Imagina ser tratada como un objeto, tu vida entera marcada por la miseria y la crueldad. Ahora imagina que un hombre, tan poderoso como una tormenta y más salvaje que la tierra que domina, aparece y te compra, no para liberarte, sino para poseerte de la forma más íntima y brutal.
Él no quiere tu trabajo, quiere tu cuerpo, tu desafío y tu alma. ¿Qué haría si tu prisión cambiara de un infierno de pobreza a una jaula de oro donde el precio de cada día es tu propia rendición?
El llegó en una camioneta negra que devoraba el camino de tierra como una bestia hambrienta.
El polvo, espeso y rojizo se levantaba a su paso, una nube de furia que anunciaba la llegada de su rey. Rael Valverde no conducía, dominaba el vehículo, sus manos grandes y callosas aferradas al volante con una fuerza que parecía capaz de doblegar el acero. Cuando el motor se detuvo frente a la miserable casa del coronel Alves, el silencio que cayó fue más pesado que el propio soli la puerta se abrió y una bota de cuero gastada pero costosa, pisó la tierra reseca.
Luego emergió él, un coloso de 1,90 m con hombros tan anchos que parecían haber sido tallados en la roca de una montaña. Llevaba una camisa de lino negro abierta hasta la mitad de su pecho, revelando un abdomen esculpido por años de trabajo físico y disciplina de hierro.
Sus brazos, cubiertos de venas prominentes, eran el testimonio de un poder forjado a pulso. Sobre su cabeza, un sombrero de cuero desgastado proyectaba una sombra sobre su rostro, pero no podía ocultar la dureza de su mandíbula ni la intensidad de su mirada oscura. Era Rael Valverde, a sus 35 años, un hombre que no poseía tierras, sino que era el alma misma de cada hectárea que llevaba su nombre.
Lo llamaban el titán, un apodo ganado en negociaciones donde su voluntad era la única ley y su palabra, un veredicto final. Había venido a este rincón olvidado de sus dominios para resolver una disputa, para absorber las tierras decadentes del coronel Alves, un hombre cuyo nombre era sinónimo de crueldad y fracaso. Pero entonces la vio Luna Reis.
Estaba junto al pozo con dos cubetas de agua que parecían pesar más que su propio cuerpo. Tenía 23 años. Aunque la dureza de su vida podría haber añadido una década a cualquier otra mujer, pero no a ella. El sol se ensañaba con su piel, pero solo conseguía darle un tono dorado que contrastaba con la negrura de su cabello largo y enmarañado.

Vestía un vestido que alguna vez fue blanco, ahora un harapo grisáceo rasgado en el hombro y ceñida a su cuerpo por el sudor y los años de uso. La tela, delgada y gastada no ocultaba nada. Se pegaba a la curva generosa de sus caderas, a la cintura estrecha y al busto firme que subía y bajaba con su respiración fatigada.
Era una visión de belleza salvaje y pura en medio de la desolación. Rael se quedó inmóvil por un instante. Su propósito inicial, la compra de tierras, evaporándose de su mente. Observó como ella caminaba descalza, sus pies cubiertos de polvo, con una dignidad que no correspondía a su entorno. Y entonces vio sus ojos. Cuando ella levantó la vista y sus miradas se cruzaron, él sintió un golpe seco en el pecho.
Eran de un color miel increíblemente claro y en ellos ardía un fuego desafiante, una llama de orgullo indomable que se negaba a ser extinguida por la miseria. El coronel Albe salió de la casa, una figura patética y sudorosa, con una sonrisa servil que no llegaba a sus ojos pequeños y crueles.
“Señor Valverde, qué honor, qué inmenso honor”, dijo, extendiendo una mano blanda que Rael ignoró por completo. Su atención seguía fija en la muchacha, que había bajado la cabeza, pero no lo suficientemente rápido como para ocultar el destello de odio que le dedicó al coronel.
“Ella es Luna”, dijo Alves siguiendo la mirada de Rael. Es parte de la propiedad, por así decirlo, la hija de un peón que me debía dinero, una deuda de familia. Alves chasqueó los dedos. Muchacha, trae agua para el Señor y muévete, animal inútil. La humillación en las palabras del coronel fue como una chispa en un barril de pólvora.
Rael vio como el cuerpo de luna se tensaba, como su mandíbula se apretaba, pero obedeció en silencio, moviéndose con una gracia resignada. La forma en que Alves la miraba, con esa mezcla de la civia y desprecio, revolvió algo oscuro y primario en el interior de Rael. Entraron en la casa para discutir los términos. Los papeles se extendieron sobre una mesa de madera carcomida.
Alves hablaba sin parar, su voz untuosa detallando las hectáreas, los pozos secos, la miseria que intentaba vender como una oportunidad. Rael no escuchaba. Su mente estaba fuera, en la imagen de esa mujer, en el fuego de sus ojos. Podía oler su sudor, la tierra en su piel, y era un aroma que lo embriagaba más que el mejor whisky. Luna entró con una jarra de agua y un solo vaso. Sus manos temblaban ligeramente al servir.
Alves, al verla, la abofeteó en la nuca con desdén. Más rápido, estúpida, ¿no ves que el Señor tiene sed? La cabeza de Luna se sacudió hacia delante, pero no emitió ningún sonido. Se enderezó lentamente y sus ojos se encontraron de nuevo con los de Rael.
En ellos ya no había solo desafío, había una súplica silenciosa, una pregunta que él no pudo ignorar. En ese preciso instante, la negociación cambió. Rael empujó los papeles sobre la mesa con el dorso de la mano, haciendo que se desparramaran por el suelo. El coronel Albe se cayó de golpe, su sonrisa servil congelada en una mueca de confusión. “No quiero tu tierra podrida”, dijo Rael.
Su voz un trueno grave y bajo que hizo vibrar el aire de la pequeña habitación. Se levantó, su figura imponente llenando todo el espacio. Miró a Alves, luego a Luna, que se había quedado paralizada junto a la puerta. Quiero la deuda de ella. El coronel parpadeó sin entender. La deuda, señor Valverde, es una deuda antigua insignificante.
Dije que la quiero. Interrumpió Rael. Cada palabra un golpe de martillo. ¿Cuánto? Alves, viendo una oportunidad inesperada, intentó regatear. Bueno, es una deuda considerable. Con los intereses acumulados, ella es fuerte, una buena trabajadora. Rael sacó una chequera de su bolsillo y una pluma de oro. La arrojó sobre la mesa.
Ponle un precio, Alves. Un precio que te haga sentir que me has robado el precio por su vida entera. Ahora la codicia brilló en los ojos del coronel. Garabateó una cifra exorbitante, una cantidad que valdría 10 veces esas tierras inútiles. Rael ni siquiera miró el número, simplemente firmó el cheque con un trazo violento y lo arrancó.
“Ahora es mía”, declaró su voz gélida. se movió hacia la puerta, agarrando a Luna por el brazo. Su piel era suave y cálida bajo su toque áspero. Ella se resistió por puro instinto, un pequeño jadeo de sorpresa y miedo escapando de sus labios. “Suéltame”, susurró, pero su voz no tenía fuerza. Rael la ignoró, la arrastró fuera de la casa hacia la camioneta negra que esperaba bajo el sol abrasador.
Alves lo siguió aturdido, con el cheque en la mano como si fuera un trofeo. Señor Valverde, sus cosas no tienen nada más que ese vestido. Rael abrió la puerta del copiloto y sin ninguna delicadeza aventó a Luna dentro. Ella cayó sobre el asiento de cuero, su cuerpo menudo perdido en la inmensidad del vehículo.
No necesito sus cosas, gruñó Rael Cerrando la puerta con un golpe seco. Se giró para mirar a Alves una última vez. Sus ojos eran dos carbones ardientes bajo el ala de su sombrero. Y si alguna vez te vuelvo a ver cerca de mis propiedades, o si escucho tu nombre de nuevo, te enterraré en la misma tierra que te negaste a venderme.
La amenaza quedó flotando en el aire, innegable y mortal. Sin esperar respuesta, rodeó la camioneta, se subió al asiento del conductor y arrancó el motor. El vehículo rugió, levantando otra nube de polvo que envolvió la figura estupefacta del coronel Alves, borrándolo del espejo retrovisor y de la existencia de Luna para siempre.
El viaje fue un tormento de silencio. Luna estaba presionada contra la puerta, lo más lejos posible de la montaña de músculo y furia que conducía. No se atrevía a mirarlo, pero sentía su presencia como un calor abrumador que llenaba cada rincón de la cabina. El olor a cuero, a tierra y a un aroma puramente masculino que emanaba de él la mareaba.
¿Qué había pasado? ¿Había sido vendida, comprada como un animal, como un saco de granos? Las lágrimas de rabia y humillación quemaban sus ojos, pero se negaba a derramarlas. No le daría esa satisfacción. Rael conducía con una concentración feroz, sus nudillos blancos en el volante. De vez en cuando, sus ojos oscuros se desviaban hacia ella por una fracción de segundo, una mirada intensa e indescifrable que le erizaba la piel.
Después de lo que pareció una eternidad, dejaron atrás los caminos de tierra y entraron en una carretera asfaltada. El paisaje comenzó a cambiar. La tierra seca y polvorienta dio paso a campos verdes y exuberantes, a cercas de madera perfectamente alineadas y a ganado que pastaba perezosamente. Estaban entrando en el corazón del Imperio Valverde. Finalmente giraron hacia un camino privado flanqueado por árboles centenarios.
Al final del camino se alzaba una estructura que le robó el aliento. No era una casa, era una fortaleza de lujo rústico. El rancho Esmeralda, la sede del poder de Rael, era una mansión monumental de madera oscura, piedra y enormes ventanales de cristal que reflejaban el cielo.
Estaba rodeada de jardines impecables y tenía vistas a un valle tan vasto y verde que parecía infinito. El contraste con la chosa miserable de la que acababa de ser arrancada era tan brutal que se sintió físicamente enferma. Rael detuvo la camioneta frente a la entrada principal y sin decir una palabra bajó y rodeó el vehículo para abrir su puerta. La agarró del brazo de nuevo, su toque firme e ineludible, y la sacó.
Sus pies descalzos tocaron la piedra fresca y pulida de la entrada. La arrastró a través de unas puertas de madera maciza hacia un vestíbulo que era más grande que toda la casa de Alves. El interior era una obra maestra de diseño rústico y moderno, con techos altos con vigas de madera, muebles de cuero y una chimenea de piedra que podría albergar a un hombre de pie.
Pero Rael no se detuvo, la condujo a través de pasillos silenciosos y subió por una amplia escalera de madera. Cada paso de él era seguro y decidido. Los de ella, vacilantes y llenos de pavor. La llevó hasta lo que sin duda, era su habitación principal. Era un espacio enorme dominado por una cama gigantesca con un cabecero de madera tallada. Una de las paredes era un ventanal de cristal que ofrecía una vista panorámica del valle.
Era la habitación de un rey. Él la soltó en el centro de la habitación y la puerta se cerró detrás de ellos con un clic suave pero definitivo. El sonido de su encierro fue entonces cuando la ira finalmente superó al miedo. Se giró para enfrentarlo, su cuerpo temblando de rabia contenida. ¿Qué quieres de mí? Gritó su voz rasgada por la emoción.
Soy tu esclava ahora. Me compraste para que trabaje en tus campos como un animal. Rael se quitó el sombrero y lo arrojó sobre una silla. Pasó una mano por su cabello oscuro y corto. Se acercó a ella lentamente como un depredador que acorrala a su presa.
Cada paso que daba hacia delante, ella daba uno hacia atrás hasta que su espalda chocó contra el frío cristal del ventanal. Él no se detuvo. Siguió avanzando hasta que su cuerpo macizo la eclipsó por completo, bloqueando la luz del sol. Ella tuvo que levantar la cabeza para mirarlo, sintiendo el calor que irradiaba de su pecho.
Estaba tan cerca que podía ver las pequeñas arrugas en las comisuras de sus ojos, la cicatriz casi invisible en su ceja y la forma en que sus fosas nasales se dilataban ligeramente al respirar. “No eres una esclava”, dijo él. Su voz era un susurro grave que vibró a través de ella. “Las esclavas no tienen elección y tú no trabajarás en mis campos.
” Él levantó una mano y con una lentitud tortuosa apartó un mechón de cabello de su rostro. Sus dedos rozaron su mejilla y la piel de luna ardió como si la hubiera tocado con un hierro al rojo vivo. Ella se estremeció, pero no apartó la mirada. “Tienes una deuda conmigo ahora”, continuó él, sus ojos oscuros fijos en los suyos, desnudándola, devorándola. “Una deuda muy grande y vas a pagarla.
” Se inclinó un poco más, su aliento cálido rozando sus labios. Vas a apagarla en mi cama. Vas a hacerme el amor todos los días y todas las noches hasta que yo decida que tu débito fue saldado. Las palabras la golpearon con la fuerza de una bofetada. El aire abandonó sus pulmones. El horror, la incredulidad y una oleada de humillación la dejaron sin palabras. hacerle el amor.
Él hablaba de ello si fuera una tarea, una transacción, el pago de una factura. Este hombre no la veía como una persona, la veía como un cuerpo para su uso, un objeto adquirido para su placer. El fuego en sus ojos, que por un momento había flaqueado, regresó con la furia de un infierno. La noche cayó sobre el rancho Esmeralda como un manto de terciopelo oscuro salpicado de estrellas.
Luna no se había movido de la habitación. Se había quedado de pie junto al ventanal, observando como el sol se hundía detrás de las montañas, pintando el cielo de colores que nunca había imaginado. El lujo que la rodeaba era asfixiante. Sobre la cama, alguien había dejado ropa nueva, un vestido de seda verde esmeralda que parecía líquido al tacto, ropa interior delicada y unas sandalias de cuero suave. Era una burla cruel, un disfraz para la prisionera.
Una empleada de aspecto amable y silencioso había entrado para informarle que el señor Valverde la esperaba para la cena. La mujer no la miró a los ojos como siera vergüenza por la situación. Luna la ignoró. Su mente era un torbellino de planes de escape, todos inútiles. Estaba en el corazón del territorio de Rael, a kilómetros de cualquier lugar conocido, sin dinero, sin zapatos, sin nada.
Estaba atrapada, pero estar atrapada no significaba estar derrotada. Miró el vestido de seda y luego se miró a sí misma, su reflejo en el cristal oscuro, el vestido de su madre, el único que poseía, andrajoso y sucio. Y tomó una decisión. No le daría el placer de verla doblegada, vestida como una de sus posesiones.
Si iba a hacer un pago, él la tomaría tal como la había comprado, salvaje, sucia y desafiante. Cuando bajó las escaleras, el silencio de la casa era imponente. Siguió el sonido sutil de los cubiertos hasta un comedor inmenso. Rael estaba sentado a la cabecera de una larga mesa de madera pulida con capacidad para 20 personas. La mesa estaba puesta para dos. Él ya no llevaba su ropa de trabajo.
Se había cambiado a una camisa blanca impecable, con las mangas arremangadas hasta los codos, revelando sus antebrazos poderosos y bronceados. El cabello mojado sugería que acababa de ducharse. Cuando ella entró, e levantó la vista de su copa de vino tinto. Sus ojos recorrieron su figura de pies a cabeza, deteniéndose en el vestido rasgado, en sus pies descalzos y polvorientos sobre la alfombra persa.
Una lenta sonrisa, casi imperceptible y totalmente desprovista de humor, curvó sus labios. Terca, gruñó en voz baja, pero el sonido resonó en la habitación silenciosa. Me gusta eso. Hizo un gesto con la cabeza hacia la silla frente a él. Siéntate, tienes que comer. Luna se acercó a la mesa, su corazón latiendo con fuerza contra sus costillas.
Se sentó rígidamente en el borde de la silla, manteniendo la espalda recta. La comida que sirvieron era algo que solo había visto en sueños. Troos de carne tierna, verduras de colores vivos, pan recién horneado. El aroma era delicioso, pero su estómago estaba hecho un nudo apretado. No podía probar bocado. Comieron en un silencio cargado de electricidad. El único sonido era el de los cubiertos de plata de rael contra la porcelana.
Él comía con un apetito animal, sin apartar los ojos de ella. Sentía su mirada como un peso físico, examinándola, evaluándola. desnudando la capa por capa. Finalmente, él apartó su plato, se reclinó en su silla y tomó su copa de vino. ¿Te estás preguntando cómo va a ser? No es así, dijo de repente, su voz suave y peligrosa.
Luna levantó la barbilla encontrando su mirada. ¿A qué te refieres? Preguntó, aunque lo sabía perfectamente. Al pago, respondió él, tomando un sorbo de vino. Sus ojos brillaron sobre el borde de la copa. Está sentada ahí. fingiendo que no tienes hambre, fingiendo que no tienes miedo y tu pequeña mente está trabajando sin parar.
Te pregunta si voy a arrastrarte escaleras arriba en cuanto termine este vino o si voy a aventarte sobre esta mesa y tomarte ahora mismo entre los restos de la cena. Cada palabra era una caricia venenosa diseñada para desnudar sus miedos y encender su ira. Luna sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero se obligó a permanecer inmóvil. La verdad, continuó él inclinándose hacia delante, apoyando los codos en la mesa, es que la idea de rasgar el resto de ese vestido tuyo, de arrancar este último símbolo de tu desafío y probar el sabor de esa boca terca mientras me suplicas, es la única
cosa en la que puedo pensar desde que te vi junto a ese pozo. El erotismo crudo y directo de sus palabras la dejó sin aliento. sintió un calor vergonzoso extenderse por su vientre, una reacción traicionera de su cuerpo que odió con todas sus fuerzas.
Reunió toda la dignidad que le quedaba, todo el fuego que el coronel Alves no había logrado apagar. Lo miró directamente a los ojos, esos pozos oscuros de poder y deseo. “Puedes hacer lo que quieras con mi cuerpo”, dijo, su voz temblando, pero firme, llena de un veneno propio. “Lo compraste después de todo, pero nunca me tendrás a mí. Nunca tendrás mi alma, ni mi voluntad, ni mi respeto.
Seré tu prisionera, tu pago, pero en el fondo siempre me darás asco. La sonrisa desapareció del rostro de Rael. Su mandíbula se tensó. Por un momento, ella pensó que había ido demasiado lejos, que la golpearía, pero él simplemente se reclinó de nuevo, un brillo peligroso bailando en sus ojos. Bien, susurró. Me encantan los desafíos. se puso de pie, su presencia llenando la habitación de una amenaza silenciosa.
Termina tu cena, esta noche dormirá sola, pero no te acostumbres. La deuda sigue pendiente y el primer pago está muy cerca. Se dio la vuelta y salió del comedor sin mirar atrás, dejándola sola en la inmensa habitación, temblando no solo de miedo, sino de una extraña y aterradora excitación.
La guerra había sido declarada y ella no tenía ni idea de cómo iba a sobrevivir a la primera batalla. La primera luz del amanecer se filtró a través del inmenso ventanal, una caricia dorada sobre el suelo de madera oscura. Luna se despertó de golpe, el corazón acelerado, por un instante desorientada en la cama, gigantesca y absurdamente cómoda.
El recuerdo de la noche anterior cayó sobre ella como una losa de hielo. La cena, la tensión, la brutal proposición de Rael. Vas a hacerme el amor todos los días hasta que yo decida que tu débito fue saldado. La frase resonaba en su cabeza, una mezcla de amenaza y promesa perversa. Miró a su alrededor. Estaba sola. Él había cumplido su palabra.
Le había dado una noche, una breve tregua en una guerra que apenas comenzaba. Se levantó el cuerpo dolorido por la tensión acumulada. El vestido andrajoso yacía en una silla un recordatorio de su desafío. A su lado, la ropa nueva que le había proporcionado seguía intacta. Su primer impulso fue ignorarla, seguir usando sus arapos como una armadura, pero luego una idea diferente, más sutil, se apoderó de ella.
La supervivencia no siempre consistía en la confrontación directa. A veces se trataba de adaptarse, de aprender el terreno del enemigo. Si iba a ser una prisionera en esta jaula de oro, necesitaba conocer cada rincón, cada posible salida, cada debilidad. Decidió explorar.
Se duchó en el baño privado, un santuario de mármol y cristal, tan grande como la habitación donde había dormido toda su vida. El agua caliente era un lujo casi doloroso, lavando la suciedad de años, pero no la humillación de su condición. dejó el vestido de seda y optó por un conjunto más práctico que encontró en el armario, unos pantalones de lona resistentes y una sencilla camiseta de algodón.
La ropa le quedaba perfectamente. Una prueba más del control y la premeditación de Rael. Se sentía extraña, como si llevara un disfraz. Al salir de la habitación, el silencio de la mansión la envolvió. Caminó descalza por los pasillos, sus pasos amortiguados por las alfombras. La casa era un laberinto de lujo rústico, cada habitación decorada con un gusto impecable y masculino.
Encontró la cocina, un espacio moderno y reluciente donde dos mujeres preparaban el desayuno en silencio. La miraron con una mezcla de curiosidad y lástima, pero no dijeron nada. Luna tomó una manzana de un frutero y salió por una puerta trasera. El aire de la mañana era fresco y olía a tierra mojada y a flores. Necesitaba espacio.
Necesitaba alejarse de las paredes que la asfixiaban. Sus pies la llevaron instintivamente hacia las estructuras que reconoció como parte de una hacienda funcional, los establos. Un olor familiar y reconfortante a eno, cuero y animales, la recibió como un viejo amigo. Era un mundo que entendía, un mundo que no la juzgaba.
Los establos del rancho Esmeralda eran tan impresionantes como la casa. Hileras de boxes de madera pulida albergaban a los caballos más magníficos que jamás había visto. Eran criaturas de pura sangre. Sus pelajes brillaban de salud. Se acercó a uno, una lazande crind dorada y le susurró palabras suaves, acariciando su hocico. El caballo resopló, reconociendo su toque gentil.
Por un momento sintió una punzada de paz y entonces lo vio. Estaba al final del pasillo del establo en un corral de entrenamiento. Rael estaba sin camisa, vestido solo con unos vaqueros gastados que se ajustaban a sus caderas. El sol de la mañana se derramaba sobre él, iluminando cada músculo de su ancha espalda mientras cepillaba a un semental negro como la noche, un animal tan salvaje e imponente como su dueño. El sudor brillaba en su piel bronceada, trazando caminos entre sus omóplatos.
Era una visión de poder animal y crudo. Luna se quedó paralizada observándolo. La forma en que se movía con una economía de gestos que hablaba de una fuerza inmensa era hipnótica. El caballo, una bestia enorme y nerviosa, se calmaba bajo su mano firme. Había una conexión entre ellos, un entendimiento silencioso entre dos criaturas indomables.
Él debió sentir su presencia porque se detuvo y se giró lentamente. Sus ojos oscuros la encontraron en la penumbra del establo. No pareció sorprendido de verla allí. Una lenta sonrisa torció sus labios. Así que la pequeña gata salvaje salió de su habitación de lujo, dijo su voz grave resonando en el silencio. Pensé que te esconderías todo el día.
Luna dio un paso adelante, la paz que había sentido evaporándose y siendo reemplazada por su habitual espíritu de lucha. Esconderme de ti. No te creas tan importante. Solo vine a ver a los únicos seres decentes en esta propiedad. Su mirada se desvió hacia el caballo. Rael soltó una risa baja y ronca. Ten cuidado. Tormenta es como yo. No le gusta que lo toquen extraños.
Se apoyó en la cerca del corral, cruzando sus brazos sobre su pecho. El movimiento hizo que sus bíceps y pectorales se contrajeran. Un despliegue de poder que era a la vez casual e intimidante. Veo que decidiste usar mi ropa. Te estás ablandando, Ángel. Necesitaba algo para no estar desnuda, replicó ella con acidez.
Aunque supongo que eso arruina tus planes, ¿no es así? Es más difícil cobrar una deuda si la persona está vestida. La acusación quedó suspendida en el aire. Él la miró fijamente, su sonrisa desapareciendo. Se separó de la cerca y caminó hacia ella, abriendo la puerta del corral y saliendo. Se movía con la gracia silenciosa de un jaguar.
Eres una criatura fascinante”, dijo deteniéndose a solo unos metros de ella, llena de fuego y veneno. “Me pregunto cuánto tiempo tardaré en domarte. No soy uno de tus animales, bárbaro”, espetó ella dando un paso atrás. “¿No puedes ponerme una silla de montar y esperar que obedezca?” “No quiero ponerte una silla de montar”, respondió él, su voz bajando a un susurro íntimo mientras daba otro paso, cerrando la distancia entre ellos.
Quiero montarte, sí, pero sin silla, piel contra piel, hasta que grites mi nombre y te olvides del tuyo. La crudeza de sus palabras la hizo jadear. Su espalda chocó contra la pared de madera de un establo. Estaba atrapada. Él colocó ambas manos a cada lado de su cabeza, aprisionándola con su cuerpo. El olor a cuero, eno y el aroma abrumadoramente masculino de su sudor la envolvieron, intoxicando sus sentidos.
Su pecho desnudo y caliente estaba a centímetros del suyo. Podía sentir el calor que irradiaba, ver las gotas de sudor en su piel, el latido de una avena en su cuello. “Hablas de bárbaros”, susurró él, su boca tan cerca que sus labios casi rozaban los de ella. “Pero tu cuerpo me está contando otra historia.” Y era verdad.
Para su horror, su corazón latía desbocado, no solo de miedo, sino de algo más oscuro y profundo. Sus pezones se habían endurecido bajo la fina tela de la camiseta y un calor líquido se extendía por la parte baja de su vientre. Su cuerpo la estaba traicionando de la manera más humillante.
Él pareció notarlo porque una sonrisa triunfante apareció en su rostro. Tu cuerpo me quiere, Luna. me desea tanto como yo a ti. Admítelo. Nunca, susurró ella, aunque su voz carecía de convicción. Su mirada se desvió hacia su boca, a sus labios llenos y firmes. Se preguntó cómo se sentirían contra los suyos. La idea la aterrorizó y la excitó a partes iguales. Su mano derecha se movió de la pared y descendió lentamente por su costado.
Sus dedos eran ásperos y callosos, y el simple rose a través de la camiseta le envió una descarga eléctrica por todo el cuerpo. Su mano se detuvo en su cadera y luego, con una audacia que la dejó sin aliento, se deslizó por su pierna por debajo del borde de los pantalones de lona, hasta tocar la piel desnuda de su muslo. El toque quemaba.
Su piel era fuego contra la de ella. Sus dedos subieron lentamente, adentrándose en la suavidad de su muslo interno. Luna cerró los ojos, un gemido ahogado atrapado en su garganta. Estaba perdida. Su desafío se estaba derritiendo bajo el asalto sensual de este hombre. Él se inclinó, su aliento en su cuello. El primer pago, Ángel.
Ahora, en el instante en que sus labios iban a tocar su piel, un relincho ensordecedor y violento estalló justo a su lado. El semental negro Tormenta golpeó la puerta de su establo con una de sus pezuñas, el sonido como un disparo en el silencio cargado. El ruido lo sobresaltó a ambos. Rael se apartó de ella bruscamente, como si hubiera salido de un trance, una maldición escapando de sus labios.
Se giró hacia el caballo, su rostro una máscara de frustración y furia. Luna aprovechó el momento. Con el corazón martillándole en el pecho, se escabulló de su lado y corrió. Salió de los establos como si el la persiguiera y no se detuvo hasta que el aire fresco llenó sus pulmones. No miró hacia atrás. Sabía que él no la seguiría.
Había ganado un respiro, pero la batalla casi la había destruido. Se dio cuenta de una verdad aterradora. Su mayor enemigo no era Rael Valverde, era su propio cuerpo que respondía a él con un anhelo que su mente no podía controlar. Después del enfrentamiento en los establos, Luna pasó el resto de la mañana y el comienzo de la tarde vagando por los terrenos del rancho.
Necesitaba poner la mayor distancia posible entre ella Israel. descubrió que el rancho Esmeralda era un mundo en sí mismo. Había huertos, campos de cultivo que se extendían hasta donde alcanzaba la vista e incluso un río que serpenteaba a través de la propiedad. Era hermoso, de una manera salvaje y abrumadora, pero cada hectárea de belleza era un barrote más en su jaula. Mientras caminaba, el cielo comenzó a cambiar.
Las nubes blancas y esponjosas dieron paso a un manto gris y amenazador que se extendía desde el horizonte. El viento se levantó susurrando a través de los árboles. Luna, que había crecido leyendo los signos de la naturaleza, supo que se avecinaba una tormenta, una de las grandes.
Debería haber regresado a la casa, al refugio, pero una parte obstinada de ella se negó. No quería volver a ese lugar, a su presencia. Decidió buscar refugio bajo un grupo de árboles viejos y robustos cerca del río, subestimando la velocidad y la furia del clima. La tormenta se desató con una violencia repentina y aterradora. El cielo se abrió y la lluvia cayó en cortinas tan densas que apenas podía ver a unos metros de distancia.
Los truenos retumbaban sacudiendo la tierra bajo sus pies y los relámpagos rasgaban el cielo, iluminando el paisaje con destellos fantasmales. El viento aullaba como un animal herido. En cuestión de minutos, Luna estaba completamente empapada, el agua helada pegándole la ropa al cuerpo y haciéndola temblar incontrolablemente.
El refugio de los árboles era inútil. El miedo, un miedo infantil y primordial, se apoderó de ella. Odiaba las tormentas. Siempre lo había hecho. Se encogió en la base de un árbol, abrazándose las rodillas, cada trueno haciéndola saltar. Mientras tanto, en la casa, Rael observaba la tormenta desde el ventanal de su oficina.
Había estado furioso después del incidente en los establos, furioso con el caballo, pero sobre todo consigo mismo por perder el control. Pero a medida que la tormenta empeoraba, su ira fue reemplazada por una creciente inquietud. No la había visto regresar. Un peón le informó que la habían visto caminando hacia el río hacía horas.
Una sensación fría, muy parecida al miedo, se apoderó de él. Maldiciendo en voz baja, salió de la oficina y se dirigió a los establos a grandes ancadas. No le importaba la lluvia torrencial. Ensilló a tormenta, la única criatura lo suficientemente poderosa y audaz como para enfrentar una tormenta como esa. Y salió al diluvio como una furia desatada.
cabalgó a través de sus tierras gritando su nombre, su voz casi ahogada por el rugido del viento y la lluvia. La preocupación lo carcomía por dentro. La imagen de ella, sola y asustada en medio de esa tempestad era insoportable. Y si le había pasado algo, si un rayo la había alcanzado o el río había crecido. La idea le provocó una punzada de pánico que no había sentido en años.
Él, el hombre que controlaba todo, estaba a merced de los elementos y de la estupidez de una mujer terca. La encontró encogida bajo un árbol, una pequeña figura temblorosa en la inmensidad de la tormenta. Parecía tan frágil, tan vulnerable, que toda la ira y la lujuria que sentía por ella se disolvieron, dejando solo un instinto abrumador de protegerla. Detuvo a Tormenta a su lado y saltó de la silla.
Luna levantó la vista, sus ojos miel muy abiertos y llenos de terror. Cuando lo vio, una mezcla de alivio y miedo cruzó su rostro. Esperaba que le gritara, que la arrastrara de vuelta a la casa por el brazo, que la castigara por su imprudencia. Pero él no hizo nada de eso. Sin decir una sola palabra ruda, se quitó su pesada chaqueta de cuero, la que siempre olía a él, y la envolvió alrededor de sus hombros temblorosos.
La chaqueta era enorme para ella, pero el calor de su cuerpo todavía estaba impregnado en el y el peso era reconfortante. Luego, con una facilidad que desmentía su tamaño, la levantó en sus brazos. Luna era tan ligera que apenas sintió su peso. La colocó en la silla de montar. y luego montó detrás de ella envolviéndola con su cuerpo.
Su pecho ancho y duro era un escudo contra el viento y la lluvia. Sus brazos la rodearon, uno sosteniendo las riendas, el otro firmemente alrededor de su cintura, manteniéndola segura contra él. El viaje de regreso fue en un silencio absoluto, roto solo por los sonidos de la tormenta y el chapoteo de los cascos de tormenta en el barro.
Luna estaba presionada contra él, el cuerpo de ella temblando de frío contra el pecho caliente y sólido de él. Podía sentir el ritmo constante de su corazón bajo su espalda, un sonido fuerte y tranquilizador. Podía oler el aroma a lluvia, a cuero y a rael. Era la primera vez que sentía su fuerza como algo protector, no amenazante.
Sus brazos no eran los de un captor, sino los de un guardián. Confundida y agotada, se permitió apoyarse en él, dejando que su calor la impregnara. El hombre que la había comprado, el hombre que la había amenazado y acorralado, ahora la estaba protegiendo de la furia de la naturaleza, su cuerpo un santuario en medio del caos. Cuando llegaron a la casa, él la bajó del caballo con el mismo cuidado.
La llevó en brazos a través de las puertas, sin importarle el agua que goteaba de ello sobre las alfombras caras. la llevó directamente a su habitación y la depositó suavemente en la alfombra junto a la chimenea que una de las empleadas ya había encendido. “No vuelvas a hacer una estupidez así”, dijo él. Su voz era un gruñido bajo, pero carecía de la dureza habitual. Había una nota de alivio en ella.
Se quedó de pie mirándola por un momento, su cabello oscuro pegado a su frente, el agua chorreando de su mandíbula. Sus ojos se encontraron y por primera vez Luna no vio a un magnate, ni a un bárbaro, ni a su comprador. Vio a un hombre, un hombre que había cabalgado en medio de una tormenta para encontrarla.
Y esa visión era infinitamente más peligrosa que cualquiera de sus amenazas. La dinámica entre ellos había cambiado irrevocablemente. La deuda seguía ahí. La amenaza de su contrato no se había ido, pero ahora algo nuevo y complicado se había añadido a la mezcla.
un atisbo de cuidado, una chispa de conexión que ninguno de los dos sabía cómo manejar. La mañana después de la tormenta llegó con una claridad deslumbrante, como si el cielo se hubiera lavado de todas sus impurezas. Un silencio frágil se había instalado en la casa. Luna se despertó y encontró ropa seca y un desayuno caliente esperándola fuera de su puerta. No había ninguna nota, ninguna orden.
Era un gesto anónimo, pero sabía que provenía de él. El recuerdo de la noche anterior era una extraña mezcla de terror y una calidez desconcertante. La imagen de Rael, empapado y furioso, buscándola en medio del diluvio y luego el calor protector de su cuerpo en el viaje de regreso se repetían en su mente. Era un hombre de contradicciones brutales, un monstruo capaz de una gentileza inesperada.
Y esa dualidad era más peligrosa que su crueldad inicial. Durante los siguientes días, un nuevo tipo de guerra se instaló entre ellos. Una guerra de silencio y miradas furtivas. Se cruzaban en los pasillos, en los jardines, y el aire crepitaba con una tensión no expresada.
Él la observaba desde la distancia, sus ojos oscuros siguiéndola con una intensidad que la hacía sentir a la vez como una presa y como el centro del universo. Ya no había provocaciones verbales ni amenazas directas sobre el pago. Era como si la tormenta hubiera marcado una tregua no declarada, pero la tregua solo hacía que la tensión sexual subyacente fuera más insoportable.
Luna se encontraba pensando en él en momentos inoportunos, el recuerdo del calor de su pecho contra su espalda. La sensación de sus dedos ásperos en su muslo, la profundidad de su voz susurrando promesas obscenas. Odiaba esa debilidad en ella, esa respuesta involuntaria de su cuerpo cada vez que él estaba cerca.
Rael, por su parte, estaba librando su propia batalla interna. El instinto de protegerla durante la tormenta lo había tomado por sorpresa. Él, que siempre había visto las personas como piezas en un tablero de ajedrez, como activos o pasivos, se encontró sintiendo algo primitivo y posesivo por ella que iba más allá del simple deseo.
Verla encogida y asustada había despertado en el alguardián, no al comprador, y eso lo confundía. El deseo seguía ahí, más fuerte que nunca, un fuego constante en sus entrañas. Pero ahora estaba mezclado con algo más, algo que no podía nombrar y que lo enfurecía.
Necesitaba restablecer el control, volver a la dinámica que entendía, la del poder y la sumisión. Una tarde, mientras Luna leía un libro que había encontrado en la biblioteca de la casa, sentada en un banco del jardín, él apareció frente a ella. Llevaba sus habituales vaqueros y una camiseta sin mangas que se ce señía a su torso musculoso. “Ven conmigo”, dijo. Sin preámbulos. No era una pregunta. Luna levantó la vista, su corazón dando un vuelco.
¿A dónde? No hagas preguntas, solo ven. Su tono era autoritario, el del hombre que estaba acostumbrado a ser obedecido. Luna sintió la familiar oleada de desafío, pero también una punzada de curiosidad. se levantó y lo siguió en silencio. La condujo más allá de los establos por un sendero que se adentraba en el bosque que bordeaba la propiedad.
El aire se volvió más fresco, lleno del olor a tierra húmeda y a pinos. Después de unos 15 minutos de caminata, el sonido de agua corriendo se hizo más fuerte. El sendero se abrió a un pequeño claro y la vista la dejó sin aliento. Era una cascada privada, un paraíso escondido. El agua cristalina caía desde unos 10 m de altura sobre rocas cubiertas de musgo, formando una piscina natural de un color turquesa intenso.
La luz del sol se filtraba a través de las hojas de los árboles, creando patrones danzantes sobre el agua. Era el lugar más hermoso que había visto en su vida. “Este es mi lugar”, dijo Rael. su voz más baja de lo habitual. “Nadie viene aquí.” Se detuvo en la orilla y comenzó a quitarse las botas con una lentitud deliberada, sin apartar los ojos de ella. Luego se quitó la camiseta por la cabeza en un solo movimiento fluido, revelando la totalidad de su torso.
Los músculos de su pecho, hombros y abdomen estaban definidos con una claridad brutal, su piel bronceada tensa sobre una fuerza formidable. Se desabrochó los vaqueros y se los bajó, quedándose solo en unos boxers oscuros que hacían poco por ocultar su virilidad. Caminó hacia el agua y se sambulló sin dudarlo. Emergió en el centro de la piscina, sacudiendo el agua de su cabello.
La miró, sus ojos oscuros brillando con un desafío directo. ¿Qué pasa, Ángel? ¿Tienes miedo del agua o tienes miedo de mí? Luna se quedó en la orilla con el corazón latiendo, desbocado. Sabía exactamente lo que era esto. Era un juego, una prueba. Después de días de tregua, él estaba reanudando la guerra de seducción en sus propios términos.
en su territorio. Podía darse la vuelta y marcharse. Podía negarse, pero la mirada en su rostro, esa sonrisa arrogante y sabedora, encendió el fuego de su orgullo. No le daría la satisfacción de verla huir. Y si era honesta consigo misma, una parte de ella, una parte oscura y temeraria, quería ver qué pasaría. En un impulso de puro valor y desafío, se quitó las sandalias.
Luego, con los ojos fijos en los de él, se quitó la camiseta. El aire fresco besó su piel desnuda, se desabrochó los pantalones y los dejó caer al suelo, quedándose en su sencilla ropa interior de algodón. Por primera vez, su cuerpo estaba expuesto a su mirada a plena luz del día. La reacción de Rael fue visceral e instantánea.
La sonrisa desapareció de su rostro. Su respiración se detuvo visiblemente. Sus ojos se oscurecieron. recorriendo cada curva de su figura con una avidez casi dolorosa. Observó la línea de su cintura, la plenitud de sus caderas, la forma de sus pechos que se erizaban bajo la tela fina de su sujetador. Un músculo se contrajó en su mandíbula.
Sin romper el contacto visual, Luna caminó hacia el agua. El frío inicial le robó el aliento, pero siguió avanzando hasta que el agua le llegó a la cintura. nadó torpemente hacia el centro, donde él la esperaba, flotando en el agua como una pantera.
Cuando estuvo a su alcance, él la agarró por la cintura, su toque enviando una descarga a través de ella. La atrajó hacia así hasta que sus cuerpos mojados estuvieron pegados desde el pecho hasta los muslos. La frialdad del agua contrastaba violentamente con el calor que emanaba de su piel. podía sentir la dureza de su abdomen contra el suyo, la fuerza de sus piernas endedándose con las de ella bajo el agua.
“Tu desafío va a ser tu perdición”, murmuró él, su voz un ronroneo grave contra sus labios. Él inclinó la cabeza y ella supo que iba a besarla. Cerró los ojos, preparándose para el impacto, una mezcla de terror y anhelo corriendo por sus venas. Sus labios rozaron los de ella, suaves, tentadores, una promesa de fuego.
Pero justo cuando ella se inclinó hacia él, esperando que profundizara el beso, que la reclamara como había prometido, él se apartó, la soltó y retrocedió un paso, dejándola flotando sola en el agua con el corazón en la garganta. La confusión y la frustración la golpearon. Lo miró sin entender. Una sonrisa lenta y sádica se dibujó en su rostro.
Todavía no, dijo él, su voz cargada de un control absoluto. El pago se hace cuando yo lo digo. Yo decido cuándo. Se dio la vuelta y nadó hacia la orilla, dejándola sola en medio de la piscina, temblando no de frío, sino de una rabia impotente y un deseo tan intenso que la asustaba.
El juego sádico de control la había dejado sin aliento, más vulnerable que si la hubiera tomado allí mismo. Había probado su poder sobre ella, no a través de la fuerza, sino a través de la negación. Y ambos sabían que él había ganado esa batalla. La tensión en el rancho Esmeralda se volvió casi insoportable después del episodio en la cascada. Luna evitaba a Rael a toda costa, pero su presencia era una sombra constante.
Sentía su mirada sobre ella, incluso cuando no podía verlo. El recuerdo de ese casi beso de la promesa retenida, la atormentaba día y noche. La dejaba inquieta, irritable, su cuerpo vibrando con una energía que no tenía donde liberar. Una noche, un par de días después, un ruido violento la despertó. Sonaba como cristales rompiéndose, seguido de un golpe sordo y un juramento ahogado.
Provenía de la planta baja, de la dirección de la oficina de Rael. La curiosidad, mezclada con una extraña preocupación, superó su cautela. Se levantó de la cama, se puso una bata y bajó las escaleras en silencio. La puerta de la oficina estaba entreabierta y una luz tenue se derramaba en el pasillo. Se asomó con cuidado. La escena la dejó helada. Rael estaba de espaldas a ella en medio de la habitación.
Un vaso yacía hecho añicos en el suelo y una botella de whisky estaba peligrosamente inclinada sobre el borde de su escritorio de caoba maciza. Se pasó una mano por el pelo con un gesto de profunda frustración. Cuando se giró para servirse otro trago, ella vio su rostro. Su habitual máscara de control impenetrable se había resquebrajado.
En su lugar había una mirada perdida, un dolor tan profundo y crudo que le dio un vuelco el corazón. Estaba borracho, pero no era una borrachera ruidosa. Era sombría, autodestructiva. Él no la vio. Se sirvió un vaso lleno de whisky y se lo bebió de un solo trago como si fuera agua. Hizo una mueca, no por el alcohol, sino por algo que venía de muy adentro. Luna no supo por qué lo hizo.
Tal vez fue la vulnerabilidad que vio en él. Un destello del hombre herido detrás del titán. Dio un paso dentro de la habitación. El suelo crujió bajo sus pies descalzos. Él levantó la cabeza de golpe, sus ojos oscuros enfocándose en ella con dificultad. ¿Qué quieres?, gruñó. Su voz pastosa por el alcohol. Vete, estás herido”, dijo ella en voz baja, señalando su mano.
Vio que se había cortado con los cristales rotos. La sangre goteaba lentamente sobre los papeles de su escritorio. Él miró su mano como si no fuera suya. “No es nada. Déjame ayudarte.” se acercó, tomó un pañuelo limpio de una caja y con delicadeza envolvió su mano. Él la dejó hacer, observándola con una expresión extraña, su agresividad habitual atenuada por el alcohol y la sorpresa. “¿Por qué?”, susurró él, “mas para sí mismo que para ella.
¿Por qué te importa?” No lo sé”, respondió ella honestamente, atando el pañuelo. Él se ríó, un sonido amargo y sin alegría se dejó caer en su gran sillón de cuero, el movimiento pesado y descoordinado. “Hoy es el aniversario”, dijo mirando un punto vacío en la pared.
El día que mi padre se pegó un tiro en esta misma oficina, Luna se quedó inmóvil. Las palabras la golpearon con una fuerza inesperada. Lo perdió todo. Continuó él, su voz ahora un murmullo roto y vulnerable. La hacienda de mi abuelo, el nombre de la familia, todo. Confió en las personas equivocadas, en socios que lo apuñalaron por la espalda.
Era un buen hombre, demasiado bueno, demasiado débil. Bebió directamente de la botella, el whisky derramándose por la comisura de sus labios. Lo encontré. Yo tenía 17 años. Ese día juré que nunca más sería débil. Juré que nunca más confiaría en nadie. Yo tomo lo que quiero, yo controlo todo.
Es la única manera de sobrevivir en este mundo. De repente, la brutalidad de Rael, su necesidad de posesión, su contrato salvaje, todo cobró un sentido terrible y doloroso. No era solo un magnate despiadado, era un chico de 17 años que había construido una fortaleza alrededor de su corazón roto. En lugar de retroceder ante su dolor, Luna se acercó más.
se arrodilló frente a él entre sus piernas. Lentamente levantó una mano y tocó la pequeña cicatriz en su ceja, la que había notado el primer día. Su toque fue increíblemente suave. “No eres débil”, susurró ella, su voz llena de una empatía que no sabía que poseía. Tienes miedo. La observación, tan simple y tan directa, lo golpeó como un puñetazo en el estómago.
Ninguna mujer, ninguna persona, se había atrevido a mirarlo con tanta claridad, a ver más allá de la fachada del titán. Sus defensas, debilitadas por el alcohol y el dolor del recuerdo, se derrumbaron. La miró, sus ojos oscuros brillando con lágrimas no derramadas. Y entonces hizo algo que la sorprendió por completo.
La sujetó por los hombros, no con lujuria, no con violencia, sino con una desesperación abrumadora. La atrajó hacia él y enterró su rostro en el hueco de su cuello, su cuerpo grande y poderoso temblando ligeramente contra el de ella. Su barba de un día raspó su piel y pudo oler el whisky y la pura y desolada tristeza en él. No era el acto de un dueño reclamando su propiedad. Era el gesto de un hombre roto buscando consuelo.
Y Luna, su prisionera, su pago, instintivamente lo rodeó con sus brazos y lo sostuvo acariciando su cabello mientras él se aferraba a ella en la oscuridad de la oficina, un rey destronado buscando refugio en el único lugar inesperado que le quedaba. La dinámica entre ellos cambió una vez más, de una manera profunda e irreversible.
Pasaron varias semanas. La noche en la oficina no se mencionó, pero flotaba entre ellos un secreto compartido que había alterado el equilibrio de poder. Rael ya no la provocaba con la misma crudeza. Había una nueva cautela en su mirada, una curiosidad que reemplazaba a la pura lavia. Y Luna, aunque todavía era su prisionera, se sentía diferente.
Había visto la grieta en su armadura y eso le daba una extraña sensación de fuerza. Una noche, la hacienda se sumió en el caos. Un grito de pánico de uno de los peones los despertó a ambos. Luna y Rael salieron de sus respectivas habitaciones al mismo tiempo. Es esmeralda! Gritó el hombre desde la planta baja.
La yegua está de parto y el potro viene de nalgas. Rael maldijo. Esmeralda era su yegua premiada, la joya de su criadero, valorada en una fortuna. El veterinario está a 2 horas aquí”, dijo ya bajando las escaleras a toda prisa. “No llegará a tiempo.” Corrieron a los establos. La escena era crítica.
La hermosa yegua estaba en el suelo, sudando y sufriendo, sus ojos desorbitados por el pánico y el dolor. Los peones estaban a su alrededor, asustados e inseguros, sin saber qué hacer. La situación se deterioraba rápidamente. “Fuera de mi camino”, ordenó Rael, pero incluso él, con toda su autoridad parecía perdido ante una fuerza de la naturaleza que no podía controlar.
Fue entonces cuando Luna actuó. La chica que había crecido en la miseria, ayudando a parir cabras, vacas y cualquier animal que necesitara ayuda, vio lo que había que hacer con una claridad asombrosa. “Necesito agua caliente, toallas limpias y alguien que me ayude a sujetarla”, dijo. Su voz tranquila, pero llena de una autoridad que sorprendió a todos, incluido a Rael.
Los peones la miraron, luego a Rael, esperando su permiso. Él la observó por un segundo, vio la determinación y el conocimiento en sus ojos y tomó una decisión. Hagan lo que ella dice ahora. Luna se arrodilló junto a la yegua, hablándole en susurros suaves y tranquilizadores. Se remangó y, sin dudarlo, ayudó al animal con una habilidad y una calma que eran impresionantes.
Daba instrucciones a los peones, guiándolos. su pánico reemplazado por la confianza que ella irradiaba. Rael se quedó atrás observando todo en silencio, completamente impactado. Vio como ella trabajaba, su rostro concentrado, sus manos seguras y competentes. No había miedo en ella, solo una fuerza increíble y una conexión profunda con el animal sufriente.
Después de una hora de trabajo tenso y agotador, con un último esfuerzo coordinado, Luna logró salvar tanto a la yegua como al potrillo. El pequeño animal, tembloroso y mojado, fue depositado sobre eleno junto a su madre. El establo, que momentos antes había estado lleno de pánico, ahora estaba en silencio, lleno de un asombro reverente.
Los peones la miraban con un respeto recién descubierto, pero fue la mirada de Rael la que Luna notó. Él estaba apoyado contra un poste con los brazos cruzados y la observaba. La lujuria, el control, la posesión, todo eso había desaparecido de sus ojos. En su lugar había algo nuevo, algo que ella nunca había esperado ver. Admiración. Por primera vez, Rael Valverde no la veía como un objeto de deseo, una deuda cobrar o una belleza salvaje que domar.
La veía como una mujer, una mujer increíblemente fuerte, capaz y extraordinaria. El respeto brillaba en sus ojos, puro e innegable, y esa mirada, más que cualquier beso o caricia, lo cambió todo. El respeto es un arma más poderosa que el deseo. Luna lo descubrió en los días que siguieron al nacimiento del potrillo.
La atmósfera en el rancho Esmeralda se había transformado. Los peones, que antes la miraban con una mezcla de lástima y curiosidad lasva, ahora la saludaban con una inclinación de cabeza. Le preguntaban su opinión sobre el ganado, sobre el clima. La llamaban doña Luna en susurros respetuosos. Ya no era la propiedad del patrón, la mujer comprada.
Era la mujer que había salvado a Esmeralda y a su cría, la mujer que poseía un conocimiento de la tierra y sus criaturas, tan profundo como el de ellos. Pero el cambio más profundo y desconcertante era en Rael. El fuego de la posesión en sus ojos había sido atemperado por una nueva luz, la admiración. la observaba de una manera diferente. Ya no desnudaba su cuerpo con la mirada, sino que parecía intentar descifrar los misterios de su alma.
La seguía con los ojos mientras ella caminaba por los jardines o cuando ayudaba en los establos. Una tarea que ella había asumido con una naturalidad que a él le fascinaba. La tensión sexual no había desaparecido, al contrario, se había vuelto más compleja, más profunda. Antes era una batalla de voluntades, un juego de dominación y desafío.
Ahora estaba entrelazada con este nuevo respeto, creando un anhelo que era tanto del cuerpo como del espíritu. Para celebrar el nacimiento del potrillo al que Luna había llamado Tormenta en honor a su padre y a la noche en que Rael la había rescatado, se organizó una pequeña fiesta junto a una hoguera para los trabajadores del rancho. El aire de la noche se llenó con el sonido de una guitarra, risas y el olor a carne asada.
Luna se sentía extrañamente en paz. Sentada en un tronco, observando las llamas danzar, se dio cuenta de que por primera vez en mucho tiempo no se sentía como una prisionera. se sentía parte de algo. Rael estaba de pie al otro lado de la hoguera, bebiendo una cerveza, conversando con su capataz, pero sus ojos nunca se apartaban de ella por mucho tiempo.
Cuando la música se volvió más lenta, una melodía melancólica y romántica, le entregó su botella al capataz y rodeó el fuego. Se detuvo frente a ella, su enorme figura bloqueando la luz de las llamas, sumiéndola en su sombra. extendió su mano grande y callosa. “Baila conmigo”, dijo. No fue una orden, sino una petición. Su voz grave y suave. Los peones guardaron silencio, observando la escena con una curiosidad contenida.
El corazón de Luna dio un vuelco. Bailar con él allí frente a todos era una declaración. Era cruzar una línea invisible. Dudó por un instante y luego lentamente colocó su mano en la de él. Su piel era áspera contra la suya, pero su agarre fue sorprendentemente gentil.
La condujo al centro del claro y su otra mano se posó en la parte baja de su espalda, atrayéndola hacia él. Luna apoyó su mano libre en su hombro ancho y musculoso. Era la primera vez que estaban tan cerca de una manera tan pública y formal. El calor de su cuerpo la envolvía. podía oler el aroma a humo de la hoguera, a cuero y ese olor puramente masculino que era solo suyo.
Se movían lentamente al ritmo de la música, sus cuerpos encontrando un ritmo natural. Él la guiaba con una seguridad sin esfuerzo y ella se dejó llevar, sintiéndose extrañamente segura en sus brazos. Después de unos momentos, él comenzó a guiarla lejos de la luz de la hoguera hacia la suave oscuridad que rodeaba el claro, donde las estrellas brillaban con una intensidad feroz.
Se detuvieron bajo la sombra de un árbol antiguo, todavía moviéndose lentamente, aunque la música ya era solo un susurro lejano. “Eres una plaga, ¿lo sabías?”, susurró él de repente, su aliento cálido en su cabello. La confesión la tomó por sorpresa. “¿Qué? Una plaga”, repitió él, su voz cargada de una frustración que sonaba extrañamente a rendición.
“Llegaste aquí con nada más que esos arapos y ese fuego en tus ojos y lo has invadido todo? invadiste mi casa, mi rutina, mi cabeza. Hizo una pausa y su agarre en su cintura se tensó. Invadiste mi maldito corazón. Las palabras la golpearon con la fuerza de una ola. No era una declaración de amor florida y poética. Era una admisión cruda, casi violenta, arrancada de las profundidades de un hombre que odiaba ser vulnerable.
Era lo más honesto que le habían dicho en la vida. Ella levantó la cabeza para mirarlo. En la penumbra apenas podía distinguir sus facciones, pero podía sentir la intensidad de su mirada, la tormenta de emociones que se agitaba dentro de él. Su propio corazón latía con una fuerza dolorosa, lleno de un sentimiento tan abrumador y aterrador que no se atrevía a ponerle nombre.
Tú me compraste, Rael”, respondió ella, su voz apenas un susurro entrecortado. “Me arrancaste de mi vida y me trajiste a la tuya. Me pusiste un precio y me encerraste en tu jaula de oro.” Lo miró fijamente, su pregunta cargada con todo el peso de su historia juntos. “¿Pero quién es el verdadero prisionero aquí?” La pregunta lo dejó sin respuesta. Vio un destello de algo en sus ojos.
sorpresa, reconocimiento, tal vez incluso dolor. Él, el titán, el hombre que controlaba todo, estaba atrapado en una fortaleza de su propia construcción, prisionero de su pasado, de su miedo a la debilidad y ahora prisionero de los sentimientos que esta mujer, su compra, había despertado en él. El baile terminó.
El momento de honestidad brutal quedó suspendido entre ellos, cambiando todo una vez más. regresaron a la casa en un silencio denso y pesado. La tensión era un ser vivo, palpable, que caminaba junto a ellos en la oscuridad. Cada rose accidental de sus manos, cada vez que sus miradas se cruzaban, era como una descarga eléctrica. Cuando llegaron a la puerta principal, Rael la abrió y se hizo a un lado para que ella entrara.
En el instante en que la puerta se cerró detrás de ellos, sumiéndolos en el silencio de la mansión, él actuó. se movió con una velocidad que la dejó sin aliento, acorralándola contra la puerta de madera maciza. Su boca se estrelló contra la de ella. No fue un beso de seducción o de control. Fue un beso de pura y absoluta desesperación.
Un beso que hablaba de semanas de deseo reprimido, de noches de insomnio, de la frustración de la cascada y de la vulnerabilidad de su confesión bajo las estrellas. Fue hambriento, posesivo, casi violento en su necesidad. Luna, en lugar de resistirse, le devolvió el beso con la misma ferocidad. Toda su rabia, su miedo, su anhelo y su creciente afecto por este hombre complicado explotaron en ese contacto.
Sus manos se enredaron en su cabello, tirando de él mientras sus labios se movían juntos en una danza febril. Él gruñó contra su boca, un sonido gutural, animal. La levantó del suelo como si no pesara nada, sus piernas envolviendo instintivamente su cintura. La presionó contra la pared, su cuerpo duro y exigente contra el de ella.
Podía sentir cada contorno de sus músculos, la evidencia innegable de su deseo presionando contra su vientre. Las ropas se convirtieron en un obstáculo intolerable. Sus manos, normalmente tan controladas, ahora eran torpes y apresuradas. Rasgó la tela de la camiseta de ella, el sonido resonando en el vestíbulo silencioso. Ella, a su vez, luchó con los botones de su camisa. desesperada por sentir su piel contra la de ella.
Sus besos descendieron por su mandíbula, por su cuello, dejando un rastro de fuego. Sus manos exploraron su cuerpo con una avidez que bordeaba la locura. La llevó a través del vestíbulo, tropezando con los muebles, sin romper nunca el contacto, y comenzó a subir las escaleras hacia su habitación. Esto era todo, la rendición final, el pago de la deuda, pero la palabra deuda se sentía como una mentira.
Esto no era una transacción, era una colisión de dos almas solitarias que finalmente habían encontrado su igual. Llegaron a su habitación. Él la empujó hacia la cama, cayendo sobre ella, sus cuerpos una maraña de extremidades y deseo. La miró, sus ojos oscuros ardiendo con una intensidad que casi la consumía. Luna jadeó, su voz ronca por la pasión.
Este era el momento, el punto de no retorno, la rendición que ambos habían estado anhelando y temiendo desde el primer día. Él se inclinó para besarla de nuevo, para reclamarla por completo. Y en ese preciso instante, cuando ya no había marcha atrás, cuando su cuerpo estaba gritando sí, su mente encontró una última isla de claridad. lo detuvo. Colocó sus manos en su pecho, sus dedos presionando contra los músculos duros y sudorosos, no con fuerza, sino con una firmeza que lo sorprendió. Él se congeló, la confusión y la frustración nublando su rostro. ¿Qué pasa?, preguntó
su voz un gruñido de incredulidad. Ella lo miró, sus ojos miel llenos de lágrimas no derramadas y una determinación de acero. Su cuerpo temblaba, pero su voz era firme. “Quiero esto, Rael”, susurró. “Y cada palabra era la verdad más profunda que jamás había pronunciado. Lo quiero más que nada en el mundo.
” Hizo una pausa tomando una respiración temblorosa, pero no así. No como el pago de una deuda, no como la conclusión de nuestro contrato salvaje. Lo miró directamente a los ojos, exigiéndole que viera, que entendiera. Quiero que sea porque me quieres. A mí, a Luna. Quiero ser tuya no porque me compraste, sino porque me elegiste.
Su exigencia de dignidad emocional, de ser reconocida como una igual en el corazón y no solo en la cama, lo aturdió. fue como si le hubiera echado un balde de agua helada. Se apartó de ella lentamente, levantándose de la cama. La miraba como si la viera por primera vez. Toda la lujuria salvaje se había drenado de su rostro, reemplazada por una conmoción absoluta.
Él, que siempre había tomado lo que quería, que creía que todo tenía un precio, se enfrentaba a algo que no podía comprar, ni forzar, ni dominar, algo que tenía que serle entregado libremente. Se pasó una mano por el rostro, su respiración todavía agitada. La deseaba más en ese momento de desafío que en cualquier otro.
La deseaba con un anhelo que le dolía físicamente, pero entendió por primera vez. Entendió de verdad. Se dio la vuelta y salió de la habitación sin decir una palabra, cerrando la puerta suavemente detrás de él, dejándola sola en la cama, con la ropa rasgada y el cuerpo ardiendo de un deseo insatisfecho, pero con su alma y su orgullo intactos.
Mientras tanto, a kilómetros de distancia, en la miseria y la oscuridad, la venganza echaba raíces. El coronel Alves no había desaparecido. Había estado observando, pudriéndose en su humillación y envidia. Había perdido sus tierras, su reputación, todo y todo por culpa de ella. La chica que había sido su propiedad, ahora era la reina del imperio que debería haber sido suyo.
La veía pasear por los terrenos del rancho Esmeralda, la veía reír con los peones, la veía de pie junto a Rael Valverde, no como una esclava, sino como su igual. y el odio lo consumía. Rael no solo le había quitado a la chica, le había quitado la oportunidad de vender sus tierras, dejándolo en la ruina total.
Una noche, escondido en las sombras, observando la hacienda, su plan tomó forma. No podía enfrentarse a Rael directamente. El titán lo aplastaría como a un insecto, pero podía herirlo. Podía quitarle lo que ahora evidentemente más valoraba. Sabía de la existencia de el toro de Lidia más peligroso y premiado de Rael, un animal de media tonelada de músculo y furia que mantenían en un pastizal especialmente reforzado en el extremo de la propiedad. Una noche oscura, sin luna, Albe se deslizó hasta la cerca.
Con unas isallayas y una barra de hierro, trabajó en silencio, saboteando la cerradura de la puerta y debilitando una sección de la valla de madera. No la abrió del todo, solo la dejó lista para ceder con un poco de presión. Su plan era simple y cruel. Al día siguiente crearía una distracción, algo que atrajera a la gente a otro lado del rancho.
Y luego asustaría al toro, dirigiéndolo hacia el lugar donde sabía que Luna solía caminar por las mañanas junto al río. La imagen de la bestia, envistiendo su cuerpo frágil era la única fantasía que le daba placer en su miserable existencia. Al día siguiente, el sol brillaba en un cielo despejado.
La tensión entre Rael y Luna después de la noche anterior era un abismo de silencio. Ambos se sentían desollados, vulnerables. Luna, siguiendo su rutina, decidió caminar hacia el río, buscando la soledad para aclarar sus pensamientos. Estaba absorta en sus sentimientos confusos, en la imagen del rostro aturdido de Rael, cuando un ruido sordo y un grito lejano la hicieron levantar la vista. A unos 200 m de distancia vio una estampida.
El ganado corría en pánico y entonces lo vio. La figura masiva y oscura de el toro, que había roto la cerca y ahora galopaba libremente y se dirigía directamente hacia ella. El terror puro la paralizó. Sus pies parecían clavados en el suelo. La bestia resoplaba, sus cuernos afilados apuntando en su dirección. Rael estaba en el porche de la casa.
Discutiendo con su capataz cuando vio la escena. Por una fracción de segundo el mundo se detuvo. Vio al Toro. Vio a Luna congelada en su camino. No hubo tiempo para pensar. No hubo tiempo para un caballo o un arma. Solo hubo instinto, un instinto primario y abrumador de protegerla a toda costa. Luna gritó, su voz un trueno de pánico.
Y corrió. Corrió más rápido de lo que jamás había corrido en su vida. sus pulmones ardiendo. Vio el terror en el rostro de ella. Vio los ojos inyectados en sangre del toro. No iba a llegar a tiempo para sacarla del camino. Solo había una opción. Con un último estallido de velocidad, se lanzó en diagonal, interponiéndose entre ella y el animal.
Gritó, agitando los brazos, atrayendo la atención de la bestia furiosa. El toro cambió de objetivo, bajó la cabeza y envistió. Rael intentó esquivarlo, pero no fue lo suficientemente rápido. El cuerno del animal lo alcanzó en el costado, levantándolo del suelo y arrojándolo por los aires como a un muñeco de trapo. Aterrizó con un golpe sordo y violento a varios metros de distancia.
Luna gritó, un sonido desgarrador que rasgó el aire de la mañana. Su parálisis se rompió y corrió hacia él mientras los peones, finalmente alertados corrían para controlar al toro. Rael yacía en el suelo, inerte. Una mancha roja y oscura se extendía rápidamente por su camisa manchando la hierba verde. Cayó de rodillas a su lado, sus manos temblando.
Rael soyzó tocando su rostro. Sus ojos se abrieron vidriosos por el dolor. Una sonrisa débil y ensangrentada torció sus labios. “Terca”, susurró antes de que sus ojos se cerraran y su cabeza cayera hacia un lado. El drama y el sufrimiento eran reales y aterradores. El titán había caído y había caído por ella.
El mundo se redujo al sonido de su propia respiración entrecortada y al rojo vibrante de la sangre de Rael empapando la tierra. Luna sostenía su cabeza en su regazo, sus lágrimas mezclándose con el polvo y la sangre en su rostro. “No te atrevas a dejarme”, le susurraba una y otra vez, como si sus palabras pudieran anclarlo a la vida. “Rael, mírame, quédate conmigo.
” Los peones lograron finalmente desviar la atención del toro y encerrarlo. Sus gritos y el ruido de la bestia furiosa eran un eco lejano en la mente de Luna. El capataz, un hombre llamado Miguel, llegó corriendo a su lado, su rostro pálido de pánico. Ya viene el doctor, doña Luna y la camioneta para llevarlo a la casa.
Pero Luna apenas lo escuchaba. Sus manos se movían sobre el torso de Rael, presionando la herida en su costado, tratando inútilmente de detener el flujo de vida que se escapaba de él. La camisa blanca estaba desgarrada y teñida de un carmesí oscuro. La herida era profunda, un corte brutal que dejaba al descubierto músculo y hueso.
La visión la hizo sentir náuseas, pero se obligó a no apartar la mirada. Lo llevaron a la casa con un cuidado desesperado, un equipo de hombres fuertes moviendo su cuerpo inerte en una camilla improvisada. Lo depositaron en su cama, la misma cama donde casi se habían entregado la noche anterior y que ahora se convertía en un lecho de dolor y posible muerte.
El médico del pueblo, un hombre mayor y de manos firmes, llegó minutos después. Expulsó a todos de la habitación, excepto a Luna. Ella se negó a moverse. Se quedó en un rincón retorciéndose las manos, observando en un silencio torturado como el doctor limpiaba, suturaba y vendaba la herida. Cada gemido de dolor ahogado que escapaba de los labios de Rael era una puñalada en su propio corazón.
“Ha perdido mucha sangre”, dijo finalmente el doctor, limpiándose el sudor de la frente. La cornada fue profunda, pero por milímetros no tocó ningún órgano vital. Es un hombre increíblemente fuerte. Eso es lo que lo salvará. Ahora necesita descansar y alguien tiene que vigilarlo. La fiebre es el mayor peligro. Yo me quedaré”, dijo Luna, su voz firme, sin dejar lugar a la discusión.
El doctor asintió, le dio instrucciones sobre los medicamentos y se marchó, prometiendo volver por la mañana. La casa se sumió en un silencio pesado y expectante. Los peones se movían en puntillas, sus rostros sombríos. El titán, el pilar de su mundo, era vulnerable y todos sabían por qué había caído. Luna se sentó en una silla junto a la cama, sin apartar los ojos de él.
Su rostro, normalmente tan duro y controlado, estaba pálido y relajado por la debilidad. Las líneas de tensión alrededor de su boca se habían suavizado. Parecía más joven, casi vulnerable. Tomó su mano enorme, sus dedos callosos y fuertes ahora flácidos entre los de ella. Estaba fría.
La frotó tratando de infundirle su propio calor, su propia vida. Las horas se arrastraron, el sol se puso y la habitación se llenó de las sombras del atardecer. Le administró los medicamentos, le humedeció los labios con un paño mojado. No comió, no durmió, solo veló por él. La culpa la carcomía. Él había hecho esto por ella. Se había arrojado frente a un toro enfurecido para salvarla.
Él que la había comprado, que la había reclamado como una posesión, había valorado la vida de ella por encima de la suya. Y ella, ¿qué había hecho? Ella lo había desafiado, lo había provocado y finalmente la noche anterior lo había rechazado, lo había empujado cuando todo lo que él pedía era una conexión.
El dolor de ese recuerdo era casi tan agudo como la visión de su herida. Se inclinó sobre él. Las lágrimas que había estado conteniendo finalmente cayendo libremente sobre su pecho vendado. Idiota susurró, su voz rota por los hoyosos. idiota arrogante y testarudo. Te odio apretó su mano con fuerza. Te odio por salvarme. Te odio por hacerme sentir esto.
Las palabras salieron a borbotones, una confesión torrencial arrancada de lo más profundo de su ser. Te odio por hacerme amarte. ¿Me oyes? Rael Valverde, te amo y si te mueres, si te atreves a morirte y a dejarme sola ahora, yo me muero contigo. Enterró su rostro en la cama, su cuerpo sacudido por la fuerza de su dolor y su amor recién descubierto y confesado.
De repente sintió una débil presión en su mano. Levantó la cabeza de golpe. Los ojos de Rael estaban abiertos. Estaban nublados por el dolor y la debilidad, pero la miraban, la veían. Una leve sonrisa torció sus labios. Con un esfuerzo que pareció costarle todo, apretó su mano. Entonces, susurró, su voz apenas un rasguño ronco. Creo que vas a tener que vivir, Ángel.
Hizo una pausa para tomar aire, porque no voy a ningún lado sin ti. La inmensa ola de alivio que la inundó fue tan abrumadora que casi se desmaya. se echó a reír y a llorar al mismo tiempo, apretando su mano contra su mejilla. “No vuelvas a asustarme así, bárbaro”, soyoso. “Lo intentaré”, susurró él antes de que sus ojos se cerraran de nuevo.
“Esta vez no por la inconsciencia, sino por un sueño sanador.” La recuperación de Rael fue lenta, pero constante. Su increíble fuerza física y su voluntad de hierro, combinadas con los cuidados incansables de Luna, obraron el milagro. Ella no se apartó de su lado, le dio de comer, leyó, lo ayudó a caminar cuando finalmente pudo levantarse de la cama. Durante esos días, las barreras entre ellos se disolvieron por completo.
Hablaban durante horas, no como comprador y comprada, sino como dos personas que se descubrían mutuamente. Él le contó sobre su infancia, sobre la sombra de su padre, sobre la soledad de construir un imperio. Ella le habló de su vida de miseria, de sus pequeños sueños, de su miedo a no ser nunca dueña de su propio destino.
En su vulnerabilidad compartida forjaron una intimidad más profunda que cualquier acto físico. Él la observaba moverse por la habitación, su presencia una fuente de calma y fuerza. Ella encontraba consuelo en su recuperación, en cada pequeña señal de que volvía a ser el hombre fuerte que era.
El deseo entre ellos no había desaparecido, simplemente se había transformado. Ahora era un anhelo tierno, paciente, una promesa silenciosa de lo que vendría cuando estuviera completamente recuperado. Mientras tanto, la investigación sobre el accidente del toro había concluido. Miguel, el capataz encontró las marcas de las herramientas en la cerca y la cerradura forzada.
Las huellas cerca del lugar coincidían con unas botas viejas que encontraron en una cabaña abandonada donde el coronel Alves había estado malviviendo. La venganza tenía nombre y rostro. Cuando Rael fue lo suficientemente fuerte para sentarse en su oficina, Miguel le presentó las pruebas. Luna estaba a su lado, su mano descansando protectoramente en su hombro. La ira en el rostro de Rael era terrible.
“Quiero que lo encuentren”, dijo. Su voz era un gruñido bajo y mortal. “Traiganlo ante mí.” Pero Luna le apretó el hombro. “No, Rael, la violencia solo engendra más violencia. Ya ha habido suficiente dolor.” Él la miró, su instinto primario luchando contra la nueva influencia que ella tenía sobre él.
Él intentó matarte, Luna, y casi te mata a ti”, respondió ella suavemente. Hundirlo en la miseria, desterrarlo, asegurarte de que nunca más pueda hacer daño a nadie. Eso es justicia. Matarlo o torturarlo es solo venganza y tú eres mejor que eso. Él la miró durante un largo rato, viendo la fuerza y la compasión en sus ojos, y por primera vez en su vida, dejó de lado su instinto de retribución brutal. asintió lentamente. “Hazlo”, le dijo a Miguel.
“Compra todas sus deudas, todas sus propiedades restantes, déjalo sin nada y luego asegúrate de que se vaya de esta región y nunca más vuelva a poner un pie en ella. Si lo hace, entonces no habrá piedad.” Una tarde, varias semanas después, cuando Rael ya estaba casi completamente recuperado, la cicatriz en su costado, un recordatorio permanente de su sacrificio, él la encontró junto al establo acariciando al pequeño potrillo tormenta.
Se acercó a ella por detrás y la rodeó con sus brazos, atrayéndola contra su pecho. Ella se apoyó en él, sintiéndose completamente en casa. Estoy listo”, susurró él en su oído. Ella se giró en sus brazos para mirarlo. “¿Listo para qué?” “Para empezar a pagar mi deuda contigo,”, respondió él, su mirada seria e intensa, sin más explicaciones, la levantó en sus brazos. Ella soltó un grito ahogado de sorpresa y risa.
“Rael, ¿puedo caminar? Lo sé, pero te he esperado demasiado tiempo como para dejar que tus pies toquen el suelo. Ahora la llevó no hacia la casa principal, sino hacia el bosque. La llevó por el sendero que conducía a su paraíso secreto, la cascada. El sol se estaba poniendo, tiñiendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras.
El sonido del agua era una promesa. Cerca de la cascada oculta entre los árboles había una pequeña cabaña rústica que ella nunca había visto. Estaba hecha de la misma madera oscura que la casa principal, con un porche que miraba directamente a la caída de agua. La llevó adentro. El interior era simple y hermoso, una gran cama cubierta con pieles suaves, una chimenea donde un fuego ya crepitaba alegremente y docenas de velas encendidas que llenaban el espacio con una luz dorada y parpadeante. La habitación olía a
madera, a cera de abejas y a la promesa de la noche. La depositó suavemente en el suelo. Se acercó a un pequeño escritorio en un rincón y tomó un papel. Era un documento de aspecto formal. se acercó al fuego. “Cuando te traje aquí escribí esto.” dijo su voz era un murmullo grave. Un contrato simbólico. La formalización de tu deuda. Le mostró el papel.
En él, con su letra fuerte y audaz, estaba escrita la deuda de su familia y el contrato verbal que le había impuesto. “Se acabó, Luna”, dijo mirándola a los ojos. Nunca existió de verdad. Era solo yo, siendo un tonto, con miedo de admitir que te deseaba desde el primer segundo en que te vi. Era mi forma de atarte a mí, porque no sabía cómo pedirte que te quedaras. Y entonces arrojó el papel al fuego.
Observaron juntos como las llamas consumían las palabras, como la tinta se enroscaba y desaparecía, convirtiéndose en cenizas. El último vestigio de su pasado, de su dolorosa historia, se desvaneció. No me debes nada”, dijo él girándose para mirarla, su rostro iluminado por el fuego. “Yo soy el que te debe todo. Me salvaste la vida, Luna.
Me salvaste de mí mismo.” Se acercó a ella, ahuecó su rostro entre sus manos. Sus pulgares acariciaron sus pómulos. “Déjame amarte, Luna, de verdad, no como un pago, no como una posesión. Déjame amarte como el hombre que soy y no como el monstruo que pretendía ser.
Lágrimas de pura liberación brillaron en los ojos de ella. Llevó sus manos a las de él cubriéndolas. Ella susurró, su voz temblando por la fuerza de su confesión. Soy tuya, Rael. Siempre lo fui desde el momento en que me miraste junto a ese pozo y vi algo en tus ojos que nadie más había visto jamás. El primer beso no fue de desesperación, sino de adoración.
Sus labios encontraron los de ella con una suavidad reverente, una pregunta silenciosa. Ella respondió inclinándose hacia él, abriéndose a él, y el beso se profundizó, convirtiéndose en una exploración mutua. Era un beso que sabía a redención, salado por las lágrimas silenciosas de ella, un beso que prometía todo lo que estaba por venir.
Sus manos descendieron del rostro de ella, sus dedos encontrando los pequeños botones de su vestido. Los desabotonó uno por uno, con una lentitud tortuosa, el dorso de sus dedos rozando la piel cálida que había debajo. Con cada botón que se soltaba, él se inclinaba y presionaba un beso en la piel recién expuesta, la curva de su clavícula, el hueco palpitante en la base de su garganta. Luna se estremeció, un suave gemido escapando de sus labios.
El vestido se deslizó de sus hombros y cayó en un montón de seda a sus pies, dejándola de pie ante el suelo con su sencilla ropa interior. Rael dio un paso atrás, su pecho subiendo y bajando rápidamente. Sus ojos oscuros la recorrieron, devorándola. Pero no con el hambre cruda de antes, era con la admiración de un artista que contempla su obra maestra.
La luz del fuego danzaba sobre sus curvas, pintando su piel con tonos de ámbar y oro. Él jadeó, las palabras un soplo de reverencia. Dios mío, eres hermosa. Envalentonada por su adoración, fue el turno de ella de actuar. Con dedos temblorosos, alcanzó la camisa de él. la desabotonó, su tacto vacilante volviéndose más firme a medida que sentía el calor y los músculos duros bajo la tela.
Empujó la camisa de sus anchos hombros, revelando su magnífico torso, la cicatriz en su costado, un brutal testamento de su amor por ella. Trazó la línea de la cicatriz con la punta de su dedo y él inspiró bruscamente ante su tacto. La llevó a la gran cama cubierta de pieles suaves y mullidas.
la acostó con cuidado y la sensación de las pieles contra su espalda desnuda le envió una ola de placer escalofriante. Él se desnudó. Ella lo vio completamente desnudo y no había nada de amenazante en su poder. Era hermoso. “Mírame, Luna”, susurró él. Ella lo hizo. “Eres la primera mujer a la que le entrego mi corazón. Sé gentil con él.
” Se acostó a su lado, apoyándose en un codo para poder mirarla. susurró. “Quiero memorizar cada centímetro de ti.” Y lo hizo. Su adoración comenzó como una peregrinación lenta y sensual. Sus labios trazaron un camino de fuego desde su cuello sobre su pecho, haciéndola arquearse cuando él tomó un pezón endurecido en su boca.
Sus manos eran a la vez firmes y gentiles, una explorando la curva de su cadera, la otra enredada en su cabello. Aprendió su cuerpo con su boca y sus manos, descubriendo los lugares que la hacían suspirar. los toques que la hacían gemir su nombre. Descendió besando su estómago, sintiendo sus músculos contraerse bajo sus labios.
Trazó la línea de los huesos de su cadera con la lengua, hundiéndose en la suavidad del interior de sus muslos. Luna pensó que iba a deshacerse. El placer era una marea arrolladora, tan intensa que era casi dolorosa. Se aferró a las pieles, su cuerpo moviéndose por voluntad propia, buscando más de su tacto. Ella le imploró. sin saber muy bien qué pedía, solo sabiendo que lo quería a él. “Rael, por favor.
” Él subió de nuevo, su rostro cerniéndose sobre el de ella, sus ojos oscuros llenos de una pasión salvaje y tierna. “Estoy aquí, mi ángel, estoy aquí.” Se posicionó entre sus piernas, y el primer contacto de su masculinidad caliente y dura contra su feminidad húmeda y receptiva hizo que ambos suspiraran. La miró a los ojos. Una última pregunta silenciosa. Ella respondió moviendo las caderas hacia arriba, invitándolo a entrar.
Él entró en ella lentamente, un movimiento sagrado y deliberado, que era al mismo tiempo la reclamación más tierna y la rendición más completa. Para Luna, la sensación fue de plenitud, de por fin estar completa, como si una parte de ella que ni siquiera sabía que le faltaba, acabara de volver a casa.
Para Rael fue como encontrar el paraíso después de toda una vida en el desierto. Cerró los ojos, un gemido gutural escapando de lo profundo de su garganta, saboreando la sensación de estar finalmente dentro de ella, de estar unido a ella de la manera más fundamental. Su ritmo comenzó lento, un balanceo tierno y profundo que era más una conversación de cuerpos que un acto de pasión. Pero a medida que la necesidad crecía, el ritmo se aceleraba.
La ternura dio paso a un hambre mutua. La adoración se transformó en una pasión febril. Sus cuerpos se movían juntos en una danza antigua y primal. El sonido de la piel contra la piel, sus suspiros y gemidos, el crepitar del fuego y el rugido de la cascada afuera, todo se fusionó en una sinfonía de entrega. Él jadeó, su frente pegada a la de ella.
Mírame, Luna. Ella abrió los ojos, perdiéndose en la oscura profundidad de los de él. Te amo. Ella gritó las palabras arrancadas por la creciente ola de placer. Yo también te amo. Él se movió más profundo, más rápido, llevándola con el alborde del precipicio.
Ella se aferró a sus anchos y musculosos hombros, sus uñas clavándose en su piel mientras la sensación se enroscaba con fuerza en su centro. Sintió que la explosión comenzaba, una onda de choque de puro éxtasís que la hizo gritar su nombre. Su grito fue el detonante para la liberación de él. Con una última y poderosa embestida, él derramó su amor dentro de ella, su cuerpo temblando, un rugido gutural arrancado desde lo profundo de su pecho.
Se desplomó sobre ella, su peso un consuelo bienvenido. Se quedaron así por un largo tiempo, sus cuerpos sudorosos entrelazados, sus corazones latiendo al unísono, sus respiraciones calmándose lentamente. Se giró hacia un lado, pero no la soltó, atrayéndola para que su cabeza se acurrucara en su pecho. besó la coronilla de su cabeza, sus labios deteniéndose en su cabello húmedo.
En ese santuario escondido, a la luz del fuego moribundo, ya no eran el magnate y su compra. Eran solo Rael y Luna, dos mitades de un alma que habían luchado a través del infierno para finalmente encontrar su paraíso el uno en el otro. El primer sonido que atravesó el velo del sueño no fue el canto de los pájaros ni el susurro del viento, sino el estruendo rítmico de la cascada. Era un sonido constante y poderoso, como el latido del corazón de la propia Tierra.
Luna abrió los ojos lentamente, sintiendo el calor del fuego moribundo de la chimenea en su piel y el peso reconfortante del brazo de Rael sobre su cintura. Estaba acurrucada contra su costado, su cabeza descansando sobre su pecho, sintiendo el ascenso y descenso de su respiración profunda y tranquila.
La luz de la mañana se filtraba suavemente en la cabaña, una luz pálida y lechosa que prometía un nuevo día. Por primera vez en su vida se despertó sintiendo una paz absoluta. No había miedo, ni incertidumbre, ni el peso de la supervivencia. Solo había la calidez de la piel de él contra la de ella y el sonido del agua.
Se movió ligeramente, levantando la cabeza para mirarlo. Dormido, Rael parecía despojado de toda su dureza. Las líneas de su rostro estaban suavizadas, sus labios ligeramente entreabiertos. La cicatriz en su ceja parecía menos una marca de batalla y más un simple recuerdo. Sintió una oleada de ternura tan intensa que le dolió el pecho.
Este hombre, este titán de contradicciones, era suyo y ella era suya, no por un contrato, sino por elección. Él debió sentir su mirada porque sus ojos se abrieron lentamente. Se encontraron con los de ella y una lenta sonrisa, genuina y llena de calidez se extendió por su rostro. No dijo nada.
Simplemente levantó una mano y le acarició la mejilla, su pulgar trazando la línea de su mandíbula. “Dormiste bien”, susurró él, su voz ronca por el sueño. “Nunca he dormido mejor en mi vida”, respondió ella, y era la verdad. Se quedaron así en silencio durante un largo rato, simplemente mirándose, comunicándose sin necesidad de palabras. Era una mañana de primeras veces, la primera mañana de paz, la primera mañana de ternura, la primera mañana después de haberse entregado por completo. Más tarde, sentados en el porche de la cabaña, envueltos en mantas y bebiendo café caliente que él había
preparado, comenzaron a hablar del futuro, no como dueño y cautiva, sino como compañeros, como socios. ¿Qué es lo que quieres, Luna?, preguntó él, su mirada seria mientras observaba la cascada. No lo que yo quiera para ti, lo que tú quieres para ti. La pregunta la tomó por sorpresa. Nadie le había preguntado nunca que quería. Su vida siempre había sido una serie de necesidades.
La necesidad de comida, de refugio, de seguridad. El concepto de querer algo era un lujo que nunca se había permitido. No lo sé, admitió en voz baja. Nunca he pensado en ello. Supongo que quiero sentirme segura. Quiero aprender, quiero construir algo, ver crecer las cosas. Bien, dijo él asintiendo. Puedes aprender todo lo que quieras. La biblioteca es tuya.
Contrataré a los mejores tutores y construiremos cosas juntos. Este rancho no es solo mío, es nuestro. Quiero tu opinión en cada decisión, desde la cría de los caballos hasta la rotación de los cultivos. La miró, sus ojos oscuros, llenos de una sinceridad que la conmovió. Tu instinto para esta tierra es más puro que el mío. Tú la entiendes.
Yo solo la poseo. En los días y semanas que siguieron, Rael cumplió su palabra. La trató como su igual en todos los sentidos. Estudiaban juntos los libros de contabilidad. Cabalgaban por la propiedad discutiendo planes de expansión y mejora. Luna floreció bajo esa nueva responsabilidad. Su confianza creció y pronto no solo los peones, sino también los socios comerciales de Rael, comenzaron a verla no como su amante, sino como la dama del rancho Esmeralda, una mujer inteligente y capaz con una visión clara. La noticia
de la nueva relación del titán se extendió rápidamente por la élite de la región. Los rumores eran maliciosos, que era una campesina que lo había embrujado, una arribista que se aprovechaba de él. Rael, que nunca se había preocupado por la opinión de los demás, decidió que era hora de presentar a Luna al mundo en sus propios términos.
Organizó una gran fiesta en el Rancho Esmeralda, invitando a todos los terratenientes, empresarios y políticos importantes de la región. Era una demostración de poder, pero también una declaración personal. Luna estaba nerviosa.
Se miraba en el espejo, alizando las arrugas de un deslumbrante vestido de seda azul profundo que Rael le había comprado. El vestido realzaba su belleza salvaje, haciendo que su piel dorada brillara y sus ojos color miel parecieran aún más claros, pero se sentía como un fraude. “¿Y si no les gustó?”, le preguntó a Rael, que estaba detrás de ella, ajustándose la corbata. Él se encontró con su mirada en el espejo, se acercó y la rodeó con sus brazos apoyando la barbilla en su hombro.
Cualquiera que no vea la reina que eres, es un ciego al que no vale la pena dedicarle ni un segundo de tu tiempo”, dijo en voz baja. “Estás conmigo. Eres la dueña de todo esto. Eres más fuerte e inteligente que cualquiera de ellos. Camina ahí fuera y demuéstraselo.” Su confianza en ella fue el único escudo que necesitó. Bajaron las escaleras juntos, su mano firmemente en la de él. Todas las conversaciones se detuvieron. Cientos de ojos se volvieron hacia ellos.
Vio la sorpresa, la envidia, el juicio en los rostros de muchos. Durante la fiesta, un empresario petulante y mayor se acercó a ellos. Y esta belleza, Valverde, preguntó mirando a Luna de arriba a abajo, como si fuera un caballo de carreras. ¿De qué familia es? Rael apretó la mandíbula, pero antes de que pudiera responder con una de sus frías réplicas, Luna se adelantó.
“Soy de la familia Rey señor”, dijo su voz clara y firme. “Una familia de gente que trabaja la tierra, no que la explota.” El hombre se quedó sin palabras. Rael la miró, una chispa de orgullo feroz en sus ojos. Más tarde, cuando el mismo hombre intentó acorralar a Rael para un negocio, fue Luna quien intervino, discutiendo los detalles del uso del agua y los derechos de pastoreo con un conocimiento que dejó al empresario boqueabierto y a Rael sonriendo abiertamente. Pero el momento culminante de la noche llegó cuando
Rael, pidiendo silencio, se subió a un pequeño estrado. “Gracias a todos por venir”, dijo, su voz retumbando en el gran salón. Los he reunido esta noche no solo para hablar de negocios, sino para presentarles a la mujer que ha cambiado mi vida. Sus ojos buscaron a Luna en la multitud.
Muchos de ustedes se preguntan quién es ella? ¿De dónde viene? Hizo una pausa, dejando que la atención creciera. Ella es de mi familia, la mujer que va a ser mi esposa y la dueña de todo esto junto a mí. El corazón y el alma del rancho Esmeralda. El anuncio fue como una onda de choque. Luna sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Su esposa habían hablado de un futuro juntos, pero no de matrimonio.
La miró y le dedicó un guiño casi imperceptible. No era un magnate haciendo una adquisición. Era un hombre declarando su amor y su compromiso frente al mundo. Después de esa noche, nadie volvió a cuestionar el lugar de Luna. No era un trofeo, era una reina por derecho propio. Pasaron los meses convirtiéndose en un año.
Se casaron en una ceremonia privada junto a la cascada con solo Miguel y su esposa como testigos. Su vida se asentó en un ritmo de trabajo duro, risas compartidas y una pasión profunda y constante. El Rancho Esmeralda prosperó bajo su cuidado conjunto. Se convirtió en un lugar conocido no solo por su riqueza, sino también por su justicia. y el buen trato a sus trabajadores.
Una tarde al atardecer estaban sentados en la terraza de la casa, la misma terraza desde la que él había observado el primer día. Luna, cuyo vientre ahora estaba suavemente redondeado por el embarazo, estaba recostada en los brazos de Rael, ambos mirando sus tierras que se extendían, verdes y doradas, bajo el cielo crepuscular. Él le entregó una carpeta de cuero.
“Tengo algo para ti”, dijo. Ella la abrió. No eran joyas. ni el título de un coche caro, era la escritura de una pequeña propiedad. la reconoció por las historias que él le había contado. Era la primera hacienda que había pertenecido a la familia Valverde, la que su padre había perdido, la que había sido el origen de todo su dolor. Rael la había recomprado en secreto hacía meses.
La escritura estaba a nombre de Luna, Rey de Valverde y su futuro hijo. Las lágrimas brotaron de los ojos de Luna mientras leía el documento. para que nuestro hijo sepa de dónde venimos”, dijo Rael en voz baja, besando su frente, “para que conozca la historia de la debilidad y la fuerza, de la pérdida y la redención, para que sepa que su madre le enseñó a su padre que la verdadera fuerza no está en tomar, sino en construir, en amar.
” Él la abrazó con más fuerza, su mano descansando sobre su vientre. Te prometí que nunca más sufrirías”, susurró su voz cargada de la emoción de un juramento sagrado. “Y cada día del resto de mi vida estará dedicado a cumplir esa promesa.” Ella se giró en sus brazos, el amor brillando en sus ojos, un amor tan profundo y vasto como las tierras que los rodeaban. Lo besó.
Un beso lleno de gratitud, de paz y de la certeza de un futuro compartido. Ya no eran el magnate y su compra, el titán y su posesión. Eran Rael y Luna. El corazón palpitante del Rancho Esmeralda. Un testimonio de que incluso de los comienzos más salvajes y brutales pueden hacer el amor más extraordinario.
El ciclo de dolor se había roto y en su lugar, bajo el vasto cielo, una nueva vida estaba a punto de comenzar. Esta historia nos enseña que las apariencias pueden ser increíblemente engañosas. Un hombre que parece un monstruo puede albergar un corazón herido y una mujer que parece una víctima puede poseer una fuerza indomable.
El verdadero amor no se trata de posesión o control, sino de ver más allá de las cicatrices y encontrar el valor para sanar juntos. Rael y Luna nos demuestran que el respeto es el cimiento de la pasión verdadera y que la vulnerabilidad, lejos de ser una debilidad, es el puente más fuerte hacia el corazón de otra persona.
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