Mamá, por favor, déjame comer un poquito. Te prometo que seré buena. La pequeña Sofía, de 6 años estaba acurrucada en el rincón oscuro de la habitación, con las manos diminutas aferradas a su vieja muñeca de trapo. En el suelo frío, un rayo de luz se filtraba por la rendija de la puerta, iluminando su rostro pálido y sus labios secos por el hambre.
Marcela, la madrastra hermosa, vestía un ceñido vestido rojo y llevaba los labios pintados a la perfección. Su sonrisa era tan brillante como una flor, pero su mirada más helada que la puerta de hierro recién cerrada tras ella. Dejó la bandeja de comida sobre la mesa y, sin dudar, la volcó al suelo. Mira, Sofía. Solo quien obedece merece comer.
El reloj del salón marcaba los segundos cada tic tac, cortando el aire silencioso. La niña temblaba mientras se arrastraba hacia los restos de comida, las lágrimas mezclándose con el polvo. Marcela levantó la mano, el vaso en su palma tembló, reflejando la luz como una hoja afilada a punto de caer. De pronto se escuchó el sonido de un motor afuera.
Las luces del coche atravesaron la ventana y la puerta principal se abrió de golpe. Una voz masculina rugió con furia. Marcela, ¿qué estás haciendo con mi hija?
El amanecer doraba los tejados antiguos de la hacienda Duarte en Puebla. En el gran salón, un piano descansaba bajo una fina capa de polvo. Hacía meses que nadie tocaba sus teclas. Alejandro Duarte, compositor famoso, detuvo su coche frente al portón de hierro. Había regresado sin avisar.
Después de tantos viajes, solo quedaba en él un cansancio que la música ya no podía curar. Abrió la puerta del coche y tomó una pequeña caja de madera. Dentro guardaba un violín en miniatura recuerdo de su esposa fallecida Isabel Navarro. Ella había llenado la casa de luz y melodía antes del accidente.
Desde su muerte, la hacienda solo conservaba el eco del viento. Cuando abrió la puerta principal, Alejandro notó algo distinto en el aire. Era frío, pesado y triste. Todo estaba en orden, pero el silencio era espeso. Llamó en voz baja. Sofía, ¿dónde estás, hija? Un sonido leve llegó desde el piso superior. Subió las escaleras con paso lento.

En la luz suave de la mañana vio a su hija sentada junto a la ventana. La niña tenía el cabello castaño trenzado y dibujaba con crayones. A su lado reposaba una muñeca vieja con un lazo azul gastado. Al sentir la sombra de su padre, Sofía levantó la vista. Sus ojos color miel se iluminaron y después se llenaron de lágrimas. Papá. Alejandro sonrió, se arrodilló frente a ella. y la abrazó con fuerza. Sí, mi amor.
He vuelto. Durante unos segundos, el mundo pareció detenerse. El olor del cabello de la niña, su calor, la sensación de estar en casa. Pero la paz se rompió cuando una voz de mujer sonó desde la puerta. Alejandro, que sorpresa, no sabía que volverías hoy.
Camila Villalobo, su esposa y antigua representante artística, apareció en el umbral. Llevaba un vestido de seda negra y el rostro perfectamente maquillado. El perfume fuerte llenó la habitación. El vuelo cambió de horario. Quería regresar temprano dijo él. Camila sonrió y se acercó. Ajustó su cuello con gesto delicado, pero su mirada se detuvo un instante en la niña.
Qué lindo verte con tu padre, Sofía, aunque deberías estar repasando tus lecciones, no dibujando. Sofía murmuró. Hoy es sábado, los artistas no descansan los sábados”, respondió Camila sin mirarla. Alejandro percibió la tensión, pero cayó. Desde que se había casado de nuevo, siempre pensó que el tiempo traería paz. Esa mañana comprendió que el tiempo solo había ensanchado la distancia. Durante el desayuno, la mesa lucía perfecta.
Vajilla de porcelana, pan dulce café recién hecho, pero el silencio pesaba. Camila hablaba de contratos y conciertos mientras Sofía apenas comía. Llamaron de Viena, dijo Camila. Te necesitan antes de lo previsto. ¿Quieren que prepares el concierto internacional? Tan pronto preguntó Alejandro. La fama no espera respondió ella con sonrisa fría.
Sofía bajó la cuchara. Te vas otra vez, papá Alejandro acarició su cabeza. Solo serán unos días. Cuando vuelva iremos al lago Esmeralda, te lo prometo. Camila dejó la taza con un leve golpe. Desde hoy hay una regla nueva. Sofía no puede subir al estudio de su padre sin mi permiso. Entendido. La niña asintió en silencio.
Desde la cocina, doña Remedios, la ama de llaves, observaba preocupada. Señora, la niña tiene solo 6 años. Camila giró despacio. Precisamente por eso. Cuanto antes aprenda disciplina, mejor. Al caer la tarde, Alejandro preparó su maleta. Camila lo acompañó con una sonrisa rígida. Sofía corrió hasta el portón y tomó su mano.
Papá, ¿puedo ir contigo la próxima vez cuando seas más grande? Ahora sé obediente. Puedo tocar el piano mientras no estás. Alejandro dudó un instante, luego sonrió. La música siempre será tu refugio. Besó su frente y subió al coche. Las luces rojas se alejaron entre los árboles. El viento del lago Esmeralda movió las cortinas del estudio. Sofía se acercó al piano y presionó una tecla.
El sonido fue débil como un suspiro. Desde la escalera Camila la observaba. No toques ese piano sin mi permiso. Sofía retiró la mano. Sí, señora. La puerta se cerró con un golpe seco. El eco recorrió los pasillos vacíos. Sofía abrazó su muñeca vieja y miró por la ventana. El cielo se oscurecía y la primera luz de la luna caía sobre las teclas. La última nota del día se apagó lentamente como el calor que su padre había dejado atrás.
La noche cayó sobre la hacienda Duarte como una manta pesada. El viento del lago Esmeralda soplaba entre los pinos haciendo crujir las ventanas viejas. En el piso superior, la lámpara del pasillo parpadeaba con una luz amarillenta. Ofía estaba en su habitación sentada sobre la cama, abrazando su muñeca de trapo.
Escuchaba el sonido distante del coche de su padre, alejándose por el camino empedrado. Cada minuto lo sentía más lejos, como si el eco del motor se llevara también su respiración. Camila cerró las cortinas del salón y revisó el reloj. Sus movimientos eran suaves, calculados, como los de alguien que no deja espacio al azar. Llamó con voz fría. Sofía, ven aquí.
La niña bajó las escaleras despacio. Llevaba un vestido de algodón azul que su madre le había cosido años atrás. Camila la observó con una mezcla de desprecio y curiosidad. “Mañana comenzaremos con nuevas reglas. Tu padre necesita paz para crear y tú, pequeña, debes aprender a comportarte.” Sofía la miró confundida.
Yo me porto bien, señora. Camila se inclinó hacia ella y respondió con un tono más bajo. Obedecer no es suficiente. Necesitas disciplina. A partir de ahora te levantarás antes del amanecer. Harás tu cama, estudiarás dos horas y luego ayudarás a doña remedios en la cocina. No cantarás, no correrás y no hablarás si no se te pregunta. Entendido. Sí, señora. Camila sonrió satisfecha.
Muy bien, mañana lo pondremos a prueba. A la mañana siguiente, el sol aún no salía cuando Sofía fue despertada por un golpe seco en la puerta. Arriba, ya es hora. La niña se vistió rápido y bajó a la cocina. Doña Remedios la esperaba con una taza de leche tibia y pan recién horneado. Come un poco mi vida, no puedes trabajar con el estómago vacío.
Sofía sonrió tímidamente. Gracias, doña Remedios. Antes de que pudiera dar un sorbo, Camila apareció en el umbral. Le estás dando pan dulce antes de sus tareas. Es solo una niña, señora. Camila cruzó los brazos precisamente por eso. Si aprende que la vida es fácil, nunca será digna de su apellido. Doña Remedios bajó la mirada y se quedó en silencio.
Sofía dejó el pan sobre el plato sin atreverse a tocarlo. El resto del día fue una prueba interminable. Camila la hizo ordenar los libros del estudio, limpiar los cristales y permanecer de pie mientras ella tocaba el piano con una perfección vacía. Cada nota era fría. Sin emoción, Sofía observaba en silencio, recordando cómo sonaba aquel mismo instrumento cuando su madre lo tocaba.
A media tarde, la niña intentó subir al balcón para ver el lago, pero la voz de Camila la detuvo. No te acerques al agua. Ese lugar no es para soñadoras. Mi mamá decía que el lago guarda los deseos. Tu madre vivía entre fantasías, por eso murió sin entender el mundo. Sofía apretó con fuerza la muñeca de trapo. No respondió.
Aprendía que el silencio era la única defensa que tenía. Esa noche, mientras Camila cenaba sola en el salón principal, Sofía se quedó sentada en el pasillo esperando que doña Remedios le contara una historia como solía hacerlo, pero la mujer estaba ocupada en la cocina y la niña se quedó dormida sobre el suelo frío.
En sueños oyó una melodía suave, la misma que su madre solía tocar. Despertó sobresaltada, creyendo escuchar el piano desde la planta baja. Se levantó descalza y bajó las escaleras. La casa estaba oscuras, pero en el salón una vela encendida iluminaba el piano. Sobre las teclas una hoja seca descansaba como una firma invisible. Sofía se acercó y temblando presionó una tecla.
El sonido fue puro, casi dulce. De repente, la voz de Camila resonó de ella. ¿Qué crees que haces? La niña retrocedió asustada. Solo quería tocar una canción de mamá. Camila la tomó del brazo con fuerza. Tu madre no volverá y tú harás bien en olvidarla. El tirón fue tan brusco que la muñeca cayó al suelo. Camila soltó a la niña y subió las escaleras sin mirar atrás.
Sofía recogió la muñeca, se sentó en el suelo y empezó a tararear bajito para calmar el miedo. Si tengo miedo, canto. Mamá decía que así el corazón no se apaga. Doña Remedios apareció desde la cocina con los ojos cansados. se arrodilló junto a la niña y le acomodó el cabello. No llores, mi vida, todo pasará. Dios ve lo que nosotros no podemos ver. Sofía la miró con lágrimas.
Cuando vuelve papá, pronto mi cielo y cuando vuelva todo será distinto. Pero en el fondo, doña Remedios no estaba segura. miró hacia el piano y notó algo extraño. Una de las teclas tenía una mancha pequeña rojiza, como si alguien la hubiera tocado con un dedo herido. El sonido del viento se coló por las rendijas y, en algún lugar del lago Esmeralda, una campana distante marcó la medianoche.
Esa fue la primera noche en que Sofía aprendió que el miedo podía tener reglas y que su casa ya no era un hogar, sino un lugar donde cada nota de música anunciaba un silencio más profundo. Si todavía estás viendo, deja el número uno en los comentarios para que sepa que sigues conmigo. El amanecer llegó sin color. Una niebla espesa cubría los jardines de la Hacienda Duarte, y el canto de los gallos parecía ahogarse en el aire húmedo.
Sofía se despertó con el sonido de pasos firmes en el pasillo. Sabía que era Camila. No necesitaba verla para sentir su presencia. Desde la noche anterior, la casa se había vuelto a un lugar de ecos, un espacio donde cada palabra debía medirse como si pudiera romperse. “Levántate, Sofía. Ya es hora de empezar el día.” La voz de Camila entró por la puerta entreabierta sin calidez.
“Sí, señora”, respondió la niña en un hilo de voz. Sofía se vistió despacio. Elegió el mismo vestido azul que había usado el día anterior. Tenía el dobladillo roto, pero era el único que todavía le quedaba de su madre. Bajó las escaleras con cuidado mientras doña Remedios la esperaba en la cocina. El olor a pan y a canela llenaba el ambiente y por un momento el mundo pareció menos cruel.
“Ven, hijita, toma un poco de leche”, dijo la mujer mayor. Sofía sonrió con timidez y se sentó a la mesa. “¿Puedo ayudarle a usted hoy, doña Remedios?” “Claro que sí, mi niña. Vamos a preparar el desayuno del señor Alejandro, aunque me temo que tardará en volver.” Las manos de la niña eran pequeñas, pero trabajaban con cuidado. Sin embargo, la tranquilidad duró poco.
La figura de Camila apareció en el marco de la puerta. Llevaba un vestido color marfil y un peinado perfecto. Remedios. ¿Por qué la niña está aquí sentada? Debe practicar su lectura. Ya terminó su tarea, señora. Camila la ignoró. Sofía sube al salón y repite las reglas que te enseñé ayer. Sofía dejó el pan sobre la mesa y caminó hacia el gran salón.
El piano brillaba bajo la luz de la mañana, pero nadie se atrevía a tocarlo. Camila la siguió con los brazos cruzados. Dime las reglas, Sofía. Levantarse antes del amanecer, no hablar sin permiso, no tocar el piano, no salir sola al jardín. Muy bien, dijo Camila. Ahora agrega una nueva. No llorarás. No, aquí.
Sofía bajó la cabeza. Sí, señora. Camila sonrió satisfecha y se alejó hacia la terraza. La niña se quedó quieta mirando el piano. Pensó en su madre y en las canciones que solía tocarle antes de dormir. Recordó la voz dulce que le decía que la música era una oración sin palabras.
Esa tarde, mientras Camila dormía la siesta, Sofía se acercó al piano, levantó la tapa con cuidado. Sus dedos temblaban, pero presionó una nota, luego otra y otra más. La melodía que salió fue torpe, pero llena de ternura. Era la canción que su madre le había enseñado una melodía sencilla sobre el sol y el agua. Doña Remedios la observó desde la puerta y sonrió.
Por un instante, la hacienda volvió a tener vida, pero entonces el sonido de unos pasos en el pasillo rompió la calma. Camila apareció con el rostro endurecido. ¿Qué te dije sobre tocar el piano? Sofía se levantó de golpe. Solo quería practicar la canción de mamá. Tu madre está muerta. No necesita su música. Camila cerró el piano con un golpe que hizo vibrar las paredes. Sube a tu cuarto y no quiero verte hasta la cena.
Sofía corrió por las escaleras y se encerró en su habitación. se sentó junto a la ventana y miró hacia el lago Esmeralda. Allí el agua brillaba como un espejo. A veces imaginaba que su madre vivía en el reflejo sonriendo desde el fondo. Cuando el sol comenzó a ocultarse, Sofía tomó un pedazo de carbón del suelo y escribió en la pared blanca Sigo aquí.
Lo hizo despacio, letra por letra, como si fuera un secreto que solo el viento debía leer. En la noche, Camila paseaba por el pasillo con una copa de vino en la mano. Escuchó un murmullo detrás de la puerta de la niña. Entró sin avisar y vio las palabras en la pared. ¿Qué es esto? Sofía se encogió de miedo. Es un juego.
Mamá me decía que cuando uno escribe lo que siente, el corazón respira mejor. Camila borró las palabras con un trapo. Tu madre te llenó de tonterías. Aquí ya nos escriben recuerdos. Cuando salió Sofía se arrodilló frente a la pared vacía. Mamá, si estás escuchando, ayúdame a ser fuerte. En la cocina doña Remedios escuchó la voz apagada de la niña y se limpió las manos en el delantal. Pobrecita, murmuró. El silencio también puede matar.
Al día siguiente, Camila decidió que Sofía debía aprender modales de señorita. La llevó al salón y colocó un libro grueso sobre su cabeza. Camina recta sin mirar al suelo. Sofía obedeció, pero el libro cayó varias veces. Cada caída provocaba una mirada severa. Eres torpe así. Jamás serás digna del apellido Duarte. La niña intentó contener las lágrimas.
No quiero ser perfecta. Solo quiero que papá me escuche. Camila se detuvo. Tu padre escucha lo que yo le digo y mientras viva conmigo también obedecerás lo que yo digo. Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Doña Remedios, que observaba desde la puerta, sintió un escalofrío. Sabía que la maldad no siempre gritaba. A veces hablaba despacio con voz educada y sonrisa de porcelana.
Esa noche Sofía se durmió abrazando su muñeca. Afuera el viento movía los árboles y en algún lugar del lago se oyó un leve chapoteo. La niña soñó que su madre tocaba el violín sobre el agua. Cuando despertó, juró haber escuchado una nota suave venir del piano. Se levantó, fue hasta la escalera y miró hacia el salón oscuro.
El piano estaba cerrado, pero una de sus teclas brillaba bajo la luz de la luna como si alguien la hubiera tocado hace un momento. Sofía volvió a su habitación y se escondió bajo las mantas. El silencio de la casa era tan grande que parecía tener peso. En ese silencio, la niña comprendió que su voz no valía nada para los adultos que la rodeaban y que cada día que pasaba debía inventar un nuevo modo de hablar con el corazón sin decir una sola palabra.
Y así la pequeña Sofía Duarte comenzó a escribir en su mente canciones que nadie más oiría, melodías hechas de esperanza y de miedo. Notas que algún día tal vez lograrían romper el muro del silencio que su madrastra había construido a su alrededor. La tercera mañana amaneció con un cielo gris y un aire inmóvil tan denso que hasta los pinos parecían contener la respiración.
En la hacienda Duarte, el sonido de los pasos de Camila retumbaba como un reloj de castigo, marcando las horas del miedo. Sofía, con los ojos hinchados de no dormir, se puso el mismo vestido azul, ya descolorido y bajó en silencio las escaleras. En la cocina, Doña Remedios, la esperaba con un trozo de pan envuelto en un paño.
“Cómelo rápido, mi niña, antes de que baje,” la señora susurró. Sofía asintió y mordió el pan con hambre. Papá volverá pronto, preguntó entrebocados. Eso dijo en su última llamada. Ten fe, mi vida, respondió la mujer mayor, intentando sonreír. Pero la puerta del salón se abrió con brusquedad. ¿Qué pasa aquí? Camila estaba de pie, impecable como siempre, pero sus ojos tenían una dureza nueva.
Pan antes de cumplir con sus tareas. Otra vez doña Remedios trató de intervenir. Señora, la niña, silencio. Interrumpió Camila. Tú no decides lo que es mejor para ella, ni tú ni nadie. Sofía bajó la cabeza y dejó el pan sobre la mesa. Camila se acercó y le levantó la barbilla con un dedo. Hoy aprenderás a no desobedecerme jamás.
¿Me oíste? Sí, señora. Bien, después del almuerzo, quiero que limpies el estudio de tu padre. No toques nada más. La niña asintió. Pero cuando la mujer se fue, doña Remedios, la abrazó rápido, sin decir palabra. Si el miedo te ahoga, canta bajito. Eso espanta la oscuridad, le susurró al oído. Esa tarde Sofía entró al estudio de su padre.
El olor a madera vieja y tinta seca llenaba el aire. Las partituras estaban apiladas sobre el escritorio, algunas con manchas de café y notas a lápiz. En una esquina, el violín de su madre descansaba dentro de su estuche de terciopelo rojo. La niña se acercó temblando y deslizó los dedos sobre la tapa.
“Mamá, ¿puedo tocarlo solo un poquito?”, murmuró, abrió el estuche y sacó el violín con cuidado. Era ligero, casi cálido, como si aún guardara el pulso de su madre. Intentó pasar el arco sobre las cuerdas. El sonido fue débil, pero dulce. Una sola nota flotó en el aire pura como un suspiro. El golpe de la puerta la hizo estremecerse.
Camila estaba allí su silueta recortada por la luz del pasillo. ¿Qué estás haciendo? Solo quería oír una nota. Te dije que no tocaras nada, gritó Camila, arrebatándole el violín de las manos. El arco cayó al suelo con un sonido seco. No exclamó Sofía intentando recogerlo. Camila la tomó del brazo con fuerza y la arrastró hacia la puerta. Ya basta. Estás castigada.
Tres días sin comida hasta que aprendas a obedecer. Doña Remedios corrió desde la cocina. Señora, por el amor de Dios, es una niña. Una niña malcriada que necesita disciplina, respondió Camila, empujando a Sofía hacia las escaleras. El sonido del cerrojo cerrándose fue como un trueno. La noche llegó con lluvia. En la habitación oscura, Sofía se acurrucó en el suelo.
El estómago le dolía y su garganta ardía de sed. Las lágrimas corrían silenciosas, pero ella seguía tarareando apenas un hilo de voz. Si tengo miedo, canto. Y tengo frío, rezo. Afuera, la tormenta golpeaba los ventanales. En el pasillo, el sonido de los tacones de Camila iba y venía implacable. Pero doña Remedios, desobedeciendo las órdenes, subió en secreto.
Dejó un vaso de agua y una manzana junto a la puerta cerrada. “Dios te cuide, hijita”, murmuró antes de alejarse. Pasaron las horas y el sueño se mezcló con los truenos. Sofía soñó que el lago Esmeralda la llamaba con una voz suave como la de su madre. “Ven, hija, el agua no tiene miedo”, despertó sobresaltada. La habitación estaba completamente oscura, salvo por la luz azul que se filtraba por la ventana.
se levantó despacio, abrió el pestillo y salió descalza al pasillo. El silencio era profundo. Bajó las escaleras y cruzó el vestíbulo. El viento había dejado la puerta trasera entreabierta. Salió al jardín donde la hierba húmeda le rozaba los pies. Siguió el camino empedrado que llevaba al lago.
Cada paso era un desafío al miedo. La neblina cubría el agua y el reflejo de la luna se rompía en ondas suaves. Sofía se arrodilló junto a la orilla y sacó de su bolsillo un dibujo arrugado ella su padre y su madre frente al piano. Lo colocó sobre el agua. “Mamá, te extraño”, susurró. Quiero que me escuches.
La hoja flotó unos segundos y luego comenzó a alejarse impulsada por el viento. Si llegaba al centro del lago, su deseo se cumpliría. Eso le había dicho su madre. En ese momento, un sonido rompió el silencio. Tacones sobre el camino. Sofía Camila apareció entre la niebla. Su voz dura el rostro descompuesto por la furia. ¿Qué crees que estás haciendo? Regresa ahora mismo. La niña retrocedió un paso.
Solo estaba jugando. Jugando. ¿Sabes lo que haces? Haces que todos hablen la hija del famoso compositor vagando como una mendiga. Nos estás avergonzando. La tomó del brazo y la sacudió con fuerza. El dibujo cayó al agua y se hundió. “Mira lo que hiciste”, gritó Sofía entre lágrimas. “Ya no más tonterías”, respondió Camila, tirando de ella hacia la casa.
En el forcejeo, la muñeca de trapo cayó al suelo y quedó a la deriva flotando sobre el lago. Samila no miró atrás. Solo el viento y el chapoteo del agua quedaron de testigos. Al amanecer, doña Remedios encontró las huellas pequeñas que llevaban hasta el lago y regresaban. En la ventana del cuarto de Sofía vio el rostro pálido de la niña apoyado contra el vidrio.
“¡Mi vida!”, susurró la mujer con un presentimiento oscuro. Sabía que algo estaba a punto de romperse y en el fondo del lago, entre las sombras, el dibujo de la familia seguía flotando deshecho por la lluvia, pero todavía visible, como si la madre de Sofía se negara a desaparecer por completo. La tarde cayó sobre la hacienda Duarte con un cielo encapotado.
El aire olía a humedad y a hierba recién cortada. En el interior el ambiente era más denso que nunca. Desde el incidente junto al lago, Camila no había vuelto a mencionar el castigo, pero sus ojos vigilaban a Sofía con un control más silencioso y cruel. Doña Remedios, mientras tanto, caminaba de un lado a otro en la cocina inquieta, había visto la marca en el brazo de la niña el enrojecimiento que delataba la fuerza con la que había sido arrastrada.
Cada vez que la señora Duarte cruzaba por el pasillo remedios, apretaba el rosario en su bolsillo y murmuraba una oración. Esa noche el cielo se rompió en truenos. La lluvia golpeaba las ventanas como si quisiera entrar. Sofía sola en su habitación no podía dormir.
El ruido del agua le recordaba a la voz de su madre la melodía que le cantaba antes de dormir. Cerró los ojos e intentó imaginarla a los dedos finos tocando el violín el cabello cayéndole sobre los hombros. Entonces escuchó un golpe. Provenía del piso de abajo, un sonido seco repetido como si algo hubiera caído. Sofía se levantó descalza y avanzó por el pasillo. La casa estaba a oscuras. Solo la luz de los relámpagos iluminaba los cuadros del corredor.
Al llegar al salón vio algo extraño. El piano estaba abierto. Una de sus teclas se movía lentamente, como si alguien invisible la hubiera presionado. El corazón de Sofía empezó a latir con fuerza. “Mamá”, murmuró. Dio un paso más. El aire estaba helado, pero no sintió miedo.
Colocó sus pequeños dedos sobre el teclado y tocó la misma melodía que su madre le enseñaba cuando era más pequeña. Cada nota sonaba como un suspiro, una súplica. De pronto, una voz rompió el encanto. “¿Qué haces levantada a estas horas?” Camila apareció en la puerta con una vela en la mano. La luz temblorosa dibujaba su sombra alargada en la pared. Solo quería tocar un poco.
A esta hora con la tormenta, su voz sonaba más peligrosa que los truenos. Se acercó lentamente la vela brillando en sus ojos oscuros. Tu madre te llenó de fantasías. No puedo permitir que sigas su ejemplo. Si sigues desobedeciéndome, te encerraré hasta que aprendas. Sofía dio un paso atrás temblando. Por favor, señora, no me encierre. Pero la mujer no respondió.
Con un movimiento brusco sopló la vela y la casa quedó sumida en la oscuridad. Un rayo iluminó el rostro de Camila por un instante y Sofía vio algo que la dejó sin respiración, una expresión vacía sin rastro de humanidad. “Sube a tu habitación”, ordenó. “Y no quiero oír ni un sonido más.” La niña corrió escaleras arriba.
En la cocina doña Remedios había escuchado todo. Cuando los pasos de Camila se perdieron, subió despacio y tocó la puerta del cuarto de Sofía. Soy yo, hijita. Sofía abrió con cuidado. Tenía el rostro pálido y los ojos llenos de lágrimas. ¿Por qué me odia, doña Remedios? Yo no le he hecho nada. La mujer la abrazó con ternura. No es odio, mi amor, es miedo.
A veces la gente cruel solo tiene miedo de perder el control. Y si papá nunca vuelve, volverá. Los hombres como tu padre pueden perderse en el ruido del mundo, pero el corazón siempre los llama de regreso. Sofía suspiró. Afuera, el viento golpeaba los ventanales. En el jardín, las flores de jazmín se mecían bajo la lluvia.
¿Puedo escribirle una carta a mamá?, preguntó. Claro, mi vida. Escríbele todo lo que guardas aquí. La mujer le tocó el pecho con un dedo. Así tu corazón no se enferma. Sofía tomó un cuaderno y escribió con letra temblorosa, “Mamá, la casa está triste.” Camila dice que la música no sirve, pero yo sé que tú me escuchas.
Si papá regresa, prométeme que le dirás que no tenga miedo de mirarme a los ojos. Dejó la carta bajo la almohada y se quedó dormida. A la mañana siguiente, la tormenta había cesado, pero un silencio espeso flotaba sobre la hacienda. Doña Remedios bajó al jardín para colgar la ropa cuando notó algo en el suelo, un sobremojado arrastrado por el viento hasta la entrada. Lo recogió con cuidado.
En el frente con letra desconocida se leía para el señor Alejandro Duarte. El corazón de la mujer dio un salto, corrió al despacho, lo secó y lo abrió con manos temblorosas. Dentro había una carta mecanografiada. Señor Duarte, lo que ocurre en su casa no es lo que usted cree. Su esposa no actúa movida por amor. Hay cosas que debe ver con sus propios ojos.
Regrese antes de que sea demasiado tarde. No había firma. Doña Remedio se llevó la mano al pecho. Dios mío, ¿alguien más sabe? Guardó la carta entre sus ropas, sabiendo que si Camila la encontraba sería su final. Esa noche, cuando Sofía fue a dormir, el viento volvió a soplar desde el lago.
En la penumbra, la niña creyó escuchar una melodía lejana, la misma canción que había tocado en el piano la noche anterior. La música venía desde afuera. Se levantó, fue hasta la ventana y vio bajo la luz de la luna figura borrosa junto al agua, una mujer de cabello largo sosteniendo un violín. Sofía sonrió entre lágrimas. “Mamá”, susurró doña Remedios. Al entrar minutos después, la encontró dormida con una sonrisa tranquila.
No dijo nada, solo miró hacia el lago donde el reflejo del agua seguía temblando como si alguien invisible siguiera tocando. Y en la distancia, un coche oscuro avanzaba por el camino de piedra. Alejandro Duarte regresaba sin saber que su casa estaba a punto de revelarle un secreto que cambiaría su vida para siempre. Si todavía estás viendo, deja el número uno en los comentarios. para que sepa que sigues conmigo.
El amanecer se levantó entre nubes densas y una bruma ligera cubría los campos que rodeaban la hacienda Duarte. El sonido de un motor interrumpió el silencio. El coche negro avanzaba lentamente por el camino empedrado, dejando atrás el eco del barro húmedo y los recuerdos del viaje. Alejandro Duarte apretaba el volante con fuerza. Había regresado antes de lo previsto. No había avisado a nadie.
Ni siquiera a Camila. Algo en su interior le decía que debía volver, como si una nota invisible lo hubiera llamado desde la distancia. En el asiento del copiloto descansaba una pequeña caja envuelta en papel plateado, un regalo para Sofía, un violín en miniatura con su nombre grabado.
Al llegar a la entrada, el portón de hierro estaba entreabierto. Extrañado, bajó del coche y lo empujó con esfuerzo. El chirrido del metal le erizó la piel. Caminó hacia la puerta principal y notó algo que lo detuvo un silencio espeso distinto al de otras veces. No había música, ni voces, ni el tintinear de los utensilios en la cocina. Entró despacio.
El aire olía a vino a humedad y a madera vieja. Camila, Sofía. Nadie respondió. El reloj del pasillo marcaba las 8, pero parecía que la casa hubiera detenido el tiempo. Alejandro dejó la caja sobre la mesa del vestíbulo y subió las escaleras. Al pasar por el estudio, notó una mancha pequeña y oscura en el suelo.
Se inclinó y la tocó con los dedos. Era sangre seca. El corazón le dio un vuelco. Corrió hacia la habitación de su hija. La puerta estaba entreabierta. Dentro Sofía dormía sobre la cama envuelta en una manta delgada. Su rostro era pálido, sus labios resecos. Sofía susurró. La niña abrió los ojos lentamente. Papa.
Alejandro la abrazó sintiendo lo liviano de su cuerpo, como si la niña se hubiera desvanecido por dentro. Mi vida, ¿qué ha pasado aquí? Sofía quiso hablar, pero apenas pudo pronunciar un susurro. No me castigues, papá. Ya no me escaparé. Alejandro sintió un escalofrío recorrerle la espalda. ¿Quién te castigó, hija? ¿Qué te han hecho? En ese momento escuchó el sonido familiar de unos tacones en el pasillo. Camila apareció en el umbral con una serenidad que resultaba casi siniestra.
“Regresaste temprano”, dijo con una sonrisa tensa. “Sí”, respondió él, “y parece que no en buen momento. ¿Qué significa esto? ¿Por qué está así?” Mi hija Camila avanzó lentamente. “No exageres, Alejandro. Solo le estaba enseñando disciplina. Los niños malcriados no aprenden con ternura. Disciplina, repitió él con la voz temblando de ira.
La dejaste encerrada sin comida, Camila levantó una ceja, una lección pequeña. No fue nada grave. Los artistas como tú no entienden de límites. ¿Crees que el amor basta? Alejandro se levantó. Camila, esa niña es lo único puro que me queda. Mi hija no es tu experimento. Tu hija, corrigió. Ella vive bajo mi techo, bajo mis reglas.
Si no fuera por mí esta casa, ya se habría hundido junto con tu fama. El silencio cayó como un golpe. Alejandro la miró incrédulo. Te casaste conmigo por ambición, no por amor. Camila sonrió sin negarlo. Ambición, amor, poder, todo es lo mismo. ¿No crees? Tú compones sin alma. Yo vivía sin escenario. Solo necesitábamos una máscara. Sofía temblando observaba desde la cama.
Papá, tengo miedo. Alejandro se arrodilló junto a ella. No, mi amor, ya no más. Su voz se quebró. Luego se volvió hacia Camila. Te equivocas si crees que seguiré permitiéndolo. Camila soltó una risa breve, amarga. ¿Y qué harás? Contarle al mundo que tu esposa lastimó a tu hija. Los periódicos se devorarían tu reputación. Eres el compositor de la esperanza. No.
¿Cómo explicas esto sin destruirte? Alejandro no respondió. Tomó a Sofía en brazos y caminó hacia la puerta. Tal vez pierda mi reputación, pero no pienso perder a mi hija. Camila dio un paso atrás. Si cruzas esa puerta, nada volverá a ser igual. Alejandro se detuvo en seco. Exactamente eso es lo que quiero. Salió sin mirar atrás.
La lluvia volvía a caer empapando el camino. El viento del lago Esmeralda soplaba con fuerza, como si quisiera limpiar el aire de aquella casa. Sofía apoyó la cabeza sobre su hombro. Papá, ¿a dónde vamos? A un lugar donde nadie puede hacerte daño y mamá estará allí. Alejandro la abrazó con fuerza. Sí, en cada nota que toques, ella estará contigo. Condujo hasta la clínica del Dr. Ricardo Alcántara, su amigo de toda la vida.
El médico lo recibió con el ceño fruncido al ver el estado de la niña. Dios mío, Alejandro, ¿qué ocurrió? Camila la maltrató, no sé hasta qué punto. Ricardo la examinó con cuidado. Está débil, deshidratada y asustada, pero sobrevivirá. Lo que más necesita ahora es paz. Alejandro se dejó caer en una silla. No puedo creer que no lo vi antes.
Todo este tiempo yo la dejé sola con ella. Ricardo puso una mano en su hombro. No te castigues más, pero tampoco te calles. Esto debe denunciarse. En ese momento, la puerta se abrió y doña Remedios entró empapada por la lluvia con el rostro descompuesto. “Señor Alejandro”, dijo sacando un pequeño grabador de su bolso.
“Guardé esto la noche que me despidieron. Tenía miedo, pero ya no más.” Puso el aparato sobre la mesa y presionó el botón. Una voz resonó desde el altavoz. Era Camila. Te mostraré lo que es el miedo de verdad. Luego el sonido de un golpe, un soyo, infantil, y la voz de Sofía murmurando. Lo siento, mamá. El silencio que siguió fue insoportable.
Alejandro cerró los ojos. Las lágrimas se mezclaron con el agua de la lluvia que aún le caía del cabello. Ella, murmuró. Ella realmente lo hizo. Ricardo apretó los puños. Esto es prueba suficiente. Si no la denuncias, lo hará el destino. Pero si lo haces tú, al menos salvas a tu hija. Alejandro levantó la mirada más firme que nunca. No habrá más silencio ni más miedo.
Miró a Sofía dormida sobre la camilla. Prometo que a partir de hoy todo lo que compongas será para protegerte. Y afuera entre los árboles mojados el lago Esmeralda reflejaba un relámpago, como si el alma de Isabel, la madre perdida, hubiera escuchado la promesa y respondiera con una nota luminosa que flotó sobre el agua antes de desvanecerse en la oscuridad. El amanecer trajo un silencio extraño a la clínica de Monterrey.
En la habitación número seis, Sofía dormía profundamente. Su respiración por fin tranquila. A su lado, Alejandro permanecía sentado con los codos sobre las rodillas y la mirada perdida. Frente a él, el pequeño grabador descansaba sobre la mesa metálica como un testigo mudo de todo lo que había ocurrido.
Doña Remedios, con los ojos cansados, sostenía una taza de café. “Señor Alejandro, murmuró, esa prueba puede cambiarlo todo, pero también puede desatar una guerra.” Alejandro levantó la vista. Su rostro parecía envejecido de golpe. No tengo elección. Si me callo, ella seguirá libre. Si hablo, arrastrará mi nombre. Pero prefiero la vergüenza antes que volver a oír el llanto de mi hija. El Dr.
Ricardo Alcántara entró en la habitación con una carpeta en la mano. La niña está fuera de peligro. Físicamente se recuperará, pero el daño emocional tomará tiempo. Lo que necesita ahora es estabilidad. Alejandro asintió en silencio y justicia, añadió el médico con firmeza. No lo olvides. Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación.
Una mujer de cabello recogido y expresión serena entró con una credencial en la mano. Inspector Carla Moreno, Departamento de Protección Infantil. Alejandro se puso de pie. Gracias por venir tan rápido. He recibido el informe del doctor Alcántara”, dijo ella y escuché la grabación. La gente se sentó frente a ellos sacando una libreta de notas.
Necesito que me cuente todo desde el principio. Alejandro respiró hondo. Mi esposa Camila Villalobos era mi representante antes de casarnos. Al principio todo parecía normal, pero con el tiempo empezó a mostrar celos hacia mi hija. Yo viajaba con frecuencia y no lo noté. Pensé que exageraba cuando me decían que la trataba con dureza. Hasta hoy, Carla tomaba notas con precisión.
Cuando fue la última vez que vio a su esposa hace tres noches, cuando regresé, la niña estaba débil, casi inconsciente. Camila dijo que la estaba educando. Luego encontré sangre en el estudio y la empleada doña Remedios, ella fue testigo. La despidieron cuando intentó defender a Sofía.
Tiene más pruebas solo la grabación y la carta anónima que me enviaron. Carla revisó los documentos. Esta carta fue escrita a máquinas sin remitente, pero la cinta tiene una tipografía antigua modelo Remington 72. Pocas personas siguen usándolas. La investigaremos. Doña Remedios intervino con voz baja. Señorita, esa máquina era de Camila.
La usaba para escribir las partituras y los contratos del señor. Carla levantó la vista. Entonces tenemos un hilo. Guardó la nota y cerró la carpeta. Presentaré el caso hoy mismo ante la fiscalía, pero debe prepararse, señor Duarte. Las acusaciones públicas pueden ser violentas. Ella puede contraatacar.
Alejandro se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia comenzaba otra vez fina constante. Ella ya me quitó la paz. No dejaré que me quite también la voz. Horas más tarde, en su despacho temporal en la clínica, Carla revisaba los registros de llamadas del teléfono de Camila. Tres números se repetían.
Uno pertenecía a un hombre llamado Adrián Escobedo, exproductor musical. El segundo a Verónica Reyes, excontadora de la compañía discográfica. El tercero era un número desconocido sin rastreo. Carla murmuró: “Esto no fue un arrebato, fue un plan.” Mientras tanto, en el cuarto contiguo, Sofía despertó. La luz del mediodía entraba por las cortinas. Su voz era apenas un susurro.
Papá, soñé con mamá. Ella tocaba el violín y decía que no tuviera miedo. Alejandro le sonrió y le acarició la frente. Tu mamá siempre te cuida, mi amor, y ahora yo también lo haré. Volveremos a casa, sí, pero no a la misma, a una nueva donde no haya puertas cerradas. Por la tarde, Carla regresó con noticias. Encontramos el apartamento de Camila vacío.
Parece que se marchó anoche, pero hay algo más en la basura del edificio. Hallamos fragmentos de cinta de grabadora, la misma marca que usó para grabar la voz que escuchamos. Alejandro frunció el ceño. ¿Cree que está planeando algo? No lo dudo. Este tipo de personas no aceptan la derrota. El doctor Ricardo se unió a la conversación.
Entonces, debemos actuar rápido. Puedo gestionar protección policial temporal. Háganlo, dijo Alejandro. No quiero que Sofía viva otro día con miedo. Esa noche, cuando la niña se durmió, Alejandro salió al pasillo. El sonido de la lluvia era constante hipnótico. Carla se acercó a él.
Hay algo que necesito que sepa, dijo con voz grave. La grabación no solo muestra maltrato. Escuché entre líneas algo más. Una frase casi imperceptible al fondo. Podría ser otra voz. Otra voz, sí, de un hombre. Tal vez alguien que la ayudaba. Alejandro se quedó inmóvil. Entonces, no estaba sola, ¿no? Y quien la ayudaba sigue ahí afuera.
Ambos guardaron silencio. En la habitación, Sofía se movió en sueños y murmuró una melodía. Era la misma canción que su madre solía tocar. Carla la escuchó desde la puerta y dijo en voz baja, “Esa niña tiene una fuerza que ni siquiera su madrastra pudo romper. Su música será su testimonio.” Alejandro la observó con una mezcla de gratitud y tristeza.
“Entonces ayudémosla a escribir su nueva partitura.” A lo lejos, un trueno resonó sobre la ciudad. En algún punto desconocido entre el ruido de la tormenta, Camila Villalobos abría un cuaderno nuevo y escribía una frase con tinta roja. Una historia no termina hasta que la última nota haya sido tocada. Y con esa línea comenzó a planear su regreso.
La mañana siguiente amaneció serena, pero Alejandro sentía en el aire un presagio oscuro. El cielo de Monterrey tenía ese tono gris que anunciaba problemas antes de que llegaran. En la clínica, Sofía empezaba a sonreír otra vez mientras coloreaba un dibujo del lago Esmeralda.
Pero aunque su pequeña mano parecía tranquila en sus ojos, persistía una chispa de miedo que aún no se apagaba. Alejandro se acercó a ella y le acarició el cabello. “¿Qué dibujas, mi amor?” “En lago donde mamá toca el violín”, respondió la niña sin levantar la vista. Él sonró con ternura, aunque por dentro un nudo de dolor le apretaba el pecho. Algún día volveremos allí, pero sin miedo.
En ese instante, la puerta se abrió y apareció la inspectora Carla Moreno. Traía en la mano una carpeta gruesa y el rostro tenso. “Hay novedades,”, dijo sin rodeos. Alejandro se incorporó. “¿La encontraron?” “No, todavía, pero sabemos que está en Puebla.” Una cámara de peaje la registró cruzando el límite hace unas horas. Doña Remedios, que estaba sirviendo teses antiguo.
Dios nos proteja. Carla extendió sobre la mesa varias fotografías impresas. En ella se veía a Camila bajando de un coche oscuro con un abrigo largo y gafas de sol. A su lado, un hombre de barbar rala cargaba una maleta. Ese es Adrián Escobedo, explicó Carla, exproductor musical. Perdió todo después de ser despedido por manipular contratos.
Y adivinen quién lo delató. Alejandro lo entendió enseguida. Camila. Exacto. Parece que se reencontraron hace meses y según los mensajes recuperados planeaban ajustar cuentas contigo. El silencio llenó la habitación. Solo se escuchaba el tic tac del reloj y el leve rasgueo del lápiz de Sofía sobre el papel. ¿Qué planean hacer?, preguntó Alejandro finalmente.
No lo sabemos, aún, respondió Carla. Pero Camila es inteligente, no atacará de frente, lo hará donde más te duela. Mientras tanto, en un apartamento oscuro del centro de Puebla, Camila, revisaba las noticias en una vieja televisión. La imagen mostraba a Alejandro Duarte entrando en la clínica con su hija en brazos.
En la esquina inferior del noticiero se leía compositor renombrado Denuncia maltrato infantil. Camila sonríó con desprecio. “Así que al fin me denunciaste”, murmuró. A su lado, Adrián bebía whisky directamente de la botella. “Te advertí que esto terminaría mal. La policía te está buscando.” Camila se giró hacia él con los ojos encendidos.
“¿Y qué importa? No pienso esconderme toda la vida. Solo quiero que él pague por dejarme atrás, por humillarme, por elegir a esa niña antes que a mí. Esa niña es inocente, dijo Adrián algo incómodo. Inocente, repitió Camila con una risa amarga. Ninguno de nosotros es inocente, ni tú, ni yo, ni él. Solo que algunos aprendimos a sobrevivir. En la clínica Carla terminaba una llamada urgente.
Acaban de interceptar un correo electrónico enviado desde una cuenta falsa. Informó el mensaje decía, “El lago Esmeralda guarda más que recuerdos. Allí terminará todo. Alejandro se quedó helado. El lago repitió. ¿Tiene algún significado para ella? Preguntó Carla. Sí, era el lugar donde mi esposa y yo componíamos juntos, donde Camila me escuchó prometer que nunca amaría a otra mujer.
Doña Remedios se persignó nuevamente. Esa mujer está poseída por el rencor. Carla guardó el móvil. Entonces es allí donde debemos ir antes que ella. Esa misma tarde, escoltados por dos patrullas, Alejandro Carla Sofía y doña Remedios, viajaron rumbo al lago. El camino de montaña estaba cubierto por neblina y hojas húmedas.
Sofía dormía recostada en el regazo de su padre mientras el sonido del motor se mezclaba con el viento. “¿Y si es una trampa?”, preguntó doña Remedios. Probablemente lo es”, respondió Carla mirando el retrovisor. “Pero a veces para atrapar a los lobos hay que entrar en su guarida.” Llegaron al anochecer.
La vieja cabaña junto al lago estaba, tal como la recordaba Alejandro, paredes de madera oscura, el piano cubierto por una sábana y el aroma persistente del pasado. “Pasaremos la noche aquí”, dijo Carla. La policía montará vigilancia alrededor. Alejandro colocó a Sofía en una cama y se sentó a su lado. “Papá, ¿volverá la señora mala?”, preguntó ella medio dormida.
“No, mi amor, nadie volverá a tocarte.” Afuera la luna se reflejaba sobre el agua inmóvil. Sin embargo, entre los árboles dos figuras observaban desde la distancia. “¡Ahí están!”, murmuró Adrián con los binoculares en mano. Camila asintió envuelta en un abrigo gris. No dispares aún. Quiero verlo sufrir un poco más. Esto ya no es un juego, Camila.
Hay una niña dijo él bajando la voz. Calla lo interrumpió ella. Esa niña me robó la vida. Su madre me quitó el lugar y ahora su existencia me recuerda todo lo que perdí. El viento sopló más fuerte, agitando las ramas. Y si nos descubren, entonces moriremos los tres, pero no sin que él escuche mi última nota. De vuelta en la cabaña, Carla miraba el reloj.
Algo no me gusta, murmuró. Demasiado silencio. Alejandro se levantó. Voy a revisar el lago. No espere, dijo la agente, pero él ya había abierto la puerta. Caminó hacia el muelle. La luna iluminaba el agua como una plancha de plata. De pronto escuchó un chasquido detrás de los árboles. ¿Quién está ahí? Una figura salió lentamente de la sombra. Hola, Alejandro. Camila.
Su voz era la misma de siempre, melodiosa y venenosa. Viniste. Sabía que lo harías. Camila, todo ha terminado. La policía está cerca. No empeores las cosas. Terminado, rió ella. Nada termina mientras yo siga respirando. Tú me diste tu palabra, Alejandro. Dijiste que me harías inmortal. Eso fue antes de que te convirtieras en esto. En esto repitió ella acercándose.
No, mi amor, en tu espejo. Un rayo de luz cortó la oscuridad del reflejo del arma de Adrián. Basta! Gritó Alejandro, pero antes de que alguien pudiera moverse, una voz femenina ordenó desde la distancia, policía, suelten el arma. Las linternas de los agentes iluminaron la escena. Camila retrocedió deslumbrada mientras Adrián bajaba lentamente el arma.
Carla avanzó con la pistola desenfundada. Camila Villalobos está arrestada por abuso infantil, intento de secuestro y amenazas. Camila sonrió serena. Llegas tarde, inspectora. Ya escribí el final. Y entonces, sin pensarlo, dos veces corrió hacia el lago. No gritó Alejandro, pero fue inútil. La mujer se lanzó al agua, desapareciendo bajo la superficie oscura.
El silencio fue absoluto, solo las olas suaves golpeando el muelle. Carla ordenó registrar el área, pero no hallar un rastro. Alejandro se arrodilló junto al borde temblando. El viento soplaba con fuerza y entre el oleaje, una melodía breve, la misma que Isabel solía tocar, pareció flotar sobre el agua.
Era imposible saber si venía del recuerdo o si el alma de Camila había decidido tocar su última nota. Si todavía estás viendo, deja el número uno en los comentarios para que sepa que sigues conmigo. El amanecer sobre el lago Esmeralda fue distinto aquella vez. La neblina más espesa que nunca cubría la superficie del agua como un velo.
El sonido de los pájaros tardó en regresar y durante un largo rato nadie en la Hacienda Duarte pronunció palabra. Solo el eco de los pasos de los agentes se mezclaba con el viento y el rumor del agua que seguía agitada, como si aún guardara en su fondo el último aliento de Camila Villalobos.
Carla Moreno permanecía de pie en el muelle, mirando el punto donde la mujer había desaparecido. Un buzo de la policía local emergió con el rostro tenso. “Inspector, revisamos el perímetro. ¿No encontramos el cuerpo.” “Nada, preguntó ella incrédula. Ni rastro. La corriente es fuerte en esta parte del lago. Si no salió a flote, tal vez fue arrastrada.
Carla asintió, pero su intuición le decía otra cosa. Ella no era de las que se dejan arrastrar. Alejandro observaba desde la distancia con Sofía entre los brazos. La niña, aún medio dormida, se aferraba a su cuello. ¿Dónde está la señora?, preguntó con voz débil. Alejandro la abrazó con más fuerza. Ya no puede hacernos daño, mi amor. Se fue al cielo.
El hombre dudó unos segundos antes de responder. Eso solo Dios lo sabe. Doña Remedio se acercó con una manta y cubrió a la niña. Llévela a descansar, señor. No hay nada más que ver aquí. Alejandro asintió y comenzó a caminar hacia la cabaña. A cada paso, el peso de la noche anterior lo aplastaba más.
Había terminado, sí, pero algo dentro de él seguía inquieto, como si el silencio del agua escondiera una verdad que aún no se había dicho. Dentro de la cabaña, el fuego de la chimenea crepitaba débilmente. Sofía dormía sobre el sofá abrazando su muñeca de trapo. Alejandro se sentó frente a ella, sosteniendo en las manos el pequeño violín que había traído desde la ciudad. “Pensé regalártelo cuando todo estuviera bien”, susurró. “Y aquí estamos.
Aunque el precio fue alto, Doña Remedios entró despacio con una taza de café caliente. Puedo sentarme claro, dijo él. La mujer lo observó un instante antes de hablar. Dios tiene caminos misteriosos, señor Alejandro. A veces para limpiar una herida hay que dejar que duela. Él asintió. Y aún así me pregunto si hice lo correcto. Sí, lo hizo. Usted escuchó el corazón de su hija. Eso basta.
El reloj marcaba las 8 cuando Carla regresó. Había estado supervisando el cierre del operativo. Su rostro mostraba cansancio, pero también preocupación. No encontramos señales de Camila ni del hombre que la acompañaba. Tal vez escapó antes de lanzarse. ¿Cree que sigue viva?, preguntó Alejandro. No puedo asegurarlo, pero no lo descarto.
Sofía despertó entonces frotándose los ojos. Papá, soñé que el lago me hablaba. Alejandro sonrió con ternura. ¿Y qué te decía? Que no tuviera miedo. Que mamá está feliz porque ahora toco su canción sin llorar. Las palabras de la niña le arrancaron una lágrima silenciosa. Carla las observó conmovida. Voy a quedarme unos días más. Quiero asegurarme de que nadie los moleste.
Si Camila sigue viva, intentará comunicarse y si lo hace, entonces la atraparemos. Pero hasta entonces, vivan en paz. Durante las horas siguientes, el ambiente en la cabaña comenzó a transformarse. Sofía, recuperando poco a poco su alegría, ayudó a doña Remedios a cocinar pan.
Alejandro afinó el piano cubierto de polvo y tocó una melodía suave, la misma que Isabel, su difunta esposa, había compuesto años atrás. El sonido llenó el aire cálido, puro, casi sagrado. Por un instante, todos guardaron silencio y fue como si la casa respirara de nuevo. Sofía sonrió. Esa es la canción que mamá me cantaba antes de dormir. Alejandro dejó caer las manos sobre el teclado. Es de ella.
Sí, pero ahora será tuya. La niña se acercó y colocó sus pequeños dedos sobre las teclas. Tocó dos notas vacilantes. Así, exactamente, así, respondió él, riendo por primera vez en semanas. Sin embargo, la paz fue breve. Al caer la tarde, Carla recibió una llamada urgente de la comisaría. Sí, están seguros.
Su rostro cambió. colgó el teléfono y miró a Alejandro con seriedad. Encontraron algo, que el coche en el que viajaba Camila apareció a 20 km de aquí abandonado. Dentro había dos objetos, un abrigo gris y una cinta de grabadora. El silencio se hizo pesado. Alejandro se puso de pie. Quiero escucharla. Carla asintió.
La tengo aquí. sacó el pequeño cassete de su bolso y lo insertó en el grabador que Doña Remedios había traído días atrás. La cinta comenzó a girar emitiendo un leve zumbido. Primero se oyó la voz de Camila, suave, casi hipnótica. “Creíste que el agua podía callarme, Alejandro. El amor no se ahoga, se transforma.” Un silencio. Luego la voz continuó.
Si estás escuchando esto es porque no me encontraste, pero no te preocupes, mi final será más elegante que tu perdón. Y cuando el mundo te celebre por tu pureza, recuerda que cada nota que compongas llevará mi sombra. La cinta terminó con un suave chasquido. Nadie habló. Sofía, que había estado en silencio todo el tiempo, preguntó papá.
La señora mala está en el agua o en el aire. Alejandro respiró hondo. En ninguno, hija. Está en el pasado y allí se quedará. Carla apagó el grabador. Tal vez sea una despedida, dijo, o una amenaza. Alejandro miró por la ventana hacia el lago, donde el reflejo de la luna temblaba entre las ondas. No importa. Lo que sé es que esta casa volverá a llenarse de música.
Y si algún día regresa, la recibiremos con verdad, no con miedo. Esa noche, mientras todos dormían, el viento sopló sobre el lago y arrastró una melodía tenue casi imperceptible. no era lúgubre ni triste, sino melancólica como una despedida. Doña Remedios, medio dormida, creyó escuchar una voz femenina entre el sonido del agua protege los Isabel y en el horizonte, la neblina se levantó lentamente, dejando ver el amanecer más claro que la hacienda había tenido en años. Por primera vez, el silencio del lago Esmeralda no dio miedo. Sonaba a
paz. Tres meses habían pasado desde aquella noche en el lago Esmeralda. La vida en la hacienda Duarte comenzaba a encontrar un ritmo más suave, aunque el eco del pasado seguía flotando como un susurro entre las paredes. El jardín volvía a florecer.
El piano sonaba cada mañana y Sofía, más fuerte, más sonriente, retomaba sus clases de música. Alejandro la observaba con ternura desde el umbral del salón. Cada vez que la veía tocar, sentía que la oscuridad retrocedía un poco más. “Papá,”, dijo la niña mirando las teclas. Cuando toco esta canción, siento que mamá sonríe. Alejandro se acercó y colocó sus manos sobre las de ella. Es porque la estás tocando con el corazón. Eso es lo que ella te enseñó.
El sonido del piano llenó la casa cálido y luminoso. Afuera, el viento del lago soplaba con suavidad, moviendo las cortinas como si aplaudiera la música. Doña Remedios desde la cocina murmuró una oración de agradecimiento. Después de tanto sufrimiento, al fin reinaba la paz. Pero el destino no se cierra con un portazo. A veces deja una rendija abierta para que el pasado susurre su última palabra.
Esa tarde, mientras Alejandro revisaba las partituras en su estudio, una carta sin remitente fue deslizada bajo la puerta. El sobre era blanco sin sello, sin nombre. Solo una palabra escrita en tinta roja finale. El corazón de Alejandro dio un salto, abrió el sobre y encontró dentro una hoja doblada con una breve partitura musical.
Al pie una nota, la última melodía siempre pertenece a quien fue olvidado. La letra era de Camila. Alejandro se quedó inmóvil unos segundos, luego respiró hondo, cerró el sobre y lo guardó en un cajón. No dijo nada, Sofía. No quería ensuciar su paz con el regreso de un fantasma. Pero aquella noche, mientras la niña dormía, volvió a abrir la partitura.
Las notas estaban escritas con la precisión de una compositora profesional. La melodía breve y melancólica parecía una despedida. Se sentó al piano y empezó a tocar. Al principio cada acorde era un temblor. Luego la música tomó fuerza llenando la habitación con una tristeza hermosa.
Al llegar al final, una última nota se elevó en el aire y quedó suspendida, pura perfecta. Camila murmuró, “Ojalá hayas encontrado tu paz.” En ese momento, doña Remedios apareció en la puerta. “¿Está todo bien, señor Alejandro?” Sonrió con cansancio. “Sí, solo era una melodía perdida.” Al día siguiente, Carla Moreno llegó a la hacienda con un sobre oficial. “Traigo noticias”, dijo tomando asiento en la sala. Alejandro la miró con una mezcla de esperanza y resignación.
“¿La encontraron?” “Sí”, respondió ella, o al menos sus restos. Un pescador halló una cadena de oro enredada en una ramas cerca del fondo del lago. Grabado en el colgante decía: “Cumbe, no hay duda.” El silencio llenó la habitación. Sofía, que escuchaba desde las escaleras, bajó despacio y preguntó, “La señora mala ya no volverá.” Carla se agachó hasta quedar a su altura.
No, mi vida, ya puede descansar. Sofía asintió seria. Entonces puedo tocar sin miedo. Esa misma tarde, Alejandro organizó un pequeño concierto íntimo en el salón. Solo estaban ellos tres y el lago reflejando el atardecer. “Esta pieza se llamará La promesa del agua,” dijo él. Sofía se sentó al piano, colocó los dedos sobre las teclas y comenzó a tocar.
Era una melodía nueva mezcla de la canción de su madre y las últimas notas de Camila. Una fusión entre la ternura y el dolor entre el pasado y la esperanza. Cada compás sonaba a renacimiento. Doña Remedios cerró los ojos y murmuró: “Bendito sea Dios! Hasta el agua suena distinta.” Cuando la pieza terminó, Sofía sonrió. Papá, ¿crees que el lago nos escucha? Alejandro la abrazó.
Sí, y creo que por fin canta con nosotros. El sol caía sobre el lago Esmeralda tiñiendo el agua de dorado. Por un instante, Alejandro creyó ver un reflejo fugaz entre las olas, una figura femenina de cabello suelto mirando hacia la casa sonriendo. No supo si era Isabel o Camila o ambas fundidas en el mismo resplandor.
Gracias, susurró él mirando al horizonte. Por el amor, por el perdón y por la música, Carla se despidió al anochecer. Antes de irse le dijo, “Su historia no fue solo una tragedia, Alejandro, fue una lección. En los tribunales la grabación se usará para crear un protocolo de protección infantil. Su hija salvará a otras niñas sin saberlo.
” Alejandro la miró con gratitud. Entonces, todo valió la pena. Cuando cayó la noche, Sofía ya dormía. Alejandro regresó al estudio, encendió una vela y abrió su cuaderno de composiciones. En la primera página escribió el título de su nueva obra Historias que curan bajo el nombre Una dedicatoria a Isabel por enseñarme el amor.
A Camila por mostrarme el precio del silencio, a Sofía por recordarme que la música es perdón. El viento sopló desde el lago haciendo vibrar suavemente las cuerdas del piano. Las notas resonaron por la casa como una bendición. Toña Remedios al pasar por el pasillo escuchó aquella melodía y murmuró: “¡Ya está! El ciclo se cerró y así, bajo la luz temblorosa de la vela, Alejandro siguió tocando mientras afuera el lago Esmeralda brillaba tranquilo, reflejando un cielo sin tormentas.
Por primera vez en mucho tiempo el agua no guardaba secretos, solo música, solo paz. Esta historia nos enseña que el amor verdadero no se demuestra con palabras, sino con acciones, que ningún silencio puede proteger una mentira y que siempre hay esperanza para quien decide romper el ciclo del miedo.
Sofía y su padre encontraron la paz no porque olvidaron el dolor, sino porque se atrevieron a enfrentarlo. Y así como ellos, todos tenemos la posibilidad de sanar, perdonar y comenzar de nuevo.
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