuerdo de que en México todas las cuentas pendientes, tarde o temprano se cobran.
La partida de Villa y sus dorados de la hacienda El Refugio fue tan silenciosa como había sido su llegada, pero dejaron atrás un mundo completamente transformado. Los 50 jinetes se alejaron al galope hacia las montañas, levantando una nube de polvo dorado que brillaba bajo el sol de la tarde.
En el patio de la hacienda, los peones seguían abrazándose, llorando de alegría, todavía sin creer del todo que su pesadilla había terminado. Braulio se quedó parado junto a la tumba improvisada de don Marcelino, con su hijo en brazos, mirando el cuerpo del hombre que había destruido su felicidad. No sentía satisfacción, no sentía venganza cumplida, solo sentía un vacío profundo, el vacío que deja la justicia cuando llega demasiado tarde para devolver lo que se perdió.
Tania seguía muerta y ninguna bala iba a traerla de vuelta. Crescencio se acercó al viudo con su guitarra colgada al hombro y esa expresión de quien ha visto nacer una historia que va a contar el resto de su vida. Hermano, le dijo, “lo que pasó aquí hoy va a quedar grabado en la memoria del pueblo para siempre. Tutania no murió en vano.
Murió para que México fuera más justo.” Braulio asintió sin hablar. Sabía que el corrido cantor tenía razón. Pero el corazón dolido de un viudo no se consuela con la justicia histórica. Se consoló mejor cuando Macaria, la partera, se acercó a él con los brazos abiertos.
Dame a ese niño”, le dijo con voz maternal, “Mientras tú arreglas tus cosas, yo lo voy a cuidar como si fuera mi propio nieto.” Los días que siguieron fueron de transformación total en la hacienda. Los peones eligieron a sus propios representantes, dividieron las tierras en parcelas justas, organizaron el trabajo en cooperativa. La casa grande, que había sido símbolo de opresión, se convirtió en escuela para los niños del lugar.
La cruz de Mesquite se quedó en el patio, pero ahora tenía una placa de bronce que decía en memoria de Tania Morales y de todos los que murieron por la injusticia de los poderosos. Braulio decidió quedarse en la hacienda para criar a su hijo en el lugar donde había nacido su madre, pero ahora era diferente.
Era un lugar libre donde el niño Sebastián iba a crecer sabiendo que su madre había muerto para cambiar el mundo y que su padre había tenido el valor de cobrar esa cuenta pendiente. Crescencio cumplió su promesa de contar la historia. Durante años recorrió cantinas.
plazas, mercados, ferias, llevando el corrido de Tania y don Marcelino. La historia se extendió por todo el norte de México como fuego en pastizal seco. Los pobres la cantaban como himno de esperanza. Los ricos la escuchaban como advertencia de lo que podía pasarles. Se abusaban de su poder.
El corrido decía así: “En la hacienda El Refugio, donde el Mesquite da sombra, murió Tania la valiente por la cruz de un hombre sobra. Pero vino Pancho Villa con sus dorados de guerra y le enseñó al asendado lo que cuesta ser bestia en esta tierra. Villa siguió su camino revolucionario, pero llevaba en el corazón la satisfacción de haber hecho justicia por una mujer inocente.
En las noches, cuando acampaba bajo las estrellas del desierto, a veces pensaba en Tania, en su sacrificio involuntario, en cómo su muerte había servido para demostrar que en México, mientras él viviera, los pobres no iban a estar solos en su lucha contra la injusticia. La historia de la hacienda El Refugio se convirtió en leyenda, pero una leyenda con consecuencias reales.
Otros hacendados de la región empezaron a tratar mejor a sus peones, no por bondad, sino por miedo a recibir la visita de Villa. Las mujeres empezaron a caminar con la cabeza más alta, sabiendo que había alguien dispuesto a defenderlas. Los niños crecieron escuchando el corrido de Tania, aprendiendo que la justicia, aunque tarde, siempre llega.
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