Ella nunca imaginó que al cruzar aquel portón oxidado el tiempo se detendría. En sus manos, una fotografía amarillenta temblaba ligeramente. El hombre sentado junto a la ventana ya no era el muchacho de sonrisa traviesa que una vez le juró amor eterno. Andrés miraba al vacío, perdido entre recuerdos que se desvanecían día a día.
Pero cuando sus ojos se encontraron y él susurró, “Lucerito, ella supo que algunas promesas sobreviven incluso a la memoria. Lucero respiró profundo antes de empujar la reja del jardín. El sol de Querétaro caía implacable sobre las calles empedradas de aquel barrio alejado del bullicio turístico.
Hacía tanto calor que el aire parecía espeso, casi tangible. Había conducido casi 3 horas desde la ciudad de México con una mezcla de nervios y nostalgia revolviéndose en su estómago. “Está en la terraza”, le indicó una mujer mayor con una voz pausada y amable. No tiene muchos días buenos, pero hoy parece tranquilo.
La casa de reposo, las jacarandas era modesta pero limpia. Ventiladores antiguos giraban perezosamente en el techo, moviendo el aire caliente de un lado a otro, sin lograr refrescarlo realmente. Al fondo, un radio viejo tocaba boleros a volumen bajo, como si la música también quisiera ser discreta en aquel lugar donde el tiempo transcurría de manera diferente.

A sus 56 años, Lucero seguía conservando ese brillo especial que la había convertido en la novia de América. Aunque ahora prefería una vida más tranquila, lejos de los reflectores que la habían acompañado desde niña, su presencia seguía siendo magnética. Caminó lentamente por el pasillo, siguiendo a la enfermera. Con cada paso, los recuerdos se agolpaban en su mente. “Señorita Lucero,” murmuró la enfermera con admiración mal disimulada.
“No puedo creer que esté aquí en persona. Mi mamá era superfan suya.” “Gracias”, respondió ella con una sonrisa sincera. pero distraída. Su mente estaba ocupada por otra persona. La llamada había llegado la noche anterior. Una mujer que se presentó como Estela Ramírez, sobrina de Andrés Montero. “Mi tío está muy enfermo”, le había dicho con voz quebrada.
“Tiene días buenos y días malos, pero siempre, siempre pregunta por usted.” Al principio, Lucero pensó rechazar la invitación. ¿Qué sentido tenía removerse en el pasado? Sin embargo, algo dentro de ella, quizá curiosidad, quizá un sentimiento más profundo que no quería nombrar, la empujó a aceptar. Tal vez porque sabía que de no hacerlo pasaría el resto de su vida preguntándose, ¿y si hubiera ido? Está allí, señaló la enfermera hacia la terraza. El señor Andrés siempre se sienta en esa silla.
Le gusta mirar los árboles. Lucero se detuvo un momento, sintiendo como su corazón latía con fuerza. Frente a ella, sentado en una mecedora de mimbre desgastado, estaba Andrés. Su cabello, antes negro y abundante, ahora era una fina capa plateada que apenas cubría su cabeza. Su cuerpo, que recordaba fuerte y vigoroso, parecía haberse encogido como si los años lo hubieran comprimido.
En su regazo descansaba una manta a pesar del calor, y sus manos, con manchas propias de la edad reposaban inmóviles sobre ella. “Dios mío”, pensó Lucero, sintiendo un nudo en la garganta. “¿Cómo pasó tanto tiempo? ¿No era solamente los 38 años que habían transcurrido desde la última vez que se vieron? Era todo, la vida que ambos habían vivido por separado, los caminos que tomaron, las decisiones que los alejaron. Por un instante consideró dar media vuelta y marcharse.
Pero entonces, como si hubiera sentido su presencia, Andrés giró lentamente la cabeza hacia ella. Sus miradas se encontraron a través del tiempo y la distancia. Los ojos de él antes tan vivos y expresivos, ahora parecían dos pozos opacos que miraban sin realmente ver. Durante varios segundos no hubo ninguna reacción en su rostro. Era como si estuviera observando a una completa desconocida.
Lucero avanzó lentamente con el corazón encogido. Se sentó en una silla frente a él y por un momento ninguno habló, solo el rumor lejano de la música y el chirrido ocasional de algún ventilador rompían el silencio. “Hola, Candres”, dijo finalmente con voz suave. Él la miró fijamente con el seño ligeramente fruncido, como quien intenta descifrar un acertijo particularmente complicado.
“¿Nos conocemos?”, preguntó con una voz rasposa gastada por los años. La pregunta cayó como un peso sobre Lucero. Había imaginado este momento de tantas formas diferentes, pero nunca así. Nunca con él mirándola como a una extraña. “Sí”, respondió intentando mantener la compostura. Soy Lucero. Nos conocimos hace muchos años en la ciudad de México.
Andrés asintió lentamente, aunque era evidente que sus palabras no despertaban ningún recuerdo en él. Lucero sacó de su bolso la fotografía que había traído consigo, una imagen de ambos, jóvenes y sonrientes, sentados en la banca de un parque con las manos entrelazadas, la colocó suavemente sobre la manta que cubría las piernas de Andrés. Mira, somos nosotros.
explicó señalando la imagen. En el parque España, teníamos 20 años. Andrés tomó la fotografía con manos temblorosas. La observó durante largo rato como si intentara conectar con aquellos jóvenes que sonreían eternamente desde el papel. “Éramos guapos”, comentó finalmente con una pequeña sonrisa. “Tú sigues siendo guapa.
” Lucero sonrió conmovida por aquel pequeño momento de claridad. “Tú también sigues siendo guapo, Andrés. Él le devolvió la fotografía y volvió a mirar hacia los árboles como si aquella breve interacción hubiera agotado sus fuerzas. Lucero sintió una profunda tristeza. Había venido para para qué exactamente, para cerrar un círculo, para obtener algún tipo de redención.
Ahora todo parecía absurdo. El hombre frente a ella apenas podía recordar su propio nombre, mucho menos los momentos que habían compartido. Se dispuso a levantarse, convencida de que había sido un error venir. Pero entonces, como una suave brisa que aparece de la nada en un día caluroso, la voz de Andrés la detuvo.
El vestido rojo murmuró sin mirarla. Llevabas un vestido rojo la primera vez que te vi. Lucero se quedó paralizada con el corazón latiendo tan fuerte que casi podía escucharlo. Era cierto. El día que se conocieron en aquella fiesta universitaria, ella llevaba un sencillo vestido rojo que su madre le había regalado por su cumpleaños. “Sí”, confirmó volviendo a sentarse, ahora más cerca de él.
Era mi vestido favorito. Bailamos, continuó Andrés ahora mirándola directamente. Bailamos toda la noche y yo no sabía bailar. Una risa nerviosa escapó de los labios de Lucero. Los recuerdos dormidos durante tanto tiempo, comenzaban a despertar. “Te pisé los pies como mil veces”, recordó ella, “pero no te quejaste ni una sola vez.
¿Cómo iba a quejarme?”, respondió él con un destello de su antiguo encanto en los ojos. Estaba bailando con la chica más bonita de la fiesta. Por un momento fue como si el tiempo no hubiera pasado, como si los últimos 38 años fueran solo un suspiro, un parpadeo en la eternidad que compartían. Pero la ilusión duró poco, tan rápido como había llegado.
La lucidez abandonó los ojos de Andrés, que volvieron a mirar hacia el vacío. ¿Quién eres tú?, preguntó nuevamente con la mirada perdida. Lucero sintió que algo se rompía dentro de ella. Extendió su mano y tomó la de Andrés entre las suyas. “Soy una vieja amiga”, respondió simplemente. Se quedaron así, en silencio durante lo que pareció una eternidad.
La mano de Andrés, áspera y fría, descansaba inerte entre las de ella. De pronto, como si hubiera recordado algo importante, él giró la cabeza y la miró fijamente. “Lucerito”, susurró. Y esta vez había certeza en su voz. Eres lucerito. Ella asintió incapaz de hablar por el nudo que se había formado en su garganta.
Me dijeron que vendrías, continuó él, ahora con una voz más clara. Te han esperado tanto tiempo. Estoy aquí, respondió ella, apretando suavemente su mano. Lamento haber tardado tanto. Una sonrisa se dibujó en el rostro arrugado de Andrés. No importa, lo importante es que viniste. En ese momento, una mujer de unos 40 años apareció en la terraza. Tenía el mismo perfil de Andrés, el mismo mentón fuerte y decidido.
“Señorita Lucero”, exclamó visiblemente emocionada. “Soy Estela, la sobrina de Andrés. Hablamos por teléfono. No puedo creer que esté aquí.” Lucero se puso de pie y le tendió la mano, pero Estela la abrazó con fuerza. tomándola por sorpresa. “Gracias por venir”, murmuró en su oído. “Significa mucho para toda la familia.” Se separaron y Estela miró a su tío con una mezcla de amor y tristeza.
“¿Cómo está hoy?”, preguntó en voz baja. “¿Me reconoció?”, respondió Lucero. “Por un momento me reconoció.” Los ojos de Estela se iluminaron. Eso es maravilloso. Tiene días buenos y días malos. últimamente más malos que buenos, pero siempre que menciono su nombre, algo cambia en él. Es como si una parte de su cerebro que está dormida de repente despertara.
Lucero asintió conmovida. Andrés había vuelto a mirar hacia los árboles, aparentemente ajeno a la conversación que se desarrollaba a su lado. ¿Qué le sucedió?, preguntó en voz baja. Estela suspiró profundamente. Alzheimer, en una etapa bastante avanzada, comenzó con pequeños olvidos hace unos 5 años.
Al principio pensamos que era normal, cosas de la edad, pero fue empeorando. Ahora, ahora hay días en que no reconoce ni a sus propios hijos. Lucero miró a Andrés con una nueva perspectiva. Este hombre, que una vez había sido su todo, que había planeado un futuro junto a ella, ahora luchaba por recordar su propio pasado. ¿Y por qué me llamaste?, preguntó sin apartar la vista de él.
Después de tanto tiempo, Estela sacó un sobre de papel del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó. Encontré esto entre sus cosas cuando lo trajimos aquí. Creo que deberías verlo. Lucero abrió el sobre con manos temblorosas. Dentro había una carta amarillenta por el paso del tiempo y más fotografías, fotografías de ella, recortes de revistas y periódicos que habían seguido su carrera a lo largo de los años.
Su primer protagónico en televisión, su boda con Mijares, el nacimiento de sus hijos, portadas de discos, entrevistas, nunca dejó de seguirte. explicó Estela en voz baja. Nunca dejó de amarte. La carta estaba fechada 10 años después de su separación. Lucero la desdobló con cuidado y comenzó a leer en silencio. Querida Lucero, hoy te vi en televisión.
Estabas tan hermosa como siempre cantando con esa voz que me hacía sentir que todo en el mundo estaba bien. Han pasado 10 años desde que nuestros caminos se separaron y sin embargo sigo buscándote en cada rostro, en cada canción, en cada atardecer. No escribo esta carta para perturbar tu vida.
Sé que has seguido adelante como debía ser, pero necesitaba poner en palabras lo que mi corazón ha guardado durante tanto tiempo. Nunca dejé de amarte. Quizás fue cobardía no luchar más por lo nuestro. Quizás fue orgullo. O tal vez simplemente era el destino que trazó para nosotros caminos diferentes. Tú naciste para brillar ante el mundo y yo yo nací para admirar tu luz desde lejos.
Soy feliz sabiendo que tú lo eres, que has encontrado el amor, que tienes una familia hermosa, que tu talento ha sido reconocido como merece. Esa felicidad tuya es en cierta forma también mía. No espero respuesta a esta carta. De hecho, ni siquiera sé si algún día tendrá el valor de enviarla.
Solo quería que estas palabras existieran en algún lugar fuera de mi mente como testimonio de un amor que, al menos para mí, nunca terminó. Siempre tuyo, Andrés. Lucero dobló la carta lentamente y la devolvió al sobre junto con las fotografías. Un torbellino de emociones se agitaba en su interior. Arrepentimiento, nostalgia, una tristeza profunda por lo que pudo ser y no fue. Nunca la envió, confirmó Estela.
La encontré guardada en una caja con todas esas fotos tuyas y cuando su enfermedad comenzó a avanzar y los recuerdos empezaron a desvanecerse, tu nombre era uno de los pocos que seguía mencionando con claridad. Lucero volvió a mirar a Andrés, que seguía con la vista fija en algún punto lejano.
¿Qué pasaba por su mente en ese momento? ¿Estaría reviviendo alguno de los momentos que compartieron juntos o estaría simplemente perdido en la niebla que ahora cubría sus recuerdos? Yo también lo recuerdo”, confesó en voz baja. A veces, en momentos inesperados algo me lo trae a la memoria, una canción, un aroma, una frase y me pregunto qué habría pasado si las cosas hubieran sido diferentes.
No puedo imaginar lo que sientes respondió Estela, pero sé que para él verte hoy, aunque sea en uno de sus momentos de lucidez, significará más de lo que podemos comprender. Lucero asintió y volvió a sentarse junto a Andrés. Le tomó la mano nuevamente y esta vez él correspondió al gesto apretando ligeramente sus dedos. ¿Te vas a quedar? Preguntó él con una voz que sonaba sorprendentemente clara.
Sí, respondió Lucero sin dudarlo. Me quedaré todo el tiempo que quieras. Una sonrisa iluminó el rostro de Andrés. Una sonrisa que recordaba a aquel joven que una vez le había prometido la luna y las estrellas. “Entonces, quédate para siempre”, dijo con la ingenuidad de un niño, “Porque no quiero que te vayas nunca más”.
El bolero que sonaba en la radio cambió a otra canción, una melodía suave y nostálgica. Lucero reconoció la canción, Era El reloj, de Roberto Cantoral, la misma que habían bailado en su primera cita hace tantos años. ¿Recuerdas esta canción?”, preguntó acercándose más a él. Andrés inclinó la cabeza como si intentara escuchar mejor.
Luego, lentamente comenzó a tararear la melodía. “Detén el tiempo en tus manos”, cantó en voz baja, con la voz quebrada por la emoción y los años. “Haz esta noche perpetua”, continuó Lucero, uniendo su voz a la de él. Por un instante, el tiempo realmente pareció detenerse. No eran una estrella famosa y un hombre enfermo.
Eran simplemente Lucero y Andrés, dos jóvenes enamorados que soñaban con un futuro juntos. Y mientras la música fluía a su alrededor, mientras el sol de Querétaro comenzaba a ocultarse tras las montañas, mientras las primeras estrellas aparecían en el cielo, Lucero tomó una decisión que cambiaría la vida de ambos para siempre. No era demasiado tarde. Nunca era demasiado tarde para honrar un amor que había resistido el paso del tiempo.
Lucero pasó la noche en un pequeño hotel cerca de la casa de reposo. No había planeado quedarse, pero después de ver a Andrés supo que no podía simplemente dar media vuelta y regresar a la Ciudad de México. Había algo inconcluso entre ellos, una historia interrumpida que pedía un final diferente. A la mañana siguiente, despertó antes del amanecer.
Las calles de Querétaro aún dormían cuando salió a caminar. La ciudad conservaba ese encanto colonial que tanto le gustaba, con sus callejones empedrados y sus edificios de cantera rosa. Se detuvo en una pequeña cafetería que acababa de abrir y pidió un café negro. Mientras esperaba, revisó su teléfono.
Tenía tres llamadas perdidas de su hija, Lucerito, y varios mensajes preguntando dónde estaba. Estoy bien, respondió. Te llamo más tarde para explicarte todo. No sabía cómo explicarle a su hija que había reencontrado a un viejo amor, un hombre que ahora apenas podía recordar su propio nombre, pero que alguna vez había significado todo para ella. ¿Cómo hacerle entender que algunas heridas nunca cicatrizan del todo? Que algunos amores simplemente se adormecen esperando el momento adecuado para despertar.
Cuando llegó a las jacarandas, el sol ya iluminaba el patio interior con una luz dorada. Una enfermera diferente a la del día anterior la recibió con amabilidad. Señorita Lucero, Estela nos avisó que vendría. Don Andrés aún está desayunando. La guió hasta un comedor modesto donde varios ancianos compartían la primera comida del día. Algunos conversaban en voz baja, otros comían en silencio, perdidos en sus propios pensamientos.
Andrés estaba sentado solo en una mesa junto a la ventana. Frente a él había un plato con fruta picada que apenas había tocado. Buenos días, saludó Lucero sentándose frente a él. Andrés levantó la mirada y por un instante sus ojos reflejaron la misma confusión del día anterior, pero luego lentamente una chispa de reconocimiento se encendió en ellos. “Lucerito”, murmuró. “Volviste”.
Ella sonrió profundamente aliviada. Había temido que el momento de claridad del día anterior hubiera sido solo eso. Un momento. Te prometí que volvería, ¿recuerdas? Él asintió, aunque era evidente que no recordaba exactamente la promesa. Sin embargo, algo en él sabía quién era ella, y eso era suficiente por ahora.
“No tengo hambre”, dijo empujando ligeramente el plato. “Debes comer algo”, insistió ella con suavidad, al menos un poco de fruta. Con una docilidad que conmovió a Lucero, Andrés tomó un trozo de melón y se lo llevó a la boca. masticó lentamente, como si el simple acto de comer requiriera toda su concentración.
“¿Sabes?”, dijo de pronto con una claridad que sorprendió a Lucero. “Soñé contigo anoche.” “Ah, sí”, respondió ella intrigada. “¿Y qué soñaste?” “Estábamos en la playa”, explicó él con la mirada fija en un punto lejano. Esa playa a la que fuimos una vez, ¿te acuerdas? Acapulco. Tú llevabas un sombrero grande y reías mientras las olas mojaban tus pies. Yo te tomaba fotos con una cámara vieja.
Era feliz. Éramos felices. Lucero sintió un nudo en la garganta. Sí recordaba aquel viaje. Habían ido a Acapulco un fin de semana escapando de las presiones de la ciudad y de sus estudios. fue uno de los momentos más felices de su relación antes de que todo comenzara a desmoronarse.
“Yo también me acuerdo”, confirmó ella tomando suavemente su mano por encima de la mesa. Nos quedamos en un hotel pequeño frente al mar y comimos pescado frito en un restaurante de playa”, continuó él ahora sonriendo. “Tú dijiste que era el mejor pescado que habías probado en tu vida.” Y bailamos en la arena con los pies descalzos”, añadió Lucero, maravillada por la nitidez de sus recuerdos.
Andrés cerró los ojos un momento, como si intentara retener aquella imagen en su mente. Cuando los abrió nuevamente, había una melancolía profunda en su mirada. “¿Por qué nos separamos, lucerito?”, preguntó con una voz quebrada. “¿Por qué dejamos que eso pasara?” La pregunta la tomó por sorpresa. No esperaba que él recordara el final, solo los momentos felices.
Durante un instante dudó sobre qué responder. Debía recordarle las discusiones, los celos, su carrera emergente, las diferentes visiones que tenían sobre el futuro, o debía protegerlo de esos recuerdos dolorosos. La vida nos llevó por caminos diferentes, respondió finalmente, optando por una verdad suavizada.
Tú querías establecerte aquí en Querétaro. Yo estaba empezando mi carrera en México. Éramos jóvenes, quizás demasiado jóvenes para entender que algunas cosas valen la pena ser luchadas. Él asintió lentamente, como si su explicación le resultara satisfactoria. “¿Fuiste feliz?”, preguntó después de un momento. Después de mí, fuiste feliz.
Lucero sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Era una pregunta tan sencilla y a la vez tan compleja. ¿Había sido feliz? Sí, a su manera. Había tenido éxito, reconocimiento, aplausos. Había encontrado el amor nuevamente. Había formado una familia, pero siempre hubo un espacio vacío, una pregunta sin responder sobre lo que pudo haber sido y no fue. “Sí”, respondió con sinceridad.
“tuve una buena vida, pero nunca te olvidé, Andrés. Nunca. Una sonrisa triste se dibujó en los labios de él. “Yo tampoco te olvidé”, confesó. “Aunque ahora olvide muchas cosas, a ti nunca pude olvidarte”. En ese momento, Estela entró al comedor. Pareció sorprendida de encontrarlos en una conversación tan íntima. “Buenos días”, saludó acercándose a ellos.
“¿Cómo pasaste la noche, tío? Soñé con la playa”, respondió Andrés, ahora con un tono más infantil. Lucerito estaba allí con un sombrero grande. Estela miró a Lucero con una expresión de asombro. Es increíble, murmuró. Hace semanas que no lo veía tan lúcido, tan conectado con sus recuerdos. Después del desayuno, Estela invitó a Lucero a su casa para tomar un café.
Vivía a pocas cuadras de la residencia, en una casa pequeña pero acogedora. Mientras preparaba las tazas, le contó más sobre la vida de Andrés después de su separación. Se casó unos años después, explicó sirviéndole café recién hecho con una maestra de primaria, Carmen. Tuvieron dos hijos, mi primo Eduardo y su hermana Laura. Eduardo vive en Estados Unidos desde hace 10 años.
Laura está en la Ciudad de México, pero viene a visitarlo una vez al mes. ¿Y su esposa? Preguntó Lucero, intentando ignorar la punzada de celos que sentía a pesar de los años. Falleció hace 5 años”, respondió Estela con tristeza. Cáncer fue muy duro para todos, especialmente para el tío.
Creo que su enfermedad se aceleró después de perderla. Lucero asintió en silencio, asimilando la información. Así que Andrés había formado una familia, había amado a otra mujer. Era lo natural, lo esperado, igual que ella había continuado con su vida. ¿Su esposa sabía de mí?, preguntó después de un momento. Estela esbozó una sonrisa comprensiva. Todos sabíamos de ti, confesó.
El tío Andrés nunca hizo un secreto del amor que sentía por ti. Carmen lo aceptó desde el principio. Decía que uno no puede luchar contra los primeros amores, solo aprender a vivir con ellos. Fueron felices a su manera, se respetaban, se cuidaban. Con el tiempo creo que llegaron a amarse profundamente.
Lucero sintió una mezcla de alivio y tristeza. Le alegraba saber que Andrés había encontrado cierta felicidad, pero no podía evitar pensar en lo diferente que habría sido todo si ella hubiera tomado otras decisiones. ¿Y qué hacía él? Preguntó dándose cuenta de que sabía muy poco sobre la vida adulta de Andrés.
¿A qué se dedicaba? Era arquitecto? respondió Estela con orgullo. Restauraba edificios históricos, principalmente aquí en Querétaro. Trabajó en varios proyectos importantes. De hecho, el teatro principal de la ciudad fue restaurado por él. También daba clases en la universidad. Era muy querido por sus estudiantes. Lucero sonríó. podía imaginarlo perfectamente.
Andrés en un salón de clases hablando con pasión sobre arcos y columnas, sobre la historia escondida en las piedras antiguas, siempre había tenido ese don para ver belleza, donde otros solo veían ruinas. Hace 3 años empezaron los primeros síntomas, continuó Estela. Olvidos pequeños al principio, donde había dejado las llaves, el nombre de algún colega, una cita pendiente.
Pensamos que era normal. cosas de la edad, pero luego comenzó a perderse en calles que había recorrido toda su vida. Dejaba la estufa encendida, llamaba a Laura por el nombre de su hermana fallecida. Fue cuando decidimos llevarlo al médico. La voz de Estela se quebró ligeramente al recordar.
El diagnóstico fue devastador. Alzheimer en fase temprana. Nos dijeron que avanzaría gradualmente, pero que era irreversible. Durante un tiempo intentamos cuidarlo en casa. Laura y yo nos turnábamos, pero hace 6 meses tuvo una crisis fuerte. No reconoció a Laura, se puso violento. Intentó salir de la casa en medio de la noche, convencido de que tenía que ir a trabajar.
Fue cuando entendimos que necesitaba cuidados profesionales. Lucero escuchaba en silencio, imaginando el dolor de la familia al ver desvanecerse poco a poco a ese hombre brillante y vital. Lo llevamos a las Jacarandas, continuó Estela. Es un lugar modesto, pero el personal es maravilloso.
Lo tratan con dignidad, con cariño, y está cerca de mi casa, así que puedo visitarlo todos los días. ¿Y fue entonces cuando encontraste la carta? Preguntó Lucero. Sí, confirmó Estela. Estaba empacando sus cosas personales para llevárselas a la residencia. Encontré una caja vieja en el fondo de su armario. Tenía tu nombre escrito en la tapa.
Dentro estaban todas esas fotografías, recortes de periódicos, la carta y algo más. Se levantó y salió un momento de la cocina. Cuando regresó, traía en las manos una pequeña caja de terciopelo azul. Esto también estaba allí”, dijo entregándosela a Lucero. Con manos temblorosas, Lucero abrió la caja. Dentro había un anillo de compromiso, una sencilla banda de oro con un pequeño diamante en el centro.
No era ostentoso ni lujoso, pero transmitía una ternura infinita. Iba a pedirte matrimonio, explicó Estela en voz baja. El día que terminaron tenía planeado proponértelo. Lo tenía todo preparado. La cena, las flores, el anillo. Pero entonces discutieron por lo de tu primer papel protagónico en televisión y todo se derrumbó. Lucero recordaba perfectamente aquella discusión.
Le habían ofrecido el papel principal en una telenovela, su gran oportunidad, pero significaba mudarse a la capital. dedicarse por completo a su carrera. Andrés le había pedido que lo rechazara, que se quedara con él en Querétaro, que construyeran juntos una vida tranquila, lejos de los reflectores. Ella se había negado.
Sus sueños eran demasiado grandes para una ciudad pequeña, para una vida convencional. Las palabras hirientes volaron de un lado a otro. El orgullo se impuso y así lo que había comenzado como el día más especial en la vida de Andrés terminó con un adiós definitivo. “Nunca lo supe”, murmuró Lucero con la mirada fija en el anillo. “Nunca supe que iba a proponérmelo.
Él nunca te lo dijo”, respondió Estela. Y después, supongo que ya no tenía sentido. Lucero cerró la caja y se la devolvió a Estela. Un silencio pesado se instaló entre ellas, cargado de Y si hubiera, que ya no tenían remedio. ¿Por qué me buscaste ahora? Preguntó finalmente Lucero. Después de tanto tiempo, Estela suspiró profundamente antes de responder.
El médico dice que le queda poco tiempo, confesó con voz temblorosa. La enfermedad está avanzando más rápido de lo que esperábamos. Tiene días buenos como hoy, en que parece casi normal, pero los días malos son cada vez más frecuentes. Pronto no reconocerá a nadie, ni siquiera a sí mismo. Y cuando encontré esa caja, cuando vi que te había amado durante toda su vida, sentí que tenía que intentarlo, que tenías derecho a saber, a despedirte si así lo querías.
Las palabras de Estela cayeron como un peso sobre Lucero. La idea de que Andrés estuviera muriendo, desapareciendo poco a poco, le resultaba insoportable. Habían pasado casi cuatro décadas separados y, sin embargo, el dolor era tan intenso como si nunca se hubieran dejado de ver. “¿Cuánto tiempo?”, preguntó con un hilo de voz. “Meses, tal vez,”, respondió Estela.
Es difícil saberlo con exactitud, pero su estado se deteriora cada semana. Lucero se levantó y caminó hasta la ventana. Afuera, la vida continuaba su curso normal. Personas que iban al trabajo, niños que jugaban, parejas que paseaban tomadas de la mano, todos ellos ajenos al drama que se desarrollaba en aquella pequeña cocina.
“Necesito hacer una llamada”, dijo finalmente volviéndose hacia Estela. ¿Puedes darme unos minutos? Estela asintió y salió discretamente de la cocina. Lucero sacó su teléfono y marcó el número de su hija. Lucerito contestó al segundo timbre. Mamá, ¿dónde estás? Estaba preocupada. Estoy en Querétaro respondió Lucero, intentando que su voz sonara tranquila.
Voy a quedarme unos días, tal vez más en Querétaro repitió su hija claramente sorprendida. ¿Qué haces allá? ¿Estás bien? Lucero dudó un momento. ¿Cómo explicarle a su hija lo que estaba viviendo? ¿Cómo hacerle entender que había un capítulo de su vida que nunca había cerrado del todo. Estoy bien, aseguró. Pero hay hay alguien a quien necesito ver. Un viejo amigo que está enfermo. ¿Un amigo? Preguntó Lucerito, ahora intrigada.
¿Quién? Es una larga historia, respondió Lucero con un suspiro. Te prometo que te contaré todo cuando vuelva. Pero ahora necesito que me ayudes. Cancela mis compromisos de las próximas semanas. Diles que es una emergencia familiar. Hubo un silencio al otro lado de la línea. Lucerito nunca había escuchado a su madre hablar así, con esa mezcla de determinación y vulnerabilidad.
Está bien, mamá”, accedió finalmente. “Yo me encargo, pero prométeme que estarás bien. Te lo prometo,” respondió Lucero, agradecida por la comprensión de su hija. “Te llamaré mañana.” Cuando colgó, Estela ya había vuelto a la cocina y la observaba con una expresión de curiosidad. “¿Todo bien?”, preguntó.
Lucero, asintió, sintiendo una extraña calma después de tomar su decisión. “Voy a quedarme”, anunció. El tiempo que sea necesario. Los ojos de Estela se iluminaron. En serio, pero tu trabajo, tu vida en México, pueden esperar. Interrumpió Lucero con firmeza. Esto es más importante. Esa misma tarde, Lucero regresó a las Jacarandas.
Andrés estaba sentado en el jardín bajo la sombra de un árbol frondoso. Una enfermera leía en voz alta, aunque era evidente que él no prestaba mucha atención. Su mirada estaba perdida en algún punto del cielo. Cuando Lucero se acercó, la enfermera se detuvo y sonrió. “Ha estado preguntando por usted toda la mañana”, dijo en voz baja.
No dejaba de decir dónde está Lucerito. Se levantó discretamente cediéndole su lugar a Lucero. “Hola, Sandrés”, saludó ella, sentándose a su lado. “¿Me extrañaste?” Él giró lentamente la cabeza hacia ella por un momento terrible. Sus ojos reflejaron confusión, pero luego, como si un rayo de luz atravesara la niebla, sonrió ampliamente. “Lucerito”, murmuró con alegría. “Sabía que volverías.
” Ella tomó sus manos entre las suyas, notando lo frías que estaban a pesar del calor de la tarde. “Claro que volví”, respondió con ternura. “Y voy a quedarme. Voy a quedarme contigo, Andrés. Una expresión de asombro y felicidad se dibujó en el rostro de él. Era como si le hubieran dado la noticia más maravillosa del mundo.
¿De verdad?, preguntó con la voz quebrada por la emoción. ¿Te quedarás conmigo? Sí, confirmó ella, sintiendo como las lágrimas comenzaban a formarse en sus ojos. Esta vez no voy a irme. Andrés la miró fijamente con una lucidez sorprendente. No tienes que hacer esto dijo en voz baja. Sé que estoy enfermo. Sé que me estoy olvidando de todo. A veces ni siquiera recuerdo mi nombre. No quiero ser una carga para ti.
Lucero sintió que el corazón se le rompía. Incluso en su estado, Andrés seguía preocupándose por ella, poniendo sus necesidades por encima de las propias. No eres una carga”, aseguró acariciando suavemente su mejilla. “Nunca podrías serlo. Hace mucho tiempo cometí el error de dejarte ir. No voy a cometer el mismo error dos veces.
” Un silencio se instaló entre ellos, pero no era incómodo. Era un silencio lleno de entendimiento, de emociones demasiado grandes para ser expresadas con palabras. “Tengo miedo, lucerito”, confesó finalmente Andrés con la voz apenas audible. Tengo miedo de olvidarlo todo, de olvidarte a ti. Lucero se acercó más a él hasta que sus frentes casi se tocaban.
Entonces yo recordaré por los dos, prometió. Cada momento, cada palabra, cada sentimiento lo guardaré todo aquí, dijo señalando su corazón. Y cuando lo necesites, te lo recordaré una y otra vez, todas las veces que haga falta. Andrés cerró los ojos como si intentara grabar esas palabras en su memoria, salvarlas de la enfermedad que poco a poco borraba todo lo demás. “¡Te amo”, murmuró. “Creo que nunca dejé de amarte.
” “Yo también te amo”, respondió Lucero, sorprendida por la facilidad con la que las palabras salieron de sus labios, como si hubieran estado esperando todos esos años para ser pronunciadas. y vamos a aprovechar cada momento que nos quede, cada día, cada hora. En ese instante, como si el universo quisiera sellar aquel pacto de amor tardío pero indestructible, comenzó a sonar una melodía en el radio que alguien había dejado encendido.
Era El reloj de Roberto Cantoral, la misma canción que había sonado el día anterior, la misma que habían bailado en su primera cita. ¿Bailamos?, preguntó Lucero, poniéndose de pie y extendiendo su mano hacia él. Andrés dudó un momento, mirando sus propias piernas como si no confiara en ellas. “No sé si pueda,” admitió con tristeza. “yo ayudaré”, insistió ella con movimientos lentos y cuidadosos.
Andrés se incorporó apoyándose en lucero. Ella lo sostuvo con firmeza, adaptando su cuerpo al de él, encontrando juntos un ritmo suave, apenas un balanceo al compás de la música. Allí, en el jardín de las Jacarandas, bajo la mirada discreta, pero emocionada del personal, Lucero y Andrés bailaron. No importaba que sus movimientos fueran limitados, que sus cuerpos ya no tuvieran la agilidad de la juventud.
Lo que importaba era que estaban juntos cumpliendo una promesa silenciosa que se habían hecho décadas atrás, la de bailar siempre, pasara lo que pasara, la canción de su amor. Y mientras el sol comenzaba a ocultarse, tiñiendo el cielo de Querétaro con tonos rojizos y dorados, Lucero supo que había tomado la decisión correcta.
No sabía cuánto tiempo les quedaba, pero estaba dispuesta a aprovechar cada segundo, a crear recuerdos que, aunque Andrés pudiera olvidarlos, vivirían para siempre en su corazón. El tiempo se había detenido entre sus manos, tal como decía la canción, y esta vez no permitiría que volviera a correr sin ellos.
Los días en Querétaro adquirieron rápidamente una rutina tranquila, pero llena de propósito. Lucero alquiló un pequeño departamento a pocas cuadras de las Jacarandas. No era nada parecido a su amplia casa en la Ciudad de México, con todos sus lujos y comodidades, pero tenía un encanto especial, una terraza con vista a las montañas y una cocina pequeña pero funcional donde preparaba comidas sencillas.
Cada mañana desayunaba temprano y caminaba hasta la residencia. Pasaba allí la mayor parte del día acompañando a Andrés en sus actividades, en sus terapias, en sus momentos de claridad y también en aquellos en los que la confusión se apoderaba de su mente. Al principio, el personal de las jacarandas la miraba con asombro.
No todos los días una estrella famosa decidía instalarse en una residencia para ancianos. Pero pronto la novedad dio paso al respeto. No era Lucero la cantante quien visitaba a un paciente. Era simplemente una mujer acompañando al hombre que amaba en sus últimos momentos de lucidez.
Una semana después de su llegada, Laura, la hija de Andrés, viajó desde la Ciudad de México para conocerla. Era una mujer de unos 40 años, con los mismos ojos penetrantes de su padre y una sonrisa cálida que inspiraba confianza inmediata. Es extraño finalmente conocerte”, confesó Laura mientras tomaban un café en la pequeña cafetería de la residencia. “Toda mi vida escuché hablar de ti.
Eras como un personaje de cuento para mí, la princesa lejana e inalcanzable que mi papá nunca olvidó.” Lucero se sonrojó ligeramente. Era difícil imaginar que mientras ella construía su carrera, formaba una familia y vivía su vida, en otro lugar alguien hablaba de ella con amor y nostalgia.
Espero que no te moleste mi presencia aquí, dijo con cierta inseguridad. Sé que es una situación poco convencional. Laura negó con la cabeza, interrumpiéndola. En absoluto, aseguró. De hecho, estoy profundamente agradecida. Desde que estás aquí, papá ha tenido más momentos de lucidez que en los últimos seis meses.
Es como si tu presencia lo anclara de alguna manera, como si le diera una razón para luchar contra la enfermedad. Lucero sonrió conmovida por sus palabras. Él hace lo mismo por mí, confesó. Me recuerda quién soy más allá de los escenarios y las cámaras. Me recuerda a la chica sencilla que fui antes de que todo comenzara. La conversación fluyó con naturalidad. Laura le contó sobre su infancia, sobre cómo Andrés había sido un padre amoroso y presente.
Le mostró fotografías familiares. Andrés sosteniendo a un bebé. Andrés en la graduación de Eduardo, Andrés y Carmen en su vigésimo aniversario. Lucero observaba las imágenes con una mezcla de curiosidad y melancolía. Era la vida que podría haber sido suya si hubiera tomado decisiones diferentes.
Sin embargo, no sentía celos ni resentimiento, solo una profunda gratitud, porque a pesar de todo, Andrés había sido feliz. Mi mamá sabía todo sobre ti, continuó Laura mientras pasaban las fotografías. Papá siempre fue honesto con ella. Le contó sobre su primer amor, sobre cómo te conoció, sobre lo que significaste en su vida.
Y mamá, lejos de sentirse amenazada, lo aceptó. Decía que todos tenemos un primer amor que nos marca para siempre y que ella estaba agradecida de que el de papá hubiera sido alguien tan especial como tú. Lucero sintió un nudo en la garganta. Nunca había conocido a Carmen, pero sentía una profunda admiración por ella, por su generosidad, por su entendimiento de la naturaleza humana, por su capacidad de amar sin poseer. Me hubiera gustado conocerla. admitió.
A ella también, respondió Laura con una sonrisa triste. A veces decía en broma que le habría encantado invitarte a cenar y preguntarte mil cosas sobre papá cuando era joven, pero respetaba demasiado tu vida y tu privacidad como para intentar contactarte. Después de ese encuentro, Laura comenzó a visitarlos con más frecuencia.
A veces se quedaba varios días hospedándose en casa de Estela. Entre las tres formaron una especie de alianza femenina, un círculo protector alrededor de Andrés. Las semanas pasaban y aunque había días difíciles, en general Andrés parecía más estable, más conectado con la realidad. El médico de la residencia, el doctor Morales, admitió estar sorprendido por la mejoría.
No quiero darles falsas esperanzas, aclaró durante una reunión con Lucero y Estela. La enfermedad sigue su curso, pero es innegable que la presencia de la señorita Lucero ha tenido un efecto positivo en él. Los pacientes con Alzheimer a menudo responden mejor cuando están rodeados de personas significativas, especialmente aquellas vinculadas a recuerdos emocionales fuertes.
¿Eso significa que podría mejorar? Preguntó Estela con un destello de esperanza en los ojos. El Dr. Morales negó suavemente con la cabeza. Mejorar, no. El daño cerebral es irreversible, pero puede ralentizarse el proceso, pueden aprovecharse mejor los momentos de lucidez y, sobre todo, puede mejorar significativamente su calidad de vida. Eso era suficiente para Lucero.
No había viajado a Querétaro con la expectativa de un milagro. había venido a estar con Andrés, a acompañarlo en su camino, a saldar una deuda emocional que había quedado pendiente durante demasiado tiempo. Una tarde particularmente calurosa, decidieron sacar a Andrés de la residencia. Con el permiso del doctor, Morales y acompañados por una enfermera, lo llevaron a dar un paseo por el centro histórico de Querétaro.
Era la primera vez en meses que salía de las jacarandas y su rostro se iluminó con una alegría infantil al sentir el sol directo sobre su piel, al escuchar el bullicio de la ciudad, al ver los colores vibrantes de las fachadas coloniales, lo llevaron en silla de ruedas, deteniéndose frecuentemente para que pudiera observar los detalles arquitectónicos que tanto había amado en su vida profesional.
En cada plaza, en cada iglesia, en cada edificio antiguo, Andrés tenía una historia que contar. A veces las historias eran claras y coherentes. Otras se mezclaban con recuerdos inventados o se interrumpían bruscamente, como si un interruptor se apagara en su mente. “Yo restauré esa fuente”, dijo con orgullo, señalando una hermosa fuente de cantera en el centro de una plaza. Estaba casi destruida.
Tuvimos que traer artesanos de Michoacán para recrear los detalles originales. Lucero y Estela intercambiaron una mirada. Ambas sabían que era cierto. Era uno de los proyectos de los que Andrés se había sentido más orgulloso. Es preciosa comentó Lucero agachándose para estar a su altura. Hiciste un trabajo maravilloso.
Andrés sonrió satisfecho con el reconocimiento. En ese edificio continuó señalando un palacio colonial. Hay una escalera secreta. La descubrimos durante la restauración. Conecta el despacho principal con los jardines. Probablemente la usaban para encuentros clandestinos. Esta vez sus ojos brillaron con picardía, como si estuviera compartiendo un secreto delicioso.
Lucero Río, encantada de ver destellos del hombre vital y apasionado que había conocido, siguieron paseando, deteniéndose ocasionalmente para que Andrés descansara. En una pequeña plaza, un grupo de músicos tocaba canciones tradicionales mexicanas. Andrés cerró los ojos, dejándose llevar por la música.
Sus dedos tamborileaban suavemente sobre el reposabrazos de la silla siguiendo el ritmo. “Siempre fuiste buen bailarín”, comentó lucero, observándolo con ternura. “Solo contigo”, respondió él, abriendo los ojos y mirándola directamente. “Contigo era fácil bailar.” Al anochecer lo llevaron a cenar a un restaurante tranquilo en la plaza principal. Andrés comió con apetito, algo que no sucedía a menudo.
Incluso pidió una copa de vino tinto que el doctor Morales había autorizado como excepción para la ocasión. Por nosotros, brindó levantando su copa hacia Lucero. Por el tiempo perdido y el tiempo encontrado. Ella respondió al brindis, conmovida por la claridad de sus palabras. Era uno de esos momentos preciosos en los que la niebla se disipaba por completo y el Andrés de siempre emergía lúcido y elocuente.
Durante el postre, una flanca acero que Andrés saboreó con visible placer, sacó del bolsillo de su chaqueta un pequeño paquete envuelto en papel de seda. “Tengo algo para ti”, dijo extendiéndoselo a Lucero. “Lo compré esta tarde cuando fuimos a la tienda de artesanías.” Lucero lo miró sorprendida. No recordaba que hubiera comprado nada. Probablemente Estela lo había ayudado mientras ella hablaba con la enfermera.
Desenvolvió el paquete con cuidado. Dentro había un pequeño broche de plata con la forma de un colibrí. “Es hermoso”, susurró genuinamente emocionada. “El colibrí es el único pájaro que puede volar hacia atrás”, explicó Andrés con una seriedad conmovedora. “Puede regresar en el tiempo como nosotros.” Lucero sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.
Era un gesto tan sencillo y a la vez tan profundo, tan lleno de significado. “Gracias”, dijo inclinándose para besar suavemente su mejilla. “Lo llevaré siempre conmigo.” Esa noche, después de dejar a Andrés cómodamente instalado en su habitación, Lucero regresó a su apartamento con el corazón lleno de emociones contradictorias, alegría por los momentos compartidos.
tristeza por lo que no pudo ser, miedo ante la inevitable progresión de la enfermedad, se sentó en la pequeña terraza contemplando las luces de la ciudad. A lo lejos, las montañas se recortaban como siluetas oscuras contra el cielo estrellado. Sacó su teléfono y marcó el número de su hija. Necesitaba hablar, compartir lo que estaba viviendo.
Pam! Contestó Lucerito con evidente alegría en la voz. ¿Cómo estás? Te extraño. Yo también te extraño, mi amor”, respondió Lucero, sintiendo una punzada de culpabilidad por estar lejos de su hija. “Pero estoy bien, de verdad.” “¿Y tú, amigo?”, preguntó Lucerito con cierta vacilación en la voz.
Durante las últimas semanas, Lucero le había contado parte de la historia, aunque no todos los detalles. “Hoy fue un buen día”, respondió Lucero con una sonrisa nostálgica. Lo sacamos a pasear por la ciudad. Comimos fuera, incluso me regaló un broche. Hubo un silencio al otro lado de la línea. Cuando Lucerito volvió a hablar, su voz sonaba diferente, más madura, más comprensiva. ¿Es él, verdad?, preguntó suavemente.
El hombre del que me hablaste una vez, el que dejaste para seguir tu carrera. Lucero sintió un escalofrío. Hacía años, en una rara conversación íntima, le había contado a su hija sobre Andrés. No le había dicho su nombre ni dónde vivía. Solo le había hablado de un amor de juventud, de una decisión difícil, de un camino no tomado.
Sí, admitió finalmente. Es él. Lo sabía”, respondió Lucerito. Y Lucero casi podía verla sonreír. Por la forma en que hablabas de él, incluso después de tantos años, siempre supe que era alguien muy especial. Lucero sintió que un peso se levantaba de sus hombros. No se había dado cuenta de cuánto necesitaba la comprensión de su hija hasta ese momento. “Es difícil de explicar.
” Continuó mirando hacia las estrellas. A veces siento que no debería estar aquí, que estoy viviendo una fantasía, un espejismo, pero luego lo miro a los ojos y sé que estoy exactamente donde debo estar. ¿Lo amas?, preguntó Lucerito directamente. La pregunta quedó flotando en el aire nocturno.
¿Amaba Andrés o amaba el recuerdo de lo que habían sido, la idea de lo que podrían haber sido? Era posible amar a alguien que estaba desapareciendo poco a poco, cuyos recuerdos se desvanecían como la niebla bajo el sol. “Sí”, respondió finalmente con una certeza que la sorprendió a ella misma. Lo amo no de la misma manera que antes.
Es un amor diferente, más profundo, más consciente, un amor que sabe que el tiempo es limitado y precisamente por eso es más intenso. Entonces, debes quedarte, afirmó Lucerito con firmeza. Debes quedarte todo el tiempo que sea necesario. ¿No te molesta, preguntó Lucero, aún insegura. ¿No crees que es, no sé, inapropiado, una locura? La risa cristalina de su hija resonó al otro lado del teléfono.
Una locura. Mamá, has pasado tu vida entera complaciendo a los demás, cantando las canciones que querían escuchar, interpretando los papeles que querían verte interpretar, sonriendo para las cámaras cuando querían verte sonreír. Si esto es lo que tú quieres, lo que tú necesitas, entonces no puede ser una locura.
Es simplemente tu momento de vivir para ti misma. Lucero sintió que las lágrimas corrían libremente por sus mejillas. Su hija, su pequeña, había crecido para convertirse en una mujer sabia y comprensiva. “Te quiero tanto”, murmuró con la voz quebrada por la emoción. “Yo también te quiero, mamá”, respondió Lucerito. “Y por cierto, he estado pensando, puedo ir a visitarte.
Quiero conocerlo. La idea de que su hija conociera a Andrés, de que estos dos mundos tan importantes para ella se encontraran, llenó a Lucero de una alegría inesperada. “Me encantaría”, respondió sinceramente. “Creo que a él también le gustaría conocerte”. Cuando colgó, Lucero se quedó un rato más en la terraza, sintiendo una paz que hacía tiempo no experimentaba.
Las estrellas brillaban intensamente sobre Querétaro como testigos silenciosos de una historia de amor que desafiaba al tiempo y a las circunstancias. A la mañana siguiente, al llegar a las jacarandas, supo inmediatamente que algo no iba bien. Había más movimiento del habitual. Enfermeras que entraban y salían apresuradamente de una habitación. La habitación de Andrés. ¿Qué sucede?, preguntó interceptando a una de las enfermeras.
Tuvo una crisis durante la noche”, explicó la mujer con expresión preocupada. Estaba desorientado, agitado, no reconocía a nadie. Tuvimos que sedarlo ligeramente. El corazón de Lucero dio un vuelco. El día anterior había sido tan perfecto, tan lleno de momentos de claridad y conexión.
¿Cómo podía la enfermedad golpear con tanta fuerza de un momento a otro? ¿Puedo verlo? Preguntó intentando mantener la calma. El doctor está con él. Ahora respondió la enfermera, en cuanto termine podrá entrar. Lucero esperó en el pasillo, caminando de un lado a otro, incapaz de quedarse quieta. Cuando finalmente el doctor Morales salió de la habitación, su expresión era grave. “Señorita Lucero, saludó con voz cansada. Me temo que no son buenas noticias.
” Ella asintió preparándose para lo peor. Ha tenido lo que llamamos un episodio de agitación severa”, explicó el médico. Es bastante común en las etapas avanzadas del Alzheimer. Los pacientes se desorientan completamente, no reconocen su entorno ni a las personas que los rodean. A veces se vuelven agresivos o paranoicos.
¿Pero se recuperará?, preguntó Lucero, aferrándose a un hilo de esperanza. Ayer estaba tan bien. El doctor Morales suspiró profundamente. Esa es la naturaleza cruel de esta enfermedad, respondió. Los pacientes pueden tener días buenos, incluso semanas buenas, y luego sin previo aviso, sufrir un retroceso significativo. En este momento está estable, pero sedado.
Cuando despierte, no sabemos en qué estado estará su mente. ¿Puedo quedarme con él? Insistió Lucero. Por supuesto, accedió el médico. De hecho, su presencia podría ser beneficiosa cuando despierte. A veces las personas con Alzheimer responden mejor a las caras familiares después de una crisis. Lucero entró silenciosamente en la habitación.
Andrés yacía en la cama, aparentemente dormido. Su respiración era regular, pero su rostro parecía más pálido, más demacrado que el día anterior. Se sentó en la silla junto a la cama y tomó su mano entre las suyas. Estoy aquí, susurró. Aunque sabía que no podía oírla. No voy a dejarte. Pasaron las horas.
Estela llegó alarmada por la llamada del personal de la residencia. Juntas hicieron guardia al lado de Andrés, hablando en voz baja, compartiendo recuerdos, tratando de mantener la esperanza. Al anochecer, Andrés comenzó a moverse inquieto en la cama. Sus párpados temblaron y finalmente abrió los ojos. Su mirada vagó por la habitación, deteniéndose brevemente en Estela y luego en lucero.
No había reconocimiento en esos ojos, solo confusión y miedo. ¿Dónde estoy?, preguntó con voz ronca. ¿Quiénes son ustedes? Estela miró a Lucero con expresión desolada. Era uno de los momentos malos, uno de esos episodios en los que Andrés se perdía completamente en la niebla de la enfermedad.
Estás en las jacarandas, tío, respondió Estela con voz suave. Soy yo, Estela, tu sobrina, y ella es Lucero, una amiga muy querida. Andrés frunció el seño, como si intentara procesar la información, pero no pudiera darle sentido. No las conozco insistió con creciente agitación. Quiero irme a casa.
¿Dónde está Carmen? ¿Dónde están mis hijos? Estela tragó saliva, visiblemente afectada por la mención de su tía fallecida. “Tío, cálmate, por favor”, pidió intentando sonar tranquila. “Todo está bien. Estás en un lugar seguro.” Pero Andrés no escuchaba. Se incorporó en la cama intentando levantarse. Sus movimientos eran torpes, descoordinados. “Carmen”, llamó con la voz cargada de angustia. Necesito ver a Carmen.
Una enfermera entró rápidamente, alertada por los gritos, evaluó la situación con mirada profesional. Voy a buscar al doctor, informó saliendo de la habitación. Lucero, que hasta ese momento se había mantenido en silencio, se acercó más a la cama. A pesar del miedo y la tristeza que sentía, intentó mostrarse serena. “Andrés”, dijo con voz firme, pero cariñosa.
“Mírame, por favor.” Él detuvo sus movimientos y la miró, aunque sin reconocerla. “¿Te conozco?”, preguntó con un destello de curiosidad en medio de la confusión. “Sí”, respondió ella sosteniendo su mirada. “Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Solíamos bailar juntos, ¿recuerdas? En el parque Españas, en la ciudad de México.
Por un instante algo pareció cambiar en los ojos de Andrés. Una chispa, un recuerdo fugaz que luchaba por emerger, bailar. repitió más calmado. “Sí, bailar”, confirmó Lucero, animada por esa pequeña reacción. “Tú me pisabas los pies, pero no me importaba porque estaba contigo.
” Andrés la miró fijamente, como si intentara penetrar la niebla que nublaba su mente. Lucero comenzó a tararear suavemente, el reloj, la canción que tantas veces habían bailado juntos. La melodía flotó en la habitación creando una atmósfera casi mágica. Y entonces sucedió lentamente, como una flor que se abre al sol, una sonrisa se dibujó en el rostro de Andrés.
Lucerito susurró, y esta vez había reconocimiento en su voz. Mi lucerito. Estela ahogó un soyoso de alivio. Lucero, con lágrimas en los ojos, asintió. Sí, soy yo! Confirmó apretando suavemente su mano. Soy tu lucerito. La agitación abandonó el cuerpo de Andrés. se recostó nuevamente en la cama, visiblemente agotado, pero más tranquilo.
“No te vayas”, pidió con los ojos ya cerrándose por el cansancio. “No te vayas otra vez. No me voy a ninguna parte”, prometió Lucero sentándose a su lado. “Me quedaré aquí contigo toda la noche, todo el tiempo que sea necesario.” Andrés sonrió débilmente y poco después se quedó dormido, pero esta vez era un sueño tranquilo, pacífico. El Dr. T.
Morales, que había entrado silenciosamente en la habitación, observó la escena con asombro. “Extraordinario”, murmuró. no suelen recuperarse tan rápidamente de una crisis como esta. Fue la música, explicó Lucero, la música y los recuerdos. El médico asintió pensativo. Hay cosas en la mente humana que la ciencia aún no puede explicar completamente, comentó.
Conexiones que resisten incluso cuando todo lo demás se desmorona. Llamamos a eso memoria emocional. Son los últimos recuerdos en desaparecer porque están ligados a sentimientos profundos, a experiencias que marcaron el alma. Lucero miró a Andrés durmiendo pacíficamente. Ahora recordó sus palabras de la noche anterior.
El colibrí es el único pájaro que puede volar hacia atrás. Tal vez eso era lo que estaban haciendo, volando hacia atrás, recuperando momentos preciosos de un pasado compartido, creando nuevos recuerdos en el tiempo prestado que les quedaba. Esa noche, sentada junto a la cama de Andrés, velando su sueño, Lucero tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre.
No sabía cuánto tiempo les quedaba juntos, pero estaba dispuesta a hacer que cada momento contara, a recuperar de alguna manera los 38 años que habían pasado separados. Y mientras la noche avanzaba sobre Querétaro, mientras las estrellas brillaban en el cielo como testigos silenciosos de su promesa, Lucero comenzó a cantar suavemente Solo para Andrés, una canción que había compuesto hacía muchos años, pero nunca había grabado.
una canción sobre un amor que atraviesa el tiempo, sobre segundas oportunidades, sobre encontrar el camino de vuelta a casa después de haberse perdido durante demasiado tiempo. Tres meses después, Lucero se encontraba sentada en el jardín de las jacarandas, observando como el sol de la tarde bañaba con su luz dorada los árboles y las flores.
Andrés dormitaba a su lado con la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro de ella. habían estado escuchando música como lo hacían cada tarde. Estos meses habían sido un extraño paréntesis en su vida, lejos de los escenarios, de las cámaras, del ajetreo constante que había sido su día a día durante décadas.
Aquí en Querétaro había encontrado una paz que no sabía que necesitaba. El estado de Andrés había fluctuado, como era de esperarse. Había días buenos en los que la reconocía inmediatamente y podían mantener conversaciones coherentes, compartir recuerdos, incluso hacer planes para el día siguiente. Y había días malos en los que la niebla se espesaba y Andrés se perdía en su propio laberinto mental.
Pero incluso en esos días había momentos de conexión, un apretón de manos, una sonrisa. El brillo en sus ojos cuando ella cantaba. Lucerito había venido a visitarlos un par de semanas atrás. La reunión había sido emotiva y sorprendentemente natural. Andrés tuvo uno de sus días buenos y quedó encantado con la joven, encontrando en ella rasgos de su madre que ni la propia lucero había notado antes.
Tiene sus ojos, le había dicho con ternura. Esos ojos que me miraron por primera vez hace tanto tiempo, Lucerito, conmovida, había abrazado a aquel hombre que representaba una parte desconocida, pero importante en la historia de su madre. Antes de regresar a México, le había susurrado a Lucero, “Ahora entiendo, mamá. Ahora entiendo por qué nunca lo olvidaste.
” El sonido de una silla de ruedas sobre la grava del camino sacó a Lucero de sus recuerdos. Era doña Estela, que se acercaba con una pequeña caja en las manos. Detrás de ella venía Laura, quien había llegado esa misma mañana desde la Ciudad de México para pasar el fin de semana con ellos. ¿Cómo está?, preguntó Estela en voz baja para no despertar a Andrés.
Tranquilo, respondió Lucero con una sonrisa. Hemos estado escuchando a los Panchos. Le encanta, aunque hoy no ha dicho mucho. Laura se sentó junto a ellos, acomodando cuidadosamente un chal sobre las piernas de su padre. A pesar de que era una tarde cálida, Andrés siempre sentía frío últimamente. Era una de las señales de su deterioro físico que avanzaba paralelo al mental.
Tenemos algo para ti”, dijo Estela extendiéndole la caja a Lucero. “Lo encontramos esta mañana ordenando algunas cosas viejas del tío.” Lucero abrió la caja con curiosidad. Dentro había un pequeño cuaderno de cubierta de piel gastada por el tiempo y el uso. Al abrirlo, reconoció inmediatamente la letra de Andrés, fuerte, decidida, aunque con ese toque artístico propio de un arquitecto. Es su diario, explicó Laura en voz baja.
Lo escribió durante años después de separarse de ti. No es un diario tradicional. No escribía todos los días, solo en momentos especiales, o cuando te veía en televisión o cuando lanzabas un nuevo disco. Lucero pasó las páginas con delicadeza, como si fueran un tesoro frágil que pudiera desintegrarse en sus manos.
Fragmentos de frases saltaban a su vista. Hoy la vi en televisión cantando como solo ella sabe hacerlo. Me pregunto si alguna vez piensa en mí como yo pienso en ella. Su hija es preciosa, tiene sus mismos ojos. Un soylozo escapó de su garganta. Era demasiado. Todo el amor de Andrés, destilado en esas páginas durante décadas, preservado como un testamento silencioso de un sentimiento que nunca murió.
Él quería que lo tuvieras, afirmó Estela con seguridad. Siempre dijo que algún día te lo entregaría cuando estuviera listo. Creo que ese día ha llegado. Andrés se movió ligeramente, despertando de su siesta. Sus ojos, nublados por la enfermedad, pero aún capaces de transmitir amor, se posaron en lucero. ¿Qué les?, preguntó con voz adormilada.
Un diario, respondió ella mostrándole el cuaderno. Tu diario. Él lo miró con curiosidad, pero sin reconocimiento. Escribí eso, preguntó genuinamente sorprendido. Sí, confirmó Lucero con ternura. Escribiste sobre mí durante muchos años. Andrés frunció el seño, haciendo un evidente esfuerzo por recordar. No me acuerdo.
Admitió finalmente con una tristeza que partía el alma. Hay tantas cosas que no recuerdo ya. Lucero cerró el diario y tomó su mano entre las suyas. No importa, aseguró con firmeza. Yo recordaré por los dos. Recordaré cada palabra, cada momento. Que algún día, cuando nos volvamos a encontrar en otro lugar te lo contaré todo. La expresión de Andrés se iluminó con una sonrisa.
¿Me lo prometes?, preguntó con la inocencia de un niño. Te lo prometo, respondió ella. sellando el pacto con un suave beso en su frente. En ese momento, como si el universo quisiera subrayar la promesa, una pequeña figura verde y brillante apareció revoloteando entre las flores, un colibrí que se detuvo por un instante frente a ellos, sus alas batiendo tan rápido que parecían inmóviles antes de alejarse velozmente hacia el cielo.
Andrés lo siguió con la mirada, maravillado como un niño ante un juguete nuevo. ¿Viste?, preguntó apretando la mano de Lucero. Un colibrí como tu broche. Lucero sonrió conmovida por ese pequeño milagro de claridad en medio de la confusión. Instintivamente, su mano libre tocó el broche que llevaba prendido en el pecho, el mismo colibrí de plata que Andrés le había regalado hacía meses.
“Sí, lo vi”, confirmó sintiendo que las lágrimas acudían a sus ojos, pero esta vez eran lágrimas de gratitud, no de tristeza. El cielo comenzaba a teñirse con los tonos rojizos y dorados del atardecer. Pronto sería hora de entrar, de cenar, de prepararse para otra noche de incertidumbre y esperanza.
Pero por ahora, en este momento perfecto, suspendido entre el pasado y el futuro, todo estaba bien. Andrés se había vuelto a dormir con la cabeza apoyada en el hombro de Lucero, con una expresión de paz que pocas veces se veía en su rostro últimamente. Ella lo dejó descansar mientras acariciaba suavemente su cabello plateado.
Laura y Estela se habían retirado discretamente, dejándolos solos en su burbuja de intimidad. A lo lejos, en alguna habitación de la residencia, alguien había puesto música. Las notas de el reloj llegaban débilmente hasta el jardín como un eco del pasado, como una promesa de eternidad. Lucero cerró los ojos y se permitió imaginar.
Imaginar un mundo donde se hubiera quedado en Querétaro, donde hubiera aceptado aquel anillo, donde hubiera construido una vida junto a Andrés. No habría habido escenarios, ni aplausos, ni fama, pero habría habido amor, un amor sencillo y cotidiano, un amor de mañanas compartidas y noches abrazados, de sueños construidos a dos manos, de niños correteando por la casa.
Habría sido feliz, quizás diferente, pero feliz, como había sido feliz con la vida que eligió, con sus triunfos y sus fracasos, con sus amores y desamores, con su hija maravillosa que era su mayor orgullo. No, no se arrepentía de las decisiones tomadas.
Cada elección la había llevado a ser quien era, pero agradecía infinitamente esta segunda oportunidad, este regalo inesperado que la vida le había dado, la posibilidad de cerrar un círculo, de sanar una herida, de honrar un amor que nunca había muerto realmente. Y mientras el sol se ocultaba tras las montañas de Querétaro, mientras Andrés dormía pacíficamente a su lado, mientras el eco de el reloj se desvanecía en el aire tibio de la tarde, Lucero comprendió una verdad simple pero profunda. A veces el mayor gesto de amor no es quedarse ni es irse.
El mayor gesto de amor es regresar incluso después de 38 años para decir, “Aquí estoy. Nunca dejé de amarte.
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