Tenía apenas 12 años cuando me dijeron que me iba a casar con un hombre que cargaba una P enorme. En ese instante sentí que mi existencia había terminado antes de siquiera empezar. Era una niña del campo allá en el interior de Oaxaca que apenas sabía lo que significaba vivir.

Despertaba temprano, ayudaba a mi madre en el patio, jugaba con muñecas de mazorca. Mi sueño más grande era obtener un listón nuevo para el cabello, pero de pronto todo cambió. Cuando escuché a mi padre diciendo aquello, mi corazón se detuvo. No comprendía bien qué estaba pasando. Solo sabía que algo malo se acercaba, muy malo.

Todavía no entiendes lo que significa esa P enorme, pero cuando lo descubrí ya era demasiado tarde. Mi nombre es María de los Dolores.

Hoy tengo 78 años, pero esta historia comenzó cuando era solo una criatura. Una criatura que tuvo que convertirse en mujer de un momento a otro. Y esa P enorme que él cargaba. Ay, mi hijo, no tienes idea de lo que me hizo, del peso que pusieron sobre mis hombros de niña, pero voy a contar todo, cada pedacito de esta historia que guardé en el pecho durante tanto tiempo.

Para que entiendas bien lo que me pasó, necesito contar cómo era nuestra vida allá en Tlaxiaco, en el interior de Oaxaca. Eran los años 50 y la vida en el campo no era fácil, ¿no, mijo? Despertábamos con el canto del gallo cuando el sol todavía estaba perezoso en el horizonte. Mi madre, doña Esperanza, ya se levantaba rezando bajito, pidiendo a Dios que la sequía no regresara ese año. Era una mujer de fe, pero también era dura, muy dura.

Nuestro rancho era pequeñito, tenía la casa principal donde dormíamos todos juntos. Yo, mis dos hermanos menores, mi padre, don José Ramón y mi madre. El piso era de cemento quemado, que mi madre restregaba con trapo húmedo todo el santo día. Decía que casa limpia era señal de familia decente.

 Mi padre sembraba maíz y frijol cuando la lluvia daba la cara. Cuando no llovía, se quedaba caminando por el campo, mirando al cielo, rascándose la cabeza. Lo veía suspirar hondo, como si cargara el mundo en las espaldas. Mi madre cosía para fuera, hacía unas colchas bonitas que vendía en el tianguis del pueblo. Sus dedos estaban llenos de agujeritos de aguja, pero nunca se quejaba. El sol allá rajaba de verdad la cabeza de uno.

Al mediodía, la tierra se ponía como brasa. Recuerdo que cuando pisaba descalza en el patio tenía que correr como loca para no quemarme el pie. Los muchachos de la vecindad jugaban a ver quién aguantaba más tiempo parado en la tierra caliente. Yo siempre ganaba. Tenía pie de cuero de tanto andar sin zapatos.

 Nuestra agua venía de un pozo que mi abuelo había acabado. Cuando la sequía apretaba, el agua se ponía a salubre con sabor a tierra, pero era lo que había. Mi madre le echaba unas gotitas de limón para disfrazar el sabor feo. Yo era una niña que solo quería jugar, ¿sabes? Hacía muñecas de olote de maíz, jugaba la comidita con ollitas de lata vieja.

 Mi juguete preferido era una muñeca de trapo que mi madre había hecho de los retazos de las costuras. Tenía cabello de estambre amarillo y dos botones negros en lugar de ojos. Le decía María, igualito a mi nombre. Corría por el patio, me subía al mango que estaba al fondo del solar.

 Cuando el mango estaba maduro, me quedaba todo el día por ahí comiendo hasta que me doliera la panza. Mi madre gritaba de lejos, “María de los Dolores, bájate de ahí antes de que te caigas y te rompas el pescuezo. Soñaba con cosas pequeñas, de niña, pues. Quería ganarme un listón nuevo para el cabello, tener un vestidito color de rosa, comer dulce de leche que solo hacían en las fiestas patronales.

 Mi sueño más grande era ir hasta el pueblo el día del tianguis y tomarme una Coca-Cola de botella. Parecía cosa de otro mundo. Las mañanas empezaban temprano. Mi madre me despertaba antes de que saliera el sol. Levántate, niña, que el día no espera a nadie. Iba a ayudar a ordeñar nuestra única vaca, la bonita.

 Era mancita, me dejaba hacerle cariños en la cabeza. Después tenía que barrer el patio, juntar los huevos de las gallinas y ayudar a tender la ropa en el tendedero. Mi padre era hombre de pocas palabras. Pasaba el día en el campo. Regresaba al final de la tarde con el asadón al hombro y el sombrero sucio de tierra.

 Llegaba cansado, comía en silencio y después se quedaba sentado en la silla mecedora que él mismo había hecho mirando a la nada. Me gustaba sentarme en el suelo junto a su silla y quedarme escuchando los ruidos de la noche. Grillos cantando, viento meciendo las hojas del mango, perro ladrando a lo lejos.

 A veces me pasaba la mano por el cabello y decía, “Vas a ser una mujer bonita, María.” Yo sonreía sin saber qué quería decir eso. Mi madre siempre decía que tenía que aprender a ser mujer decente. Me enseñó a cocer, a cocinar frijoles sin quemarlos, a lavar ropa en el lavadero sin romperla. “Mujer”, decía. Yo obedecía, pero en el fondo solo quería seguir jugando.

 El domingo era el día que más me gustaba. Íbamos a misa al pueblo, yo con vestido lavado y cabello peinado con aceite de risino. Veía a otras niñas de mi edad, algunas hasta iban a la escuela. Yo me quedaba con envidia. Quería tanto aprender a leer, pero mi padre siempre decía, “¿Para qué necesita estudio una niña? Se va a casar de todos modos.” Después de misa, nos quedábamos en la plaza conversando con los vecinos.

 Yo corría con los otros niños, compraba dulces de coco con los centavitos que a veces me daban. Era el día más feliz de la semana, pero hasta en los momentos buenos sentía que había algo pesado en el aire. Veía a mis padres conversando bajito, preocupados. Escuchaba palabras que no entendía bien: deuda, intereses, sin salida. Mi padre suspiraba mucho.

 Mi madre se ponía más enojada de lo normal. A veces llegaba gente extraña al rancho, hombres de traje, aún con ese calor del demonio. Ellos conversaban con mi padre. Lo veía mover la cabeza como si estuviera aceptando algo que no quería. Yo no entendía nada de esas cosas de gente grande. Era solo una niña de 12 años que quería jugar con muñecas, comer mangos y correr descalza por el patio.

 Pensaba que iba a ser niña para siempre. La vecina más cercana era Guadalupe, que tenía mi edad. Era mi compañera de juegos, la persona que más entendía mis sueños pequeños. Pasábamos tardes enteras debajo del mango haciendo planes. “Cuando crezca voy a vivir en una casa grande en la ciudad”, decía yo.

 “y yo voy a tener un vestido de cada color”, respondía ella. Pero un día escuché a mi padre decir algo que cambió todo, algo que nunca voy a olvidar hasta el día que me muera. Estaba jugando atrás de la casa cuando escuché voces en la sala. Era mi padre conversando con mi madre, pero el tono era diferente, más serio, más pesado.

 Me escondí atrás de la puerta para escuchar mejor y fue ahí que escuché una conversación que hizo que mi mundo se derrumbara. Fue en una tarde de martes que mi vida cambió para siempre. Estaba jugando atrás de la casa haciendo casita de muñecas con piedritas y hojas secas cuando escuché voces en la sala.

 Era mi padre conversando con mi madre, pero el tono era diferente, más bajo, más pesado. ¿Sabes cómo son los niños? No. Siempre curiosos. Me escondí atrás de la puerta para escuchar mejor, pisando despacito para no hacer ruido en el piso de cemento. Y fue ahí que escuché una conversación que hizo que mi mundo se viniera abajo. Esperanza. Ya no hay remedio. Mi padre hablaba bajito, pero yo podía escuchar cada palabra.

 El hombre ya vino tres veces a cobrar. Si no pago antes de fin de mes, se queda con el rancho. Mi madre suspiró hondo. Nunca la había visto tan callada. Normalmente siempre tenía una respuesta en la punta de la lengua, pero ese día se quedó solo escuchando. Don Aurelio dijo que olvida toda la deuda.

 Mi padre continuó, pero tiene una condición. Mi corazón empezó a latir más fuerte. No sabía por qué, pero sentía que algo malo venía por delante. Muy malo. “¿Qué condición?”, Mi madre preguntó y noté que su voz estaba temblorosa. ¿Quiere casarse con la María? El mundo se detuvo en ese momento. Juro por Dios que se detuvo.

 Sentí como si una bola de hielo hubiera bajado por mi garganta y se hubiera alojado en mi pecho. Casarme yo. Pero yo era solo una niña. José Ramón, ¿te volviste loco? Mi madre habló, pero no era grito, era un susurro desesperado. Ella tiene solo 12 años. Lo sé, mujer, lo sé.

 ¿Crees que no lo sé? Mi padre respondió y por primera vez en la vida lo escuché llorando. Pero no hay otra manera. Si no hacemos esto, perdemos todo. Los muchachos van a pasar hambre. Quería salir corriendo, gritar, hacer algo, pero mis pies parecían pegados al piso. Era como si me hubiera convertido en una estatua de sal como la mujer de Lot que contaba la catequista.

Don Aurelio es un hombre de bien, mi madre dijo, pero su voz no parecía convencida. tiene tierra, tiene ganado, la niña no va a pasar necesidades. Sí, mi padre estuvo de acuerdo y prometió que va a cuidarla bien, que va a esperar a que crezca un poco más antes de antes de que sea esposa de verdad. No entendía bien que quería decir eso, pero sentía que era algo que me daba aún más miedo.

 Está tan chiquita, José, mi madre murmuró. ¿Te acuerdas de ti? También te casaste joven y salió bien, ¿no? Mi madre se quedó callada por un rato. Después suspiró de nuevo, de esa manera cansada que siempre hacía cuando ya no tenía qué decir. ¿Cuándo?, preguntó. El domingo que viene.

 Quiere hacer todo como debe ser en el registro civil del pueblo. El domingo que viene era de ahí a 5 días. cinco días para que mi vida de niña se acabara. Salí despacito de atrás de la puerta y corrí al solar. Corrí como loca, sin saber a dónde ir. Mis pies descalzos golpeaban fuerte en el suelo levantando polvo.

 Corrí hasta llegar al mango del fondo y me tiré al suelo debajo de la sombra de las hojas. Y ahí lloré. Lloré como nunca había llorado en la vida. Lloré hasta no tener más lágrimas. Hasta que mis ojos se hincharon y se pusieron rojos. Hasta que me dolió la garganta de tanto soyar. ¿Puedes imaginar a una niña de 12 años descubriendo que iba a ser obligada a casarse con un hombre viejo, un hombre que ni siquiera conocía bien? Me acordaba de él, don Aurelio.

 Ya lo había visto algunas veces en el pueblo en la misa del domingo. Era un hombre grande, de piel quemada de sol, con unas arrugas sondas en la cara. Usaba siempre un sombrero de cuero y hablaba poco. Cuando miraba a alguien, parecía que estaba pesando a la persona viendo si servía o no. Una vez lo había visto en el tianguis comprando unas gallinas.

 Sus manos eran enormes, llenas de callos. La voz era gruesa, ronca de tanto cigarro. Debía tener la edad de mi padre, tal vez hasta más. Y ahora ese hombre iba a ser mi marido. La palabra marido en mi cabeza de niña parecía tan extraña, tan grande, tan espantosa. No sabía bien qué hacía un marido, pero sabía que no era cosa buena para mí.

 Me quedé ahí debajo del mango hasta que oscureció. Escuchaba a mi madre llamándome de lejos. María, María de los Dolores, ven a cenar. Pero no respondía. No quería mirarla a la cara, no quería mirar a nadie a la cara. Cuando finalmente regresé a casa, todos estaban cenando en silencio.

 Mis hermanos pequeños comían frijoles con tortilla sin entender nada de lo que estaba pasando. Mi padre no levantó los ojos del plato. Mi madre me miró con unos ojos tristes, pero no dijo nada. Me senté y traté de comer, pero la comida no bajaba. Parecía que tenía un nudo en la garganta que no dejaba pasar nada.

 María, mi madre dijo bajito, necesito hablar contigo después de la cena. Solo moví la cabeza. Ya sabía de qué iba a hablar. Después de que los muchachos se fueron a dormir, mis padres me llamaron a la sala. Se sentaron en una silla frente a mí como si fueran jueces, y yo fuera la acusada. Hija, mi padre empezó y vi que tenía los ojos rojos también.

 Ya sabes, ¿verdad? Me quedé callada mirando al piso. Don Aurelio es un hombre bueno. Mi madre dijo. Tiene una tierra grande, ganado, casa buena, no vas a pasar apuros. Pero no me quiero casar, logré decir y mi voz salió finita de niña. Pues lo sé, hija, pero a veces uno tiene que hacer cosas que no quiere. Mi padre habló.

 Es por la familia, por tus hermanos, para que no perdamos el rancho. Tengo solo 12 años, dije y empecé a llorar de nuevo. Yo también me casé joven. Mi madre respondió. Al principio es difícil, pero uno se acostumbra. Y don Aurelio prometió que va a tener paciencia contigo. Paciencia. Como si fuera un animal arisco que necesitaba ser domado. Quiero seguir siendo niña. Lloré.

 Quiero jugar más, ir a la escuela. La escuela no llena barriga, María. Mi padre dijo medio enojado, “Y vas a ser una señora respetada, esposa de hombre pudiente.” Pudiente para ellos. Don Aurelio era pudiente porque tenía más tierra que nosotros, más ganado, casa de ladrillo en vez de adobe, pero para mí era solo un hombre viejo y espantoso que iba a acabar con mi infancia.

 Esa noche acostada en mi cama, mirando al techo oscuro, traté de imaginar cómo sería mi vida de ahí en adelante. Traté de imaginar viviendo en su casa, cocinando para él, siendo su esposa, pero no podía. Era como si mi cabeza se negara a pensar en eso. Lloré escondida en la almohada para que nadie me oyera.

 Lloré hasta cansarme, hasta quedarme dormida, todavía soyosando. Y cuando desperté al otro día, pensé por un segundo que había sido solo una pesadilla fea, pero no era. Esa noche, acostada en la cama, lloré tanto que ni sentí cuando la almohada se mojó con mis lágrimas, pero lo peor todavía estaba por venir. El sábado por la mañana, dos días antes de la boda, estaba en el patio echándoles maíz a las gallinas cuando escuché el ruido de cascos de caballo golpeando en el suelo de tierra.

Mi corazón se disparó en ese momento. Sabía quién era antes de levantar los ojos. Estaba segura. Era como si todo mi cuerpo hubiera sentido su presencia llegando. Cuando miré, ahí estaba él, don Aurelio, montado en un caballo café grande que resoplaba y movía la cabeza. El sol de la mañana le pegaba en la espalda, haciendo una sombra larga en el patio.

Por primera vez estaba viendo bien al hombre que iba a ser mi marido. Bajó del caballo despacio como quien tiene tiempo de sobra. Era alto, más alto de lo que parecía de lejos. Los hombros anchos, la piel quemada de sol marcada de arrugas hondas.

 Usaba un sombrero de cuero viejo, una camisa de algodón medio amarillenta y un pantalón remendado en las rodillas. Pero lo que más me impresionó fueron sus manos enormes, llenas de callos, con las uñas sucias de tierra, manos de quien trabaja pesado desde niño. Y los ojos, ay, Dios mío, sus ojos eran ojos pesados, ¿sabes? como si cargaran el peso del mundo entero.

 Ojos de quien ya vio muchas cosas malas, de quien ya sufrió demasiado. Cuando me miró, sentí un frío en la panza. Era como si me estuviera evaluando, viendo si yo servía o no. Buenos días, dijo. Y la voz salió gruesa, ronca. se quitó el sombrero de la cabeza, mostrando el cabello canoso ralo en la frente.

 “Buenos días, don Aurelio”, respondí bajito, casi susurrando. Ni siquiera podía mirarlo bien a la cara. Mis padres aparecieron en la puerta de la casa, los dos medio incómodos. Mi madre se secó las manos en el delantal y vino al patio. Mi padre se quedó parado en el umbral de la puerta como si no supiera qué hacer. Pase, don Aurelio.

 Mi madre dijo, vamos a tomar un café. Amarró el caballo en la cerca y entró a nuestra casa. Yo me quedé atrás con miedo de acercarme. En la cocina pequeña se sentó en una silla que parecía minúscula al lado de su tamaño. Mi madre sirvió café negro en una taza rajada. Era la mejor que teníamos. Tomó en silencio haciendo ruido al tragar. La niña está medio asustada”, dijo de repente mirándome.

 “¿Es normal? Va a pasar.” “Normal. ¿Cómo era normal? Tenía 12 años e iba a casarme con un hombre que podía ser mi padre.” “Sí, es tímida, pues mi madre estuvo de acuerdo, pero es niña trabajadora, sabe hacer de todo en casa.” Me miró de nuevo, de esa manera que me daba escalofríos, como si estuviera viendo a través de mí.

 ¿Sabes cocinar?, me preguntó directamente. Un poquito, respondí la voz saliendo finita. Y lavar ropa, c. Cuidar gallinas, movió la cabeza pareciendo satisfecho como si fuera una gallina que estaba comprando en el tianguis. El domingo vamos al registro civil tempranito”, les dijo a mis padres. Después se viene conmigo a mi casa.

 “¿Mi casa?” Ya estaba hablando como si yo fuera propiedad suya. “¿Su casa está lejos de aquí?”, mi madre preguntó. Unas dos leguas. ¿Hay una casa buena, de ladrillo? ¿Tiene pozo, tiene solar grande? No va a pasar necesidades. Necesidades. Todos hablaban de necesidades, de comida, de casa, de ropa, pero nadie hablaba de mí, de lo que yo sentía, de lo que yo quería.

 Estaba ahí parada, escuchándolos decidir mi vida y era como si fuera invisible. “¿La niña puede ver la casa antes?”, mi padre preguntó. Puede. De hecho, vine a buscarla para eso. Pensé que sería bueno que conociera dónde va a vivir. Mi estómago se revolvió. Ir a su casa sola con él. No quiero ir, dije. Y mi voz salió más alta de lo que quería.

 Todos me miraron, mis padres con cara de regaño, don Aurelio con una expresión que no supe descifrar. María de los Dolores. Mi madre dijo entre dientes, “No seas mal educada. Es mejor que se vaya acostumbrando.” Don Aurelio habló, pero no parecía enojado, parecía cansado. Va a ser su casa también. Era como si ya no tuviera vuelta atrás, como si ya estuviera decidido que yo no tenía opción. Y era cierto, no tenía opción.

Pues vámonos entonces, dijo levantándose de la silla. No tardó mucho. Miré a mis padres suplicando con los ojos que no me mandaran. Pero mi padre solo movió la cabeza de esa manera que quería decir, “Obedece y no fastidies.” Salí de casa como un cordero siendo llevado al matadero.

 Don Aurelio me ayudó a subir al caballo y cuando puso las manos en mi cintura para alzarme, sentí un escalofrío. Sus manos eran tan grandes que casi rodeaban toda mi cintura. Me quedé sentada en las ancas atrás de él, agarrándome de la silla para no caerme. El caballo empezó a caminar y sentí el balanceo de su cuerpo con el movimiento. Olía a sudor, a tabaco y a cuero viejo.

Durante el camino no hablo nada, solo el ruido del casco del caballo en la tierra apisonada y a veces silvaba bajito una música triste que no conocía. Yo miraba el paisaje, los nopales, las cercas de alambre de púas, las casas pequeñas esparcidas por el camino y pensaba, “De aquí a dos días voy a estar viviendo aquí, lejos de mi familia, lejos de todo lo que conocía.

” Cuando llegamos a su propiedad, lo primero que noté fue el silencio, un silencio pesado que daba miedo. La casa era de ladrillo de verdad. pintada de blanco, con un corredor al frente y unas ventanas pequeñas con rejas de hierro. Tenía un solar grande con varios árboles frutales, mango, anacardo, guayabo, un pozo en medio del patio con una polea para sacar el agua.

 “Está bonita”, dijo bajando del caballo. “Mi primera esposa quería mucho este lugar.” “¿ Primera esposa?” dijo eso con una voz extraña, medio ahogada. Me ayudó a bajar y me llevó a conocer la casa. Por dentro estaba oscura y olía a Moebles eran pesados, de madera oscura. Había unas fotografías en la pared. Una mujer de vestido negro con cara seria.

 “Esa era mi esposa, Josefina”, dijo parado frente al retrato. “Murió hace 3 años. De fiebre. Miré la foto. La mujer parecía triste, como si ya supiera que iba a morir joven. Era buena mujer, continuó. Trabajadora. Nunca me dio problemas. Nunca dio problemas. como si esposa fuera para no dar problemas como un animal doméstico. Me enseñó la cocina, los cuartos, el baño que estaba en el solar, todo limpiecito, pero triste, como si la alegría hubiera muerto junto con la primera esposa.

 “Vas a dormir en el cuarto de ella”, me dijo, enseñándome un cuarto pequeño con una cama individual y un ropero viejo. Por lo pronto, por lo pronto yo sabía lo que eso quería decir, aún siendo niña. En ese momento, parada en ese cuarto que iba a ser mío, sintiendo el olor a mo y mirando las paredes descascaradas, entendí una cosa. Don Aurelio no era solo viejo.

 Cargaba algo, algo pesado que no lograba entender bien, pero que sentía en el aire. Era como si hubiera una nube oscura alrededor de él todo el tiempo, un peso que lo hacía caminar encorvado, hablar poco, mirar al suelo. Cuando me miró ese día, recuerdo hasta hoy, sentí que el mundo me estaba tragando. Tenía una P enorme, un peso enorme en la mirada, como si la vida hubiera sido demasiado cruel con él.

 En el camino de regreso a casa, montada en las ancas de su caballo, una cosa se me quedó martillando en la cabeza. ¿Qué peso era ese que don Aurelio cargaba? ¿Y por qué sentía que ese peso iba a acabar cayendo sobre mí? Todavía no sabía que ese peso enorme iba a caer sobre mí. El domingo llegó como una pesadilla de la que no puedes despertar.

 Había dormido mal toda la noche, volteándome de un lado al otro en la cama, sintiendo el corazón latir como tambor en el pecho. Cada vez que cerraba los ojos, veía la cara de don Aurelio, esos ojos pesados mirándome. Mi madre me despertó antes de que saliera el sol. “Levántate, María.

 Hoy es el día”, dijo bajito, pero sentí que su voz estaba temblorosa. También me levanté como zomb, sin fuerza en las piernas. Era como si mi cuerpo no fuera mío, como si estuviera flotando. Mi madre había hecho un vestido nuevo para la ocasión. No era blanco como había visto en las radionovelas. Era una tela beige sencilla que había comprado en el tianguis con el poquito dinero que logró juntar vendiendo las colchas. “Te queda bonito”, dijo ayudándome a vestir.

Pero veía en sus ojos que ella también estaba sufriendo, que sabía que aquello estaba mal. El vestido me quedaba ancho en mi cuerpo de niña. Todavía no tenía senos, todavía no tenía caderas, era solo una niña vestida de novia. Mi madre me peinó el cabello con aceite de risino e hizo dos trenzas. Después agarró el único listón que teníamos en casa, un listón rojo desteñido, y me lo amarró en el cabello.

“Listo”, dijo, pero no pudo sonreír. Desayunamos en silencio. Ni siquiera podía tragar bien. La comida parecía convertirse en piedra en mi garganta. Mis hermanos pequeños me miraban sin entender nada. Para ellos yo solo estaba arreglada para ir al pueblo. No sabían que esa era la última mañana que iba a despertar siendo niña.

 Don Aurelio llegó en una carreta prestada jalada por dos caballos. Estaba con ropa limpia, camisa blanca, pantalón negro y un saco que debía haber sido de su difunto padre porque le quedaba apretado en los hombros. Buenos días”, les dijo a mis padres quitándose el sombrero. Después me miró. “¿Estás bonita?” No respondí, no podía hablar. “Vámonos entonces.

” Mi padre dijo agarrando su sombrero. No es bueno llegar tarde al registro civil. El viaje hasta el pueblo fue uno de los momentos más difíciles de mi vida. Estaba sentada al lado de don Aurelio en la carreta. sintiendo el olor a manteca de cerdo que se había puesto en el cabello para estar peinado. Trató de conversar conmigo en el camino.

 Después de que nos casemos vas a tener que aprender a cuidar la casa como debe ser, dijo. Mi primera esposa era muy buena en eso. Sabía hacer unos frijoles que eran una maravilla. Primera esposa. hablaba de ella todo el tiempo como si estuviera comparando, como si yo fuera solo un reemplazo barato de la mujer que había perdido. “¿Sabes hacer pan?”, preguntó. No, respondí bajito.

 Entonces vas a tener que aprender. Hombre que trabaja en el campo necesita comer bien. Me quedaba mirando el paisaje, las casas por las que pasábamos, los otros caballos en el camino. Todo parecía igual de siempre, pero para mí todo había cambiado. Era como si estuviera viendo el mundo a través de una cortina. Cuando llegamos al pueblo, mi estómago estaba revuelto de nervios.

 El registro civil era una casa pequeña con unas sillas de madera al frente y un hombre con lentes sentado atrás de una mesa llena de papeles. ¿Vinieron a casarse?, preguntó mirándonos. “Vinimos.” Mi padre respondió. El hombre me miró y frunció el ceño. ¿Cuántos años tiene? “1.” Mi padre dijo. El hombre se quedó en silencio por un rato mirándome. Vi que no le gustó nada aquello.

 12 años es muy chiquita para casarse, dijo. Pero no está prohibido. Don Aurelio habló sacando unos papeles del bolsillo. Aquí está la autorización de los padres. El hombre leyó los papeles, movió la cabeza y suspiró. Está bien, entonces hagamos esto rápido. Empezó a leer unas palabras que no entendía bien.

 Hablaba de deberes, de obediencia, de hasta que la muerte lo separe. Yo estaba parada ahí, mirando al piso, sin saber si lloraba o si salía corriendo. Usted, Aurelio Pereira da Silva, ¿acepta a María de los Dolores como su esposa? Acepto”, respondió con voz firme. “¿Y usted, María de los Dolores, ¿acepta a Aurelio Pereira da Silva como su marido?” Me quedé callada.

 La pregunta se quedó en el aire, pesada como una piedra. Todos me miraron. Mi padre, mi madre, don Aurelio, el hombre del registro civil. María, mi madre susurró, responde. Abrí la boca, pero no salió ningún sonido. Era como si mi voz hubiera desaparecido. Acepto. Finalmente logré decir, pero salió tan bajito que casi nadie me oyó.

¿Puede repetir más fuerte? El hombre pidió. Acepto”, dije de nuevo. Y esta vez mi voz resonó en la sala pequeña como un disparo. Entonces, por los poderes que me fueron otorgados, los declaro marido y mujer. Listo. En cuestión de minutos había dejado de ser María de los Dolores, la niña. Ahora era María de los Dolores, la esposa de don Aurelio.

 Salimos del Registro Civil y yo estaba como una muñeca de trapo. Mis padres me abrazaron llorando. Mi madre susurró en mi oído. Sé una buena esposa, hija. Obedece a tu marido. Después se subieron en la carreta que los había traído y yo me quedé ahí parada viéndolos irse. Mi padre saludó de lejos. Mi madre se limpió los ojos con el delantal y me di cuenta.

 Estaba sola, sola con un hombre que apenas conocía que iba a hacer mi marido para el resto de la vida. Vámonos a casa, don Aurelio dijo tocándome el brazo. Casa. Ahora su casa era mi casa también. En el camino de regreso estaba diferente, más hablador, como si ahora que yo era su esposa tuviera derecho de hablar más conmigo.

“Vas a gustarle la casa”, dijo. Es mucho mejor que la de tus padres. Hasta tiene baño dentro de casa. Yo solo movía la cabeza sin decir nada. Y no vas a tener que trabajar en el campo pesado como tu madre. Solo cuidar la casa, cocinar, lavar ropa, cosas de mujer. Cosas de mujer, como si yo fuera mujer.

 Tenía 12 años. Cuando llegamos a su propiedad, el sol ya se estaba metiendo. La casa parecía aún más sombría en la luz del atardecer. me ayudó a bajar de la carreta y dijo, “Ahora eres la dueña de la casa.” Dueña de la casa. Pero me sentía más como una prisionera. Entramos a la casa oscura y prendió un quinqué.

 La luz débil hizo que las sombras bailaran en las paredes. “Debes tener hambre”, dijo. “Hay unas cosas en la cocina, puedes calentar.” Fui a la cocina y calenté un poco de frijoles que había en la olla. Comimos en silencio, solo el ruido de las cucharas pegando en los platos. Después de la cena, dijo, “Te voy a enseñar el cuarto.

” Mi corazón se disparó. El cuarto. Sabía lo que eso significaba aún siendo niña. Me llevó al cuarto de la primera esposa, el mismo cuarto que me había enseñado el día anterior. “Por lo pronto duermes aquí”, dijo. “Cuando crezcas un poquito más, ya veremos.” Cuando crezcas un poquito más. Sabía que eso no iba a tardar mucho. “Buenas noches”, dijo y salió cerrando la puerta.

 Me quedé sola en ese cuarto oscuro, sentada en la orilla de la cama. Me quité el vestido de boda y me puse el camisón que mi madre había hecho para mí. Me acosté en la cama que olía a Mo y a mujer muerta y ahí lloré. Lloré como nunca había llorado en la vida. Lloré por mi infancia que había terminado. Lloré por mis padres que me entregaron. Lloré por mí misma porque nadie más iba a llorar.

Y esa noche, acostada en esa cama extraña, descubrí que el verdadero peso de su vida se iba a volver el mío. Los primeros días como esposa de don Aurelio fueron los más difíciles de mi vida. Despertaba antes de que saliera el sol, no porque alguien me mandara, sino porque no podía dormir.

 Me quedaba acostada en esa cama que olía a mujer muerta, escuchando los ruidos de la casa, el crujido de la madera, el viento pegando en la ventana y a veces del otro cuarto lo escuchaba hablando solo. hablando con quién, no sabía, pero parecía que estuviera conversando con alguien que no estaba ahí. La rutina empezaba pesada desde temprano. Despertaba a las 5 de la mañana, tocaba mi puerta y decía, “Levántate, mujer, el día no espera a nadie.” mujer.

 Tenía 12 años, pero para él yo ya era mujer. Me levantaba como zombie, me ponía la primera ropa que encontraba e iba a la cocina a hacer café. Café negro fuerte, como a él le gustaba. Después tenía que calentar los frijoles de la noche anterior y hacer unas tortillas de maíz. Comía en silencio, masticando despacio, los ojos siempre lejos.

 A veces miraba la silla vacía del otro lado de la mesa y suspiraba hondo. Josefina hacía un café mejor que ese, dijo una vez Josefina, la primera esposa, el fantasma que vivía en esa casa junto con nosotros. Después del café salía al campo y yo me quedaba sola en esa casa grande y silenciosa. Tenía que lavar ropa en el lavadero del solar, barrer el piso, cuidar las gallinas. hacer comida.

 Todo lo que hacía lo comparaba con lo que hacía la primera esposa. Josefina lavaba la ropa y quedaba oliendo a jabón por tr días. Josefina sabía sazonar los frijoles, que era una maravilla. Josefina nunca dejaba la casa desordenada. Josefina, Josefina, Josefina estaba empezando a odiar ese nombre. Era como si fuera una sombra tratando de ocupar el lugar de una santa, como si nada de lo que hiciera fuera suficientemente bueno.

 Trabajaba en el campo todo el día. Regresaba al final de la tarde, sucio de tierra, cansado, de malas. Se sentaba en la silla mecedora que tenía en el corredor y se quedaba ahí meciéndose despacio, mirando a la nada. A veces trataba de conversar. ¿Cómo estuvo el día en el campo? Preguntaba. Estuvo, respondía sin ni siquiera mirarme. La siembra de maíz está creciendo bien. Está.

 Era siempre así. Respuesta seca, cortante, como si conversar conmigo fuera un peso. En las primeras semanas todavía trataba de ser simpática, hacerlo sonreír. Me esmeraba en la comida, arreglaba la casa con más cuidado, hasta agarraba unas flores del solar para poner en la mesa, pero nunca se daba cuenta, o si se daba cuenta, no decía nada. Una vez hice un dulce de papaya que había aprendido con mi madre.

Pensé que le iba a gustar porque vi que había papayas maduras cayéndose del árbol en el solar. Lo puse en la mesa después de la comida, esperando una palabra buena. Comió en silencio, masticó despacio, tragó. Después me miró y dijo, “Josefina lo hacía mejor. Ese día lloré escondida en el baño. Lloré de coraje, de tristeza, de desesperación.

¿Por qué se había casado conmigo si todavía amaba tanto a la primera esposa? ¿Por qué tenía que cargar el peso de una comparación que nunca iba a ganar? Los domingos eran los peores días. No había trabajo en el campo, entonces se quedaba todo el día en casa caminando de un lado al otro, hablando solo.

 Un domingo estaba lavando trastes en la cocina cuando lo escuché hablando en su cuarto. Josefina, ¿por qué me dejaste? ¿Por qué te fuiste y me dejaste solo? Su voz estaba diferente, llorosa. Era como si realmente estuviera conversando con ella. No me quería casar de nuevo, Josefina. Sabes que no me quería, pero prometí que nunca iba a amar a otra mujer y estoy cumpliendo.

Dejé de lavar los trastes y me quedé poniendo atención. La niña es buena, trabaja bien, pero no eres tú. Nadie nunca va a ser tú. En ese momento entendí una cosa. Don Aurelio no se había casado conmigo porque me quería. Se había casado porque necesitaba alguien para cuidar la casa, para hacer comida, para no quedarse solo, pero su corazón todavía le pertenecía a la mujer muerta y esa era una batalla que nunca iba a poder ganar.

 En la noche, a la hora de dormir, siempre iba hasta mi cuarto y se quedaba parado en la puerta mirando. “Buenas noches”, decía, “pero sentía que no me estaba hablando a mí.” Después se iba a su cuarto y lo escuchaba moviendo gavetas, agarrando cosas, guardando. A veces lloraba bajito pensando que yo no lo escuchaba, pero lo escuchaba todo.

 Y cadao suyo era como una apuñalada en mi pecho. No porque me gustara, no me gustaba, le tenía miedo, la verdad, pero porque me di cuenta de que estaba viviendo en una casa donde no había lugar para mí, era solo una empleada que dormía ahí. Un día fui a limpiar su cuarto cuando salió al pueblo.

 En la cómoda había varias fotografías de Josefina, fotos de la boda, fotos de ella sonriendo, fotos de los dos juntos y debajo de las fotos había una carta, una carta escrita con su letra. Mi querida Josefina, hace 6 meses que partiste y todavía no puedo aceptarlo. Prometo que nunca te voy a olvidar. Prometo que nunca voy a amar a otra mujer.

 Mi corazón murió junto contigo. 6 meses. Había escrito esa carta 6 meses después de que ella murió. Y ahora, 3 años después todavía cumplía esa promesa. Esa promesa era la P enorme que cargaba, el peso de nunca más ser feliz, el peso de vivir como un muerto en vida. y ese peso me estaba aplastando a mí también.

 Regresé a mi cuarto y me senté en la orilla de la cama. Me miré en el espejo viejo que había en la pared y vi a una niña triste, flaca, con ojeras ondas. En pocos meses había envejecido años. Ya no sonreía, ya no jugaba, casi no hablaba. Me estaba volviendo un fantasma como él. En la noche, cuando llegó del pueblo, traté de conversar de nuevo.

 Don Aurelio, ¿no cree que podríamos tratar de ser más amigos? Me miró con esos ojos pesados y dijo, “Amigos, mujer, tú eres mi esposa. Haz tu obligación y ya.” Obligación. Eso era yo para él, una obligación. “Pero usted ni siquiera conversa conmigo”, insistí. Vivimos en la misma casa y parece que ni nos conocemos. No necesitas conocerme, respondió seco. Necesitas cuidar la casa y obedecer. Lo demás no importa.

 Esa noche, acostada en la cama, mirando al techo oscuro, me di cuenta de una cosa terrible. Don Aurelio no estaba siendo cruel conmigo por maldad. Estaba siendo cruel porque había hecho una promesa imposible para una mujer muerta, una promesa que lo estaba matando poco a poco y me estaba matando a mí también.

 Todavía no sabía la verdadera razón de la P enorme que cargaba. Fue en una noche de lluvia, tres meses después de la boda, que descubrí la verdad sobre la P enorme que don Aurelio cargaba. Estaba tronando mucho de esas tronaderas bravas del campo que hacen temblar toda la casa. Había despertado con miedo y no podía dormir de nuevo.

 El viento pegaba fuerte en la ventana y la lluvia martillaba en el techo. De repente escuché un ruido extraño viniendo de su cuarto. Parecía llanto, pero un llanto de hombre ahogado, sufrido. Me levanté de la cama despacito y fui hasta su puerta que estaba entreabierta. Lo que vi me dejó helada.

 Don Aurelio estaba sentado en la orilla de la cama cargando una foto de la primera esposa y llorando como niño, llorando de una manera que nunca había visto llorar a un hombre. Josefina, ¿por qué me dejaste? Le hablaba la foto. ¿Por qué tuviste que morir y dejarme solo en este mundo? Me quedé parada ahí, sin saber si regresaba al cuarto o si me quedaba escuchando, pero algo me detenía ahí. Era la primera vez que lo veía siendo humano de verdad.

 No debía haberme casado con la niña siguió hablando. Pero ya no aguanto estar solo en esta casa. Ya no aguanto hablar solo con tus fotografías. Se levantó y fue hasta la cómoda, donde guardaba las cartas que le escribía a la mujer muerta. Agarró una y empezó a leer en voz alta. Mi querida Josefina, hoy hace exactamente 3 años que partiste.

 Me casé con una niña, no porque quiera reemplazarte, eso jamás, sino porque necesito a alguien para cuidar la casa. ¿Entiendes? ¿No entiendes? Mi corazón se apretó. Yo sí era solo una empleada. La niña es buena, trabaja bien, no se queja de nada, pero cada vez que la miro me acuerdo de ti y duele, duele mucho.

 Dobló la carta y la guardó de vuelta en la gaveta. Después se arrodilló al lado de la cama y empezó a rezar. Dios mío, ¿por qué se llevó a mi Josefina? Era tan joven, tan llena de vida. ¿Por qué no me llevó a mí también? En ese momento entendí que don Aurelio no era cruel por maldad. Estaba sufriendo tanto como yo, solo que de manera diferente.

El trueno tronó fuerte de nuevo y me asusté haciendo ruido con el pie en la tabla del piso. Volteo hacia la puerta inmediatamente. ¿Quién está ahí?, preguntó. Ya no valía la pena esconderse. Empujé la puerta despacio y entré a su cuarto. Soy yo, dije bajito. Se secó los ojos rapidito y se enojó. ¿Qué haces aquí? No te llamé. Disculpe, don Aurelio.

 Lo escuché hablando y pensé que había pasado algo. Se quedó en silencio por un rato mirándome. Después suspiró hondo y se sentó en la cama otra vez. Siéntate ahí”, dijo señalando una silla. Me senté con el corazón latiendo fuerte. Era la primera vez que íbamos a tener una conversación de verdad. “¿Escuchaste lo que estaba hablando?”, preguntó.

“Escuché”, respondí honesta. Movió la cabeza y miró al piso. “Entonces ya sabes, le hablo toda la noche, todo el santo día. Hay gente que piensa que me volví loco, pero no me volví. Solo no puedo aceptar que murió. ¿Cómo era? Pregunté bajito. Levantó los ojos sorprendido con la pregunta. Después una sonrisa triste apareció en su cara.

 Era la mujer más bonita del mundo, cabello negro, largo, que se movía cuando caminaba. Se reía de todo, hasta de las tonterías que yo decía. Su voz se puso más suave cuando hablaba de ella. Nos casamos cuando tenía 16 años. Yo estaba loco de amor por ella. Pensaba que íbamos a tener hijos, íbamos a envejecer juntos, íbamos a morir juntos.

 ¿Por qué murió?, pregunté. Una fiebre del demonio que le dio en el invierno. Traje curandero, la llevé al médico del pueblo, le prometí todo a los santos, pero no sirvió. En tres días se fue, agarró la foto de nuevo y pasó el dedo por la cara de la mujer. El día que murió hice una promesa. Continuó.

 Prometí que nunca iba a amar a otra mujer, que mi corazón iba a morir junto con ella. Ahí estaba la P enorme que cargaba. Y usted está cumpliendo esa promesa hasta hoy., pregunté. Estoy y la voy a cumplir hasta morirme”, dijo firme. “por eso me casé contigo, no para ser feliz de nuevo, sino para tener a alguien cuidando la casa, para no morirme de soledad.

” “¿Pero no cree que ella quería que usted fuera feliz?”, traté de decir. Me miró con coraje. “Tú no entiendes nada, niña. Nunca has amado a nadie de verdad. Cuando ames vas a ver que hay amor que no muere nunca. Entiendo que usted sufre, dije. Pero yo también sufro. ¿Tú sufres por qué? Porque vivo en una casa donde no tengo lugar, donde todo lo que hago se compara con ella, donde soy solo una sombra tratando de ocupar el espacio de una santa.

 se quedó callado pensando en lo que había dicho. Es cierto, dijo después de un rato. Sí, comparó todo, pero no puedo parar. Ella era perfecta. Nadie es perfecto, don Aurelio. Ella sí era. La lluvia empezó a disminuir afuera. Miré por la ventana y vi que ya estaba amaneciendo. Me voy a regresar a mi cuarto, dije levantándome. Espera, dijo. Siéntate otra vez. Me senté.

 Sé que no soy un buen marido para ti. Empezó. Sé que te merecías algo mejor, pero es lo que tengo para ofrecer. Una casa, comida, ropa lavada. Más que eso, no puedo dar. Y si un día usted pudiera, no voy a poder. Mi corazón murió junto con ella. Se volvió piedra. En ese momento, mirándolo ahí llorando por la mujer muerta, sentí una cosa extraña. No era amor, pero era una especie de lástima.

 Lástima de un hombre que se había condenado a vivir como muerto. Usted puede intentar, dije bajito. No puedo. Hice una promesa. A veces uno hace promesas que no puede cumplir. Movió la cabeza. Esta la voy a cumplir cueste lo que cueste. Cueste lo que cueste, aunque costara mi felicidad, aunque costara la vida de los dos. Regresé a mi cuarto con el corazón pesado.

 Ahora sabía cuál era la P enorme que don Aurelio cargaba. La promesa imposible de nunca más amar. Una promesa que lo estaba matando poco a poco y me estaba matando a mí también. Me acosté en la cama. Y me quedé pensando cómo una persona puede prometer nunca más ser feliz, cómo alguien puede elegir vivir en el pasado para siempre.

 Pero todavía no sabía cuánto me iba a lastimar esa promesa en los próximos años. Después de esa conversación en la noche de lluvia, algo cambió dentro de mí. No fue de una hora para otra, no. Fue despacito, como semilla que germina en la oscuridad, pero cambió.

 Empecé a darme cuenta de que si no luchaba por mi propia vida, nadie iba a luchar por mí. Mis padres me habían entregado. Don Aurelio me veía como empleada y yo me estaba dejando hundir en esa tristeza sin fin. Pero yo solo tenía 13 años. Había cumpleaños sin fiesta, sin pastel, sin nada. Y de repente pensé, “¿Todavía soy joven? Todavía tengo vida por delante. Lo primero que decidí hacer fue buscar a mi amiga Guadalupe.

 Un domingo, después de que don Aurelio salió a visitar unos parientes, caminé hasta el rancho de sus padres. Hacía meses que no nos veíamos. Cuando me vio llegando, corrió y me abrazó fuerte. María, ¿dónde estabas? Pasé tanto tiempo pensando en ti. La miré y vi que seguía igual. Cabello suelto, risa fácil, ojos brillando, todo lo que yo había perdido.

 Estoy casada, Guadalupe, ¿te acuerdas? Casada. Pero, ¿dónde está la sonrisa? ¿Dónde está mi amiga alegre? Nos sentamos debajo del mismo mango donde jugábamos cuando éramos pequeñas. Y ahí le conté todo. La boda forzada, la vida en la casa de don Aurelio, la primera esposa muerta, la manera fría como me trataba.

 Guadalupe escuchó todo en silencio, moviendo la cabeza. María, no puedes vivir así. Eres demasiado joven para entregarte. Pero, ¿qué puedo hacer? Estoy casada. No hay vuelta atrás. Sí hay. Puede no haber vuelta atrás para el matrimonio, pero sí hay vuelta atrás para la vida. Puedes elegir cómo vivir. Elegir.

 Nadie nunca me había dicho que podía elegir algo. ¿Cómo? Bueno, ¿sabes leer? Sé un poquito. Mi madre me enseñó lo básico. Entonces, puedes aprender más, puedes estudiar a escondidas, puedes aprender cosas nuevas, puedes guardar dinero sin que él se dé cuenta. Puedes prepararte para tener una vida mejor. La idea de estudiar me dio un escalofrío en la panza.

 Desde pequeña soñaba con saber leer bien, escribir bonito, saber hacer cuentas. Pero, ¿cómo? No tengo libros, no tengo tiempo. Déjamelo a mí. Guadalupe dijo, los ojos brillando. Mi hermano mayor tiene unos libros viejos de la escuela y sí tienes tiempo. Cuando él sale al campo, ¿te quedas sola en casa, ¿no era cierto? De las 7 de la mañana a las 5 de la tarde me quedaba sola en esa casa grande.

 Y el dinero, ¿cómo voy a guardar dinero si no tengo? ¿No vendes huevos de las gallinas? ¿No vendes queso que haces? Vendí así en el tianguis del pueblo cada semana. Don Aurelio me daba unos centavitos para comprar azúcar, sal, esas cosas, pero siempre sobraba un poquito. Guarda esos centavitos que sobran.

 Guadalupe dijo, escóndelos en un lugar que él nunca vaya a buscar. Un día los vas a necesitar. Regresé a casa ese domingo con el corazón más ligero. Por primera vez en meses tenía esperanza. El lunes, cuando don Aurelio salió al campo, empecé a poner el plan en acción. Primero busqué un lugar para esconder el dinero. Encontré un hoyito en la pared de mi cuarto atrás del ropero.

 Nadie iba a buscar ahí. Después, cuando fui a vender huevos en el tianguis, hablé con doña Consuelo, que tenía un puesto de verduras. Doña Consuelo, ¿no quiere comprar unos quesitos fresquitos? Los hago en casa. ¿Haces queso bueno? Hago sí, queso de primera. Entonces tráelos la próxima semana. Si están buenos de verdad, los compro siempre.

Regresé a casa planeando. Iba a hacer queso para vender a escondidas. Iba a guardar cada centavo y aprender a leer bien. El miércoles, Guadalupe apareció en casa con un bulto debajo del brazo. “Traje lo que prometí”, dijo entrando a la cocina.

 Dentro del bulto había tres libros viejos, uno de primeras letras, uno de matemáticas y uno de historia de México. Son de mi hermano, ya terminó la secundaria, ya no los necesita. Agarré los libros con manos temblorosas. Hacía tanto tiempo que no veía un libro de verdad. ¿Cómo voy a estudiar sin que nadie me enseñe? Yo te enseño. Sé leer bien. Mi hermano me enseñó. Acordamos un día a la semana, ¿vienes a mi casa o yo vengo acá cuando tu marido salga? Y así empezó mi educación secreta.

 Todos los jueves por la mañana, Guadalupe venía a casa y estudiábamos en la mesa de la cocina. Me enseñaba las letras que no sabía, me ayudaba a leer textos difíciles, me enseñaba cómo hacer cuentas de dividir. Yo era como esponja seca bebiendo agua. Aprendía todo rapidito con una sed de conocimiento que ni sabía que tenía.

 Los otros días, cuando me quedaba sola, leía los libros a escondidas, me aprendí poesías enteras, aprendí sobre la historia de México, descubrí cómo funcionaba el mundo allá afuera y el dinero también fue creciendo. El queso que hacía se volvió éxito en el tianguis. Doña Consuelo compraba cinco por semana y hasta les recomendó a otras personas. Pronto tuve una clientela fija.

 Don Aurelio no sospechaba nada. Para él yo seguía siendo la misma niña callada, obediente, que cuidaba la casa y no daba problemas. Pero por dentro estaba cambiando, estaba creciendo. Aprendí a calcular cuánto gastaba y cuánto me sobraba. Aprendí a negociar precio en el tianguis. Hasta aprendí a escribir cartitas para Guadalupe, cosa que ella guardaba como tesoro.

 En 6 meses ya tenía una cantidad buena escondida atrás del ropero y, más importante, tenía autoestima otra vez. Una tarde, don Aurelio llegó del campo más temprano y me agarró leyendo en la cocina. ¿Qué es eso?, preguntó frunciendo el ceño. Mi corazón se disparó, pero respondí firme. Libro. Ya veo que es libro.

 Pregunté, “¿Qué estás haciendo con él?” Leyendo se quedó mirándome con cara rara. ¿Desde cuándo sabes leer? Siempre supe. Mi madre me enseñó. ¿Y por qué nunca te vi leyendo? Porque usted nunca se fijó. Era cierto. Nunca se fijaba en mí. Pues mujer, no necesitas estar leyendo esas tonterías, dijo. Hay cosas más importantes que hacer. Ya hice todo lo que tenía que hacer.

 La casa está limpia, la cena está lista, las gallinas ya comieron. Se quedó sin respuesta, murmuró algo y se fue a su cuarto. Esa noche, acostada en la cama, pensé, “Por primera vez en la vida”, le respondí. “por primera vez no bajé la cabeza. Era una señal de que estaba cambiando de verdad, volviéndome más fuerte.

 En los meses siguientes seguí estudiando, vendiendo queso, guardando dinero. Guadalupe se volvió mi maestra y mi mejor amiga. Me contaba noticias del pueblo. Me hablaba de otras mujeres que habían logrado cambiar de vida. “Hay una mujer en Oaxaca que abrió una fonda sola”, me dijo un día. El marido murió y no se quedó. esperando que la vida se arreglara. Se puso a luchar.

 ¿Será que un día voy a poder hacer algo así? Vas a poder, María. Te estás volviendo más lista que muchos hombres que conozco. Y era verdad, ya no era la niña asustada que se había casado a los 12 años. Me estaba volviendo una mujer que sabía arreglárselas, que sabía pensar, que sabía luchar.

 Claro que todavía vivía en esa casa triste. Todavía estaba casada con un hombre que no me amaba, pero ahora tenía algo que él no me podía quitar. Conocimiento, dinero guardado y principalmente fuerza de voluntad. hasta que un día pasó algo que cambió todo. El día que cambió todo fue un martes de diciembre, casi dos años después de la boda.

 Don Aurelio despertó sintiéndose mal, con fiebre alta y una tos seca que no paraba. Al principio pensé que era solo un resfriado de esas gripes que dan a fin de año, pero conforme pasaron los días fue empeorando. La fiebre no bajaba. Casi no podía salir de la cama y por primera vez desde que vivía ahí, la casa se quedó completamente silenciosa, ni las conversaciones con la mujer muerta escuchaba ya.

 Al tercer día llamé al curandero de la región, don Chico de las hierbas. Vino, examinó a don Aurelio y movió la cabeza. Tiene pulmonía, cosa seria. Va a necesitar mucho cuidado. Pulmonía. la misma enfermedad que había matado a la primera esposa. En ese momento, mirando a don Aurelio ahí en la cama, flaco, débil, delirando de fiebre, entendí una cosa terrible. Quería morir.

Durante la fiebre llamaba a Josefina todo el tiempo. Josefina, llévame contigo, Josefina, ya no aguanto más. Y yo a los 14 años me vi cuidando a un hombre que se estaba rindiendo de la vida. Pasé días y noches despierta, dándole medicina cada hora, haciéndole té de gordolobo, poniéndole trapos mojados en la frente para bajar la fiebre.

 Cocinaba caldito de pollo y trataba de hacerlo comer, aunque fuera solo una cucharada. Durante esos días de cuidado, algo extraño pasó. Por primera vez sentí lástima verdadera de él. Ya no era coraje, ya no era miedo, era lástima, pues, lástima de un hombre que había elegido morir en vida por una promesa.

 Una noche, cuando la fiebre estaba en lo peor, me llamó. María, ven acá. Me acerqué a la cama. tenía los ojos vidriosos, pero consciente. “Me voy a morir”, dijo bajito. “No se va a morir, don Aurelio. La fiebre ya está bajando. Me voy a morir.” Y es mejor así. Me miró con esos ojos hundidos. Te vas a quedar con todo. La casa, la tierra, los animales, todo es tuyo.

 Mi corazón se apretó, no porque fuera a quedar viuda, sino porque estaba viendo a un hombre despedirse de la vida a los 50 años, cuando todavía podía vivir mucho. ¿Por qué quiere morirse?, pregunté. se quedó callado por un rato. Después suspiró hondo porque prometí que nunca más iba a ser feliz y cumplí esa promesa, pero se volvió un peso enorme que ya no puedo cargar. Ahí estaba otra vez. La P enorme.

 ¿Qué peso es ese, don Aurelio? Cerró los ojos y empezó a hablar como si estuviera confesándose. Cuando Josefina murió, me volví loco de dolor, loco de verdad. Lloraba, gritaba, no comía, no dormía, hasta que un día me arrodillé al lado de su tumba e hice una promesa. Su voz se puso más baja.

 Prometí que nunca más iba a ser feliz, que nunca más iba a sonreír, nunca más iba a sentir alegría, nunca más iba a amar a otra mujer. Prometí que iba a cargar el dolor de su muerte para siempre. Abrió los ojos y me miró. ¿Y sabes qué pasó? Esa promesa se volvió un peso enorme, un peso que fue creciendo, creciendo, hasta que ya no podía ni levantarme de la cama por las mañanas, sin sentir como si tuviera una piedra gigante en el pecho. Ahora estaba entendiendo todo.

 Pero, ¿por qué hizo una promesa así? Porque pensé que era manera de honrarla. Pensé que si era feliz de nuevo, estaría traicionando su memoria. Y la estaba traicionando. Movió la cabeza despacio. No, hoy sé que no. Hoy sé que Josefina quería que fuera feliz. Quería que viviera. Pero ya es muy tarde. Cargué este peso tanto tiempo que se volvió parte de mí.

 En ese momento, algo hizo click en mi cabeza, como un rayo que ilumina todo en la oscuridad. Don Aurelio dije, “¿No cree que yo también cargué ese peso junto con usted?” Me miró sorprendido. ¿Cómo? Pues usted se casó conmigo, pero siguió prometiendo nunca ser feliz. Entonces me volví esposa de un hombre muerto. Me volví empleada en una casa donde no había alegría, no había amor, no había vida.

Las palabras salían de mi boca como agua represada que revienta la presa. Usted puso el peso de su promesa en mis hombros también. Yo era solo una niña, pero tuve que cargar la tristeza de una casa entera, la nostalgia de una mujer que ni conocí, el luto de una muerte que no era mía.

 Se quedó mirándome, los ojos muy abiertos. Nunca pensé en eso. Pues sí, usted nunca pensó, pero es la verdad. La P enorme que usted cargaba no era solo suya, era nuestra. Yo la cargué también, sin elegir, sin saber. Lágrimas empezaron a bajar por su cara. Dios mío, ¿qué te hice? Usted hizo lo que pensaba que estaba bien, pero no estaba.

 Uno no puede prometer nunca más ser feliz. La felicidad no es traición, es vida. Esa noche, por primera vez en años, don Aurelio lloró de verdad, no de nostalgia, no de coraje, lloró de alivio. Y yo entendí finalmente cuál era la P enorme que había cargado desde el principio de nuestra historia. No era algo físico, ni siquiera era de su cuerpo.

 Era el peso enorme de una promesa imposible, el peso de cargar dolor para siempre, el peso de elegir la muerte en vida. Y ese peso había caído sobre mí también, aún siendo solo una niña. Me había vuelto esposa de un fantasma empleada de una casa embrujada por la tristeza. Hoy entiendo le dije esa noche. La P enorme no era solo suya, era el peso que pusieron en mis hombros también.

 Don Aurelio se curó de la pulmonía, pero más importante que eso, se curó de la promesa, no de la noche a la mañana, ¿no? Pero poco a poco fue soltando ese peso, fue recordando cómo era vivir sin cargar piedras en el pecho. Y yo también empecé a liberarme porque finalmente había entendido que esa vida triste no era culpa mía, era resultado de una promesa que nunca debería haberse hecho.

La fe enorme que había dominado nuestra casa por tanto tiempo empezó finalmente a disminuir. Pero esta es solo la parte de la historia donde descubrí la verdad. Lo que pasó después fue aún más importante. Después de esa conversación, después de que se reveló el misterio de la fe enorme, nuestra vida cambió completamente.

Don Aurelio no se volvió otro hombre de la noche a la mañana, ¿no? Pero poco a poco fue soltando ese peso terrible que había cargado tanto tiempo. Fue aprendiendo a vivir de nuevo sin cargar piedras en el pecho y yo seguí creciendo, estudiando, preparándome para la vida. Mi matrimonio duró 7 años más.

 7 años donde aprendimos a ser no marido y mujer enamorados, pero dos personas que se respetaban y se cuidaban una a la otra. Don Aurelio nunca me amó como había amado a la primera esposa y está bien porque yo tampoco lo amé como una mujer ama a un hombre, pero desarrollamos una amistad, un cariño, un cuidado mutuo que antes no existía.

 Él me enseñó a cuidar la tierra, los animales, los negocios. Yo le enseñé a reír de nuevo, a conversar, a vivir el presente, en lugar de solo hablar con los muertos. Cuando cumplí 21 años, tomé una decisión que cambió mi vida para siempre. Me senté con él en el corredor una tarde de domingo y dije, “Don Aurelio, me quiero ir.” No pareció sorprendido. Creo que ya esperaba este día. ¿A dónde? A Oaxaca.

Quiero estudiar más, trabajar. tener mi propia vida y nuestro matrimonio. Usted sabe que nuestro matrimonio nunca fue de verdad. Fue un acuerdo. Un acuerdo que salvó a su familia de las deudas y me dio un techo. Pero ahora crecí. Ahora puedo arreglármela sola. Se quedó callado por un rato, mirando al horizonte. Tienes razón, dijo finalmente. Te mereces tener tu propia vida.

 Siempre te la mereciste. No se va a enojar. Enojarme. ¿Cómo me voy a enojar contigo? Tú me salvaste, María, cuando me estaba queriendo morir. Me enseñaste que la vida vale la pena, que uno no puede hacer promesas de ser infeliz para siempre. Esa tarde conversamos sobre todo, sobre los años que pasamos juntos, sobre los errores que se cometieron, sobre el futuro que cada uno iba a tener.

 “Te voy a extrañar”, dijo. “Yo también lo voy a extrañar”, respondió honesta. “Pero podemos ser amigos, podemos visitarnos, podemos seguir importándonos uno al otro.” Y eso fue lo que pasó. Me fui a Oaxaca con el dinero que había guardado durante todos esos años.

 Renté un cuartito pequeño en una pensión y empecé a trabajar en una tienda de telas. De noche estudiaba, terminé la secundaria, después la preparatoria, aprendí a escribir a máquina, a hacer cuentas difíciles, a hablar con la gente de la ciudad. A los 25 años conocí a Juan, un hombre bueno, trabajador, que me amó de verdad. Me casé con él por amor, no por obligación.

 Tuvimos cuatro hijos, tres niñas y un niño. Y crié a mis hijos de manera completamente diferente a cómo me criaron a mí. Mis hijas estudiaron todas, terminaron la preparatoria, hicieron cursos, aprendieron profesiones. Las casé cuando quisieron casarse con hombres que ellas eligieron. Nunca dejé que ninguna de mis niñas cargara un peso que no era suyo.

 Nunca permití que nadie les quitara la infancia, que las obligara vivir una vida que no era suya. A mi hijo también lo crié diferente. Le enseñé a respetar a las mujeres, a entender que el matrimonio es sociedad, no dominio, que hombre de verdad cuida, no lastima. Don Aurelio vivió 15 años más después de que me fui. Nunca se volvió a casar, pero tampoco volvió a hacer promesas de ser infeliz.

 Aprendió a sonreír, a conversar con los vecinos, a aprovechar los días buenos. Cuando murió a los 65 años, fui al entierro y lloré. Lloré de nostalgia, pero también de gratitud, porque al final de cuentas nos habíamos ayudado. Él me dio un techo cuando lo necesitaba y yo lo ayudé a descubrir que vivir no es traición. Guadalupe siguió siendo mi mejor amiga hasta el día que murió.

 Ella que me enseñó que uno siempre puede elegir cómo vivir, aún cuando parece que no hay opción. Hoy, a los 78 años cuando miro hacia atrás veo que sobreviví. Más que eso, vencí. Vencí el matrimonio forzado. Vencí la pobreza. Vencí la falta de estudio. Vencí la tristeza que querían que cargara para siempre. Construí una familia hermosa. Crié hijos que me respetan y se respetan.

 Viví un amor verdadero con mi Juan, que me acompañó por 45 años hasta que Dios se lo llevó. Tengo ocho nietos y tres bisnietos. Todos estudiados, todos respetuosos, todos sabiendo que la mujer no es propiedad de nadie. ¿Y saben por qué decidí contar esta historia hoy? Porque todavía hoy, en pleno siglo XXI, veo niñas siendo obligadas a cargar pesos que no son suyos.

 Veo mujeres viviendo vidas que no eligieron, siendo esposas de hombres que cargan promesas imposibles. Veo gente haciendo promesas de ser infeliz para siempre, como si sufrir fuera virtud. Veo hijas siendo entregadas por deudas, por conveniencia, por tradición. Y quiero gritar, paren, paren de hacer eso.

 La vida es para vivirla, no para cargarla como peso. El amor es para alegrar, no para entristecer. El matrimonio es para unir a dos personas que se eligieron, no para resolver problemas de dinero. Si estás escuchando esta historia y te reconoces en ella, si tú también estás cargando una P enorme que no es tuya, escucha bien lo que te voy a decir.

 Puedes elegir una vida diferente, puedes estudiar, puedes trabajar, puedes salir de la situación que te lastima, puedes decir no a quien quiere que cargues la tristeza ajena. Puedes romper promesas que nunca debían haberse hecho. Puedes ser feliz sin pedirle permiso a nadie. Sé que no es fácil.

Sé que duele, que da miedo, que parece imposible, pero sí es posible. Yo soy la prueba de que es posible. Yo era una niña de 12 años que fue obligada a casarse con un hombre que cargaba una p enorme, un peso que acabó cayendo en mis hombros también. Pero aprendí a soltar ese peso. Aprendí que la felicidad no es lujo, es derecho, que no nacimos para sufrir, nacimos para vivir. Y si yo pude, ustedes también pueden.

No importa la edad que tengan, no importa cuánto tiempo lleven cargando ese peso. Nunca es tarde para empezar una vida nueva. Nunca es tarde para soltar la P enorme y aprender a volar. Si estoy aquí contando esta historia, es para que ninguna niña tenga que cargar una P enorme como la que yo cargué un día.

Y para que ninguna mujer olvide, ustedes merecen ser felices, todas ustedes, siempre. Y así termina mi historia, mis queridos. La historia de una niña que descubrió que la P enorme no era física, sino el peso de cargar una tristeza que no era suya.