Siento como el cuchillo se resbala de mis manos temblorosas. Veo su cuerpo inmóvil en el suelo de la cocina y lo único que pienso es, “Por fin voy a poder dormir en paz.” ¿Crees que soy un monstruo por haber pensado eso mientras veía a mi madre muerta? Porque yo ya no sé qué pensar de mí mismo.
Hola, soy K y tengo 19 años. Acabo de salir de un centro de menores después de cumplir dos años por, bueno, por la muerte de mi madre. Sé que suena terrible. Sé que probablemente ya me estás juzgando, pero necesito contar esta historia porque llevo dos años guardándome esto y ya no puedo más.
Necesito que alguien entienda lo que realmente pasó esa noche porque lo que dijeron en el juicio no fue toda la verdad. Hay cosas que nunca pude explicar bien, cosas que los adultos no quisieron escuchar de un adolescente problemático. Esta historia es controversia pura. Es algo que va a dividir opiniones, pero es mi verdad contarla completa sin filtros. Porque durante todo este tiempo he cargado con una culpa que no sé si realmente merezco.
Todo empezó cuando yo tenía 12 años. Mi papá se largó un día cualquiera, sin explicaciones, sin despedidas. solo dejó una nota que decía, “No puedo más con esto.” Mi mamá, Adriana, se desmoronó completamente. Antes de que se fuera mi papá, ella era una mujer normal, trabajaba en una oficina, se reía mucho, me ayudaba con la tarea, pero después de que él se fue, se convirtió en alguien completamente diferente.
Al principio intenté ser el hombre de la casa, como me habían enseñado. Tenía 12 años, pero ya estaba haciendo la compra, cocinando, limpiando. mientras ella se quedaba tirada en el sofá viendo telenovelas y tomando cerveza desde las 10 de la mañana. “Es solo una etapa”, me decía yo mismo. “Mamá va a volver a ser como antes.” Pero no volvió. Cada mes que pasaba empeoraba más.

La cerveza se convirtió en whisky. El whisky se convirtió en bodka. Y cuando eso ya no le bastaba, aparecieron las pastillas. No sé ni de dónde la sacaba, pero siempre tenía frascos llenos de cosas que la ponían rara, que la hacían comportarse de maneras que me daban miedo.
En la escuela era el niño callado, el que siempre tenía ojeras, el que se quedaba dormido en clase porque en casa no podía descansar. Los maestros pensaban que era flojera, pero ¿cómo iba a dormir si mi mamá se ponía a gritar en mitad de la noche, a romper cosas, a llorar como si el mundo se fuera a acabar? Los primeros golpes llegaron cuando tenía 13 años.
Me acuerdo perfecto porque fue el día de mi cumpleaños. Había llegado de la escuela esperando que al menos se acordara, pero estaba tirada en el sofá, perdida, con los ojos vidriosos. Le dije, “Mamá, hoy cumplo 13.” Y ella me miró como si fuera un extraño.
Luego me gritó que dejara de molestar, que no tenía dinero para celebraciones estúpidas, que por mi culpa mi papá se había ido. Cuando le dije que eso no era verdad, me dio la primera bofetada. No fue fuerte, pero me dolió más el alma que la cara. No me contradigas, mocoso”, me dijo. Esa noche lloré hasta quedarme dormido, pero todavía tenía esperanza de que era solo el alcohol hablando.
Pero los golpes se volvieron rutina. Si no limpiaba bien, golpe. Si llegaba tarde de la escuela, golpe. Si le preguntaba si había comida, golpe. Si no le preguntaba nada, golpe por indiferente. No había manera de ganar con ella. A los 14 años, mi mamá conoció a Damián, un tipo de unos 35 años, flaco, siempre sucio, con tatuajes en las manos y una sonrisa que me daba escalofríos.
Vendía droga y siempre andaba con dinero en efectivo, cosa que a mi mamá le encantó. De repente teníamos comida en la casa, pero a cambio él se quedaba a dormir, traía a sus amigos, convertía nuestra casa en su guarida. Damián no me pegaba, pero era peor. Me miraba de una manera que me hacía sentir sucio. Me decía cosas como, “Ya estás creciendo, chamaco.” O, “Pronto vas a ser todo un hombrecito.
” Mi mamá actuaba como si no se diera cuenta, o tal vez sí se daba cuenta y no le importaba con tal de que él siguiera pagando la renta. Los amigos de Damián eran igual de asquerosos. Se sentaban en mi sala, fumaban cosas que hacían que la casa oliera horrible, hablaban de mujeres de maneras que me daban asco.
Y siempre había uno que otro que me veía raro. Yo trataba de encerrarme en mi cuarto cuando llegaban, pero las paredes eran delgadas y escuchaba todo, sus risas, sus comentarios, sus planes. Mi mamá cada vez estaba más perdida. Damián le daba pastillas y ella las tomaba sin preguntar qué eran.
Hubo noches en las que la encontré desmayada en el baño baboseando, con los ojos en blanco. La primera vez me asusté y pensé que se iba a morir, pero después ya era normal. La arrastraba hasta su cama y la dejaba ahí. En la escuela las cosas tampoco iban bien. Mis calificaciones bajaron porque no podía concentrarme.
Siempre estaba pensando en lo que estaría pasando en casa. Los maestros mandaban llamar a mi mamá para hablar de mi bajo rendimiento, pero ella nunca iba. Una vez fui yo a una junta de padres y les dije que mi mamá estaba enferma. La maestra me preguntó de qué y yo no supe qué decir.
¿Tu mamá está bien en casa? Me preguntó la psicóloga de la escuela un día. Yo tenía 15 años y ya había aprendido que los adultos no resuelven nada, solo complican las cosas. Sí, está bien, le mentí. Porque, ¿qué iba a decir? ¿Que mi mamá era adicta, que vivíamos con un dealer, que me daba miedo llegar a casa. Nadie me hubiera creído de todas maneras. Mi mamá era muy buena fingiendo cuando tenía que hacerlo.
Cuando llegaba alguien de gobierno o algún vecino preguntón, se arreglaba, se ponía perfume para tapar el olor a alcohol, sonreía y actuaba como la madre perfecta. K es un niño maravilloso, decía. Solo está pasando por una etapa rebelde normal de su edad. Rebelde, esa palabra me daba risa. Yo nunca fui rebelde.
Yo solo estaba tratando de sobrevivir, tratando de no llamar la atención, de no causar problemas, de mantener la casa funcionando mientras ella se destruía poco a poco. Cuando cumplí 16, Damián se fue. Nunca supe por qué, simplemente un día ya no estaba. Pensé que las cosas iban a mejorar, que mi mamá iba a reaccionar, pero fue peor. Sin su proveedor de drogas y dinero, se volvió más violenta, más desesperada. Empezó a atraer a otros tipos.
Cada uno peor que el anterior. Había uno que se llamaba Ricardo, que siempre andaba borracho y que una vez trató de pegarme porque no le gustó como lo miré. Mi mamá lo defendió a él. “No provoques a Ricardo”, me dijo. Como si fuera mi culpa que ese imbécil fuera un animal. Había otro, Sergio, que siempre andaba contando dinero en la mesa de la cocina como si fuera su casa.
Una vez me pilló viendo y me amenazó. Si le dices a alguien lo que viste, te va a ir muy mal, chamaco. Yo tenía 16 años y ya había aprendido que no tenía a nadie que me protegiera, pero el peor de todos era Arturo. Llegó cuando yo estaba por cumplir 17 años. Era un tipo grande de unos 40 años, calvo, con una barba gris y manos enormes.
Mi mamá estaba loca por él porque le daba más dinero que los otros, le traía regalos, la trataba como una reina, según ella. Arturo me odiaba desde el primer día. Decía que yo era un estorbo, que mi mamá tenía que elegir entre él y yo, que ya estaba muy grandecito para estar pegado a las faldas de mi madre. Mi mamá siempre lo defendía. Cael, Arturo tiene razón. Ya estás muy grande, tienes que empezar a ser independiente”, me decía.
Independiente a los 17 años, sin trabajo, sin dinero, sin haber terminado la preparatoria. Pero eso no le importaba. Lo que le importaba era no perder a su nuevo proveedor de drogas y dinero. Las cosas con Arturo escalaron rápido. Empezó con empujones accidentales, luego comentarios sobre mi apariencia, sobre cómo era raro que un adolescente de mi edad no tuviera novia. Mi mamá se reía cuando él hacía esos comentarios como si fuera gracioso.
Una noche escuché una conversación entre ellos que me heló la sangre. Estaban en la cocina borrachos y Arturo le estaba diciendo, “Ese chamaco tiene que aprender a respetar, Adriana. Déjamelo a mí una noche y te aseguro que va a entender quién manda aquí.” Mi mamá se rió. se rió como si fuera un chiste. “Ay, Arturo, no seas malo con mi niño”, le dijo. Pero no sonaba como si realmente le preocupara.
Esa noche no pude dormir. Me quedé despierto con una silla contra la puerta de mi cuarto esperando. No pasó nada esa vez, pero ya sabía que era cuestión de tiempo. Y entonces llegó esa [ __ ] noche. La noche que cambió todo, la noche que me persigue desde hace 2 años, la noche que me convirtió en lo que soy ahora.
Era viernes. Recuerdo que era viernes porque no tenía que ir a la escuela al día siguiente, así que pensé que podía quedarme despierto leyendo para no escuchar los gritos y la música de Arturo y mi mamá. Pero esa noche fue diferente. Los dos estaban más borrachos de lo normal, más agresivos. Escuché platos rompiéndose. Escuché a mi mamá llorando. Escuché la voz de Arturo cada vez más fuerte, más amenazante.
Pero eso ya era normal, así que traté de ignorarlo hasta que escuché mi nombre. “Kael, ven acá!”, gritaba mi mamá desde la sala. Su voz sonaba rara, como si tuviera la lengua dormida. Tu mamá te está hablando, mocoso”, gritó Arturo. No quería salir. Algo me decía que esa noche era diferente, que algo malo iba a pasar, pero sabía que si no iba, las cosas iban a ser peores después. Así que salí de mi cuarto. La escena que vi me va a perseguir toda la vida.
Mi mamá estaba tirada en el sofá con la blusa abierta, con los ojos perdidos, balbuceando cosas sin sentido. Arturo estaba sentado junto a ella, pero me estaba viendo a mí con esa sonrisa que tanto odiaba. “Ven acá, chamaco”, me dijo, palmeando su pierna como si fuera un perro. “Tu mami y yo estábamos platicando de ti. No me moví.
Algo dentro de mí me gritaba que corriera, que me encerrara, que hiciera cualquier cosa menos acercarme. Pero no había a dónde ir. Esa era mi casa, mi realidad. Que vengas acá, gritó Arturo y su voz ya no sonaba juguetona, sonaba peligrosa. Lo que pasó después, lo que pasó después es lo que nadie quiere escuchar en un juicio, lo que nadie quiere creer cuando viene de un adolescente problemático acusado de matar a su madre.
Pero ustedes me van a escuchar hasta el final porque esta historia apenas está empezando y lo que viene después va a cambiarles toda la perspectiva de lo que realmente pasó esa noche. Recuerdo que cuando era niño, mi mamá siempre me decía que confiara en los adultos, que ellos siempre iban a protegerme, que nunca me iban a hacer daño. Qué mentira más grande.
Los adultos son los que más daño hacen, sobre todo cuando saben que nadie les va a creer a los niños. Cuando Arturo me dijo que me acercara esa noche, yo ya sabía que algo terrible iba a pasar. Lo había estado sintiendo durante semanas, esa tensión en el aire, esa manera en que me miraba, esos comentarios que hacía.
Pero una cosa es presentir el peligro y otra cosa es estar preparado para enfrentarlo. Me acerqué lentamente con las manos temblando. Mi mamá seguía tirada en el sofá, balbuceando cosas sin sentido, completamente ida. Arturo me agarró del brazo con esas manos enormes y me jaló hacia él. Su aliento olía alcohol barato y cigarros.
“¿Sabes qué, chamaco?”, me susurró al oído. “Tu mami me contó que ya tienes 17 años, que ya eres un hombrecito, pero yo creo que todavía te falta aprender algunas cosas importantes sobre la vida. Traté de soltarme, pero me tenía agarrado muy fuerte. Suéltame”, le dije. Pero mi voz sonaba débil, como la de un niño asustado, no como la de alguien de 17 años. Se rió.
Se rió de mi miedo, de mi debilidad. No seas tímido, muchacho. Tu mamá ya me dio permiso de enseñarte un par de cosas. Miré a mi mamá esperando que reaccionara, que me defendiera, que hiciera algo, pero ella solo se rió también con esa risa pastosa y perdida que tenía cuando estaba muy drogada. Ay, Arturo, no molestes al niño,”, dijo, pero se seguía riendo. No estoy molestando a nadie, Adriana.
Solo le voy a enseñar cómo es el mundo real, ¿verdad, chamaco? Su mano empezó a moverse por mi brazo subiendo hacia mi hombro. Yo me puse rígido, sintiendo una náusea horrible subiendo por mi garganta. “¡No”, susurré. “Por favor, “No, por favor, no.” “¿Qué?”, me preguntó fingiendo inocencia. Relájate, muchacho, no va a pasar nada que no quieras que pase. Pero yo sabía que era mentira.
En sus ojos veía algo oscuro, algo enfermo, algo que me daba más miedo del que había sentido en toda mi vida. Y lo peor de todo es que mi mamá estaba ahí viendo todo y no hacía nada para detenerlo. “Mamá”, le dije con lágrimas en los ojos, “por favor, dile que pare.” Ella me miró con esos ojos vidriosos y se rió otra vez. Ay, K, no seas dramático.
Arturo solo quiere ser tu amigo. Siempre andas de malhumorado con él. Amigo, llamó a eso ser amigo. Arturo aprovechó que yo estaba distraído viendo a mi mamá y me jaló más fuerte hacia él. Su otra mano se puso en mi pierna y empezó a subir lentamente. Yo me paralicé. Literalmente, no podía moverme como si mi cuerpo ya no me perteneciera. Eres muy guapo, ¿sabes?, me susurró.
Apuesto a que las niñas de tu escuela andan locas por ti, pero te faltan algunos conocimientos básicos, chamaco, y yo te los voy a dar. Esa fue la gota que derramó el vaso. Algo dentro de mí se rompió. Algo que había estado aguantando durante años de maltrato, de humillaciones, de abandono.
Me solté de su agarre de un jalón y salí corriendo hacia mi cuarto. Cobarde, me gritó. Regresa acá. No he terminado contigo. Me encerré en mi cuarto y puse la silla contra la puerta, temblando como una hoja. Podía escuchar sus pasos en el pasillo, su respiración pesada del otro lado de mi puerta. “Ábreme, chamaco,” decía con voz aparentemente calmada.
“No seas infantil, solo queremos hablar contigo.” Queremos. Mi mamá también estaba ahí. Escuché su voz pastosa. “Abre la puerta, mi hijo. No pasa nada malo. Arturo solo quiere conocerte mejor. No podía creer lo que estaba escuchando. Mi propia madre tratando de convencerme de salir para que ese animal pudiera.
Ni siquiera quiero pensar en lo que quería hacer. Estuvieron como media hora golpeando la puerta, gritando, amenazando. Arturo decía que si no salía iba a tumbar la puerta. Mi mamá decía que estaba siendo un niño berrinchudo, que Arturo se iba a enojar y se iba a ir para siempre. Como si eso fuera algo malo. Finalmente se fueron.
Escuché que se metieron a la recámara de mi mamá y cerraron la puerta, pero yo no pude dormir en toda la noche. Me quedé despierto, escuchando cada ruido, esperando que en cualquier momento vinieran por mí. Al día siguiente, Arturo actuó como si no hubiera pasado nada. Estaba desayunando en mi cocina, leyendo el periódico, silvando como si fuera su casa.
Cuando me vio, me sonrió con esa sonrisa que me daba asco. Buenos días, chamaco. ¿Dormiste bien? No le contesté. Agarré una manzana y me dirigí hacia la puerta. Cael, me gritó mi mamá desde su recámara. Saluda a Arturo. No seas grosero. Buenos días, murmuré sin mirarlo. Así está mejor, dijo él.
Veo que ya entendiste cómo funcionan las cosas aquí. Esa frase me dio escalofríos. Como si hubiera ganado algo, como si yo hubiera aceptado algo que ni siquiera entendía completamente. En la escuela no me pude concentrar en nada. Mis amigos me preguntaban qué me pasaba, por qué andaba tan raro, pero cómo les iba a explicar, cómo les iba a decir que mi mamá había estado de acuerdo en que un tipo me hiciera eso? Mi mejor amiga en ese tiempo era Valeria.
Era la única persona que sabía algo de lo que pasaba en mi casa, aunque no sabía todo. Le había contado que mi mamá tomaba mucho, que había hombres extraños siempre en la casa, pero nunca le había dicho sobre los golpes, sobre las amenazas, sobre lo de anoche. “Kyel, está superpálido, me dijo durante el recreo.
¿Qué tienes?” Valeria era una niña bonita de mi edad, que siempre me trataba bien, que siempre me escuchaba sin juzgar. Venía de una familia normal con papás que la querían, que la protegían. No entendía cómo era vivir en mi mundo. Nada, le dije. Solo estoy cansado. Seguro. Parece que has visto un fantasma. Si supiera que había visto algo peor que un fantasma.
Esa tarde no quería regresar a casa. Me quedé en un parque cerca de la escuela hasta que ya estaba oscuro, esperando que tal vez Arturo se hubiera ido. Pero cuando llegué, su carro seguía ahí. Entré por la puerta de atrás tratando de llegar a mi cuarto sin que me vieran, pero mi mamá me cachó. ¿Dónde andabas? Me preguntó.
Estaba parada en la cocina con una cerveza en la mano, viéndose más sobria de lo normal. En la escuela mentí. La escuela cerró hace horas. K, no me mientas. Arturo apareció detrás de ella con esa sonrisa horrible. El chamaco anda de rebelde. Adriana. Ya te dije que tenía que aprender a respetar.
Mi hijo no es rebelde”, dijo mi mamá y por un segundo pensé que me iba a defender, pero luego agregó, “Solo necesita que le enseñen cuál es su lugar en esta casa.” Su lugar, como si fuera un objeto, como si no fuera su hijo. “Exactamente”, dijo Arturo. “Por eso creo que ya es hora de tener una conversación seria con él.” Mi mamá asintió. “Kael, ve a tu cuarto. Arturo y yo vamos a hablar contigo en un rato.
” “No”, dije sin pensar. No quiero hablar con él. La cara de mi mamá se puso roja de coraje. ¿Cómo que no? No me contestes así. Es que no entiendes, le grité. Él no quiere hablar. Él quiere. No pude terminar la frase. Arturo se acercó a mí con paso amenazante. ¿Qué es lo que quiero, chamaco? Dímelo enfrente de tu mamá. Me quedé callado.
¿Cómo le iba a decir a mi mamá lo que había pasado la noche anterior si ella había estado ahí? Si ella había estado de acuerdo. Eso pensé, dijo Arturo. Puras imaginaciones de un niño malcriado. Mi mamá me pegó. Fue una bofetada fuerte que me dejó marcada la cara y los oídos zumbando. No le faltes al respeto a Sarturo.
Él ha sido muy bueno conmigo, con nosotros. Te ha aguantado tus berrinches y tus desplantes y así le pagas. Me tocé la mejilla sintiendo el ardor. Miré a mi mamá buscando algo de la mujer que había sido antes, algo de amor, algo de protección. Pero no encontré nada. Solo vi a una adicta defendiendo a su proveedor. “Vete a tu cuarto”, me dijo con voz fría.
“Y piensa bien en cómo nos vas a pedir perdón. Esa noche no vinieron a mi cuarto, pero escuché que estuvieron hablando de mí durante horas. Escuché palabras como internado, disciplina, correctivo. Al parecer, Arturo le estaba metiendo ideas a mi mamá sobre mandarme a algún lugar para niños problemáticos. Los siguientes días fueron una pesadilla. Arturo se quedaba más tiempo en casa, actuaba como si fuera el dueño.
Daba órdenes, cambiaba las reglas. Mi mamá lo secundaba en todo. Ya no era solo violenta cuando estaba borracha. Ahora era cruel todo el tiempo. Una tarde llegué de la escuela y me dijeron que habían decidido que yo tenía que buscar trabajo. “Ya tienes 17 años, Kyle”, me dijo mi mamá. “Es hora de que aportes algo a esta casa, pero estoy estudiando”, le contesté.
“Me falta poco para graduarme.” Arturo se rió. Graduarte para qué. Mira las calificaciones que tienes, no vas a llegar a nada con eso. Era verdad que mis calificaciones habían bajado, pero era por todo el estrés de vivir en esa situación. Antes era un buen estudiante, pero es difícil concentrarse en matemáticas cuando no sabes si vas a llegar vivo a casa.
Además, agregó Arturo, tu mamá y yo hemos estado hablando de hacer algunos cambios en la casa y creo que sería mejor si tú, bueno, si tú empezaras a ser más independiente. Ahí estaba otra vez esa palabra. independiente. Lo que realmente querían decir es que querían que me fuera de la casa. ¿Me estás corriendo?, le pregunté a mi mamá con lágrimas en los ojos.
No te estoy corriendo, mijo. Solo creo que ya es hora de que crezcas, de que aprendas a valerte por ti mismo. Otros niños de tu edad ya trabajan, ya se mantienen solos, pero yo no tengo a dónde ir. Pues encuentra, dijo Arturo. La vida es dura, chamaco. Entre más pronto lo aprendas, mejor. Esa noche llamé a Valeria.
Llorando, le conté todo, absolutamente todo, sobre los golpes, sobre las drogas, sobre Arturo, sobre lo que había pasado, sobre las amenazas. Ella se quedó callada durante mucho tiempo. Cael, me dijo finalmente, tienes que denunciar esto. Tienes que hablar con alguien.
¿Con quién? ¿Quién me va a creer? Mi mamá va a decir que estoy loco, que soy un mentiroso, que soy problemático y Arturo va a negar todo. Pero no puede seguir viviendo así. Esto no está bien. Tenía razón, pero yo no sabía qué hacer. Era menor de edad, no tenía dinero, no tenía a dónde ir y cada día que pasaba las cosas se ponían peor. Una semana después, Arturo me dijo que había conseguido que me dieran trabajo en una construcción.
Un trabajo pesado, de 10 horas diarias, muy mal pagado, pero que me mantendría ocupado y fuera de la casa. Empiezas el lunes, me dijo, como si no fuera negociable. Pero no he terminado la preparatoria”, le dije. La preparatoria es para niños, Ken. Ya es hora de que sea su nombre. Mi mamá estaba parada junto a él, asintiendo como si todo fuera perfectamente normal.
Esa noche, mientras estaba acostado en mi cama, pensando en lo injusto que era todo, escuché que Arturo y mi mamá estaban discutiendo en la cocina. Me acerqué para escuchar mejor. Ya te dije, Adriana, el chamaco está muy grandecito para andar por la casa todo el tiempo. Me pone nervioso. Nervioso. ¿Por qué? Preguntó mi mamá. Porque siempre anda espiando, siempre anda viendo lo que no debe y está en una edad complicada.
Ya sabes cómo se ponen los adolescentes. ¿Cómo se ponen? Hubo una pausa larga. Luego Arturo dijo algo que meó la sangre. Los niños de esa edad empiezan a tener ideas, fantasías y yo no quiero estar en una situación incómoda. Si el chamaco malinterpreta algo. Mi mamá se ríó. Fantasías. Kel.
Por favor, Arturo, es solo un niño. Es un niño que ya tiene cuerpo de hombre, Adriana, y que vive en la misma casa que nosotros. No me gusta como me mira a veces. ¿Cómo lo miraba? Yo lo miraba con miedo y asco, pero él lo estaba volteando, lo estaba haciendo ver como si yo fuera el problema. ¿Qué estás sugiriendo?, preguntó mi mamá.
Que sería mejor para todo si el chamaco se fuera a vivir a otro lado, al menos hasta que madure un poco más. ¿Y a dónde se supone que va a ir? Eso no es nuestro problema, Adriana. Hay albergues, hay casas, hogar, o que se las arregle solo, como hacen muchos niños de su edad. Mi mamá se quedó callada por un momento. Luego dijo, “Tienes razón, tal vez sea lo mejor.
En ese momento, algo se rompió dentro de mí para siempre. Mi propia madre, eligiendo a ese animal por encima de su propio hijo, prefiriendo creer sus mentiras que protegerme a mí. Pero lo que vino después fue aún peor, porque esa noche Arturo decidió que ya no iba a esperar a que me fuera de la casa.
Y lo que pasó esa noche, lo que pasó esa noche fue lo que me quebró completamente, lo que me convirtió en alguien capaz de hacer lo que hice. Oye, antes de seguir contándote esto, necesito pedirte un favor. Si esta historia te está llegando, si sientes que puedes entender lo que estoy pasando, dame un like a este video.
Sé que suena raro pedirte eso en medio de algo tan serio, pero estos videos son mi manera de sanar, de procesar todo lo que viví. Y saber que hay gente que me escucha, que no me juzga antes de conocer toda la historia me ayuda muchísimo. También te pido que te suscribas al canal. Solo tienes que apretar el botón de suscribirse y ya. Aquí contamos historias reales, historias difíciles, historias que necesitan ser escuchadas y tal vez tú tienes alguna historia similar, algo que necesites compartir.
Si es así, déjamelo en los comentarios, porque lo que te voy a contar ahora, lo que te voy a contar ahora va a ser lo más difícil de toda esta historia y te aseguro que lo que viene a continuación te va a dejar en shock total. Era martes por la noche cuando mi vida cambió para siempre. Había empezado a trabajar en la construcción esa semana, como me había obligado Arturo, y llegué a casa completamente molido.
Tenía las manos llenas de ampollas, la espalda destrozada y solo quería darme un baño y dormir. Pero cuando entré a la casa me di cuenta de que algo estaba diferente. Había una música muy fuerte viniendo de la sala, risas, voces que no reconocía. Arturo había traído amigos. Traté de pasar desapercibido y llegar a mi cuarto, pero Arturo me vio. Oye, chamaco, ven acá.
No quería ir, pero sabía que si no iba después las cosas iban a estar peores. Me acerqué a la sala y vi que había como cinco tipos, todos borrachos, todos fumando, todos viéndome de una manera que me dio escalofríos. “Miren”, les dijo Arturo a sus amigos. Este es el chamaco del que les estaba platicando. Los tipos me miraron de arriba a abajo como si fuera un objeto en venta. Uno de ellos, un hombre flaco con dientes amarillos, se rió. Está guapo el niño, dijo.
¿Cuántos años tienes, muchacho? 17, susurré. 17, repitió el tipo mirando a Arturo. Perfecta edad. No entendí qué significaba eso, pero algo en el ambiente me hizo sentir una náusea horrible. Mi mamá estaba ahí también, tirada en el sofá, completamente ida, con una sonrisa estúpida en la cara. K, me dijo Arturo.
Mis amigos y yo estamos teniendo una reunión de negocios. Porque no te sientas con nosotros un rato. Tengo tarea que hacer. Mentí. La tarea puede esperar, dijo otro de los tipos, uno gordo con tatuajes en el cuello. Ven acá, niño. No mordemos. Se rieron todos, pero sus risas no sonaban normales, sonaban hambrientas.
Mamá”, le dije tratando de que me ayudara. Estoy muy cansado. ¿Puedo ir a mi cuarto? Mi mamá me miró con esos ojos perdidos y se rió. Ay, mi hijo, no seas antisocial. Los amigos de Arturo son muy divertidos. Divertidos. No había nada divertido en la manera en que me estaban mirando. “Siéntate aquí, chamaco”, me dijo Arturo palmeando el espacio junto a él en el sofá.
Era el mismo gesto que había hecho aquella noche horrible cuando todo empezó. Me senté en la orilla del sofá tratando de mantener distancia, pero el espacio era pequeño y estaba rodeado de esos tipos. El ambiente estaba pesado, lleno de humo y el olor de alcohol barato. “¿Sabes qué, muchacho?”, me dijo el flaco de los dientes amarillos. “Arturo nos contó que eres un niño muy especial.
” “Muy especial”, repitió el gordo acercándose más a mí. “Especial, ¿cómo?”, pregunté, aunque ya tenía miedo de la respuesta. Bueno,”, dijo Arturo poniéndome la mano en el hombro, “les estaba contando que eres un niño muy educado, muy obediente. La manera en que dijo obediente hizo que se me pusiera la piel de gallina. Traté de levantarme, pero Arturo me apretó el hombro y me mantuvo sentado.
¿A dónde vas, chamaco? La fiesta apenas está empezando. Miré a mi mamá, suplicándole con los ojos que me ayudara, que viera lo que estaba pasando. Pero ella estaba perdida en su propio mundo, riéndose de algo que había dicho uno de los tipos. “Mamá”, le dije más fuerte. “Necesito hablar contigo ahorita.
No, mi hijo”, me contestó sin ni siquiera mirarme. “Estoy ocupada.” Ocupada. estaba ocupada mientras su hijo estaba siendo rodeado por un grupo de hombres con intenciones horribles. Uno de los tipos, uno moreno con una cicatriz en la cara, sacó su teléfono y empezó a grabar. ¿Qué haces?, le pregunté.
Solo grabando la fiesta, muchacho. Para el recuerdo, ahí fue cuando me di cuenta de que esto no era casual, que no era una reunión normal. Habían planeado esto, habían planeado algo conmigo y lo iban a grabar. No dije tratando de levantarme otra vez. No quiero estar aquí.
Esta vez Arturo no solo me agarró del hombro, me agarró del brazo y me jaló hacia él con fuerza. Siéntate, me dijo con una voz que ya no sonaba juguetona, sonaba peligrosa. No seas grosero con mis invitados, mamá, grité ya desesperado. Ayúdame. Mi mamá finalmente me miró. Pero su expresión no era de preocupación, era de molestia. Kyle, ya basta. Estás haciendo un drama de la nada. Los señores solo quieren conocerte.
Conocerme como si fuera algo inocente. Es que no entiendes, le dije con lágrimas en los ojos. Ellos no quieren conocerme. Ellos quieren. ¿Qué queremos? Me interrumpió el flaco. Dímelo, niño. ¿Qué crees que queremos? No pude contestar. La palabra se me atoraba en la garganta. Lo que queremos, continúa el tipo, es ser tus amigos.
¿No quieres tener amigos? Amigos mayores, agregó el gordo. Amigos que te pueden enseñar cosas, cosas que no aprendes en la escuela dijo otro. Mi mamá se rió. Ay, sí, K necesita más amigos. Siempre anda solo el pobrecito. Pobrecito. Me llamó pobrecito mientras me estaba entregando a esos animales.
Bueno, dijo Arturo, creo que es hora de que Kael y nosotros tengamos una conversación privada. Adriana, ¿por qué no te vas a descansar un rato? Mi mamá se levantó del sofá tambaleándose. Buena idea. Estoy muy cansada. No le grité. No me dejes solo con ellos. Ella me miró con desprecio. K, ya basta con el drama. Son amigos de Arturo, no te van a hacer nada malo. Se fue hacia su cuarto, dejándome ahí con esos cinco tipos.
El último rastro de esperanza que tenía se fue con ella. Ya vieron, le dijo Arturo a sus amigos. Adriana está de acuerdo. No hay problema. Uno de los tipos cerró la puerta con seguro. Otro cerró las cortinas. El que tenía el teléfono siguió grabando. Bueno, chamaco, me dijo Arturo. Ahora que estamos solos, ¿podemos hablar en serio. ¿De qué? Pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
De tu educación, dijo el flaco. Hay cosas que un niño de tu edad necesita aprender. Y nosotros somos muy buenos maestros, agregó el gordo. Lo que pasó después, lo que pasó después fue lo más horrible que me ha pasado en la vida.
Fue peor que todos los golpes, peor que todas las humillaciones, peor que todo el abandono. Porque esa noche no solo abusaron de mí, esa noche me quebró completamente. Me convirtió en alguien diferente, alguien capaz de cosas que nunca pensé que haría. No voy a entrar en detalles de lo que me hicieron porque todavía me duele recordarlo, porque todavía me da asco pensar en eso.
Pero fueron horas, horas en las que rogué, en las que lloré, en las que grité por mi mamá y ella no vino, nunca vino. Cuando finalmente terminaron, yo ya no era la misma persona. Algo dentro de mí había muerto esa noche, algo que nunca iba a volver. “Estuvo muy bien, chamaco.” Me dijo Arturo, como si hubiera sido algo normal. Eres un niño muy colaborativo.
Los otros se rieron, guardaron sus teléfonos, se acomodaron la ropa como si nada hubiera pasado. ¿Verdad que no fue tan malo?, me preguntó el flaco. La próxima vez va a ser más divertido para todos. La próxima vez había una próxima vez. Ah, y chamaco, me dijo Arturo antes de irse.
Esto se queda entre nosotros, ¿verdad? Tu mamá no necesita saber los detalles de nuestra conversación. Se fueron todos riéndose, hablando de otras cosas, como si acabaran de ver una película, no como si acabaran de destrozar a un niño de 17 años. Me quedé ahí tirado en el piso de la sala, temblando, sangrando, sintiendo un dolor que no era solo físico, era un dolor en el alma, una herida que sabía que nunca iba a sanar. Cuando finalmente pude moverme, me arrastré hasta el baño.
Me duché con agua caliente tratando de quitarme la sensación de sus manos en mi cuerpo, pero no se iba, nunca se iba a ir. Al día siguiente, mi mamá actuó como si nada hubiera pasado. Estaba haciendo desayuno cuando bajé de mi cuarto cantando una canción de buen humor. “Buenos días, mi hijo”, me dijo.
“¿Dormiste bien?” La miré con una mezcla de asco y tristeza que nunca había sentido antes. “¿En serio me estás preguntando eso? ¿Por qué? ¿Pasó algo? ¿Pasó algo? Pasó que tu hijo fue violado por cinco tipos mientras tú dormías tranquilamente en tu cuarto. Pasó que tu hijo rogó por tu ayuda y tú no viniste. Pasó que tu hijo necesitaba a su mamá y tú eligiste las drogas.
Pero no le dije nada de eso porque sabía que no me iba a creer o peor que me iba a echar la culpa a mí. Nada, le contesté. No pasó nada. Pero sí había pasado algo. Había pasado que yo ya había tomado una decisión. Había pasado que ya no iba a ser la víctima de nadie nunca más.
Porque lo que mi mamá no sabía, lo que Arturo y sus amigos no sabían, es que esa noche habían creado a un monstruo y ese monstruo estaba planeando su venganza. Los siguientes días fueron como vivir en una pesadilla de la que no podía despertar. Todo me dolía. No solo el cuerpo, sino algo mucho más profundo. Era como si algo dentro de mí se hubiera roto para siempre.
Y cada vez que miraba a mi mamá actuando como si nada hubiera pasado, ese algo se rompía un poquito más. Arturo siguió viniendo a la casa como si fuera su dueño, actuando normal, incluso siendo amable conmigo. Me preguntaba cómo me había ido en el trabajo, si necesitaba algo, como si fuéramos una familia feliz. La hipocresía me daba asco. ¿Todo bien, chamaco?, me preguntó un día mientras yo estaba comiendo cereal en la cocina.
Lo miré con tanto odio que cualquier persona normal se habría dado cuenta de que algo estaba mal, pero él solo sonró. Te ves un poco pálido. No estarás enfermándote, enfermo sí estaba enfermo, pero no del tipo de enfermedad que él pensaba. Estoy bien, le contesté con la voz más fría que pude.
Me da gusto dijo sentándose junto a mí. Porque mis amigos preguntaron por ti. Les caíste muy bien. La otra noche. Se me revolvió el estómago, dejé el cereal y me levanté de la mesa. ¿A dónde vas? Me preguntó. Al trabajo. Mentí. Era sábado. No tenía trabajo. Qué niño tan trabajador, le dijo a mi mamá cuando ella entró a la cocina. Deberías estar orgullosa de él, Adriana.
Mi mamá me sonrió y esa sonrisa me dolió más que cualquier golpe que me hubiera dado antes. Sí, estoy orgullosa. Mikel siempre ha sido un buen niño. Bueno. Si supiera lo que ese buen niño estaba planeando. Salí de la casa y caminé sin rumbo por horas. Necesitaba aire, necesitaba espacio, necesitaba pensar, pero sobre todo necesitaba encontrar una manera de salir de esa pesadilla. Pensé en huirme.
Tenía algunos ahorros del trabajo, no mucho, pero tal vez suficiente para llegar a otra ciudad para empezar de cero. Pero, ¿y después qué? Era menor de edad, no tenía documentos, no conocía a nadie, probablemente terminaría en la calle o peor. Pensé en suicidarme. La idea no era nueva. Había estado rondando mi cabeza durante meses, pero ahora se sentía como una opción real.
Sería fácil, rápido y todo el dolor se acabaría. Pero algo dentro de mí se rebelaba contra esa idea. ¿Por qué tenía que ser yo el que muriera? ¿Por qué tenían que salirse con la suya? Pensé en denunciarlos. Pero, ¿a quién? ¿A la policía? Mi mamá diría que estaba loco. Arturo y sus amigos negarían todo y yo terminaría siendo el niño problemático que inventó historias para llamar la atención. Además, ellos tenían videos.
Videos que podrían usar para chantajearme o para probar que yo había participado voluntariamente. Fue entonces cuando se me ocurrió la tercera opción, la opción que nunca pensé que consideraría, pero que cada vez se sentía más lógica. Venganza. La idea empezó pequeña, como una vocecita en el fondo de mi mente. Se lo merecen, decía. Te hicieron daño, te traicionaron, te abandonaron, se lo merecen.
Al principio traté de ignorar esa voz, de pensar en cosas más normales, más sanas, pero cada día que pasaba, cada vez que veía a Arturo actuando como si fuera mi padrastro, cada vez que mi mamá me sonreía como si fuera la mejor madre del mundo, esa voz se hacía más fuerte. “No pueden salirse con la suya”, me decía. No pueden lastimar a otros niños como te lastimaron a ti, porque esa era la cosa que más me carcomía, la idea de que iban a hacer lo mismo con otros niños, que había otros como yo sufriendo en silencio mientras sus madres miraban
hacia otro lado. Empecé a planear. Primero investigué sobre Arturo y sus amigos. No fue difícil. Eran delincuentes conocidos en el barrio. Traficaban drogas. Tenían antecedentes por violencia. Algunos habían estado en la cárcel. eran exactamente el tipo de personas que mi mamá había elegido por encima de su propio hijo.
Después empecé a observar sus rutinas, cuándo venían, cuándo se iban, cuándo estaban más vulnerables. Arturo casi siempre se quedaba los fines de semana cuando yo no tenía que ir a trabajar. Sus amigos venían irregularmente, pero siempre en grupo, siempre borrachos. También empecé a pensar en métodos. Tenía acceso a herramientas del trabajo de construcción.
Sabía dónde Arturo guardaba su arma. Sí, tenía una pistola. Conocía los horarios de los vecinos. Tenía opciones, pero había un problema. Mi mamá, por más que la odiara en ese momento, por más que me hubiera traicionado y abandonado, seguía siendo mi mamá. La mujer que me había cuidado cuando era pequeño, que me había cantado canciones de cuna, que me había llevado al doctor cuando estaba enfermo.
¿Cómo iba a lastimar a esa persona, pero entonces recordaba su risa de esa noche horrible. Recordaba cómo me había dejado solo con esos animales. Recordaba todas las veces que había elegido las drogas, el alcohol, los hombres por encima de mí y la voz en mi cabeza se hacía más fuerte. Ella también se lo merece. Ella te entregó. Ella es cómplice.
Dos semanas después de esa noche horrible, Arturo me anunció que sus amigos iban a venir otra vez. “Va a hacer una reunión pequeña”, me dijo con esa sonrisa que ya conocía también. Solo algunos de los muchachos. Espero que te portes bien, chamaco. Portarme bien como si fuera mi culpa lo que había pasado.
Mi mamá estaba ahí cuando me lo dijo y sonríó como si fuera una buena noticia. Qué bueno que tengas amigos que se preocupen por ti, mi hijo. Me dijo, “A tu edad es importante socializar.” Socializar. Llamó socializar a eso. Esa noche supe que había llegado el momento. No podía esperar más.
No podía dejar que volviera a pasar. Si no hacía algo, iba a terminar destruido por completo. Fui a mi cuarto y saqué el cuchillo de carnicero que había robado del trabajo. Lo había estado escondiendo debajo de mi colchón durante días, esperando el momento indicado. Lo agarré con las manos temblorosas, sintiendo su peso, su frialdad. Ese él o yo me dije. Eso soy yo.
Pero cuando bajé las escaleras, escuché algo que me hizo cambiar todo el plan. Mi mamá y Arturo estaban en la cocina. Y ella estaba llorando. No sé qué hacer, Arturo decía Kel ha estado muy raro últimamente, muy callado, muy hostil. Es normal, le contestó Arturo. Los niños de su edad se ponen rebeldes, pero no te preocupes, yo sé cómo manejarlo.
¿Tú crees que está bien? A veces lo veo y siento como si como si ya no fuera mi niño. Por un momento, mi corazón se llenó de esperanza. Tal vez sí me había extrañado. Tal vez sí se había dado cuenta de que algo estaba mal. Probablemente son las hormonas”, dijo Arturo. O tal vez está experimentando con drogas. Muchos niños de su edad lo hacen. Drogas. Micael. Es posible, Adriana. Por eso creo que es bueno que mis amigos convivan con él.
Son buenos para poner a los niños en su lugar. Buenos ponerme en mi lugar. Así llamaba a lo que me habían hecho. “Tal vez tengas razón”, dijo mi mamá. “Tal vez necesita más disciplina masculina.” Y ahí se me rompió el corazón definitivamente. No había esperanza, nunca la había habido. Mi mamá no era una víctima de Arturo, era su cómplice.
Estaba dispuesta a entregarme una y otra vez con tal de mantener su proveedor de drogas. Subí a mi cuarto en silencio y me senté en la cama con el cuchillo en las manos. Ya no temblaba. De hecho, me sentía extrañamente calmado, como si finalmente hubiera encontrado la paz. Esta iba a ser la última noche que me lastimaran.
Esta iba a ser la última noche que mi mamá me traicionara. Una forma u otra, todo iba a terminar esa noche. Pero lo que no sabía, lo que no podía imaginar es que los eventos de esa noche iban a ser completamente diferentes de lo que había planeado. Y cuando todo terminara, yo iba a ser alguien completamente diferente.
Alguien capaz de cosas que nunca pensé que haría, alguien capaz de matar a su propia madre. Eran casi las 10 de la noche cuando escuché los carros llegando. Dos carros, lo que significaba que habían venido más de los habituales. Desde mi cuarto podía escuchar las risas, la música, el ruido de botellas chocando. Era como cualquier otra noche de borrachera, excepto que yo sabía lo que iba a pasar después.
Me quedé en mi cuarto durante las primeras horas esperando. Tenía el cuchillo escondido debajo de mi almohada y había practicado mentalmente lo que iba a hacer. Cuando me llamaran, bajaría y cuando tuviera la oportunidad atacaría. No iba a ser la víctima nunca más. Pero las horas pasaron y no me llamaron.
Eran casi las 2 de la madrugada y seguían haciendo ruido, pero nadie había venido por mí. Por un momento pensé que tal vez esa noche iba a ser diferente, que tal vez me iban a dejar en paz. Qué ingenuo era todavía. Alrededor de las 2:30, la música se puso más baja y escuché pasos subiendo las escaleras, pasos pesados de más de una persona. Se me aceleró el corazón y agarré el cuchillo con fuerza.
Pero no se dirigieron a mi cuarto, se fueron hacia el cuarto de mi mamá. Escuché la puerta abrirse. Escuché voces. Escuché otros sonidos, sonidos que me hicieron entender que no era solo Arturo el que estaba con mi mamá esa noche. Al principio pensé que tal vez eso significaba que me iban a dejar tranquilo, que estaban ocupados con ella.
Pero después de un rato escuché mi nombre. ¿Dónde está el chamaco?, preguntó una voz que reconocí como la del flaco de los dientes amarillos. “Debe estar dormido”, contestó Arturo. “Es muy temprano para él.” Se rieron todos. Vamos por él”, dijo otro. “La fiesta no está completa sin el invitado de honor. Mi corazón empezó a latir tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. Esta era mi oportunidad.
Cuando vinieran por mí, yo estaría listo.” Escuché pasos en el pasillo acercándose a mi puerta. Agarré el cuchillo con ambas manos y me escondí junto a la puerta, esperando que la abrieran, pero no pasó lo que esperaba. “Kael”, dijo la voz de mi mamá del otro lado de la puerta. Era mi mamá la que había venido por mí, no ellos.
Mi hijo, “Abre la puerta. Tenemos visitas.” Me quedé helado. No había planeado esto. No había planeado que fuera ella la que viniera. “Kael, ábreme. Sé que estás despierto.” Su voz sonaba rara, pastosa, pero también diferente, como si estuviera emocionada por algo. “Ya voy, mamá!”, le contesté tratando de sonar normal. Escondí el cuchillo debajo de la almohada y abrí la puerta.
Mi mamá estaba ahí parada, pero no estaba sola. Detrás de ella estaban Arturo y dos de sus amigos, el flaco y el gordo. “Hola, dormilón”, me dijo Arturo. “Esperamos no haberte despertado.” Mi mamá sonreía, pero su sonrisa se veía forzada, nerviosa. “Mi hijo, los señores quieren hablar contigo.
” “¿De qué?”, pregunté, aunque ya sabía la respuesta. “De cosas de hombres”, dijo el gordo. “Tu mami ya nos dio permiso. Miré a mi mamá. buscando en sus ojos algún rastro de la mujer que había sido mi protectora cuando era pequeño. Pero solo vi miedo, culpabilidad y algo peor. Resignación. “Mamá”, le susurré, “no quiero ir con ellos.
” Por un momento, su cara se suavizó. Por un momento, pensé que iba a reaccionar, que iba a protegerme. “Mi hijo, me dijo en voz baja, “Todo va a estar bien. Solo Solo haz lo que te digan.” Sí, haz lo que te digan. Mi propia madre me estaba diciendo que me dejara abusar. No le contesté también en voz baja. No voy a hacer nada. Su cara cambió inmediatamente.
La suavidad se desvaneció y fue reemplazada por esa dureza que había aprendido a conocer también. Kell, no seas difícil. Los señores han sido muy buenos conmigo, con nosotros. Lo mínimo que puedes hacer es ser educado. Educado. Le dije, ya sin importarme que los otros me escucharan. Ya más educado a eso. Arturo se acercó más.
¿A qué te refieres, chamaco? Ya sabes a qué me refiero le contesté mirándolo directo a los ojos. Él sonríó, pero era una sonrisa peligrosa. No, no sé por qué no me lo explicas. Era una trampa. Si decía lo que había pasado la otra noche, iba a quedar como loco o como mentiroso. Si no decía nada, iba a quedar como el niño caprichoso que no quería convivir. Nada, murmuré.
No me refiero a nada. Eso pensé. Dijo Arturo. Ahora ven con nosotros. Tu mamá ya se va a descansar. Miré a mi mamá otra vez con lágrimas en los ojos. En serio, ¿me vas a dejar con ellos otra vez? Ella no me contestó directamente, solo se volteó hacia Arturo y le dijo, “Cuídamelo.” Sí, es mi único hijo. Cuídamelo. Le pidió que me cuidara al hombre que había organizado mi violación.
Arturo le puso la mano en el hombro. No te preocupes, Adriana. Vamos a cuidar muy bien de él. Mi mamá me dio un beso en la frente, como solía hacer cuando era pequeño, y se fue a su cuarto. Ese beso se sintió como una despedida, como si fuera la última vez que me iba a tocar con cariño. Y tal vez lo era.
Bueno, chamaco me dijo Arturo cuando mi mamá se fue. Ya sabes que sigue. Los otros dos se rieron. El flaco sacó su teléfono otra vez. Esta vez va a ser más divertido. Dijo el gordo. Ya sabes qué esperar. Sí, sabía qué esperar y por eso sabía que tenía que hacer algo diferente. “Esperen,” les dije, “Antes de que hagamos esto, ¿puedo ir al baño?” Se miraron entre ellos, sospechosos. “¿Para qué?”, preguntó Arturo.
“Para lavarme”, les dije tratando de sonar sumiso. La otra vez dijeron que que les gustaba cuando estaba limpio. Era mentira, pero funcionó. Se rieron satisfechos de que aparentemente había aceptado mi destino. “Claro, chamaco. Ve a lavarte. Te esperamos en la sala. Fui al baño, pero no para lavarme.
Fui para pensar, para calmarme, para prepararme mentalmente para lo que tenía que hacer. Me miré en el espejo y vi a un niño de 17 años con los ojos de un hombre viejo. Ojos que habían visto demasiado, que habían sufrido demasiado. Ojos de alguien que ya no tenía nada que perder. Esta es la última vez, me dije. Pase lo que pase, esta es la última vez.
Regresé a mi cuarto por el cuchillo, lo escondí en la parte de atrás de mis pantalones, debajo de la camiseta y bajé a la sala. Los tres estaban ahí esperándome con esas sonrisas que ya conocía también. La sala estaba a media luz, con música suave de fondo. Habían preparado el ambiente para lo que iban a hacer. “Te tardaste mucho, chamaco”, me dijo Arturo. “Pero valió la pena. Te ves muy bien.
Se acercó a mí y me puso la mano en la cara, acariciándome la mejilla como si fuera su novio, no un niño al que iba a violar. Su toque me dio asco, pero no me moví. Esta vez va a ser diferente, me dijo. Esta vez va a ser más intenso. Los otros dos se acercaron también, rodeándome como había pasado la primera vez, pero esta vez yo estaba preparado. Esta vez tenía un plan. Empecemos despacio”, dijo el flaco poniendo su mano en mi hombro. Ese fue el momento.
Ese fue cuando supe que no podía esperar más. Saqué el cuchillo de un movimiento rápido y se lo enterré en el estómago al flaco. Sus ojos se abrieron de sorpresa. Su boca se abrió como si fuera a gritar, pero no salió ningún sonido, solo un gemido ahogado. “¡Qué caraj!”, empezó a gritar el gordo. Pero yo ya me había volteado hacia él. Lo apuñalé en el pecho una, dos, tres veces.
La sangre salpicó en mi cara, en mi ropa, en las paredes. Era caliente, pegajosa, pero no me importó. Arturo trató de correr hacia la cocina, probablemente por su pistola, pero yo era más rápido. Lo alcancé antes de que llegara a la puerta y lo tumbé. “Por favor”, me gritó. “No me hagas nada. ¿Podemos hablar?” “Hablar.
Ahora quería hablar cuando me había estado violando. No quería hablar cuando había traído a sus amigos para que abusaran de mí. No quería hablar. “Ya no hay nada de qué hablar”, le dije. Y le enterré el cuchillo en el corazón. Se quedó ahí tirado, mirándome con los ojos vidriosos, con la boca abierta.
Por un momento me quedé ahí parado, viendo lo que había hecho, sintiendo nada. No me sentía culpable, no me sentía asustado, me sentía libre. Pero entonces escuché pasos en las escaleras. Mi mamá había bajado. Probablemente había escuchado los gritos, la lucha.
Estaba parada en la entrada de la sala, viendo los tres cuerpos tirados en el piso, viendo toda la sangre, viéndome a mí parado en medio de todo con el cuchillo en la mano. Kyle susurró con una voz que nunca había escuchado antes. Era una mezcla de horror, miedo y algo que no pude identificar. ¿Qué hiciste? Lo que tenía que hacer. Le contesté con una voz que ya no sonaba como la de un niño de 17 años. Lo que tú nunca hiciste.
Ella se acercó lentamente, como si tuviera miedo de que yo la fuera a atacar también. Mi hijo, me dijo, “Tenemos que llamar a la policía. Tenemos que explicar lo que pasó.” Explicar cómo íbamos a explicar esto sin admitir lo que ellos me habían estado haciendo.
¿Cómo iba a explicar ella por qué había permitido que pasara? No le dije, no vamos a llamar a nadie, Cael, escúchame. Esto fue defensa propia. Ellos te estaban lastimando, ¿verdad? Yo no sabía. Te juro que no sabía. Mentira. Esa era la mentira más grande que había escuchado en mi vida. Ella sabía exactamente lo que estaba pasando. Ella había sido cómplice desde el principio.
“Sí sabías”, le dije acercándome a ella con el cuchillo todavía en la mano. Siempre supiste. No, mijo, te juro que no. Yo pensé que solo eran reuniones normales, que solo estaban conviviendo contigo. Otra mentira. Cada palabra que salía de su boca era una mentira. “Me entregaste”, le dije, “tu propio hijo y me entregaste. Las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas. Perdóname, mi hijo. Perdóname. No sabía qué hacer.
Arturo me dijo que si no cooperaba nos iba a hacer daño a los dos. Nos iba a hacer daño. A mí ya me había hecho daño y ella no había hecho nada para detenerlo. Era él o nosotros. Kyle tenía que elegir. Y elegiste mal, le contesté. Se dio cuenta de que me estaba acercando más, de que tenía el cuchillo levantado y empezó a retroceder hacia la cocina.
Cael, por favor, soy tu mamá, te amo. Esas palabras me lastimaron más que cualquier golpe que me hubiera dado, porque una parte de mí, una parte muy pequeña, todavía quería creerle. Todavía quería que fuera verdad. Si me amaras, le dije, no habría pasado nada de esto. Tenía miedo, me gritó. Tenía mucho miedo. Yo también tenía miedo.
Y tú se suponía que me ibas a proteger. Siguió retrocediendo hasta que llegó a la cocina. Yo la seguí paso a paso, sintiendo una furia que nunca había sentido antes, una furia que había estado creciendo durante años y que finalmente había encontrado un objetivo. Cael, por favor, podemos solucionarlo. Podemos irnos de aquí, empezar de nuevo, solo tú y yo, como antes. Como antes.
Como cuando mi papá se fue y tú decidiste convertirte en adicta. Como cuando empezaste a traer hombres extraños a la casa. Como cuando empezaste a pegarme. Estaba enferma, mi hijo. Estaba muy enferma. Pero ahora puedo mejorar, te lo prometo. Más mentiras. Siempre había una excusa. Siempre había una justificación para lo que había hecho. Es muy tarde para eso le dije.
Se tropezó con la mesa de la cocina y se cayó al suelo. Ahí estaba tirada, viéndome con esos ojos llenos de lágrimas, esperando piedad de alguien que ya no la conocía. “Eres mi bebé”, me susurró. siempre vas a ser mi bebé. Y ahí fue cuando algo dentro de mí se rompió completamente, porque tenía razón.
Una parte de mí siempre iba a ser su bebé, siempre iba a amarla, siempre iba a necesitar su aprobación y su cariño, y eso era exactamente lo que me estaba matando. Por dentro levanté el cuchillo viendo mi reflejo en la hoja manchada de sangre. Ya no reconocía a la persona que estaba en ese reflejo. “Lo siento mamá”, le dije. “Pero ya no puedo ser tu bebé”.
Lo que pasó después sucedió muy rápido. Ella trató de levantarse, de correr, pero resbaló en la sangre que había en el piso. Se golpeó la cabeza contra la esquina de la mesa y se quedó ahí tirada, inconsciente. Yo me quedé parado con el cuchillo en la mano, viendo cómo sangre empezaba a salir de su cabeza.
Por un momento pensé en ayudarla, en llamar a una ambulancia, en hacer algo para salvarla, pero luego recordé todo lo que había pasado, todo el dolor, toda la traición, todo el abandono y decidí que ya había sufrido suficiente. Me senté en el piso junto a ella y esperé.
Esperé hasta que dejó de respirar, hasta que dejó de moverse, hasta que se fue para siempre. Cuando todo terminó, llamé a la policía. Les dije que habían entrado ladrones a la casa, que habían matado a mi mamá y que yo me había defendido. Era una mentira a medias, pero era la única versión que podía contar sin destruir por completo lo poco que quedaba de mi vida. Me juzgaron como menor de edad.
Me mandaron a un centro de rehabilitación durante 2 años. Los psicólogos dijeron que había sido un trauma terrible, que era comprensible que hubiera actuado en defensa propia, que con terapia podría reintegrarme a la sociedad si supieran la verdad.
Si supieran que no me siento culpable por lo que hice, si supieran que la única cosa de la que me arrepiento es no haberlo hecho antes. Porque ahora, después de todo lo que pasó, después de todo lo que viví, tengo algo que nunca había tenido antes. Paz. Por primera vez en años puedo dormir sin miedo. Por primera vez en años nadie puede lastimarme. Y sí, maté a mi madre. Técnicamente fue un accidente, pero yo no hice nada para evitarlo. Vi cómo se desangraba y no la ayudé.
Eso me convierte en un monstruo, tal vez, pero prefiero ser un monstruo libre que una víctima muerta. La gente me va a juzgar por lo que hice. Van a decir que estaba mal, que había otras opciones, que debería haberle dado otra oportunidad. Pero esas personas nunca vivieron lo que yo viví.
Nunca sintieron lo que se siente cuando la persona que más amas en el mundo te traiciona de la manera más horrible posible. Yo no me arrepiento de nada. Hice lo que tenía que hacer para sobrevivir, para vivir sin miedo, para ser libre. Y si eso me convierte en el malo de la historia, que así sea. Al final del día ellos están muertos y yo estoy vivo. Ellos no pueden lastimar a nadie más y yo puedo empezar mi vida de nuevo.
¿Quién realmente ganó? Así que ahí tienes mi historia completa, sin filtros, sin justificaciones baratas. Hice cosas terribles, pero las hice por razones que para mí tenían sentido en ese momento. Y aunque el mundo entero me juzgue por ello, yo sé que tomé la única decisión que me permitía seguir viviendo.
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