un día como cualquier otro. Dicen que hay días que cambian tu vida, pero no te avisan. No tienen un anuncio especial ni un cielo diferente. A veces parecen días comunes sin sorpresas, sin alarmas. Y eso fue exactamente lo que pasó esa mañana. Me levanté como siempre, justo antes de que sonara el despertador de mi hija.
Me puse mi bata, preparé café y tostadas y puse un poco de música instrumental para comenzar el día con calma. La rutina de siempre. Mi hija se preparaba para su viaje. Estaba emocionada. Iba a asistir a un congreso en otra ciudad, algo importante para su carrera. Ella siempre había sido dedicada, disciplinada y tan confiada en mí. Mamá, solo son cco días.
¿Puedes quedarte en casa? No quiero dejar a Tomás solo con todo el caos del trabajo. Tomás, mi yerno, el esposo perfecto, el yerno amable, el que siempre tenía una palabra dulce, una sonrisa lista. Claro, hija. Yo me encargo de que coma bien y no se olvide de dormir. Bromeé. Ella rió. Me abrazó. Gracias, mamá. Eres la mejor.
Nada parecía fuera de lugar. Pero ahora mirando atrás, esa mañana tenía algo distinto. Cuando Tomás bajó, lo vi de reojo. Traía el cabello mojado y ese perfume que siempre me ha parecido, penetrante, masculino. Yo ya estaba sentada en la mesa. Él se acercó y me saludó con un beso en la mejilla.
Buenos días, suegrita dijo con esa voz que a veces no sé si es natural o si la usa a propósito. Buenos días, Tomás. ¿Dormiste bien? Asintió mientras servía café. Pero hubo algo, una pausa, una mirada que duró un segundo más de lo normal. No me lo imaginé. No esta vez durante el desayuno hablábamos de temas banales, que si el clima, que si el nuevo proyecto en su oficina, que si el tráfico de la ciudad, pero yo no podía dejar de notar lo atentos que estaban sus ojos. Sus ojos.
No eran los de un yerno, eran los de un hombre curioso. Mi hija subía y bajaba con su maleta, revisando que no se le quedara nada. Yo intentaba mantenerme ocupada, pero cada vez que él pasaba cerca de mí, me sentía nerviosa. No por él, por mí, por lo que mi cuerpo comenzaba a sentir sin permiso. Después del desayuno, me ofrecía lavar los platos. Déjeme, suegra.
Yo los lavo. No, no, tú ya ayudas bastante. Yo me encargo. Entonces, compartamos la tarea. Usted enjabona, yo enjuago. Asentí. Y ahí estábamos en la cocina, uno al lado del otro. El agua tibia corriendo, el rose de nuestras manos, el sonido de los platos y esa tensión sutil, imperceptible. pero tan real como el aire que respirábamos.

En un momento, al pasarme un plato, sus dedos tocaron los míos. Fueron solo 2 segundos, pero yo lo sentí como si el mundo se detuviera. No nos miramos, no dijimos nada, pero mi corazón comenzó a latir con fuerza. ¿Era una locura mía o había algo que ambos no nos atrevíamos a decir? No era amor, no era cariño, era algo más crudo, más básico, era esa energía que aparece cuando no debe y te pone a prueba.
Cuando mi hija volvió a la cocina con su maleta lista, yo me forcé a sonreír. Tomás, por su parte, actuaba como si nada, como si no acabara de electrizarme con una simple caricia de dedos. Ya me voy, dijo ella. Cuídenme esta casa. Sí, la abracé fuerte, demasiado fuerte quizá. Y cuando se fue, me sentí distinta, como si algo dentro de mí se hubiera desbloqueado, como si el juego hubiera comenzado.
La ausencia de mi hija. Desde el momento en que la puerta se cerró tras mi hija, el silencio cayó sobre la casa como una manta espesa. Era curioso como su presencia llenaba todo. Sus risas, sus pasos apresurados. su voz dándome instrucciones o pidiéndome consejos. Y ahora solo quedábamos él y yo, Tomás y yo.
El primer día transcurrió sin sobresaltos. Me refugié en mis rutinas, barrí la casa, preparé el almuerzo, escuché algo de música clásica y me senté a leer en la sala. Tomás llegó al anochecer. Tenía el rostro agotado y los hombros tensos. Día pesado, ¿eh?, Le pregunté al verlo dejar el maletín. Como no tienes idea, respondió soltando un suspiro largo.
Le ofrecí una taza de té. Él asintió y se dejó caer en el sofá. Se quitó los zapatos, aflojó su camisa y quedó allí con los ojos cerrados respirando hondo. Lo observé desde la cocina. Parecía un hombre completamente distinto cuando no estaba mi hija. Más relajado, más vulnerable. Le llevé la taza caliente. Cuando la tomó, nuestras manos se rozaron.
Otra vez. Ese maldito rose suave, involuntario, pero lleno de significado. “Gracias”, me dijo, mirándome por un segundo más de lo necesario. Yo asentí con una sonrisa nerviosa. Volví a mi asiento en la otra punta del sofá, pero él, sin decir nada, se corrió un poco. Se acercó. solo unos centímetros, pero lo suficiente es como para que yo lo notara.
Vimos la televisión sin prestar mucha atención a la pantalla. Ambos fingíamos estar concentrados, pero cada vez que él se reía, yo sentía el sonido vibrar en mi pecho. Cada vez que estiraba las piernas, me tocaba la rodilla. Cada vez que respiraba profundo, mi piel reaccionaba como si me estuviera acariciando. ¿Era? ¿Era mi soledad o era él quien también sentía algo? Cuando la película terminó, Tomás se levantó.
Gracias por el té, suegra. Buenas noches. Buenas noches, Tomás, respondí intentando parecer serena. Me encerré en mi habitación. Apagué la luz, pero el silencio no me dejó dormir. Mi mente no paraba. Sus ojos, su aroma, el sonido de su voz grave llamándome suegra con esa suavidad. Intenté convencerme de que era una tontería, que no pasaba nada, que yo estaba imaginando cosas, pero mi cuerpo, mi cuerpo sabía que no era imaginación.
El segundo día fue peor. Desayunamos juntos. Yo serví café. Él preparó pan tostado. Nos reíamos de cosas absurdas. Y en cada gesto, en cada broma, en cada mirada sentía algo más. una energía latente, como un hilo invisible que nos mantenía conectados. Después del desayuno, me puse a organizarla a la cena.
Tenía cajas acumuladas desde hacía semanas. Tomás entró a la cocina, se quitó la camisa. Sí, se quitó la camisa y dijo, “¿Quiere ayuda?” Lo miré. Su torso era firme, marcado. No sabía si me sorprendía más que estuviera así de cómodo conmigo o que yo no pudiera dejar de mirarlo. Sí, sí, claro, balbuceé. Está muy desordenado esto, ¿no? Sí, pero al menos me hace sentir útil.
Él se rió y durante los siguientes 30 minutos estuvimos ahí, uno al lado del otro, clasificando cajas, pasándonos frascos, agachándonos juntos. En un momento, su brazo rozó mi espalda. No se apartó, no se disculpó, solo se quedó ahí presente, cercano, tibio. No dije nada. Tampoco lo miré, pero sentí mi estómago contraerse.
Esa noche cenamos los dos. Preparé arroz con pollo, su plato favorito. Me dijo que estaba delicioso, que no recordaba la última vez que alguien cocinaba para él con tanto cuidado. Sus palabras me tocaron. Estaba solo, mi hija lo descuidaba o me lo decía por algo más. Cuando se fue a dormir, quedé sola en la cocina, lavando los platos, con las manos en el agua y la cabeza en el infierno.
Yo sabía que lo que estaba comenzando a crecer entre nosotros era peligroso, pero en lugar de detenerlo, lo alimentaba con cada gesto, con cada silencio, con cada respiro, lo que no debía suceder. Esa mañana comenzó con un silencio extraño. Ni siquiera los pájaros cantaban como siempre. El cielo estaba gris y el aire pesado, como si el universo supiera que algo estaba a punto de romperse.
Tomás bajó más tarde de lo habitual. Traía una camiseta blanca que apenas cubría su torso marcado y un pantalón deportivo que lo hacía ver más joven, más hombre. Yo estaba en la cocina sirviendo café con las manos temblorosas sin razón aparente. Buenos días, me dijo con la voz ronca de recién despertado. Buenos días, Tomás.
¿Dormiste bien? No mucho. Pensé mucho anoche. Lo miré. ¿En qué pensabas? Él se encogió de hombros en la vida, en cosas que no debería pensar. Y entonces me miró. Esa mirada no era casual, era directa, era una declaración silenciosa y yo yo no aparté los ojos. El desayuno fue breve. Ambos fingimos normalidad, pero había electricidad en el aire, de esas que erizan la piel sin tocarla.
Después él me preguntó si podía ayudarlo con algo en el estudio. Tenía una vieja estantería que quería mover. estaba organizando sus cosas mientras mi hija no estaba. “Claro, dime qué necesitas”, le respondí. Entramos juntos al estudio, un cuarto pequeño con estantes llenos de libros, carpetas y algunas cajas.
La estantería era de madera gruesa, pesada. Tomás ya había sacado varios libros, solo faltaba mover el mueble. No pasa por la puerta”, dijo. El marco es muy grueso. No me entra. Se ríó un poco. Yo también, aunque mis nervios no me permitían reír de verdad. A ver, déjame ayudarte. Nos agachamos juntos. Yo tomé un lado, el otro. La madera estaba áspera, sucia, pero nada de eso importaba, porque nuestros cuerpos estaban tan cerca que podía sentir el calor de su piel sobre la mía.
“Empuja fuerte”, me dijo. Estoy empujando. No se mueve. Él se inclinó más. Su brazo tocó mi pecho apenas como si no se diera cuenta, pero yo sí me di cuenta. Mi respiración se aceleró y de pronto el mueble se dio. Se movió unos centímetros. Ahí está, exclamó Tomás. Pero la alegría fue breve, porque al levantarnos nuestros rostros quedaron frente a frente, cercanos.
demasiado y pasó. Él me rozó la mejilla con los dedos. Yo no me aparté. No deberíamos estar tan cerca, susurré. Lo sé, dijo, “pero no puedo evitarlo.” Y entonces me besó. No fue un beso salvaje. Fue lento, tenso, culpable, lleno de una pasión contenida que buscaba salir desde hacía días. Yo no respondí al principio, pero no tardé. Mis labios también lo buscaron.
Mi piel lo deseaba, aunque mi mente gritara que no. Cuando nos separamos, ninguno dijo nada. Nos miramos y bajamos la vista. Lo siento dijo él. No digas nada, le pedí. No, sigamos. Pero mi voz no tenía fuerza y mi corazón, mi corazón latía como si acabara de hacer algo irremediable. Salí del estudio, fui directo al baño, me encerré y lloré, pero no era un llanto de tristeza, era culpa, era deseo, era confusión.
Me miré al espejo. ¿Quién era esa mujer que acababa de besar al esposo de su hija? No lo sabía. Solo sabía que ya no era la misma. ¿Y qué ese beso? Había abierto una puerta, una que no estaba segura de poder cerrar. Secreto bajo llave. Después de ese beso, nada volvió a ser igual. Al día siguiente, evitamos cruzarnos en la casa.
Yo salí temprano a hacer compras. Caminé por calles vacías, sin saber realmente a dónde iba. Entré a tienda sin intención de comprar nada. Era solo una excusa para alejarme de él, de mí. Pero huir no sirvió, porque cuando volví a casa sus cosas seguían ahí, su aroma, su presencia. Y por la noche él también estaba en la cocina preparando café sin camisa otra vez, como si todo fuera normal.
Hola”, me dijo sin mirarme. “Hola,” respondí con un nudo en la garganta. El silencio era denso. Yo caminé hacia la alacena, tomé una taza, la coloqué sobre la mesa, él me la llenó de café sin preguntar, sin hablar. “¿Sobre qué película quieres pelear hoy?”, dijo con una media sonrisa, intentando aligerar el ambiente.
Yo lo miré. No pude evitar sonreír también, pero la sonrisa no duró porque apenas sus ojos se cruzaron con los míos, todo volvió. La tensión, el recuerdo, ese beso. Esa noche nos sentamos en el sofá, pero esta vez no hubo distancia. Él se acomodó a mi lado hombro con hombro y cuando su brazo rozó el mío, no lo retiró ni yo.
Vimos una película cualquiera. No la recuerdo porque mientras las imágenes pasaban, nuestras manos se buscaban lentamente como si supieran el camino, como si se recordaran de otra vida. Y de pronto ahí estábamos tomados de la mano, sin palabras. con los ojos fijos en la pantalla y el corazón latiendo con fuerza. “No sé qué está pasando”, susurró.
“No lo digas, pero lo siento. Yo también.” Y entonces pasó lo inevitable. El segundo beso más profundo, más urgente, más prohibido. No hubo gritos ni gemidos. Todo fue silencioso, contenido, como si ambos supiéramos que no debíamos estar ahí. Pero ya era demasiado tarde. Sus manos se deslizaron por mi espalda. Las mías se aferraron a su cuello.
Nuestros cuerpos se entendían en un idioma que nunca habíamos hablado, pero que conocíamos de memoria. Fue rápido, fue torpe, pero fue real. Después nos miramos. ¿Qué acabamos de hacer? murmuré con la respiración agitada. “Algo que nunca debió pasar”, respondió él, pero pasó. Nos quedamos en silencio por varios minutos. Él me abrazó.
Yo cerré los ojos y por primera vez en años me sentí viva. Culpable, sí, pero viva. Al rato nos levantamos. Cada uno fue a su habitación sin decir adiós, sin promesas. A la mañana siguiente, él ya se había ido cuando desperté. En la mesa del comedor encontré una nota. No diremos nada. Lo que pasó fue nuestro.
Nadie más tiene que saberlo. La leí una vez, luego otra y otra. Y aunque una parte de mí quería romperla, quemarla, destruirla, la guardé. La escondí en una caja de recuerdos antiguos en el fondo de mi armario, junto con otros secretos que nunca compartí. A partir de ese día, todo lo que ocurrió entre nosotros quedó sellado bajo llave.
Ninguno volvió a hablar de lo que pasó. actuábamos como si nada, como si nunca nos hubiéramos tocado, como si no nos hubiéramos susurrado cosas que jamás debimos decirnos. Pero el cuerpo, el cuerpo no olvida. Cada vez que pasaba cerca se me erizaba la piel. Cada vez que me hablaba con esa voz baja me temblaban las manos.
Éramos dos culpables fingiendo inocencia, dos sombras dentro de una casa que ya no era la misma. Y lo peor es que había una parte de mí que deseaba repetirlo. La culpa que lo cambió todo. La siguientes semanas fueron una prisión silenciosa. Mi hija aún estaba fuera, pero ya contaba los días para volver. Y yo yo contaba los segundos, no por emoción, sino por miedo.
Cada día Tomás y yo fingíamos mejor. Él volvía del trabajo como si nada. Yo cocinaba, limpiaba, hacía las tareas del hogar con más esmero que nunca, como si quisiese esconder mi culpa entre aromas de lavanda y pollo al horno. Pero no funcionaba porque la culpa, la culpa se pega a la piel, se cuela en cada mirada, en cada buenos días demasiado suave, en cada gracias demasiado largo.
Una noche, mientras cenábamos juntos, él se quedó en silencio con la mirada perdida. ¿Estás bien? Pregunté sirviéndole más sopa. Él tardó en responder. No debería estar aquí. ¿Te refieres a esta casa? No, me refiero a esto. Dijo señalando el espacio entre nosotros. No supe qué decir. La conversación terminó ahí. Terminamos de cenar en silencio, lavamos los platos y esa noche, por primera vez desde aquella noche prohibida, cada uno durmió en su habitación sin cruzar palabra.
El día que mi hija regresó, me temblaban las manos. Ella llegó con maletas, historias, regalos y una sonrisa inmensa. Abrazó a Tomás con fuerza. Él la besó, sonrió, fingió, pilló. Yo tragué veneno. “Gracias por cuidar de todo, mamá”, me dijo dándome un paquete envuelto. “Te traje esto, lo abracé. Lloré, pero no de emoción, sino de vergüenza.
Esa noche cenamos los tres. Yo intentaba no mirar a nadie, masticaba lentamente. Me forcé a reír en los momentos apropiados, pero en el fondo yo sabía que algo en mí se había quebrado y lo peor es que no se notaba por fuera. Pasaron los días, las cosas intentaron volver a la normalidad, pero no lo lograban. Tomás estaba diferente, más callado, más frío.
Mi hija comenzó a notarlo. Una noche la escuché llorando muy bajito. Desde el cuarto contiguo quise levantarme, quise entrar, decirle la verdad, confesarme, pero me faltó valor. Mi culpa, mi asquerosa culpa. Pesaba más que mi amor de madre. La verdad siempre sale a la luz. Una tarde cualquiera, mi hija buscaba una carpeta en la biblioteca.
Yo estaba en la cocina. De pronto escuché silencio. Un silencio que no era común. Un silencio que dolía. Entré al estudio. Ella estaba de pie con una hoja en la mano. Una hoja vieja amarillenta. Mi corazón se detuvo. Era la nota. Aquella nota que Tomás me dejó. Esa que yo había escondido en una caja en el fondo de mi armario.
Esa que supuestamente jamás volvería a ver la luz. ¿Qué es esto?, me preguntó con los ojos empapados. No supe qué decir. Mi garganta se cerró. Solo atiné a llorar. Lo hiciste, gritó. ¿Estuviste con él? Tomás apareció en la puerta. Se quedó congelado. Ella lo miró. La respuesta estaba en su silencio. Todo explotó.
Gritos, llantos, insultos. Ella me dijo cosas que me dolieron más que cualquier golpe. Me llamó traidora, asquerosa, mujer sin alma. Él no dijo nada, solo bajó la cabeza y se fue. Mi hija tomó sus cosas y se marchó. No volví a verla pagando el precio del silencio. Han pasado meses. La casa está vacía, silenciosa, fría. A veces todavía escucho su risa en las paredes, la de mi hija, pero es solo mi memoria castigándome.
Tomás no volvió jamás y aunque juré no buscarlo. Algunas noches abro su perfil en redes solo para ver si sigue respirando. No me hablo más. Ninguno de los dos. Mis llamadas ignoradas, mis mensajes nunca abiertos y mi nieto nació hace poco. No tengo fotos, no conozco su cara, solo supe por una vecina que lleva su segundo nombre, Tomás.
A veces me miro al espejo, veo una mujer más vieja, más cansada, una mujer que perdió a su hija por un momento, por un impulso. No me entraba, era muy grueso y lo ayudé. ¿Verdad que suena ridículo? Pero así empezó con una estantería, con un rose, con una mirada sostenida por más tiempo del debido y ahora estoy aquí contándote esto porque alguien tiene que saberlo, porque yo ya no puedo cargarlo sola.
News
Mi hija frente a su esposo dijo que no me conocía, que era una vagabunda. Pero él dijo Mamá eres tú?
Me llamo Elvira y durante muchos años fui simplemente la niñera de una casa a la que llegué con una…
La Niña Lavaba Platos Entre Lágrimas… El Padre Millonario Regresó De Sorpresa Y Lo Cambió Todo
En la cocina iluminada de la mansión, en la moraleja, una escena inesperada quebró la calma. La niña, con lágrimas…
Mi hijo dijo: “Nunca estarás a la altura de mi suegra”. Yo solo respondí: “Entonces que ella pague…”
La noche empezó como tantas cenas familiares en un pequeño restaurante en Coyoacán, lleno del bullicio de un viernes. Las…
Mi Suegra me dio los Papeles del Divorcio, pero mi Venganza Arruinó su lujosa Fiesta de Cumpleaños.
Nunca pensé que una vela de cumpleaños pudiera arder más fría que el hielo hasta que la mía lo hizo….
MI ESPOSO ENTERRABA BOTELLAS EN EL PATIO CADA LUNA LLENA. CUANDO LAS DESENTERRÉ, ENCONTRÉ ALGO…
Mi marido decía que eran hechizos para la prosperidad. Mi marido decía que eran hechizos para la prosperidad. Pero aquellas…
BILLONARIO FINGE ESTAR DORMIDO PARA PROBAR A LA HIJA DE LA EMPLEADA… PERO SE SORPRENDE CON LO QUE…
El millonario desconfiado fingió estar dormido para poner a prueba a la hija de la empleada, pero lo que vio…
End of content
No more pages to load






