Ella finge dormir en el sofá del camerino. Él susurra algo al oído y de repente todo el silencio del mundo parece detenerse. Cuando Lucero o Gaza León, abre lentamente los ojos. Lo que escucha al cruzar una mirada con Manuel Mijares la deja congelada. Qué revelación contenía ese susurro que pudo alterar décadas de historia compartida.

 La luz del camerino proyectaba sombras danzantes sobre las paredes color crema. Lucero permanecía recostada en el sofá con los párpados apenas cerrados, sintiendo el terciopelo gastado bajo sus dedos. Su respiración controlada, suave, medida, como si realmente durmiera. Pero estaba despierta, tan despierta, que podía percibir cada movimiento de mijares al otro lado de la habitación.

 El aroma a madera y maquillaje flotaba en el aire. El silencio solo interrumpido por el suave tarareo de él mientras revisaba unas partituras. Hacía años que compartían escenario como artistas, como amigos, como dos personas que alguna vez fueron mucho más. Pero ahora, en ese camerino alejado del bullicio del teatro, algo estaba a punto de cambiar. Mijares se acercó con pasos lentos, casi cautelosos.

 Lucero podía sentir su presencia aproximándose como una ola que inevitablemente llega a la orilla. Cuando estuvo junto a ella, se inclinó y su aliento cálido rozó su mejilla. “Siempre llevé conmigo la canción que jamás cantamos juntos”, susurró él con voz tan baja que parecía más un pensamiento que palabras.

 Lucero contuvo la respiración. sintió que el corazón se le detenía por un instante para luego acelerarse como si quisiera escapar de su pecho. Abrió los ojos lentamente y se encontró con la mirada de Mijares, una mirada que conocía tan bien y que ahora parecía contener universos enteros de palabras no dichas. El tiempo se detuvo entre ellos, suspendido en ese momento, en esa confesión inesperada.

 El sol de la tarde se filtraba por las cortinas del camerino cuando Lucero había llegado horas antes. El teatro del centro histórico, con su arquitectura clásica y sus techos altos, se preparaba para recibir el espectáculo que ambos artistas habían acordado realizar juntos después de tanto tiempo. Con pasos seguros, Lucero había recorrido los pasillos que tantas veces transitó en el pasado.

 Su bata ligera de color azul pálido ondeaba suavemente con cada movimiento. El cansancio de semanas de ensayos se notaba en sus hombros, en la forma en que se movía, más lenta de lo habitual. Los vestidores, perfumados con ese aroma particular a jabón neutro y maquillaje, la recibían como a una vieja amiga.

 Los espejos, iluminados por bombillas que dibujaban su silueta en pequeños puntos de luz, le devolvían una imagen que reconocía, pero que también le resultaba extraña, la lucero de ahora, con la misma pasión, pero con diferentes marcas del tiempo. se había acomodado en el sofá gris, exhalando profundo, permitiéndose un momento de quietud.

 Su mente repasaba melodías, letras, movimientos, toda la coreografía emocional que suponía volver a compartir escenario con él. Mijares había entrado poco después con su característico paso pausado. Lucero, sin girarse, había reconocido inmediatamente su presencia. Sabía que era él por el sonido de sus pasos, por la energía que traía consigo, por ese silencio particular que solo él podía crear.

 “Buenas tardes”, había dicho él con esa voz algo ronca por el ensayo prolongado. Llevaba una chaqueta oscura que contrastaba con su camisa clara y en su rostro una mezcla indescifrable de emociones, respeto, nostalgia, cariño, todo entrelazado en una mirada. “Hola”, había respondido ella. girándose apenas. “¿Cómo estuvo tu ensayo?” Largo.

 Contestó él sonriendo levemente, pero productivo. La orquesta está en excelente forma. Ese intercambio simple, casi trivial, escondía montañas de historia compartida, los conciertos juntos, los aplausos que recibieron, los momentos de gloria y también los de incertidumbre y esa complicidad silenciosa que nunca habían perdido, a pesar del tiempo, a pesar de las circunstancias.

 Lucero le había dado la espalda entonces, fingiendo un ligero bostezo, como si reconociera su presencia, pero no quisiera enfrentarla completamente. “Deberías descansar un poco,”, había sugerido él. “Aún faltan horas para el ensayo general”. Ella asintió cerrando los ojos, pretendiendo buscar ese descanso, pero su mente estaba demasiado activa, demasiado consciente de él, de sus movimientos mientras se acomodaba en una silla cercana, mientras revisaba algunas notas, mientras tarareaba suavemente.

Las horas pasaron lentas, como arena entre los dedos. El teatro gradualmente quedó en silencio mientras las luces se atenuaban en los pasillos. Lucero permanecía recostada en el sofá, con los ojos cerrados, escuchando el latido del edificio antiguo, crujidos distantes, el murmullo del aire acondicionado, alguna puerta que se cerraba en pisos superiores.

 Mijares había salido y vuelto varias veces. Su presencia se manifestaba en pequeños detalles. Una copa de agua sobre la mesa, un estuche de partituras apoyado en la mesita, el suave eco de su voz repitiendo melodías en el pasillo. El tiempo parecía haberse diluido.

 Afuera, la Ciudad de México continuaba su ritmo frenético, pero dentro del camerino, todo parecía suspendido en una burbuja atemporal. Cuando él volvió a entrar, lo hizo con pasos silenciosos, como si temiera despertarla. Lucero percibió su cercanía, su respiración, el sutil aroma de su loción. Sintió cómo se inclinaba sobre ella, tan cerca que podía sentir el calor de su presencia.

 Y entonces ocurrió el susurro que cambiaría todo. Siempre llevé conmigo la canción que jamás cantamos juntos. Ocho palabras que contenían décadas de significado. Ocho palabras que abrieron con puertas de emociones que Lucero creía selladas para siempre.

 Al abrir los ojos y encontrarse con la mirada de Mijares, sintió que todas las barreras, todas las defensas cuidadosamente construidas a lo largo de los años se desmoronaban como castillos de arena. No hubo reproches en esa mirada, no hubo llanto, solo un reconocimiento mutuo, profundo, de algo que siempre estuvo ahí latente esperando.

 Lucero sintió el calor de su voz rozar mejilla y en ese momento un torrente de recuerdos la inundó. Cada ensayo compartido, cada risa, cada noche en que el teatro se vaciaba y quedaban solo ellos envueltos en música y palabras. El mundo exterior desapareció. El ruido se atenuó hasta convertirse en un murmullo distante.

 En su mente apareció, nítida como el día en que la vio por primera vez, una partitura escrita a mano, una melodía inacabada que ambos habían compuesto juntos años atrás, en un momento de inspiración que nunca llegó a materializarse completamente. “¿Qué estás diciendo?”, preguntó ella con voz apenas audible, casi temerosa de romper el hechizo del momento. Mijares se sentó junto a ella en el borde del sofá.

 Sus manos, esas manos que habían tocado tantos instrumentos, que habían sostenido tantos micrófonos, ahora descansaban inquietas sobre sus rodillas. “Estoy diciendo lo que nunca me atreví a decir”, respondió él con una vulnerabilidad que raramente mostraba. que hay melodías que quedan pendientes, lucero, canciones que nos guardamos y que tal vez sea tiempo de interpretar.

El aire entre ellos se volvió denso, cargado de significados y posibilidades. ¿A qué se refería exactamente? ¿Era una metáfora sobre su relación personal? ¿Sobre oportunidades perdidas? ¿O realmente hablaba de música no realizada? Han pasado tantos años”, murmuró ella, incorporándose lentamente hasta quedar sentada a su lado.

 “Y sin embargo, algunas cosas no cambian”, respondió él con una media sonrisa que iluminó sus ojos. “La música permanece, aunque no la toquemos.” El amanecer llegó con pinceladas naranjas que se filtraban por la ventana del departamento de lucero en una zona tranquila de la Ciudad de México.

 Se había despertado antes de que sonara la alarma, con el cuerpo pesado, pero la mente completamente alerta. La confesión de Mijares había abierto una puerta que ella no sabía que estaba cerrada. O quizás sí lo sabía, pero había elegido ignorarla, convenciéndose de que algunas historias debían quedar en el pasado. Mientras preparaba café en la cocina, su mirada se detuvo en una repisa donde guardaba fotografías.

 Ella en el escenario, deslumbrante con un vestido de gala, él con la guitarra en la mano concentrado en las cuerdas. Sus hijos, José Manuel y Lucerito, jugando en el patio durante una reunión familiar. Todo parecía tan lejano y Pi al mismo tiempo tan cercano que casi podía tocarlo con los dedos.

 La canción que jamás cantamos juntos repitió en voz baja probando cómo sonaban esas palabras en sus labios. ¿Qué quería decir exactamente? ¿Era una metáfora para algo que nunca llegaron a vivir plenamente? ¿O realmente se refería a una composición musical que quedó pendiente? El timbre del departamento interrumpió sus pensamientos. Doña Carmen, su empleada doméstica de años, entró con su característica energía y una bolsa de pan recién horneado.

 Buenos días, señora Lucero, saludó con calidez. ¿Cómo amaneció hoy? Traje ese pan que tanto le gusta de la panadería Don Pepe. Lucero sonríó agradeciendo el gesto. Doña Carmen no era solo una empleada, era una presencia constante en su vida, alguien que la había visto en sus momentos más vulnerables, lejos de las cámaras y los escenarios.

 Mientras desayunaban juntas, como era costumbre cuando no había compromisos tempraneros, doña Carmen le contó sobre su hijo, un joven talentoso que luchaba por entrar a la Universidad Nacional. Está estudiando día y noche, explicó con orgullo maternal. Dice que no va a rendirse hasta conseguirlo. Lucero escuchaba atentamente, encontrando un extraño paralelismo con su propia situación.

 De alguna manera, ella también estaba en una prueba de audición emocional. Su vida pública la hacía aparecer fuerte, resuelta, pero aquí, en la intimidad de su hogar, se encontraba tan vulnerable como cualquiera. La perseverancia es importante, comentó, más para sí misma que para su acompañante. A veces las cosas toman tiempo, pero eso no significa que no deban suceder.

 Doña Carmen asintió sin saber que Lucero ya no hablaba del examen universitario. En otro punto de la ciudad, Mijares se encontraba en su estudio repasando letras antiguas, partituras amarillentas por el tiempo, notas escritas a mano, vestigios de inspiración capturados en papel. Sentía el peso de la fama, del paso del tiempo y de ese amor que vivió con lucero, con intensidad, pero sin definir completamente.

 Un amor que produjo dos hijos maravillosos, pero que también dejó melodías inconclusas en el pentagrama de sus vidas. Tomó su teléfono y, tras un momento de duda marcó su número. Tres tonos después escuchó su voz. “Mijares”, contestó ella con cierta sorpresa. “Buenos días, lucero”, saludó él. con esa familiaridad que solo da una historia compartida.

Estaba pensando, ¿podríamos vernos esta noche para hablar sin ensayos de por medio? Un breve silencio al otro lado de la línea le hizo temer que quizás había sido demasiado directo, pero entonces la escuchó responder con voz suave pero decidida. Sí, me gustaría eso. Acordaron encontrarse en un pequeño restaurante tradicional del barrio de San Ángel.

 No un reencuentro público, no un evento para las cámaras, sino un espacio para dos personas que alguna vez escribieron juntas un verso y que ahora necesitaban escucharse sin espectadores. Al colgar, Mijare se acercó a la ventana. La ciudad de México se extendía ante él inmensa y vibrante.

 En algún punto de esa vastedad urbana estaba ella, probablemente tan inquieta como él, ante la perspectiva de esa conversación pendiente. Volvió a su escritorio y tomó un sobre blanco que guardaba desde hace años. Lo abrió con cuidado y extrajo una hoja con versos escritos a mano. Leyó en silencio, sintiendo como cada palabra resonaba dentro de él con renovada intensidad. Era hora de completar la canción inconclusa.

 Era hora de pronunciar las palabras no dichas. Mientras tanto, en su departamento, Lucero se preparaba para un día de ensayos, con la mente dividida entre el presente y ese pasado que súbitamente parecía querer conversar con ella. La ciudad palpitaba a su alrededor, ajena al drama íntimo que se desarrollaba en su interior.

 El susurro de Mijares había despertado ecos dormidos y ahora solo quedaba seguir el rastro de esa melodía inconclusa para descubrir hacia dónde los llevaría. Las horas pasarían lentamente hasta su encuentro, cada minuto, cada segundo, cargado de expectativas, de preguntas, de posibilidades. Y mientras el sol avanzaba por el cielo de la Ciudad de México, dos almas conectadas por el arte, por la historia y por sentimientos indefinibles se preparaban para un encuentro que podría reescribir el final de una canción largamente postergada.

 El teatro resplandecía bajo las luces del ensayo general. Lucero, con un vestido sencillo pero elegante, recorría el escenario mientras los técnicos ajustaban los últimos detalles de sonido. Sus pasos resonaban en la madera, creando un eco que parecía acompañar el ritmo de sus pensamientos. La conversación telefónica con Mijares había dejado una estela de inquietud en su interior.

 Esa noche se verían no como artistas, no como expareja ante los ojos del público, sino como dos personas con una historia sin resolver. “Probemos la segunda canción”, indicó el director musical desde la platea. “Desde el puente, por favor.” Lucero asintió colocándose frente al micrófono. La música comenzó a sonar envolvente, familiar.

 Cerró los ojos, dejando que la melodía la transportara, pero mientras cantaba, su mente viajaba a otro lugar, a otro tiempo, a esas palabras susurradas en el camerino. Siempre llevé conmigo la canción que jamás cantamos juntos. La voz de Mijares se unió a la suya en la armonía perfecta que siempre habían logrado juntos.

 Él estaba ahora a su lado en el escenario, respetando la distancia profesional, pero tan cerca que podía percibir su energía, su presencia. Sus voces se entrelazaban como dos ríos que después de separarse vuelven a encontrarse. Había algo mágico en esa combinación, algo que trascendía lo puramente musical.

 Los técnicos y el director intercambiaron miradas de asombro, incluso en un simple ensayo, la química entre ambos artistas era palpable. Cuando terminaron, un breve silencio inundó el teatro como si nadie quisiera romper el hechizo. “Perfecto”, dijo finalmente el director. “Hagamos una pausa de 15 minutos y luego continuamos con el Metley.” Lucero y Mijares se separaron sin decir palabra.

 Ella se dirigió hacia un lateral del escenario necesitando un momento a solas. Se apoyó contra una pared, respirando profundo, intentando calmar ese remolino de emociones que amenazaba con desbordarla. ¿Estás bien? La voz de Mijares la sorprendió a sus espaldas. Ella se giró encontrándose con su mirada preocupada. “Sí, solo necesitaba un momento”, respondió esbozando una sonrisa que no llegó a sus ojos.

 Hay días en que el escenario pesa más que otros. Él asintió comprendiendo. Nadie como Mijares podía entender las presiones, las expectativas, el constante escrutinio público que ambos habían enfrentado durante décadas. Sobre esta noche, comenzó él, pero fue interrumpido por el regreso del director musical. Vamos a sus posiciones, llamó.

 Tenemos mucho que repasar antes del estreno. Mijares le dedicó una última mirada a Lucero, una mirada cargada de palabras no pronunciadas. Antes de volver al centro del escenario, el ensayo continuó hora tras hora, puliendo cada detalle, cada transición, cada nota, pero por debajo de la concentración profesional fluía una corriente subterránea de anticipación por ese encuentro pendiente.

 El restaurante en San Ángel lucía cálido y acogedor, con sus mesas de madera oscura y las lamparitas que proyectaban una luz ámbar sobre los comensales. En un rincón discreto, alejado de las ventanas principales, Mijares esperaba. Había llegado temprano, nervioso como un adolescente en su primera cita.

 Él, que había cantado ante miles, que había vivido bajo los reflectores durante la mayor parte de su vida, se sentía vulnerable ante la perspectiva de esta conversación íntima. El camarero había servido ya dos copas de vino tinto, un cabernet que sabía que a Lucero le gustaba.

 Sobre la mesa descansaba también aquel sobre blanco, testigo silencioso de palabras guardadas durante años. Cuando ella entró al restaurante, varios comensales la reconocieron, pero respetaron su privacidad con esa discreción característica de ciertos barrios de la Ciudad de México. Lucero avanzó entre las mesas con gracia natural, vistiendo un sencillo, pero elegante vestido azul noche que destacaba la luminosidad de su piel.

 Mijares se puso de pie al verla acercarse. Por un instante, ambos se quedaron inmóviles como si necesitaran ese momento para asimilar la realidad del otro fuera del contexto profesional. “Hola”, saludó ella con una sonrisa genuina que alivió parte de la tensión. “Te ves hermosa”, respondió él, apartando la silla para que se sentara. “Gracias por venir.

” El camarero se acercó con la carta, pero ellos apenas la miraron. ordenaron casi automáticamente, más interesados en la conversación pendiente que en la comida. Comenzaron hablando de temas seguros, neutros, los ensayos, detalles técnicos del espectáculo, anécdotas de los músicos.

 Era como si ambos estuvieran construyendo un puente gradual hacia esa otra conversación, la verdadera razón de su encuentro. “José Manuel me llamó ayer”, comentó Mijares en un momento dado, refiriéndose a su hijo en común. Ka está emocionado con la idea de vernos juntos en el escenario nuevamente. Lucero sonrió con ese orgullo materno que siempre iluminaba su rostro cuando hablaba de sus hijos.

 “Lucerito también dice que vamos a arrasar”, respondió con una suave risa. “Tienen tanta fe en nosotros, siempre la tuvieron.” Asintió Mijares dando un sorbo a su vino. Incluso cuando nosotros mismos dudamos. Un silencio cargado de significado se instaló entre ellos.

 Lucero jugueteaba con el borde de su copa, reuniendo valor para abordar lo que realmente quería saber. Sobre lo que dijiste en el camerino comenzó su voz más baja, casi íntima. ¿Qué quisiste decir exactamente? Mijares la miró directamente sin evasivas. Sus ojos reflejaban una determinación tranquila, como quien finalmente ha decidido liberar un secreto largamente guardado.

 Exactamente lo que dije, respondió con suavidad. Que hay una canción entre nosotros que nunca llegamos a cantar. Una melodía que quedó pendiente. ¿Hablas literalmente de una canción? Preguntó ella intrigada. Miares tomó el sobre blanco y lo deslizó hacia ella.

 En parte, admitió, pero sabes que para nosotros la música siempre fue más que notas y letras. Fue nuestro lenguaje, nuestra forma de comunicarnos cuando las palabras comunes no bastaban. Lucero tomó el sobre con dedos ligeramente temblorosos, lo abrió con cuidado, extrayendo una hoja de papel amarillenta por el tiempo. En ella, con la caligrafía inconfundible de Mijares, había una letra de canción nunca publicada, nunca interpretada.

 Y, en el margen superior, una fecha, el día en que habían decidido tomar caminos separados. Los primeros acordes sonaron suavemente en el piano del estudio privado de Mijares. Habían decidido continuar su conversación allí, lejos de miradas curiosas, en un espacio donde la música podía fluir libremente. Tras la cena, cargada de emociones contenidas y palabras cuidadosamente elegidas, necesitaban ese otro lenguaje, el que siempre los había unido más allá de todo lo demás.

 Mijares tocaba con esa maestría que solo dan los años de dedicación. Mientras Lucero, de pie junto al piano, leía la letra que acababa de descubrir. “La escribí el día que firmamos los papeles del divorcio”, explicó él sin dejar de tocar. “Nunca tuve el valor de mostrártela o quizás no era el momento adecuado.

” Lucero escuchaba la melodía sintiendo como cada nota resonaba dentro de ella. Era una composición hermosa con una melancolía serena que hablaba de aceptación, de un amor que se transforma pero no desaparece. Es preciosa murmuró genuinamente conmovida. Está incompleta confesó Mijares deteniéndose. Siempre sentí que faltaba algo. Tu voz, quizás tu perspectiva.

 Se miraron en silencio, comprendiendo lo que esas palabras significaban. No era solo una invitación a completar una canción, era una puerta abierta hacia una reconciliación más profunda, hacia la posibilidad de sanar viejas heridas que quizás nunca cicatrizaron completamente.

 ¿Quieres que la completemos?, preguntó ella con una mezcla de emoción y temor. Solo si tú quieres, respondió él. Han pasado muchos años, lucero. Hemos construido vidas separadas, carreras exitosas. Nuestros hijos han crecido, pero hay algo que siempre quedó pendiente entre nosotros, algo que tal vez podamos resolver a través de esta canción.

 Lucero se sentó junto a él en el banco del piano, como tantas veces lo había hecho en el pasado. Sus hombros se rozaron levemente, un contacto casual que, sin embargo, envió una corriente de electricidad por su piel. ¿Recuerdas cuando componíamos juntos?, preguntó ella con una sonrisa nostálgica. Tú siempre empezabas con la melodía y yo completaba las letras y discutíamos por los acordes del puente”, añadió él riendo suavemente. “Eras terriblemente terca.

 Porque tenía razón”, se defendió ella entrando en ese juego familiar de provocación amistosa. Por un momento, el tiempo pareció retroceder. Eran nuevamente esos dos jóvenes artistas enamorados de la música y el uno del otro creando juntos en la intimidad de un estudio. Mijares comenzó a tocar nuevamente y esta vez Lucero cerró los ojos dejando que la melodía la guiara.

Sin pensarlo demasiado, empezó a tararear, añadiendo su voz a las notas del piano. Era un proceso natural, orgánico, como si esa canción siempre hubiera estado dentro de ellos. esperando el momento adecuado para manifestarse. “Creo que tengo una idea para el segundo verso”, dijo ella tomando un lápiz para anotar en la partitura, “Algo sobre el tiempo que transforma, pero no borra.

” Él asintió, observándola escribir con esa concentración que siempre había admirado en ella. En ese momento no eran exesposos, no eran figuras públicas, eran simplemente dos artistas compartiendo un momento de creación. Las horas pasaron inadvertidas mientras trabajaban en la canción.

 La noche avanzaba, pero ellos estaban sumergidos en ese universo paralelo que solo la música podía crear. Cuando finalmente se detuvieron, exhaustos satisfechos, el reloj marcaba las 3 de la madrugada. “Creo que la tenemos”, dijo Mijares repasando la versión final. Después de tantos años, finalmente la tenemos. Lucero asintió. sintiendo una extraña mezcla de realización y melancolía.

 Habían completado la canción que quedó pendiente, pero ¿qué significaba eso para ellos? Para su relación. Es tarde, murmuró consciente de repente del paso del tiempo. Debería irme. Miares la miró con intensidad. Había tantas cosas que quería decirle, tantas emociones que bullían en su interior, pero respetó su espacio, su ritmo. Te acompaño a la puerta.

 ofreció levantándose del piano en el umbral de la casa bajo el cielo estrellado de la Ciudad de México, se detuvieron enfrentándose a esa despedida que de alguna manera parecía diferente a todas las anteriores. “Gracias por esta noche”, dijo Lucero con sinceridad, “por compartir la canción, por confiar en mí para completarla.

 Siempre confí en ti”, respondió él con una suavidad que contrastaba con la intensidad de su mirada. Incluso cuando nuestros caminos tomaron direcciones diferentes, hubo un momento de vacilación, un instante en que el mundo pareció contenerse esperando. Finalmente, Lucero se inclinó y depositó un suave beso en la mejilla de Mijares, un gesto que encerraba gratitud, nostalgia y quizás un atisbo de algo más. Nos vemos mañana en el ensayo.

 Se despidió alejándose hacia el taxi que esperaba en la calle. Mijares la observó partir inmóvil en la puerta de su casa. La canción estaba completa, pero la historia entre ellos esa parecía tener todavía algunos versos por escribir. La mañana llegó con una llamada inesperada. Lucero, a una adormilada, tomó su teléfono para encontrarse con la voz preocupada de doña Carmen.

 “Señora Lucero, disculpe la hora.” Se excusó la mujer, “pero mi hijo Ricardo tuvo un accidente en la motocicleta. Nada grave, gracias a Dios, pero está en el hospital y necesito ir con él.” “Por supuesto, Carmen”, respondió Lucero. Inmediatamente despierta y alerta. “No te preocupes por nada aquí. Ve con tu hijo, es lo más importante. Tras colgar, Lucero permaneció sentada en el borde de la cama sintiendo un peso en el pecho.

Conocía a Ricardo, un muchacho trabajador y perseverante que luchaba por sus sueños universitarios mientras ayudaba a su madre. La noticia la había afectado más de lo que esperaba. Se levantó y se dirigió al baño, donde el espejo le devolvió una imagen de sí misma que la sorprendió. Había algo diferente en sus ojos, una chispa que no había estado allí antes.

 Era el resultado de la noche compartida con Mijares, de esa canción finalmente completada o algo más profundo, más esencial. Mientras se preparaba un café, su mente divagaba entre la preocupación por Ricardo y los recuerdos de la noche anterior, el piano, las notas, la letra que habían creado juntos y esa extraña sensación de que algo importante había cambiado entre ellos.

 Su teléfono sonó nuevamente, esta vez con un mensaje de Mijares. Buenos días. ¿Te parece si vamos juntos al ensayo? ¿Puedo pasar por ti a las 11? Lucero se quedó mirando la pantalla. Considerando la propuesta, no era algo extraordinario en sí mismo. Compartían ensayos después de todo, pero adquiría un nuevo significado tras los acontecimientos recientes.

 “Same parece bien”, respondió finalmente, sintiendo un cosquilleo de anticipación. Las horas pasaron lentamente. Lucero se dedicó a ordenar algunas partituras, a revisar el vestuario para el espectáculo. Actividades cotidianas que, sin embargo, no lograban distraerla completamente de esa inquietud interior. A las 11 en punto, el timbre sonó.

 Mijares, puntual como siempre. Al abrir la puerta, Lucero se encontró con su sonrisa cálida y un pequeño ramo de flores silvestres. “Buenos días”, saludó él. Extendiendo el ramo hacia ella, pasé por el mercado de Jamaica y no pude resistirme. Lucero tomó las flores conmovida por el gesto.

 No eran rosas ostentosas ni orquídeas exóticas. Eran flores sencillas, auténticas, como la conexión que parecía estar renaciendo entre ellos. Son hermosas, agradeció invitándolo a pasar mientras buscaba un jarrón. Dame un minuto y estaré lista. Mijares esperó en la sala observando discretamente el espacio que reflejaba tanto de la personalidad de Lucero.

 Ordenado acogedor, elegante, sin ser pretencioso, con fotografías familiares y algunos recuerdos de su trayectoria artística. “Me preocupa, doña Carmen,”, comentó Lucero al regresar. “Su hijo tuvo un accidente en motocicleta, “nada grave, pero está en el hospital. Lo siento mucho, respondió él con genuina preocupación.

 ¿Hay algo en que podamos ayudar? Ese podamos, ese plural que los incluía a ambos como una unidad no pasó desapercibido para Lucero. Era un pequeño detalle, pero significativo. Estaba pensando en eso”, admitió ella tomando su bolso. Ricardo está luchando por entrar a la universidad. Es un chico brillante, pero los recursos son limitados.

 Quizás podríamos hacer algo por él”, completó Mijares, entendiendo inmediatamente. “Por supuesto, después del ensayo, podemos hablar con algunas personas que conozco en la UNAM.” Lucero asintió agradecida por esa sintonía que siempre habían compartido. Sin necesidad de grandes explicaciones, él comprendía lo que era importante para ella.

 Salieron juntos del apartamento bajo la mirada curiosa del portero que discretamente observaba esta escena poco habitual. Lucero y Mijares juntos en un contexto claramente personal. En el auto, mientras avanzaban por las calles congestionadas de la ciudad, una cómoda familiaridad se instaló entre ellos.

 Hablaron de los hijos, de proyectos futuros, de anécdotas compartidas, como si los años de separación se hubieran disuelto. Sobre anoche comenzó Mijares, aprovechando un semáforo en rojo. La canción quedó hermosa, mejor de lo que imaginé. “Sí lo hizo”, concordó Lucero mirándolo de reojo. “¿Qué piensas hacer con ella?” Era una pregunta cargada de significado.

 No solo se refería al destino de la composición, sino también a lo que representaba para ellos, para su relación. Había pensado que podríamos incluirla en el espectáculo”, sugirió él cauteloso como una sorpresa final. “Pero solo si tú estás de acuerdo.” Lucero sintió un escalofrío ante la idea.

 Interpretar esa canción frente al público significaría compartir algo profundamente personal. exponer una faceta de su historia que siempre habían mantenido en privado. ¿No sería demasiado revelador?, preguntó expresando su inquietud. Mijares la miró comprensivamente. Lo sería admitió. Pero quizás es tiempo de dejar que esa canción finalmente se escuche, de liberarla y con ella algo de nosotros mismos.

 El semáforo cambió a verde y el auto avanzó. Lucero miró por la ventana observando el paisaje urbano mientras consideraba la propuesta. Había algo poderoso en la idea de compartir esa creación, de transformarlo privado en una expresión artística pública. “Necesito pensarlo,” dijo finalmente. Es una decisión importante. Mijares asintió respetando su proceso.

 Siempre había admirado esa cualidad en ella, esa forma de considerar cuidadosamente cada paso, cada decisión, especialmente las que involucraban su intimidad. Llegaron al teatro en un silencio reflexivo, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Pero al bajar del auto, Mijares tomó suavemente la mano de lucero, un gesto simple pero significativo.

 Sea cual sea tu decisión, la respetaré, aseguró con una mirada que transmitía mucho más que palabras. Lucero apretó su mano brevemente antes de soltarla. En ese pequeño contacto había una promesa tácita, un reconocimiento de que, independientemente del destino de la canción, algo importante había comenzado a sanar entre ellos.

 Juntos entraron al teatro donde el resto del equipo los esperaba para un nuevo día de ensayo. Nadie comentó el hecho de que hubieran llegado juntos, pero las miradas curiosas no pasaron desapercibidas para ambos. En el mundo del espectáculo, los detalles más sutiles rara vez escapaban a la atención. Mientras se dirigían hacia el escenario, Lucero sintió una extraña sensación de estar al borde de algo significativo, como si la canción que finalmente habían completado fuera solo el preludio de una nueva composición en sus vidas, una que apenas comenzaba a escribirse. El ensayo transcurría con la intensidad habitual, pero había algo diferente en el

ambiente. Los músicos lo percibían, el equipo técnico lo notaba, incluso el director musical parecía más animado de lo normal. Lucero y Mijares compartían el escenario con una sincronía que iba más allá de lo profesional, como si un canal invisible de comunicación se hubiera abierto entre ellos.

 Vamos a revisar la transición del popurri de baladas”, indicó el director. “Lucero, necesito que entres medio compás antes en el segundo estribillo.” Ella asintió, concentrada en las partituras, pero inevitablemente consciente de la presencia de Mijares a su lado. Su proximidad la distraía y la centraba al mismo tiempo. Una contradicción que solo él había logrado provocar en ella.

 Mientras repasaban la secuencia, sus voces se entrelazaban en armonías perfectas, como si hubieran estado cantando juntos todos los días durante los últimos 20 años. Y no esporádicamente en contadas ocasiones. Perfecto. Elogió el director tras el tercer intento. Esa es la energía que necesitamos para el estreno.

 ¿Podríamos intentar el número final ahora? Mijares y Lucero intercambiaron una mirada cómplice. El número final era una poderosa balada que habían elegido para cerrar el espectáculo, una canción sobre reencuentros y segundas oportunidades. Mientras los músicos se preparaban, Mijares se acercó discretamente al Lucero. Estaba pensando, comenzó en voz baja.

 nuestra canción, la que completamos anoche y si la guardamos para nosotros, no todo tiene que ser compartido con el público. Lucero lo miró sorprendida. Había pasado la mañana considerando su propuesta de incluirla en el espectáculo, debatiéndose entre el temor a exponer algo tan íntimo y el deseo de dar vida escénica a esa creación conjunta.

 ¿Qué te hizo cambiar de opinión?, preguntó genuinamente intrigada. Mijares se tomó un momento antes de responder, como si estuviera ordenando sus pensamientos. Anoche, mientras trabajábamos en ella, me di cuenta de que esa canción es diferente a todas las demás, explicó.

 No la escribimos para un álbum o un espectáculo, la escribimos para nosotros, para decir lo que no pudimos expresar de otra manera. Lucero sintió una profunda emoción ante sus palabras. entendía exactamente lo que quería decir. Esa canción era un puente entre ellos, un canal de comunicación íntimo que trascendía lo puramente musical. “Tienes razón”, asintió con una sonrisa suave.

 “Ya algunas melodías no necesitan aplausos para tener sentido.” En ese momento, el director los llamó para comenzar el ensayo de la canción final. Ambos volvieron a sus posiciones, pero algo había cambiado sutilmente entre ellos. una complicidad renovada, un entendimiento más profundo. La música comenzó y sus voces se elevaron en perfecta sincronía.

 Para cualquier observador externo era simplemente un magnífico ensayo. Para ellos era mucho más, una declaración no verbal de que algo importante había comenzado a reconstruirse. La sala de espera del hospital público era un mosaico de emociones, preocupación, cansancio, esperanza, resignación. Doña Carmen estaba sentada en una de las sillas de plástico con las manos entrecruzadas sobre su regazo, la mirada fija en las puertas por donde los médicos entraban y salían periódicamente.

 Cuando vio a Lucero acercarse, su rostro cansado se iluminó con sorpresa. “Señora Lucero, no esperaba verla aquí”, exclamó poniéndose de pie. Lucero la abrazó con genuino afecto. No era una relación convencional de empleadora y empleada. A lo largo de los años, doña Carmen se había convertido en una presencia constante y reconfortante en su vida, casi una segunda madre.

 ¿Cómo está, Ricardo?, preguntó sentándose junto a ella. Mejor, gracias a Dios, respondió la mujer con alivio en su voz. Tiene el brazo fracturado y algunos raspones, pero nada de gravedad. Lo están preparando para darle el alta. Me alegro mucho”, sonrió Lucero, apretando suavemente su mano. “¿Necesitas ayuda con algo?” medicamentos, transporte.

Doña Carmen negó con la cabeza, visiblemente conmovida por el gesto. “Ya ha hecho suficiente preocupándose y viniendo hasta aquí”, dijo con sinceridad. “con tantas ocupaciones que tiene. Nunca estoy demasiado ocupada para las personas que me importan”, respondió Lucero con firmeza. Además, quería hablar contigo sobre algo.

 En ese momento, las puertas se abrieron y Ricardo apareció con el brazo inmovilizado en un cabestrillo y una expresión de sorpresa al ver a Lucero junto a su madre. Era un joven alto y delgado de unos 20 años, con una mirada inteligente que no lograba ocultar completamente el dolor físico que sentía. “Señora Lucero, saludó con evidente confusión. No esperaba verla aquí.

 Vine a ver cómo estabas”, respondió ella con naturalidad. “Tu mamá me contó del accidente y quería asegurarme de que todo estuviera bien.” Ricardo pareció incómodo, quizás avergonzado por la situación. “Estoy bien, gracias”, murmuró. “Fue una tontería. No vi un bache en la calle. Los accidentes ocurren”, lo tranquilizó Lucero. “Lo importante es que no fue nada grave.

 Te dijeron cuánto tiempo necesitarás el cabestrillo. Unas seis semanas, respondió él haciendo una mueca de disgusto. Justo cuando necesitaba preparar los últimos exámenes para la universidad, Lucero asintió, comprendiendo su frustración.

 Sabía por doña Carmen lo mucho que Ricardo había estudiado, lo determinado que estaba a conseguir un lugar en la Facultad de Ingeniería de la UNAM. sobre eso dijo tomando un sobre de su bolso. Quería hablar con ustedes. Mi Jares y yo conocemos a algunas personas en la universidad que podrían ayudar y doña Carmen y Ricardo intercambiaron miradas de sorpresa. Mijares repitió doña Carmen sin ocultar su asombro.

 Ustedes somos amigos aclaró Lucero rápidamente sintiendo un ligero rubor en las mejillas. Y ambos queremos ayudar a Ricardo, no para que entre sin merecerlo, sino para que tenga una oportunidad justa, especialmente ahora con esta lesión. Extendió el sobre hacia Ricardo, quien lo tomó con su mano libre, todavía confundido. Es una carta de recomendación para un programa especial, explicó.

 Y también hay información sobre una beca perfecta para ti. Mijares habló con el director de la facultad esta mañana. Ricardo abrió el sobre con dedos temblorosos mientras su madre observaba con ojos brillantes de emoción. “No sé qué decir”, murmuró el joven, visiblemente conmovido. “Esto es, no lo esperaba.

” “No tienes que decir nada”, sonríó Lucero. “Solo prométeme que seguirás esforzándote como hasta ahora. El talento y la perseverancia siempre deben ser apoyados.” Doña Carmen, incapaz de contener las lágrimas, tomó las manos de Lucero entre las suyas. “Dios la bendiga, señora”, dijo con voz entrecortada. “Y también al señor Mijares, esto significa todo para nosotros.

” Lucero sintió una profunda satisfacción en medio de su propia confusión emocional, de ese torbellino de sentimientos redescubiertos hacia mi jares, encontraba un ancla en actos como este. En la posibilidad de usar su posición para ayudar a otros. Les dejo mi número personal”, dijo anotándolo en una tarjeta. “Cualquier cosa que necesiten con el proceso, no duden en llamarme directamente.

 Y Ricardo, cuando te recuperes, espero que vengas a vernos en el teatro. Tendremos entradas esperándote a ti y a tu mamá.” Después de las despedidas cargadas de agradecimiento y emoción, Lucero salió del hospital con una sensación de ligereza. Afuera, apoyado contra su auto, Mijares la esperaba. ¿Cómo fue todo? Preguntó enderezándose al verla.

Perfecto. Sonrió ella acercándose. Están muy agradecidos. No esperaban algo así. Mijares asintió complacido. Hablé con Ramírez, el director de la facultad. Es un buen amigo y prometió darle una oportunidad justa al chico. Con su talento y tu recomendación. Estoy seguro de que lo logrará. Se quedaron un momento en silencio, mirándose el uno al otro bajo el sol de la tarde.

 Había algo nuevo entre ellos, una complicidad que iba más allá de los escenarios compartidos o la historia pasada. Era algo presente, vivo, que crecía con cada hora compartida. “Gracias por hacer esto conmigo”, dijo Lucero finalmente. “Siempre fue así, ¿no?”, respondió él con una sonrisa nostálgica. Tú tenías el corazón y yo los contactos.

 Teya rió suavemente, recordando como si incluso en sus años más jóvenes habían formado un equipo efectivo. Ella con su empatía natural y él con su pragmatismo y sus conexiones. ¿Tienes hambre?, preguntó Mijares, consultando su reloj. Conozco un lugar cerca de aquí donde hacen unos chiles en nogada que te encantarán. Lucero dudó solo un instante.

 Tenía compromisos que atender, llamadas que devolver, pero de repente nada de eso parecía tan urgente como prolongar este momento. Me encantaría aceptó. Y el brillo en los ojos de Mijares fue suficiente recompensa por cualquier inconveniente en su agenda. El restaurante era un oasis de tranquilidad en medio del bullicio de la ciudad, ubicado en una casona antigua remodelada con un patio interior donde las bugambilias creaban un techo natural de colores vibrantes.

 Mijares había pedido una mesa en un rincón discreto, lejos de miradas curiosas. “Este lugar es hermoso”, comentó Lucero, admirando la arquitectura colonial y la decoración sobria, pero elegante. ¿Cómo lo descubriste, José Manuel? recomendó, respondió él refiriéndose a su hijo. Dice que es el lugar favorito de su novia.

 Lucero sonrió ante la mención de su hijo. Esa chica le ha hecho bien. Nunca lo había visto tan centrado. Tiene buenos gustos. Asintió Mijares con orgullo paternal. Se parece a su madre en eso. El cumplido, sutil sincero, provocó un suave rubor en las mejillas de Lucero. Después de tantos años, todavía era capaz de hacerla sentir así, como una joven abrumada por la atención de su primer amor.

 La comida llegó exquisitamente presentada. Los chiles en nogada, con sus colores que evocaban la bandera mexicana, eran una obra de arte culinaria. Lucero probó un bocado y cerró los ojos con deleite. “Tenías razón”, admitió. “Son maravillosos. La conversación fluyó naturalmente mientras comían.

 Hablaron de sus hijos, de proyectos futuros, de amigos comunes, de la industria musical que tanto había cambiado desde sus inicios. Era reconfortante esta familiaridad redescubierta, esta capacidad de hablar de todo y de nada con alguien que realmente entendía. ¿Recuerdas nuestra primera gira? Juntos, preguntó Mijares en un momento dado con una sonrisa nostálgica.

 El autobús que se descompuso en mitad de la carretera a Monterrey, Lucero Río, recordando perfectamente ese episodio. ¿Cómo olvidarlo? Terminamos cantando para los mecánicos que vinieron a rescatarnos. Fue uno de los mejores conciertos improvisados de mi vida”, afirmó él con genuina nostalgia.

 Sin luces, sin efectos, solo nuestras voces y una guitarra acústica. A veces es todo lo que se necesita”, reflexionó ella, jugueteando con su copa de vino, la música en su forma más pura. Mijares la miró intensamente como si estuviera viendo más allá de sus palabras hacia algo más profundo. Como nuestra canción dijo suavemente, la que completamos anoche es eso pura, honesta, sin pretensiones. Lucero asintió, comprendiendo perfectamente.

En un mundo de producciones grandiosas y efectos especiales, había algo poderoso en la simplicidad, en la autenticidad. He estado pensando en lo que dijiste, comentó, sobre guardarla para nosotros. Y creo que tienes razón, algunas cosas son demasiado personales para compartirlas con el mundo.

 Miares pareció aliviado, como si hubiera temido que ella quisiera exponerla públicamente. “Gracias”, dijo simplemente. “Significa mucho para mí.” Hubo un silencio no incómodo, sino contemplativo. Lucero reunió valor para la pregunta que había estado rondando su mente todo el día. Mijares comenzó usando deliberadamente su apellido, como solía hacer en los momentos importantes.

¿Qué estamos haciendo exactamente? Él la miró sin evasivas, consciente del peso de la pregunta. No lo sé con certeza, admitió con honestidad. Solo sé que desde aquel día en el camerino, cuando te susurré sobre la canción pendiente, algo cambió. O quizás siempre estuvo ahí esperando el momento adecuado.

 Tenemos vidas separadas, señaló ella, no como una objeción, sino como una realidad a considerar. Carreras, compromisos, rutinas establecidas. Lo sé, asintió él. Y no pretendo complicar eso. No busco revivir el pasado, lucero. Quizás lo que busco es construir algo nuevo, algo diferente, basado en quienes somos ahora, no en quienes fuimos. Sus palabras resonaron profundamente en ella.

 No era una propuesta de volver atrás, de intentar recuperar lo que una vez tuvieron. Era una invitación a explorar nuevas posibilidades desde la madurez y la experiencia. Me gusta esa idea”, confesó ella con una sonrisa suave. Construir algo nuevo sin presiones ni expectativas. Mijares extendió su mano sobre la mesa. Una invitación silenciosa.

 Lucero, tras un momento de vacilación entrelazó sus dedos con los de él. Era un gesto simple, pero significativo, un pacto tácito de intentarlo, de permitirse esa exploración. El resto de la comida transcurrió en una atmósfera diferente, más ligera, más esperanzadora, como si ambos hubieran dejado caer un peso que llevaban cargando sin darse cuenta.

 No habían definido nada concreto, no habían puesto etiquetas a lo que estaba sucediendo entre ellos, pero habían acordado silenciosamente darle una oportunidad, ver hacia dónde los llevaba. El teatro bullía de actividad en la tarde del ensayo general. Técnicos ajustando las últimas luces, músicos afinando instrumentos, asistentes corriendo de un lado a otro con cambios de vestuario y listas de verificación.

 Era la energía febril y emocionante que precede a todo gran estreno. Lucero, en su camerino, repasaba mentalmente la secuencia del espectáculo mientras una maquilladora daba los toques finales a su rostro. Su teléfono vibró con un mensaje. 5 minutos y estaré listo. Te veo en el lateral derecho antes de empezar.

 Me sonríó sintiendo ese cosquilleo de anticipación que siempre precedía a un espectáculo importante, pero que ahora tenía un componente adicional. Después de su conversación durante la comida, había una nueva dimensión en su relación con Mijares, algo frágil, pero prometedor, que ambos estaban cultivando con cuidado. “Estamos listos, señora Lucero, anunció la maquilladora dando un paso atrás para admirar su trabajo.

 ¿Le parece bien así?” Lucero se miró en el espejo aprobando con un gesto. El maquillaje era perfecto para el escenario, definido, pero no excesivo, realzando sus rasgos naturales sin transformarla en alguien diferente. Gracias, Marta. Sonrió. Es justo lo que necesitaba.

 Cuando la maquilladora se retiró, Lucero se quedó un momento a solas, respirando profundamente para centrarse. Cerró los ojos visualizando el escenario, las canciones, las transiciones. Era un ritual que había desarrollado a lo largo de los años, una forma de prepararse mental y emocionalmente, pero esta vez sus pensamientos derivaban constantemente hacia Mijares, hacia esa conexión redescubierta, hacia las posibilidades que se abrían ante ellos.

 Un suave golpe en la puerta la sacó de sus reflexiones. Adelante, llamó esperando ver a su asistente o al director. Pero fue José Manuel, su hijo, quien asomó la cabeza con una sonrisa. José, exclamó sorprendida y encantada. No sabía que vendrías al ensayo. El joven entró cerrando la puerta trás de sí, alto y atractivo, con una mezcla perfecta de los rasgos de ambos padres, José Manuel se había convertido en un hombre del que Lucero se sentía inmensamente orgullosa.

 “Quería darte una sorpresa”, explicó acercándose para besarla en la mejilla. Y también quería ver cómo iba todo con papá. Había una nota de curiosidad en su voz que no pasó desapercibida para Lucero. ¿Acaso José Manuel había notado algo? O quizás Mijares le había comentado algo. Va todo bien, respondió con naturalidad, aunque sintió un ligero rubor en las mejillas.

El espectáculo está quedando hermoso. Creo que a la gente le encantará. José Manuel asintió, pero su mirada inquisitiva sugería que no era el espectáculo lo que le interesaba principalmente. “Papá parece diferente”, comentó como quien no quiere la cosa, más animado, más, no sé, presente. Hace tiempo que no lo veía así.

 Lucero se giró hacia el espejo, pretendiendo ajustar un detalle de su peinado para ocultar su reacción. “¡Ah sí”, dijo intentando sonar casual. Bueno, este proyecto es especial para ambos. Hace tiempo que no colaborábamos de esta manera. José Manuel se sentó en el sofá del camerino observando a su madre con una mezcla de afecto y diversión. Mamá, dijo finalmente, “¿Sabes que puedes hablar conmigo, verdad? No soy un niño y me alegra verlos a los dos felices.

” Lucero se giró para enfrentar a su hijo, sorprendida por su perspicacia, pero también conmovida por su madurez. Es complicado, José, admitió con sinceridad. Tu padre y yo estamos reconectando de cierta manera. No sé exactamente hacia dónde va y no quiero crear falsas expectativas, especialmente en ti o en Lucerito.

 No tengo expectativas, aseguró él levantándose para acercarse a ella. Solo quiero que sean felices, juntos o separados, pero si hay algo entre ustedes, algo bueno, me alegro por eso. Lucero abrazó a su hijo, agradecida por su comprensión, por su capacidad de ver a sus padres como personas, no solo como figuras parentales.

 “Gracias”, murmuró contra su hombro. “Estamos tomando las cosas con calma, día a día. Es todo lo que puedo decir por ahora.” Cuando José Manuel se marchó prometiendo volver para el estreno, Lucero se quedó pensativa. La conversación con su hijo había sido un recordatorio de que cualquier decisión que tomaran, cualquier camino que eligieran recorrer, tendría un impacto más allá de ellos mismos.

 Sus hijos, su familia extendida, sus carreras, todo estaba entrelazado, pero también sentía una determinación renovada. Si iban a explorar esta segunda oportunidad, lo harían con madurez y conciencia, sin repetir los errores del pasado, honrando lo que habían aprendido en los años intermedios.

 Con ese pensamiento en mente, salió del camerino y se dirigió hacia el lateral derecho del escenario, donde Mijares ya la esperaba. Él la recibió con una sonrisa cálida, extendiendo su mano hacia ella en un gesto que se estaba volviendo familiar. ¿Lista para brillar? Preguntó con ese brillo especial en los ojos que solo aparecía antes de un gran espectáculo. Siempre, respondió ella, tomando su mano brevemente.

 Acabo de recibir una visita sorpresa de José Manuel. Miares arqueó las cejas sorprendido. José, no sabía que vendría. Yo tampoco, sonríó ella, y creo que nos ha estado observando más atentamente de lo que pensábamos. Mijares pareció entender inmediatamente una expresión de comprensión cruzando su rostro. ¿Te dijo algo?, preguntó ligeramente preocupado.

 Solo que te nota diferente, respondió ella con una sonrisa suave, más animado, más presente y que se alegra si estamos felices, juntos o separados. Mijares exhaló visiblemente aliviado. Siempre fue un chico perceptivo. Comentó con orgullo. Tiene ese don tuyo de ver más allá de lo evidente.

 Antes de que pudieran continuar la conversación, el director técnico se acercó para informarles que todo estaba listo para comenzar el ensayo general. Ambos asintieron, retomando instantáneamente su faceta profesional. Mientras caminaban hacia el centro del escenario, Lucero sintió una profunda gratitud por la música que siempre los había unido, por la oportunidad de este reencuentro, por la madurez que habían alcanzado y por la posibilidad, aún incierta, pero esperanzadora, de escribir un nuevo capítulo en su historia compartida.

 Las luces se atenuaron, los músicos tomaron posición y el ensayo general comenzó. Pero esta vez había una energía diferente en el escenario, una conexión casi palpable entre los dos artistas que trascendía lo meramente profesional. Era la energía de dos personas que después de un largo viaje por caminos separados habían encontrado una nueva forma de caminar juntos al ritmo de esa canción que siempre estuvo esperando ser completada.

 La noche del estreno llegó con esa mezcla de nerviosismo y anticipación que solo los artistas conocen. El teatro histórico del centro de la Ciudad de México resplandecía, iluminado como una joya en la noche urbana. Las filas de espectadores se extendían alrededor de la cuadra con rostros expectantes ante la promesa de ver juntos nuevamente a Lucero y Mijares.

 Entre bastidores, la energía era eléctrica. Técnicos corriendo, músicos afinando instrumentos una última vez, asistentes verificando detalles y en medio de ese torbellino organizado, Lucero y Mijares se encontraban en un remanso de calma compartida. Nerviosa? preguntó él ajustándose la chaqueta del elegante traje que vestiría para la primera parte del espectáculo.

 Lucero sonríó reconociendo esa pregunta ritual que siempre habían compartido antes de cada presentación importante. Siempre, respondió con sinceridad, pero es un nerviosismo bueno de los que te mantienen alerta, presente. Mijares asintió, comprendiendo perfectamente. Después de décadas en los escenarios, ambos sabían que cierta tensión era necesaria, casi bienvenida.

 “Tengo algo para ti”, dijo él extrayendo de su bolsillo un pequeño objeto envuelto en papel de seda, un amuleto para esta noche especial. Lucero lo desenvolvió con cuidado, revelando un delicado broche en forma de nota musical, con pequeñas incrustaciones que brillaban bajo las luces. Es hermoso”, murmuró genuinamente conmovida por el gesto.

 “¿Me ayudas a ponérmelo?” Mijares tomó el broche y lo prendió cuidadosamente en el vestido de lucero cerca del corazón. Sus dedos rozaron la tela y por un instante ambos recordaron otros tiempos, otros roces, otras noches de nervios compartidos y aplausos ensordecedores. “¡Perfecto!”, sonró él, retrocediendo un paso para admirar el efecto. Como tú.

Lucero sintió un calor familiar extenderse por su pecho, una mezcla de gratitud, nostalgia y algo nuevo, frágil pero creciente. 5 minutos para comenzar, anunció un asistente interrumpiendo el momento. Se miraron una última vez, comunicándose sin palabras, con esa complicidad que nunca habían perdido completamente.

 Luego, con la determinación de los profesionales que eran, se dirigieron hacia sus posiciones iniciales. El espectáculo transcurrió como un sueño coreografiado a la perfección. Cada canción, cada transición, cada interacción con el público fluyendo con la precisión de algo largamente ensayado, pero que conservaba la frescura de lo auténtico. El público respondía con entusiasmo desbordante.

 Aplausos que se convertían en ovaciones, gritos de admiración, lágrimas de emoción ante los temas más nostálgicos. Era evidente que para muchos de los presentes esta reunión de Lucero y Mijares representaba algo más que un simple espectáculo. Era un viaje a través de sus propias memorias, de sus propias historias de amor y desamor.

Cuando llegaron a la última canción programada, Lucero sintió una extraña mezcla de realización y melancolía. La energía que habían construido durante todo el concierto alcanzaba su clímax, pero al mismo tiempo sabía que se acercaba el final de esta experiencia compartida. Los últimos acordes resonaron en el teatro y el público se puso de pie en una ovación atronadora.

Lucero y Mijares se tomaron de las manos para agradecer, inclinándose ante el aplauso, sintiendo esa conexión única que solo existe entre artistas y público. Fue entonces cuando Mijares, en un gesto inesperado para todos, excepto para ellos dos, se acercó al micrófono nuevamente.

 “Gracias de corazón”, dijo mientras los aplausos se atenuaban. “Esta noche ha sido muy especial para nosotros.” Y antes de despedirnos, quisiera compartir algo con ustedes. El público guardó silencio intrigado. Lucero observaba a Mijares, sorprendida, pero comprendiendo inmediatamente lo que estaba a punto de suceder.

 Hace muchos años, continuó él, Lucero y yo, comenzamos a escribir una canción que nunca llegó a completarse. Hasta hace unos días, un murmullo de asombro recorrió el teatro. Mijares miró a Lucero, una pregunta silenciosa en sus ojos. Ella asintió con una sonrisa suave pero decidida.

 Habían acordado mantener esa canción en privado, pero de alguna manera este momento parecía correcto, necesario incluso. No es una canción de nuestro repertorio habitual, explicó Mijares. No está en ningún álbum, no tiene producción elaborada, es simplemente nuestra. Los músicos comenzaron a tocar suavemente, siguiendo la partitura que habían recibido apenas esa mañana. una melodía sencilla pero profundamente emotiva.

 Y entonces sus voces se elevaron juntas interpretando por primera vez en público esa canción largamente postergada, esa melodía que habían completado en la intimidad del estudio. No era una balada de amor convencional, era algo más complejo, más maduro, una reflexión sobre el tiempo, las oportunidades perdidas y encontradas, los caminos que se separan para quizás algún día volver a cruzarse.

El teatro quedó en silencio absoluto, como si cada espectador comprendiera que estaba presenciando algo íntimo, algo que trascendía el mero entretenimiento. Incluso los técnicos, habitualmente ocupados se detuvieron para escuchar, capturados por la autenticidad del momento.

 Cuando la última nota se apagó, hubo un instante de silencio reverencial antes de que el público estallara en un aplauso conmovido, muchos con lágrimas en los ojos. No era solo la belleza de la canción, era lo que representaba, lo que evocaba en cada uno. Lucero y Mijares se miraron compartiendo una sonrisa que contenía universos de significado.

 Habían expuesto algo profundamente personal y lejos de sentirse vulnerables, se sentían fortalecidos, como si al compartir esa canción hubieran liberado algo que llevaban demasiado tiempo guardando. Días después del exitoso estreno, Lucero contemplaba el amanecer desde el balcón de su apartamento.

 El cielo de la Ciudad de México se pintaba de tonos naranjas y rosados, un espectáculo natural que nunca dejaba de maravillarla. El concierto había sido aclamado por crítica y público. Las redes sociales bullían con videos de ese momento final, esa canción sorpresa que había conmovido a todos. Los medios especulaban sobre lo que significaba, sobre el estado de la relación entre los dos artistas, pero Lucero sabía que la verdad era más sencilla y a la vez más compleja de lo que cualquier titular podía capturar.

 Lo que estaba renaciendo entre ellos no era un simple retorno al pasado, sino algo nuevo construido sobre los cimientos de lo que fueron, pero honrando quiénes eran ahora. El sonido de la puerta la sacó de sus reflexiones. Doña Carmen llegaba acompañada por su hijo Ricardo, quien mostraba orgulloso un sobre oficial de la UNAM.

 “Lo logré, señora Lucero”, exclamó el joven con emoción apenas contenida. “Me aceptaron en la facultad de ingeniería con beca completa.” Lucero lo abrazó genuinamente feliz por él. Felicidades, Ricardo. Te lo has ganado con tu esfuerzo. Gracias a usted y al señor Mijares, intervino doña Carmen con lágrimas de orgullo maternal. Así su ayuda. Esto no hubiera sido posible.

 Nosotros solo abrimos una puerta, corrigió Lucero con suavidad. Tú cruzaste el umbral con tu propio talento. Mientras compartían un café celebratorio, el teléfono de lucero sonó. Era mi Jares. Buenos días, saludó él. su voz transmitiendo una calidez que lucero había llegado a anticipar y valorar en estas llamadas matutinas que se habían vuelto rutina. “Tienes planes para hoy”.

 De hecho, estamos celebrando, respondió ella, compartiendo la noticia sobre Ricardo. “¿Por qué no vienes?” A doña Carmen y a Ricardo les encantaría agradecerte en persona. Unas horas después, los cuatro compartían una comida improvisada, pero festiva. Mijares había traído un pastel y un regalo para Ricardo, un laptop reconstruido, perfecto para sus estudios universitarios.

 Mientras observaba a Mijares conversando animadamente con Ricardo sobre los desafíos de la ingeniería, Lucero sintió una profunda paz. No sabía exactamente qué les deparaba el futuro, qué forma tomaría esta relación renacida, pero estaba segura de una cosa, la canción que habían comenzado a escribir juntos, tanto literal como metafóricamente, tenía ahora una melodía clara, un ritmo definido, un propósito.

 ¿En qué piensas?, preguntó Mijares más tarde cuando Ricardo y su madre se habían marchado. En nosotros, respondió ella con honestidad, en cómo la vida nos ha traído de vuelta a este punto, pero diferentes, más sabios quizás. Él tomó su mano, un gesto que se había vuelto natural entre ellos en estos últimos días. ¿Y sabes qué es lo más hermoso? Preguntó con una sonrisa suave. Que esta vez no hay prisa, no hay presiones externas.

Podemos componer nuestra historia a nuestro propio ritmo. Lucero asintió entrelazando sus dedos con los de él, como esa canción que finalmente completamos. La canción que ahora todos conocen añadió él con una risa ligera. Aunque no era el plan original. A veces los mejores momentos son los no planeados, reflexionó ella.

Como este reencuentro, como este nuevo capítulo, Mijares se acercó depositando un suave beso en su mejilla, un gesto casto pero cargado de promesas. Y como esta melodía que estamos componiendo juntos día a día, completó él. Afuera, la ciudad de México continuaba su ritmo incesante. Dentro, en ese apartamento que había sido testigo de tantas emociones, dos personas que una vez compartieron todo y luego nada, descubrían el valor de compartir algo nuevo, algo construido con paciencia, con madurez, con el entendimiento de que algunas canciones necesitan tiempo para ser completadas. ¿Y tú alguna vez has sentido que hay

melodías pendientes en tu vida, historias que merecen un nuevo verso, un nuevo intento? A veces, como Lucero y Mijares descubrieron, solo hace falta escuchar con atención para encontrar esa canción que siempre estuvo ahí esperando ser cantada.