El Estadio Olímpico de Tokio vibraba con una energía eléctrica que solo las finales olímpicas pueden generar. Bajo las luces LED que cortaban la noche japonesa como cuchillos de plata, ocho de las mejores vallistas del mundo se preparaban para los 100 m con vallas más esperados de la historia.
Era el 1 de agosto de 2021 y 3,000 millones de personas en todo el planeta tenían sus ojos clavados en esas ocho calles que determinarían quién sería la mujer más rápida saltando obstáculos. En la calle número cuatro, Greta Müller ajustaba sus spikes dorados con la precisión de un relojero suizo. A sus 28 años, la alemana era una máquina de ganar medallas.
tricampeona mundial consecutiva, récord olímpico vigente, invicta en los últimos 4 años. Su técnica era tan perfecta que los biomecánicos la estudiaban como si fuera una ecuación matemática. Cada zancada calculada al milímetro, cada salto cronometrado a la perfección, cada aterrizaje ejecutado con una eficiencia que parecía robótica. Las latinas corren con el corazón, pero los alemanes corremos con la cabeza y la cabeza siempre gana”, había declarado en sus redes sociales apenas una semana antes, generando una ola de controversia que había dividido al mundo del atletismo.
Tres calles más allá. En la número siete, Paloma Rivera trataba de controlar los latidos de su corazón que amenazaban con salirse de su pecho. La mexicana, de 23 años no debería estar ahí.
Según todos los pronósticos, las estadísticas y los expertos, su lugar estaba en casa viendo la final por televisión como una espectadora más, pero ahí estaba, representando los colores verde, blanco y rojo de una nación que había puesto todas sus esperanzas en sus piernas delgadas y su corazón gigante. el camino.

Hasta esa pista había sido un infierno pavimentado con lágrimas, sudor y una pérdida que aún le cortaba la respiración cada vez que la recordaba. 6 meses antes, cuando el mundo entero luchaba contra una pandemia invisible, Paloma había perdido a la persona más importante de su vida, don Aurelio Mendoza, su entrenador, mentor y figura paterna durante los últimos 8 años.
Don Aurelio no era solo un entrenador, era un hombre de 65 años que había dedicado su vida entera a forjar campeones en la pista de Tierra Roja del Centro Deportivo Magdalena Mixsuca en Ciudad de México. Con sus manos callosas y su voz ronca por décadas de gritar consejos técnicos, había convertido a decenas de atletas callejeros en competidores de élite, pero Paloma era su obra maestra, su legado viviente.
Mi hija le decía siempre con esa sonrisa que arrugaba sus ojos cafés. Las vallas no se saltan con las piernas, se saltan con el alma. Y tú tienes el alma más grande que he visto en 50 años entrenando. La tarde del 15 de febrero de 2021, don Aurelio había llegado al entrenamiento con tos seca y un cansancio extraño.
Es solo un resfriado, mi hija. A mi edad uno se cansa más rápido había dicho, restándole importancia mientras cronometraba sus series de velocidad. Tres días después estaba en el hospital conectado a un respirador luchando contra un virus que no respetaba ni la edad, ni la bondad, ni los sueños olímpicos.
Paloma no se separó de su lado ni un segundo. Durante 15 días durmió en una silla de plástico azul en la sala de espera del hospital general, rezando rosarios que su abuela le había enseñado, negociando con Dios, con la Virgen de Guadalupe, con cualquier fuerza superior que quisiera escucharla.
Si lo salvas”, susurraba entre lágrimas. Renuncio a Tokio, “renuncio a todo. Solo quiero que viva.” Pero don Aurelio se fue en una madrugada fría de marzo, cuando las primeras flores de la primavera comenzaban a asomar en los parques de la ciudad. Sus últimas palabras, murmuradas con un hilo de voz a través del oxígeno, fueron: “No te rindas, mi hija. Prométeme que vas a volar.
El funeral fue una ceremonia íntima, apenas Paloma, la familia de don Aurelio y algunos atletas del centro deportivo. Debido a las restricciones de la pandemia, no más de 20 personas pudieron despedirse del hombre que había cambiado tantas vidas. Paloma arrojó tierra sobre el ataúdilla y sintió que enterraba también sus sueños olímpicos.
Los siguientes meses fueron los más oscuros de su vida, sin entrenador, sin rumbo, sin motivación. Paloma se levantaba cada mañana sin saber para qué. La Federación Mexicana de Atletismo le ofreció otros entrenadores, especialistas internacionales, facilidades económicas, pero ella los rechazó todos. Nadie podía reemplazar a don Aurelio. Nadie entendía su forma particular de correr, su técnica poco ortodoxa pero efectiva, su necesidad de sentir cada salto como un acto de fe más que como un movimiento biomecánico. Durante tres meses, Paloma entrenó sola.
Llegaba al centro deportivo Magdalena Mixuca a las 5 de la mañana, cuando la pista aún estaba húmeda por el rocío y la ciudad apenas comenzaba a despertar. Corría sus series recordando la voz de don Aurelio, imaginándolo parado junto a la primera valla con su cronómetro en la mano y esa sonrisa que siempre la tranquilizaba.
Más rápido en la salida, mija. Los primeros tres pasos son sagrados. No mires las vallas, ellas ya saben que las vas a saltar. Cuando sientas que no puedes más, recuerda por qué empezaste. Cada consejo se había grabado en su memoria como mantras que repetía mientras sus spikes golpeaban el tartán en soledad.
Los otros atletas del centro la miraban con una mezcla de admiración y lástima. Admiración por su disciplina inquebrantable. Lástima por verla entrenar como un fantasma que perseguía recuerdos. Las marcas de paloma durante esos meses fueron inconsistentes. Algunos días volaba sobre las vallas como si tuviera resortes en los pies, registrando tiempos que la ubicaban entre las mejores del mundo.
Otros días tropezaba, se enredaba, llegaba a la meta con lágrimas en los ojos, porque había sentido la ausencia de don Aurelio como un puño en el estómago. La clasificación para Tokio llegó de forma casi milagrosa en el campeonato nacional, celebrado en junio en el mismo centro deportivo Magdalena Mixuca. Paloma necesitaba bajar 12 84 segundos para asegurar su boleto olímpico.
Era una marca que había logrado solo tres veces en su carrera, todas bajo la supervisión de don Aurelio. El día de la final nacional, Paloma se levantó antes del amanecer y caminó hasta la tumba de su entrenador en el panteón jardín. Llevó flores de cempasuchil amarillas, las favoritas del viejo, y se sentó sobre la tierra húmeda.
“Hoy necesito que corras conmigo, don Aurelio”, le dijo al aire de la mañana. Necesito sentir que estás ahí cronometrando, gritándome que puedo volar más alto. Esa tarde con el estadio lleno de familiares y algunos medios de comunicación, Paloma Rivera se colocó en los tacos de salida con el número cinco en el pecho y el peso de un país entero sobre sus hombros delgados.
A su derecha estaba Andrea Vargas, la favorita, campeona centroamericana y la vallista más consistente de México en los últimos 5 años. A su izquierda, Carmen Rodríguez, la veterana de 32 años que buscaba su segunda olimpiada. El disparo de salida resonó como un trueno en el estadio silencioso. Paloma salió más rápida de lo que había salido nunca, como si algo invisible la empujara hacia delante.
Sus primeros tres pasos fueron perfectos, exactamente como don Aurelio le había enseñado. El primer salto fue limpio, elegante, sin tocar la valla. El segundo también. En el tercero ya iba empatada con Andrea Vargas, pero fue en la séptima valla donde ocurrió algo inexplicable.
Paloma sintió una presencia a su lado, una energía familiar que la tranquilizó y la hizo volar más alto de lo que había volado jamás. Era como si don Aurelio corriera junto a ella, invisible para todos, excepto para su corazón, que lo reconocía en cada latido. “Vuela, mi hija, vuela.” La voz resonó en su cabeza con tanta claridad que Paloma volteó hacia la grada esperando ver a su entrenador parado ahí con su cronómetro.
Pero no había nadie, solo la sensación de que no estaba sola, de que nunca había estado sola. Los últimos 30 m los corrió como si tuviera fuego en los pies. Andrea Vargas, que había liderado toda la carrera, la vio pasar como una exhalación a 2 metros de la meta. Carmen Rodríguez ni siquiera se dio cuenta de que había sido superada hasta que escuchó el rugido de la multitud.
1279 segundos. El cronómetro marcó el mejor tiempo de la temporada mundial, la segunda mejor marca de la historia mexicana en la especialidad y más importante que cualquier número. Su boleto a Tokio 2020, celebrado en 2021 por culpa de una pandemia que había cambiado el mundo, Paloma se tiró sobre la pista y lloró como no había llorado desde el funeral de don Aurelio.
Pero estas eran lágrimas diferentes, lágrimas de alivio, de gratitud, de una felicidad tan intensa que le dolía el pecho. Cuando finalmente se levantó, miró hacia el cielo nublado de la tarde y susurró, “Gracias, don Aurelio, lo logramos.” Los siguientes dos meses fueron un torbellino de preparación.
La Federación Mexicana le asignó recursos que nunca había tenido. Nutriólogo, psicólogo, deportivo, fisioterapeuta, acceso a tecnología de punta para analizar su técnica. Pero Paloma rechazó cualquier cambio drástico en su rutina. Siguió entrenando en la misma pista de siempre, corriendo las mismas series que don Aurelio había diseñado para ella, manteniendo viva la esencia de lo que habían construido juntos durante 8 años.
La llegada a Tokio fue surreal. El aeropuerto Narita estaba prácticamente vacío debido a las restricciones de la pandemia. No había multitudes de turistas, no había el bullicio típico de unos Juegos Olímpicos, solo atletas, oficiales y personal médico moviéndose como fantasmas por pasillos que normalmente rebosarían de vida.
Paloma viajó con la delegación mexicana, pero se sentía extrañamente desconectada del grupo. Mientras sus compañeros hablaban de estrategias de rivales, de posibilidades de medalla, ella miraba por la ventanilla del avión pensando en don Aurelio. ¿Qué habría opinado de esta aventura? ¿Habría estado nervioso como ella? ¿Le habría dado algunos de sus consejos filosóficos que siempre la hacían sonreír? Los nervios son buenos, mi hija. Le había dicho antes de su primera competencia internacional. Significa que te importa. El día que no
tengas nervios será porque ya te rendiste. La villa Olímpica era un laberinto de edificios modernos donde cada delegación vivía en una burbuja cuidadosamente controlada. Los protocolos de COVID-19 habían convertido los juegos en un evento antiséptico, sin alma. No había intercambio de pins entre atletas, no había fiestas espontáneas, no había esa magia especial que hacía de las olimpiadas una celebración de la humanidad.
Paloma compartía habitación con Fernanda Pérez, lanzadora de jabalina que competiría en su tercera olimpiada. Fernanda era todo lo que Paloma no era. Extrovertida, confiada, acostumbrada a los grandes escenarios. Las primeras noches, mientras Fernanda hablaba por video llamada con su familia en Guadalajara, Paloma se quedaba en silencio, revisando videos de sus entrenamientos en su teléfono.
“¿Estás bien?”, le preguntó Fernanda una noche después de colgar con sus padres. “Te veo muy callada desde que llegamos.” Paloma le contó sobre don Aurelio, sobre los meses entrenando sola, sobre la sensación constante de estar haciendo todo esto sin la persona que más había creído en ella.
Fernanda la escuchó con atención, asintiendo de vez en cuando, y cuando Paloma terminó su relato, le dio un abrazo que olía a crema hidratante y a nostalgia. “Mi primer entrenador también murió”, le dijo Fernanda. cáncer de pulmón hace 6 años. Y te voy a decir algo que me dijeron a mí y que tardé mucho en entender. Él no se fue.
Está en cada paso que das, en cada salto que haces, en cada vez que decides no rendirte. Los muertos solo se van cuando los olvidamos y tú jamás lo vas a olvidar. Las primeras rondas clasificatorias fueron relativamente fáciles para Paloma. Su tiempo de entrada la ubicaba como la cuarta favorita al oro detrás de Greta Müller, la jamaikina Sharon Williams y la estadounidense Kendra Johnson.
En el papel tenía posibilidades reales de medalla. En la realidad se sentía como una impostora entre gigantes. Greta Müller era una celebridad en el mundo del atletismo. Sus uno, 78 met de altura y su físico esculpido en mármol, la habían convertido en la imagen de varias marcas deportivas internacionales.
Pero no era solo su apariencia lo que la hacía intimidante, era su frialdad calculada, su manera de analizar a sus rivales como si fueran variables en una ecuación que siempre resolvía a su favor. Desde que había llegado a Tokio, Greta había concedido entrevistas a medios de todo el mundo.
Hablaba con la seguridad de alguien que ya tenía el oro colgado en el cuello. “He estudiado a todas mis rivales”, declaró a la BBC. “Conozco sus tiempos, sus técnicas, sus debilidades. Esta final es solo una formalidad para confirmar lo que ya sabemos todos.” Cuando le preguntaron específicamente sobre Paloma Rivera, Greta hizo una pausa que se sintió eterna antes de responder.
La mexicana tiene potencial, pero le falta experiencia en grandes competencias. Una cosa es correr rápido en tu país y otra muy diferente es hacerlo bajo la presión olímpica. Además, entrenar sola es un error estratégico que se paga caro en este nivel. Esas palabras llegaron a los oídos de Paloma a través de las redes sociales, donde los fanáticos mexicanos las compartían con indignación.
¿Quién se cree esta alemana? Escribían. Paloma les va a demostrar de qué está hecha. Pero en lugar de motivarla, los comentarios de Greta la hundieron en una espiral de dudas. Y si tenía razón. Y si su clasificación había sido un golpe de suerte. Y si don Aurelio había estado equivocado al creer que podía competir con las mejores del mundo, la semifinal se celebró dos días antes de la final.
Paloma necesitaba terminar entre las dos primeras de su serie o hacer uno de los dos mejores tiempos de repechaje para clasificar a la final olímpica. Su serie era la más complicada, incluía a Greta Müller, a la jamaikina Sharon Williams y a la británica Emma Thompson, campeona europea vigente.
En los vestidores previos a la semifinal, Paloma se sentó en silencio mientras las otras atletas se preparaban con sus rituales habituales. Algunas escuchaban música con audífonos, otras hacían ejercicios de visualización, otras simplemente esperaban con la mirada perdida en el infinito. El ambiente era tenso, cargado de esa electricidad que precede a los momentos que definen carreras enteras.
Greta Müller se preparaba con la meticulosidad de un cirujano. Cada movimiento calculado, cada estiramiento cronometrado, cada respiración controlada. De vez en cuando miraba a Paloma por el rabillo del ojo, evaluándola como un depredador que estudia a su presa.
Nerviosa, le preguntó a Paloma en un inglés perfecto con una sonrisa que no llegaba a sus ojos azules. Un poco admitió Paloma. ajustándose los spikes con manos temblorosas. Es normal. Tu primera semifinal olímpica, ¿verdad? Es un nivel muy diferente al que estás acostumbrada. No había malicia evidente en las palabras de Greta, pero Paloma sintió el veneno escondido en la cortesía.
Era una forma sutil de sembrar dudas, de recordarle que era la novata en un grupo de veteranas curtidas en mil batallas. Cuando salieron al estadio, el rugido de la multitud los golpeó como una ola gigante. Aunque las gradas estaban medio vacías por las restricciones de la pandemia, los 35,000 espectadores presentes creaban un ambiente eléctrico. Paloma buscó instintivamente la sección donde estarían los aficionados mexicanos, pero las banderas de su país se perdían en un mar de colores de todas las nacionalidades. El juez principal pidió silencio en el
estadio. Señoras atletas, a sus marcas. Paloma se colocó en los tacos de salida, ajustó los bloques según la medida exacta que don Aurelio le había enseñado. El silencio en el estadio era sepulcral. 35,000 personas conteniendo la respiración al mismo tiempo. Listos. Paloma levantó la cadera, encontró el ángulo perfecto que había practicado miles de veces y esperó.
En ese momento de suspensión entre el listos y el disparo, sintió algo que no esperaba. Paz. Una calma extraña, como si don Aurelio estuviera parado justo detrás de ella, con su mano en su hombro, susurrándole que todo iba a estar bien. El disparo de salida sonó como un cañonazo en el silencio del estadio.
Paloma explotó de los tacos con una velocidad que ni ella misma sabía que tenía. La primera valla llegó en un parpadeo. La saltó limpiamente, sin rozarla, aterrizando con la precisión de una bailarina. En la quinta valla, las cosas comenzaron a complicarse. Paloma llegó medio paso mal medido, aunque logró saltarla sin tocarla, perdió el ritmo.
Greta Müller aprovechó ese titubeo para tomar una ligera ventaja. Las tres últimas vallas fueron una exhibición de voluntad pura. Paloma sabía que estaba perdiendo terreno, pero tenía algo que ninguna de ellas tenía. La sensación de que no estaba corriendo sola. En la octava valla sintió la presencia de don Aurelio más clara que nunca. No pienses, mija. Siente. Las vallas se saltan con el alma.
La novena valla la saltó mejor que ninguna de las anteriores, recuperando medio metro sobre Greta Müller. Los últimos 15 m fueron un sprint desesperado hacia la línea de meta. La foto finish fue necesaria para determinar las posiciones. Cuando finalmente aparecieron los resultados en el marcador electrónico, Paloma sintió que el corazón se le salía del pecho.
había clasificado a la final olímpica por 3 centésimas de segundo. Tres centésimas que representaban la diferencia entre ser una anécdota y tener la oportunidad de convertirse en leyenda. La mañana de la final amaneció perfecta en Tokio. Cielo despejado, temperatura de 24 gr, viento a favor de apenas 0.8 met por segundo, condiciones ideales para romper récords y hacer historia.
Paloma se despertó a las 6 de la mañana sin necesidad de alarma, con esa claridad mental que solo llega en los momentos más importantes de la vida. se duchó lentamente, dejando que el agua caliente relajara cada músculo de su cuerpo. Mientras se secaba frente al espejo del baño, se miró a los ojos y se reconoció por primera vez en meses.
No era la atleta quebrada que había perdido a su entrenador, ni la impostora que se sentía fuera de lugar entre las mejores del mundo. Paloma Rivera, la ballista más rápida de México, la mujer que había prometido a don Aurelio que iba a volar. El desayuno en la Villa Olímpica fue una ceremonia silenciosa.
Avena con frutos rojos, dos huevos revueltos, una tostada integral, jugo de naranja natural, la misma combinación que había desayunado antes de cada competencia importante durante los últimos 3 años. ¿Cómo te sientes?”, le preguntó Fernanda cuando terminaron de comer, como si fuera a vomitar y a volar al mismo tiempo, respondió Paloma con una sonrisa nerviosa.
“Perfecto, eso significa que estás lista. El trayecto al estadio fue un viaje a través del tiempo. Paloma miraba por la ventanilla del autobús oficial y recordaba cada momento que la había llevado hasta ahí. Los primeros entrenamientos con don Aurelio cuando tenía 15 años y era solo una adolescente flaca que corría más rápido que todas sus compañeras de la escuela.
Cada recuerdo tenía la voz de don Aurelio de fondo, sus consejos técnicos, sus regaños cuando se distraía, sus celebraciones exageradas cuando lograba una marca personal. El atletismo no es solo velocidad, mija, es poesía en movimiento y tú tienes el alma de una poeta. Al llegar al estadio, los ocho finalistas fueron escoltados a una sala de calentamiento privada.
Ahí se encontró nuevamente con Greta Müller, que se preparaba con la misma meticulosidad clínica de siempre. Que sea una buena carrera”, le dijo Greta en español con un acento perfecto que sorprendió a Paloma. “Que gane la mejor”, respondió Paloma, manteniendo el contacto visual por primera vez desde que se conocían. Greta asintió con respeto genuino.
“Eres más fuerte de lo que pensé. Ayer corriste como una veterana. La llamada para dirigirse al estadio llegó como un rayo. Señoras finalistas, es hora. El túnel que llevaba a la pista era un corredor de 50 m que se sintió como una eternidad. Cuando emergieron del túnel, el rugido del estadio golpeó como una pared de sonido.
45,000 personas de pie aplaudiendo, gritando, creando una sinfonía de expectación que hizo temblar las gradas. La presentación individual fue un momento que Paloma guardó para siempre en su memoria. Cuando escuchó Paloma Rivera México, levantó ambos brazos al cielo y sintió que don Aurelio aplaudía desde algún lugar más allá de las nubes.
Se dirigió a su calle, la número siete, y comenzó sus ejercicios finales de preparación. A su izquierda, en la calle 6, Greta Müller hacía lo mismo con esa concentración láser que la caracterizaba. Señoras atletas, últimos ajustes en los tacos. Paloma se arrodilló frente a sus bloques de salida y los ajustó por última vez. Mientras apretaba los tornillos, susurró una oración que no estaba dirigida a ningún dios en particular, sino a don Aurelio.
Ayúdame a volar, viejo, como me enseñaste, señoras atletas, a sus marcas. El momento había llegado. Paloma se colocó en posición, apoyó las manos exactamente en la línea blanca, ajustó sus pies en los bloques. En la calle 4, Greta Müller se acomodó con la precisión de un robot suizo. Listos. Paloma levantó la cadera, encontró el ángulo perfecto y en ese momento de suspensión entre el listos y el disparo ocurrió algo mágico. El tiempo se detuvo.
En su lugar llegó una calma sobrenatural y entonces lo sintió. Don Aurelio estaba ahí. Vuela, a mi hija escuchó su voz con una claridad que la estremeció. Vuela como siempre supiste que podías. El disparo de salida resonó como un trueno. Paloma explotó de los tacos con una potencia que ni ella misma sabía que poseía. La primera valla llegó en 7.
8 segundos, exactamente como había calculado. La saltó con una limpieza quirúrgica. En los primeros 30 met cinco atletas corrían prácticamente en patadas. Era la final más pareja en la historia de los 100 m con vallas olímpicos femeninos. En la tercera valla, Greta tomó una ventaja de medio metro que parecía definitiva.
Su técnica era hipnótica, cada paso medido al milímetro. En las gradas, los cronometristas ya comenzaban a susurrar que el récord olímpico estaba en peligro. Fue en la quinta valla donde las cosas comenzaron a ponerse interesantes. Paloma llegó perfectamente medida. Saltó con una confianza que sorprendió a los comentaristas y aterrizó en patada con la alemana, que por primera vez en toda la temporada tenía a alguien respirándole en la nuca.
Greta sintió la presencia de la mexicana a su lado y por una fracción de segundo volteó a mirarla. Fue un error microscópico, pero suficiente para alterar su ritmo perfecto. Su sexta valla no fue tan limpia como las anteriores. Paloma aprovechó ese titubeo para tomar la punta por primera vez. No era una ventaja grande, pero psicológicamente era devastadora.
La alemana, que nunca perdía estaba siendo superada por una mexicana que entrenaba sola. La séptima valla fue el momento de la verdad. Greta, con la experiencia de quien había ganado todo, aceleró como solo ella sabía hacerlo, recuperó la punta y la amplió a medio metro. En las gradas, los aficionados alemanes comenzaron a cantar, pero Paloma Rivera no había llegado hasta ahí para ser comparsa.
La octava valla la esperaba como una invitación a la gloria. saltó más alto de lo que había saltado nunca con una elegancia que desafió las leyes de la gravedad. Cuando aterrizó, ya había reducido la ventaja de Greta a menos de 10 cm. Las últimas dos vallas se aproximaban como dos montañas que había que conquistar en menos de 3 segundos.
45,000 personas gritaban tan fuerte que el sonido rebotaba en las paredes del estadio como una avalancha de emociones. La novena valla llegó como un flash de luz blanca. Greta la saltó con la seguridad de quien había hecho ese movimiento 10,000 veces en su carrera. Amplió su ventaja a 40 cm y ya comenzaba a saborear el oro que había perseguido durante 4 años.
Y entonces ocurrió lo imposible. En el momento exacto en que Paloma se preparaba para saltar la novena valla, sintió algo que la transformó completamente. Era la certeza absoluta de que don Aurelio estaba corriendo a su lado. “Ahora mi hija, ahora es cuando vuelas.” Saltó la novena valla con una técnica que desafió todo lo que había aprendido.
No fue un salto biomecánicamente perfecto como el de Greta. fue algo más primitivo y poderoso, un salto del alma. Cuando aterrizó, había recuperado 30 de los 40 cm que la separaban de Greta Müller. Solo quedaba una valla, una valla entre Paloma Rivera y la inmortalidad deportiva.
Greta se aproximaba a ese último obstáculo con la sonrisa de quien ya había ganado. Pero el deporte tiene esos momentos mágicos donde la lógica se rinde ante la épica, donde lo imposible se vuelve inevitable porque alguien decide que no hay otra opción más que volar. Paloma Rivera llegó a la última valla con el alma en llamas y el corazón explotándole en el pecho. No pensó en técnica ni en biomecánica.
pensó en don Aurelio mirándola desde algún lugar más allá de las nubes. Y entonces, en el segundo más importante de su vida, Paloma Rivera voló. No saltó la última valla, la atravesó como un rayo de luz, como una promesa cumplida después de años de dolor y sacrificio. Cuando aterrizó, ya había pasado a Greta Müller.
Los últimos 10 m fueron un sprint desesperado hacia la gloria. Paloma corrió. como si tuviera fuego en los pies. Greta, sorprendida por primera vez en años, intentó responder, pero ya era demasiado tarde. Paloma Rivera cruzó la línea de meta medio metro por delante de la tricampeona mundial con un tiempo de 12.67 67 segundos que pulverizó el récord olímpico. Se tiró sobre la pista y lloró como una niña pequeña.
Lloró por don Aurelio, lloró por su país, lloró por ella misma. Cuando finalmente se levantó, miró hacia el cielo nublado de Tokio y susurró, “Lo hicimos, don Aurelio. Volamos juntos.” Greta Müller se acercó a Paloma con lágrimas en los ojos.
Nunca he visto a nadie volar así”, le dijo en español, abrazándola con el respeto genuino de una campeona hacia otra. Te lo merecías más que yo. La ceremonia de premiación fue un momento que México entero guardó para siempre en su memoria colectiva. Cuando Paloma Rivera subió al escalón más alto del podium, 130 millones de mexicanos lloraron al mismo tiempo frente a sus televisores.
El himno nacional mexicano nunca había sonado tan hermoso. Paloma lo cantó con la mano en el corazón y los ojos llenos de lágrimas, pensando en don Aurelio. Cuando la bandera de México se hizó hasta la cima del mástil, Paloma levantó la vista al cielo y pudo jurar que vio a don Aurelio parado en las nubes con su cronómetro en la mano y esa sonrisa que iluminaba todo a su alrededor.
Y así fue como una alemana que ya saboreaba el oro descubrió que a veces los milagros llegan disfrazados de mexicanas que saltan la última valla como un rayo, llevando en sus alas el alma de todos los entrenadores que mueren creyendo en sueños imposibles.
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