Si os cuento esta historia, quizás nunca más veáis una congregación religiosa de la misma forma. ¿Sabéis cuando creéis que estáis en el camino correcto, que estáis sirviendo a Dios de la manera más pura posible? ¿Y descubrís que todo no es más que una gran mentira? ¿Que las personas que más respetabais, que considerabais ejemplos de fe, son exactamente lo contrario de lo que predican? Hola, mis queridos.

Me llamo Marta, pero podéis llamarme Abuela Marta. Tengo 68 años y nací aquí en el interior de Andalucía en el pueblo de Piedra Blanca en 1957. Hoy quiero compartir con vosotros una historia que guardé en el fondo de mi corazón durante más de 15 años. Una historia que me hizo cuestionar todo lo que creía sobre la fe, sobre el matrimonio, sobre la comunidad.

Una historia que casi me destruyó, pero que al final me mostró el verdadero camino hacia Dios.
Era el año 2008 y ya era testigo de Jehová desde hacía casi 25 años. vivía en Piedra Blanca, un pueblo pequeño del interior andaluz, donde todo el mundo se conoce, donde las noticias corren más rápido que el viento.

Era una época en la que la gente aún se saludaba por la calle, donde la iglesia, fuera cual fuera, aún tenía mucho peso en la comunidad. Y nosotros, los testigos de Jehová, éramos considerados los más dedicados, los más serios, los más correctos de todos. Mis queridos, para que entendáis esta historia, necesito explicaros cómo era mi vida en aquella época.

Cuando digo que era testigo de Jehová, no estoy hablando de una religión común, no. Era una forma de vivir que se apoderaba de cada minuto de mi vida, cada decisión que tomaba, cada persona con la que hablaba. Me levantaba a las 5:30 de la mañana todos los días para hacer mi lectura bíblica diaria. No era una lectura cualquiera. Tenía un programa específico, páginas específicas, reflexiones específicas.

Después preparaba el desayuno para mi marido Roberto, que era anciano de la congregación. Anciano, mis queridos, es como si fuera el pastor, el líder espiritual de la comunidad. un puesto de mucho respeto, de mucha responsabilidad. Nuestra casa era sencilla, pero siempre impecable. No podía tener nada que no estuviera aprobado por la organización.

Ni un cuadro en la pared, ni una canción en la radio, ni un programa en la televisión. Todo tenía que estar de acuerdo con los principios bíblicos interpretados por la atalaya. Recuerdo que nuestro salón era pequeño. Tenía un sofá marrón de piel sintética que Roberto se empeñaba en mantener siempre brillante.

 Dos sillones a juego y una mesa de centro donde siempre estaban las revistas La atalaya y Despertad. El olor de nuestra casa era siempre el mismo. Cera para madera mezclada con el perfume suave que yo usaba, siempre muy discreto, porque los perfumes fuertes se consideraban vanidad innecesaria. Las paredes eran blancas, siempre blancas, porque los colores muy vivos podrían interpretarse como ostentación. Roberto tenía 52 años en aquella época.

Pelo canoso, siempre muy bien peinado, barba siempre por hacer, porque la barba completa no estaba bien vista en la congregación. Era mecánico, tenía un pequeño taller allí en el centro del pueblo y era conocido por su honradez. Roberto el de los testigos. Así le llamaba la gente.

 Porque cuando eras testigo de Jehová en piedra blanca, tu religión se convertía en parte de tu nombre. Siempre llevaba pantalones de vestir, incluso para trabajar en el taller y camisa de botones. Nunca vi a mi marido en pantalones cortos. Nunca le vi relajarse el domingo por la mañana. Siempre arreglado, siempre serio, siempre preocupado por dar el ejemplo correcto a los hermanos de la congregación.

Martes por la noche, reunión de la congregación. Jueves por la noche, otra reunión. Sábado por la mañana, predicación de casa en casa. Domingo por la mañana, reunión otra vez. Y esto todas las semanas sin faltar nunca, lloviera o hiciera sol.

 Recuerdo que me arreglaba siempre igual para las reuniones, vestido hasta la rodilla, nunca más corto, zapatos cerrados, pelo siempre recogido. Maquillaje, solo un pintalabios rosita claro y polvos compactos para no brillar mucho. Nada de llamar la atención, nada de vanidad. La consigna era modestia, siempre modestia. El salón del reino estaba en la calle Santos Dumón.

 Una construcción sencilla, sin lujo alguno. Paredes blancas, bancos de madera, una pequeña plataforma delante donde se colocaban los ancianos. No tenía cruz, no tenía imagen, no tenía nada que pudiera considerarse idolatría, solo la Biblia y las publicaciones de la atalaya. Cuando entrábamos en el salón era siempre lo mismo.

 Los hombres saludaban a los hombres, las mujeres saludaban a las mujeres. Besos en la mejilla, pero nada muy efusivo. Siempre esa educación fría, controlada. Roberto siempre se sentaba en la primera fila junto con los otros ancianos. Yo me sentaba en la tercera fila del lado derecho, siempre en el mismo sitio.

 En la congregación, mis queridos, éramos una familia. Al menos eso era lo que yo creía. Estaba la hermana Elena, una señora de 60 años que era pionera regular. Esto significa que dedicaba 70 horas al mes a la predicación. Era delgada, siempre con vestido azul marino y hablaba bajito, como si estuviera siempre rezando. También estaba la hermana Concepción, una mujer de 45 años casada con el anciano Marcos.

 Era guapa, de esas guapas que llamaban la atención, incluso intentando no llamarla. Pelo castaño, siempre impecable, incluso con el moño bajo que llevaba. Ojos verdes que brillaban cuando sonreía, pero siempre muy seria, muy comedida, muy santita. La hermana Concepción vivía en una casa más grande que la nuestra, allí en el barrio Jardín de las Flores.

 Su marido, Marcos, tenía una tienda de materiales de construcción y ganaba bien. Ella no necesitaba trabajar, así que dedicaba todo su tiempo a la congregación. Siempre estaba organizando las actividades de las mujeres, siempre participando en las reuniones para el servicio del campo, siempre disponible para ayudar.

 Yo la admiraba, ¿sabéis? Admiraba la dedicación, la disponibilidad, la forma en que hablaba de Jehová con tanto amor. Cuando la miraba pensaba, “Esta sí que es una sierva de Dios ejemplar. Si hubiera sabido lo que estaba por venir. Roberto y yo nos casamos en 1983, cuando yo tenía 26 años y él tenía 32. Nos conocimos en la congregación.

 Él ya era anciano. Yo era una joven que acababa de bautizarse. La boda fue sencilla en el propio salón del reino con una ceremonia discreta. Nada de fiesta grande, nada de música mundana, nada de baile, solo una recepción sencilla con los hermanos de la congregación. En los primeros años creía que me había casado con el hombre más bendecido del mundo.

 Roberto era respetado, era querido, era visto como un ejemplo de integridad cristiana. Cuando paseábamos por el pueblo, la gente nos saludaba con respeto. Buenos días, anciano Roberto. Buenas tardes, hermana Marta. Pero con el paso de los años me fui dando cuenta de que Roberto era diferente en casa. No es que fuera malo conmigo, no, pero era frío, distante.

 Nuestras conversaciones eran siempre sobre la congregación, sobre los estudios bíblicos, sobre su trabajo, nunca sobre nosotros, sobre nuestros sentimientos, sobre nuestros sueños. Intentamos tener hijos durante muchos años, pero Jehová no nos bendijo con esa dádiva. Roberto decía que era la voluntad de Dios, que debíamos concentrarnos en servir a la organización.

Yo lo acepté como buena esposa sumisa que era, pero en el fondo de mi corazón sentía un vacío que ni todas las horas de predicación conseguían llenar. Mis queridos, cuando eres testigo de Jehová, tu vida social limitada. No podemos tener amistades cercanas con personas que no sean de la organización. No podemos participar en fiestas de cumpleaños, de Navidad, de Año Nuevo.

 No podemos ir a graduaciones, bodas de otras religiones, entierros en iglesias. Esto significa que mi vida social se reducía a la congregación. Mis únicos amigos eran los hermanos. Mis únicas actividades sociales eran las reuniones y las predicaciones. Era un mundo pequeño, cerrado, donde todos sabían de la vida de todos.

 Recuerdo que a veces tenía ganas de ir al cine, de comprar ropa más colorida, de escuchar música diferente, pero enseguida me reprendía pensando que eran pensamientos mundanos inspirados por Satanás. Creía que tener esos deseos era una debilidad espiritual mía. Roberto siempre decía, “Marta, nosotros tenemos la verdad. No necesitamos nada más aparte de la organización de Jehová.

” Y yo me lo creía. Me lo creía de verdad. Pensaba que éramos privilegiados, que éramos especiales por conocer la verdad bíblica mientras el resto del mundo vivía en la oscuridad. Trabajaba media jornada en una tienda de tejidos allí en el centro del pueblo. Era un trabajo sencillo, pero que me permitía tener algo de dinero propio y que aún me sobrara tiempo para las actividades de la congregación.

 La dueña de la tienda, doña Aparición, no era testigo de Jehová, pero respetaba mi religión. Recuerdo que a veces las clientas intentaban entablar conversación conmigo sobre cosas mundanas, culebrones, cotilleos del pueblo, política. Yo siempre desviaba la conversación educadamente porque no debíamos involucrarnos en asuntos mundanos.

 Mi respuesta habitual era, “Prefiero no involucrarme en esas cosas. Soy testigo de Jehová.” Algunas clientas lo respetaban, otras ponían mala cara. Una vez una señora me dijo, “Vosotros sois muy cerrados. Parece que tenéis miedo de vivir.” En su momento me sentí ofendida. Hoy entiendo que tenía razón.

 Al final de la jornada corría a casa para preparar la cena, estudiar para las reuniones y prepararme para otra noche de actividades congregacionales. Era una rutina que se repetía tras día, semana tras semana, mes tras mes. Mis queridos, necesito dejar claro una cosa. Yo realmente creía, no era fingimiento, no era costumbre, no era miedo. creía de verdad que estábamos en el camino correcto, que éramos el pueblo elegido de Dios, que la organización atalaya era el canal que Jehová usaba para comunicarse con nosotros.

 Cuando leía las revistas La atalaya sentía que estaba recibiendo alimento espiritual directo del cielo. Cuando participaba en las reuniones creía que estaba en presencia de Dios. Cuando salía a predicar de casa en casa, creía que estaba haciendo la obra más importante del mundo. Rezaba todos los días, por la mañana y por la noche. Pedía a Jehová que me ayudara a ser mejor esposa, mejor hermana, mejor predicadora.

 Pedía perdón por los pequeños pensamientos mundanos que a veces surgían en mi mente. Pedía sabiduría para entender mejor la Biblia y las publicaciones de la organización. Mi fe era el centro de mi vida, era lo que me daba propósito, lo que me hacía levantarme por las mañanas, lo que me hacía soportar las dificultades, era lo que me hacía sentir especial, elegida, bendecida.

 Si alguien me hubiera dicho en aquella época que estaba viviendo en una prisión mental, me habría indignado. Si alguien me hubiera dicho que mi marido no era el hombre íntegro que yo pensaba, le habría defendido con uñas y dientes. Si alguien me hubiera dicho que la organización no era lo que parecía, habría pensado que esa persona estaba siendo influenciada por Satanás.

 Pero la vida tiene una forma cruel de mostrarnos la verdad, ¿no es así? Y a veces esa verdad viene de la forma más dolorosa posible. Mis queridos, cuando miro hacia atrás me doy cuenta de que las señales estaban todas ahí. Pero cuando vives dentro de una situación, cuando confías plenamente en la persona que está a tu lado, es difícil ver lo que tienes delante de las narices.

 Empezó en 2007, más o menos un año antes de que todo pasara. Roberto empezó a pasar más tiempo en la congregación. Decía que tenía más responsabilidades como anciano, que necesitaba orientar mejor a los hermanos, que tenía más estudios bíblicos que dirigir. Yo lo encontraba precioso, ¿sabéis? Creía que mi marido se estaba volviendo aún más dedicado a Jehová. Marta, hoy voy a llegar más tarde.

 Tengo que hablar con el hermano Pablo sobre un asunto delicado de la congregación, decía. O si no, hoy necesito quedarme para organizar los territorios para la predicación. Siempre tenía una excusa espiritual, siempre relacionada con sus responsabilidades como anciano. También empezó a salir de casa más temprano. Antes salía hacia el taller a las 7:30, pasó a salir a las 6:30, después a las 6. “Necesito pasar por el salón antes de ir a trabajar”, explicaba.

 “Han llegado papeles de la sociedad y necesito organizarlos.” Yo no sospechaba nada, al contrario, me sentía orgullosa. Comentaba con las otras hermanas, Roberto está cada vez más dedicado. Jehová le está bendiciendo con más responsabilidades. Ellas estaban de acuerdo, elogiaban a mi marido, decían que era afortunada por tener un esposo tan espiritual.

Hacia marzo de 2008, Roberto empezó a hablar de reuniones extra, reuniones de las que yo no sabía que existían. Marta, hoy hay una reunión solo para ancianos. Vamos a discutir asuntos administrativos de la congregación, decía. O si no, hoy vamos a reunirnos para estudiar algunas publicaciones nuevas que han llegado de la sede.

 Estas reuniones siempre tenían lugar cuando yo no estaba cerca. Cuando llegaba a casa del trabajo, él ya se había ido. Cuando me levantaba por la mañana, él ya había vuelto. Era como si hubieran creado una agenda paralela de la cual yo no formaba parte. Una vez le pregunté, “Roberto, ¿qué tipo de asuntos discutís en esas reuniones?” me miró con esa cara seria que yo conocía bien y dijo, “Marta, son asuntos de ancianos. No necesitas preocuparte por eso.

 Concéntrate en tus responsabilidades como mujer cristiana.” Me sentí reprendida, sabéis, como si hubiera sido demasiado curiosa, como si hubiera traspasado mis límites. En la organización, las mujeres deben ser sumisas. No deben cuestionar las decisiones de los hombres, especialmente cuando esos hombres son ancianos.

 Así que pedí disculpas y no volví a preguntar. Pero no era solo el tiempo que Roberto estaba pasando fuera de casa lo que había cambiado. Él estaba diferente conmigo también, más distante, más impaciente, más frío. Cuando intentaba hablar con él sobre mi día, sobre la tienda, sobre las hermanas de la congregación, parecía que tenía el pensamiento en otra parte. Roberto.

 La hermana Elena dice que quiere organizar una actividad para las mujeres de la congregación, comentaba durante la cena. Él solo hacía un sonido de aprobación sin ni siquiera levantar los ojos del plato. Cariño, hoy tuve una experiencia interesante en la predicación. Una señora me escuchó durante casi una hora. Intentaba compartir. Así.

 Qué bien, respondía, pero era obvio que no estaba realmente interesado. Por la noche, en la cama, se giraba hacia el lado opuesto al mío y se dormía rápidamente. Antes, aunque fuera un hombre poco cariñoso, al menos me daba las buenas noches, a veces me pasaba la mano por el pelo, ahora era como si fuera invisible.

Empecé a pensar que quizás fuera culpa mía. Quizás no estuviera siendo una esposa lo suficientemente buena, lo suficientemente sumisa, lo suficientemente espiritual. Comencé a esforzarme más. Me levantaba más temprano para preparar un desayuno mejor. Me esmeraba más en la limpieza de casa, estudiaba más para las reuniones.

 Fue en abril de 2008 cuando empecé a anotar las llamadas extrañas. Sonaba el teléfono, Roberto contestaba y la conversación siempre era baja, susurrada. Cuando me acercaba, cambiaba de tema rápidamente o colgaba. ¿Quién era?, preguntaba yo. Un hermano de la congregación, respondía él. ¿Algún problema? Insistía yo. No, Marta, solo asuntos de la congregación. Decía con esa voz impaciente que estaba aprendiendo a reconocer.

 Una vez contesté yo el teléfono y la persona del otro lado colgó inmediatamente. Otra vez contesté y una voz femenina preguntó, “¿Está Roberto?” Cuando le dije que estaba y pregunté quién era, la mujer dijo, “Ah, no hace falta. Llamo luego.” Y colgó. Le comenté a Roberto, “Cariño, una mujer te llamó, pero no quiso hablar conmigo.

 Se puso nervioso, más nervioso de lo que esperaba.” “¿Qué mujer?”, preguntó. No sé, no se identificó, respondí. Ah, debe ser sobre algún estudio bíblico dijo, pero me di cuenta de que la respuesta no fue natural. Fue en esa época cuando empecé a notar que la hermana Concepción estaba más presente en nuestra vida.

 Siempre aparecía en las reuniones donde estaba Roberto. Siempre tenía alguna duda espiritual que resolver con él. Siempre necesitaba orientación sobre algún asunto de la congregación. Me parecía normal. Al fin y al cabo, Roberto era anciano. Era natural que los hermanos le buscaran para orientación.

 Y la hermana Concepción siempre fue muy dedicada, muy interesada en los asuntos espirituales. Siempre estaba con la Biblia en la mano, siempre tenía las revistas al día, siempre participaba activamente en las reuniones. Pero empecé a notar que buscaba a Roberto específicamente. Incluso cuando había otros ancianos presentes, siempre dirigía las preguntas hacia él.

 Y las preguntas eran siempre sobre asuntos que exigían conversaciones más largas, más privadas. “Anciano Roberto, necesito hablar con usted sobre un asunto personal”, decía después de las reuniones. “Por supuesto, hermana Concepción, vamos a la sala de los ancianos”, respondía él. Y desaparecían durante media hora, 40 minutos.

 Cuando yo preguntaba después qué había sido, Roberto siempre decía, “Problemas conyugales. Está teniendo algunas dificultades con el hermano Marcos. Me daba pena, sabéis. Creía que estaba pasando por problemas en el matrimonio y estaba buscando ayuda espiritual. Los fines de semana también cambiaron.

 Antes, después de la reunión del domingo, volvíamos a casa y pasábamos la tarde juntos. No hacíamos nada especial. Roberto leía las publicaciones, yo organizaba la casa. A veces recibíamos a algunos hermanos para una comida sencilla, pero Roberto empezó a tener compromisos los domingos por la tarde. Marta, hoy necesito visitar al hermano José. Tiene problemas espirituales, decía.

 O si no, hoy voy a acompañar al hermano Pedro en una visita pastoral, siempre solo, siempre sin invitarme. Yo me quedaba en casa. esperando. A veces volvía al final de la tarde, a veces solo por la noche. Cuando yo preguntaba cómo había ido, siempre daba respuestas vagas. Fue productivo. Conseguimos ayudar. Jehová bendijo la conversación.

Una vez sugerí, Roberto, ¿qué tal si voy contigo en las próximas visitas? ¿Puedo hablar con las esposas mientras tú hablas con los maridos? fue rápido en responder. No, Marta, estos son asuntos delicados que exigen discreción. Es mejor que vaya solo. Mis queridos, hay una cosa que no puedo dejar de mencionar. Roberto estaba diferente físicamente también.

 Siempre fue vanidoso, siempre se cuidó bien, pero nunca exageró. Pero de repente empezó a dar más atención a su apariencia. Se compró colonia nueva, más cara, más llamativa. Empezó a cuidar mejor el pelo, incluso pasó a usar un gel que yo nunca había visto antes. La ropa estaba más nueva, mejor planchada, hasta la forma de andar cambió. Parecía más confiado, más atractivo.

Incluso bromé con él una vez. Roberto, estás más guapo. ¿Quieres conquistar a alguien? se rió, pero fue una risa forzada, nerviosa. Qué tontería, Marta. Solo estoy cuidando mejor mi apariencia. Un anciano necesita dar buen ejemplo. También empezó a hacer ejercicio.

 Se compró una bicicleta estática y dijo que iba a ejercitarse para cuidar mejor el cuerpo, que era templo del Espíritu Santo. Todas las noches, después de cenar pedaleaba durante una hora. Me parecía extraño porque nunca había mostrado interés por el ejercicio antes. En mayo de 2008, Roberto empezó a tener ausencias que no podía explicar bien.

 Salía de casa diciendo que iba al taller, pero cuando llamaba allí, el empleado decía que no estaba o salía diciendo que iba a la congregación, pero cuando pasaba por allí no le encontraba. “Roberto, llamé al taller y no estabas allí”, comentaba. Ah, salí a comprar piezas”, respondía. “Pero no dijiste nada”, insistía.

 “Marta, no necesitas controlar todos mis pasos”, decía impaciente. Empecé a sentirme paranoica. Creía que estaba siendo una esposa celosa, controladora. En la organización nos enseñan que la mujer debe confiar en el marido, no debe cuestionar sus decisiones, debe ser sumisa. Así que me reprendía por tener esos pensamientos, pero la sensación de que algo estaba mal no se iba.

 Era como si hubiera una nube oscura sobre nuestra casa, sobre nuestro matrimonio, sobre nuestra vida. Intentaba rezar más, estudiar más, dedicarme más a las actividades de la congregación, pensando que quizás fuera una prueba de Jehová. En esa misma época empecé a notar que la hermana Concepción estaba diferente conmigo también. Antes siempre me saludaba cálidamente en las reuniones, siempre preguntaba cómo estaba, siempre intercambiaba algunas palabras conmigo, pero empezó a evitarme.

 Cuando me acercaba, desviaba la conversación rápidamente. Cuando intentaba sacar tema, daba respuestas cortas y buscaba alejarse. Era como si hubiera hecho algo malo, pero no sabía qué. Una vez pregunté directamente, “Hermana Concepción, ¿está bien? Parece que está evitando hablar conmigo.” Se puso roja, nerviosa. No, hermana Marta, está todo bien.

 Es que he estado muy ocupada con las cosas de la congregación, dijo. Pero me di cuenta de que no solo me estaba evitando a mí, estaba evitando a todas las mujeres de la congregación. Solo hablaba normalmente con los hombres, principalmente con los ancianos. principalmente con mi marido. Mis queridos que me estáis acompañando hasta aquí, ¿ya dais cuenta de hacia dónde va esta historia? A veces las señales están todas ahí, pero no conseguimos verlas, ¿verdad? O quizás no queremos ver porque la verdad puede ser demasiado dolorosa. Tenía un presentimiento que no podía explicar.

Era como si hubiera una voz allá en el fondo de mi corazón diciendo que algo estaba muy mal. Pero apartaba esa voz. Creía que era cosa de mi cabeza, que eran pensamientos negativos inspirados por Satanás. Aumenté mis oraciones. Pedía a Jehová que me ayudara a ser mejor esposa, que me librara de los pensamientos negativos sobre mi marido, que bendijera nuestro matrimonio.

 Pedía sabiduría para entender qué me estaba pasando, porque me sentía triste sin saber por qué. Recuerdo que una noche acostada en la cama miré a Roberto durmiendo a mi lado y sentí una tristeza profunda. Parecía un extraño para mí. El hombre con quien me había casado, con quien había soñado envejecer, con quien compartía la misma fe, parecía haber desaparecido.

 En su lugar había un hombre distante, frío, mentiroso. Sí, mentiroso, porque ya sabía en el fondo de mi corazón que me estaba mintiendo, sobre qué aún no lo sabía, pero sabía que había mentira ahí. ¿Sabéis lo que es vivir con un mal presentimiento y no poder hablar con nadie sobre ello? En la organización de los testigos de Jehová no tenemos esa libertad. No podemos desahogarnos con amigas.

 No podemos buscar ayuda profesional. No podemos ni siquiera cuestionar abiertamente el comportamiento de un anciano. Me sentía sola, aislada, confusa. Durante el día en la tienda intentaba concentrarme en el trabajo, pero mi mente siempre volvía a Roberto. ¿Dónde estaba realmente cuando decía que estaba en la congregación? ¿Con quién hablaba en esas llamadas susurradas? ¿Por qué estaba tan diferente conmigo? Por la noche, en las reuniones, le miraba allí delante junto con los otros ancianos y sentía dolor en el pecho.

Parecía tan serio, tan dedicado, tan espiritual. Las otras hermanas siempre comentaban lo afortunada que era por tener un marido tan ejemplar. Si supieran lo que yo estaba sintiendo, empecé a tener dificultades para dormir. Me quedaba despierta hasta tarde, escuchando respirar a Roberto a mi lado, preguntándome si realmente conocía al hombre con quien estaba casada.

 A veces hablaba dormido, murmuraba cosas que no conseguía entender. Una vez juré que le oí decir el nombre Concepción, pero cuando me desperté por la mañana pensé que había sido un sueño. Junio de 2008 fue un mes particularmente difícil. Roberto estaba cada vez más ausente, cada vez más distante. Nuestras conversaciones se limitaban a lo esencial. La cena está lista.

 Voy a salir. Buenas noches. Era como si viviéramos como extraños en la misma casa. Intenté hablar con él algunas veces. Roberto, siento que estás distante conmigo. ¿Ha pasado algo? Pregunté una noche. Ni siquiera levantó los ojos del periódico. No sé de qué hablas, Marta. Solo estoy cumpliendo mis responsabilidades como anciano. Pero y nosotros y nuestro matrimonio, insistí.

Fue entonces cuando me miró con una frialdad que nunca había visto antes. Marta, el matrimonio es una responsabilidad ante Jehová. No se trata de sentimientos, se trata de cumplir nuestros deberes como cristianos. Y volvió a leer el periódico como si fuera invisible. Esas palabras me cortaron como un cuchillo.

No se trata de sentimientos. Entonces, los 25 años que pasamos juntos no significaban nada. El amor que sentía por él era irrelevante. Subí al dormitorio con el corazón destrozado y lloré en silencio para no molestarle. Mis queridos, fue en julio de 2008 cuando empecé a encontrar pistas más concretas.

 Estaba lavando la ropa de Roberto cuando encontré un papel arrugado en el bolsillo de su camisa. Era una nota pequeña escrita a mano con letra femenina que reconocí inmediatamente. R. No puedo parar de pensar en lo que hablamos ayer. Necesito verte otra vez. C. Se me disparó el corazón. R de Roberto. C de Concepción.

 ¿Qué conversación era esa? ¿Por qué necesitaba verle otra vez? ¿Qué tipo de conversación hacía que una mujer casada no pudiera parar de pensar? Sujeté la nota con las manos temblando. Parte de mí quería ir directamente a confrontar a Roberto, pero otra parte me decía que estuviera segura antes de hacer cualquier cosa.

 Al fin y al cabo, podría ser solo un malentendido, ¿no? Quizás fuera realmente sobre asuntos espirituales, pero allá en el fondo de mi corazón sabía que no era así. Una mujer no escribe no puedo parar de pensar por asuntos espirituales. No escribe necesito verte otra vez por estudios bíblicos. Esa nota tenía algo diferente, algo que me revolvía el estómago.

 Guardé la nota en una caja de zapatos allá en el fondo del armario. No sabía bien por qué la estaba guardando, pero sentía que necesitaba hacerlo. Era como si fuera mi única prueba de que no me estaba volviendo loca, de que realmente había algo malo pasando. Después de esa nota, empecé a prestar más atención a todo.

 No era una decisión consciente de investigar a mi marido, era más como un instinto de supervivencia. Necesitaba entender qué estaba pasando. Empecé a notar que Roberto y la hermana Concepción siempre salían de la reunión a la misma hora. Cuando terminaba la reunión, ella tardaba en recoger sus cosas. Siempre encontraba algún motivo para quedarse la última. Y Roberto también siempre tenía algo que hacer en el salón después de que todos se hubieran ido.

 Marta, puedes irte delante. Tengo que cerrar el salón, decía. O si no necesito organizar algunas cosas para la próxima reunión. Siempre alguna excusa para quedarse el último. Una vez me ofrecí para ayudar. Roberto, ¿quieres que me quede para ayudarte?, pregunté. La respuesta fue demasiado rápida. No hace falta, Marta. Debes estar cansada.

 Vete a casa a descansar. Pero vi a la hermana Concepción allí al fondo guardando despacio sus revistas, esperando. ¿Eperando qué? ¿Esperando a quién? Esperando a mi marido. Empecé a notar que Roberto y la hermana Concepción se encontraban casualmente en varios lugares, en el supermercado, en la farmacia, en la plaza central.

 Siempre por casualidad, siempre con una excusa inocente. Mira, qué casualidad encontrarte aquí, anciano Roberto, decía cuando yo estaba presente. También vine a comprar medicina para el dolor de cabeza. O si no, qué bien verte. Justo necesitaba resolver una duda sobre el estudio de ayer. Pero me daba cuenta de que no se sorprendían el uno al otro. Era como si ya supieran que se iban a encontrar.

 Y cuando yo estaba presente, la conversación era diferente, más formal, más fría, más actuada. Una vez dije intencionadamente que iba al supermercado y Roberto se ofreció a acompañarme, cosa que nunca hacía. “También necesito comprar algunas cosas”, dijo.

 Cuando llegamos allí, ¿dadivináis quién estaba en el supermercado? La hermana Concepción. Qué casualidad, exclamó. Pero vi que miró primero a Roberto, no a mí. como si estuviera confirmando algo con él. Y Roberto hizo una señal casi imperceptible con la cabeza, como si estuviera diciendo, “Ahora no. Mis queridos, voy a hablar de algo delicado, pero que es importante para que entendáis cómo todo estaba cambiando.

 Roberto siempre fue un hombre de poco cariño, pero aún así teníamos nuestra intimidad como pareja. Era sencilla, sin grandes demostraciones, pero existía. Pero desde que empezaron estos cambios, Roberto dejó completamente de buscarme. Ya no había besos, ya no había caricias, ya no había nada.

 Llegaba a casa, cenaba, leía las publicaciones, dormía como si fuera una compañera de piso, no su esposa. Intenté algunas veces acercarme a él, pero siempre tenía una excusa. Estoy cansado. Tengo que levantarme temprano. Necesito estudiar para la reunión. Siempre algo más importante que nuestra intimidad conyugal. Una noche pregunté directamente, “Roberto, ¿ya no tienes interés en mí? se enfadó.

 Marta, esas cosas carnales no deberían ser prioridad para una mujer cristiana. Debemos concentrarnos en las cosas espirituales. Pero yo sabía que no era eso. Un hombre no pierde el interés sexual así, de repente, sin motivo, a no ser que esté interesado en otra persona, a no ser que esté teniendo sus necesidades atendidas en otro lugar.

 Fue en esa época cuando empecé a notar que el hermano Marcos, marido de la hermana Concepción, también estaba diferente. Siempre había sido un hombre alegre, comunicativo, bromista, pero estaba serio, ceñudo, distante. En las reuniones apenas hablaba con los otros hermanos. se sentaba al fondo, lejos de su esposa, y se quedaba allí callado, como si estuviera molesto por algo.

 Yo imaginaba que serían los problemas conyugales que Roberto había mencionado. Una vez intenté hablar con él. Hermano Marcos, ¿está bien? Parece preocupado, dije. Me miró con una expresión que no conseguí decifrar. Estoy bien, hermana Marta, solo pensativo. Si quiere hablar de algo, aquí estoy. Le ofrecí. Sonrió tristemente.

Gracias, hermana Marta. Usted es una buena persona. Muy buena. Y se fue, dejándome con la sensación de que había algo más en esas palabras. Después supe que había buscado a los otros ancianos para hablar sobre problemas personales, pero nunca buscó a Roberto, que era el anciano más cercano a él. Eso me pareció extraño.

 ¿Por qué no buscaría precisamente al anciano que su esposa más respetaba? Mis queridos, ya sabéis cómo es un pueblo pequeño. La gente se da cuenta cuando algo es diferente, aunque no lo diga abiertamente. Y yo empecé a notar que había una tensión extraña en la congregación. Algunas hermanas me miraban con pena, otras con curiosidad.

 Cuando yo llegaba, algunas conversaciones paraban abruptamente. Cuando me iba, las conversaciones se reanudaban bajito. Era como si fuera la única persona que no sabía algún secreto. La hermana Elena, esa señora de 60 años que era pionera regular, empezó a ser más cariñosa conmigo. Siempre preguntaba cómo estaba, si necesitaba algo, si quería hablar.

 Pero cuando intentaba sacar tema sobre Roberto o sobre la congregación, cambiaba de tema rápidamente. Hermana Marta, ¿cómo va el trabajo en la tienda? Preguntaba. Va bien, hermana Elena. ¿Y cómo van las cosas en la congregación? Respondía. Ah, ya sabes, siempre ocupadas. ¿Qué tal si hablamos de la próxima asamblea? Desviaba.

 Era como si hubiera asuntos prohibidos, cosas que no se podían decir. Y yo estaba cada vez más paranoica, cada vez más aislada, cada vez más confusa. En agosto de 2008, las mentiras de Roberto se volvieron más obvias, más descuidadas. Era como si ya no le importara si yo lo descubría o no, o como si estuviera tan involucrado en la situación que ya no podía mantener las apariencias. Marta, hoy voy a salir con el hermano Pedro para hacer algunas visitas”, dijo un jueves por la noche.

Pero me encontré con el hermano Pedro en la calle al día siguiente y comentó, “Qué pena que el anciano Roberto no pudiera acompañarnos ayer.” Le echamos de menos. Cuando Roberto llegó a casa, pregunté, “¿Cómo fue la visita con el hermano Pedro?” Ni siquiera pestañó. “Fue bien. ¿Conseguimos ayudar a algunas personas?” mintió descaradamente.

 Empecé a apuntar estas mentiras en un cuaderno. No sé por qué lo hacía, pero sentía que necesitaba. Quizás fuera para no creer que me estaba volviendo loca. Quizás fuera para tener pruebas de lo que estaba pasando. Día 15 de agosto, Roberto dijo que fue a visitar al hermano José.

 El hermano José estaba en la reunión y comentó que no recibió ninguna visita. Día 18 de agosto, Roberto dijo que tuvo reunión de ancianos. La hermana Elena preguntó por la reunión y supe que no hubo reunión. Cada mentira era una puñalada en mi corazón. Cada descubrimiento me hacía sentir más traicionada, más engañada, más humillada.

 Estaba casada desde hacía 25 años con un hombre que me mentía como si fuera lo más natural del mundo. Varias veces pensé en confrontar a Roberto directamente. Varias veces respiré hondo, junté valor y me preparé para preguntar dónde estaba realmente, con quién hablaba realmente, por qué me estaba mintiendo. Pero siempre que iba a hablar algo me frenaba. Quizás fuera el miedo de confirmar lo que ya sospechaba.

 Quizás fuera la educación que había recibido en la organización de que la mujer no debe cuestionar al marido, quizás fuera simplemente cobardía. Una noche estuve muy cerca. Roberto estaba al teléfono hablando bajito y le oí decir, “No puedo ahora. Ella está aquí.” Cuando colgó, pregunté, “¿Quién era?” Un hermano de la congregación respondió automáticamente. “¿Qué hermano?”, insistí.

 ¿Por qué dijiste que no puedes ahora? Porque estoy aquí. Roberto se puso colorado, nervioso. Marta, lo estás interpretando mal. Dije que no puedo salir ahora porque estás aquí en casa y quiero estar contigo. Era una mentira tan obvia que hasta un niño se habría dado cuenta. Pero no tuve valor para insistir. Aún tenía miedo de la verdad, miedo de destruir todo lo que creía sobre mi matrimonio, sobre mi marido, sobre mi vida.

 Mis queridos, ¿sabéis lo que es sentirse sola, incluso estando rodeada de gente? Iba a las reuniones, hablaba con las hermanas, participaba en las actividades, pero me sentía completamente aislada. Era como si hubiera un cristal entre yo y el resto del mundo. No podía hablar con nadie sobre lo que estaba pasando. No podía desahogarme. No podía pedir consejo. No podía ni siquiera llorar abiertamente. Tenía que mantener las apariencias.

Tenía que sonreír, tenía que fingir que todo estaba bien. Por la noche, sola en el dormitorio, lloraba en la almohada para que Roberto no me oyera. Le suplicaba a Jehová que me ayudara. que me diera sabiduría, que me mostrara qué hacer. Pero parecía que mis oraciones no llegaban al cielo, parecía que estaba completamente abandonada. Empecé a tener pesadillas.

Soñaba que descubría a Roberto con otra mujer. Soñaba que toda la congregación se reía de mí. Soñaba que me expulsaban de la organización. Me despertaba sudando con el corazón acelerado y encontraba a Roberto durmiendo tranquilamente a mi lado. ¿Cómo conseguía dormir tamban bien? ¿Cómo conseguía mantener la calma mientras yo me estaba despedazando por dentro? ¿Será que no sentía nada? ¿Será que yo no significaba nada para él? Septiembre de 2008 fue el mes más difícil de mi vida hasta entonces. Estaba perdiendo peso, perdiendo sueño,

perdiendo la capacidad de concentrarme en cualquier cosa. En el trabajo, doña Aparición comentó que estaba diferente, más triste, más distraída. “Marta, ¿estás bien? Pareces preocupada”, me dijo. Quería desahogarme, quería contarlo todo, quería pedir ayuda, pero no podía.

 No podía hablar de problemas conyugales con alguien que no fuera de la organización. No podía exponer a mi marido que era anciano. No podía romper la imagen de familia perfecta que debíamos mantener. Estoy bien, doña aparición, solo un poco cansada. Mentí. Una mentira más para sumar a las mentiras que vivía todos los días porque mi vida se había convertido en una gran mentira. Empecé a tener crisis de ansiedad.

 De repente, de la nada, se me disparaba el corazón. No podía respirar. Tenía la sensación de que me iba a morir. Pasaba en el trabajo, en casa, incluso en las reuniones de la congregación. Salía corriendo al baño, me miraba en el espejo y veía a una mujer que no reconocía.

 Mi pelo estaba apagado, mi piel estaba pálida, mis ojos estaban siempre rojos de llorar. Me estaba transformando en una sombra de la mujer que había sido antes. Y Roberto ni parecía darse cuenta, o si se daba cuenta no le importaba. Fue a finales de septiembre cuando encontré la nota que lo cambió todo. Roberto se había olvidado la chaqueta en casa y me pidió que se la llevara al taller. Cuando cogí la chaqueta, noté que había algo en el bolsillo interior.

 Era un sobre pequeño, amarillo, con mi nombre escrito fuera. Se me heló el corazón. ¿Por qué había un sobre con mi nombre en el bolsillo de mi marido? ¿Por qué no me lo había dado? Lo abrí con las manos temblando y encontré una carta de la hermana Concepción. Querida hermana Marta, sé que debes estar sospechando algo. Sé que no soy buena fingiendo.

 Quiero que sepas que nunca tuve intención de hacerte daño. Siempre fuiste gentil conmigo, siempre me trataste como hermana, pero algunas cosas se escapan de nuestro control. Te pido que trates de entender con cariño, Concepción. Leí la carta cinco veces, 10 veces, 20 veces.

 Cada palabra era una confirmación de lo que ya sabía en el fondo del corazón. Estaba admitiendo que había algo entre ella y Roberto. Estaba pidiendo que yo tratara de entender. ¿Entend? ¿Que estaba destruyendo mi matrimonio, que estaba traicionando la amistad que yo le ofrecía? Y Roberto, Roberto había recibido esa carta y no me la había dado.

 ¿Iba a dejar que siguiera sufriendo, siguiera sospechando, siguiera sintiéndome loca? iba a dejar que lo descubriera de la peor forma posible. En ese momento, mis queridos, sentí algo que nunca había sentido antes en mi vida. Era una mezcla de rabia, de decepción, de humillación tan grande que parecía que me iba a ahogar. Estaba descubriendo que mi marido, el hombre al que amaba, el hombre al que respetaba, el hombre al que admiraba, era un mentiroso y un traidor.

 Y la mujer que consideraba mi hermana en Cristo, que recibía en mi casa, que trataba con cariño, también era una mentirosa y una traidora. Después de esa carta tomé una decisión. Iba a descubrir toda la verdad. No importaba cuánto doliera, no importaba lo que fuera a encontrar, necesitaba saber exactamente qué estaba pasando. Empecé a seguir a Roberto discretamente.

 Cuando decía que iba al taller, yo ponía una excusa y salía también. Cuando decía que iba a la congregación, pasaba por allí para ver si estaba realmente. Cuando decía que iba a visitar a algún hermano, comprobaba después si la visita había tenido lugar. Y descubrí que la mitad de los sitios donde decía que iba no estaba.

 Descubrí que tenía una rutina paralela, una vida paralela, compromisos paralelos. Descubrí que el hombre con quien vivía desde hacía 25 años era un extraño para mí. Empecé a reunir pruebas, guardé notas, anoté mentiras, marqué horarios. No sabía bien qué iba a hacer con todo aquello, pero sentía que lo necesitaba.

 Era como si estuviera construyendo un caso contra mi propio marido. Y fue así, mis queridos, como me preparé para el descubrimiento más doloroso de mi vida. El descubrimiento que iba a cambiarlo todo para siempre. Mis queridos que me estáis acompañando hasta aquí, ya os dais cuenta de hacia dónde va esta historia.

 A veces las señales están todas ahí, pero no conseguimos verlas, ¿verdad? O quizás no queremos ver porque la verdad puede ser demasiado dolorosa. Si este vídeo os está llegando, dejad vuestro me gusta para animarme a seguir compartiendo estos recuerdos y contadme en los comentarios, ¿habéis vivido alguna vez una situación donde sospechabais una traición? ¿Cómo la afrontasteis? ¿Creéis que debería haber confrontado a Roberto antes? Decídmelo ahí abajo. Me encanta leer vuestros comentarios.

 Fue un jueves, 16 de octubre de 2008, una fecha que quedó grabada en mi memoria como si fuera ayer. Nunca lo voy a olvidar porque fue el día que mi vida cambió completamente, el día que descubrí que todo lo que creía era una mentira.

 Roberto había salido de casa diciendo que iba a tener una reunión especial con los ancianos para hablar de la organización de la próxima asamblea. “Va a hacer una reunión larga, Marta. Puede que llegue tarde”, dijo dándome un beso mecánico en la frente. Estaba en la tienda cuando doña aparición comentó, “Marta, qué extraño. Acabo de ver al anciano Marcos pasar por ahí delante. Parecía muy molesto, muy nervioso.

Estaba hablando solo. Algo me dijo que cerrara la tienda más temprano ese día. No sabía explicarlo, pero sentía que algo importante iba a pasar. Cerré a las 16:30, mucho antes de lo normal. y decidí pasar por la congregación para ver si Roberto estaba realmente allí. Cuando llegué al salón del reino, vi que estaba todo cerrado.

 No había ninguna reunión, no había ningún coche en el aparcamiento, no había ninguna luz encendida. Roberto había mentido otra vez. Me quedé allí parada delante del salón, sintiendo cómo crecía la rabia dentro de mí. ¿Dónde estaba? ¿Con quién estaba? ¿Qué estaba haciendo mientras yo me creía sus mentiras? Fue entonces cuando tuve una idea.

 Sabía que la hermana Concepción vivía en la calle de las Rosas, en el barrio Jardín de las Flores. Sabía que el hermano Marcos trabajaba hasta las 18 horas en la tienda de materiales de construcción. Si estaba pasando algo entre Roberto y Concepción, aquella sería la hora perfecta. Mis queridos, el paseo desde la congregación hasta la casa de la hermana Concepción fue el más difícil de mi vida.

 Cada paso que daba, mi corazón latía más fuerte. Parte de mí esperaba no encontrar nada. Esperaba descubrir que me equivocaba, que todo era paranoia mía. Pero otra parte de mí ya sabía lo que iba a encontrar. Sentía en el fondo de mi corazón que iba a descubrir la verdad ese día. Una verdad que no quería saber, pero que necesitaba saber.

 La casa de la hermana Concepción estaba en una calle tranquila, con muchos árboles. Era una casa bonita, más grande que la nuestra, con un jardín bien cuidado delante. Siempre que pasaba por allí admiraba ese jardín, admiraba esa casa. Nunca imaginé que un día estaría allí como una detective investigando a mi propio marido.

 Cuando llegué a la esquina, vi el coche de Roberto aparcado tres casas antes. Casi se me para el corazón. Estaba allí. Estaba realmente allí en casa de otra mujer. Un jueves por la tarde, cuando debería estar en una reunión de ancianos. Me escondí detrás de un árbol y me quedé observando. La casa estaba silenciosa, las cortinas estaban echadas, no se podía ver nada de lo que estaba pasando dentro, pero el coche de Roberto estaba allí y eso era prueba suficiente.

 Me quedé allí durante casi una hora escondida detrás de ese árbol, intentando decidir qué hacer. Parte de mí quería irme, fingir que no había visto nada, seguir viviendo en la mentira. Pero sabía que no podría. Ya no podía vivir así. No podía seguir fingiendo que no sabía lo que estaba pasando.

 No podía dejar que me trataran como a una idiota, como a una mujer que no se da cuenta cuando la están traicionando. Respiré hondo. Recé rápidamente pidiendo fuerzas a Jehová y caminé hasta la puerta de la casa. Toqué el timbre con la mano temblando. Tardaron un tiempo en contestar y cuando se abrió la puerta fue la hermana Concepción quien apareció. Estaba en bata con el pelo revuelto, la cara roja.

 Cuando me vio, se puso blanca como el papel. Hermana Marta, exclamó intentando cerrar más la bata. ¿Qué? ¿Qué sorpresa? ¿Dónde está mi marido?, pregunté con una voz que no reconocí como mía. Era una voz firme, decidida, diferente de la voz sumisa que siempre usaba. Tu marido. Yo no. Él no está aquí. Tartamudió. Pero era obvio que estaba mintiendo. Sus ojos huían de los míos, sus manos estaban temblando.

 “Su coche está ahí delante”, dije señalando hacia la calle. ¿Dónde está Concepción? Fue en ese momento cuando oí la voz de Roberto desde dentro de la casa. Concepción. ¿Quién es? Y mi mundo se derrumbó. Roberto, grité empujando a la hermana Concepción y entrando en la casa.

 Roberto, ¿estás ahí? Apareció en el salón viniendo del pasillo, vestido solo con pantalones y camisa abierta. Tenía el pelo revuelto, la cara roja. Cuando me vio, se quedó paralizado, como si hubiera visto un fantasma. Marta, dijo y su voz salió débil, culpable. ¿Puedo explicarlo? ¿Explicar qué? Grité y sentí que toda la rabia que había guardado durante meses estaba saliendo de una vez.

 Explicar por qué estás aquí en casa de otra mujer cuando deberías estar en una reunión de ancianos. explicar por qué me has estado mintiendo todos estos meses. La hermana Concepción intentó intervenir. Hermana Marta, por favor, hablemos con calma. Con calma. Me giré hacia ella. ¿Quieres que esté tranquila? Tú que estás casada, que eres testigo de Jehová, que deberías ser mi hermana en Cristo, estás destruyendo mi matrimonio y quieres que esté tranquila.

Empezó a llorar. No quería que fuera así. Nunca quise hacerte daño. Pero las cosas pasaron. Y las cosas pasaron. La interrumpí. Las cosas no pasan, Concepción. Las personas hacen que las cosas pasen. Vosotros dos elegisteis traicionarme. Elegisteis mentir. Elegisteis destruir dos familias. Roberto intentó acercarse a mí.

 Marta, vamos a casa. Hablemos en casa. No grité. No vamos a hablar en casa. Vamos a hablar aquí, ahora delante de ella. Quiero saber la verdad. Quiero saber cuánto tiempo lleva pasando esto. Quiero saber por qué me habéis hecho esto. Fue entonces cuando Roberto se vino abajo, se sentó en el sofá, se puso la cabeza entre las manos y empezó a hablar. Empezó hace 6 meses, dijo.

 No tenía que haber pasado. Ella tenía problemas en el matrimonio. Vino a hablar conmigo. Problemas en el matrimonio. Miré a Concepción. ¿Qué problemas? Marcos es un hombre bueno, trabajador, dedicado. ¿Qué problemas teníais? Siguió llorando. Él descubrió algunas cosas. descubrió que yo no era la mujer que él pensaba que era.

 Descubrió que yo tenía otras necesidades. Otras necesidades. No estaba entendiendo. ¿Qué necesidades son esas? Roberto levantó la cabeza. Marta, esto no es fácil de explicar. Concepción siempre fue diferente de las otras mujeres de la congregación. Siempre fue más libre. Libre. Sentí una rabia aún mayor.

 Libre para destruir matrimonios, libre para traicionar la confianza de los demás, libre para mentir a todo el mundo. No es eso, dijo ella. Siempre me sentí prisionera en esta vida, prisionera de estas reglas, prisionera de este matrimonio. Cuando conocí mejor a Roberto, cuando empezamos a hablar más, sentí que él me entendía. Él te entendía. Miré a mi marido y yo yo no te entendía, Roberto.

 No fui una buena esposa para ti. No dediqué mi vida a ti, a la congregación, a Jehová. Roberto no podía mirarme a los ojos. Eres una buena esposa, Marta, pero con concepción es diferente. Ella me hace sentir vivo, me hace sentir joven otra vez. Esas palabras me cortaron más hondo que un cuchillo.

 25 años de matrimonio, 25 años de dedicación, 25 años de mi vida. Y me decía que con otra mujer se sentía vivo, entonces conmigo se sentía muerto. Mis queridos, fue en ese momento cuando perdí completamente el control. Toda la educación que había recibido en la organización, toda la sumisión que había aprendido, toda la paciencia que había cultivado, todo eso se fue al garete.

 “Vosotros dos sois unos hipócritas”, grité. “Os quedáis ahí en la congregación fingiendo ser siervos de Jehová, fingiendo ser ejemplos de fe, y aquí estáis traicionando, mintiendo, destruyendo familias. Me giré hacia Concepción. Tú que siempre te hacías la santita, que siempre estabas con la Biblia en la mano, que siempre participabas en los comentarios de las reuniones, eres una farsa, una mentirosa, una destructora de hogares.

 Y a Roberto, “¿Y tú, anciano, tú que aconsejas a otras parejas, que hablas de moral cristiana, que representas a Jehová en la congregación? Eres un hipócrita, un mentiroso, un traidor. Concepción intentó defenderse. Hermana Marta, no lo entiendes. No queríamos que fuera así. Intentamos resistir, pero el sentimiento fue más fuerte. Sentimiento.

Me reí, pero era una risa amarga, dolorosa. ¿Qué sentimiento es ese que os hace pisotear los mandamientos de Jehová? ¿Qué sentimiento es ese que os hace destruir dos familias? Esto no es sentimiento, esto es egoísmo puro. Roberto se levantó, intentó acercarse a mí otra vez. Marta, aún siento cariño por ti.

 Eres una mujer buena, una mujer dedicada. Cariño, le empujé. Sientes cariño por mí. Entonces, ¿por qué me has mentido todos estos meses? ¿Por qué me hiciste pensar que me estaba volviendo loca? ¿Por qué me humillaste de esta forma? No quería que sufrieras, dijo. No querías que sufriera. Sentí que iba a explotar. ¿Crees que no estaba sufriendo? ¿Crees que no me daba cuenta de que algo estaba mal? ¿Crees que engañarme era menos sufrimiento que contarme la verdad? Fue en ese momento, mis queridos, cuando tomé la decisión más radical de mi vida. una decisión que lo cambiaría todo para

siempre. “¿Sabéis lo que vais a hacer?”, dije, mirando a los dos con una determinación que no sabía que tenía. “Vais a venir conmigo a la congregación ahora y vais a contar la verdad a todos los ancianos. Vais a asumir lo que habéis hecho delante de toda la congregación.” Roberto se puso pálido. “Marta, no hace falta eso.

 Podemos resolverlo en casa entre nosotros.” ¿Resolver qué? pregunté. ¿Crees que después de todo esto voy a volver a casa y fingir que no ha pasado nada? ¿Crees que voy a seguir viviendo esta mentira? Concepción estaba desesperada. Hermana Marta, por favor, piensa en lo que va a pasar. Piensa en la congregación.

 Piensa en nuestra reputación. Reputación. La miré con desprecio. ¿Qué reputación? Vosotros dos ya habéis destruido cualquier reputación que tuvierais. Al menos ahora vais a asumir lo que habéis hecho. Vais a enfrentar las consecuencias. Le esforcé a vestirse y salir conmigo. Roberto intentó resistirse.

 Concepción lloraba sin parar, pero ya no estaba dispuesta a escuchar excusas o súplicas. Vamos a la congregación ahora. Dije, vais a contar la verdad al hermano Antonio, al hermano Carlos, a todos los ancianos. Vais a asumir lo que habéis hecho. El paseo hasta la congregación fue el más tenso de mi vida.

 Roberto iba a mi lado derecho, Concepción a mi lado izquierdo y yo en el medio, dirigiendo esa procesión de la vergüenza. Algunas personas en la calle nos miraban con curiosidad, pero no me importaba. Solo quería que se revelara la verdad. Cuando llegamos al salón del reino, llamé a la puerta con fuerza. El hermano Antonio, que era el anciano más mayor, abrió la puerta. Cuando nos vio, se sorprendió.

 Hermana Marta, anciano Roberto, hermana Concepción, dijo, “¿Qué sorpresa? ¿Ha pasado algo?” “Sí, ha pasado, hermano Antonio.” dije, empujando a Roberto y Concepción dentro del salón. Estos dos tienen algo muy importante que contarle. El hermano Antonio llamó a los otros ancianos que estaban en la congregación, el hermano Carlos y el hermano Juan.

Cuando estuvimos todos reunidos en la sala de los ancianos, dije, “Hermanos, he descubierto hoy que mi marido y la hermana Concepción están teniendo una relación adúltera desde hace 6 meses. Los encontré en su casa en una situación que no deja dudas sobre lo que está pasando.

 El silencio que siguió fue ensordecedor. Los tres ancianos se quedaron mirando a Roberto y Concepción con expresiones de shock, de incredulidad, de decepción. Anciano Roberto, dijo el hermano Antonio. Es esto cierto, Roberto no conseguía levantar la cabeza. Es cierto, murmuró hermana Concepción, preguntó el hermano Carlos.

 ¿Usted lo confirma? solo asintió con la cabeza llorando. Quiero que sepáis, continué, que no voy a aceptar ningún tipo de encubrimiento. No voy a aceptar que esto se trate como un asunto privado. Han traicionado la confianza de la congregación, han traicionado los principios de Jehová y deben ser castigados según las Escrituras.

 Mis queridos, la reacción de los ancianos fue exactamente lo que esperaba y al mismo tiempo lo que más temía. se preocuparon más por la reputación de la congregación que por la justicia. “Hermana Marta”, dijo el hermano Antonio, “entemos su dolor, pero estas cuestiones deben tratarse con discreción. No podemos permitir que esto se convierta en un escándalo en la congregación.” Escándalo.

 Sentí que la rabia subía otra vez. El escándalo ya ocurrió cuando decidieron traicionar. Ahora es hora de enfrentar las consecuencias. Haremos una reunión disciplinaria”, dijo el hermano Carlos. Analizaremos el caso y tomaremos las medidas necesarias. “¿Qué medidas?”, pregunté. “¿Los vais a expulsar de la congregación? ¿Vais a anunciar públicamente lo que han hecho?” Los ancianos se miraron entre ellos.

 Hermana Marta, estas decisiones se toman en conjunto siguiendo las directrices de la organización. Las directrices de la organización. Interrumpí. ¿Y qué pasa con los mandamientos de Jehová y con la justicia y con la verdad? Fue en ese momento cuando me di cuenta de que estaba sola, que incluso teniendo razón, incluso siendo la víctima, incluso habiendo sido traicionada y humillada, me veían como la perturbadora de la paz.

 “Hermana Marta”, dijo el hermano Juan, “quizás sea mejor que se vaya a casa a descansar. Nosotros hablaremos con el anciano Roberto y con la hermana Concepción y resolveremos esta situación de la mejor forma posible. De la mejor forma posible. Los miré con incredulidad. ¿Para quién? ¿Para que traicionaron? ¿Para la congregación que no puede saber la verdad? ¿O para mí que fui engañada y humillada? Para todos. Dijo el hermano Antonio. Jehová es un Dios de misericordia.

Perdona a aquellos que se arrepienten sinceramente. Y yo pregunté, ¿quién me va a perdonar a mí? ¿Quién me va a devolver los meses que sufrí en silencio? ¿Quién me va a devolver la confianza que tenía en mi marido? Nadie respondió. Mis queridos, fue en ese momento cuando tomé la decisión más importante de mi vida.

 Miré a Roberto, que seguía con la cabeza baja. Miré a Concepción que seguía llorando. Miré a los ancianos que estaban más preocupados por la reputación de la organización que por la justicia. Me voy, dije. Me voy de esta congregación. Me voy de esta organización. Me voy de esta vida de mentiras e hipocresía. Hermana Marta. El hermano Antonio se levantó.

 No puede tomar decisiones precipitadas. está alterada, necesita tiempo para pensar. “Ya he pensado”, dije dirigiéndome hacia la puerta. “Vosotros quedaos con vuestros encubrimientos, con vuestras reuniones disciplinarias, con vuestras directrices de la organización. Yo voy a buscar la verdad en otro sitio.” Marta, Roberto se levantó. No puedes hacer esto.

 No puedes abandonar a Jehová por un error mío. Me giré hacia él por última vez. No estoy abandonando a Jehová, Roberto, os estoy abandonando a vosotros. A vosotros que habéis distorsionado las enseñanzas de Dios. Vosotros que habéis transformado la congregación en un club de hipócritas. Vosotros que creéis que podéis hacer cualquier cosa y después pedir perdón.

 Y salí de ese salón dejando atrás 25 años de matrimonio, 25 años de vida en la organización, 25 años de todo lo que creía que era verdad. Mis queridos, cuando salí de ese salón del reino, no sabía a dónde ir. Por primera vez en mi vida adultaba completamente sola. No tenía una casa a la que volver. La casa donde vivía era la casa de Roberto.

 No tenía una familia que me acogiera. Toda mi familia era de la organización. No tenía amigos que me consolaran. Mis únicos amigos eran los testigos de Jehová. Caminé por las calles de piedra blanca sin rumbo, llorando, temblando, sintiendo como si el mundo se hubiera derrumbado sobre mí. La gente pasaba a mi lado y sentía que todos sabían lo que había pasado, que todos me estaban juzgando.

Recordé que tenía una pequeña cantidad ahorrada en la cuenta bancaria, dinero de mi trabajo en la tienda que siempre guardaba para emergencias. Nunca imaginé que la emergencia sería tener que salir de casa por la traición de mi marido. Fui a un pequeño hotel en el centro del pueblo, el hotel central. Era un lugar sencillo pero limpio. Cuando pedí una habitación, la recepcionista me miró con curiosidad.

Debía tener una cara horrible, con los ojos hinchados de llorar, con la ropa arrugada. “¿Cuántos días va a quedarse?”, preguntó. “No lo sé”, respondí. “No lo sé.” En esa habitación de hotel sola, enfrenté la primera noche de mi nueva vida. Era una habitación pequeña con una cama individual, una mesa, una silla y un baño diminuto.

 Nada parecido a la casa que había dejado, nada parecido a la vida que había construido. Me acosté en la cama, aún con la ropa del día, y lloré hasta no tener más lágrimas. Lloré por la traición de Roberto. Lloré por la decepción con Concepción. Lloré por la hipocresía de los ancianos. Lloré por la vida que había perdido.

 Pero, ¿sabéis lo que más dolía, mis queridos? No era ni siquiera la traición en sí. Era el descubrimiento de que todo lo que creía era mentira, que la organización que consideraba la verdad de Dios era en realidad un grupo de personas fallidas, hipócritas, que estaban más preocupadas por la reputación que por la justicia.

Había dedicado 25 años de mi vida a esa organización. Había renunciado a amistades, a oportunidades, a sueños, a deseos. Me había sometido a reglas rígidas, a una vida controlada, a una existencia limitada. ¿Y para qué? para descubrir que los líderes espirituales eran tan fallidos como cualquier persona.

 Me desperté al día siguiente con una sensación extraña. Era como si hubiera nacido de nuevo, pero no de la forma positiva que asociamos con ese término. Era como si la Marta que conocía hubiera muerto la noche anterior y una nueva Marta hubiera nacido. Una Marta que no sabía quién era, que no sabía que quería, que no sabía a dónde ir.

 Me miré en el espejo del baño y vi a una mujer de 51 años con el pelo canoso, con arrugas de expresión, con ojos cansados. Una mujer que había dedicado toda su vida a ser esposa y testigo de Jehová y que ahora no era ninguna de las dos cosas. ¿Quién era yo sin Roberto? ¿Quién era yo sin la congregación? ¿Quién era yo sin las reuniones, sin las predicaciones, sin las revistas, sin toda la rutina que definía mi existencia? Fui a desayunar a la cafetería al lado del hotel.

 Era un lugar sencillo, con algunas mesas de fórmica donde los trabajadores locales tomaban café antes de ir al trabajo. Me sentí una extraña allí, una persona fuera de su ambiente natural. Buenos días, señora, dijo el camarero. ¿Qué va a tomar? Un café con leche y una tostada, respondí y mi voz salió ronca, cansada.

 Mientras esperaba, oí las conversaciones de las otras personas. Hablaban de trabajo, de familia, de planes para el fin de semana, conversaciones normales, del día a día que no estaba acostumbrada a oír. En la congregación todas las conversaciones giraban en torno a temas espirituales, de actividades religiosas, de asuntos apropiados para cristianos.

 Después del café, volví al hotel y me di cuenta de que necesitaba tomar algunas decisiones prácticas. No podía quedarme indefinidamente en esa habitación. Necesitaba ropa, solo tenía la ropa puesta. Necesitaba dinero. La cantidad que tenía ahorrada no duraría mucho. Necesitaba un sitio donde vivir. Llamé a doña Aparición de la tienda de tejidos.

 Le conté de forma resumida que me había separado de Roberto y que necesitaba trabajar más horas para tener ingresos mayores. Marta, me dijo, puedes trabajar jornada completa si quieres. Siempre necesité más ayuda en la tienda y si quieres, hay un cuartito en la parte de atrás de la tienda que puedes usar temporalmente. Esa oferta fue como una bendición.

 Al menos tendría un sitio donde quedarme y una forma de mantenerme. No era mucho, pero era un comienzo. Antes de mudarme a la tienda, necesitaba volver a casa para algunas cosas. Era una perspectiva aterradora, enfrentar a Roberto, enfrentar los recuerdos, enfrentar la vida que estaba dejando atrás.

 Cuando llegué a casa, Roberto estaba allí sentado en el salón con una expresión de desesperación que nunca había visto antes. Marta se levantó cuando me vio. Qué bien que hayas vuelto. Necesitamos hablar. No tenemos nada de que hablar, dije yendo directa al dormitorio. Solo he venido a  mis cosas. Marta, por favor, me siguió. No tiene que ser así. Sé que me equivoqué. Sé que te hice daño, pero podemos empezar de nuevo.

 He terminado con concepción. Me he arrepentido de lo que hice. Paré de hacer la maleta y le miré. Terminaste con ella porque os pillaron, Roberto. No porque te arrepintieras. Si yo no hubiera aparecido allí, seguiríais engañándome. No es verdad, insistió. Ya estaba pensando en terminar. sabía que estaba mal, que estaba perjudicando nuestro matrimonio.

Nuestro matrimonio me reía amargamente. ¿Qué matrimonio, Roberto? Hace meses que me tratas como si fuera invisible. Hace meses que me mientes todos los días. Hace meses que estás viviendo una doble vida. Mientras hacía la maleta, Roberto siguió intentando convencerme para que me quedara.

 Marta, piensa en la congregación, piensa en lo que van a decir los hermanos, piensa en el ejemplo que estamos dando. Pensaría en eso si tú hubieras pensado antes de traicionarme. Respondí, ahora es demasiado tarde. Los ancianos dijeron que nos van a ayudar, continuó. Dijeron que podemos pasar por un proceso de recuperación espiritual. Podemos superar esto juntos. Juntos. Le miré con incredulidad.

¿Crees que después de todo esto quiero superar algo junto contigo? ¿Crees que confío en ti? Pero somos siervos de Jehová, dijo Jehová perdona. La organización perdona. Tú también puedes perdonar. Puede que Jehová perdone, dije cerrando la maleta, pero yo no perdono y sobre todo no olvido.

 Fue en ese momento cuando Roberto hizo la pregunta que esperaba. Marta, ¿realmente vas a salir de la organización? ¿Vas a abandonarla, verdad? Paré, me giré hacia él y dije algo que nunca imaginé que diría. ¿Qué verdad, Roberto? La verdad de que podéis hacer cualquier cosa y después pedir perdón. La verdad de que los ancianos están más preocupados por la reputación de la organización que por la justicia.

 La verdad de que tengo que ser sumisa incluso a la traición. No es así. dijo, “Estás dolida. Estás viendo las cosas de forma distorsionada.” Distorsionada. Cogí la maleta y me dirigí hacia la puerta. Distorsionada es una organización que enseña amor, pero practica hipocresía.

 Distorsionada es una organización que habla de familia, pero permite que las familias sean destruidas. Distorsionada es una organización que predica verdad, pero vive en la mentira. Pero siempre fuiste fiel, insistió. Siempre amaste a Jehová. Sigo amando a Jehová, dije. Solo que ya no creo que vosotros lo representéis.

 En los días siguientes, algunas hermanas de la congregación vinieron a la tienda para hablar conmigo. Intentaban convencerme para que volviera, para que perdonara a Roberto, para que no abandonara la verdad. La hermana Elena fue una de las primeras. Hermana Marta, no puedes tomar decisiones precipitadas. El está usando esta situación para alejarte de Jehová. El pregunté. El hizo que mi marido me traicionara. El hizo que los ancianos intentaran encubrirlo todo.

 No dijo, “Pero el está usando la situación para hacerte perder la fe. Mi fe no se perdió”, expliqué. Mi confianza en la organización fue lo que se perdió. Otras hermanas vinieron con argumentos similares. Todas hablaban de perdón, de misericordia, de no permitir que el orgullo me alejara de la verdad. Ninguna de ellas hablaba de justicia, de mi derecho a ser tratada con respeto, de la responsabilidad de Roberto por las consecuencias de sus actos.

 Fue durante esa primera semana cuando descubrí que la traición había sido mucho más amplia de lo que imaginaba. Hablando con doña Aparición, que conocía a todo el mundo en el pueblo, supe que hacía meses que Roberto y Concepción eran vistos juntos en lugares donde no debían estar.

 Marta me dijo, no quería contártelo porque pensé que lo sabías y estabas intentando resolverlo en casa, pero varias personas comentaron que los vieron juntos en el parque, en la heladería, incluso en un pueblo vecino. O sea, no era solo una aventura secreta, era una relación pública que todo el pueblo conocía, menos yo.

 Había sido la última en enterarme de la traición de mi propio marido. ¿Por qué nadie me lo contó? Pregunté. Ay, hija mía, suspiró. Ya sabes cómo es esto. Nadie quiere meterse en problemas de pareja y además vosotros erais muy respetados en la congregación. ¿Quién iba a tener valor para hablar mal del anciano Roberto? Ese descubrimiento fue devastador.

 Saber que había sido ridiculizada públicamente, que la gente me miraba con pena, que me veían como la esposa traicionada que no sabía nada. Fue una humillación que nunca imaginé que podría sentir. Salía a la calle y sentía que todos me miraban diferente, algunos con pena, otros con curiosidad, otros con juicio. Ahí va la mujer del anciano Roberto.

 Imaginaba que pensaban, “Pobrecita, su marido la estaba engañando desde hacía meses y ella no sabía. Era una sensación horrible, mis queridos. Era como si estuviera desnuda en la calle con todos mis fracasos expuestos para que el mundo los viera. Me sentía humillada, disminuida, ridiculizada. Pero fue en ese momento de mayor humillación cuando sentí algo que nunca había sentido antes, una fuerza interior que no sabía que tenía, una voz allá dentro de mí que decía, “No te mereces esto, no necesitas aceptar esto. Puede ser más que esto.” Me miré en el espejo

del cuartito donde estaba viviendo y me dije, “Marta, tienes 51 años. Has perdido 25 años de tu vida en una mentira. Tienes derecho a empezar de nuevo. Tienes derecho a ser feliz. Fue el primer día que no lloré desde el descubrimiento de la traición. Fue el primer día que sentí que quizás quizás podría construir una vida nueva, una vida mejor, una vida verdadera.

Es difícil hasta hoy revivir esos momentos. A veces me pregunto cómo conseguí soportar tanto. Vosotros que me estáis acompañando hasta aquí, ¿qué creéis que debería haber hecho? ¿Creéis que debería haber perdonado a Roberto? ¿Creéis que debería haber seguido en la organización? Contádmelo en los comentarios.

 Y si este vídeo os está tocando de alguna forma, si habéis pasado por algo parecido, dejad vuestro corazón aquí abajo. A veces nos sentimos solos, pero no lo estamos. Otras personas también han pasado por esto y han conseguido empezar de nuevo. Mis queridos, los primeros meses fuera de la organización fueron los más difíciles y al mismo tiempo los más liberadores de mi vida.

 Era como si estuviera aprendiendo a vivir otra vez, descubriendo partes de mí que no sabía que existían. Trabajando en la tienda de doña aparición, empecé a tener contacto con personas que nunca había conocido cuando era testigo de Jehová, clientes de todas las religiones, personas que no tenían religión ninguna, personas que vivían sus vidas de forma completamente diferente a la mía. Al principio me sentía incómoda.

 Había sido condicionada a creer que esas personas eran mundanas, que estaban perdidas, que no tenían la verdad. Pero conviviendo con ellas, descubrí que muchas eran más honestas, más cariñosas, más verdaderas que muchas personas que conocía en la congregación. Doña Aparición fue la primera persona que me mostró que era posible ser una persona buena, una persona espiritual, sin formar parte de una organización religiosa rígida.

 Creía en Dios, rezaba, ayudaba a otros, pero no se sometía a reglas que no tenían sentido para ella. Marta me dijo un día, la religión trata del amor, no del control. Si una religión te hace sufrir, si te hace sentir miedo, si te hace renunciar a tu felicidad, entonces no es de Dios. Una de las primeras cosas que hice fue comprar una radio pequeña para el cuartito donde vivía.

 Durante 25 años solo había escuchado música apropiada para cristianos, himnos del reino y algunas canciones clásicas. Música popular, música romántica, música alegre. Todo eso se consideraba mundano. Cuando encendí esa radio por primera vez y oí una canción de amor, lloré. No lloré de tristeza, lloré de alivio. Era como si una parte de mí que había estado dormida durante décadas hubiera despertado de repente.

 Empecé a descubrir cantantes como Julio Iglesias, Rafael, Rocío Jurado, música que hablaba de amor, de dolor, de vida, de humanidad. Música que tocaba el alma de una forma que los himnos del reino nunca tocaron. Una canción que me marcó mucho fue Se nos rompió el amor de Rocío Jurado.

 Escuchaba esa canción y pensaba, ¿por qué me privé de esto durante tanto tiempo? ¿Por qué creí que sentir emociones profundas era pecado? Otro descubrimiento importante fue el redescubrimiento de mi feminidad. En la organización siempre me vestía de forma muy discreta, muy apagada. colores neutros, ropa ancha, pelo siempre recogido.

 Todo para no llamar la atención, para no ser motivo de tropiezo para los hombres. Pero trabajando en una tienda de tejidos, empecé a ver otras posibilidades. Había tejidos coloridos, alegres, bonitos. Había modelos que realzaban la silueta femenina sin ser vulgares. Había colores que resaltaban la personalidad. Un día, doña aparición me dijo, “Marta, tienes una cara bonita, una sonrisa preciosa.

 ¿Por qué te escondes detrás de esa ropa sin gracia?” “Es que siempre me enseñaron que la belleza exterior no era importante.” Respondí. “¿Pero quién dijo que tienes que elegir entre belleza exterior e interior?”, preguntó. “Dios te hizo bonita por fuera y por dentro, ¿por qué no celebrarlo? Fue así como me compré mi primera ropa colorida en 25 años.

 Era un vestido azul turquesa de un tejido ligero que me quedaba precioso. Cuando me miré en el espejo, vi a una mujer que no conocía. Una mujer confiada, atractiva, viva. Aunque había salido de la organización, seguía creyendo en Dios. No podía concebir la vida sin una conexión espiritual, pero necesitaba encontrar una forma de vivir esa espiritualidad sin las ataduras de la atalaya.

Empecé a leer la Biblia sola, sin las publicaciones de la organización. Por primera vez en la vida leí las palabras de Jesús directamente, sin interpretaciones predefinidas. Y sabéis qué descubrí, que Jesús hablaba mucho más de amor, compasión y perdón que de reglas y castigos. También empecé a rezar de forma diferente, ya no las oraciones formales memorizadas que hacía en la congregación.

 Hablaba con Dios como si fuera un amigo, le contaba mis miedos, mis esperanzas, mis sueños y por primera vez sentía que Dios me escuchaba. Una oración que hice mucho en esa época fue, “Señor, muéstrame cuál es mi propósito. Muéstrame cómo puedo servirte de verdad, no a una organización, sino a ti directamente.

” Fue en diciembre de 2008, dos meses después de salir de la organización, cuando conocí a la pastora Amelia. Era una mujer de 45 años, casada, madre de dos hijos, que pastoreaba una pequeña iglesia pentecostal en el barrio donde trabajaba. Estaba pasando por delante de la iglesia un viernes por la noche cuando oí un canto diferente. No era como los himnos solemnes de la congregación, era un canto alegre, vibrante, lleno de vida.

 Me paré a escuchar y sentí una paz que no sentía desde hacía mucho tiempo. La pastora Amelia me vio en la puerta y se acercó. Buenas noches, hija mía, dijo. ¿Te gustaría entrar? No lo sé, respondí. Soy era testigo de Jehová. ¿Y ahora? Preguntó sin juicio en la voz. Ahora no sé lo que soy respondí honestamente. ¿Qué tal si lo descubres con nosotros? Sonríó.

 No hay compromiso, no hay presión, solo un lugar para buscar a Dios. Entré en esa iglesia con el corazón lleno de dudas. Estaba acostumbrada a cultos silenciosos, formales, controlados, pero encontré algo completamente diferente. Las personas cantaban con alegría, levantaban las manos, algunas lloraban, otras bailaban. Había una libertad de expresión que nunca había visto en una reunión religiosa y lo más importante, había amor genuino.

 Personas que nunca había visto en mi vida me saludaron con cariño, me abrazaron, me hicieron sentir bienvenida. No había esa frialdad formal que conocía en la congregación. Había calor humano, había acogida verdadera. La pastora Amelia predicó sobre la mujer samaritana, sobre cómo Jesús la trató con dignidad en una época en que era despreciada por la sociedad.

 Dios no mira tu pasado, dijo. Dios mira tu corazón. A Dios no le importan tus errores. A Dios le importa tu futuro. Lloré durante todo el culto. Lloré de alivio. Lloré de alegría. Lloré de liberación. Por primera vez en meses sentí que estaba en el lugar correcto, pero no todo fue fácil, mis queridos. Durante semanas luché contra la programación mental que había recibido en la organización.

 Me habían enseñado que todas las demás religiones eran falsas, que solo los testigos de Jehová tenían la verdad. Esto es solo emoción, me decía. Esto no es la verdad bíblica. Estas personas están siendo engañadas por Satanás. Te estás desviando del camino correcto. Eran voces que oía en mi cabeza. Voces de las enseñanzas que había recibido durante 25 años.

Voces que intentaban hacerme volver a la organización, volver con Roberto, volver a la vida de mentiras que había dejado. Pero cada vez que iba a la iglesia de la pastora Amelia, sentía una paz que desmentía esas voces. Veía personas siendo transformadas, personas siendo sanadas, personas siendo liberadas.

 Veía el amor de Dios en acción, no solo en palabras. Mes tras mes fui cambiando. No era solo por fuera, aunque estaba más guapa, más cuidada, más confiada. Era por dentro donde estaba ocurriendo la transformación. Estaba aprendiendo a valorarme. Estaba aprendiendo que tenía derecho a ser respetada, derecho a ser amada, derecho a ser feliz.

 Estaba aprendiendo que su misión no significaba aceptar humillación, que perdón. No significaba permitir que me hicieran daño continuamente. La pastora Amelia me ayudó mucho en ese proceso. Me enseñó que Dios me amaba exactamente como era, que no necesitaba demostrarle nada a nadie, que no necesitaba ser perfecta para ser aceptada.

 Marta me dijo un día, has pasado la vida intentando agradar a una organización que nunca se preocupó realmente por ti. ¿Qué tal si pasas el resto de tu vida intentando agradar a Dios que te ama incondicionalmente? Fue en marzo de 2009 cuando sentí por primera vez lo que la pastora Amelia llamaba llamado de Dios. Estaba rezando cuando sentí una voz interior diciéndome, “Vas a ayudar a otras mujeres que han pasado por lo que tú has pasado.” Al principio no entendí qué significaba eso.

 ¿Cómo podría ayudar a otras personas si yo misma aún me estaba reconstruyendo? ¿Cómo podría ser útil si aún estaba aprendiendo a vivir? Pero la pastora Amelia me explicó, “Marta, Dios no espera a que seas perfecta para usarte. te usa en tu imperfección, en tu humanidad, en tu experiencia. ¿Quién mejor para ayudar a una mujer traicionada que una mujer que ya ha sido traicionada? Fue así como empecé a compartir mi historia en la iglesia.

 Al principio era solo un testimonio sencillo de 5 minutos sobre cómo Dios me había liberado de una vida de mentiras. Pero después del culto, tres mujeres vinieron a hablar conmigo. Una estaba pasando por problemas similares en el matrimonio, otra estaba cuestionando su fe. La tercera estaba sufriendo por la rigidez de la religión donde congregaba.

 “Hermana Marta”, me dijo una de ellas, “gracias por tener el valor de contar tu historia. Me has dado esperanza de que yo también puedo empezar de nuevo. Fue en ese momento cuando entendí cuál era mi propósito. Dios había permitido que pasara por todo ese sufrimiento para que pudiera ayudar a otras mujeres a no perderse como me perdí yo.

 En abril de 2009 tomé la decisión que había estado posponiendo durante meses. Pedir el divorcio. Roberto aún intentaba convencerme para que volviera. Aún mandaba recados a través de personas de la congregación. Aún creía que iba a volver a la razón. Pero yo había encontrado la razón. La razón estaba en vivir una vida auténtica, en tener relaciones verdaderas, en servir a Dios de forma genuina, no a través de una organización controladora.

 El proceso de divorcio fue doloroso, pero necesario. Roberto intentó dificultarlo todo. Usó abogados de la organización. Intentó demostrar que yo había abandonado el hogar injustificadamente, pero yo tenía pruebas de la traición, tenía testigos, tenía la verdad de mi parte. La congregación, como esperaba, me desasició oficialmente. Recibí una carta formal diciendo que estaba siendo expulsada.

 por abandonar la organización de Jehová y por causar división en la congregación. Esa carta que debería haberme puesto triste, en realidad me trajo alivio. Era el cierre oficial de un capítulo de mi vida. Ya no necesitaba fingir. Ya no necesitaba preocuparme por lo que pensaran los ancianos.

 Ya no necesitaba vivir según reglas que no tenían sentido para mí. Algunas personas del pueblo me evitaban en la calle, otras me miraban con curiosidad, pero muchas, principalmente mujeres, venían a hablar conmigo discretamente, queriendo saber cómo había tenido valor para empezar de nuevo.

 Fue en ese periodo cuando descubrí lo que era la verdadera amistad, no las amistades condicionales que tenía en la congregación basadas en principios religiosos y comportamientos aprobados. sino amistades genuinas basadas en afecto, respeto y cariño verdadero. Doña Aparición se convirtió en una amiga de verdad. La pastora Amelia se convirtió en una mentora espiritual. Las mujeres de la iglesia se convirtieron en hermanas en el sentido más profundo de la palabra.

 Tenía una red de apoyo que nunca había tenido en la congregación. personas que se preocupaban por mí por lo que era, no por lo que hacía o dejaba de hacer. Personas que me amaban en mis imperfecciones, que me apoyaban en mis momentos difíciles, que celebraban conmigo mis victorias. Mis queridos, la sanación interior es un proceso largo y doloroso. No ocurre de un día para otro.

No es como tomar una medicina y curarse. Es como cuidar una herida profunda que necesita tiempo, cuidado y paciencia para sanar. Tuve que aprender a confiar otra vez. Tuve que aprender a amar otra vez. Tuve que aprender a creer otra vez. Tuve que aprender a perdonarme por haber aceptado una vida que no me hacía feliz durante tanto tiempo, pero sobre todo tuve que aprender a conocerme.

 ¿Quién era Marta sin Roberto? ¿Quién era Marta sin la organización? ¿Quién era Marta libre para ser ella misma? Descubrí que era una mujer fuerte, valiente, resistente. Descubrí que tenía opiniones propias, sueños propios, deseos propios. Descubrí que era capaz de empezar de nuevo, de reinventarme, de construir una vida mejor.

 La pastora Amelia empezó a orientarme sobre el ministerio, me enseñó sobre teología, sobre liderazgo, sobre cómo ayudar a personas que están sufriendo. Me preparó para ser no solo una creyente, sino una sierva de Dios en el sentido más amplio. Marta me dijo, Dios te ha llamado para ser pastora. No porque seas perfecta, sino porque conoces el dolor, no porque tengas todas las respuestas, sino porque has hecho las preguntas correctas.

 Empecé a estudiar la Biblia de forma más profunda, a entender los contextos históricos, la interpretación de los textos, la aplicación práctica de las enseñanzas. Era un estudio completamente diferente al que hacía en la organización. Era un estudio libre, cuestionador, transformador. Fue en octubre de 2010, 2 años después de salir de la organización, cuando fui ordenada pastora.

 La ceremonia fue sencilla, pero profundamente significativa. Estaba allí una mujer de 53 años que había perdido todo, pero que había encontrado su verdadero propósito. La pastora Amelia fue quien me ordenó junto con otros pastores de la región.

 Cuando puso las manos sobre mi cabeza y rezó, sentí una presencia divina que nunca había sentido en 25 años en la congregación. Señor, rezó, bendice a esta mujer que el Señor ha llamado para ser pastora. Usa sus heridas para sanar otras heridas. Usa su experiencia para liberar a otras mujeres. Usa su vida para glorificar tu nombre.

 Cuando terminé de recibir la ordenación, miré a las personas que estaban allí. Doña Aparición, las hermanas de la Iglesia, amigos que había hecho en esta nueva jornada y sentí una gratitud profunda. Había encontrado mi verdadera familia. Con la ayuda de la pastora Amelia y de algunos hermanos de la denominación, abrí una pequeña iglesia en el barrio San José, en una casa alquilada que conseguimos adaptar. No era nada lujoso.

Bancos sencillos, un púlpito de madera, una decoración básica, pero era mío, era nuestro. Era un lugar donde podíamos adorar a Dios libremente. La primera reunión tuvo 15 personas, la segunda tuvo 20, la tercera tuvo 25. En 6 meses teníamos 50 personas asistiendo regularmente.

 ¿Y sabéis por qué? Porque las personas sentían el amor genuino, sentían la libertad, sentían que podían ser ellas mismas allí. Muchas de las mujeres que frecuentaban la iglesia habían pasado por situaciones similares a la mía. Mujeres traicionadas, mujeres rechazadas, mujeres que habían perdido la fe, mujeres que estaban empezando de nuevo.

 Mi ministerio se especializó en restauración, restauración de matrimonios que podían salvarse, restauración de mujeres que habían sido quebradas, restauración de familias que estaban destruidas. Creamos un grupo de apoyo para mujeres que habían sido traicionadas. Nos reuníamos todos los miércoles por la noche para conversar, rezar, estudiar la Biblia y principalmente para apoyarnos mutuamente. Hermanas, siempre les decía, lo que os ha pasado no define quiénes sois.

 No sois víctimas, sois supervivientes, no sois fracasadas, sois victoriosas, no sois rechazadas, sois amadas por Dios. Mis queridos, no tengo palabras para describir la alegría que sentía cuando veía vidas siendo transformadas. Mujeres que llegaban quebradas, humilladas, sin esperanza y salían restauradas, confiadas, llenas de propósito.

 La hermana Juana llegó a la iglesia después de descubrir que su marido la engañaba desde hacía 10 años. Estaba devastada, sin ganas de vivir, sin fe en Dios. Hoy es una de las líderes de la iglesia. se casó otra vez con un hombre maravilloso y ayuda a otras mujeres a recuperarse. La hermana Claudia salió de una denominación rígida donde le prohibían usar pantalones, cortarse el pelo, expresar sus opiniones.

 Hoy es una mujer libre, feliz, que sirve a Dios con alegría, no por miedo. La hermana Regina tenía depresión severa después de 20 años en un matrimonio abusivo. Hoy es una empresaria de éxito, una mujer independiente que ayuda a otras mujeres a salir de relaciones tóxicas. Una de las cosas más difíciles de salir de la organización fue el corte de relaciones familiares.

 Mi hermana, mis primos, mis sobrinos, todos eran testigos de Jehová y fueron orientados a evitarme. Pero en 2012, mi hermana menor, Celia vino a buscarme. Estaba pasando por problemas en el matrimonio y necesitaba a alguien con quien hablar. Marta me dijo, “Sé que no debería estar aquí, pero te necesito.

 Eres la única persona que conozco que tuvo valor para empezar de nuevo. Hablamos durante horas.” Le conté mi historia completa sin omitir nada. Lloró, se emocionó y al final dijo, “Marta, admiro tu valor. Yo nunca tendría esa fuerza.” “¿La tienes?”, le dije. Todas la tenemos. Solo necesitamos descubrirla. Con el crecimiento de la iglesia empezamos a expandir nuestro ministerio.

 Creamos un programa de radio semanal donde hablaba sobre restauración, sobre empezar de nuevo, sobre la libertad que hay en Cristo. Creamos también un curso de capacitación para mujeres que querían convertirse en líderes espirituales. Enseñábamos sobre liderazgo, sobre teología, sobre cómo aconsejar a personas que están sufriendo.

 Organizamos seminarios sobre relaciones, sobre familia, sobre espiritualidad sana. Venía gente de pueblos vecinos para participar porque era un ministerio único en la región. Mis queridos, una de las preguntas que más me hacen es, pastora Marta, ¿ha perdonado usted a Roberto? Y siempre respondo, sí, he perdonado. Pero perdonar no significa olvidar y no significa volver.

El perdón fue un proceso largo y doloroso. Tuve que perdonar no solo a Roberto, sino también a Concepción, a los ancianos que intentaron encubrirlo todo, a la organización que me controló durante tanto tiempo. Pero el perdón no fue por ellos, fue por mí. Perdoné para liberarme del rencor, de la amargura, de la rabia que me estaba consumiendo.

 Perdoné para poder seguir adelante, para poder amar otra vez, para poder ser feliz. En 2013 conocí a Juan, un hombre viudo de 58 años que frecuentaba nuestra iglesia. Había perdido a su esposa por cáncer dos años antes y también se estaba reconstruyendo. Juan era todo lo que Roberto no era. Cariñoso, atento, respetuoso, honesto.

Me trataba como a una princesa, me valoraba, me apoyaba en el ministerio. Nos casamos en 2014 en una ceremonia preciosa en la iglesia. Llevaba un vestido blanco porque era nueva otra vez, porque había renacido, porque merecía celebrar mi nueva vida. Nuestro matrimonio es una sociedad verdadera. Él me ayuda en el ministerio.

 Yo le apoyo en sus proyectos. Hablamos de todo. No tenemos secretos, no tenemos mentiras. Es un matrimonio basado en el amor, en el respeto, en la confianza. Además del ministerio, también me realicé profesionalmente. Abrí una tienda de ropa evangélica que se convirtió en un éxito en la región.

 No es solo una tienda, es también un ministerio, porque muchas mujeres vienen allí a buscar no solo ropa, sino consejos, oración, apoyo. Escribí un libro llamado Libertad para empezar de nuevo, donde cuento mi historia completa y doy orientaciones para mujeres que están pasando por situaciones similares. El libro fue bien recibido y ha ayudado a muchas personas.

 Doy charlas en iglesias, en grupos de mujeres, en seminarios, compartiendo mi experiencia y mostrando que es posible empezar de nuevo. No importa la edad, no importa la situación. Mis queridos, hoy puedo decir que soy una mujer plena, no perfecta, pero plena. No porque no tenga problemas, sino porque tengo paz. No porque tenga todas las respuestas, sino porque tengo fe. Mi espiritualidad hoy es libre.

auténtica, genuina. Sirvo a Dios por amor, no por miedo. Rezo porque quiero hablar con él, no porque sea obligación. Leo la Biblia porque me alimenta, no porque sea regla. Tengo una relación personal con Jesucristo que nunca tuve en la organización. Él es mi amigo, mi consolador, mi guía. Me ama como soy, no como debería ser.

Puede parecer extraño, pero hoy estoy agradecida por el sufrimiento que pasé. No porque fuera bueno, sino porque fue necesario, no porque me gustara, sino porque crecí. Si no hubiera descubierto la traición de Roberto, habría seguido viviendo una mentira. Si no hubiera salido de la organización, nunca habría descubierto mi verdadero propósito.

 Si no hubiera pasado por todo ese dolor, nunca podría ayudar a otras mujeres a superar el suyo. Dios usó lo que era para destruirme, para construirme. Usó lo que era para humillarme, para honrarme. Usó lo que era para quebrarme para fortalecerme. Mis queridos, si pudiera resumir en pocas palabras lo que aprendí en esta jornada, diría: “La verdad libera, el amor restaura y Dios siempre tiene un plan mejor para nosotros.

” Aprendí que no debemos tener miedo de cuestionar, de buscar, de descubrir. La verdad no teme al cuestionamiento. Si una religión o una organización no te permite hacer preguntas, desconfía. Dios no tiene miedo de tus dudas. Aprendí que el amor verdadero no controla, no limita, no disminuye.

 El amor verdadero libera, engrandece, dignifica. Si una relación te hace sentir pequeña, si te hace renunciar a quién eres, entonces no es amor. Aprendí que nunca es tarde para empezar de nuevo. Tenía 51 años cuando comencé mi nueva vida. Hoy, a los 68 soy más feliz que nunca. La edad no es límite para la felicidad.

 La experiencia no es barrera para los sueños. Si pudiera volver atrás en el tiempo, hay algunas cosas que haría diferente. Primero, habría cuestionado más, habría hecho más preguntas, habría investigado más, habría confiado más en mi intuición. Segundo, me habría valorado más a mí misma. No habría aceptado ser tratada como invisible.

 No habría permitido que mis necesidades fueran ignoradas. No habría renunciado a mi individualidad. Tercero, habría buscado ayuda antes. No habría intentado resolver todo sola. No habría guardado mis sufrimientos para mí. No me habría aislado tanto, pero también sé que cada persona tiene su tiempo, su jornada, su proceso.

 Quizás necesitaba pasar por todo aquello para llegar donde llegué. Quizás el dolor era necesario para la sanación, el quebrantamiento era necesario para la restauración. Para vosotros que me estáis viendo y que quizás estéis pasando por algo similar, quiero dejaros algunos consejos. Primero, confiad en vuestra intuición.

Si algo no está bien, probablemente no lo esté. No ignoréis las señales. No disculpéis lo imperdonable. No normalicéis lo que no es normal. Segundo, no tengáis miedo de buscar la verdad. Es mejor una verdad dolorosa que una mentira cómoda. Es mejor saber y poder tomar decisiones que vivir en la ignorancia.

 Tercero, no os sintáis culpables por lo que ha pasado. La traición es responsabilidad de quien traiciona, no de quien es traicionado. No sois culpables por no haber sido suficientes. No sois culpables por haber confiado. Cuarto, no tengáis miedo de empezar de nuevo.

 No importa la edad, no importa la situación, no importa lo que hayáis perdido. Es posible construir una vida nueva, una vida mejor, una vida más auténtica. Quinto, buscad ayuda. No intentéis resolver todo solas. Buscad amigas, familiares, profesionales, líderes espirituales. Rodearos de personas que os amen y os apoyen. Hoy mi filosofía de vida es simple. Vivir en la verdad, amar sin miedo, servir con alegría.

 Vivir en la verdad significa no aceptar mentiras, no vivir de apariencias, no fingir ser lo que no soy. Significa ser auténtica, genuina, transparente. Amar miedo significa no tener miedo de entregarme, de confiar, de ser vulnerable. Significa no permitir que las heridas del pasado me impidan vivir el presente.

 Servir con alegría significa usar mi vida para ayudar a otros, para hacer la diferencia, para glorificar a Dios. Significa no vivir solo para mí, sino para un propósito mayor. Sobre la organización de los testigos de Jehová, no tengo rencor. Tengo compasión por las personas que aún están allí, que aún viven bajo ese control, que aún creen que aquello es la verdad.

 Rezo por ellas, especialmente por las mujeres que están sufriendo en silencio, que están siendo controladas, que están siendo disminuidas. Rezo para que tengan valor para cuestionar, para buscar, para descubrir que hay un mundo más grande ahí fuera. No estoy diciendo que todos los testigos de Jehová sean infelices o que todas las relaciones allí sean tóxicas.

 Estoy diciendo que el sistema permite e incluso fomenta estos comportamientos porque prioriza la organización sobre el individuo. El perdón no fue un evento, fue un proceso. No me desperté un día y dije, “Ya está, he perdonado.” Fue un trabajo diario, una elección constante, una decisión renovada. Perdonar a Roberto fue difícil, pero necesario.

Perdonar a Concepción fue doloroso, pero liberador. Perdonar a los ancianos fue costoso, pero transformador. Pero el perdón más difícil fue perdonarme a mí misma. Perdonarme por haber aceptado ser tratada mal, por haber permitido que me controlaran, por haber renunciado a mi individualidad. Hoy entiendo que el perdón no trata sobre la persona que nos hizo daño, trata sobre nosotras mismas.

 Trata sobre liberarnos de la prisión del rencor, de la amargura, de la rabia. Mis queridos, hoy estoy agradecida por toda mi jornada, por las alegrías y las tristezas, por las victorias y las derrotas, por los aciertos y los errores. Estoy agradecida por la traición, porque me mostró que era más fuerte de lo que imaginaba.

 Estoy agradecida por la salida de la organización porque me liberó para ser quien realmente soy. Estoy agradecida por el sufrimiento, porque me enseñó a tener compasión por otros. Estoy agradecida por Juan, que me mostró que el amor verdadero existe. Estoy agradecida por la Iglesia que me dio un propósito. Estoy agradecida por el ministerio que me permite ayudar a otras personas. Estoy agradecida por vosotros que me estáis viendo, que me estáis permitiendo compartir mi historia.

 No sabéis lo que esto significa para mí. Mi futuro está lleno de esperanza. Pretendo continuar en el ministerio mientras Dios me dé fuerzas. Pretendo seguir ayudando a mujeres que necesitan apoyo, orientación, un hombro amigo. Pretendo escribir más libros, dar más charlas, expandir el ministerio.

 Quiero que mi historia llegue al mayor número posible de personas para que sepan que es posible empezar de nuevo, que es posible ser feliz. Pretendo disfrutar mi vida con Juan, viajar, conocer lugares nuevos, vivir las experiencias que no viví durante los 25 años en la organización. Pretendo ser una abuela adoptiva para los jóvenes de la iglesia, una mentora para las líderes que están surgiendo, una referencia para las mujeres que están comenzando su jornada, pero principalmente pretendo seguir creciendo, aprendiendo, transformándome, porque la vida es una jornada de crecimiento constante y no quiero parar nunca. Mis queridos, si habéis llegado

hasta aquí es porque esta historia os ha tocado de alguna forma. Quizás os habéis identificado con alguna parte. Quizás conocéis a alguien que ha pasado por esto o quizás simplemente os habéis emocionado con la jornada de una mujer que decidió empezar de nuevo. Quiero que sepáis que no importa por lo que estéis pasando, no importa lo difícil que sea la situación, no importa lo imposible que parezca la solución, siempre hay esperanza, siempre hay posibilidad de empezar de nuevo, siempre hay un futuro mejor esperándoos. Dios tiene un plan maravilloso para

vuestras vidas. Puede que no lo veáis ahora, puede que no lo entendáis ahora, pero confiad. Él sabe lo que está haciendo. Él sabe lo que es mejor para vosotros. Quiero agradecer a todos vosotros que habéis visto hasta aquí, que me habéis dado la oportunidad de compartir mi historia. No sabéis lo que esto significa para mí.

Quiero agradecer especialmente a esas mujeres que me escriben, que me buscan, que comparten sus historias conmigo. Vosotras sois la razón por la cual sigo contando mi historia. Quiero agradecer también a los hombres que ven, que respetan, que entienden la importancia de tratar a sus esposas con amor y dignidad.

Vosotros sois ejemplo para otros hombres. Si estáis pasando por una situación similar, si necesitáis ayuda, orientación, una palabra de consuelo, estoy aquí. Podéis buscarme a través de la iglesia, a través de las redes sociales, a través de los contactos que dejo en los vídeos. No lo afrontéis solas. No intentéis resolver todo solas.

Buscad ayuda, buscad apoyo, buscad personas que os amen y os apoyen. Y sobre todo, no os rindáis. No os rindáis con vosotras mismas. No os rindáis con vuestros sueños. No os rindáis con la posibilidad de ser felices. Merecéis ser felices. Merecéis ser amadas. Merecéis empezar de nuevo. Que Dios bendiga la vida de cada uno de vosotros. Que él sane las heridas.

Que él restaure los sueños. Que él renueve las esperanzas, que él dé fuerza a quienes están sufriendo, sabiduría a quienes están decidiendo, valor a quienes están empezando de nuevo, que él proteja los hogares, que él bendiga los matrimonios, que él fortalezca las familias y que él use la historia de esta abuelita para tocar corazones, para transformar vidas, para glorificar su nombre. Gracias por acompañarme en esta jornada.

Gracias por permitirme compartir con vosotros la historia más difícil y más bonita de mi vida.